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ikero 06.05.11
Este libro está dedicado a mi agente y querido amigo, Matt
Bialer, por haber estado siempre allí, por su ayuda y orientación
constante y su apoyo infatigable. Ha sido un camino largo y
accidentado, Matt, un viaje penoso que no podría haber
concluido sin ti...
ASESINO DESTACADO DE LA
MAFIA, PADRE AMOROSO,
BUEN VECINO
Durante más de cuarenta años, Richard Kuklinski, «el
Hombre de Hielo», vivió una doble vida que superó con creces
lo que se puede ver en Los Soprano. Aunque se había
convertido en uno de los asesinos profesionales más temibles de
la historia de los Estados Unidos, no dejaba de invitar a sus
vecinos a alegres barbacoas en un barrio residencial de Nueva
Jersey.
Richard Kuklinski participó, bajo las órdenes de Sammy
Gravano, «el Toro», en la ejecución de Paul Castellano en el
restaurante Sparks. John Gotti lo contrató para que matara a un
vecino suyo que había atropellado a su hijo accidentalmente.
También desempeñó un papel activo en la muerte de Jimmy
Hoffa. Kuklinski cobraba un suplemento cuando le encargaban
que hiciera sufrir a sus víctimas. Realizaba este sádico trabajo
que hiciera sufrir a sus víctimas. Realizaba este sádico trabajo
con dedicación y con fría eficiencia, sin dejar descontentos a sus
clientes jamás. Según sus propios cálculos, mató a más de
doscientas personas, y se enorgullecía de su astucia y de la
variedad y contundencia de las técnicas que empleaba.
Este rastro de asesinatos duró cuarenta años, en los que
Kuklinski viajó para matar por los Estados Unidos y en otras
partes del mundo, como Europa y América del Sur. Mientras
tanto, se casó y tuvo tres hijos, a los que envió a una escuela
católica. Su hija padecía una enfermedad por la que tenía que
estar ingresada con frecuencia en hospitales infantiles, donde el
padre se ganó una buena reputación por su dedicación como
padre y por el cariño y las atenciones que prestaba a los demás
niños. El hogar de los Kuklinski se bañaba de luz todas las
Navidades, y los veranos eran una sucesión de barbacoas y di'
fiestas en el jardín y en la piscina de su casa, a las que acudían
muchos vecinos del barrio.
Su familia no sospechó nada jamás.
Pocos años después de que la Policía pusiera fin a Kuklinski
en manos de la justicia, este decidió conceder una serie de
entrevistas a un cineasta especializado en documentales. El
resultado estremecedor fueron tres documentales sobre la vida
de Kuklinski emitidos por la HBO. John O'Connor, del New
York Times, dijo: «Pocos espectadores olvidarán este retrato
tan estremecedor. Si se tuviera que comparar con alguna película
de ficción, tendría que estar a la altura de El silencio de los
corderos».
Philip Carlo, conocido por su libro The Night Stalker, pasó
más de 240 horas hablando con Kuklinski y centenares de horas
más con la esposa y las hijas de este, además de con otras
fuentes policiales y del hampa, para documentar y redactar este
libro. El resultado es un retrato íntimo y definitivo de un asesino
de la Mafia, dentro de la línea que marcaron libros como la
biografía de Sammy el Toro, de Peter Maas, o Casino, de
Nicholas Pileggi.
Días más tarde, Barbara hizo acopio por fin del valor
Días más tarde, Barbara hizo acopio por fin del valor
necesario para decir a Richard lo que sentía. Había ido a
recogerla al trabajo. Cuando se subió al coche, seguía sin tener
idea de lo peligroso que era Richard, de que llevaba siempre
pistola y cuchillo. Pero no tardaría en enterarse.
—Richard, tengo que hablar contigo —empezó a decirle.
—Di me —respondió él, percibiendo que iba a oír algo que
no le iba a gustar.
—Mira, Richard, yo te quiero mucho. Lo sabes. Es que...
bueno, me siento atrapada. Mire para donde mire, te tengo allí.
Quiero algo de espacio; quiero salir con mis amigos. Quiero salir
los sábados con mis amigas, como hacía antes.
Siguió explicándole con voz amable y considerada, cálida y
sincera, por qué necesitaba algo de espacio. Era muy joven, y,
según le dijo, no quería «un compromiso tan serio».
Le dijo que quizá le gustaría, incluso... ya sabes, salir con
otros chicos.
Las palabras de Barbara cortaron a Richard como si fueran
cristales rotos. Le hicieron daño. Le sacaron sangre. Cuando la
oía hablar, llegó a palidecer, y torció los labios hacia la izquierda.
Barbara no le vio bajar la mano y sacar el cuchillo de caza,
afilado como una navaja de afeitar, que llevaba siempre atado al
muslo, y mientras ella hablaba, él extendió el brazo y se lo puso
a la espalda. Richard la miraba y sonreía mientras ella seguía
disertando sobre la libertad, y el espacio, y lo joven que era.
Levantó la mano y le dio un pinchazo con el cuchillo en la
espalda, bajo el hombro izquierdo.
—¡ Ay! —dijo ella—. ¿Qué ha sido eso?
Entonces, vio el cuchillo reluciente que tenía él en la mano.
—¡Dios mío, me has clavado un cuchillo! ¿Por qué?
Al ver la sangre, los ojos se le llenaron de susto y de
consternación.
—¿Por qué? A modo de advertencia —dijo él, con voz de
una tranquilidad desconcertante—. Eres mía... ¿entiendes? No
vas a verte con nadie más, ¿entiendes? ¡Harás lo que yo diga!
—La verdad, esto es...
—Escucha, Barbara: si no puedo tenerte yo, no podrá
tenerte nadie. ¿Entendido?
—Eso es lo que te has creído tú. ¿Quién demonios te crees
que eres? ¿Cómo has podido clavarme un cuchillo de esa
manera? ¿De dónde ha salido este cuchillo? —estaba atónita—.
Se lo diré a mi familia. Se lo...
—-No me digas —dijo él, con una voz tranquila, helada,
con una voz que ella no le había oído nunca, impersonal,
inhumana—. Dime qué te parece: ¿qué te parece si mato a toda
la familia, a tú madre y a tus primos y al tío Armond. ¿Qué te
parece? —-le preguntó.
Barbara, ya muy enfadada, se puso a gritarle, a insultarlo. Él
la agarró de la garganta y se la apretó hasta dejarla inconsciente.
Cuando volvió en sí, Richard iba conduciendo como si no
hubiera pasado nada, tranquilo, fresco, dueño de sí mismo...
como si se dirigieran al cine.
—Llévame a casa —dijo Barbara, procurando no ser
demasiado agresiva. Evidentemente, la agresividad no daba
demasiado agresiva. Evidentemente, la agresividad no daba
resultado. Ya veía en él a un hombre muy peligroso, un loco, un
psicótico, no se fiaba de él, le tenía un miedo mortal. Tenía que
apartarse de él. Pero ¿cómo? Cuando llegaron a su casa,
Richard volvió a advertirle que mataría «a cualquier persona que
signifique algo para ti... ¿entiendes?».
—Sí; entiendo —dijo ella, mientras la mente le daba vueltas
al hacerse cargo del terrible sentido de sus palabras. Mareada,
con náuseas, se bajó del coche y entró en su casa caminando
despacio. El se alejó en el coche.
Aquel día, la vida de Barbara dio un vuelco irreversible. De
hecho, su vida estaba a punto de convertirse en una larga serie
de pesadillas, de horrores, y nadie podía hacer nada por ella.
Ni su familia.
Ni la Policía.
Ni el propio Jesucristo.
Richard estaba indignado. ¿Cómo podía Barbara querer
dejar de verlo, sentirse acorralada por él? Siempre había sido
amable y delicado con ella. ¿Qué había hecho mal? ¿Qué podía
hacer para volver a ganársela? La mente le daba vueltas como
un tiovivo descontrolado. Se sentía mareado; el corazón le
palpitaba con fuerza. Decidió que, si lo abandonaba, la mataría y
la enterraría en South Jersey. Estando muerta, no podría hacerle
daño. La solución, para él, era el asesinato, como siempre.
Al día siguiente, cuando Barbara salió del trabajo, Richard la
estaba esperando en la puerta. Tenía flores para ella, un osito de
peluche muy mono, buenas palabras en abundancia. Le dijo
cuánto lo sentía; que el problema era que la quería demasiado.
cuánto lo sentía; que el problema era que la quería demasiado.
—Barbara, nunca había sentido esto con nadie. La idea de
perderte... es que me vuelve, sabes... me vuelve loco. Lo siento.
—¿Y las amenazas?
—Sencillamente, no puedo perderte. No... no podría
aguantarlo —le dijo—. Me volvería loco. Por favor, vamos a
hacer que esto salga adelante. Vamos a intentarlo. Te quiero.
Quiero casarme contigo.
—¡Richard, ya estás casado, tienes hijos!
—Me voy a divorciar. Te lo prometo. Te lo juro. Te doy mi
palabra.
Y, así, Richard convenció a Barbara, que era joven y
crédula, de que tendrían un futuro maravilloso juntos. La verdad
era que Barbara quería tener hijos, quería tener una familia y un
marido atento y cariñoso, y sabía que ninguno podría ser más
atento que Richard.
Si Barbara hubiera sido mayor, más madura, si hubiera visto
algo más de mundo, si se hubiera conocido a sí misma mejor,
habría encontrado la manera de poner fin a aquello allí mismo.
Pero creía de verdad que Richard haría daño a las personas que
ella más quería, y cedió a las súplicas incansables de Richard,
aparentemente sinceras y sentidas.
Richard cenó aquella noche en casa de la Nana Carmella.
Se había aficionado a los platos de la Nana Carmella y le
gustaba mucho comer allí. En cierto sentido, estaba haciendo de
la familia de Barbara su propia familia; los estaba asimilando
como suyos, llenando un gran vacío que tenía dentro. La madre
de Barbara había llegado a aceptar a Richard, y él se sentía en
paz y como en casa cuando estaba allí.
RESTAURANTE ITALOAMERICANO
DE JOE Y MARY SE SIRVE COMIDA
PARA LLEVAR