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Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República

El Mausoleo Iluminado
Antología del ensayo en Colombia
Oscar Torres Duque
Biblioteca Familiar Presidencia de la República

Agradecimientos
Como siempre sucede en este tipo de trabajos, nada sería posible sin el apoyo de
personas y entidades dispuestas (o constituidas) para generar el tiempo de la
investigación y hacer posible el acceso a las fuentes. Agradezco, pues, a
Colcultura, con el uso de una de cuyas becas (para emprender una historia del
ensayo en Colombia) pude pasearme por ese ingente mausoleo que es la
colección dispersa de obras de nuestros escritores de reflexión. Y, por supuesto,
agradezco a la Biblioteca Luis Ángel Arango, y en particular a todas las personas
que durante los últimos cuatro años han tenido a su cargo el eficaz y cálido
servicio para investigadores; con ellos (y ellas) he compartido esa alucinante
experiencia que consiste en rescatar los libros de los anaqueles más recónditos
para hacerlos hablar de nuevo en un cubículo, ya muy cercano al mundo.

O.T.D.

Introducción

Todo prólogo, toda introducción a una antología supone afinarse en el arte de dar
explicaciones. Y aunque darlas en materia literaria, o artística en general, suele
redundar en un empobrecimiento de la misma materia, ello es inevitable y decisivo
cuando se quiere figurar como responsable de una selección de textos de
cualquier índole. Sin duda, se tiene el compromiso moral, ante un lector posible,
de acreditar al menos tres esfuerzos, que ya casi son tres criterios: el histórico
(conocimiento de una cantidad razonable de textos en un orden cronológico); el
crítico (capacidad de valoración y jerarquización de esos textos); y el del gusto
personal (que también debe volverse tema de reflexión). Pero esos tres esfuerzos
no avalan el "buen éxito" de una antología, su relativa posibilidad de ser "acertada"
o, por lo menos, aleccionadora o representativa.

Son muchos los factores que pueden escapar del control del antologista, o no
depender de sus criterios axiales de selección; por ejemplo, la extensión y la
accesibilidad bibliográfica pueden convertirse, como ha sucedido en los
preliminares de este volumen, en restricciones automáticas para la inclusión de
algunos buenos escritos en el trabajo antológico propuesto. Pero si además de la
compleja labor de generar una antología medianamente respetable se habla de
una selección de ensayos, los problemas pueden crecer abrumadoramente. No
estamos ante un género claramente tipificado (aunque algunos piensen lo
contrario). Ensayaré, pues, algunas explicaciones. Contaré algo de mi destino fatal
de antologista.

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Bitácora de una investigación

Empecemos por lo que podría ser un principio. Cuando comencé a investigar y


tomar notas para una historia del ensayo en Colombia (trabajo que aún crece por
ahí) partía de una orientación ambigua, siguiendo muy de cerca cierta tendencia
generalizada de la teoría actual del ensayo (vía Ánderson Imbert, pero no lejos de
las suscitaciones de lo "ancilar" en Alfonso Reyes): el ensayo es un género
literario. Yo no sabía entonces (hablo de unos siete años atrás) que lo que me
gustaba de esa afirmación era poder discutir el ensayo en el terreno de la
literatura. Esta primaria orientación se fue reafirmando con fuerza en el sentido de
que lo que yo debía buscar era un material literario. Pero, ¿género literario? Ahora
sé que no creo en ese sofisma. La teoría de los géneros literarios ya no nos sirve
para estudiar literatura. No me pidan, pues, que entre aquí a caracterizar un
género.

Ya sé que se está planteando un primer problema de base: ¿en qué sentido es


literatura un ensayo? Dejo la pregunta en suspenso para volver sobre otra de mis
preocupaciones iniciales, surgida también en el ámbito de los estudios literarios:
¿cómo hacer de la crítica literaria una creación en respuesta a esos análisis
académicos e inmotivados que aplican un modelo teórico a la "lectura" de una
obra? Muy pronto pude comprender que ese interés (o su antagonista, el
desinterés teórico) por una obra concreta, esto es, por una realidad concreta,
podía rastrearse en cualquier escrito en prosa, tuviera o no un objeto literario, y
que esa experiencia de rastreo era una pista para definir el tipo de relación que un
autor entabla con su objeto particular de "estudio"; y mejor, para saber hasta qué
punto esa relación revela un mundo propio (y pensaba en "mundo" a través de
resúmenes de Husserl pero también según la noción de "visión del mundo" de
Lucien Goldmann). Lo que, por descartación, podía yo ver en los estudios
académicos, es que no se partía de una relación real con la obra de que se iba a
hablar; por tanto no había mundo, y ello podía ser fácilmente (pero nunca
convincentemente) sustituido por la aplicación del modelo teórico, esto es: hablar
de una realidad con ideas de otros. Es decir: hablar sobre ideas, más que de lo
concreto; o sea: no hablar de nada. El misterio, lo importante, estaba en esos
escritores que, aun hablándome del dedo pulgar (está bien, o de Pedro Páramo),
podían revelarme un mundo, una realidad, una manera suya de apropiarse de su
"objeto de estudio". Y ello siempre me pareció imposible––y me sigue pareciendo–
–fuera de una auténtica creación. Saliendo del seno de la literatura, pues, volvía a
ella: todo escrito puede ser literatura. Y saliendo del seno de los géneros: puede
no ser novela, cuento, poema, obra dramática, etc... Con lo cual, estaba
descubriendo que el agua moja: ¿no tenía a mano muchos escritores que habían
subvertido los géneros de tiempo atrás? Pero había que afinar una especificidad
del ensayo: el pensamiento (que parecía ser una entidad abstracta).

Un escritor es una persona que escribe. Eso lo sabe un niño, pero uno deja de
saberlo cuando estudia literatura. En estudios literarios se enseña que los
escritores escriben novelas, poemas, cuentos, o que escriben dentro del
romanticismo o del modernismo; pero suele olvidarse el hecho primario y complejo

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de que hay una persona que, por lo general, se sienta y escribe. Escribir novela o
escribir dentro o fuera del modernismo son asuntos de la historia literaria, pero lo
debe ser primeramente el hecho de que hay una persona que escribe. Y cuándo lo
que una persona escribe tiene la fuerza de una creación, es algo que nos ha
ejemplificado la poesía de todos los tiempos. Pues bien, el ensayo debe
considerarse algo tan esencial como la poesía: una creación surgida de una
persona que escribe "con todo su mundo", es decir, capaz de mostrar su relación
real con él. Esto es teoría literaria. Lo demás, es teoría de los géneros o historia
literaria, que es de lo que vamos a echar mano para introducirnos en el vasto y
problemático mundo de la producción literaria colombiana; para sonsacar de allí
unos hitos, unos mundos personales pero colombianos. Y espero no tener que
referirme una vez más a "lo literario" del ensayo.

La antología como historia literaria

Supongo que todo antologista se enorgullece del desconcierto y la controversia


que genera su "florilegio". Poder tomarse algunas libertades y explayarse en
mostrar sus propios gustos y criterios le dan la satisfacción de haber realizado la
antología que antes no se había hecho; de exaltar algunos cuantos autores
desconocidos que le simpatizan; de relegar y hasta desaparecer a los que para
otros son como vacas sagradas. Yo he vivido esta experiencia, con tanto orgullo
como temor, consciente como estoy, no ya del mero hecho de que una antología
es siempre y necesariamente parcial, sino de que hay limitaciones que yo hubiese
preferido no tener. Pero un dato me libraba en parte del orgullo y el temor: creer
que de alguna manera la mía era la primera antología del ensayo colombiano.
Estaba ––y está––, por supuesto, la antología muy autorizada, legible y
representativa (desde el punto de vista de autores seleccionados) de Ensayistas
colombianos del siglo XX (1980), que prepararon Jorge Eliécer Ruiz y Juan
Gustavo Cobo Borda, pero ella me parecía un trabajo canónico (si es que el
trabajo pionero puede ser canónico) en la medida en que tomaba un patrón
histórico y genérico (creo que también estético): el de Baldomero Sanín Cano,
"iniciador de la moderna crítica literaria en Colombia", como lo llama Cobo, y por
tanto coyuntural en un proceso; y canónico porque, a partir de Sanín Cano,
proponía una línea, casi una tradición, encarnada en prosistas humanistas,
entendiendo humanismo por una actitud crítica ––pero muy formada––frente al
mamotretudo humanismo gramatical y preceptivo que ya era legendario en
nuestro país a comienzos del siglo, especialmente por su alianza con la vida
pública. Pero, ¿qué podía haber antes de Sanín Cano? ¿De dónde salía ese
humanismo crítico? Esa pregunta fue la que me llevó a pasear por las no muy
desérticas vastedades del siglo XIX y a aventurarme en muchos y muy disímiles
tipos de prosa: desde los discursos y las alocuciones públicas hasta las cartas, los
diarios y las biografías; desde los informes sociológicos hasta los grandes libros
de historia. Sí: el ensayo, como toda auténtica poesía, y aun siendo el reflejo de
un verdadero y coherente humanismo, puede esconderse (y asomarse) en
cualquier tipo de escritura.

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Había también ––y hay–– una serie de trabajos y antologías, digamos, para-
ensayísticos, que se tocan con la historia del ensayo en tanto conforman una
historia de las ideas en Colombia: Las ideas liberales en Colombia y Las ideas
socialistas en Colombia, de Gerardo Molina; Antología del pensamiento político
colombiano en el siglo XIX, de Jaime Jaramillo Uribe, o su equivalente parcial
Antología del pensamiento conservador en Colombia, preparada por Roberto
Herrera Soto; sin perder de vista la selección de Rubén Sierra para La filosofía en
Colombia. De la misma forma, resultan particularmente significativas algunas
selecciones de ensayos publicados en revistas culturales de especial relevancia,
editadas por el Instituto Colombiano de Cultura en los años setentas, como las de
Voces, Revista de las Indias, Mito y Eco, sin duda importantes crisoles del
quehacer ensayístico en la medida en que constituyeron una nómina de
colaboradores de gran calibre intelectual. Estas nóminas ––a la postre convertidas
en listados estadísticos que permitían comprobar la reincidencia y constancia de
ciertos escritores de prosa de pensamiento–– me ayudaron a seguirles la pista a
muchos ensayistas relativamente desconocidos. Aunque finalmente, y por una
clara y aceptada restricción metodológica––de tiempo de lectura e investigación––
, opté por considerar para mi antología sólo los textos publicados en libros de
autor, fueran éstos títulos autónomos o recopilaciones. Al respecto, debo confesar
la inclusión aquí de una excepción: el ensayo "Ideas sobre la cultura nacional y el
arte realista", del filósofo e historiador Francisco Posada, publicado en la revista
Letras Nacionales; se trata de un magnífico análisis histórico que ilustra sobre las
posibilidades de un pensamiento marxista aplicado de manera personal (es decir,
con estilo propio y sin esquematismos) a un proceso cultural concreto. En este
caso, rendí mis armas al criterio de la ilustración, esto es, al de admitir en mi
selección el único texto, sin duda lleno de bondades estilísticas, que podía
ejemplificar un "tipo" de ensayo, el ideológico, sin parecer, como tantos otros de su
estirpe, una caricatura de su propio tema. De cualquier modo, Francisco Posada
no fue, ni mucho menos, un ensayista de revista, sino un investigador en extremo
riguroso y un escritor conciso pero de muchos matices.

Una antología sin prejuicios de género (mejor dicho, sin la orientación de un


género definido) y sin cánones ni antecedentes termina por resultar demasiado
abigarrada para muchos gustos. No me lo propuse, pero ahora lo reconozco: es
abigarrada por la cobertura de distintos momentos históricos; por la diversidad de
subgéneros que abarca; por los muy variados y hasta contradictorios perfiles de
las personalidades de los autores escogidos; por la diversidad de temáticas y
enfoques. Personalidades opuestas como las de Miguel Antonio Caro y Sanín
Cano pueden producir ensayos de bondades semejantes; entre la ágil y breve
reseña periodística de Barrera Parra y la construcción global de un ensayo
sistemático y extenso como Idola fori de Carlos Arturo Torres (si bien dividido en
capítulos que a su vez son ensayos), parece mediar un inmenso puente
metodológico y disciplinario: ello no es así, pues las dos suponen una mirada
subjetiva intensa, de buscado brío verbal y teniendo como fondo una apabullante
formación..., digamos, cultural.

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Y es que lo que define al ensayo es sin duda su personalismo, su capacidad


lingüística de reflejar un pensamiento coherente, es decir, un carácter, una visión
fielmente acoplada a las palabras; yo diría: la función poética del pensamiento, su
capacidad de convertirse en materia plástica y sonora, siempre conservando la
sustancia argumentativa, el talante de agudeza específica para relacionar de
manera novedosa dos o más realidades: mínimo, el mundo y el yo del autor; o el
autor y su propio tema. Que estas "características" no moldean un género
determinado, es lo que hemos dicho. Pero sí permiten el emparentamiento de
literaturas y pensamientos muy disímiles; y posibilitan el respeto y la justa
valoración de obras en prosa que siempre habían corrido el riesgo de no ser
asimiladas como literatura, ni siquiera como escritura con sentido. Tal es el caso
de los escolios de Nicolás Gómez Dávila, cuya vocación aforística suele
exagerarse (si se toma el aforismo por sentencia opinatoria suelta), cuando cada
una de esas vibrantes glosas es toda una elaboración ensayística, tanto del propio
pensamiento como de una realidad concreta que le subyace ("el texto implícito");
por lo demás, en general podría adherirme a este pequeño texto lapidario de un
excelente ensayista mexicano: "No hay ensayo más breve que un aforismo". La
frase-texto es de Gabriel Zaid, y se expone a no ser un ensayo, en la medida en
que es tan sólo una generalización. Todo ensayo alude a lo concreto, a realidades
singulares y a sus combinaciones posibles en la mente del escritor. A su mundo
propio. También habría que mencionar la mayor parte de la obra de Hernando
Téllez, en especial sus primeros libros, que son tan sólo (¡tan sólo!) el ejercicio de
una reflexión íntima y entrañable sobre las cosas amadas. ¿Cuándo se llevarán
esos primeros libros de Téllez ––Luces en el bosque, Inquietud del mundo,
Bagatelas o Diario—a los manuales de literatura? Y no me cabe duda de que toda
la literatura íntima de grandes escritores (como diarios, cartas y "pensamientos")
pueden reportarse como géneros ensayísticos: si el Diario de Téllez no lo era en
sentido estricto (quiero decir, un diario), el de Jorge Gaitán Durán sí lo es
intencionalmente, y es también un magnífico texto de ensayos: sobre el alma
china, sobre la poesía, sobre el carácter de un pueblo o la atmósfera de una
región; una voluntad de apropiarse poéticamente de "sus temas", lo cual no es
redundante, pues hay estudiosos que conservan siempre una relación académica
con los temas que manejan con gran autoridad; el quid radica en la siempe
indefinible facultad de vitalizar esa relación, de mostrar cómo un conjunto de
conocimientos y de argumentaciones corresponde a la propia necesidad de
expresión.

Criterios de esta antología

¿Cuáles son los criterios de esta selección? Por supuesto, un marco teórico previo
sobre el concepto "ensayo". Pero éste fue apenas un punto de partida, y más bien
ampliaba antes que estrechar la parcela de los escritores y los textos que iba yo a
considerar; sin embargo, sí me sirvió de brújula para detectar "debilidades"
(cuando no incompatibilidades con el ensayo) que fueron fundamentales en el
proceso de descartación. Pocos lectores de antologías notan que tras la selección
está la descartación, a veces dolorosa o conflictiva; pues bien, muchos autores,
leída la totalidad de sus obras o buena parte de las mismas, no coincidieron con

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mi paradigma teórico, y digo "muchos autores" para referirme a ciertos escritores


canónicos, con los cuales tuve problemas "de origen", incluso cuando sus textos
se dejaban leer dócil y hasta brillantemente. Tengo que empezar por referirme a
Germán Arciniegas (nacido en 1900 y todavía productivo), con el cual confieso
que pude haber cometido una injusticia, pues le apliqué inmisericordemente mi
obsesión por la unidad, una especie de calibrador de la concentración del
pensamiento en el discurso; y a fe que su discurso es sabroso (cuando no incurre
en la repetición) y su universo de conocimientos y de anécdotas de una riqueza
aplastante. Digo lo de "aplastante", porque esa sola condición suele deslumbrar.
Yo conocía la crítica negativa que sobre su obra postulaban cierto sector
académico (del campo de los estudios historiográficos) y también ciertos puristas
de la literatura, que ven en la obra de Arciniegas un anecdotario trivial, sin fondo.
Lo de que sus textos no fueran historia rigurosa y metodológicamente sustentada
me tenía sin cuidado: si algo es propio del ensayista es la licencia que tiene para
meterse en casa ajena (quiero decir, en el terreno de las especialidades); mientras
lo haga coherentemente, que se meta donde quiera. Lo del anecdotario trivial
también me parecía injusto, pues creo que en la anécdota está una de las
mayores virtudes de Arciniegas. Pero hay en su obra un evidente propósito
divulgador que más bien riñe con la agudeza del ensayista; un ensayista no
divulga; un ensayista se expresa. Y no hay duda de que Arciniegas también se
expresa, pero donde mejor lo hace es en algunos de sus libros capitales, en
fragmentos que sería imposible separar, por ejemplo, del resto de Biografía del
Caribe (1946) o de El Caballero de El Dorado (1960). Y en cuanto a sus textos
cortos, también recogidos por ahí como una pasión americana, suelen ser ligeros
e intrascendentes.

Con el mismo rasero, el de un marco teórico previo, llegué a descalificar a


prosistas tan importantes como Jorge Zalamea (1905-1969), que en sus miradas
panorámicas suele perder la realidad concreta; como Rafael Maya (1897-1980),
tan relamido y superficial: él mismo no admite para sí el calificativo de ensayista;
como Luis López de Mesa (1884-1967), demasiado exuberante y seudocientífico;
o como José María Vargas Vila (1860-1930), que no sabía escribir. Además habría
que aludir a los nombres de dos intelectuales de mucho peso en las últimas
décadas: los de Estanislao Zuleta (1935-1990) y Jaime Jaramillo Uribe (nacido en
1918): el primero por su descuido formal, su demasiada abstracción y su dificultad
para hilar períodos bien construidos en los que las ideas (que eran brillantes y
perturbadoras) pudieran hacerse claras y rotundas; Jaramillo Uribe, en cambio, y
aun tratándose de un historiador de invaluable aporte para las nuevas
generaciones, resulta demasiado acartonado, demasiado modesto y contenido
(con una contención no buscada), para expresar sus propias relaciones, su propio
mundo: en suma —y aunque ello no sea en la práctica de su disciplina muy cierto–
–, demasiado académico. Sería interesante cotejar el discurso de Jaramillo Uribe
con el de su discípulo y heredero, muerto tempranamente, Germán Colmenares
(1938-1990), pues éste logra, aun parado en medio del rigor investigativo más
sólido, trazar capítulos y estudios de una no oculta subjetividad, delatada ante
todo en un lenguaje intenso y sostenido. Ahora bien, es un hecho que el ensayista
no es un especialista, pero ello no quiere decir que en la vida real lo niegue, esto

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es, que el ensayista se apoye en el especialista; y ello resulta apenas obvio


cuando estamos ante escritores que tienen una formación especializada.
Colmenares es uno de esos ejemplos: siendo un historiador, con parcelas bien
definidas, no escribe sólo para historiadores, para su propia tribu disciplinaria, sino
que entiende la validez libertaria y especulativa del ensayo, como un instrumento
para plantear interrogantes e ideas que se salen de su disciplina. Y otro ejemplo
bien excepcional de un ensayo "de procedencia especializada", es el
deslumbrante estudio de Francisco Posada Colombia: Violencia y subdesarrollo
(1968), que incluye además no pocos cuadros estadísticos, que en la
interpretación y la interrelación dialéctica con el contexto se vuelven soportables y
aun "legibles".

Otro criterio de selección, ya más operativo, fue el de la "representatividad". Este


criterio ofrece diferentes aristas: por un lado, había que partir de una lista básica
de ensayistas "infaltables", los que en el transcurso de mi investigación y mis
lecturas se habían convertido en paradigma. Esta lista fue definitiva, pues
constituye el esqueleto de la antología, lo cual hace pensar que, fatalmente, uno
termina haciendo más una selección de autores que de textos. Pero luego estaba
la extensa y gratificante tarea de seleccionar los textos que habrían de representar
a cada autor y de ir complementando con otros ensayos, de otros autores surgidos
como novedad o por necesidad de revisión; con ello, dos nuevos tipos de
representatividad se me imponían: la primera, la de un autor en sus ensayos: ¿qué
texto o qué textos escoger de ensayistas tan regularmente buenos y prolijos como
Caro, Sanín Cano, Téllez o Volkening? En este aspecto no cedí a la tentación de
echar mano de algunos ensayos coyunturales o de particular relieve histórico...
Volví a leer las gratas páginas de muchos libros y fui marcando, incluso
calificando, sin prejuicio alguno, los escritos que ante mi morosa paciencia de
lector sibarita y con un paradigma en la cabeza, iban apareciendo como más
deslumbrantes, lúcidos, sutiles y de rica prosa. Pero una segunda
representatividad se yuxtapone a ésta, muy subjetiva, de "los mejores ensayos de
un autor": es la que presiden los criterios de la tematología y los géneros: el
primero, porque, en honor a una posible mejor accesibilidad a esta antología, y por
parte de un conjunto lector colombiano, procuré evitar la inclusión de ensayos
sobre temas demasiado ajenos a nuestras realidades o eventualmente exóticos y
de inaccesible contexto; por ejemplo, los ensayos de Sanín Cano sobre Georg
Brandes o Fitzmaurice Kelly son brillantes e impecables, pero ¿quién se acuerda
por estas landas de aquel filósofo y de este historiador de la literatura? Lo mismo
podría ocurrir con muchos de los estudios del "aristócrata" Carlos Arturo Torres,
con algunos del germanista Gutiérrez Girardot y con otros tantos del
inevitablemente europeo Ernesto Volkening. Ahora bien, intenté incorporar en mi
selección la mayor cantidad de ensayos sobre tema colombiano, pero
dependiendo del valor de otros ensayos; ello no podía convertirse en un
imperativo, pues resultaba de hecho muy enriquecedor apreciar los enfoques de
colombianos sobre temas, obras y autores internacionales. En cuanto al asunto de
los géneros, el criterio de representatividad fue el de mostrar ––en lo posible––,
fiel a mi definición de ensayo, cómo éste en Colombia también había pasado por
los más diversos géneros y por las más distintas especialidades: desde la carta

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hasta la monografía, pasando por el aforismo; o desde la literatura hasta la


sociología, pasando por la filosofía o la psicología. En esta antología conviven
algunas cartas con capítulos de trabajos eximios de investigación en ciencias
sociales; así como textos de crítica literaria y glosas eruditas con declaraciones
políticas y textos informales sobre realidades cotidianas. En todos los casos, la
sutileza, un carácter literario fuerte y una perceptible formación humanística
delatan al ensayista, sin que la extensión, el medio o el propósito se conviertan en
una restricción a su virtud principal, la de escribir literatura de pensamiento, con el
material que sea.

Y así como hubo algunos criterios de selección propiamente dichos también los
hubo de descartación ––sin que esta labor implique, necesariamente tampoco, un
juicio de valor––. Por ejemplo, descarté por principio los textos demasiado
anecdóticos o autobiográficos, aunque no dudo de que con esos materiales puede
también construirse magníficos ensayos; igualmente, rechacé los que ofrecían un
evidente interés informativo o divulgador, o aquéllos que sólo buscaban presentar
un panorama demasiado general de cualquier materia; ya he tocado el tema de
cuán esencialmente concretos resultan los grandes ensayos (la visión panorámica
está tan alejada del ensayo como la visión del especialista).

Tal vez no sobre decir que no seleccioné por ideas, pues no siempre suscribo las
de algunos de los autores aquí presentes, y tampoco me importa que desde un
punto de vista meramente disciplinario muchas de esa ideas ––y obviamente, de
los datos que las soportan–– se encuentren hoy claramente superadas: lo que
realmente hace valiosa una idea es su coherencia, su capacidad de estar en
concordancia con un contexto dado, y ese contexto no es más que el mundo
propio (no sólo social) de su autor; de manera que a Gómez Dávila no podemos
pedirle más que sea un reaccionario, a Gaitán Durán un libertario, a William
Ospina un sacralizador, a Posada un marxista, a Gonzalo Sánchez un socialista o
a Alzate Avendaño un cuasi-fascista. Ellos han sabido serlo con talento, con
inteligencia y con formación.

Una historia del ensayo

La historia de la literatura en Nueva Granada (1867), de José María Vergara y


Vergara (1831-1872), la única historia de la literatura hispano-colombiana de que
disponemos (Ortega Torres la repite y Gómez Restrepo la reduce, aunque con
apéndices nuevos), nos presenta no pocos y bien documentados casos de
prosistas, españoles y criollos, especialmente sacerdotes, que escribieron en la
Nueva Granada en los siglos XVII y XVIII. Hasta ellos debe remontarse nuestra
tradición ensayística; y como la conexión inicial es con España, debo mencionar
como trabajo de ineludible referencia el de Pedro Aullón de Haro, publicado por
Taurus en 1987, sobre Los géneros ensayísticos en el siglo XVIII. Tal vez sea
posible sacar del anonimato, del mausoleo, algunos de los autores mencionados
por Vergara, pero en todo caso ésa es una labor que debe emprender quien se
proponga llevar a buen término una historia del ensayo en Colombia, ya superado
el prejuicio de que el ensayo nace en Colombia con Sanín Cano.

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Más fácil es rastrear toda la literatura que dejaron los criollos ilustrados de fines
del siglo XVIII y la de los precursores de la Independencia. Hombres de vibrante
inteligencia como Antonio Nariño (1765-1823) o como Pedro Fermín de Vargas
(1762- ca. 1812), educados en las buenas letras ––francesas e hispanas––, nos
ofrecen los primeros modelos de una prosa ensayística aplicada a aspectos
pragmáticos de la realidad virreinal o de la administración colonial borbónica. Y ya
en esa época es posible distinguir una división clara del "quehacer de la escritura",
entre los que se dedican a la traducción, a la glosa o interpretación, a producir (por
escrito), como Pedro Fermín, "pensamientos políticos", y los que se proyectan
como escritores públicos, autores de discursos, proclamas o manifiestos,
incluyendo aquí a los incipientes redactores de periódico. Un intelectual como
Manuel del Socorro Rodríguez (1756-1819), aun velado por la cortina del
anonimato periodístico oficial (fue director del virreinal Papel Periódico de la
Ciudad de Santafé de Bogotá, el primer periódico de nuestra historia ––1791-
1797––), se anima ya a frecuentar la crítica literaria, a la par con la crítica de las
costumbres y la difusión de conocimientos útiles, y lo hace de una manera ––para
algunos tosca–– personal y subjetiva. Decir que el periódico, en su calidad de
órgano público de información (para entonces aún no puede emplearse la
expresión "masivo"), supone una escritura impersonal y uniformada, no se
compadece con la realidad del redactor del Papel Periódico, quien, aparte de
escoger sus temas, sus "variedades", se permitía establecer sus propias
relaciones, poner en juego su formación ––nada desdeñable— y opinar, no
precisamente a nombre de la opinión pública. Por lo demás, el caso de Manuel del
Socorro sirve para ilustrar otro aspecto de sesgo historiográfico: Rodríguez era
cubano y había venido de La Habana traído por el recién nombrado virrey
Ezpeleta: ¿debe por eso eliminarse del estudio histórico de las letras
colombianas? Ello sería absurdo, pues sabemos que el ebanista y autodidacta de
Bayamo desempeñó un papel fundamental entre nuestros hombres de letras, que
vivió y sintió nuestra propia realidad nacional durante muchos años y que incluso
murió entre nosotros. Otro tanto podremos decir más adelante del venezolano
Simón Bolívar, del cubano Rafael María Merchán y del alemán Ernesto Volkening.

Prosas de indudable mérito en la época de la independencia deben buscarse en


Francisco José de Caldas (1771-1816), Francisco Antonio Zea (1766-1822), Juan
García del Río (1794-1856) y, por supuesto, en ese intenso escritor de campaña
que fue el Libertador. ¿Cómo negar que todos ellos son ensayistas, cuando todos
les dieron a sus memorias, discursos, meditaciones o proclamas el sello de un
carácter, el amplio conocimiento de unos temas y la fluidez de una expresión
escrita visiblemente elaborada y castiza?

Luego viene la época de los más patéticos y esforzados discursos ideológico-


políticos que genera el difícil parto de una nueva nación (que, como Bolívar sabía,
no existe por el hecho de que haya sido liberada militarmente). Y en este proceso
se destacan hombres de acción y hombres "públicos" que, como ya era tradición,
son los mismos que poseen una notable formación literaria: José Eusebio Caro
(1817-1853), Florentino González (1805-1875), Vicente Azuero (1787-1844), el

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propio Santander (1792-1840), Tomás Cipriano de Mosquera (1798-1878), Manuel


Ancízar (1812-1882, y desde una loable neutralidad partidista) o Sergio Arboleda
(1822-1888).

Ya desde esta época, el periodismo cobra una peculiar relevancia como espacio
fundamental de las expresiones ensayísticas; de hecho, escritores como Caro,
Ancízar, Arboleda o Azuero lo son en la medida en que periódicamente publican
sus artículos en la prensa, cada vez más politizada. El libro capital de Arboleda,
por ejemplo, La República en la América española (1869), se conforma por la
unificación de una serie de ensayos publicados en el periódico La República. Y
algunos continuadores de estos primeros polemistas políticos, como Miguel
Antonio Caro (1843-1909), "el Indio" Uribe (1859-1900), José María y Miguel
Samper (1828-1888; 1825-1899) o Camacho Roldán (1827-1900), con todo y
llegar a publicar libros ensayísticos autónomos (incluso folletos, como el de La
miseria en Bogotá [1867], de Miguel Samper), mantienen la actividad periodística
como base de su quehacer literario.

Ya en la segunda mitad del siglo XIX aparecen los primeros prosistas


"especialistas" (muy lejanos de lo que hoy significa la especialización), todavía de
palmaria vocación ensayística, pues los estudios disciplinarios permanecen en sus
obras unidos a una raíz humanística y letrada: trabajos sociológicos como la
Peregrinación de Alpha (1853), de Ancízar, o Los trabajadores de tierra caliente
(1899), de Medardo Rivas (1825-1901); los trabajos de análisis económico de
Aníbal Galindo (1831-1901) o del propio Miguel Samper; los intentos de
sistematización filosófica de Ezequiel Rojas (1803-1873; por supuesto más serios
que los delirios filosófico-místicos de Manuel María Madiedo ––1815-1888––); o
los de analistas jurídicos, de la estirpe de Florentino González, que terminan, a
finales del siglo, con las publicaciones de un excelente escritor y abogado: Diego
Mendoza Pérez (1857-1933).

También en la segunda mitad del siglo pasado, y de nuevo al amparo de diversas


secciones de la prensa (literaria o no), surgen con fuerza las primeras
aproximaciones a una crítica literaria eminentemente ensayística: desde las muy
acertadas recensiones de José María Vergara y Vergara (El Mosaico, El Eco
Literario, La Revista de Bogotá), pasando por el volumen de Ensayos biográficos
(1863) de José María Torres Caicedo (1830-1889), hasta los excelentes y muy
recursivos estudios literarios de Rafael María Merchán (1844-1905) y los primeros
ensayos de crítica de Baldomero Sanín Cano (1861-1957).

Llegados a Sanín Cano, es necesario hacer el corte inevitable. No por la figura


misma de Sanín Cano, sino porque es él el más destacado adalid de la renovación
estética, primero conocida como modernismo, pero que en realidad involucra
dentro de su mirada estética a muchas y muy diversas manifestaciones literarias e
intelectuales. La primera revista que impulsa el modernismo en Colombia es la
Revista Gris (1892-1896), dirigida por Salomón Ponce Aguilera y que animaron
dos importantes ensayistas del nuevo cuño literario: Maximiliano Grillo (1868-
1949) y Baldomero Sanín Cano; en ella también publicarán textos algunos de los

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nuevos estetas, como José Asunción Silva (1865-1896), Diego Uribe (1867-1921),
Carlos Arturo Torres (1867-1911) y Ángel Cuervo (1838-1896), el maduro pero
cercano y afín amigo de silva. Es necesario acotar que este nuevo esteticismo
alcanza también a la prosa, y me parece que de manera más fundamental a la
prosa ensayística que a la prosa narrativa: es la época de poetas del ensayo como
Martí (1853-1895), Rodó (1872-1917) y Rubén Darío (1867-1916); y esa
conciencia estética que invade a la prosa de reflexión dará un carácter autónomo,
algo alambicado y barroco, a las páginas de los prosistas colombianos del
modernismo, desde Max Grillo y Sanín, pasando por Eduardo Castillo (1889-
1938), López de Mesa, Rueda Vargas (1879-1943) o Armando Solano (1887-
1953), hasta llegar, con especial énfasis, a algunos de los escritores del llamado
"renacimiento grecocaldense": Aquilino Villegas (1880-1940), Augusto Ramírez
Moreno (1900-1974), Silvio Villegas (1902-1972) y Gilberto Alzate Avendaño
(1910-1960); sin olvidar otros escritores de evidente intención verbalista, como
Jaime Barrera Parra (1892-1935), Darío Achury Valenzuela (n. 1906) y Hernando
Téllez (1908-1966).

La presencia de importantes revistas literarias o culturales, desde Revista Gris, va


a determinar el afianzamiento, como manifestación dominante del ensayo, de la
crítica literaria o de proyección literaria: herederas de Revista Gris son la Revista
Contemporánea (1904-1905), dirigida por Sanín Cano, y Trofeos (1906-1908),
orientada por el poeta Víctor M. Londoño (1876-1936). Y podríamos establecer
una línea cardinal conformada por la aparición de publicaciones culturales de
primer orden que le dieron protagonismo a la ensayística literaria: la barranquillera
Voces (1917-1920), El Nuevo Tiempo Literario (1903-1932), Pan (1935-1940),
Revista de las Indias (1936-1950), Revista de América (1945-1950), Sábado
(1943-1957), Crítica (1948-1951), Mito (1955-1962), Letras Nacionales (1965-
1986) y Eco (1960-1984): labor invaluable que tiene no pocos continuadores en la
actualidad, dentro y fuera del ámbito académico.

Pero aparte de la tendencia literaria (temáticamente hablando), durante la


presente centuria el ensayo ha ido abarcando cada vez más los diversos campos
del saber, por un lado, y por otro se ha ido constituyendo en un recurso literario
prioritario para escritores de las más diversas tendencias, que encuentran en la
reflexión en prosa un espacio de libertad para expresar sin restricciones el talante
personal de la escritura, el estilo hallado.

En cuanto al ensayo de procedencia disciplinaria podríamos citar algunas líneas


fundamentales: la crítica literaria (Rafael Maya, Rafael Gutiérrez Girardot ––n.
1928––, Jaime Mejía Duque ––n. 1932––, David Jiménez Panesso ––n. 1945––,
Ricardo Cano Gaviria ––n. 1946–– o Eduardo Jaramillo ––n. 1957––); el análisis
político (Laureano Gómez ––1889-1965––, Alfonso López Michelsen ––n. 1913––,
Mario Laserna ––n. 1923— o Juan Gabriel Tokatlian ––n. 1945––); el análisis
sociológico (Antonio García ––1912-1982— Orlando Fals Borda ––n. 1925–– o
Darío Mesa ––n. 1925––); el ensayo filosófico (Cayetano Betancur ––1910-1982––
, Danilo Cruz Vélez ––n. 1920––, Estanislao Zuleta o Rubén Sierra Mejía ––n.
1937––); el estudio psicológico (Mauro Torres ––n. 1928–– o Luis Carlos Restrepo

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––n. 1954––); los trabajos historiográficos (Jaime Jaramillo Uribe, Germán


Colmenares, Jorge Orlando Melo ––n. 1942–– o Marco Palacios ––n. 1944––); el
ensayo de análisis económico (Luis Eduardo Nieto Arteta —1913-1956–– o Jorge
Child ––1929-1995)—, entre otras.

Y, por supuesto, este siglo ya va siendo rico en obras de ensayistas no


disciplinarios, obras que en su mayoría no han tenido la difusión que merecen o
que a veces han pasado a configurar ediciones ––muchas de carácter regional y
de escasa circulación–– de obras completas o selecciones de sus propios autores;
menciono algunos de esos ensayistas, que se han constituido en los mejores
abanderados de este género imposible, de este símbolo esencial del quehacer
literario: Fernando González (1895-1964), Juan Lozano y Lozano (1902-1979),
Tomás Vargas Osorio (1908-1941), Ernesto Volkening (1908-1984), Hernando
Téllez, Nicolás Gómez Dávila (1913-1994), Elisa Mújica (n. 1918), Jorge Gaitán
Durán (1925-1962), Hernando Valencia Goelkel (n. 1928), Rafael Humberto
Moreno-Durán (n. 1946), Juan Gustavo Cobo Borda (n. 1948) y William Ospina (n.
1954).

El mausoleo iluminado

No deja de ser desconcertante, por decir lo menos, que obras capitales de nuestra
historia literaria, como La civilización manual y otros ensayos (1925) de Sanín
Cano o el Diario (1946) de Hernando Téllez, sean inconseguibles en el mercado
del libro. Es cierto que existen recopilaciones (a veces también inconseguibles) de
Sanín Cano y de Téllez, así como de algunos pocos de nuestros grandes
ensayistas. Pero en general, es un hecho que a la producción ensayística ––
auténticamente ensayística–– en Colombia no se le ha dado la necesaria
importancia, ni académica ni editorialmente. Nuestros ensayistas no existen en las
historias de la literatura colombiana y no existen en los programas de estudios
literarios, salvo muy contadas excepciones de cátedras sueltas.

¿Cuál es, pues, el espacio de estos escritores, aparte del quimérico que la
esperanza hace prever? El recinto de las bibliotecas públicas resulta para sus
obras más un pomposo mausoleo (el muy respetable y conservador concepto de
la "biblioteca patrimonial") que un espacio de servicio público para su difusión. Es
por eso que esta antología quiere ser una primera incitación al rescate de autores
y de obras que pueden ser mirados o remirados, sin ningún escrúpulo, como
testimonios de un quehacer y de una personalidad que, a despecho de su mucha,
poca o ninguna significación en la esfera de lo público nacional, son ante todo
indicativos irrefragables del rango literario de un país y, claro, de sus más altas
cuotas intelectuales.

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Simón Bolívar:

"Ensayo sobre las diferencias sociales en América"

Simón Bolívar (Caracas, Venezuela, 1783- Santa Marta, 1830) no es un personaje


literario que se pueda abordar fácilmente, por la sencilla razón de que nunca se
propuso hacer literatura. Es un hecho que nunca dispuso de tiempo para ella, y si
llegó a disponerlo lo invirtió escribiendo sólo documentos relacionados con su
propia misión histórica. Estos documentos llenan un grueso volumen (o varios
medianos) y yo invito al lector a que vuelva a repasarlos, ya no solamente dentro
de su coyuntura histórica o por su significación política o militar, sino como textos,
esto es, como resultado de una escritura —o al menos de una redacción—, como
imagen de un pensamiento rotundo, como constatación de un carácter y como
producto de una formación ilustrada.

Bolívar escribe y envía cartas personales, cartas privadas a periódicos, cartas


políticas y cartas públicas. Empieza redactándolas en la soledad de su estudio, en
la soledad de los barcos en que viaja, en la soledad del exilio; pero termina por
dictarlas o escribirlas en plena trashumancia o rodeado de gente, de personas que
nunca resultan sus iguales sino que están allí para recibir sus órdenes o para
prestarle un servicio. El medio agreste suele enmarcar esta labor de escritura; y
también el medio seudofastuoso de los palacios y las cómodas casas oficiales,
donde también fabrica discursos, manifiestos, proclamas. Es decir: quién no sabe
de quién estamos hablando cuando hablamos de Simón Bolívar; y, sin embargo,
cuán poco se piensa en el escritor, en el infatigable escritor, cuando se evoca la
vida y obra del Libertador. Un chiste contemporáneo habla del requisito para ser
un político (y Bolívar lo era, totalmente): no saber hacer nada. Pues bien, lo que
hizo Bolívar a lo largo de toda su vida (casi desde su adolescencia, y dando por
hecho que también sabía montar a caballo, usar la espada y galantear) fue
producir ideas y escribirlas. Ideas con un destino público, o sobre el destino de
grandes colectividades. ¿Cómo no pensar en el ensayista, en especial cuando fue
el primero en pensar ciertas cosas, tan concretas como las realidades de los
países americanos? Bolívar también leía; sobre todo leyó mucho, y la formación
que dejó en él su tocayo Rodríguez tal vez sea más definitiva de lo que ya los
historiadores han hecho notar.

Y es que si algo caracteriza la literatura de Bolívar, es su cable a tierra. Es cierto


que produce ideas para el futuro, imagina sistemas políticos. Pero los imagina
sobre su observación de las realidades sociales y anímicas inmediatas, no sobre
modelos teóricos (que es lo que habrá de caracterizar buena parte del
pensamiento liberal del siglo XIX). Eso es, sin duda, lo que mayor valor le da a la
muy concisa carta que con destino a la Gaceta Real de Jamaica escribió en
Kingston a fines de septiembre de 1815, y que hemos seleccionado como muestra
de la capacidad ensayística del futuro presidente de Colombia, titulándola de la
misma manera como la identifica Manuel Pérez Vila en la edición de Ayacucho de
la Doctrina del Libertador (1976): "Ensayo sobre las diferencias sociales en

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América". En su refugio de Jamaica, Bolívar ya había tentado la situación política y


social granadina (y obviamente la venezolana); es por eso que es innegable que el
texto de esta carta (así como el de la más conocida y extensa "Carta de
Jamaica"), que Bolívar firma prudentemente con el seudónimo de "El Americano",
implica también, y de manera esencial, la realidad colombiana, que bien pronto
sería el escenario definitivo ––hasta su muerte–– de su acción política.

• Bibliografía bolivariana (recomendada):

––Doctrina del Libertador. Caracas, Biblioteca Ayacucho, 1976. Prólogo de


Augusto Mijares; compilación, notas y cronología de Manuel Pérez Vila.

––Obras completas. Bogotá, Ediciones Tiempo Presente, 1979. 5 Vols. Edición de


Vicente Lecuna.

––Discursos, proclamas y epistolario político. 3a. Ed. Madrid, Editora Nacional,


1981. Edición de M. Hernández Sánchez-Barba.

Ensayo sobre las diferencias sociales en América

Simón Bolívar

Kingston, después del 28 de setiembre de 1815

Señor Redactor o Editor de la Gaceta Real de Jamaica.

Los más de los políticos europeos y americanos que han previsto la


independencia del Nuevo Mundo han presentido que la mayor dificultad para
obtenerla consiste en la diferencia de las castas que componen la población de
este inmenso país. Yo me aventuro a examinar esta cuestión, aplicando reglas
diferentes, deducidas de los conocimientos positivos y de la experiencia que nos
ha suministrado el curso de nuestra revolución.

De quince a veinte millones de habitantes que se hallan esparcidos en este gran


continente de naciones indígenas, africanas, españolas y razas cruzadas, la
menor parte es ciertamente de blancos; pero también es cierto que ésta posee
cualidades intelectuales que le dan una igualdad relativa y una influencia que
parecerá supuesta a cuantos no hayan podido juzgar, por sí mismos, del carácter
moral y de las circunstancias físicas, cuyo compuesto produce una opinión lo más
favorable a la unión y armonía entre todos los habitantes; no obstante la
desproporción numérica entre un color y otro.

Observemos que al presentarse los españoles en el Nuevo Mundo, los indios los
consideraron como especie de mortales superiores a los hombres; idea que no ha

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sido enteramente borrada, habiéndose mantenido por los prestigios de la


superstición, por el temor de la fuerza, la preponderancia de la fortuna, el ejercicio
de la autoridad, la cultura del espíritu y cuantos accidentes pueden producir
ventajas. Jamás éstos han podido ver a los blancos sino al través de una grande
veneración, como seres favorecidos del cielo.

"El español americano —dice M. de Pons— ha hecho a su esclavo compañero de


su indolencia". En cierto respecto, esta verdad ha sido origen de resultados felices.
El colono español no oprime a su doméstico con trabajos excesivos; lo trata como
a un compañero; lo educa en los principios de moral y de humanidad que
prescribe la religión de Jesús. Como su dulzura es ilimitada, la ejerce en toda su
extensión con aquella benevolencia que inspira una comunicación familiar. Él no
está aguijoneado por los estímulos de la avaricia ni por los de la necesidad, que
producen la ferocidad de carácter y la rigidez de principios, tan contrarios a la
humanidad. El americano del sur vive a sus anchas en su país nativo; satisface
sus necesidades y pasiones a poca costa. Montes de oro y de plata le
proporcionan riquezas fáciles, con que obtiene los objetos de la Europa. Campos
fértiles, llanuras pobladas de animales, lagos y ríos caudalosos con ricas
pesquerías lo alimentan superabundantemente; el clima no le exige vestidos y
apenas habitaciones; en fin, puede existir aislado, subsistir de sí mismo y
mantenerse independiente de los demás. Ninguna otra situación del mundo es
semejante a ésta: toda la tierra está ya agotada por los hombres; la América sola
apenas está encetada.

De aquí me es permitido colegir que, habiendo una especie de independencia


individual en estos inmensos países, no es probable que las facciones de razas
diversas lleguen a constituirse de tal modo que una de ellas logre anonadar a las
otras. La misma extensión, la misma abundancia, la misma variedad de colores da
cierta neutralidad a las pretensiones, que vienen a hacerse casi nulas.

El indio es de un carácter tan apacible que sólo desea el reposo y la soledad; no


aspira ni aun a acaudillar su tribu, mucho menos a dominar las extrañas.
Felizmente esta especie de hombres es la que menos reclama la preponderancia;
aunque su número excede a la suma de los otros habitantes. Esta parte de la
población americana es una especie de barrera para contener a los otros partidos;
ella no pretende la autoridad, porque ni la ambiciona ni se cree con aptitud para
ejercerla, contentándose con su paz, su tierra y su familia. El indio es el amigo de
todos porque las leyes no lo habían desigualado y porque, para obtener todas las
mismas dignidades de fortuna y de honor que conceden los gobiernos, no han
menester de recurrir a otros medios que a los servicios y al saber; aspiraciones
que ellos odian más que lo que pueden desear las gracias.

Así, pues, parece que debemos contar con la dulzura de mucho más de la mitad
de la población, puesto que los indios y los blancos componen los tres quintos de
la populación total, y si añadimos los mestizos que participan de la sangre de
ambos, el aumento se hace más sensible y el temor de los colores se disminuye,
por consecuencia.

Oscar Torres Duque 15


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El esclavo en la América española vegeta abandonado en las haciendas,


gozando, por decirlo así, de su inacción, de la hacienda de su señor y de una gran
parte de los bienes de la libertad; y como la religión le ha persuadido que es un
deber sagrado servir, ha nacido y existido en esta dependencia doméstica, se
considera en su estado natural como un miembro de la familia de su amo, a quien
ama y respeta.

La experiencia nos ha mostrado que ni aun excitado por los estímulos más
seductores, el siervo del español no ha combatido contra su dueño, y por el
contrario, ha preferido muchas veces la servidumbre pacífica a la rebelión. Los
jefes españoles de Venezuela, Boves, Morales, Rosete, Calzada y otros,
siguiendo el ejemplo de Santo Domingo, sin conocer las verdaderas causas de
aquella revolución, se esforzaron en sublevar a toda la gente de color, inclusive los
esclavos, contra los blancos criollos, para establecer un sistema de desolación,
bajo las banderas de Fernando VII. Todos fueron instados al pillaje, al asesinato
de los blancos; les ofrecieron sus empleos y propiedades; los fascinaron con
doctrinas supersticiosas en favor del partido español, y, a pesar de incentivos tan
vehementes, aquellos incendiarios se vieron obligados a recurrir a la fuerza,
estableciendo el principio: que los que no sirven en las armas del rey son traidores
o desertores; y, en consecuencia, cuantos no se hallaban alistados en sus bandas
de asesinos eran sacrificados, ellos, sus mujeres e hijos, y hasta las poblaciones
enteras; porque a todos obligaban a seguir las banderas del Rey. Después de
tanta crueldad, de una parte, y tanta esperanza de otra, parecería inconcebible
que los esclavos rehusasen salir de sus haciendas, y cuando eran compelidos a
ello, sin poderlo evitar, luego que les era posible, desertaban. La verdad de estos
hechos se puede comprobar con otros que parecerán más extraordinarios.

Después de haber experimentado los españoles, en Venezuela, reveses


multiplicados y terribles, lograron, por fin, reconquistarla. El ejército del general
Morillo viene a reforzarlos y completa la subyugación de aquel país; parecía, pues,
que el partido de los independientes era desesperado, como en efecto lo estaba;
pero, por un suceso bien singular, se ha visto que los mismos soldados libertos y
esclavos que tanto contribuyeron, aunque por fuerza, al triunfo de los realistas, se
han vuelto al partido de los independientes que no habían ofrecido la libertad
absoluta, como lo hicieron las guerrillas españolas. Los actuales defensores de la
independencia son los mismos partidarios de Boves, unidos ya con los blancos
criollos, que jamás han abandonado esta noble causa.

Estamos autorizados, pues, a creer que todos los hijos de la América española, de
cualquier color o condición que sean, se profesan un afecto fraternal recíproco,
que ninguna maquinación es capaz de alterar. Nos dirán que las guerras civiles
prueban lo contrario. No, señor. Las contiendas domésticas de la América nunca
se han originado de la diferencia de castas: ellas han nacido de la divergencia de
las opiniones políticas y de la ambición particular de algunos hombres, como todas
las que han afligido a las demás naciones. Todavía no se ha oído un grito de
proscripción contra ningún color, estado o condición; excepto contra los españoles
europeos, que tan acreedores son a la detestación universal. Hasta el presente se

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admira la más perfecta armonía entre los que han nacido en este suelo, por lo que
respecta a nuestra cuestión; y no es de temerse que en lo futuro suceda lo
contrario, porque para entonces el orden estará establecido, los gobiernos
fortificados con las armas, la opinión, las relaciones extranjeras y la emigración
europea y asiática, que necesariamente debe aumentar la población.

Balanceada como está la populación americana, ya por el número, ya por las


circunstancias, ya, en fin, por el irresistible imperio del espíritu, ¿por qué razón no
se han de establecer nuevos gobiernos en esta mitad del mundo? ¿En Atenas no
eran los esclavos cuatro veces más que los ciudadanos? ¿Los campos de Esparta
no los cultivaban los ilotas? ¿En todo el Oriente, en toda la África, en parte de
Europa, el número de los hombres libres no ha sido inferior al de los siervos?
Obsérvese además la diferencia que existe entre los cautivos de la antigüedad y
los miserables trabajadores de la América; aquéllos eran prisioneros de guerra,
acostumbrados al manejo de las armas, mercaderes y navegantes ricos, filósofos
profundamente instruidos, que conocían sus derechos y todos sufrían impacientes
las cadenas. Los modernos son de una raza salvaje, mantenidos en su rusticidad
por la profesión a que se les aplica y degradados a la esfera de los brutos.

Lo que es, en mi opinión, realmente temible es la indiferencia con que la Europa


ha mirado hasta hoy la lucha de la justicia contra la opresión, por temor de
aumentar la anarquía; ésta es una instigación contra el orden, la prosperidad y los
brillantes destinos que esperan a la América. El abandono en que se nos ha
dejado es el motivo que puede, en algún tiempo, desesperar al partido
independiente, hasta hacerlo proclamar máximas demagógicas para atraerse el
aura popular; esta indiferencia, repito, es una causa inmediata que puede producir
la subversión y que sin duda forzará al partido débil en algunas partes de la
América a adoptar medidas, las más perniciosas, pero las más necesarias para la
salvación de los americanos que actualmente se hallan comprometidos en la
defensa de su patria, contra una persecución desconocida en todo otro país que la
América española. La desesperación no escoge los medios que la sacan del
peligro.

Oscar Torres Duque 17


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Miguel Antonio Caro

La Conquista

Miguel Antonio Caro (Bogotá, 1843-1909) es para algunos el representante más


elocuente del humanismo tradicional
—católico, gramatical y político—, y ello es cierto aun advirtiendo que la expresión
"humanismo tradicional" es una redundancia; lo que podemos llamar un
"humanismo crítico" (presente en autores como Sanín Cano o Jorge Zalamea) es
una relación conflictiva, no respecto de un "humanismo tradicional" sino del
humanismo occidental en general. Caro, por supuesto, no sólo no cuestiona la
tradición humanística latina, cristiana, renacentista e hispánica (que son las cuatro
vertientes por las que corre su idea del humanismo), sino que además se propone
ser su defensor y abanderado. Ello le da un evidente carácter polémico a todos
sus escritos (porque en todos, sin excepción, mantiene el mismo propósito), y ese
polemismo coarta la libre expresión de su otra característica fundamental: el
dogmatismo. Quiero decir: Caro no parece dogmático, o sus ensayos de hecho no
lo son, no porque sus ideas no lo sean —porque lo son— sino porque en cada uno
de sus artículos y escritos las pone provisionalmente en duda para crear una
dialéctica de impecable orden argumentativo.

Hijo del también conservador José Eusebio Caro, Miguel Antonio confiesa en
alguna página que no se sintió llamado a la política o a la vida pública sino cuando
vio amenazada la estabilidad de la iglesia Católica en Colombia (la "amenazaba"
la administración liberal que gobernó entre 1861 y 1880). No obstante, desde los
años sesentas lo vemos convertido en escritor de debate político —
particularmente en materia religiosa— y con clara proyección a la vida pública,
primero a través de su Partido Católico, luego como gestor de la Constitución de
1886 y finalmente como presidente de la República (1894-1898).

Pero Caro es también un inteligentísimo intérprete de la historia, un sensible


glosador de las literaturas latinas e hispánicas (armado con el mejor repertorio
gramatical), un lúcido analista de las situaciones políticas y, sobre todo, un
prosista de calidades excelsas.

El ensayo que hemos seleccionado, "La conquista", reproducido en varias de sus


recopilaciones, aparte de sus obras completas (que fueron publicadas, por
principio, por el Instituto Caro y Cuervo), es el prólogo que Caro escribió para la
segunda edición de la Historia general de las conquistas del Nuevo Reino de
Granada, de Lucas Fernández de Piedrahíta, que se publicó en Bogotá en 1881.

• Bibliografía ensayística:

Obras ensayísticas publicadas en vida del autor:

– Estudio sobre el utilitarismo. Bogotá, Imprenta de Foción Mantilla, 1869.

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– Del uso en sus relaciones con el lenguaje. Bogotá, Imprenta de Echeverría


Hermanos, 1881.

– Poesías de Andrés Bello: precedidas de un estudio biográfico y crítico por don


Miguel Antonio Caro. Madrid, D. A. Pérez Dubrull, 1882.

– Poesías de Julio Arboleda: colección formada sobre los manuscritos originales,


con preliminares biográficos y críticos. Nueva York, Appleton/Bogotá, Librería
Americana y Española, 1883.

– Artículos y discursos. Bogotá, Librería Americana, 1888.

– Noticia biográfica de Julio Arboleda. Bogotá, s.e. [1900].

– Discursos, alocuciones, mensajes, cartas y telegramas del Sr. Don Miguel


Antonio Caro. Manizales, Imprenta Municipal, 1900.

– Poesías de Sully Prudhomme. Bogotá, Librería Americana, 1905. Traducción e


introducción de Miguel Antonio Caro.

– Libertad de imprenta. Artículos publicados en La Nación en 1888. Bogotá,


Imprenta Departamental, 1909.

Recopilaciones:

– Obras completas. Bogotá, Instituto Caro y Cuervo, 1985. 4 Vols.


Complementadas con:
– Estudios virgilianos. Instituto Caro y Cuervo; tres series: 1986, 1987 y 1988.

– Escritos políticos. Instituto Caro y Cuervo; 3 Vols.: 1990, 1991 y 1993.

La Conquista

Miguel Antonio Caro

E l célebre historiador inglés Tomás Bábington Macaulay principia su artículo


sobre Lord Clive (escrito en 1840) admirándose, con candoroso nacionalismo, de
que la historia de la conquista y subyugación de la India Oriental por los ingleses
no haya despertado jamás, en Europa, ni en Inglaterra mismo, el interés con que
cautiva los ánimos la historia de la conquista y colonización de América por los
españoles. Pocos habrá que ignoren el nombre del vencedor en México y Otumba,
y que no hayan oído hablar de los caudillos que avasallaron el suelo de los incas;

Oscar Torres Duque 19


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pero apenas habrá uno entre muchos en Inglaterra (por lo menos hace cuarenta
años, si hemos de estar al dicho de Macaulay) que dé razón de quién ganó la
batalla de Buxar, de quién ordenó la matanza de Patna, de si Smajah Dowlah
reinaba sobre el Uda o sobre Travancora, y otros puntos semejantes.

Y no acierta a comprender Macaulay esta preferencia que da el público a las


conquistas españolas de América, sobre las invasiones inglesas de la India,
cuando considera que la población sometida por los ingleses era diez veces mayor
que la de los indios americanos, y había alcanzado un grado de civilización
material superior a la que tenían los mismos españoles cuando acometieron la
conquista del Nuevo Mundo.

En otro de sus ensayos, el que se refiere a la Guerra de sucesión en Españas,


reconoce el mismo insigne escritor que España, en el siglo en que guerreaba a un
tiempo en Europa y en América, era la más poderosa y fuerte, al par que la más
sabia y amaestrada potencia del mundo; pero en la ocasión citada, tratándose de
un paralelo entre el valor de la nación que no vio ponerse el sol en sus dominios, y
el del pueblo insular que amenaza a todos con el tridente, el avisado crítico, a
pesar de serlo, y mucho, el autor de los mencionados ensayos, no quiso ver, o su
orgullo nacional le vendó los ojos para que no viese, que el consabido sufragio del
público leyente de todos los países en favor de la historia de nuestra América,
comparada con la usurpación de la India Oriental, siendo, como es, voto general y
unánime, no ha de graduarse de caprichoso y necio; antes hay que reconocer que
se apoya en razones poderosas, y al crítico en casos tales no incumbe ensayar
refutaciones de la opinión universal, sino desentrañar y descubrir los motivos y
fundamentos que la explican.

La conquista de América ofrece al historiador preciosos materiales para tejer las


más interesantes relaciones; porque ella presenta reunidos los rasgos más
variados que acreditan la grandeza y el poderío de una de aquellas ramas de la
raza latina que mejores títulos tienen a apellidarse "romanas": el espíritu
avasallador y el valor impertérrito siempre y dondequiera; virtudes heroicas al lado
de crímenes atroces; el soldado vestido de acero, que da y recibe la muerte con
igual facilidad, y el misionero de paz que armado sólo con la insignia del martirio
domestica a los hijos de las selvas; el indio que azorado y errante vaga con los
hijos puestos al seno (como decía ya Horacio de los infelices que en su tiempo
eran víctimas de iguales despojos, sin las compensaciones de la caridad
cristiana), o que gime esclavizado por el duro encomendero; y el indio cantado en
sublimes versos por un poeta aventurero, como Ercilla, o defendido con
arrebatada elocuencia en el Consejo del Emperador por un fraile entusiasta como
Las Casas, o protegido por leyes benéficas y cristianas, o convertido a la de amor
y justicia por la paternal y cariñosa enseñanza de religiosos dominicos o jesuitas;
la codicia intrépida (no la de sordas maquinaciones) que desafiando la naturaleza
bravía corre por todas partes ansiosa de encontrar el dorado vellocino; y la fe, la
generosidad y el patriotismo que fundan ciudades, erigen templos, establecen
casas de educación y beneficencia, y alzan monumentos que hoy todavía son
ornato y gala de nuestro suelo. Singular y feliz consorcio, sobre todo (salvo un

Oscar Torres Duque 20


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período breve de anarquía e insurrecciones que siguió inmediatamente a la


Conquista) aquél que ofrecen la unidad de pensamiento y la uniformidad del
sistema de colonización, debido a los sentimientos profundamente católicos y
monárquicos de los conquistadores, y el espíritu caballeresco, libre y
desenfadado, hijo de la Edad Media, que permite a cada conquistador campear y
ostentarse en el cuadro de la historia con su carácter y genialidad propios. Así,
Cortés no se confunde con Pizarro, ni Quesada se equivoca con Belalcázar; así, el
caballero que por puntos de honor, o lances de amor, desenvaina fácilmente y
enrojece la espada, se entrega sumiso como vasallo a un juez de residencia, y
aun dobla con resignación el indómito cuello, llegado el caso, ante la inflexible
cuchilla de la justicia.
II

Lo que es de notar, y lo que no observa Macaulay, es que las glorias de la


Conquista han crecido y abiértose camino, no por esfuerzos de la misma raza
conquistadora, enderezados a ensalzarlas y pregonarlas, antes a pesar de la
emulación de los extraños, como era de esperarse, y también de la indolencia y
aun de las renegaciones de los propios, que es género de oposición con que de
ordinario no tropezaron las glorias de otras naciones. Los primeros cronistas de
aquellos sucesos consignaron los hechos con candor y sencillez, sin adornarlos
con las flores del estilo; sólo siglos después empleó Solís los artificios de la
elocuencia para popularizar y hacer gustosa la historia de Hernán Cortés, más
seca pero más pura en las desnudas y cándidas páginas de Bernal Díaz. Muchas
de aquellas relaciones, en cuya publicación debían de estar interesados los
españoles todos, permanecían inéditas, y otras lo están aún. Sólo en los últimos
años han salido a luz obras manuscritas y casi desconocidas, de Oviedo y de Las
Casas, las Guerras de Quito de Cieza de León, cartas de Indias de gran valía y
otros documentos preciosos, gracias al celo de la Academia de la Historia, a la
protección del Gobierno español, y a la diligencia y el estudio de eruditos
particulares, como los señores D. Justo Zaragoza y D. Marcos Jiménez de la
Espada. No de esfuerzos semejantes para reivindicar legítimas glorias, dio
ejemplo nuestra raza en tiempos anteriores, ni menos a principios de la presente
centuria, cuando los peninsulares con mal entendido y tardío desengaño se
empeñaban en conservar las colonias de América, que los errores de su propio
Gobierno, más tal vez que el anhelo de emancipación de sus hijos, les
arrebataban para siempre de las manos. Dominados ellos de las ideas
filantrópicas predicadas por el enciclopedismo francés, o creyendo que expiaban
las culpas de Corteses y Pizarros, sin ver la viga presente en el ojo propio, sin
considerar que la expulsión de los jesuitas por el rey Carlos III, y la propaganda
volteriana de los consejeros y validos de aquel monarca y de su inmediato
sucesor, eran los verdaderos errores que ellos estaban purgando, las causas que
de cerca determinaban la pérdida de las Américas; y nosotros, figurándonos que
íbamos a vengar los manes de Moctezuma y a libertar la cuna de los incas;
españoles peninsulares y americanos, todos a una, aquende y allende los mares,
de buena fe a veces, otras por intereses o por ficción, maldecíamos y
renegábamos de nuestros comunes padres. Con voces de poetas ibéricos e
indianos pudo formarse entonces horrísono coro de maldiciones contra la

Oscar Torres Duque 21


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Conquista. El lenguaje de Olmedo, por ejemplo, en medio de sus exageraciones


enérgicas y brillantes, no difiere en el fondo del amargo sentimentalismo de
Quintana, que con la misma pluma con que trazó las biografías de Pizarros y
Balboas, adulaba en sus odas famosas a la "virgen América".

Con sangre están escritos

En el eterno libro de la vida

Esos dolientes gritos

Que tu labio afligido al cielo envía,

Claman allí contra la patria mía

Y vedan estampar gloria y ventura

En el campo fatal donde hay delitos.

¿No cesarán jamás? ¿No son bastantes

Tres siglos infelices

¿De amarga expiación? Ya en estos días

No somos, no, los que a la faz del mundo

Las alas de la audacia se vistieron,

Y por el ponto Atlántico volaron,

Aquellos que al silencio en que yacías

Sangrienta, encadenada te arrancaron.

Así cantaba en 1806 el más brioso, el más popular de los poetas españoles de
aquel tiempo; y esas valientes estancias en que protestaba que los españoles de
entonces no eran los mismos españoles del siglo XVI, del siglo de la grandeza de
España, corrían en España con aplauso. Los tres siglos de servidumbre siguieron
sonando lo mismo en los ensayos históricos del célebre literato y estadista
peninsular Martínez de la Rosa (Guerra de las Comunidades de Castilla) que en
los escritos patrióticos de nuestro insigne Camilo Torres (Memorial de agravios).
Dijérase que españoles europeos y americanos, no contentos desde los albores
de 1810 con despedazarnos y desacreditarnos recíprocamente, sólo nos dábamos
la mano en el común empeño de ahogar las tradiciones de nuestra raza, y que con
desdén altivo, y aun con lágrimas que hacíamos alarde de verter 1 (y que si
alguno las vertió realmente, mejor se hubieran empleado en llorar pecados

Oscar Torres Duque 22


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propios), aspirábamos a borrar, si posible fuese, los orígenes de la civilización


americana.

Deplorable es, y lástima profunda inspira, la situación de una raza enervada que
por único consuelo hace ostentación de los nombres de sus progenitores ilustres.
¿De qué ha servido a los modernos italianos decir al mundo con palabras y no con
hechos, que descienden de los Césares y Escipiones? Pero es doloroso también,
síntoma de degeneración y de ruina, y rasgo de ingratitud mucho más censurable
que la necia vanidad, la soberbia y el menosprecio con que un pueblo cualquiera,
aunque por otra parte esté adornado de algunas virtudes, apenas se digna tornar
a ver a su cristiana y heroica ascendencia. El nacionalismo que se convierte en
una manía nobiliaria, es vicio ridículo; pero el antipatriotismo es peor. A la España
de ambos mundos en el presente siglo ha aquejado esa dolencia: esa
"conformidad ruin" con el desdén extranjero, "en sujetos descastados que
desprecian la tierra y la raza de que son, por seguir la corriente y mostrarse
excepciones de la regla". "El abatimiento, el desprecio de nosotros mismos",
añade el orador cuyas palabras estamos transcribiendo 2 , "ha cundido de un
modo pasmoso; y aunque en los individuos y en algunas materias es laudable
virtud cristiana, que predispone a resignarse y someterse a la voluntad de Dios, en
la colectividad es vicio que postra, incapacita y anula cada vez más al pueblo que
lo adquiere".

¿Y por dónde empezó la tentación de despreciarnos en comparación con el


extranjero, si no fue por esas declaraciones contra los tres siglos, es decir, contra
nuestra propia historia? ¿Y de dónde nació esa peligrosa y fatal desconfianza en
nosotros mismos, sino del hábito contraído de insultar la memoria de nuestros
padres, o de ocultar sus nombres, como avergonzados de nuestro origen? Natural
y facilísimo es el tránsito de lo primero a lo segundo, como es lógico e inevitable el
paso de la falta cometida al merecido castigo.

Muy lejos estamos de desconocer los méritos contraídos a fines del pasado siglo o
principios de éste por el diligente rebuscador Muñoz, por el sabio y virtuoso
historiador Navarrete, y en conjunto por la Real Academia de la Historia. Pero la
verdad es que quienes más han contribuido, no sólo por la forma literaria de sus
trabajos, sino por la imparcial procedencia de sus sufragios, a demostrar al mundo
la importancia de los anales de la conquista y colonización americanas, han sido
algunos hijos de este Nuevo Mundo, pero no latinos por su raza, ni por su religión
católicos. Convenía que así fuese, para que se hiciese la justicia fuera de casa, y
manos heterodoxas levantasen el entredicho impuesto por nosotros mismos a
nuestra historia colonial. Oportet haereses esse.

Con efecto, luego de que las colonias inglesas de la América del Norte hubieron
consumado su emancipación y entrado en el goce del self-government, no faltaron
naturales del país, descendientes de buenas y acaudaladas familias inglesas, que
estuviesen adornados de una educación clásica, y a los recursos materiales que
demanda la independencia literaria reuniesen la vocación y capacidad necesarias
para acometer extensas y variadas investigaciones históricas. Los anales de su

Oscar Torres Duque 23


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tierra nativa les eran campo estrecho e infecundo: no hallaban allí ni las uniformes
corrientes tradicionales que marcan el rumbo a la filosofía de la historia, ni los
animados episodios y sucesos particulares que constituyen la poesía de la
historia; y así, mal que les pesase renunciar a la escena nativa, convirtieron las
miradas al Mediodía, y cautivada su atención por el descubrimiento y la conquista
de la América Española, a esta región histórica se trasladaron, y a ilustrarla
consagraron con éxito afortunado sus vigilias; siguiendo en esta migración
intelectual la costumbre de las razas del Norte, que estimuladas por la necesidad
dejaron muchas veces sus nebulosos asientos, e invadieron los países
meridionales en demanda de climas más benignos y de tierras más fértiles y
hermosas.

Washington Irving abre la carrera trazando la historia de los compañeros de Colón.


Prescott explotando casi ciego (ejemplo memorable de energía moral y mental)
inmenso acopio de documentos, en gran parte manuscritos, ilustra a un mismo
tiempo la historia de la Península y la de las colonias, con sus admirables trabajos
sobre los Reyes Católicos y Felipe II, sobre la Conquista de México y la del Perú.
Y tanto halago tuvieron para los literatos anglo-americanos los asuntos españoles
—tanto que ha llegado a cultivarse entre ellos el castellano—, que hubo quien se
animase a escribir la Historia de la literatura española. Llevó a cabo esta difícil
empresa Jorge Ticknor, mostrando en todas las páginas de su libro que le guiaba
criterio recto y sano, y que no sólo poseía vastísima erudición, sino también —lo
que es más de admirar, por la rareza del caso— un conocimiento tan profundo
como delicado de una lengua que no era la suya. Cuidó de incluir en su cuadro los
escritores castellanos y triste es confesar que para muchos compatriotas nuestros,
que ni siquiera sospechaban que hubiese nuestro suelo producido escritor ni sabio
alguno durante los tres siglos de tinieblas, las doctas páginas escritas por el
literato de Boston fueron una revelación súbita de que teníamos también una
literatura colonial 3 .

Y no se crea que estos tributos valiosísimos que los literatos septentrionales han
rendido a la olvidada Musa de nuestra historia colonial, hayan procedido de
circunstancias violentas, de caprichos y aberraciones que los divorciasen de su
abolengo, de aquel antipatriotismo que sabe engendrar el desprecio de las cosas
propias, pero que no por eso mueve a ilustrar con paciente y sagaz investigación
las ajenas, porque ningún vicio es inspirador de virtudes. No se piense, por
ejemplo, que los citados escritores anglo-americanos fuesen despreciadores ni
despreciados de los ingleses, ni estuviesen reñidos con el público ilustrado de
Inglaterra. "Los americanos, siempre celosos de su independencia política —dice
un atento observador de las costumbres de aquel pueblo— y aborrecedores de
las instituciones británicas, se muestran sobremanera sumisos y sensibles al qué
dirán del público inglés. El hecho no es —añade— tan sorprendente como a
primera vista parece, porque no puede haber realmente más que un cetro para el
pensamiento inglés, para la literatura inglesa, la cual irradia y alcanza a
dondequiera que se hable inglés" 4 . Y el ejemplo que trae el autor de estas
observaciones viene como anillo al dedo a nuestro intento, porque se refiere
precisamente al biógrafo de los compañeros españoles de Colón.

Oscar Torres Duque 24


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Mr. Irving no alcanzó el crédito literario de que gozó en los Estados Unidos sino
después de que el editor inglés Murray le dio tres o cuatro mil guineas por una de
sus obras. No iban, pues, aquellos historiógrafos a formar haces de glorias
españolas para echárselas en rostro al pueblo inglés; ni tampoco fundaban
esperanzas de buen éxito para sus obras en la acogida que éstas pudieran
obtener del público español. Su público era el inglés, y no el cismarino, sino el de
ambos mundos. Sus obras corrían en inglés, y para que más tarde fuesen
traducidas en castellano y mereciesen precisamente asegurar su crédito en la
lengua en que se escribieron. El resultado ha sido que las ediciones inglesas se
han repetido en mayor número que las españolas; y aun la traducción castellana
del trabajo de Ticknor, que por su naturaleza especial es tal vez más español que
los históricos de Irving y Prescott, aunque enriquecida con valiosas notas y
apéndices, no se ha agotado en muchos años, ni compite en pureza y esplendor
tipográfico con las ediciones inglesas de Boston y Nueva York.

Ni renunciaron dichos historiadores anglo-americanos a su orgullo de raza, ni se


desentendieron del todo de sus preocupaciones nacionales, ni de sus errores de
secta, siempre que ocurre la ocasión de mostrar sus sentimientos personales a
vueltas de la narración histórica. ¿Cuán a las claras no se ostenta Prescott
protestante en su historia de Felipe II? ¿Cuán cordialmente no simpatiza con los
herejes perseguidos por el Santo Oficio? Cuando compara los hijos del Mediodía,
conquistadores del hemisferio americano austral, con la raza anglosajona que se
derramó sobre el norte del mismo nuevo continente, ¿con qué filial satisfacción no
traza el elogio del aventurero septentrional para levantarlo de algún modo, si le
fuese dado, sobre el conquistador español? "El principio de acción en estos
hombres [los del norte] no era —dice— la avaricia ni el proselitismo, sino la
independencia religiosa y política. Para asegurar estos beneficios se contentaban
con ganar la subsistencia a fuerza de privaciones y trabajos. Nada pedían al suelo
que no fuese el rendimiento legítimo de este trabajo. No había para ellos visiones
doradas que cubriesen su carrera con un velo engañador, y que los impulsasen a
caminar a través de mares de sangre para echar por tierra a una inocente dinastía.
Sufrían con paciencia las privaciones de la soledad, regando el árbol de la libertad
con sus lágrimas y con el sudor de su frente, hasta que echó hondas raíces en la
tierra y elevó sus ramas hasta el cielo".

La elocuencia patriótica de estas frases es tal, que raya en exaltación tribunicia, y,


en algunas alusiones, agresiva. No esperen las sombras de nuestros abuelos
parcial inclinación ni favor gratuito de este tribunal severo. No habrá aquí
ocultación ni disimulación alguna para sus faltas públicas ni privadas. Su avaricia y
crueldad se pondrán de manifiesto, y aun los perfiles de sus vicios se retocarán tal
vez con vívidos colores. Nil occultum remanebit. Empero, el narrador americano,
en medio de sus preocupaciones de raza y de secta, alcanza un grado de
imparcialidad suficiente para hacer justicia; goza de cierta independencia de
pensamiento, familiar a los que se acostumbran a vivir entre recuerdos de lo que
fue; si a veces abulta no poco los cargos, las virtudes que descubre conmoverán
también su corazón generoso, le arrancarán elogios fervientes, la verdad guiará su

Oscar Torres Duque 25


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pluma en el escabroso proceso, y en vez de dictar final sentencia, dejará que los
lectores la pronuncien, comunicándoles previamente cuantos datos ha recogido,
para que pueda cada cual fallar según su leal saber y entender, con pleno
conocimiento de causa.

Por eso debemos recibir como marcados con la estampa de la más pura
imparcialidad los testimonios que ofrece en favor de aquellos a quienes Quintana
llamó, y muchos con él, "bárbaros y malvados". ¿Quién era el conquistador?
¿Eran todos los aventureros gente vulgar, criminal y vagabunda? Más bien
pertenecían al tipo del caballero andante de siglos heroicos. "Era un mundo de
ilusiones el que se abría a sus esperanzas, porque cualquiera que fuese la suerte
que corriesen, lo que contaban al volver tenía tanto de novelesco que estimulaba
más y más la ardiente imaginación de sus compatriotas, y daba pasto a los
sentimientos quiméricos de un siglo de caballería andante" [...] "La fiebre de la
emigración fue general y las principales ciudades de España llegaron a
despoblarse. La noble ciudad de Sevilla llegó a padecer tal falta de habitantes que
parecía hubiese quedado exclusivamente en manos de las mujeres, según dice el
embajador veneciano Navajero, en sus viajes por España" (1525). ¿Era la
crueldad el rasgo característico del conquistador? "Su valor estaba manchado por
la crueldad"; pero "esta crueldad nacía del modo como se entendía la religión en
un siglo en que no hubo otra que la del cruzado". Y en cuanto al valor de aquellos
descubridores intrépidos, considérese que la desproporción entre los combatientes
era tan grande como aquélla de que nos hablan los libros de caballería, en que la
lanza de un buen caballero derribaba centenares de enemigos a cada bote. "Los
peligros que rodeaban al aventurero, y las penalidades que tenía que soportar,
apenas eran inferiores a los que acosaban al caballero andante. El hambre, la sed,
el cansancio, las emanaciones mortíferas de los terrenos cenagosos, con sus
innumerables enjambres de venenosos insectos; el frío de las sierras, el sol
calcinador de los trópicos: tales eran los enemigos del caballero andante que iba a
buscar fortuna en el Nuevo Mundo. Era la leyenda realizada. La vida del
aventurero español constituía un capítulo más, y no el menos extraordinario, en
las crónicas de la caballería andante". ¿Era la codicia su único móvil? "El oro era
estímulo y recompensa, y al correr tras él su naturaleza inflexible pocas veces
vacilaba ante los medios. Pero en los motivos que tenía para obrar, se mezclaban
de una manera extraña influencias mezquinas con las aspiraciones más nobles y
lo temporal con lo espiritual" 5.

Y sin embargo de la verdad que envuelve esta última consideración, el


conquistador propiamente dicho puede considerarse como el brazo secular, como
la parte material de la conquista misma. Tras estos zapadores robustos y a par de
ellos corrieron sin ruido los vientos de la civilización cristiana que sembraron la
semilla evangélica en el suelo desmontado. ¡Qué legión de misioneros
apostólicos! ¡Qué rica de santidad, qué fecunda en enseñanzas y ejemplos
nuestra historia eclesiástica, olvidada y por explotar aún, en gran parte, en las
crónicas de las órdenes religiosas! Prescott como protestante no penetra el
espíritu del catolicismo, y se queda en la corteza; pero reconoce y consigna los
hechos, y no escatima la admiración debida al clero católico que evangelizó el

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Nuevo Mundo; siendo de notar que en este punto las exigencias de la verdad
acallaron el espíritu de secta, y el imparcial historiador inclina la balanza con todo
su peso en pro de los misioneros católicos. No de otra suerte el ya citado
Macaulay dejó escrito el más explícito testimonio en favor de la inmortalidad del
Papado. Pero ni uno ni otro osaron o supieron señalar las causas de los hechos
que reconocían de buen grado; no echaron de ver que el catolicismo es el árbol
que vive y florece alimentado por savia sobrenatural, y que las sectas disidentes
son las ramas que se secan y mueren desgajadas del tronco materno. ¡Flaqueza
humana que así presenta unidas, cuando falta el don de la fe, las más lúcidas
percepciones, con los juicios más ciegos y superficiales!

"Los esfuerzos hechos para convertir a los gentiles —dice con noble ingenuidad
Prescott—, son un rasgo característico y honroso de la conquista española. Los
puritanos con igual celo religioso han hecho comparativamente menos por la
conversión de los indios, contentándose, según parece, con haber adquirido el
inestimable privilegio de adorar a Dios a su modo. Otros aventureros que han
ocupado el Nuevo Mundo, no haciendo por sí mismos gran caso de la religión, no
se han mostrado muy solícitos por difundirla entre los salvajes. Pero los
misioneros españoles, desde el principio hasta el fin, han mostrado profundo
interés por el bienestar espiritual de los naturales. Bajo sus auspicios se
levantaron magníficas iglesias, se fundaron escuelas para la instrucción elemental,
y se adoptaron todos los medios racionales para difundir el conocimiento de las
verdades religiosas, al mismo tiempo que cada uno de los misioneros penetraba
por remotas y casi inaccesibles regiones, o reunía a sus neófitos indígenas en
comunidades, como hizo el honrado Las Casas en Cumaná, o como hicieron los
jesuitas en California y Paraguay. En todos tiempos el animoso eclesiástico
español estaba pronto a levantar la voz contra la crueldad de los conquistadores y
contra la avaricia no menos destructora de los colonos; y cuando sus
reclamaciones eran inútiles, todavía se dedicaba a consolar al desdichado indio, a
enseñarle a resignarse a su suerte, y a iluminar su oscuro entendimiento con la
revelación de una existencia más santa y más feliz. Al recorrer las páginas
sangrientas de la historia colonial española, justo es, y al propio tiempo
satisfactorio, observar que la misma nación de cuyo seno salió el endurecido
conquistador, envió así mismo al misionero para desempeñar la obra de la
beneficencia y difundir la luz de la civilización cristiana en las regiones más
apartadas del Nuevo Mundo" 6 .

Tales son los rasgos característicos de la conquista, trazados por un


distinguidísimo escritor extranjero y disidente.

III

Dos enseñanzas muy útiles para los hispanoamericanos se desprenden de las


obras de Prescott: la primera, que la conquista y la colonización de las Indias
ofrecen riquísima materia para que el historiador ejercite en ellas su pluma y dé
frutos que (según la frase de Cervantes) llenen al mundo de maravilla y de
contento; y la segunda, que para escribir dicha historia no faltarán datos al que los

Oscar Torres Duque 27


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busque en las crónicas impresas, y en relaciones y cartas inéditas de aquellos


antepasados nuestros, más cuidadosos de dejar fiel constancia de los hechos,
cumpliendo así con la obligación que a ellos les incumbía, que lo que hemos sido
nosotros, en el siglo que corre, de desempeñar la nuestra, ordenando esos
materiales y aprovechándolos con arreglo a las exigencias de la crítica moderna.
Si de algo debe quejarse el historiador, dice Prescott, es más bien del embarras
de richesses.

Obligación, hemos dicho, que es la nuestra de aprovechar esos materiales, porque


la historia colonial no puede ser para nosotros objeto de mera curiosidad histórica
o científica, como para los extranjeros, sino también estudio que ofrece interés de
familia y provechosas lecciones sociales. La costumbre de considerar nuestra
guerra de emancipación como guerra internacional de independencia, cual lo fue
la que sostuvo España contra Francia por el mismo tiempo, ha procedido de un
punto de vista erróneo, ocasionado a muchas y funestas equivocaciones. La
guerra de emancipación hispanoamericana fue una guerra civil, en que provincias
de una misma nación reclamaron los derechos de hijas que entraban en la mayor
edad, y recobrándolos por fuerza, porque la madre no accedía por buenas a sus
exigencias, cada una de ellas estableció su casa por separado. Viendo las cosas
en este aspecto, que es el verdadero, debemos reconocer que las relaciones que
hemos anudado con la madre España no son las de usual etiqueta, sino lazos de
familia, y que no es el menos íntimo de los vínculos que han de unir a los pueblos
que hablan castellano el cultivo de unas mismas tradiciones, el estudio de una
historia que es en común la de todos ellos.

Podemos contemplar la historia colonial en el aspecto social o en el aspecto


político, y de uno y otro modo hallaremos en ella los antecedentes lógicos de
nuestra historia contemporánea. En el primer concepto la conquista y la
colonización de estos países ofrecen a nuestra consideración el espectáculo de
una raza vencida que en parte desaparece y en parte se mezcla con una raza
superior y victoriosa; un pueblo que caduca, y otro que en su lugar se establece, y
del cual somos legítimas ramas; en una palabra, la fundación y el
desenvolvimiento de la sociedad a que pertenecemos. Ya en 1827, terminada
apenas la guerra de emancipación, aún vivos y frescos los odios que ella
engendró, el ilustre autor de la Alocución a la Poesía, a quien nadie tachará de
sospechoso en materia de patriotismo, estampaba esta declaración digna de
memoria: "No tenemos la menor inclinación a vituperar la Conquista. Atroz o no
atroz, a ella debemos el origen de nuestros derechos y de nuestra existencia, y
mediante ella vino a nuestro suelo aquella parte de la civilización europea que
pudo pasar por el tamiz de las preocupaciones y de la tiranía de España" 7 . Los
romanos tenían una frase expresiva y exacta que, no sin misterio, ha
desaparecido de los idiomas modernos –mores ponere– fundar costumbres, lo
cual es muy diferente de dictar leyes. Moresque viris et maenia 8 : costumbres y
murallas, cultura religiosa y civilización material, eso fue lo que establecieron los
conquistadores, lo que nos legaron nuestros padres, lo que constituye nuestra
herencia nacional, que pudo ser conmovida, pero no destruida, por revoluciones
políticas que no fueron una transformación social.

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Políticamente hablando, el grito de independencia lanzado al principio de este


siglo puede considerarse como una repetición afortunada de tentativas varias
(aunque menos generales y no felices, porque no había llegado la hora señalada
por la Providencia) que datan de la época misma de la conquista 9 . "La conquista
de los indígenas, dice Prescott, no es más que un primer paso, a que se sigue la
derrota de los españoles rebeldes [como si dijésemos insurgentes] hasta que se
establece la supremacía de la Corona de un modo decisivo". Y cosa singular:
luego de que se afianzó por siglos en América la dominación de los Reyes de
Castilla, cuando volvió a sonar el grito de independencia, fueron otra vez
españoles de origen los que alzaron esa bandera, y no sólo tuvieron que combatir
a los expedicionarios de España, sino a las tribus indígenas, que fueron entonces
el más firme baluarte del gobierno colonial. Séanos lícito preguntar: el valor tenaz
de los indios de Pasto, los araucanos de Colombia, que todavía en 1826 y 1828
desafiaban y exasperaban a un Bolívar y un Sucre, y lo que es más, y aun
increíble, que todavía en 1840 osaban desde sus hórridas guaridas vitorear de
nuevo a Fernando VII, ¿es gloria de la raza española, o ha de adjudicarse, con
mejor derecho a las tribus americanas? Y el genio de Simón Bolívar, su elocuencia
fogosa, su constancia indomable, su generosidad magnífica, ¿son dotes de las
tribus indígenas? ¿No son más bien rasgos que debe reclamar por suyos la nación
española? El título de Libertador no pudo borrar en Bolívar su condición española.
Y el mismo Bolívar y Nariño, y San Martín, y los próceres todos de nuestra
independencia, ¿de quiénes, sino de padres españoles, recibieron la sangre que
corría en sus venas y el apellido que se preciaban de llevar? ¿Dónde, sino en
universidades españolas, adquirieron y formaron ideas políticas? ¿Y en qué época
hemos de colocar a esos hombres, en una cronología filosófica, si seguimos la
regla de un gran pensador, según la cual los hombres más bien pertenecen a la
época en que se formaron que a aquélla en que han florecido? Quien quiera
precisar lo que fue nuestra guerra de independencia, oiga otra vez a Bello: "Jamás
un pueblo profundamente envilecido ha sido capaz de ejecutar los grandes hechos
que ilustraron las campañas de los patriotas. El que observe con ojos filosóficos la
historia de nuestra lucha con la metrópoli, reconocerá sin dificultad que lo que nos
ha hecho prevalecer en ella es cabalmente el elemento ibérico. Los capitanes y las
legiones veteranas de la Iberia trans-atlántica fueron vencidos por los caudillos y
los ejércitos improvisados de otra Iberia joven, que abjurando el nombre
conservaban el aliento indomable de la antigua. La constancia española se ha
estrellado contra sí misma" 10 .

Siendo esto así, los nuevos gobiernos americanos, tan celosos desde un principio
en reclamar a título de herencia el derecho de patronato concedido por la Santa
Sede a los Reyes Católicos, debieron igualmente haber tomado a su cargo las
consiguientes obligaciones, y ver de despertar el espíritu nacional y de adelantar
—por supuesto en forma pacífica, en sentido cristiano— la obra de la conquista,
que no llevada a término, quedó interrumpida con la guerra de emancipación.
¡Cuán profunda tristeza causa la idea de que en vez de haber dilatado la
civilización su radio, en muchas partes ha perdido terreno; que la cruz de misiones
antes florecientes, no abre ya sus brazos anunciando redención; que muchas

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tribus salvajes siguen, en el seno de repúblicas democráticas, ejerciendo las


mismas bárbaras costumbres de antaño, ajenas de todo destello de cultura,
mientras aquellos indios que entraron a medias en la vida civilizada son forzados a
pagar enorme contribución de sangre en nuestras contiendas fratricidas! Y para
extender la civilización debiéramos recordar, a fin de emularlos y aun superarlos,
los ejemplos de política cristiana que nos ofrecen muchas leyes de Indias y los
cánones de Concilios provinciales; y entre los medios de avigorar el espíritu
nacional, no sería el menos adecuado proteger y fomentar el estudio de nuestra
historia patria, empalmando la colonial con la de nuestra vida independiente, dado
que un pueblo que no sabe ni estima su historia, falto queda de raíces que lo
sustenten, y no tiene conciencia de sus destinos como nación.

IV

¿Qué han hecho nuestros gobiernos para fomentar los estudios históricos? ¿Hase
fundado y dotado alguna Academia de la Historia? ¿De las recientes cuantiosas
erogaciones que en algunas repúblicas se hacen para sostener la instrucción
popular ha salido alguna pequeña suma para pensionar a algún erudito
historiógrafo, o para sacar a luz algunos manuscritos, como la parte inédita de la
crónica de Simón, que se conserva en nuestra biblioteca pública? Pongamos aquí
puntos suspensivos, en la esperanza de que el tiempo dará menos melancólica
respuesta a las preguntas precedentes. El gobierno de Chile ha sido el menos
olvidadizo en este punto, y a eso se debe en gran parte el vuelo que ha alcanzado
allí ese género de estudios universitarios: hay premios periódicos para Memorias
históricas; se hace escrupulosa censura de textos, y se adoptan los mejores para
la enseñanza del ramo, y las respectivas asignaturas se desempeñan por
personas de notoria competencia. En suma, el repertorio de obras históricas,
aunque ninguna de ellas, por razones que no es del caso apuntar, alcance la nota
de perfección clásica que señalan las de Prescott, es variado y extenso; y en
general, el chileno sabe la historia de su patria. Y obsérvese, en conformidad con
lo que dejamos expuesto, cuán bien confronta y se aduna esa tendencia a mirar
atrás, ese interés por la historia colonial, con los sentimientos patrióticos más
enérgicos, con el más ardiente celo por la independencia y el más exaltado orgullo
nacional, de que ha dado repetidas muestras el pueblo de Chile.

Esfuerzos particulares no han faltado, no, en las otras repúblicas, más dignos de
loa y de aprecio, por las mismas impropicias circunstancias que los acompañaron,
y sus fecundos resultados; esfuerzos aislados, faltos de apoyo y resonancia, más
bien que pasos de un progreso colectivo y regular. En la patria del ilustre Alamán
(cuyo nombre merece bien recordarse al principio de estas rápidas indicaciones),
la Conquista de México del historiador anglo-americano halló un docto adicionador
en el finado D. José Fernando Ramírez; y allí mismo el señor D. Joaquín García
Icazbalceta, tan cumplido caballero como investigador infatigable y escritor castizo
y elegante, ha dado a luz en tres grandes tomos en 4, impresos en gran parte con
sus propias manos, en edición nítida y correcta, preciosos documentos por él
colegidos, con preliminares biográficos y copiosas tablas alfabéticas. Pero, como
dice el diligente colector, la doble tarea de reunir materiales y aprovecharlos es

Oscar Torres Duque 30


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superior a las fuerzas de un hombre solo, y él empleó sus mejores días en la


primera parte de la labor, no sin dejar, eso sí, preparado el terreno con
ilustraciones y trabajos sueltos a quien haya más tarde de coronar el edificio. Con
algunos literatos como Icazbalceta, mucho, muchísimo habríamos avanzado en
tales exploraciones, y poco o nada tendríamos en ello que envidiar a las naciones
más adelantadas.

No es poco lo que se ha trabajado en el Perú, y de ello es una muestra el


Diccionario de Mendiburu, aunque (dicho sea con el respeto debido a una nación
desgraciada) en muchas obras como la citada se nota cierta falta de precisión y
atildamiento, si ya no es que de deliberado propósito algún escritor ingenioso, para
amenizar los hechos, los altere so capa de Tradiciones, tarea a las veces más
peligrosa que inocente en sociedades que no han fijado su historia.

La Historia antigua de Venezuela por el académico Baralt es sólo un discurso


histórico de suelto y exquisito estilo. Y aquí pedimos perdón a los autores de otras
obras o ensayos, que las dimensiones de este escrito no permiten citar con el
merecido elogio, para mencionar finalmente las dos obras modernas más notables
que poseemos relativas a la historia colonial de la Nueva Granada, y son la que el
Coronel Joaquín Acosta rotuló Compendio histórico y la que el señor Groot publicó
con el título de Historia eclesiástica y civil. Nunca serán bien alabadas las
laboriosas investigaciones y la honrada veracidad de estos dos colombianos
ilustres; pero hemos de confesar que está distante de ser definitivo el texto de sus
libros, en que vemos útiles contribuciones acarreadas al que haya de escribir
nuestra historia procurando abreviar un tanto el intervalo que nos separa de los
modelos sancionados en este difícil género literario.

"Si ha de escribirse algún día la historia de nuestro país


—dice el citado señor García Icazbalceta— es necesario que nos apresuremos a
sacar a luz los materiales dispersos que aún puedan recogerse antes de que la
injuria del tiempo venga a privarnos de lo poco que ha respetado todavía. Sin este
trabajo previo no hay que aguardar resultados satisfactorios". No queda excluida
de estos trabajos preliminares (y así lo entiende y lo ha practicado el autor de las
anteriores líneas) la reimpresión de obras antiguas, que por su rareza ocupan un
lugar inmediato al de las manuscritas.

Y no es otro el servicio que desea prestar hoy a nuestro público el editor del
presente tomo, dándonos en él repetida la obra que compuso nuestro célebre
compatriota el Ilustrísimo D. Lucas Fernández de Piedrahíta, y que imprimió J. B.
Verdussen en Amberes, en 1688.

No aparecen en la actualidad en Europa historiadores notables de nuestra época


colonial, pero americanistas de afición, bibliógrafos y coleccionadores de nuestros
tesoros de historia y antigüedades, abundan en Europa y los Estados Unidos. El
Congreso Bibliográfico Internacional que se reunió en Paris en 1878 reconoció que
"la América es la parte del mundo que más atrae la atención, hace algunos años,
en el punto de vista bibliográfico". De aquí que los ejemplares de nuestras

Oscar Torres Duque 31


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crónicas escaseen cada vez más y desaparezcan del país solicitados por el
extranjero. La Historia de Piedrahíta, que ahora se reimprime, figura en el último
catálogo formado por Leclerc (Casa de Maisonneuve, de Paris) y tiene señalado el
precio de 200 francos, el que, con motivo de esta reproducción, quedará
considerablemente reducido.

Ni ha sido caprichosa la elección que el editor hizo de esta obra para primer
ensayo en la empresa plausible de reimprimir a nuestros antiguos historiadores;
porque casi todas nuestras viejas crónicas son de órdenes religiosas, al paso que
Piedrahíta quiso dar a su libro un carácter más amplio y general, aprovechándose,
no sólo de aquellas relaciones ya publicadas, sino también, y con fidelidad
minuciosa según él mismo lo declara, de dos manuscritos que por desgracia no
existen ya, a saber, el Compendio historial del Adelantado Quesada, y la cuarta
parte de las Elegías de varones ilustres, escritas por Joan de Castellanos,
beneficiado de Tunja.

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Rafael María Merchán

El mal ejemplo en literatura

Rafael María Merchán (Manzanillo, Cuba, 1844-Bogotá, 1905) estuvo entre


nosotros desde 1874, cuando llegó al país como secretario de la Compañía de
Ferrocarriles, que dirigía el también cubano, ingeniero Francisco Javier Cisneros,
hasta su muerte. De esos 31 años de exilio forzoso en Colombia, sólo dos estuvo
afuera: entre 1902 y 1904, cuando, después de haber triunfado la revolución
cubana de independencia, regresa a La Habana para ocupar algunos cargos
públicos (había puesto su pluma siempre al servicio de la causa de la
independencia) y luego es enviado como ministro plenipotenciario de Cuba en
España (1903-1904), ardua misión de la cual vuelve a Colombia ya muy
disminuido, al parecer con una afección neurológica que por lapsos le hacía
perder la razón.

Pero Merchán cumplió en Colombia una labor destacadísima y, con su vasta


formación humanística —histórica, literaria y gramatical—, produjo aquí, en
periódicos y luego en libros, la primera crítica literaria rigurosa: minuciosa en la
lectura de obras, riquísima en relaciones intertextuales y con un notable arsenal de
conocimientos gramaticales, lingüísticos y de preceptiva literaria, en castellano y
otras lenguas. Es verdad que también publicó folletos sobre la situación histórica
de Cuba (como lo venía haciendo desde su primer exilio en Nueva York, adonde
llegó en 1869), sobre las realidades americanas y aun sobre temas eco-nómicos,
que llegó a conocer muy bien (porque en el fondo era un autodidacta, hecho a
pulso en el periodismo y en su biblioteca); pero es como crítico literario o analista
de temas literarios
—universales, americanos, cubanos y colombianos— que muestra toda su
sensibilidad ensayística.

No es sólo, entonces, su larga estancia en Colombia lo que nos obliga a incluirlo


en una antología colombiana: es su significación en la vida intelectual y pública
(amigo personal de Rafael Núñez, dirigió el diario La Luz —1881-1884—,
periódico literario-político de propiedad del presidente cartagenero, que por
supuesto apoyó la Regeneración); y, claro, por sus grandes dotes de prosista,
humanista y crítico literario. Además, Merchán era hijo de padre colombiano,
médico casado con una bayamesa; se casó con colombiana y tuvo hijos
colombianos. Resulta, pues, increíble que haya sido en Cuba y España donde se
hayan publicado algunas recopilaciones suyas (a decir verdad, escasas), y que en
Colombia ni siquiera se reconozca su nombre, cuando en verdad dejó una extensa
bibliografía publicada en Bogotá.

Los ensayos de crítica literaria de Merchán suelen ser extensos, lentos y de gran
finura, y a veces dedicados a escritores hoy bastante olvidados. Su crítica no es
sólo valorativa, sino en ocasiones implacablemente dura contra lo que considera
debilidad o pobreza. Escribió sobre griegos y latinos, sobre autores del Siglo de

Oscar Torres Duque 33


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Oro y autores del romanticismo; sobre poetas ingleses y norteamericanos (tradujo


la Evangelina de Longfellow); y sobre sus contemporáneos cubanos y
colombianos, aunque sobre estos últimos más bien poco. El ensayo-carta que
hemos seleccionado está fechado el 7 de julio de 1892, y fue publicado en el
grueso volumen de Variedades que se editó en 1894. Pero sin duda su libro
ensayístico más sólido y representativo lo constituyen sus Estudios críticos (1886),
donde se muestran en toda su potencia la capacidad analítica y el "bagaje cultural"
del gran colombo-cubano.

• Bibliografía ensayística:

– Estudios críticos. Bogotá, Imprenta de La Luz, 1886.

– Variedades. Bogotá, Imprenta de La Luz, 1894.

– La educación de la mujer. Bogotá, Imprenta de La Luz, 1894.

– Cuba: justificación de su guerra de Independencia. Bogotá, Imprenta de La Luz,


1896.

– La redención de un mundo. Bogotá, Imprenta de La Luz, 1898.

El mal ejemplo en literatura


Señor D. E. C. - Caracas.

Mi ilustrado amigo:

Con el vivo interés que en mí despiertan todas sus elegantes lucubraciones, me


he bebido los acentos de su última, referente a la Poesía y la Crítica; pero sin
duda no le causará sorpresa la presente carta, a usted, que conoce mis ideas
sobre el asunto. Ni yo se las expondría de nuevo si pudiera hablarle de otra cosa,
teniendo que referirme a su trabajo para corresponder a la fineza, que agradezco,
del envío.

Molière, cuando le denigraban sus comedias, contestaba: "Vale más agradar


contra las reglas, que fastidiar con ellas".

Esta ingeniosa defensa sintetiza el escrito de usted, y muestra que data de muy
atrás la pugna aparente entre el fondo y la forma de la obra artística, pugna cuyos
primeros gritos vibraron en tiempos más lejanos aún.

Si se interroga: ¿qué vale más, arte sin genio o genio sin arte?, la respuesta no
puede ser afirmativa ni negativa en absoluto. En cada caso dependerá de los
resultados.

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Pero la pregunta no está completa; debería redondearse así: ¿qué vale más, arte
sin genio, genio sin arte, o genio con arte?

Ahora desaparecerá toda vacilación. Es que hay tres tipos de producción artística:
lo mediano, lo bueno, lo mejor (lo malo no se cuenta, y en lo mejor incluyo lo
óptimo), y sólo se habían considerado los dos primeros, cuando el tercero
contiene la solución. El proverbio francés "lo mejor es enemigo de lo bueno", y el
español "más vale pájaro en mano que buitre volando" o "que ciento en el aire"
encierran una sana filosofía moral, en cuanto tienden a moderar las ambiciones
desapoderadas; pero son falsos si se los acepta incondicionalmente, porque
entonces, aniquilando la aspiración al progreso, producen en la humanidad el
vacío.

Toda obra humana es imperfecta, sin que podamos evitarlo, pero hay
imperfecciones de dos clases: unas inconscientes, causadas por la limitación de la
inteligencia y de los sentidos; otras voluntarias o semivoluntarias, debidas a la
pereza, o a lo contrario de la pereza: el exceso de trabajo.

En términos generales, muchas tienen excusa, aunque en diversos grados: las


que proceden de indolencia, no.

Byron, Wordsworth, Pope, Hugo, Lamartine, Zorrilla, Lope de Vega, dice usted,
dejaron esparcidos malos versos hasta en sus mejores obras, y no por eso dejan
de ser admirados como grandes poetas (todos no, pero sigamos); si hubieran
aventado el polvo de sus monumentos, ¿se disminuiría su esplendor? ¿Los
dañaría un poco más de miel sobre sus hojuelas? ¿No convendría más, para el
arte y para ellos mismos, que con ser muy buenos, lo fuesen a toda ley? ¿Los
admira el mundo por sus imperfecciones, o a pesar de ellas?

Aunque una dama posea "un rostro de esos que sólo con verlo se vuelve uno
joven", según un novelista inglés, no debe, atenida a sus gracias, presentarse en
sociedad con el vestido hecho jirones y el tocado a sobre peine. En un sarao no es
la más bella la más celebrada, si se ha arreglado con mal gusto.

Así como la sociedad se rige por códigos civil, penal y otros, así las letras y las
artes están sometidas a los suyos. Al sentar principios, la ley tiene que ser
absoluta, porque la justicia en sí misma lo es; pero en su aplicación marca
gradaciones y señala las circunstancias atenuantes, que los jueces de derecho o
de hecho, los últimos sobre todo, discretamente ponderan; eso es la hermandad
de la clemencia con la justicia, porque, como lo dijo Byron en Marino Faliero, el
que quiere limitarse a ser justo, tiene que ser cruel. La justicia a secas es
espantosa: es Dracón, es el patíbulo: no seas demasiado justo, dice el
Eclesiastés. Mas entendámonos: la clemencia prueba que hubo falta, que por tal o
cuál consideración no se penó, pero que hubiera sido justo penarla. Cuando los
cuerpos legislativos condonan alcances, no dicen que los responsables nada
debían, sino que se les otorga la gracia de no hacerles pagar.

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Los principios deben en todo evento quedar a salvo; la tolerancia en la excepción


no debe convertirse en antecedente para destruirlos.

¿Qué son, en resumen, las leyes en jurisprudencia y los preceptos en el arte? Son
el fruto de la experiencia, legado por los que han aprendido más a los que saben
menos, para evitar males que ocurrieron ya, o para obtener provechos que otros
alcanzaron. Puede haber leyes y reglas perniciosas o inútiles; la fuerza misma de
las cosas hará que aquéllas se deroguen y que éstas se omitan. Recuerdo que
cuando el General Grant se encargó por primera vez de la presidencia de los
Estados Unidos, dijo estas sabias palabras: "Traigo una política que aconsejar,
ninguna que imponer... Estoy convencido de que el modo de hacer derogar las
leyes malas, es cumplirlas estrictamente".

Pero cuando ni el precepto ni la ley adolecen de vicio; cuando el primero se viola


por incuria y la segunda por interés, esas transgresiones no pueden tener otros
nombres que los de defecto o inmoralidad respectivamente, con perdón de M.
Henri Rochefor, para quien "la legalidad es una invención de los pícaros, aplicada
por los cobardes".

Usted advierte que su ánimo no es exagerar; pero agrega que así como la hoja de
acero quebranta el forro que la cubre, la inspiración suele no caber en prefijados
límites.

No concibo que una espada de honor, una magnífica hoja toledana, de las que se
presentan como obsequio a los generales victoriosos, se encierre en vaina de
cuero, sino de metal primorosamente trabajado, y así no hay riesgo de ruptura.
Una espada común queda bien en forro ordinario; pero aun ésa, tampoco lo
rasgará si el fabricante le da holgura proporcionada, si sabe su oficio; ahora, si la
vaina es más pequeña y la punta del arma la perfora, el que la usa puede herirse
con ella y herir a los demás.

No con el acero de la espada, sino con el oro convertido en moneda, compararía


yo la obra literaria; exigimos que no contenga más cobre que el de la aleación
determinada por la ley; un grano más es ya un principio de falsificación. Si la pieza
es legítima, no la rechazaremos porque su leyenda aparezca confusa, aunque en
general prefiramos la que no muestre impericias de fabricación; y si habiendo sido
intachable en su primera edad, se ha desgastado con el uso, no dejaremos de
pensar que, aun cuando todos la recibamos y entreguemos como corriente, ese
desgaste es merma de metal.

No pocos tienen hipo con los que liman mucho; pero repare usted si entre ellos
abundan escritores de estilo elegante o de estilo de hilván. Las abejas que no
saben hacer miel, me figuro que también burlarán con las que trabajan en las
colmenas. La aprobación que debe buscarse es la que decía Cicerón: laudari a
viro laudato. Ha habido improvisaciones irreprochables, pero ésa no es la regla, ni

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por lumbre. Guy de Maupassant, cuyo voto no se recusará en achaques artísticos,


se expresa así en el prefacio de Pedro y Juan:

Para decir cualquier cosa no hay sino un sustantivo que la exprese, un verbo que
la anime y un adjetivo que la califique. Es preciso buscar, hasta descubrirlos, ese
sustantivo, ese verbo y ese adjetivo, y no contentarse jamás con los aproximados,
ni recurrir a supercherías, por felices que sean, ni a piruetas de lenguaje, para
evitar la dificultad.

La literatura difiere de la política y de la buena crianza en que no puede elevar la


tolerancia a la categoría de principio. En la sociedad andaríamos constantemente
a mojicones si no fuéramos benévolos para con las opiniones de los demás. Sin
tolerancia, la vida sería imposible. En literatura no existe tal urgencia, porque las
generaciones pueden seguir sucediéndose unas a otras sin curarse de que un
poeta rime sol con jardín. En política y en las relaciones sociales, tolerancia
significa paciencia para con las opiniones ajenas, que pueden ser acertadas
aunque no sean nuestras, y hasta más acertadas que las nuestras. En estética,
tolerancia no significa sino precisamente esto: paciencia para con lo malo.

Porque veamos: ¿cómo se ha de ejercitar esa tolerancia? Si por cada cacofonía


se hubiera de pagar multa, la tolerancia sería la condonación. Concedida. Pero no
se trata de eso. ¿Se pretende que se tengan en cuenta las circunstancias del
autor para no formar artículo de sus flaquezas: el uno, que no recibió educación; el
otro, que decayó con la edad; éste, que improvisó en el lecho de muerte; aquél,
que llenó por compromiso y de carrera una página de un álbum? Bueno, sí, todo
eso se pesa en la balanza; ¿y qué más? ¿Vamos por eso a declarar que el arte
queda satisfecho? Eso sería mentir.

Ahora, si sólo se quiere que la crítica literaria no sea en todos los casos una
lapidación a lo Villergas, mi opinión es la suya; y esto, por razones de
conveniencia para el paciente y para el lapidador. Para el primero, porque el
objeto de la crítica no es humillar, sino propender al perfeccionamiento; no es
descuartizar al enfermo, sino curarlo; y la mordacidad que no engendra estímulo
sino desaliento puede arredrar hasta la inacción a ingenios que más tarde podrían
elaborar obras maestras. Y entiéndase que distingo entre la severidad y la irrisión:
la primera, que no es incompatible con la civilidad, sólo se vuelve perniciosa
cuando se acompaña de la segunda. Por lo que hace al crítico, como tiene que
limitarse a emitir opiniones personales, y nadie cuenta con garantías de acertar
siempre; como por mucho que un hombre sepa y eche de la gloriosa, hay siempre
otros que saben más que él, su propio ludibrio lo expone a ratos amargos el día en
que le prueben que se equivocó, como le sucedió a Villergas con D. Joaquín Pablo
Posada y D. Ramón Ignacio Arnao, entre otros.

Mientras que nada es más sencillo ni más honroso que confesar un error cometido
en servicio del arte y con una buena intención que, si no fue feliz, tampoco debe
convertirse en expiación de una fatuidad que no se tuvo.

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No hablo ahí sino de los errores o defectos en que incurren los autores de cuenta,
los principiantes deseosos de acertar, todos, en fin, los que trabajan de buena fe;
pues respecto del reconocidamente necio, que sobre lo de necio tiene algo o
mucho de díscolo, vamos... ahí me lavo las manos y me río. Pascal, en la
undécima de sus Provinciales, trata muy bien este punto, aunque refiriéndose sólo
a la religión, y con su donaire genial cuenta que el primer discurso irónico que se
pronunció en el mundo, fue el del Padre Eterno cuando arrojó del Paraíso al
primer hombre: "¡Ahí tienen ustedes a Adán, que ha llegado a ser como uno de
nosotros!". Agrega que no menos duro estuvo Jesucristo con Nicomedes: "¡Cómo!
¿Eres maestro en Israel e ignoras estas cosas?". Lo mismo los profetas y los
padres de la Iglesia. Y autorizado con estos ejemplos, pasa a burlarse de la oda
en que un Le Moine dijo que los querubines están compuestos de cabeza y de
pluma, y que de sus alas hacen abanicos cuando se acaloran ellos mismos o los
acalora el fuego del amor de Dios...

Pero hay que precisar: si la didáctica actual contiene trabas en exceso, venga la
reforma; pero dígase, eso sí, cuáles reglas entorpecen, y con cuáles han de ser
sustituidas; pues no hemos de dar a las artes del bien decir, por síntesis la
anarquía y por primer canon la libertad del absurdo.

¿Que el genio no se sujeta a reglas?

¡Falso! Lo que el genio hace es descubrir nuevas reglas o leyes, a las cuales él es
el primero en sujetarse. Los clásicos resistían a los románticos porque los veían
apartarse de las pautas tradicionales; pero como los fundadores del romanticismo
eran genios, demostraron prácticamente que muchas (¡no todas!) de las reglas
antiguas, verbigracia, la de las tres unidades, eran inútiles, y prescindieron de
ellas. A la larga se notó que los innovadores incurrieron en no pocas
extravagancias; que si introdujeron licencias laudables, no pudieron demoler todo
el viejo edificio; y los sucesores de los unos y los otros los aceptamos y
repudiamos respectivamente a todos, lo que la experiencia insinúa que debe
acogerse o desdeñarse. Hasta el naturalismo, cuando pase, dejará algo duradero.

De Edison se ha dicho que si hubiera sido lo que se llama un sabio, habría sabido
que no podía inventar el fonógrafo; pero lo inventó; tarea de los sabios sería
ponerse luego de acuerdo con el invento; y eso no quiere decir que el "brujo de
Menlo Mark" violara leyes de la naturaleza, como no las violó Newton. Quede para
el Instituto Weldon, de Robur el Conquistador, sostener que el pájaro vuela contra
todas las leyes de la mecánica, según cuenta el irónico Julio Verne.

Eso de que los genios no admiten cortapisas, debería en todo caso proferirse en
voz muy baja, pues a todo pregón, el populacho íntegro de copleros hará
ostentación de su flujo de simplezas hasta fastidiarlo a usted mismo, alegando que
Lamartine también improvisaba, que Shakespeare también fue incorrecto, que
Byron también escribió ripios, que Hugo también fue extravagante. Que canten
como ellos, si son iguales a ellos; que los imiten en sus grandezas, si nos quieren

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repetir sus debilidades. Que arrojen lavas como los volcanes, y no se contenten
con parodiar sus rugidos.

El título de "genio" ha de ser expedido por los otros; cuanto al artista, debe
siempre trabajar figurándose que no lo es, aunque en realidad lo sea; eso no mata
la inspiración, sino la realza; un poco de modestia nunca hace daño ni a los
espíritus más eminentes, y los ímpetus del genio son tan irresistibles, que la
modestia misma no podrá detenerlos.

D. Ricardo Palma dice con gracia:

La Poesía

¡Es arte del demonio o brujería

Esto de escribir versos! (le decía

No sé si a Calderón o a Garcilaso

Un mozo más sin jugo que el bagazo).

Enséñeme, maestro, a hacer siquiera

Una oda chapucera.

— Es preciso no estar en sus cabales

Para que un hombre aspire a ser poeta;

Pero, en fin, es sencilla la receta:

Forme usted líneas de medida iguales,

Y luego en fila las coloca juntas

Poniendo consonantes en las puntas.

—¿Y en medio? —¿En el medio? ¡ése es el cuento!

Hay que poner talento.

Veamos cuáles serían los resultados de la indulgencia que usted predica. Primera:
los poetas eximios no se afanarían por extraer de sus obras las incongruencias
que, a modo de agua regia, han de producir tarde o temprano su disolución.
Segunda: los medianos los imitarían, porque, ¿cómo convencerlos de que no son
eximios? Y sería el caso de repetir con Gray:

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Where ignorance is bliss,

’Tis folly to be wise.

La severidad, por el contrario, obliga a los excelentes a acercarse a la perfección,


y a los otros, si bien no les insufla genio, porque éste no es fruto de las reglas, por
lo menos les da aquel género de belleza relativa, pero siempre belleza, que
consiste en carecer de irregularidades.

A los cocineros no se les exige que vayan al estrado a recibir visitas; pero
cocineros y todo, cuando tengan que dirigirnos la palabra pueden presentarse sin
tiznes y hablarnos con respeto; no se les pide más. No dar asidero a la crítica es
cualidad negativa, dijo Víctor Hugo; pero no sé yo por qué ha de tener razón Víctor
Hugo en todo cuanto dijo.

Aduce usted la opinión de un benemérito de las letras argentinas, que no gusta de


fijarse en las manchas del sol, sino en sus dones y destellos. Se puede contemplar
el sol como hombre de ciencia o como profano. El hombre de ciencia no tendrá
aquel lenguaje; y si lo tiene, dejará de ser reputado como hombre de ciencia. El
profano puede admirar el astro del día como quiera; pero no pretenderá que la
ciencia haga caso de su admiración.

La crítica que sólo se fija en los defectos, y la que sólo estudia las bellezas, se
llaman, respectivamente, diatriba o censura, y apología; serán crítica a medias, no
cabal. Y cuando uno quiera saber qué enseña la ciencia acerca del sol, de las
variaciones de su actividad, del maximum de la misma, que ocurre cada once
años, de las manchas que proceden a ese maximum y de sus relaciones con la
vida de la tierra, pues recientemente se ha dicho que las manchas no son extrañas
a las crisis mercantiles, por la influencia de la actividad solar sobre las cosechas;
el que quiera saber esas cosas, consultará las obras de un astrónomo, no las del
que desdeña uno de los principales fenómenos del astro. ¿Qué pensaríamos del
P. Secchi si en vez de observar las manchas, hubiese dicho que a él no le
gustaban sino las fáculas? ¿Se trata de gustos, o de análisis de hechos? También
Víctor Hugo manifestó que él no criticaba a los genios. "Yo admiro como un
bestia", exclamó; pero eso fue una voz que hizo correr Víctor Hugo con el fin de
que a él, que era genio también, no se le hiciesen reparos. Para elogiar o motejar
sin discernimiento, el vulgo basta; para juzgar hay que elevarse un poco, y cuando
uno es benemérito de las letras, no tiene el derecho de formar en la masa del
vulgo.

Dice usted que porque Voltaire calificó de bárbaro a Shakespeare, y Paul de Saint-
Victor lo divinizó, la crítica queda desautorizada.

La deducción adolece de pesimismo. ¿Cree usted que la jurisprudencia queda


desautorizada porque cada una de las partes de un pleito cuente con abogado
defensor? Parece que hubiera usted considerado a la crítica como ciencia exacta,
y que le niega todo valor al rectificar su primer juicio. Pero acabar con la crítica es

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acabar con el arte, porque sin el aguijón de aquélla, el poeta, el pintor, el escultor,
el músico, el arquitecto, perderían de vista los ideales. Escribir un poema y darlo a
la publicidad, es reconocer la necesidad y autoridad de la crítica, pues equivale a
decir: he pergeñado esta obra, y la presento a ustedes para que me digan si vale
algo. El pintor que comienza un cuadro, no pondría en actividad su talento si no
contase con que se lo celebren o compren, y el comprador, o es crítico, u obedece
a las indicaciones de la crítica; de lo contrario, no abriría la bolsa. El arquitecto,
que es el más indispensable de todos los artistas, no construiría palacios si no
fuera por la crítica, esto es, por la esperanza del elogio, que es el impulso tanto
suyo como del magnate que le ordena el trabajo; y en rigor, casuchas higiénicas y
cómodas bastarían para la materialidad de la vida; la evolución de la habitación
humana, desde caverna hasta monumento, es consecuencia de la crítica. Querer
agradar, querer ser útil, es rendir homenaje a la crítica, sea cual fuere el ramo de
que se trate, y ese homenaje es el reconocimiento de su autoridad.

Lo que hay es que el mundo está "abandonado a las disputas de los hombres", y a
esta hora de la ciencia son pocos los juicios que pueden llamarse irrevocables.
Vea usted en medicina: los doctores Freyre, Carmona, Finlay y Delgado opinan
que el micro-organismo de la fiebre amarilla reside en la sangre; los doctores
Tamayo, Sternberg y Gibier sostienen que encuentra su medio natural de cultivo
en el tubo intestinal. Nadie por eso deja de llamar facultativo cuando siente en
peligro la salud. Y así en todas las ciencias.

En crítica no hay sentencias que causen estado, por más que el vulgo aguarde
siempre la voz de un oráculo para rabiatarse tras él. Cada crítico parte de
principios propios, y juzga conforme a ellos. Pueden los principios de dos
juzgadores ser opuestos entre sí; entonces los fallos parecerán contradictorios, y
no obstante, acaso en todos haya parte de verdad, según los fundamentos con
que se hayan dictado, que es lo que ocurre con Voltaire y Saint-Victor. Puede
suceder también, y ha ocurrido en muchas ocasiones, que un crítico desacierte, no
por falta de ingenio ni de saber, sino por pasión o prejuicio, y esto es más común
tratándose de aquilatar el mérito de los contemporáneos. Cuando varios críticos
eminentes, de distintos países y épocas, coinciden en una misma apreciación, lo
más probable es que hayan dado en el hito. Si luego sale otro, también de cuenta,
a refutarlos, no hay que desdeñar la crítica, sino rehacer todo el proceso, para ver
si tenemos que habérnoslas con un iconoclasta o con un reparador. ¿Dice John
Morley que llueve, y Menéndez Pelayo que el tiempo está magnífico? Pues
abramos nosotros mismos la ventana y veamos cómo está el cielo; y si no
podemos, por ser ciegos, sordos, o paralíticos, entonces no digamos que queda
desautorizado el lenguaje humano.

Agrega usted que el autor de Don Juan había sido considerado como poeta
esencialmente romántico; que el señor Menéndez Pelayo destruye ahora esa
opinión común, y lo coloca entre los clásicos.

Lo que se ha dicho de Byron, no es que poseyera todos los caracteres de un


romántico absoluto, como un Hugo, o un Gautier; sino que fue romántico por su

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genio, y por muchos de sus procedimientos, clásico; lo cual se explica, porque


vivió en la época del cambio de escuelas; fue un poeta de transición.

Lea usted a Macaulay:

Vivió en tiempos de una gran revolución literaria.


...

Todos sus gustos y aficiones lo llevaban a formar en las filas de la escuela poética
que desaparecía, y en contra de la que se inauguraba.
...

Cierto es que puede hallarse a veces en la práctica del ilustre escritor la


consecuencia de sus teorías; pero no lo es menos que fácilmente se acomodaba
al gusto literario de su siglo.
...

En parte pertenece a la escuela antigua de poesía y en parte a la moderna: su


gusto lo inclinaba a la primera; su pasión por la gloria lo inclinaba a la segunda;
sus facultades lo hacían igualmente apto a lucir en uno y en otro campo, y su
gloria vino a ser como terreno neutral y común en que se encontraban los
fanáticos de ambos partidos, Gifford y Shelley, por ejemplo. Fue representante, no
de un partido literario, sino de ambos a la vez, y de su conflicto, y de la victoria que
puso término al conflicto.
...

Lord Byron fue también el mediador entre dos generaciones, entre dos sectas
poéticas hostiles.1

Taine2 dice que "con sentimientos concentrados y trágicos, tenía el espíritu


clásico", y que "si llegó a ocupar el primer puesto (entre los poetas), es en parte
gracias a su sistema clásico". Según Swinburne3, sus instintos de oposición contra
todo lo existente fueron causa de su idolatría por Pope y su escuela. En sentir de
John Morley4, esa idolatría no fue excentricidad. Para Matthew Arnold5, aquellos
instintos de rebeldía explican su inquina contra Southey. Si nos remontamos hasta
los contemporáneos del poeta, oiremos a Goethe6 decir que Byron no era
exclusivamente antiguo (clásico), ni romántico, sino como la época misma. Si
volvemos a los escritores de lengua española que lo han juzgado en nuestros días
antes que el señor Menéndez Pelayo, hallaremos que D. M. A. Caro7 lo llama
"clásico en sus gustos, romántico en sus obras".

El clasicismo de Byron no es, pues, novedad; él mismo declaraba profesarlo; pero


no pasaba de la forma, que tampoco es clásica siempre; y cuando los románticos
lo han invocado como suyo, se han referido al fondo de sus obras. El mismo señor
Menéndez Pelayo8 confiesa: "el hombre nos parece en él mucho más romántico
que el poeta"; y justamente el hombre, esto es, Byron mismo, es quien figura como
héroe principal en todos sus dramas y poemas; y porque esa personalidad

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romántica se destaca sobre todos sus cuadros clásicos, pudo otro crítico francés
escribir que Byron es "un alma romántica con la rica vestidura de un clásico del
gran siglo de Isabel".

Por esta vez a lo menos, no quedará desautorizada la crítica.

Agrega usted que otro escritor, mexicano, no menos distinguido, deplora no


encontrar en la poesía ni en la crítica de la América hispana el espíritu moderno;
para él, aquí miramos el cielo con embudo.

La nota predominante en los grandes poetas modernos es el pesimismo; pero la


doctrina filosófica de este nombre es muy vieja, pues se remonta hasta Buda. Ha
sucedido con ella lo que con la indumentaria y los muebles del tiempo de Luis XIV
o del Directorio: que suelen adquirir inesperada boga después de obsoletos. Y no
es de extrañar que pueblos jóvenes como los de América, para quienes enciende
la esperanza todos sus fanales, no canten con la desesperación de sociedades
caducas, devoradas por el socialismo y por otros cánceres que acá se conocerán
algún día, pero que hoy por hoy no nos afligen, por lo menos con la crudeza que al
Viejo Mundo. No ha de quejarse uno de lo que le duele a otro.

Respecto de la crítica francesa moderna, que es la que se lamenta no ver imitada


por acá, me ocurre que hay dificultades para ello.

Taine va a la cabeza de la escuela. Su teoría consiste en que toda obra literaria es


producto de la raza, el medio y el momento (o sea: la raza, las circunstancias y la
ocasión). Cuando estudia en libro, no juzga el libro sino al autor, y no como autor,
sino como hombre, o mejor dicho, como producto social. Si este hombre es hijo de
clérigo, los críticos de la escuela se lo dicen sin perífrasis en letras de molde, y
buscan en su obra las huellas de esa circunstancia. ¿Sería esto posible entre
nosotros, en estas ciudades pequeñas, pues no hay ni una de lengua española
que cuente medio millón de almas, y sólo se mencionan seis que alcancen o
traspasen el guarismo de doscientas mil? Nos falta, pues, una condición esencial
para ejercer la crítica fatalista, y es la independencia, la libertad para escudriñar la
vida privada de los otros, lo cual es indispensable dentro del sistema de Taine y
Bourget.

Esto, suponiendo que la teoría fuera inobjetable, que no lo es. Ahí tengo
apreciaciones sólidas, y a veces humorísticas, de escritores franceses y de otros
países, formuladas desde que la inició Sainte-Beuve, y en las cuales se demuestra
lo incompleto de su base, lo acomodaticio de sus procedimientos, lo falaz de
muchos de sus resultados; pero me abstengo de aducirlas, no tanto porque deseo
terminar, cuanto porque, lejos de proponerme desacreditar el método, sigo con
interés su desarrollo, me preocupan sus alcances futuros, y deseo, sin esperarlo
en mucho tiempo, que descubra leyes psicológicas tan incontrastables en su
generalización como en sus aplicaciones.

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Pero si M. Taine9 viniera a la América hispana, enmudecería en cuanto crítico de


literatura: no podría hablar como preceptista, por no conocer nuestro idioma
suficientemente; ni como filósofo determinista, porque muchos habrían de rogarle
o exigirle que no escudriñase sus genealogías ni sus aflicciones secretas; ni hay
suficiente caudal de documentos literarios como para servir de experimento
riguroso a su sistema. Escribimos demasiado; pero sin llegar hasta el insolente
desdén del señor López de Ayala, dolorosa verdad es que, desde México y Cuba
hasta Magallanes, la producción de fuste no es excesiva ni muy variada en cada
país, ni ha habido tiempo ni preparación para que lo sea. ¿Qué haría, pues, entre
nosotros un gran crítico francés, psicólogo y fisiólogo, mayormente si empezase
sosteniendo que "el vicio y la virtud son productos como el vitriolo y el azúcar"?

Respecto de la crítica de detalles, hoy es moda repudiarla so pretexto de que ya


en Francia no se usa; pero en Inglaterra sí se usa, como se puede ver en el
Athenœum, que es, por asentimiento general, la primera revista crítica del mundo.
En Francia dista bastante de haber cesado de todo en todo. Sólo que allá se
practica menos, porque también allá se infringen menos los preceptos del arte del
buen hablar. Si de la prosa se trata, los correctores de pruebas en París ejercen,
yo lo he visto, plena dictadura, y por eso parece que todo el mundo escribe bien.
Cuanto a los versos, los que quieren hacerlos se preparan con los estudios
correspondientes, cuando entre nosotros por lo común se piensa que el oído basta
y quizás estorba. Por eso el crítico en los países de lengua española tiene todavía
que ser algo pedagogo.

Véase una prueba de esa falta de estudios. Un paisano de usted censuró como
falto de medida este verso de una poesía famosa:

Todavía tu imagen refulgente.

Si sólo se cuentan diez sílabas, será porque en vía no hay más que una; en ese
caso, el endecasílabo se completaría de este modo:

Todavía tu semblante refulgente.

Lo cual sí sería disparate. ¿Pues no hubiera sido mejor saber que to-da-ví-a es
voz tetrasílaba? Y cuando hay mentores que ignoran estas trivialidades, ¿no será
conveniente que las recuerden algunas personas, y siendo nuestras deficiencias
tales, qué papel haría entre nosotros la gran crítica a lo Taine?

No pretendo que se escriban libros tan monótonos como el Juicio crítico de


Hermosilla, pero conviene fijar bien ciertas ideas: la crítica puede ser literaria,
histórica, religiosa, filosófica, fisiológica, etc. Si a un autor se le hace el reparo de
que atribuye a Bolívar hazañas de Páez, eso será crítica histórica, no literaria (en
sentido restricto, pues bajo un punto de vista general, la Historia es una rama de la
Literatura); si se le objeta que confunde el limbo con el purgatorio, eso será crítica
religiosa o teológica, no literaria; si a otro se le censura que presenta al positivismo
explicando la causa primera, eso será crítica filosófica, no literaria; si se le observa

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que describe la muerte de Sócrates con rasgos que no corresponden al


envenenamiento, eso será crítica fisiológica, no literaria; si se le llama al orden
porque ensalza el derecho divino de los reyes como salvación única de la
sociedad, eso será crítica de filosofía de la historia, no literaria; si se le tacha de
pornográfico, eso será crítica moral, no literaria. El que juzga no debe vedarse
ningún género de crítica, sino usarlos todos con discreción, en la medida de lo
necesario, y aunque sea redundancia decirlo, de sus conocimientos, procurando,
esto es importante, si quiere imitar a Taine, fijarse en que no nos enojaremos
porque nos dé algo de su sagacidad y su estilo. Pero la crítica puramente literaria,
la llamada formalista, o retórica, o de detalles, la que yo apellidaría técnica, por
oposición a la otra que incorrectamente se llama sugestiva, no tiende sino a
señalar bellezas y defectos: si sale de ahí, invade otros terrenos, y ya queda dicho
que es útil que los invada; en lo que no convengo es en que se prescinda de ella
en absoluto mientras pueda prestar servicios. Al que me demuestre que ya no se
la necesita, le daré, maravillado, la enhorabuena por ese descubrimiento de
disciplina literaria que yo no había advertido y que no advierto aún.

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Baldomero Sanín Cano

De lo exótico

Mark Twain o la verdad en escorzo

Baldomero Sanín Cano (Rionegro, Antioquia, 1861-Bogotá,1957) es sin duda


nuestro ensayista de más renombre. Una dedicación de más de setenta años a
este tipo de literatura, un ingente acopio de lecturas y la lucidez y sutileza ––
puntales del gran ensayista–– que conservó hasta sus 96 años, tienen cómo
avalarlo. Entre sus libros se encuentran algunos de los mejores ensayos de crítica
literaria ––y cultural–– que se hayan escrito en Hispanoamérica. Su tema
recurrente fue la literatura (aunque no es un analista metódico y académico como
Merchán), pero también incursionó en el campo de lo que podríamos llamar
"crítica cultural" y en la interpretación histórica del destino del hombre. Por lo
demás, su capacidad de establecer relaciones, dentro y fuera del ámbito literario,
es abrumadora y siempre pertinente: lingüística (también con el manejo de varias
lenguas), ciencias naturales, historia, geografía, matemáticas, filología, filosofía,
antropología, son algunas de las materias que le sirven para urdir la red de sus
construcciones ensayísticas.

De maestro de escuela en Antioquia, pasó a escribir en periódicos bogotanos (La


Luz y La Nación, paradójicamente nuñistas, pues es contra Núnez que escribirá
una de sus primeras críticas literarias). Vinculado a la vida política como un liberal
activo en la administración ("pluralista") de Rafael Reyes (1904-1909), pudo viajar
a Inglaterra en misión diplomática, y allí tuvo la oportunidad de hacer traducciones,
de dar clases y adquirir una enorme "cultura anglosajona". Luego viajaría a
Argentina, donde, en Buenos Aires, y en calidad de colaborador asiduo del
importante diario La Nación, publicaría en 1925 el que para algunos es su primer
libro de ensayos: La civilización manual y otros ensayos. Vivió también en España,
entre 1931 y 1933, y luego fue nombrado ministro de Colombia en Argentina. En
1941 regresó a Colombia definitivamente y fue rector de la Universidad de
Popayán, mientras seguía escribiendo y publicando artículos y libros.

Los tres ensayos seleccionados pertenecen a tres libros diferentes así: "De lo
exótico" (Divagaciones filológicas)¸ "Versos y prosa" (Tipos, obras, ideas), y "Mark
Twain o la verdad en escorzo" (El humanismo y el progreso del hombre).

• Bibliografía ensayística:

––Núñez, poeta. En: Misceláneas de La Sanción. Bogotá, Imprenta de Pontón,


1888.

––Administración Reyes. Lausana, J. Bridel, 1909.

––La civilización manual y otros ensayos. Buenos Aires, Babel, 1925.

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––Indagaciones e imágenes. Bogotá, Ediciones Colombia, 1926.

––Crítica y arte. Bogotá, Librería Nueva, 1932.

––Divagaciones filológicas y apólogos literarios. Manizales, Arturo Zapata, 1934.


Con segunda edición, sólo como Divagaciones filológicas: Santiago de Chile,
Nascimento, 1952.

––Ensayos. Bogotá, ABC,1942.

––Letras colombianas. México, Fondo de Cultura Eco-nómica, 1944.

––Tipos, obras, ideas. Buenos Aires, Peuser, 1949.

––El humanismo y el progreso del hombre. Buenos Aires, Losada, 1955.

Recopilaciones:

–– Escritos. Bogotá, Colcultura, 1977.

–– El oficio del lector. Caracas, Biblioteca Ayacucho


[s.f.] Edición de Juan Gustavo Cobo Borda.

De lo exótico

Baldomero Sanín Cano

E l sentimiento de las nacionalidades es todavía tan vivo que aun en la manera de


comprender el arte tiene su influjo. Divide las gentes en literaturas lo mismo que si
se tratara de hacer una clasificación de razas. Así han pasado al mercado de los
valores literarios las denominaciones, sin duda muy artificiales, de literatura
francesa, alemana, rusa, escandinava, con que están llenas hoy las obras de
crítica y hasta los periódicos de a cinco centavos. Todo bien visto, la seña de que
nos valemos para hacer tales distinciones es la diferencia de lenguas. No hay, por
ejemplo, una literatura austríaca, ni una literatura suiza tan bien determinada como
la italiana, digamos, o la danesa. Quitándoles el guía material y externo de los
idiomas, los clasificadores andan a tientas en el laberinto de la producción literaria.
Milton pertenece sin discusión a la literatura inglesa. Un sistema de crítica halla en
su obra todas las virtudes y los defectos de la nación británica. Pero si todos esos
poemas y sonetos hubieran aparecido originalmente en italiano, Milton no
pertenecería a la literatura inglesa. Solamente que aquel sistema de crítica toma
ahora el camino inverso, y nos prueba que esa producción no podía haber tenido
su origen en otra nación que Inglaterra. Son bienaventurados los que creen en

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estos sistemas, y son envidiables. Olvidan que Milton hizo versos en otros
idiomas, para mal ejemplo de Gladstone.

Los críticos suponen que pueden decir, al tomar una obra, dónde acaba lo que es
fundamentalmente castizo, dónde empieza el influjo de lo extranjero o de lo
exótico, por qué el autor se vuelve hacia el Norte, o por qué torna, según el caso,
sus miradas hacia el Sur. Sí lo dicen, aunque no resulta muy verosímil el que ellos
lo crean así como lo dicen. En el momento actual de la civilización es casi un
imposible conservar una literatura sana de todo influjo extranjero. Baste un
ejemplo. En las páginas tan llenas de jugo y de inteligencia en que Jorge Brandes
ha rastreado el influjo de Goethe en la literatura danesa, observa que después del
año de 1870 hubo en aquellas latitudes reacción contra lo alemán en política, en
filosofía y en las letras. Los daneses de aquella generación quisieron olvidarse de
Goethe, el ídolo que fue y el director espiritual de varias generaciones anteriores.
Cuando les pareció que lo habían olvidado, creyeron tal olvido justificado por ser
Goethe de tierra alemana. Quitaron los ojos de aquella literatura y se pusieron a
estudiar la francesa con mucho amor inteligente. Brandes, con aquella sagacidad
con que descubre el rumbo de las corrientes literarias y las sondea, nos muestra a
los jóvenes daneses inficionados, afortunadamente, del autor de Fausto por el
intermedio de Taine, de Sainte-Beuve y de otros escritores franceses. Con citar
este caso basta para tachar de ineptos los esfuerzos que quieren hacer algunas
personas, muy bien intencionadas, por otra parte, para extender uno como cordón
sanitario alrededor de las provincias literarias.

La imitación de las literaturas extranjeras, el estudio de ellas solamente, a veces la


simple traducción de una obra bárbara, como decían los griegos, es motivo de
inquietud para las almas buenas de críticos dolientes. En todo ello está obrando el
amor a la patria, o la estrechez de miras, o ambas cosas a un tiempo, ya que no
es raro el caso de ver cómo esta miseria resulta de aquel sentimiento. En
ocasiones la queja sale de cerebros debilitados o sale de espíritus que no se
conforman con que la ley natural del agotamiento se cumpla en ellos, en los
escogidos para pasar íntegro a las otras generaciones el fuego sagrado. Pero no
lo pasan; están afanados en que han de apagarlo. El caso no es nuevo. En
España fueron siempre vistos de reojo los afrancesados, por ejemplo. Lessing
tuvo, en su tiempo, la virtud de haber emancipado el teatro alemán de la imitación
francesa. Eso, a lo menos, dijeron a una los críticos más escuchados de entonces,
con motivo de haber aparecido Minna de Barnhelm. Lessing pasó a vida mejor
creyendo sin duda que había llevado a efecto una obra cabalmente alemana. La
verdad es que la comedia resulta muy hermosa, por lo que tiene de humano y por
la impresión de vida que nos causa. Lo alemán que contenga no es lo que hace de
esa pieza una obra de arte de valor universal.

El cargo de extranjerismo ya se lo hacían a los poetas latinos del siglo de oro. El


hecho de la imitación era palpable, y ella tenía derecho al calificativo de servil.
Imitaban el arte heleno, lo calcaban tan humildemente, que reproducían con gracia
infinita defectos, nimiedades, exageraciones y todo. Es muy laudable hacer una
excursión de cuando en cuando por la historia de las letras humanas. Es ejercicio

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que serena el espíritu, que morigera el sentimiento de las nacionalidades y


predispone a las almas enteras a hacer generalizaciones benévolas. Adquiere uno
así la convicción de que está Faguet muy cerca de la verdad, y de que es bueno
tener presente aquella sentencia suya en que está dicho cómo el patriotismo en
materias literarias consiste en tratar uno de enriquecer la literatura nacional con
formas o con ideas nuevas.

Los poetas de Roma crearon la literatura patria imitando, ya se sabe cómo, a los
poetas griegos. Cervantes enriqueció su lengua agregándole modos de decir
italianos que hoy son rema-tadamente castizos, y enriqueció la literatura patria sin
imitar a ningún autor español. Parece que a narrar le enseñaron Boccaccio, el
Ariosto, los trecencistas italianos, más bien que los autores españoles de aquellos
días. No tengo a la mano documento ninguno con que probar que a Cervantes lo
tacharon en vida de imitador o que le tuvieran por hablista poco castizo. Puede ser
que no se lo dijeran. La crítica no era entonces un mal endémico universal, como
ha venido a serlo con el tiempo, ni había invadido con tanta arrogancia el campo
de los demás géneros literarios. Hubiera vivido Cervantes en este final de siglo y
ya verían ustedes que le habíamos hecho la lista de sus adquisiciones literarias o
ideológicas de sabor extranjero. Sin embargo, ya en tiempo de Quevedo, en
España había prevención contra el contagio extranjero. La crítica no pasaba de lo
superficial, se paraba en las frases y en los vocablos solos, según lo deja ver este
ingenio en su Libro de todas las cosas. El contagio era evidente: en las obras de
Quevedo se puede ver todo el bien y el poco mal que la lengua española derivó
entonces del cariño con que éste y otros autores (muy pocos sin duda) leían libros
franceses o italianos y se ponían a verterlos a su romance. De tales ejercicios
sacó el autor del "Gran Tacaño" aquel vocabulario pintoresco riquísimo, uno de los
más ricos de entonces. La agilidad y elegancia de sus períodos provienen del
mismo estudio. Lo afectado, de que tiene su poquillo, le viene principalmente de
querer imitar a Tácito. De ello es una muestra el "Marco Bruto", en que hay
páginas de lo mejor que conservará la prosa castellana, y conatos de estilo
tacitiano justamente reprobables. En tiempo en que el sentido histórico era nulo en
la mayoría de los escritores y rudimental en inteligencias muy contadas, Quevedo
le tenía bueno para su edad, adquirido sin duda en el trato de Maquiavelo y del
Señor de la Montaña, como él nombraba al autor de los Ensayos.

Vengamos ahora a la confusión actual de las diferentes literaturas. Vamos a ver si


es nueva o si es laudable la angustia manifestada por el apesarado hispanófilo
Rubió y Lluch cuando se pone a ver que en España ciertos jóvenes catalanes muy
inteligentes y relapsos, de la nueva generación, están untados de exotismo. El
señor Rubió y Lluch no es un caso aislado. Hay, como él, críticos misoneístas en
todas las latitudes. Él es una curiosidad, por cuanto viene a enterarse ahora no
más de la existencia de Maeterlinck, y por cuanto le parecen cosa vitandamente
exótica Merimée, por ejemplo, y Stuart Mill, cuyas ideas y cuyo estilo son cosa tan
evidente y manoseada que huelga decirlo. Al señor Rubió y Lluch lo desvió el
hecho de que la España Moderna estuviese traduciendo de estos difuntos. Olvidó
que en España lo que llaman moderno lleva siempre atrasadilla la fecha.

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Importaría saber en qué consiste, con toda certidumbre, el hacer obra nacional,
genuina, libre de mácula extranjera. Habemos menester que se nos diga si ello
consiste en el asunto tratado, en la manera de tratarlo, en los autores más o
menos servilmente imitados. Es justo que nos digan, de una vez, si para ser uno
autor nacional ha de tener ciertas cualidades del espíritu, aquéllas, en efecto, que
la gente reconoce como virtudes y atributos fundamentales del alma nacional, y
que están como vinculadas en la raza. Los patriotas de la literatura suelen tener
en los labios, cuando se dirigen a la juventud, frases parecidas a éstas: "No imiten
ustedes lo extranjero. No vayan a buscarse temas en países remotos, ni se
pongan a describir comarcas que no han visto o países que no pueden ustedes
querer con amor patrio", todo lo cual me parece muy recomendable. Siento mucho
decir, eso sí, que no zanja la dificultad en que me hallo. Porque el escribir uno
sobre Colombia o sobre España, sobre las maravillas históricas y naturales de
ambas regiones, no es, rigurosamente, enriquecer la literatura nacional. Alejandro
de Humboldt no aumentó, que nosotros sepamos, con haber publicado su viaje a
las regiones equinocciales, el caudal literario de estas comarcas. Los dramas de
Corneille y el de Schiller, que ruedan sobre asuntos de historia española, no les ha
dado mayor esplendor a las letras castellanas; no nos hace falta, diría Menéndez
Pelayo. Sin contar con que la verdad histórica, si acaso existe, se ha quedado con
esos y otros dramas e historias donde mismo estaba. De modo que no es el
asunto lo que adscribe una obra literaria a cierta denominación geográfica.

Acaso el hacer obra nacional consiste en difundir en ellas las cualidades con que
esa nación se ha distinguido de las otras del globo. Esta conclusión es ridícula. En
primer lugar tales cualidades dominantes no son más que una bella ilusión
antropomórfica. Tú ves, o quieres ver, y necesitas que los demás reconozcan en
tus ciudadanos aquellas virtudes que más admiras. Pero supongamos que sea
obligación de la literatura nacional ensalzar aquellas virtudes, aunque sean pura
falacia. Pues entonces la obra de crítica de costumbres no sería perteneciente a la
literatura patria. El Quijote no sería español y Los refractarios serían arte alemán,
una cosa así.

¿Hay otro modo de entender el asunto? ¿El hacer obra nacional consiste en que
el autor tenga aquellas cualidades que todos les cuelgan a los escritores y a los
libros clásicos de aquella nación? No es menester, observará alguno, que las
tenga todas ni que las posea en grado eminente. Basta que tenga un poco de
ellas, la marca nacional, como si dijéramos. El francés que escriba obra literaria ha
de poseer la verve gauloise. La tradición le exige una alegría de vivir ancha y
ruidosa como la del graso Rabelais. Ha menester mucho método, un cierto rigor
docente, claridad, medida y no poca elegancia. Todo esto dizque es genuinamente
galo. No hay sino que al empezar la clasificación con este patrón en la mano,
tendríamos que suprimir entre los clásicos nada menos que a Pascal, y en lo
moderno a Stendhal, a Bourget, a casi todos los representantes de un bello grupo
literario. Éstos son tristes, con tristeza inteligente y comunicativa; abominan el
esprit y encabezan contra él una reacción meditada. Otros le niegan al arte el
derecho de ejercer la labor docente; los de más allá enmarañan las frases y
oscurecen con muchísima pretensión el pensamiento dándoles tormento a las

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formas. Tendríamos, pues, para un rato, si nos pusiéramos a eliminar nombres de


la literatura francesa.

Hay que ver, además, cómo las grandes apariciones literarias no fueron nunca
fundamentalmente regionales. El Werther ya saben ustedes de quién era, y no
ignoran, probablemente, que una escuela literaria alemana juró por esa novela. El
influjo de Rousseau sobre el Goethe del Werther es más que palpable. Hermán y
Dorotea resulta ser un idilio bellísimo, estilo neoclásico, siglo dieciocho francés en
grado excelente. Las poesías del Diván pretenden los honores del estilo oriental.
Las Metamorfosis de las plantas y de los animales, un ejemplo entre muchos, nos
hacen pensar en Lucrecio y en Virgilio revividos por un Darwin que tuviera hasta lo
excelso el sentido poético. La Ifigenia es para Taine arte hecho sin mezcla y sin
mancha. El Fausto es un microcosmos, como lo fue su autor, el que vaticinó el
advenimiento de la literatura universal y la preparó con su ejemplo.

Ya estamos un poco lejos de la teoría de los medios cuando decimos que talentos
como el de Goethe no fueron nunca regionales. Pero nos iremos apartando más,
si resulta cierto que uno de los caracteres distintivos de aquellas inteligencias es
un género de actitud que parece reacción contra el medio.

El principio vital de las escuelas literarias que van alternando en el dominio de los
espíritus es una actitud semejante. Los críticos apesadumbrados predican siempre
que se manifiestan nuevas escuelas, cómo los representantes de ellas olvidan la
tradición nacional. Los románticos alemanes y los franceses se olvidan, si hemos
de juzgarlos por lo que de ellos dijeron las generaciones que les iban dejando el
campo, de la pura tradición nacional y clásica. Los románticos sobrevivientes han
dicho que a Zola y al naturalismo se les debe, entre muchas cosas nefandas, el
haber hecho lo posible por destronar las cualidades fundamentales y, según ellos,
tan hermosas del genio francés. Ahora dicen France, Wyzewa, los de su edad y
sus gustos, que estos jóvenes simbolistas están echando a perder la tradición
literaria francesa, porque entenebrecen el concepto. Lo cual no impide que en una
revista donde escriben Camilo Mauclair, Carlos Maurras, et encore, haya un
artículo en que afirma un cronista literario que las "dos cualidades esenciales" de
la raza, o sea de la nación francesa, "son el sentido lógico y el de los símbolos". Si
esto no es un síntoma grave, ya no valen nada las indicaciones literarias. Rémy de
Gourmont afirma en su libro sobre la Estética de la lengua francesa que el origen
de las lenguas está en el símbolo.

La disputa de las escuelas que van expirando y de las que se creen llamadas a
renovar el arte dura siempre y es una fortuna; es un espectáculo, además, que no
carece de bellezas ni de enseñanzas. El que los más viejos reclamen el honor de
conservar la tradición nacional es fácil averiguar de dónde arranca. Es una ilusión
que ellos mismos hicieron por crear, y que ahora respetan como si estuviera fuera
de ellos. Las cualidades que recomendaron a los comienzos de su carrera, que tal
vez entonces no les parecían tan raizales y castizas, después de estar veinte años
propagándolas ya empiezan a parecerles cosa genuinamente nacional. Los que
empiezan a revolver ideas nuevas o los que preconizan como tales formas

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desusadas desde hace siglos, abren lucha contra lo que les precede
inmediatamente y se dejan echar en cara, no sin un poco de vanidad, que están
desconceptuando la tradición literaria. Andando el tiempo, para defender sus ideas
no vacilan en ponerlas gravemente en la categoría de los valores patrios. Cuando
Rubió y Lluch se duele pomposamente de que avance el mal en su patria con
rapidez y con fuerza, les hace coro a muchos colegas suyos. En Francia los
espíritus quejumbrosos reniegan de la novela rusa, del drama noruego, de cuanto
ha venido a invadir el país bello que habitan. En Alemania, una generación que va
pasando, la de los idealistas empedernidos en que están Heyse, Julio Wolff, Ebers
y otros, deplora que Dios haya azotado a la patria con el influjo que en las letras
alemanas están ejerciendo ahora Ibsen, Zola, Tolstoi..., Björstern Björnson. Estos
críticos no han visto las cosas muy claras. Los ha ofuscado el amor patrio.
Tampoco las han tomado de tan atrás como era de esperarse. El culto de sus
propios ideales los tiene reducidos en el tiempo y en el espacio. Esas cosas,
tomémoslas nosotros de más atrás. No es fuerza retroceder más que medio siglo.
Tolstoi, el novelista ruso, no es un producto espontáneo, no es una aparición
literaria sin precedentes. Como analista fino y penetrante de la sociedad
contemporánea, sus paisanos le consideran, con razón, discípulo digno de
Stendhal. Hay mucho de Beyle en los cuadros de las bellezas que a Tolstoi le
debe la literatura contemporánea. Como pintor de costumbres recuerda a Balzac;
la observación amplia, y la habilidad con que conduce a sus personajes, parecen
aprendidas en la Comedia humana. Los que en Francia lo adoran, los que a
sabiendas y con amor lo imitan, siguen la tradición de la escuela psicológica
francesa, siguen a Pascal, a Prévost, a Constant. Ibsen ha venido a ser un
endriago para los críticos de teatro en Inglaterra y en Alemania. Ha pocos días un
inglés curioso y diligente hizo un libro de todas las invectivas que la prensa diaria
les ha lanzado a Ibsen y a los ibsenitas, como dicen en Inglaterra. Jamás se ha
acumulado tanto improperio sobre un autor de dramas. El vocabulario de la
difamación parece agotado. Este libro bastaría para desacreditar la crítica del
periódico diario, si no estuviera de sobra la formalidad. Pero lo que voy a decir es
que los ingleses han olvidado que las teorías traídas por Ibsen a escena son las
teorías de Darwin, las de Mill, las de Spencer; nombres ingleses y muestras todos
ellos del espíritu práctico de la raza. Hay contradicción, o parece que la hubiera,
en dejar andar las ideas por libros y revistas y en cerrarles con obstinación las
puertas de los teatros. El novelista, el escritor de dramas que pretende hacerse oír
de sus contemporáneos, pone en sus obras las ideas vivas de la época, las que
circulan en el ambiente. Es privilegio de los talentos grandes el acertar con las
ideas modernas que deben pasar al drama o a la narración novelesca, o al poema
lírico. Las ideas sirven para eso, para infundirles vida nueva a los géneros
literarios. Ellas contribuyen, además, a renovar las formas; las amplían y las
acomodan a los ambientes. Lo cual no quiere decir, como lo pretende Zola, que la
novela y el drama sean tratado científico. La poesía divaga, cuanto a lo primordial,
por el campo de los sentimientos. Las ideas no pasan en su estado científico a la
obra literaria. Entran a ella como sentimientos, cuando ya empiezan a influir en la
vida o en las costumbres.

Oscar Torres Duque 52


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Oigan ustedes que hay dos géneros de exotismo: dos géneros que corresponden
a diversos gustos literarios y distintos temperamentos. Hay el exotismo de las
formas, de los colores, de los ambientes maravillosos, de los paisajes
inverosímiles. Hay además el exotismo de las ideas, el de los estados del alma, de
los sentimientos inexplorados. Por el primero se desvivieron Gautier, Hugo, casi
todos los románticos. De esta escuela fue uno como canon riguroso el naturalizar
en las letras francesas lo oriental y lo del Mediodía. Pero lo exótico, esa escuela lo
tomaba como un recurso literario, como una manera inteligente de llamar la
atención fatigada de los lectores dados a la obra puramente ideológica y no poco
descolorida del siglo XVIII o al clasicismo nuevo y falso de principios del XIX.
Entonces inventaron el colorido local de que usaron los unos y abusaron los otros
hasta fatigarse y fatigarnos irremediablemente. Hoy el amor a lo exótico es algo
más trascendental. El hombre moderno que traduce, en Francia y que representa
las obras de Hauptmann no anda en busca de colores. Tiene la nostalgia de
aquellas regiones del pensamiento o de la sensibilidad que no han sido
exploradas. Cuando se mueve en busca de mundos nuevos va a renovar sus
sensaciones estudiando las que engendra una civilización distinta. Para eso viaja
Loti. Sus libros reproducen la tristeza infinita y multiforme de la raza humana en
todas las latitudes. Los modernos que dejan su tradición para asimilarse otras
literaturas se proponen entender toda el alma humana. No estudian las obras
extranjeras solamente por el valor que en sí tienen como formas o como ideas,
sino por el desarrollo que su adquisición implica. Lo otro, la imitación ciega, lo han
hecho los humanistas, los letrados de todos los tiempos.

En los siglos pasados los pueblos estaban muy ufanos, cada uno, de sus
literaturas. Las cultivaban aparte, con mucho esmero, y ponían cuidado muy prolijo
en que aquellas ideas y sentimientos de que se decía que formaban uno como
fondo de valores intelectuales propios del país, no se fueran a confundir con los de
otros. Tenían las naciones su tradición. Creían en la absoluta diferencia de razas.
Miraban como fenómenos perniciosos la mezcla de la sangre de unas razas con
otras. Cada nación tenía un porvenir determinado ya por la historia. Todas se
esforzaban por llegar a esa meta. Las literaturas estaban ahí para servir a dicha
causa, para ir preparando el advenimiento de aquel porvenir. La diferencia tan
bien especificada entre una literatura y otra, era entonces muy explicable; parecía,
además, muy necesaria. Las naciones vivían aisladas y se figuraban con orgullo
muy laudable que podían bastarse a sí mismas. Se trataban, por regla general,
con el rigor que gastan los viejos rivales. Una literatura dada servía para dar
público testimonio de las virtudes de un pueblo y de los vicios de que adolecían
sus vecinos, o los que habitaban en regiones más apartadas.

Después, la obra de arte ha venido a ser considerada como un fin y no como un


medio. La patria y la raza no tienen ya por qué ver en ella ni un arma contra las
otras razas ni un recurso de dominación o de exterminio. El arte se basta a sí
mismo. El arte es universal. Que lo fuese quería Goethe cuando dijo en su
epigrama sobre la literatura universal: "Que bajo un mismo cielo todos los pueblos
se regocijen buenamente de tener una misma hacienda".

Oscar Torres Duque 53


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Atrasadilla ponen hoy la fecha esos que pretenden conservar aquellas diferencias.
Las ideas y los ideales se propagan con grande prisa. Es insensato el pueblo que
quiera hacer de los suyos patrimonio exclusivo. Es insensato, si pretende que los
extranjeros no vengan a mezclarse con los propios. El tráfico intelectual se activa.
Si a ti te dijeran que en ciudades, como Bogotá, aisladas materialmente del resto
del mundo, hay colonias intelectuales donde es fomentado el espíritu moderno, no
lo hallarías inverosímil: te parece necesario. No sería raro que en esas colonias
hubiera individuos preocupados con los males del pueblo ruso o que se sintieran
atraídos por la esfera moral hacia la cual gravita un moralista francés o tal
pensador escandinavo. Sin que haya riesgo de que una funesta nivelación vaya a
producirse, las ideas andan más rápidamente que los trenes. No hay razón para
que ellas reconozcan fronteras: sería abominable que las hiciesen guardar
cuarentena. El modo de exterminar las ideas, es dejarlas que se propaguen.
Llenan su oficio, sirven un tiempo, son pesadas en la balanza de los siglos y
reciben sentencia definitiva. Así pasan a la historia, si acaso lo merecen.

No hay por qué aturdirse si hallamos hoy en Paul Margueritte lo que Tolstoi había
puesto hace poco en la Sonata a Kreutzer. Esas maneras de ver la sociedad
moderna están en el ambiente. Puede que haya propósito deliberado de imitación,
puede que el dominio intelectual de ciertos autores sea insuperable. No hay que
tachar lo uno, ni hay razón alguna plausible para rebelarnos contra lo otro. Son
cosas necesarias. ¿Habría algo artificial y estudiado en aquella tristeza que se
difundió por todo el mundo europeo a principios del siglo? ¿Era resultado de
convención empalagosa el que espíritus de tan diversa grandeza como Leopardi,
como Chateaubriand y Pushkin, manifestaran en diversas latitudes aquella
melancolía tan honda, tan comunicativa, tan noble en el primero, tan elocuente en
el autor de Los mártires?

Lo malo no es imitar autores extranjeros. Lo malo es el calcar a oscuras; lo más


reprobable es el escoger pobres modelos. Seguir una corriente literaria que nos
atrae, es tan legítimo como el dejarla cuando nos desplace. Pero el aceptarla con
todas sus consecuencias y extremos suele ser lo propio de los espíritus violentos,
que son, muy a menudo, los talentos estrechos. Es miseria intelectual ésta a que
nos condenan los que suponen que los suramericanos tenemos que vivir
exclusivamente de España en materias de filosofía y letras. Las gentes nuevas del
Nuevo Mundo tienen derecho a toda la vida del pensamiento. No hay falta de
patriotismo, ni apostasía de raza, en tratar de comprender lo ruso, verbigracia, y
de asimilarse uno lo escandinavo. Lo que resulta, no precisamente reprensible,
sino lastimoso con plenitud, es llegar a Francia y no pasar de ahí. El colmo de
estas desdichas es que talentos como el de Rubén Darío, y capacidades artísticas
como la suya, se contenten, de lo francés con el verbalismo inaudito de Víctor
Hugo, o con el formalismo precioso, con las verduras inocentes de Catulle
Mendés. Francia sola da para más, para muchísimo más. ¿Qué es Mendés en una
literatura que produjo a Baudelaire? ¿Cómo se llama este mal que nos obliga a
calcar humildemente la prosa subjetiva y repujada de Daudet, y a descuidar el
estilo robusto, la frase inesperadamente jugosa de Flaubert, por ejemplo, o de
Renán? Es doloroso, de veras, quedarse uno en el borde de las formas, cuando

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estudia una literatura o cuando se pone a reproducir sus excelencias en lengua


diversa. Pero ni las naciones ni los individuos pierden nada con que un habitante
de Australia, y un raizal de Costa Rica, enfermos del mal de pensar, sientan
vivamente las letras extranjeras y se asimilen parte del alma de otras razas.
Vivificar regiones estériles o aletargadas de su cerebro debe ser la grande
ocupación, la preocupación trascendental del hombre de letras. Para este fin
sirven a las mil maravillas las literaturas distintas de la literatura patria. Los
ambientes diversos, los heredamientos acumulados en razas vigorosas les van
dando a las letras savia rica, que algunos no se atreven a llamar sana. Sería
injusticia no explotar una forma de arte nuevo solamente porque salió de una alma
eslava. "Ensanchemos nuestros gustos" dijo Lemaître para poder gozar de la
belleza primitiva que halló su criterio tan benévolo y tan fino en la obra de Zola.
Ensanchémoslos en el tiempo, en el espacio; no los limitemos a una raza, aunque
sea la nuestra, ni a una época histórica, ni a una tradición literaria. Pongámonos
en aquel estado de alma tan inteligente que nos sugiere Bourget cuando dice que
se sentiría avergonzado si cayera en la cuenta de que hay una forma de arte o
una manifestación de la vida que le fueran indiferentes o desconocidos. Esta
actitud de la inteligencia es más humana que la de los que proscriben lo
extranjero, aunque sea bello y grande, para enaltecer lo propio que resulta
mezquino con evidencia; es más humana, y, sin comparación, más elegante.

Las letras no pueden vivir seguidamente de los mismos valores. Si cambia por
causa de la experiencia acumulada, o en razón de hipótesis científicas más o
menos plausibles, la manera de entender el universo, la de apreciarlo, deben
modificarse también las perspectivas morales. Los valores éticos se van
alternando. Es preciso ir haciendo una revisión de ellos a medida que las ideas
cambian. Parte del malestar que se siente hoy por donde quiera, nace de que
ciertas conclusiones de la ciencia se han impuesto brutalmente en la vida, al paso
que el código de los valores morales sigue siendo el mismo, el que corresponde a
otra visión del mundo y a otra etapa de los conocimientos. Hay necesidad, como
dijo el filósofo inmisericorde, de revaluar todos los valores. Prepararnos para
tamaña empresa es uno de los oficios que ha de llenar, sin precipitación, el
estudio de las literaturas extranjeras.

Por último, falta decir que en esta determinación de lo castizo y lo descastado, lo


nacional y lo exótico, la mente más cuidadosa puede caer en confusiones si no es
que llegue a contradecirse. Verdaderamente nacionales ya no hay más culturas
que las de los pueblos salvajes sin comunicación con las otras civilizaciones. La
cultura europea del momento es una derivación de otras más antiguas, y su
difusión en todo el orbe conocido establece diferencias de grado pero no
esenciales. Grecia, Roma, la Edad Media, el Renacimiento, la Reforma han
uniformado los puntos de vista sobre el hombre y su destino en todas las naciones
del mundo. Hay diferencias pero no sustanciales sino únicamente de grado. Un
inglés se acomoda fácilmente a vivir en Suiza, en Italia, en los Estados Unidos, y
las pequeñas discrepancias de juicio entre unos pueblos y otros se van nivelando
con el radio, el aeroplano, el radar, y sobre todo con el uso de la energía nuclear,
el más eficaz de los niveladores. En las diferencias de grado América, sobre todo

Oscar Torres Duque 55


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la del Sur, puede ocupar nivel distinto, especialmente del de los pueblos de
Europa. Sin embargo, la superioridad aparente de la mentalidad europea no es tan
manifiesta. Cuando Joaquín Nabuco, nacido y educado en el Brasil, publicó en
París su primer libro, de título Ma formation, críticos franceses del momento
creyeron encontrar en ese libro las virtudes literarias de un gran escritor francés.
El autor no había vivido en Francia.

Pero lo más singular es que profundizando el problema de lo exótico y lo


genuinamente nacional, los habitantes actuales del continente americano nos
encontraríamos en una posición demasiado ambigua ante el análisis de un
pensador independiente. De este análisis resultaría que nosotros, en esta parte
del mundo, por más castizos que seamos en el pensamiento y en la obra, y por
más apegados que seamos a la tradición española y grecolatina, no dejamos por
eso mismo de ser exóticos. Una curiosa muestra de interés recientemente
observable en el continente por los valores culturales del pasado americano en
sus varias formas, ilustra la calidad de exóticos que nos caracteriza en el
continente.

En la Argentina ha surgido en la literatura un plácido interés por la vida pasada de


los gauchos. En el Perú van más atrás y están generosa e intelectualmente
empeñados en revivir las costumbres y el sentimiento de los antiguos hijos del Sol.
He visto magníficas reproducciones de la vida gauchesca en Buenos Aires no sólo
en la literatura, sino también en las otras artes, la pintura, el teatro, la música, el
baile. Y cosa curiosa y significativa, ese interés por la vida primitiva de los
americanos surge allí donde a causa del más íntimo contacto con la vida europea
se ven como más lejanas las antiguas costumbres de los naturales.

En Buenos Aires, en Chile, en Lima, las gentes se agolpan a ver cómo bailaban y
luchaban los gauchos, los araucanos, los incas. En Colombia ese interés no ha
surgido aún sino ente los arqueólogos, pero todavía no suscita la curiosidad
premurosa de las clases altas, porque todavía nos sentimos un tanto sumergidos
en ese género de vida. En el sur ya lo americano primitivo es una cosa exótica. En
el franco trópico nos sentimos todavía muy cerca del pasado. Todavía por acá no
somos lo exótico.

Tendemos a serlo con buen entendimiento de nuestras aspiraciones a una cultura


propia y superior. Pero los aborígenes, cultos e incultos todavía consideran, con
un cierto guiño de compasión, exóticos a los descendientes de aquella raza que
con intención o sin ella trajo a este continente una civilización a cuyo empuje
desaparecieron unas culturas avanzadas y otras nacientes contra las cuales
lucharon hasta destruir en gran parte a gran número de sus representantes. Se da
el caso de que la conquista rompió los vínculos de las autóctonas con su propia
civilización, de donde arranca el estado de espíritu un tanto confuso de los
habitantes blancos y mestizos en su comprensión de lo exótico y en su actitud
frente a este velado y contingente valor de cultura.

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Mark Twain o la verdad en escorzo

Baldomero Sanín Cano

Mark Twain nació en noviembre de 1835. Según sus mismas indiscreciones, con
él nació el mismo día a la misma hora un hermanito de tal parecido con el
primogénito que su misma madre no lograba diferenciarlos sino por medio de
señales puestas con ese fin. Según Mark Twain esa semejanza indescifrable
tendió sobre la casa paterna una sombra de misterio y fue causa al mismo tiempo
del carácter elusivo, de la actitud de reserva del gran humorista ante los hombres
y ante la vida toda. Mark Twain y su hermano, ha dicho el mismo autor a quien nos
referimos, crecieron y las semejanzas entre los dos se acentuaban por días para
confusión de propios y extraños. Cuando empezaron a caminar, antes de adquirir
el uso de la palabra, salieron juntos sin que la nodriza se diera cuenta de su
ausencia, y fueron a dar al borde de una alberca. Uno de los niños cayó
inopinadamente en las aguas de la piscina, donde perdió la vida ahogado, y añade
Mark Twain que para su horror y desdicha nunca se pudo fijar la personalidad del
ahogado: el célebre humorista llegó a la tumba sin saber si el ahogado había sido
Mark Twain o su hermanito.

Esta anécdota acaso explique las cualidades salientes de la obra literaria de Mark
Twain. No estando seguro de su propia personalidad, su actitud ante el mundo
había de ser una de profunda y estudiada reserva, como de quien espera que de
un momento a otro se presente la persona que haya de descifrarle el enigma de
su existencia. Por esta razón no pudo nunca mirar el mundo en serio, creyéndose
él sin poderlo evitar una posible mistificación. De aquí arranca sin duda su actitud
ante la mentira. Para él esta forma de verter y de ocultar el pensamiento estaba
justificada por las condiciones generales de la vida y por lo ambiguo de su propia
existencia. La mentira es en gentes sanas el resultado de una incapacidad para
hacer coincidir los hechos con las palabras. Es una flaqueza de frecuente
ocurrencia en personas, por otra parte, de una conciencia rígida y exigente. Entre
lo visto y lo narrado hay siempre una diferencia no sólo de grado sino de esencia.
El órgano visual recibe impresiones para cuya reproducción resulta incompetente
o desleal la palabra humana, porque las funciones del aparato visual no son del
mismo género que el hablar o el escribir. La palabra, el lenguaje, por su propia
naturaleza es un procedimiento de simplificación, en muchos casos de
eliminación. No pudiendo la palabra reproducir todos los matices y detalles de lo
visto, el discurso, la frase se limitan a reproducir apenas una parte, con el ánimo
de que sea lo principal, entre lo observado. Pero en el paso de la observación a la
descripción hay una serie de eliminaciones que tiñen con la personalidad del
observador los sucesos narrados. De esta incapacidad de la organización cerebral
del hombre nace la mentira involuntaria. Cuando dos personas de buena voluntad
narran un mismo suceso observado por ellas, las eliminaciones evidentes de lado
y lado mueven a suponer intención de ocultar la verdad o desfigurarla y aquí
empieza la sospecha de que una voluntad mentirosa intervenga en la eliminación
de detalles más o menos importantes. El hombre muchas veces se miente a sí

Oscar Torres Duque 57


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mismo tratando de expresar su pensamiento. Una bella idea, un concepto feraz


iluminan de repente las comarcas menos trajinadas de su cerebro. Medita,
compara, sustituye, ordena, no se atreve a adornar, y con la hermosa estructura
de la imaginación emprende la tarea de verterla en palabras. En cuanto va a
buscar las que necesita para su empeño, la idea empieza a esquivar sus
atractivos como una criatura casquivana. Cuando comparamos lo hablado o lo
escrito con lo pensado no podemos evitar la conclusión de que nos hemos
engañado a nosotros mismos. Por eso dijo un escritor francés de lealtad inflexible
con su inteligencia: "Abrimos los labios y por ellos se escapa contra nuestra
voluntad la mentira de nuestro pensamiento...". Ésta es la mentira fatal, orgánica,
involuntaria en cuyas redes vive el hombre por el régimen doble a que están
sometidos el pensamiento y la palabra. Si la expresión fuese un procedimiento
como el de la máquina fotográfica y ésta reprodujese a más de los contornos y las
sombras, el color y los relieves como en un espectroscopio, la mentira no existiría
seguramente sino con carácter voluntario. La mentira dejaría de ser una obra de
arte o a lo sumo sería un arte inferior, subalterno y de fácil aprendizaje, como es la
fotografía ante el dibujo y la pintura.

Pero la mentira voluntaria ha venido a convertirse en una serie variadísima de


artes del encanto: la poesía, la pintura, la novela, el drama, la declamación y la
mímica. La obra de Mark Twain es la sublimación voluntaria, sistemática y ética de
la mentira. Él es un convencido de la significación cultural de este producto de la
mente humana. En esto, Mark Twain obedecía, se dejaba conducir por el instinto,
por la conciencia general, por el sentido general de la vida de su país. Se dice
ordinariamente que el saxoamericano es el hombre práctico en estrecho contacto
con la realidad. No hay soñadores iguales a aquellos hombres. Su sentido de lo
impráctico los ha llevado a conquistar la realidad. Sus aspiraciones tienden a lo
absurdo, a lo desproporcionado, a la realización de lo irreal. Levantan edificios de
ciento cincuenta pisos, para irse a vivir a cuarenta kilómetros del edificio y
despoblar la ciudad. Inventan una velocidad ferroviaria de cien millas por hora y
enganchan a las locomotoras carros perfectamente construidos para
experimentar, mientras viajan en ellos, la sensación de que están en su propia
casa, de pantuflas, leyendo el diario matinal. Publican diarios de doscientas
páginas que nadie puede leer y que no leen en efecto. Convierten el libro en
película de cine; el diario político en audición de radio, las medicinas en alimento y
viceversa, el matrimonio en una serie de ensayos cómicos o ultrasentimentales.
Creen en Dios con cierta agresividad y adoran el oro; dan la ley de prohibición
acerca de las bebidas alcohólicas para hacer más apetitoso y más refinado el uso
de ellas. Parece que la mentira estuviera en las bases psicológicas de esa
comunidad, de esa maravillosa conciliación de todas las contrarias. En ese medio
naturalmente había de prosperar con mucho rumbo, aunque con suma distinción,
lo que sus tíos del otro lado del Atlántico han llamado el sentido del humor,
aunque en manifestaciones un tanto burdas y a veces elementales. El humor tiene
en su base una aspiración a decir la mentira en formas tales de sutileza y reserva
que no lo parezca, representando en lenguaje correcto y de una seriedad
musulmana las cosas grotescas, o al revés poniendo en solfa con mucho
desenfado y en formas burlescas los asuntos más serios. Esto no es el humor

Oscar Torres Duque 58


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fundamental, el grande humor de Sócrates, de Shakespeare, de Cervantes,


descrito por Hoeffding en una de sus obras más significativas. El humor
saxoamericano es una de las formas en que el espíritu humano muestra sus
complacencias en ejercitar el arte de la mentira. Acaso en esto estriba la
popularidad de la obra de Mark Twain entre sus conciudadanos. Algunos han
querido dar la ecuación del procedimiento literario en Mark Twain diciendo que es
el uso y el abuso de la exageración. Sí, el autor de Huckleberry Finn y de
Innocents Abroad exagera frecuente y a veces fatigosamente; pero muy a menudo
restringe y desconcierta. El procedimiento es el de dar idea de la realidad por
medio de la mentira. Es la conciencia general de su país que habla por su pluma.
"Jorge Washington —dice en un artículo sobre el libertador de las colonias
inglesas—, fue el menor de nueve niños. Ocho de esos niños fueron hijos de los
tíos de Washington. Éste, grande en todo, tuvo ocho primos y, además, no tuvo
hermanos". Aquí no hay exageración sino por el contrario una obra de eliminación
por los caminos del fraude. De igual modo dicen algunos profesores de psicología
comparada que el antioqueño basa sus gracejos en la mera exageración o el
contraste. A veces usa el modo opuesto. Un agente electoral popularmente
reprobado se llamaba Germán Malo. En los diarios opuestos a su partido nadie
usaba su apellido. Cuando querían nombrarlo lo designaban con el nombre de
Germán Regular.

La literatura, dijo un escritor reaccionario y en pugna con la sociedad, empeñada


en no leerle, la "literatura —repetía—, es el arte de desfigurar la realidad", lo cual
es algebraicamente cierto. El esfuerzo de la inteligencia en la representación de
las cosas por medio de palabras tiene que dar como ya hemos dicho un resultado
patente de desfiguración. Pero en esa desfiguración está el arte, precisamente.
Las mujeres de la Primavera, en el cuadro de Botticelli, sufren la desfiguración que
les impone el arte de un lado, y el temperamento, la idea momentánea del artista
por otro. Pero si en vez de transcripción personal de Botticelli hubiéramos tenido
una fotografía de los modelos bajo los árboles y a la luz del sol, la desfiguración
sería menor, pero el arte habría desaparecido.

Mark Twain defiende la mentira con cierta efusión aunque con escasa novedad en
un boceto titulado "El fallo divino". La mentira está en la naturaleza de su arte, de
todas las artes; y él se ve forzado a usar de ella con métodos poco velados para
acomodarse al temperamento de sus lectores.

Un redactor de un diario le pidió una vez que lo recibiera para publicar el coloquio.
Accedió Mark Twain. Una de las preguntas del redactor versaba sobre el día del
nacimiento de Mark Twain. Éste dio la fecha precisa: el 30 de noviembre de 1835.
Era un paso falso, un caso inesperado de adhesión estricta a la verdad. Más
adelante preguntó el redactor: "¿Cuáles son las personas más notables que usted
ha conocido?". Mark Twain concedió: "El General Washington". El periodista
incurrió en la debilidad de observar: "Pero señor Clemens, el General Washington
murió en 1799 y usted me ha dicho que usted nació en 1835". "Mire —replicó Mark
Twain con mucha serenidad—, si usted sabe más que yo, ¿para qué viene a
entrevistarme?". Este incidente ilumina el procedimiento general del humorista. A

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la primera pregunta respondió exponiendo la verdad sin resultado alguno. La


verdad escueta, formulada en forma rectilínea, apenas tiene valor en las oficinas
de policía. Más adelante, al ser interrogado sobre sus conocidos, faltó crasamente
a la verdad. La contradicción del interlocutor y la réplica de Mark Twain, crearon
súbitamente una atmósfera de arte, de arte inferior, es verdad, que suscita la risa.

La liviandad del contenido hace sospechar a quienes no han leído a Mark Twain
en su propia lengua que el humorista de El diario de Eva era un escritor, como
escritor solamente, se entiende, de poca altura. Mark Twain no recibió educación
clásica; pero al asumir el oficio de escritor quiso llenarlo cumplidamente y hay
páginas suyas de tono serio, en que se reúnen al razonamiento preciso, la
exposición metódica y la distribución juiciosa de los conceptos en concordancia
con la bella frase. En esos momentos, no era un grande, pero sí, seguramente, un
buen escritor.

Mark Twain no es un fenómeno aislado como acaso se figuran quienes no han


hecho largas y demoradas excursiones por la literatura de aquella comarca. Tiene
antecesores que se le parecen y gran número de sucesores, entre los cuales no
ha aparecido ninguno que le aventaje. El humor, del género cultivado por Mark
Twain, es un producto natural de la civilización saxoamericana; pero, conservando
sus caracteres esenciales, afecta formas variadas y caprichosas. Artemus Ward
(C. F. Browne), nacido por los mismos años que Mark Twain, había ganado fama
europea y colaboraba en Punch, en los días de su muerte, en 1867. Otros
humoristas de ese periódico han resistido menos. Ward cultivaba el humorismo de
lo inesperado y de la exageración increíble. Escribía en la jerga de los Estados
centrales. Sucesor de Mark Twain por la intención humorística de sus artículos,
fue J. P. Dunne, conocido más abundantemente con el pseudónimo de Mr.
Dooley, autor de notas humorísticas sobre la vida política y social saxoamericana
con tendencias a la filosofía y con pretensiones moralizantes. Escribió según
hablaban los irlandeses emigrados en Chicago y New York. Adquirieron tal fama
sus artículos, que vinieron a convertirse en una especie de artefacto, de
producción en masa. Cultivaba también la exageración como elemento del gracejo
y sus sarcasmos penetraban hondo en la masa de sus lectores, cuando la guerra
mundial y las costumbres todavía no habían forjado la coraza de cinismo
impenetrable a la burla y al sarcasmo. Mark Twain fue superior a todos ellos.

Oscar Torres Duque 60


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Carlos Arturo Torres

Las supersticiones democráticas

Carlos Arturo Torres (Santa Rosa de Viterbo, Boyacá, 1867, Caracas, Venezuela,
1911) es recordado hoy ante todo como poeta y por su obra Idola fori, conjunto
sistemático de ocho ensayos tendientes a plantear una crítica social radical
referida a la situación de todas las naciones del mundo, pero con algún énfasis en
las naciones americanas, a comienzos del siglo XX. Ferviente defensor del
positivismo finisecular, Torres aboga por una poesía de fondo histórico que
acompañe al progreso del hombre; pero también advierte que ese progreso sólo
tendrá sentido, guiado de la mano de una intelligentsia culta y sensible, gobernado
por ella.

Torres se graduó como abogado en el Externado de Derecho de Bogotá, pero su


primera y constante actividad será la periodística, como fundador, director y
redactor de algunos periódicos de orientación política y cultural (El Impulso, El
Republicano, La Crónica, La Opinión Pública y, sobre todo, El Nuevo Tiempo, que
fundó en 1902 en compañía de José Camacho Carrizosa). Fue poeta precoz
(aparece ya en la célebre antología de La Lira Nueva, de 1886) y publicó un drama
en 1891: Lope de Aguirre. Pero esa efervescencia literaria se irá canalizando en
los artículos y reseñas que publica en la prensa, así como los poemas los irá
madurando y retocando hasta hacer una edición definitiva, en España, de su Obra
poética (1909).

Es en realidad fuera de Colombia, donde Torres produce su mejor obra, pues,


después de haber sido titular de dos ministerios durante el gobierno conservador
(siendo él liberal), se incorpora al servicio diplomático y viaja a Europa en 1905,
primero a Inglaterra y después a España. En España, en 1909, publica sus tres
obras capitales: Idola fori, Estudios ingleses-Estudios varios y Obra poética.
Después de su experiencia europea fue enviado a Venezuela, donde murió, no sin
antes haber venido a Colombia para la celebración del Centenario de la
Independencia (1910) y para tomar posesión como miembro de la Academia de la
Lengua.

Torres ha sido acusado de no ocuparse gran cosa de autores y realidades


nacionales, pero en realidad lo hizo cuando su orden de prioridades, que tendía a
una valoración clásica de los hechos culturales, así se lo demandó. Por lo demás,
es un prosista extraordinario y un pensador novedoso; una de sus mayores
virtudes ensayísticas es su sensibilidad estética, aun cuando se ocupa de ideas
políticas y sociales.

El ensayo seleccionado es el capítulo sexto de Idola fori, que puede ser leído
perfectamente como ensayo independiente, porque de hecho así fue concebido.
La expresión latina "idola fori" —los ídolos del foro— la toma Torres de Francis

Oscar Torres Duque 61


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Bacon (eminente antecedente suyo en esto del ejercicio ensayístico) para aludir a
esos mitos colectivos que producen las sociedades para poder instalarse
cómodamente en una época o una situación y negarse al cambio.

• Bibliografía ensayística:

— Estudio sobre las sanciones civiles. Bogotá, Torres Amaya, 1893.

— Estudios ingleses-Estudios varios. Madrid, Librería de San Martín [1909].

— Idola fori. Valencia, F. Sempere [1909].

— Discursos. Caracas, Imprenta de El Cojo, 1911.

• Recopilación y edición crítica:

— Estudios varios. Bogotá, ABC, 1951.

— Idola fori. Tunja, Universidad Pedagógica y Tecnológica de Colombia, 1969.


Edición crítica y notas de Andrés Pardo Tovar.

Las supersticiones democráticas


Carlos Arturo Torres

Si al derecho divino de los reyes ha sucedido el derecho divino de las asambleas,


al de éstas se sustituye alguna vez el derecho divino de las multitudes; la dinastía
de las divinidades tutelares se democratiza, y la superstición que las forja —una
en esencia, aunque asuma en su exteriorización formas diferentes y entre sí
antagónicas— depone, como el maligno espíritu en el drama de Goethe, su
antiguo arreo de arcángel miltoniano, para gastar el ferreruelo estudiantil o el rojo
airón de los tumultos y de los carnavales callejeros. El proverbio que atribuye a la
voz del pueblo el maravilloso don de infalibilidad y justicia privativas de la voz de
Dios no se confirma, desgraciadamente, en los más trágicos y decisivos
momentos de la historia.

Desde las turbas que ante el árbol de afrenta escarnecieron, a nombre de la


tradición y de la ley antigua, la doble majestad del martirio y de la excelsitud moral
en la personalidad de Cristo, hasta las que a nombre de la nueva ley y de la
Revolución inmolaron a los prisioneros de las cárceles de París en las aciagas
jornadas de septiembre, el impulso de las multitudes representa cuanto hay de
más inconsciente e irrazonado en las acciones humanas; cuanto en éstas se
acerca más a la brutal y ciega fatalidad de las fuerzas de la Naturaleza.

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Querer allegar un átomo de razón a esas impulsiones instintivas sería tanto como
pretender discutir con el terremoto o convencer al ciclón; discernir un prestigio
moral a esas energías primitivas o hacer a la multitud árbitro de sentencias
inapelables, o medir el valor de una acción, o el mérito de una actitud por el
aplauso, o el vituperio de esa deidad caprichosa y versátil, es desconocer la íntima
inconsciencia de sus juicios, la impulsividad de sus actos, el simplismo de su
criterio, su ductilidad a las peores sugestiones y su veleidad en los más
trascendentales propósitos.

Jorge Brandes plantea esta fórmula algebraica: "La turba no es 1-|- 1-|- 1-|- 1
hasta la suma total de las unidades, sino 1-|- 1-|- X; X, es decir, bestialidad que se
desarrolla en los individuos cuando se convierten en turba"1 . En las épocas en
que se solicitan sus sufragios como la más alta sanción y se la adula como la
deidad más poderosa, la razón vela ante el tumulto la faz pudibunda, y sólo
imperan en el mundo los dictados delirantes de la pasión. Puede afirmarse que si
hay en la multitud un espíritu y una conciencia, esa conciencia y ese espíritu,
cualitativamente inferiores en muchos grados a los de cada uno de los individuos
que la componen 2, son un espíritu informe y una conciencia oscura y primitiva de
donde la verdad y la justicia no emanan sino rara vez, en ráfagas momentáneas,
en inspiraciones tornadizas y efímeras como las olas del sentimiento popular que
una palabra inflama y otra palabra desvanece.

Muchos rectos caracteres, muchas inteligencias esclarecidas se prosternan ante el


supremo tribunal de los tiempos modernos: la opinión pública; sin pensar que en
algunas ocasiones ella no es sino la pasión colectiva, no siempre legítima, y en
otras el general extravío, no siempre inocente; la arenga del Stockman de Ibsen
que Rodó cita, es la consignación de un hecho frecuente y desconsolador: "Las
mayorías compactas son el enemigo más peligroso de la libertad y de la verdad".
Cuando esa mayoría se llama el pueblo o la nación, es decir, la inmensa masa
incontrastable que sugestiona o inspira, modela o conduce a aquel que sabe abatir
su inteligencia al nivel inferior de la de ese sempiterno niño, y le habla su propio
lenguaje, y sin escrúpulo halaga sus más reprobables apetitos, entonces, si
encaminada contra el iniciador de un espíritu nuevo, de una revelación superior de
la verdad o de una original concepción de la filosofía, de la ciencia o de la política,
esa mayoría detiene por siglos y a las veces hace malograr definitivamente la
siembra de ideas que el pensador solitario confía a la inerte gleba del presente
para que fructifique en el porvenir. Hombres honrados y que individualmente
serían inofensivos, cometen, en las sediciones y los tumultos, crímenes inauditos
3.

No es una corriente unánime ni una mayoría poderosa, sino un grupo


desamparado y casi siempre una sola mente de elección, quien señala a los
pueblos, en los momentos de extravío o en la tenebrosidad de las regresiones, la
vía de salud y las cúpulas de la ciudad futura. No es de un gobierno, así sea el
más despótico de ellos, de donde parten para ese pensador o para ese grupo las
más aviesas asechanzas y las persecuciones más implacables; es la sorda
hostilidad de la opinión dominante, la tácita reprobación de las mayorías, la

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abrumadora adversidad del medio, la que niega el aire y la luz, la que aísla en una
suerte de cuarentena moral a los audaces que denuncian el prejuicio universal y
sacuden, arrojando indiscretas chispas, la antorcha de la verdad sobre el espeso
manto de tinieblas en que las multitudes se envuelven obstinadamente para negar
la luz. Si los hombres de genio o de inspiración hubiesen cedido, en su tiempo, a
las presiones de la opinión de entonces, habríase retardado centuria tras centuria
el advenimiento de la mayor parte de las grandes reformas religiosas y políticas,
de los grandes descubrimientos geográficos, de las revelaciones científicas, de los
maravillosos inventos industriales, de los sistemas filosóficos, de las creaciones
artísticas, de las concepciones literarias, de todo cuanto forma el superior acervo
de la civilización contemporánea.

Porque la opinión dominante en una época, hostil a todo eso por su instintivo
conservatismo, no la compone siquiera el promedio de las inteligencias, que
siempre es vulgar, sino algo todavía menos elevado que ese promedio. Todo paso
decisivo en el avance humano obra es de las voluntades incólumes y de las
mentes superiores que se han atrevido a tener razón contra los demás, sabiendo
hacer suya la altiva divisa del viejo romance castellano: "Yo contra todos y todos
contra yo".

Las mayorías parlamentarias, por su especial psicología, por las circunstancias


que presiden su elección y por la casi completa irresponsabilidad individual de
quienes las componen, están particularmente expuestas a los extravíos de la
ceguedad y de la pasión. Dice Bernard Shaw en su originalísimo Manual del
revolucionario que las democracias sustituyen el nombramiento de los
corrompidos pocos por la elección de los incompetentes muchos. Sin dar excesiva
importancia a las paradojas del genial dramaturgo que triunfa en el teatro inglés, sí
puede afirmarse con Le Bon la relativa inferioridad mental de los cuerpos
colegiados, maguer los formen o en ellos aparezcan intelectualidades de
excepción; la sugestión los domina y se observan en ellos casos de inconsciencia
imposibles en cada uno de los individuos que los componen. "Las decisiones que
tanto se nos han reprochado
—dice en sus memorias el famoso convencional Billaud Varenne— no las
queríamos frecuentemente el día anterior; la crisis sola las suscitaba". El profesor
Lowell consigna alarmado la creciente e incondicional subordinación de las
mayorías del Parlamento inglés a las sugestiones de los leaders de los partidos y
denuncia la nueva forma de absolutismo, perfectamente irresponsable, que por
este medio puede ejercer un hombre sobre todo el imperio.

Cuando se debatió en uno de nuestros congresos la cuestión más grave, acaso,


que se haya presentado nunca a la representación nacional del pueblo
colombiano, tuvimos una revelación de la manera como se forma y modela la
mentalidad colectiva en los momentos de las crisis decisivas de las naciones.

La fatalidad de las circunstancias, mucho más que la iniciativa de los gobiernos y


de las cancillerías, había impuesto un tratado gravísimo con una nación poderosa
y absorbente; habría sido preferible que el tratado no se firmase por el

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representante colombiano, pero estaba firmado; no era ni con mucho todo lo que
el patriotismo podía ambicionar, pero era acaso lo más que la dura realidad de las
cosas permitía obtener; el deber supremo de la representación nacional no era el
reproche retrospectivo, siempre fácil y siempre estéril, sino la confrontación firme y
serena de la situación real ya creada y el buscar dentro de ella la vía que
asegurara a la República el máximum de ventajas, o si se quiere el mínimum de
males; no era lamentar lo que podía haber sido, pero no era, sino el descubrir,
dentro de lo que era, la mejor solución, no deseable, sino posible. Si había lugar a
sanciones contra los creadores de tal situación (cuestión por demás compleja) no
se podían gastar en eso los preciosos momentos que la patria reclamaba para su
salvación.

En el ánimo de los congresales, dicho sea en honor suyo, pesaban sin duda las
consideraciones de celo patriótico y de respeto a su concepto del estatuto
nacional; pero pesaban más, dicho sea en honor de la verdad, las consideraciones
políticas y las pasiones del momento; las primeras hubieran podido en rigor
conciliarse y encontrarse al fin un temperamento que armonizara los fueros de la
integridad nacional con los intereses eminentes de la otra potencia signataria y la
imposición de las circunstancias; las segundas fueron inconciliables e
irreductibles. Juzgóse que el desventurado pacto implicaba un interés primordial
del gobierno, y se enarboló su negativa como flamante bandera de oposición; para
los congresales —todos ellos individualmente personas respetables— la
consideración del incalculable mal que podía sobrevenir al país desapareció ante
los dictados del odio banderizo; llegaron a imaginarse, por una de esas
alucinaciones tan frecuentes en los momentos de exaltación, que el daño que
podía resultar de su actitud alcanzaba al presidente y no a la patria; no se
detuvieron a reflexionar que el mandatario, hombre anciano, rico y sin ningunas
ambiciones, nada perdería personalmente con ello y que a la República sí podría
colocársela al borde de un abismo, exponiéndola a las humillaciones y a la
mutilación; procedieron como la tripulación que para hacer mal al capitán hundiese
el barco que los llevase a todos, y el mal se consumó.

Como este ejemplo nos suministra centenares la historia de los cuerpos


deliberantes, que son, a pesar de todo, las mejores formas actuales de
intervención de los pueblos en el manejo de sus propios destinos.

La historia de las aberraciones de la humanidad, de los inconcebibles extravíos del


criterio público, es algo profundamente desalentador e inquietante; al reconstruirla
se comprende cómo puede su recuento imprimir ese sello de triste resignación,
fruto de la experiencia, o ese gesto de fiera rebeldía, brote de la indignación, que
aparecen sobre la faz de todos los que han sentido el trágico derrumbamiento de
la fe en el hombre y la dolorosa inanidad de la vida. Cuando presenciamos uno de
esos irritantes abusos de la fuerza brutal, uno de esos crímenes cuya reparación
no se alcanza a ver, vibra aún en un pliegue de nuestra alma la esperanza de que
la reprobación de la conciencia humana, incorruptible y superior a los egoísmos de
la política y a las cobardes claudicaciones de la diplomacia, pese a lo menos como
última sanción sobre el detentador de los derechos de los débiles. Ilusión: la

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experiencia demuestra que el éxito afortunado alcanza también a corromper ese


supremo tribunal, y reservado está a las inultas víctimas el doble ultraje de
presenciar cómo la aceptación de las naciones legitima el despojo y cómo el
aplauso universal consagra al despojador con el nimbo de los benefactores de la
humanidad.

La razón puede recusar altiva el veredicto de la opinión pública, no sólo de un


país, sino del mundo entero, cuando aparece, como en el caso muy ilustrativo que
se verá en seguida, que en las decisiones de esa opinión pesa más el poder que
el derecho y se tienen más en cuenta las consideraciones de la política que los
fueros de la equidad. El gobierno de los Estados Unidos de América estaba
solemnemente obligado, por un tratado público en vigor, a garantizar a la
República de Colombia su soberanía sobre el Istmo de Panamá. Los términos de
ese tratado eran absolutamente claros, incuestionables, y habían sido en repetidas
ocasiones invocados y ratificados por la Unión Americana. Vino, empero, un día
en que el gobierno de la gran República, inspirado y representado por el
presidente Roosevelt, creyó que a sus intereses convenía la cesación de la
soberanía de Colombia sobre la región ístmica, y entonces procedió a la
mutilación de la República cuya integridad territorial le ordenaba garantizar las
leyes de las naciones y las leyes del honor.

Ésa es la íntima y nuda realidad de las cosas, pues el expediente de fomentar


motines cuartelarios por medio de la corrupción y el soborno de las tropas, lejos de
atenuar, reagrava y recarga de odiosos caracteres la violación de la fe pública y el
inaudito atentado internacional. ¿Habrá necesidad de establecer sobre qué bases
reposa la paz del mundo y cuál es el mandamiento de honor de las naciones? "Es
un principio esencial de la ley de las naciones —dicen los protocolos de la famosa
conferencia del Mar Negro, el 17 de enero de 1871— que ninguna potencia puede
por sí sola libertarse de las obligaciones de un tratado, o modificar sus
estipulaciones sin el previo consentimiento de la otra parte contratante y por medio
de arreglos amigables". Eliminar el sentido del honor de las relaciones
internacionales, por medio de violaciones que hieren de muerte el derecho público
externo, es destruir toda base cierta, toda esperanza de permanente paz en el
mundo; semejante golpe a la moralidad universal es la regresión a las peores
formas de la barbarie, es la sustitución del Estado pirata al Estado caballero, es la
sociedad de los pueblos convertida en horda, en la cual el más fuerte puño atrapa
la mejor presa y en donde la violencia es el único título de propiedad. El
incalificable procedimiento del gobernante de Washington contra la República de
Colombia no suscitó en la prensa mundial, vocero del pensar común, una sola
palabra de reprobación; la víctima no encontró, con una noble y única excepción,
un solo acento de simpatía, y el victimario, colmado de honores y de aplausos,
llegó a aparecer ante el mundo, eironeia, como la encarnación del sentimiento de
la paz y de la fraternidad humanas.

No ignoramos cuál fue la pose internacional que valió a Roosevelt el Premio


Nobel, y maguer sus fáciles gestiones de Portsmouth expliquen lo de la
escogencia, no deja de ser un cruel sarcasmo eso de discernir el premio de la paz

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y de la conciliación civilizada a quien ejecutó el bárbaro atropello de violar un


tratado y el acto de guerra, de la más injusta y artera de ellas, de mutilar sobre
seguro el territorio de una nación amiga que estaba solemnemente obligado a
defender. En las consagraciones de otro linaje de glorias vemos también
aberraciones que no corroboraría con sus sufragios ningún espíritu que se
respete, y que no obstante triunfan en la opinión y perturban el juicio de los
hombres creando una atmósfera de convencionalismo y de mentira que muchas
veces no se disipa jamás y que justifica el acerbo teorema de Bernard Shaw: la
burocracia se compone de funcionarios, la aristocracia de ídolos, la democracia de
idólatras.

El creer que muchos pueden interpretar una idea política, defender un sentimiento
y comprender los intereses públicos mejor que unos pocos, es una alucinación de
la democracia tan difícil de desvanecer, como el más arraigado de los prejuicios
religiosos; los dogmas políticos, pesados en la balanza y hallados faltos, no dejan
por eso de imponerse todavía luengos años al espíritu esclavizado por la
plasmante presión de la creencia unánime. La ligereza de los fallos colectivos, que
crean o destruyen reputaciones y endiosan o inmolan personalidades con la
misma pavorosa inconsciencia, es un fenómeno mórbido que la ciencia tiene ya
estudiado y calificado.

En una de nuestras ciudades de provincia, y durante la celebración estruendosa


de algún triunfo de bandos en guerra civil, una muchedumbre embriagada de
entusiasmo "patriótico" y de fanatismo banderizo, seguía al son de la música y de
los cohetes a una especie de pregonero que iba lanzando evohés frenéticos a su
partido y a los héroes de su partido; detrás de aquel vocero de la emoción
partidarista, un personaje dictaba en voz baja los nombres que debían aclamarse:
"¡Viva el general X!" "¡Viva el coronel Z!" El pregonero repetía, y la muchedumbre
asordaba los espacios con el clamor de sus apoteosis; deseoso de evitar
"¡mueras!" para que aquel ardor no degenerase en alguna pedrea a los
adversarios, el personaje que dictaba los gritos murmuró al oído del pregonero:
"Mueras, a nadie". "¡Muera Sanabria!", repitió el pregonero, a quien el entusiasmo
endurecía el oído. "¡Muera Sanabria!", vociferó con ira el populacho, resuelto a
sacrificar a aquel Sanabria imaginario, convertido de repente —gracias a un error
de audición— en enemigo público y en blanco de un odio tanto más intenso
cuanto más irrazonado. En nuestra turbulenta vida democrática, hemos visto
perseguir con saña de Shylock a muchos personajes por crímenes tan reales
como el del Sanabria de la patriótica manifestación. El venticello de don Basilio
deforma de la más absurda manera los más vergonzantes rumores, una prensa
inescrupulosa los acoge y los lanza a los cuatro horizontes de la publicidad; ése es
en muchos casos el fundamento de la opinión y la ilustración del criterio emotivo
sobre un hombre o sobre un acontecimiento.

La surgente de donde brota en los modernos tiempos la inspiración del juicio


público, la prensa, institución fundamental de la democracia, no puede concebirse
sin libertad, porque es imposible sin responsabilidad, y el sentido íntimo de la
libertad es la responsabilidad; el hombre sano y libre es responsable; sólo los

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alienados o los fatuos o los niños, es decir, aquellas personas de capacidad cívica
inferior, no lo son. Y la libertad no puede tener otro límite que el derecho de los
demás, pero es necesario que lo tenga y que ese límite sea una muralla
infranqueable y sagrada como las de la ciudad de metal de la leyenda árabe. Pues
bien, esa institución vive muchas veces en el real interdicho y se alimenta sólo de
las violaciones de lo que debería ser inviolable: la dignidad de las personas.

En Inglaterra, país en donde la libertad de la prensa ha alcanzado las formas más


altas, su responsabilidad asume también las sanciones más eficaces, y de ambas
condiciones nace su moralidad y su eficiencia. A un gacetillero anónimo se le
ocurrió un día emitir desde las columnas del Daily Mail un concepto desfavorable
contra la Sunlight Soap Co.; la ligereza de su corresponsal costó al diario
populachero sesenta mil libras esterlinas, y le hubiese costado el doble si la
compañía agraviada no hubiera accedido a una transacción. En un país en donde
eso sucede, el concepto de la prensa tiene y debe tener una influencia y una
respetabilidad que la equiparan a un cuarto poder constitucional; en donde esa
responsabilidad no existe, ora por las leyes, ora por las costumbres, tampoco se
puede aspirar a esa libertad y a esa respetabilidad. Éstas implican necesariamente
esotra, y esa correlación tiene su lógica irreductible; ésa es la razón por la cual, a
pesar de los más generosos esfuerzos, la prensa como institución fundamental no
ha tomado arraigo entre nosotros y no ha sido en muchos casos más que un ídolo
del Foro, que se erige o se derroca según sea la moda política que impere.

Observan los psicólogos que la facultad de apreciar los matices constituye el


rasgo más relevante que diferencia una inteligencia desarrollada de otra que no lo
es. Para el criterio simplista de los salvajes no existe sino lo bueno y lo malo, lo
blanco y lo negro, sin que sus sentidos rudimentarios puedan apreciar las infinitas
transiciones, las innúmeras graduaciones de luz y de calidad que caben dentro de
los dos términos extremos que se imponen a su mentalidad primitiva. "Donde el
criterio cultivado —dice Rodó— percibe veinte matices de sentimientos o de ideas,
para elegir de entre ellos aquél en que esté el punto de la equidad y de la verdad,
el criterio vulgar no percibirá más que dos matices extremos para arrojar, de un
lado, todo el peso de la fe ciega, y del otro, todo el peso del odio iracundo". El
criterio de los demagogos está a esta altura, y el de las multitudes por ellos
sugestionadas y extraviadas está a un nivel inferior; así como nada hay más
lastimoso que la abdicación de la inteligencia o del carácter a las imposiciones del
tumulto, tampoco hay fenómeno más explicable y lógico que el de esa íntima
correlación que se establece entre los sentimientos y las ideas de las masas y los
de los declamadores de la plaza pública o los profesionales del libelo, auténticos
exponentes de una mentalidad de impulsiones irrazonadas.

No es extraño, pues, que tal correlación suela ser parte a identificar ante la
distinción y la delicadeza de un criterio superior las consagraciones de la
popularidad con los estigmas inequívocos de la vulgaridad. Si, como lo declara Le
Bon, por el solo hecho de hacer parte de una muchedumbre, un hombre
individualmente culto desciende varios grados en la escala de la civilización, el ser
verbo aplaudido o intérprete genuino de esa muchedumbre son presunciones

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poderosas a graduarle de instintivo, pues nunca será ídolo de las masas quien
como ellas no sienta y piense y quien hable un lenguaje superior al de las
elementales capacidades colectivas.

El gesto de alto desdeño o la severa renunciación del pensador jamás


conquistarán el sufragio público, aunque a la larga es la recogida severidad del
pensamiento y no la declamación de la plaza pública el cincel que esculpe la
conciencia de un pueblo. El ostracismo perpetuo a que todos los regímenes
someten a las más altas intelectualidades, según Alfredo de Vigny, resulta nimbo
prestigioso con que el juicio posterior de las generaciones corona la frente de
quien no la inclinó al halago del día ni cortejó el favor público al precio de la
infidelidad consigo mismo. Un Boulanger o un Derouléde, como meteoros
brillantes, trazan un instante su raya argentada en el espacio y pasan; un Taine
esplende sobre el horizonte del espíritu humano como una estrella lejana, pero
fija; el meteoro deslumbra, la estrella guía; el meteoro se impone bruscamente a
todas las miradas, pero nadie recordará mañana su posición y los efímeros
momentos de su esplendor; el ojo vulgar no distinguirá acaso la estrella en lo
infinito del firmamento, pero ella está allí, inmutable y serena, como una
cristalización de éter y de luz. El héroe popular puede tener el valor y el
entusiasmo, la fuerza, la fe de los seres primitivos, como tiene su violencia, su
espontaneidad, su inconsciencia, la estrechez de su juicio y el arranque de sus
acometividades; es un producto nativo y bruto, sobre el cual la pátina de la cultura
y el castigo del razonamiento no han impreso su acción desbrozadora de las
asperidades naturales. Bien pueden medirse los grados de refinamiento de un
espíritu por la ingenua admiración que en él despierte ese exponente original de
las energías milenarias y de las herencias bárbaras de la raza.

Si los pueblos tienen una personalidad moral, si existe una conciencia nacional,
ella no aparece en los movimientos reflejos de las masas turbulentas; se elabora
silenciosamente en el retiro de los hombres de estudio, en la cátedra discreta, en
el perseverante y modesto esfuerzo de las clases medias, en que conviven las
jornaleras labores de las profesiones liberales, de los agricultores, de los
industriales, de los pequeños comerciantes. La acción de presencia de todos ellos,
por mesurada e invisible que sea, forma a fuer de sana y vigorosa, el carácter de
una nación, pero de allí no brotan las iniciativas políticas y en su seno no se forja
el rayo de las revoluciones, históricos sacudimientos de donde suelen la
premeditación y la coordinación estar ausentes y faltar, lastimosa-mente a veces,
la justicia y la oportunidad.

Cuando el espíritu se encuentra en presencia de uno de esos ingentes


movimientos de los pueblos, de una de esas revoluciones formidables y
sangrientas que parecen cambiar la faz de las sociedades, el irrecusable
sentimiento de justicia que vigila en el fondo de nuestro ser quisiera encontrar allí
uno de esos grandes actos reparadores de las viejas iniquidades; quisiera ver en
las revoluciones una reivindicación severa, pero justa, de derechos largo tiempo
desconocidos y de los agravios inultos; un estallido incontenible de indignación
contra la injusticia impunida y triunfadora. Un estudio más cercano de tales

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acontecimientos hace cambiar substancialmente la primitiva luz que a nuestros


ojos los mostraba, los justificaba y los engrandecía.

Los pueblos no se indignan contra las tiranías seculares que ellos, las más de las
veces, han provocado con sus extravíos o hecho posibles con su pasividad;
reservan su alta indignación para los gobiernos que inician la era de las
reparaciones, para los gobiernos que escuchan, para los gobiernos que ceden. La
vara de hierro no suscita indignación sino cuando ha sido depuesta; el despotismo
no los subleva sino cuando principia a dejar de serlo; Luis XIV hace pesar durante
setenta y dos años el más depresivo de los absolutismos y Luis XV durante
cincuenta y nueve la más corrompida de las tiranías, sin que a sus oídos llegue
otra cosa que el himno sempiterno de la alabanza cortesana, que los opresores no
se cansan de oír, y mueren tranquilos en su lecho y satisfechos de su obra.
Adviene Luis XVI, y por un complejo cúmulo de circunstancias que no infirman la
observación general que aquí se consigna, él, el rey bueno, el rey bien
intencionado, tan apartado de la irritante soberbia de Luis XIV como de la
repugnante disolución de Luis XV, ve desencadenarse contra sí la más grande y la
más trágica de las revoluciones, y muere en el cadalso. Los pueblos reservan su
altivez para los gobernantes débiles o benévolos y ceden ante la mano de hierro
de los domadores de hombres; decapitan a Carlos I y entronizan a Cromwell;
toleran a un Enrique VIII y matan a un Enrique IV; Alejandro II de Rusia cumple,
con raro valor, una de las revoluciones más intensas de la historia, la
emancipación de los siervos, y es fulminado... ¿por los reaccionarios cuyos
intereses vulneraba y cuyas preocupaciones hería? No: por los revolucionarios
cuyas quejas oía y cuyas aspiraciones realizaba. De suerte que en las
revoluciones hay un fondo de injusticia aberrante que hiere nuestros más
arraigados principios de elemental equidad.

Durante los luctuosos días de la revolución rusa pudimos presenciar y patentizar el


fenómeno que se apunta; las concesiones del zar parecían exacerbar el ánimo
revolucionario, y cada síntoma de que cedía a la opinión, señal era de exigencias
cada vez más audaces, de encono cada vez más fiero; si hubiese persistido en
sus veleidades liberales, conservando la primera Duma y dándole más
atribuciones, a estas horas probablemente estaría destronado y tendríamos la
República de todas las Rusias; se acordó, empero, de que era descendiente de
Iván el Terrible, respondió a las bandas rojas con las bandas negras, disolvió la
Duma y la revolución se detuvo.

A la Bulgaria no se le ocurrió proclamar su soberanía, ni a la Creta unirse a


Grecia, ni a Austria incautar la Bosnia y la Herzegovina mientras en
Constantinopla pesaba un despotismo asiático, mas triunfa el espíritu nuevo, los
Jóvenes Turcos coronan una de las más hermosas revoluciones que registran los
siglos, implántase en la Sublime Puerta un régimen constitucional y liberal, y
entonces todos se conjuran para arrebatar al monarca constitucional lo que no se
habían atrevido a pedir al déspota omnipotente.

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En nuestros países presenciamos a diario tal aberración del sentimiento público.


En Colombia las tres guerras más sangrientas, más largas y más populares, se
hicieron precisamente a tres de los magistrados más respetuosos de la ley y
deferentes a la opinión: los señores Mariano Ospina, Aquileo Parra y Manuel A.
Sanclemente.

La intensidad de las revoluciones está en razón directa de la bondad del


gobernante a quien se le hacen, e inversa de los agravios que haya recibido el
pueblo que las hace. El autoritarismo y la intolerancia son para la multitud
sentimientos muy claros que comprende y practica y que acepta cuando hay quien
se los impone; respetuosa de la fuerza, desdeña la bondad, que no es a sus ojos
sino una forma de debilidad; simpatiza con el amo que la enfrena, y si aplasta al
déspota caído, no es por serlo, sino porque, su fuerza perdida, entra ya en la
categoría de los débiles, a quienes se desprecia porque no se teme. En su
psicología elemental, es el temor uno de los resortes más eficaces de su acción, y
se prosterna ante César, sin dejar por eso, cuando el caso llega, de aclamar a los
asesinos de César; en el entusiasmo que le suscita Bruto, no encuentra otra forma
de aplauso y de recompensa que proclamarlo nuevo César.

El carácter del demagogo adulador de los reyes o de los gobiernos, es en el fondo


idéntico; ya lo han observado Aristóteles y Burke, citado por Sainte-Beuve. Los
dos cortesanos, el de arriba y el de abajo, tienen las mismas mentalidades y la
misma bajeza; sus miras son igualmente interesadas e idénticos sus proyectos:
halagar las pasiones del que tiene la omnipotencia, rey o pueblo, para obtener
personales provechos; sólo que en un caso el déspota tiene una cabeza y en el
otro tiene quinientas mil.

La demagogia es la aparente aliada de la democracia y su evidente enemiga; es el


cuerpo de francotiradores situado a vanguardia, que extravía, desprestigia y hace
odioso el ejército; es la exageración del principio, que viene a infirmar el principio
mismo. La actitud envenenada de un Cleón, de un Simias o de un Lacrátides, al
extremar sus acusaciones contra Pericles, parte de un concepto plausible: el de la
defensa de los intereses públicos; pero llega a un resultado funesto: la
persecución de los públicos servidores; brote de celo patriótico, se convierte en
sevicia de innobles pasiones y concluye por allegar, por acción reactiva, nuevas
fuerzas a las oligarquías que pretendía destruir, y por atraer sobre sí la
reprobación universal.

En Roma es ella el instrumento pavoroso de las más descaradas formas de la


ambición; el populacho que el odio lanza contra los ciudadanos es una mezcla
informe de cuanto más bajo acumulan, en el subsuelo de las grandes ciudades, la
miseria y el crimen en su siniestro connubio; multitud inmunda y terrible de gentes
sin familia y sin patria —dice Gastón Boissier— colocadas por la opinión general
fuera de la ley y de la sociedad, no tenían nada que respetar porque nada tenían
que perder: "libertos desmoralizados por la servidumbre a quienes la libertad no
había hecho sino dar elementos para hacer el mal", gladiadores adiestrados en la
matanza de las fieras y de los hombres, esclavos fugitivos y criminales de todas

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las razas, he ahí el elemento con que los demagogos concurrieron al


aniquilamiento de la República. En la Revolución Francesa las formas de la
demagogia, si menos espantables que en Roma, fueron no menos aciagas para la
democracia, sobre la que arrojaron, como túnica inflamada de Neso, la sangre de
Septiembre y la locura sangrienta de las Euménides de la guillotina.

En nuestras repúblicas ella ha sido, por dicha, más una marea de verbalismo
intemperante que una positiva actuación social, pero si el espíritu y la intención
fuesen norma evidente para la apreciación de los bandos y de los hombres, podría
señalarse en la túrbida elocuencia de la plaza o en las hojas del innoble libelo más
de una larva de agitador que aspiró a Saint-Just y sólo alcanzó a Hebert. En
Hispanoamérica, el espíritu demagógico, sin apreciable influencia en los serios
debates de la política, va a confundirse y perderse como burbuja en el Maelstrom
hervidor, en el vórtice de las guerras civiles.

Alguna vez se ha sostenido, de justificación a guisa, que las guerras civiles


hispanoamericanas, brotes de la desesperación de los oprimidos, son causadas
por los malos gobiernos. Los gobiernos han sido malos, y en muchos casos sus
abusos bastantes a justificar una protesta armada, pero no ha sido ésa la íntima
razón del histerismo de nuestras sangrientas convulsiones. En Hispanoamérica se
tolera cuarenta años al doctor Francia y se derroca en quince días al doctor
Lisardo García; triunfan las insurrecciones contra un gobierno constitucional y son
impotentes las que se hacen a una tiranía; las justas reivindicaciones populares
nada tienen que hacer en esas orgías de sangre; los derechos de la inmensa
masa anónima, conculcados o desconocidos antes de la guerra, cuando impera el
partido A, conculcados y desconocidos continúan después de la guerra, cuando ha
triunfado el partido B.

Las guerras, cualesquiera que sean su bandera y sus propósitos, no hacen sino
agravar los males permanentes de la víctima colectiva, carne de reclutamiento y
de cañón, blando plasmo para todas las expoliaciones. En la mayoría de los
casos, las guerras civiles americanas no han sido ni serán sino la proyección
sobre el campo de batalla de los conflictos de ideas o de intereses de los
profesionales de la política, cuando es un principio o la suerte de un partido lo que
se remite a esos juicios de Dios; o una simple caza del poder público, cuando es la
rapaz ambición de un jefe lo que entra en juego. Es, en uno y otro caso, asesinato
de inocentes, organizado en provecho de unos pocos y aplaudido con pasmosa
inconsciencia por los demás. No será el autor de estas líneas quien niegue a
algunas de nuestras guerras civiles su audacia y su tenacidad; empero muy más
digna de admiración encuentra, por fecunda y por valerosa, la actitud de un
Murillo, por más que no tomara en sus manos otro acero que el de su pluma
luminosa, que no el que pueda desplegar el más arriscado guerrillero, en
campañas de salto de mata, o domando el mulo bravío, trabuco en mano por esas
breñas, mitad prócer, mitad merodeador.

Cuando en un país se impone, coercitiva e inaplazable, una transformación


política, siempre hay, dentro de la actuación civilizada, manera de colmar esa

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clamorosa necesidad; si no es así, quiere decir que la anhelada transformación no


correspondía a una evidente justicia pública. Contra los desmanes de los
gobiernos opresores vale, en último resultado, mucho más el reclamo del derecho,
vigoroso, incansable y enérgico; vale más, si se quiere, con el gesto de los
senadores romanos, envolverse en su manto y esperar, que dar pretexto y ocasión
a que la violencia se desate, a fuer de salvaguardia del orden y de la paz; es
preciso evitar la guerra para hacer posible la revolución. Por ella entendemos el
movimiento consciente y avasallador de la opinión, de la verdadera opinión, en
que el verbo tiene mayor potencia demoledora que los cañones y el derecho de la
causa defendida vale por diez ejércitos. La revolución así entendida, es la reforma
o la reparación, iniciada y cumplida por los mejores y por los medios más
civilizados, que son los más eficaces; la guerra es la imposición ciega de los más.
En este concepto fueron revolucionarios Agis y Cleómenes en Esparta; Clístenes
en Atenas, Dion en Siracusa, los Brutos y los Gracos en Roma; Arnaldo de
Brescia, Savonarola y Campanella en Italia; Egmont y Marnix de Santa Aldegonda
en Holanda; Hampden y Milton en Inglaterra; Franklin, Jefferson y Hamilton en
América; Mirabeau y los girondinos en Francia; Nariño, Acevedo Gómez y Camilo
Torres en Colombia.

La revolución puede iniciarse y cumplirse sin un soldado y sin un combate: así se


estableció el arcontado de Atenas y la república aristocrática en Roma; así cayó
Hipias y comenzó en Grecia el período de la democracia pura; así revivió Rienzi el
tribunado y se cumplieron varias de las más famosas revoluciones italianas de los
albores de la edad moderna 4 ; así se iniciaron la gran Revolución Francesa y la
mayor parte de las de la independencia americana; así laboraron O’ Connell,
Mazzini, Herzen, Lamartine y Ledru Rollin, así proclamaron la República las
Cortes Españolas el 11 de febrero de 1873, y no de otra manera se efectuaron las
revisiones federales en Suiza de 1869 en adelante.

En cambio, se ven guerras en las cuales sobre las charcas de sangre no brilla el
iris de ninguna doctrina política ni las banderas simbolizan principio alguno... ¿Y
qué valdría la santidad de una causa ante el hecho brutal del número de
batallones enemigos? Algunos metros más de alcance en las armas de fuego, una
línea de mayor precisión en la puntería de los artilleros, y sucumbe una causa,
desaparece un pueblo y dejan de valer unos principios.

El prestigio que consagraba en nuestras democracias los servicios militares en


guerra civil como ejecutorias omnipotentes y únicas para todas las prebendas y
pasaporte para todas las vías de la ascensión, del provecho y de la gloria,
empieza a palidecer a medida que los pueblos se hacen más conscientes de sus
intereses; el militarismo como superstición política ha visto ya sus mejores días. La
realización de los ideales políticos, remitida antaño, como las causas en la Edad
Media, a los mortales juicios de Dios, confíase hoy a la propaganda intelectual;
cumplida esa propaganda, se dejará mañana al libre desarrollo de los pueblos, a
las fuerzas germinativas de la historia. Tales son las tres etapas de esa conquista
secular: la guerra, la revolución y la evolución.

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La libertad que la violencia impone, si es posible consignar tal paradoja,


contradictio in adjecto, sin arraigo en las costumbres ni sólida vinculación en los
caracteres, también por la violencia desaparece; la propaganda educativa crea
ese arraigo, el progresivo desarrollo ulterior lo cimenta definitivamente y
ampliamente lo propaga; pero ese aquél hará labor fecunda que inscriba en su
vida y en su esfuerzo la altiva dedicatoria de Esquilo: Al Tiempo. Esa fe en la
finalidad de todo esfuerzo generoso, puede ser la ingenuidad de un optimismo,
pero con esas ingenuidades y con esos optimismos se cumple la elaboración del
porvenir:

Lanzan los triunfadores del presente

al que elabora el porvenir su insulto,

pero la Historia trueca reverente

en altar el desdén, la afrenta en culto.

Por eso el mártir, de esperanza lleno

y ante el desdén universal tranquilo,

su vida y su labor, alto y sereno,

dedica Al Tiempo como el viejo Esquilo.

La revaluación de los dogmas democráticos ha sido en los últimos tiempos tan


intensa e inmisericorde, que tal parece como si el favor excesivo que les dieron las
formidables resonancias de la Revolución Francesa hubiese suscitado una
reacción de fuerza y de exageración correlativas: imaginámonos, empero, que ya
principia a esbozarse la contrarreacción. Enfrentados por una parte a la
aristocracia y por otra a la acracia, esos principios representan el nivel medio de
las ideas actuales; su posición ante el privilegio tradicional, lucha de ayer, empieza
a ceder en interés ante el que comporta su nueva posición, engendradora de
luchas inminentes, y que puede definirse: democracia versus socialismo.

A la generosa alucinación de la fraternidad igualitaria, se opone la exageración del


aristocratismo científico, cuya psicología se patentiza en el siguiente tópico del
escritor argentino Ingenieros: "La igualdad humana es un sueño digno de
ingenuos como Cristo y de enfermos como Bakunin". Parécenos que la Equidad,
diosa de distinción exquisita, cuyos oídos no soportan bien la percusión de
afirmaciones demasiado extremosas y demasiado violentas, no interviene en estos
debates en que prima, ante todo, el hipnotismo de las tesis preconstituidas y en
que un prejuicio combate a otro prejuicio. Las supersticiones que derrumban las
catapultas de la crítica, cuantos son la ilusión de la igualdad absoluta, la absoluta
autoridad moral de la opinión y de la prensa, el deslumbrador sofisma del sistema
representativo, la infalibilidad del criterio popular, el derecho divino de las

Oscar Torres Duque 74


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mayorías, la justicia inmanente de los movimientos populares, la legitimidad del


prestigio de los caudillos y de las consagraciones de la popularidad, no atañen al
sentido supremo del principio democrático y pueden desvanecerse sin que éste
vea disminuida su integridad filosófica.

Hoy se identifican, para su común demolición, las doctrinas de Cristo con los
principios de los modernos demócratas y se condena a ambos como una
convergencia de todas las inferioridades y la exaltación del hampa de los míseros
y de los degenerados contra la falange de los fuertes y de los dominadores. Acaso
para los apóstoles de la dureza, sea flacidez de tristes deprimidos y actitud de
parias y degenerados lo que lanzó "los cruzados al Oriente y los conquistadores al
Occidente"; lo que ha fundado la civilización occidental y el derecho público
moderno y hace que con la azada en la mano, terciada al hombro la carabina
Enfield y la Biblia bajo el brazo, el colono y el farmer británicos hayan creado en
los desiertos naciones como Australia y Nueva Zelandia, el Canadá y el Cabo; lo
que desbrozó ayer un continente para erigir en él las formas más vigorosas del
progreso humano y somete hoy a un puñado de funcionarios 300 millones de
hombres en el semillero de las razas arias. Indudablemente la moral cristiana y el
ideal democrático son exclusivo lote de los débiles, de los cobardes y de los
esclavos.

Ante el aposento en donde se escriben estas líneas, en una mañana de invierno,


un paisaje severo desdobla la tristeza de sus tonalidades apagadas; más allá del
extenso cuadrilátero de un parque inglés, que la escarcha cubre ya con su túnica
de blancura, recorta enérgicamente el horizonte la enorme silueta de un
hacinamiento de edificios que una pared de ladrillo circunscribe, a guisa de
muralla; diríase una ciudadela que en vez de castillos y almenas irguiese bajo el
dombo plomizo de los cielos las chimeneas de una fábrica y la flecha gótica de
una iglesia: es un work-house. Allí los desvalidos de todas las razas y
nacionalidades que se aglomeran en una ciudad cosmopolita, que es al mismo
tiempo un gran puerto de mar, encuentran, si de una inteligente investigación
previa aparece que los merecen, techo, alimento, medicinas, algunas enseñanzas
y trabajo. El sentimiento "que induce a prolongar las existencias inferiores con
limosnas de absurdo altruismo" asume en ese establecimiento, que es al propio
tiempo hospital, taller y escuela, la forma más eficaz y plena de su expansión.

Por medio de esa institución, en que, tendiendo a corregir cuanto la caridad


indiscriminada y la afeminada sensiblería tienen de malsano y contraproducente,
se ha logrado que la caridad se racionalice y el sentimiento piense, la sociedad,
incólume aún de las demoliciones nietzscheanas, da la mano al que cae, la cura al
enfermo y trabajo reparador a todos. Salva allí y fecunda de esta suerte infinidad
de energías que, abandonadas en el momento pavoroso del desfallecimiento y la
caída, se habrían evaporado como las fuerzas perdidas que la catarata devuelve
en flotantes mantos de niebla al insondable azur. El sentimiento de que el interés
humano es solidario y no se puede condenar a muerte a los vencidos, so pena de
disminuir la suma de bien y de vida que hay en el mundo, aumenta e intensifica la
vida colectiva, puesto que preserva energías transitoriamente deprimidas; es el

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médico que, al devolver el vigor a un enfermo, enriquece también el vigor y la


salud de la sociedad. Tal sentimiento como ése, patentizado en instituciones como
el work-house, es uno de los elementos de poderío de un pueblo que, al favor de
sus concepciones esencialmente democráticas, por más que conserve algunas
formas tradicionales, ha fundado un imperio de extensión y poder que la Roma de
los amos y de los siervos no conoció jamás 5 . Estas afirmaciones, grabadas están
en las piedras ennegrecidas del work-house; ciudadela dijimos y tuvimos razón; la
ciudadela de la solidaridad humana.

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Maximiliano Grillo

Letras americanas: La vorágine

Maximiliano Grillo (Marmato, Caldas, 1868, Bogotá, 1949), más conocido como
Max Grillo, es también más recordado como poeta de la primera generación
modernista. Sin embargo, Grillo llegó a ser un reseñista agudo y un crítico literario
muy original, además de castizo y de elegante prosa. También intentó el ensayo
histórico, y en sus textos sobre Santander o sobre la guerra de los Mil Días no
deja de regalarnos páginas de extraordinaria e intensa penetración intelectual.

Estudió en la Universidad del Rosario y luego en la Nacional, donde se graduó de


abogado. Fundó, con Salomón Ponce Aguilera, la primera revista de corte
modernista en Colombia, la Revista Gris (1892-1896), donde sin embargo, todavía
no se aprecia al buen escritor, con gran formación literaria, que llegará a ser en el
transcurso de la primera mitad del siglo XX. Fue congresista (por el partido Liberal)
y diplomático (Brasil, Francia, Bolivia); en especial, su estancia en París, y su
familiaridad con la literatura francesa, aun con la más reciente, dejan una
importante huella en su obra ensayística. También frecuentó los periódicos
(incluyendo publicaciones de Venezuela, México, Francia e Inglaterra), y es con
ese material que se conforman sus dos libros básicos de ensayo: Ensayos y
comentarios (1927) y Granada entreabierta (1946). Los dos ensayos escogidos
pertenecen a este último volumen.

• Bibliografía ensayística:

— Alma dispersa. París, Garnier [s.f.].

— Emociones de la guerra: apuntes tomados durante la campaña del Norte en la


guerra civil de los tres años. Bogotá, Imprenta de La Luz, 1903.

— Los ignorados. Crónica de la guerra. París, E. Aubin [s.f].

— Ensayos y comentarios. París, Eds. Le Livre, 1927.

— El Hombre de las Leyes: estudio histórico y crítico de los hechos del general
Francisco de Paula Santander en la guerra de la independencia y en la creación
de la República. Bogotá, Imprenta Nacional, 1940.

— Granada entreabierta. Bogotá, ABC, 1946.

La Vida Gloriosa de Víctor Hugo

Pasó el año en que se conmemoraron las grandes efemérides del romanticismo.


Ninguna religión literaria ha contado con tantos adeptos, y ninguna tiene hoy
menos fieles. Pero existen románticos retrasados, que no confiesan su fe. Otros lo

Oscar Torres Duque 77


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son a pesar de que parecen ignorarlo. Innumerables han sido las definiciones que
se han dado del romanticismo; diferentes unas de otras, y con todo, exactas. No
intentaré repetirlas. Para mí (y perdóneseme el rasgo de humor) el romanticismo
fue el culto de los cabellos largos. Por esto su grito de guerra fue: ¡abajo las
pelucas!

Entonces las mujeres sólo cortaban un rizo de sus cabellos de oro o de ébano (¿la
metáfora puede aceptarse todavía?) para enviárselo a sus novios. Los hombres
cuidaban con esmero de sus melenas exuberantes, en donde ponía la luna, "la
luna pálida", nimbo misterioso. En la peluca del señor Voltaire anidaron las
cornejas; en la melena de Musset, que semejaba en su adolescencia un Apolo al
salir del baño, hicieron nido los ruiseñores. (¡Oh romanticismo, cuán lejos estás, y
cuán hermoso eras!). Entonces —en 1830— se fabricaban relicarios para guardar
el mechón de pelo de la madre muerta, o de la amada que yacía en su ataúd de
raso. Cuando murió Chateaubriand, su peluquero cortó los blancos cabellos del
príncipe del romanticismo; distribuyó algunos mechones entre los amigos íntimos
del autor de El genio del cristianismo, y conservó los restantes para construir en
miniatura, naturalmente, la alcoba en donde había nacido el poeta de Atala. No
satisfecho con este tan romántico homenaje de admiración, el peluquero,
Monsieur Paques, compuso un libro de recuerdos con el título de El peluquero de
Chateaubriand, consiguiendo por tal modo que su nombre fuera citado en los días
de rememoraciones románticas.

Mientras las mujeres cuidaban de sus cabelleras, que destrenzaban en la noche, y


los poetas dejábanse crecer las melenas, fue una realidad el romanticismo. Su
muerte definitiva (si es que un día no resucita) avino después de la gran guerra.
¿Qué amante se atrevería a pedir a su amada "un rizo de su oscura cabellera",
sabiendo que le bastaría acompañarla a la casa del peluquero para recoger todos
los mechones de pelo que apeteciera?

En las solemnes horas de su vida aparece Víctor Hugo, ora como el adolescente
de la hermosa cabellera dorada, ora con las barbas floridas de emperador del
romanticismo. Antes que "bandidos del pensamiento" y "salvajes del arte" son los
románticos los hombres de las largas cabelleras. Son ingenuos y radiantes. El
primero entre todos, Hugo. "Sus ojos de gris azul tienen un brillo magnético; su
tez, ya muy pálida, ya muy de rosa, tiene una delicadeza femenina. Alrededor de
la frente, asombrosamente amplia, hermosos cabellos sedosos, de color castaño
claro, extremadamente finos". Tales son las palabras que emplea Raimundo
Escholier para describir al corifeo del romanticismo en la mañana de su vida. Y
Saint-Valéry, quien lo conoció en esa hora de sol naciente, dice: "En su amplia
frente se descubría la luz del genio; algo de fuerte, de poderoso y de inspirado,
revelaba en la menor de sus palabras... Yo quedé seducido, fascinado por tanta
pureza, gracia e imaginación aliadas a un genio tan franco y tan vigoroso; la
admiración desarrolló en mí un sentimiento de amistad y un entusiasmo casi tan
vivos y tan apasionados como el amor mismo".

Oscar Torres Duque 78


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La cita se encuentra en La vida gloriosa de Víctor Hugo, de Raimundo Escholier,


traducida al castellano por Corpus Barga, periodista español nada romántico,
escritor de "Comprimidos" sobre política y vida literaria francesas, que podrían
servir de modelo a quienes deseen decir mucho en pocas palabras.

Nada hay más interesante que la vida de los grandes hombres. En esta gloriosa
de Hugo su biógrafo, quien según su propia declaración no ha pretendido escribir
una biografía novelada, nos presenta al poeta desde la hora de su nacimiento
hasta la hora de su muerte, nimbado por una aureola de grandeza que apenas
deja entrever discretamente los errores del hombre. Es cierto que éste fue siempre
un "niño sublime", profundamente ingenuo, que vivió para embriagarse de amor y
de gloria.

De amor y de gloria se compone la existencia del más grande de los poetas


franceses. Y cuando se dice amor, también se dice dolor, puesto que son gemelos
inseparables.

El señor Pablo Valéry, el antirromántico por excelencia, dijo alguna vez que Hugo
era, "desgraciadamente", el mayor poeta de Francia. El crítico prescindió de
explicarnos su síntesis. Sería fácil encontrar los elementos de que se compone.

En su entusiasmo por el autor de La leyenda de los siglos, Escholier llega a


colocar a Hugo al lado de Goethe, de Shakespeare y de Dante. Obedece en esto
el biógrafo al deseo patriótico, muy natural, de crear una cima en la cadena de
montañas y de colinas inspiradas que constituye la literatura francesa.

El único nombre que podría grabarse en esa cumbre excelsa sería el de Víctor
Hugo. Quienes releen su producción lírica, sus dramas y sus novelas, quedan
desilusionados. Su trompa épica ya no despierta entusiasmo. Fatiga su
maravilloso don para acumular metáforas deslumbrantes. Enriqueció el idioma,
dióle al verso una flexibilidad antes desconocida; sorprendió ciertos aspectos de la
belleza, con intuición pasmosa, pero dilapidó sus fuerzas, porque se empecinó en
ser siempre revolucionario.

El autor del Fausto realiza tres grandes jornadas: la revolucionaria, la del


clasicismo armonioso y la del místico que contempla al universo con serenidad
clarividente. Hugo se contenta con ser eternamente revolucionario. Palafrenero de
los "altos caballos de la retórica", mantúvose en los dominios de la metáfora y del
contraste sin descender sino por momentos a las planicies de la realidad humana.
Amó demasiado a la humanidad, en particular a su patria, pero no fue un
humanista, siquiera Virgilio lo iniciara en los prístinos misterios de la poesía.

Goethe ama a la mujer, sin dejarse encadenar por el amor. Hugo se rinde a Adela
cuando apenas contaba veinte años de edad, y con una deliciosa pureza le
escribe antes de casarse con ella: "No consideraría sino como mujer vulgar (es
decir, bastante poca cosa) a una joven que casara con un hombre sin estar
moralmente cierta, por los principios y el carácter conocidos de ese hombre, no

Oscar Torres Duque 79


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solamente de que es juicioso sino también [y] empleo adrede la palabra propia en
toda su plenitud, de que es ‘virgen’, tan virgen como ella misma".

Goethe consigue hermanar la potencia vital y la armonía. En Hugo la potencia vital


se impone, y la potencia vital dejada a su libre arbitrio genera el desorden. Piensa
Goethe que el poeta, tras la etapa revolucionaria, debe convertirse en artista, cada
vez más consciente de su obra: sentir y pensar hondo. Para Hugo el arte es el
azul, lo indefinido, lo intuitivo. Cree Goethe que en el principio era la Fuerza, y
entrégase a profundas investigaciones. Asiste a la evolución de Dios en el espíritu
y al través de las cosas. Hugo en la hora de reposo creador dedícase al
espiritismo. El niño sublime conversa con las mesas parlantes.

El paganismo dio alegría y salud a los hombres, claridad mediterránea a los


espíritus. El cristianismo infundióles inquietud de lo infinito y el ansia de superarse.
La fe es fecunda —dijo Goethe— mas la fe que necesita acudir a las mesas
parlantes para afirmarse desordena las relaciones entre el espíritu y la materia. El
"espiritismo" es un disolvente del intelecto de los poetas. El espiritismo causó, en
mi muy humilde parecer, graves daños al poeta desterrado en Guernesey. Quizá
el mago que le enseñó a conversar con las mesas, impidiera a Hugo realizar la
tercera etapa. Sin estas sesiones de espiritismo, que le infundieron la idea de que
era un semidiós que podría entenderse cara a cara con los dioses; sin esas vagas
filosofías, tan opuestas a la fe y a la ciencia goethianas, quizá el poeta francés
hubiese profundizado la vida del paganismo, para llegar a la conclusión del autor
de Fausto: "Cuanto para este mundo sólo es símbolo". A "su" Dios llega Goethe
por el conocimiento y siente un grave respeto por lo divino. Hugo se encamina a
Dios por la piedad; búscalo por las vías del amor; pero no será un místico (el
místico verdaderamente "crea" en sí mismo la fe), sino un espiritista que trata de
convencerse de si existe una vida ultraterrena. Goethe contempla a Dios en el
universo, como una posibilidad científica. Hugo siente, a veces, la necesidad de
que Dios lo contemple a él. Cuando recuerda a Julieta, su querida, que han
durado cuarenta y nueve años sus amores, le escribe: "Esta novedad le agrada a
Dios; con ella embellece su eternidad". El romántico parece un humorista, un
Enrique Heine, el cual como le insinuase un sacerdote que Dios le perdonaría sus
pecados, observó dulcemente: "Sí, padre, ése es su oficio".

El amor llena la vida de Hugo. A los veinte años de edad contrae nupcias con
Adela, su prometida por pacto de familia antes de que nacieran los futuros
esposos. Corren los días de su mocedad radiante entre las alegrías del hogar y las
luchas, las batallas románticas. El joven dios, tan fuerte como bueno, parece
predestinado a ser siempre dichoso. Adela es ya madre amorosa, que ama
entrañablemente a su poeta. Aquella felicidad es de las que no perturbarán los
vientecillos de las calles. Pero...

La adversidad a todos nos espía, el destino se complace en atar y desatar los


hilos de la tela cambiante de nuestras vidas. Cerca de la calle de Nuestra Señora
de los Campos, en donde tienen su morada los felices esposos, habita "un
adolescente melancólico, feo, soñador y solapado". Víctor Hugo, que cruza con él

Oscar Torres Duque 80


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a menudo, ignora su nombre. Sin embargo, un día se entera de quién es. "¿Ese
joven?, dice alguien. Se llama... Se llama Sainte-Beuve".

Este solapado vecino siente también las ambiciones literarias, compone versos,
menos románticos que los hugonianos, y como es de temperamento reflexivo, se
dedica a la crítica. Pronto Sainte-Beuve encuentra manera de introducirse en las
relaciones del poeta de las Odas y de Hernani. Desde entonces se atraviesa en el
camino triunfal de Hugo, hasta llegar a convertirse en su "crítico satán". Al
principio adula al poeta; complace todos sus deseos: contribuye a propagar su
fama. A medida que Sainte-Beuve crece en el concepto de sus compañeros en las
letras, crece en su corazón el deseo incontenible de perturbar la paz hogareña de
su grande amigo. ¿Envidia? Escholier no vacila en atribuir ese sentimiento a la
pasión del crítico. Sólo ha quedado, clara como el día, la perfidia del autor de
Voluntad y de Libro de amor.

Sainte-Beuve penetra en el hogar de Hugo con intención de mancharlo, y lo


consigue. Adela fue incapaz de decir al intruso, imitando a la que fue un día
amante de Goethe: La que tiene la gloria de ser esposa de Hugo, jamás será de
otro. Y Adela fue débil, de virtud indecisa. Condenada a vivir siempre al calor de
aquel inmenso corazón, contempla durante cincuenta años, sin exhalar una queja,
con un gracioso silencio, los amores de Víctor y de Julieta.

El águila de las tempestades tribunicias, el cíclope de La leyenda de los siglos,


piensa cada día con mayor complacencia en su gloria. Nació épicamente y morirá
en olor de epopeya.

Todos sus infortunios: la pobreza, el destierro, la muerte prematura de sus hijos, la


de su hija Adela, que acaba en la locura después de su escapada con un oficial
inglés; los desastres de la patria, la vergüenza de Sedan, todo, los dolores
inmensos y los pequeños dolores, apenas quebrantan su fortaleza de roble. Es la
roca que permanece inmutable en el océano tormentoso. Es el patriarca cuya tribu
sepultaron los vientos en el desierto, y que aún permanece erguido, en espera de
una nueva tempestad, o de un nuevo sol. Sol de amor que dora con sus rayos
deficientes las barbas caudalosas de Hugo, que semejan ya estratificaciones de
espumas salobres.

Sueña en las cumbres. Contempla el mundo floreciendo de laureles y rosas para


su corona de poeta. Ningún inspirado ha tenido apoteosis igual a su apoteosis. Es
el hombre océano; la cima que se percibe desde todos los horizontes.

—Sé que soy inmortal —dice un día.

Y continúa amando, como los patriarcas bíblicos, a Ruth como a la Sulamita.

Cuando se halla cerca de los ochenta años, un doctor le observa que, como a
Tricis, "ya es tiempo de retirarse"... de los placeres eróticos.

Oscar Torres Duque 81


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—¡Ah! —responde—. Es lástima, doctor, que la naturaleza no nos advierta.

En un día de mayo el gran viejo se duerme en el sueño de la muerte para


despertar en la gloria. Las últimas palabras que ha trazado su pluma hablan de
amor:

Amar es obrar.

Letras Americanas: La vorágine


Maximiliano Grillo

Quienes admiramos la potente visión objetiva y las líneas precisas, casi rectas, de
la poesía de José Eustasio Rivera, nos hemos quedado sorprendidos en presencia
de las virtudes auditivas que revela en las páginas de su novela La vorágine. Es
mucho ver bien, dibujar con nítida certidumbre el contorno de las cosas, tener las
cualidades del pintor, pero aún más admirable es oír, escuchar las armoniosas
complicaciones de las voces inarticuladas de la naturaleza, sentir dentro de
nosotros el árbol y la selva, la fuente y el océano y aun las mismas estrellas
remotas, a las cuales las almas suelen acercarse.

Esto es lo que ha conseguido José Eustasio Rivera. Con audacia enteramente


naturalista, de quien ataca de frente la frase y la domina, el poeta de Tierra de
promisión penetra con arrestos de conquistador en los dominios de la novela,
saliendo triunfante, con la satisfacción de haber creado algo humanamente
sentido, y de una alegría dionisíaca, que podría compararse al ímpetu de los
varones sin miedo que buscaron El Dorado a través de abismos y desiertos,
llevados por un destino trágico.

Se requiere valor, valor del bueno, para atreverse a publicar en la capital de


Colombia una novela del estilo de La vorágine, en cuyas páginas la realidad de
crudos detalles tiene un fuerte sabor zoliano, poco propicio al medio ambiente.
Desde la primera línea de la obra, "Antes de que me hubiera apasionado por mujer
alguna, jugué mi corazón al azar, y me lo ganó la Violencia", hasta la última
escena de esta epopeya de las selvas, rebosan audacia, valentía espiritual, deseo
de ser verídico.

Es un carácter complicado el de José Eustasio Rivera. Parece un contemplativo, y


es un hombre de acción, como decimos ahora. Es romántico y realista a un mismo
tiempo. Penetra con aires de desafío en el interior de las selvas, y ¡qué selvas! Las
del Orinoco y del Amazonas, infiernos verdes, paraísos custodiados por legiones
dantescas, abismos de todas las fuerzas, destructoras del organismo humano y
disolventes envenenados de todas las virtudes del alma.

Un paso ha bastado a Rivera para escalar la cima. Su novela quedará al lado de


las más celebradas escritas en América. Señalará una etapa, una faz de la vida

Oscar Torres Duque 82


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tormentosa y oscura, propia de los demonios que señorean los grandes ríos
tropicales.

En las llanuras inmensas, en donde "por momentos se oye la vibración de la luz",


y en las selvas crueles encontró Arturo Cova, personaje central de La vorágine, si
es que este calificativo no pertenece a la selva misma, una serie de almas de
extraordinario interés, como para demostrarnos que en donde existen hombres
habrá grandes pasiones y motivos suficientes para reconstruir sobre ellas todas
las tragedias, desde la del Conde Ugolino hasta la de Francesca y Paolo, desde la
de Shylock hasta la de Hamlet.

Pasa por La vorágine como un soplo del estilo de los grandes épicos de la novela
eslava. Quizá por extraña asociación de ideas, comparo el infierno de las selvas
amazónicas, ardientes y húmedas, con la torturante visión de la Siberia, helada y
solitaria, que nos han transmitido los rusos. A la manera de estos máximos
creadores de almas, en un ambiente torturado, Rivera diseña personajes con un
solo rasgo y los conduce en caravana trashumante a través de las selvas hostiles.
Los abandona en mitad del incierto camino, o los ve morir entre las más violentas
asechanzas de la naturaleza, o de la fiera humana.

En La guerra y la paz, pone Tolstoi en labios de la humilde princesa Natalia estas


palabras de reproche, en la hora de su muerte: "¡Yo qué mal les he hecho!". Era
ella un personaje secundario, un alma silenciosa que recibía sin quejarse, las más
inmerecidas ofensas. De toda la balumba de personajes de La guerra y la paz, el
que menos olvido es ése de Natalia. En La vorágine desfilan, también, personajes
secundarios, que son verdaderos héroes centrales en la novela colombiana. Citaré
un rasgo, que quizá pertenezca al folklore de todas las multitudes ignaras.

"— ¿Y quién es tu padre?, pregunté a Antonio.

"— Mi mamá sabrá.

"— ¡Hijo, lo importante es que hayas nacío!"

Se siente en el fondo de estas palabras toda la pesadumbre de los innominados.


¿Cuál es más honda, la respuesta del hijo o la de la madre?

Si la novela es la epopeya moderna, La vorágine ocupará un sitio eminente entre


las epopeyas escritas en América. Hay en ella páginas asombrosas. La historia de
las andanzas y los padecimientos de don Clemente Silva, prestóle a Rivera
oportunidad para componer un cuadro de hondo sentimiento y de perdurable
belleza.

En las descripciones del paisaje selvático el poeta se sobrepuja a sí mismo, pues


el artista de los versos de Tierra de promisión, en donde no aparece el hábito
panteísta, preséntase en La vorágine poseído del aliento de las cosas, del anima
rerum, que se compenetra con su espíritu y lo pone en comunicación con las

Oscar Torres Duque 83


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pasiones del Cosmos, misteriosas e inconscientes, pero tan reales como la vida
misma del espíritu.

La naturaleza sólo es verdaderamente interesante —como espectáculo— si la


ponemos en comunión con nuestro espíritu, haciéndola sentir y pensar con
nosotros. Esto, más que panteísmo, es penetración de nuestro yo en el alma de lo
inconsciente. Los antiguos desconocieron semejante forma de sentir, a la cual no
se llega sino mediante una hiperestesia de la sensibilidad.

Los griegos y los artistas del Renacimiento eran demasiado sanos, gozaban de
una perfecta salud, para sentir la emoción estética que consiste en hallar instintos,
alma y hasta pensamiento en las fuerzas ciegas del mundo.

José Eustasio Rivera, quien en sus versos parecía extraño a esa modalidad
estética y dinámica, revélase en La vorágine discípulo convencido de los
escritores que transportaron a las cosas sus estados de alma. Arturo Cova es en
tal sentido, un discípulo de Jorge Peralta.

Habituado a las inclemencias de las llanuras sin lindes y de las selvas hostiles,
José Eustasio Rivera estaba llamado a darnos a conocer la vida atormentada de
los aventureros, que se internan por las comarcas maravillosamente crueles del
Orinoco y del Amazonas. En las soledades de estos grandes ríos, el hombre, aun
quien era antes manso y pulcro, conviértese en tirano, imitando a la naturaleza
violenta.

Cuando apenas era adolescente, se fue mar adentro de la selva, desafiando los
peligros del árbol que canta y el pájaro que habla. Alma de soñador en cuerpo de
atleta, componía versos de una fuerza de líneas insuperable, en las horas de
siesta mientras descansaba de las cabalgatas a través de la llanura, o de las
cacerías de jaguares en los grumos de los bosques semejantes a oasis, que
interrumpen la monotonía ardiente de las praderas inmensas.

Regresó de los "llanos" a estudiar en Bogotá. Se doctoró en Derecho, como para


seguir la tradición colombiana, que viene desde el descubridor del Nuevo Reino de
Granada. Toda soledad es atrayente. Por eso los hombres vuelven al mar y
regresan a la llanura inhabitada y a la selva virgen. Tornó Rivera al "llano" a
disputar ante jueces de puñal al cinto y camisa abierta, derechos de sus clientes.
Fue diplomático por algunos meses y, finalmente, aceptó un empleo en la
Comisión de Límites entre Colombia y Venezuela. De esta nueva andanza por las
selvas inexploradas trajo los apuntes que le han servido, sin duda, para escribir La
vorágine. Es imperioso y fuerte. Tiene confianza en sí mismo y ama la gloria.
Siente las trompetas de la fama y goza con sus pregones.

Cábeme decir aquí, con Araquistain, que por hablar del hombre he dejado de
hablar del libro: "¿Pero de qué sirve un libro si no es para conocer al hombre que
lo escribe, su visión del mundo y de la vida? ¿Qué es el Quijote sino autobiografía

Oscar Torres Duque 84


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recóndita de Cervantes?... Cuando en un libro no se siente palpitar la sangre y el


alma y el nervio de su creador, no vale la pena pasar de su primera página".

Son soberbias las descripciones de las selvas amazónicas que se hallan en las
páginas de La vorágine. Nos recuerdan, por momentos, los magistrales cuadros
de Euclydes da Cunha, el mayor de todos los escritores brasileños. Sólo que el
autor de Os Sertöes y de Terra sem historia, era un enorme sociólogo y su
imaginación obedecía más al freno del pensamiento que a las alas de la poesía.
Da Cunha penetra en los Sertöes —voz que carece de una correspondiente en
castellano— no a la manera del novelista, sino con ojos y espíritu de sabio que es
a un mismo tiempo un literato. Él nos muestra al Amazonas formidable, a
semejanza de un mar, enemigo del Brasil, que con su enorme caudal va
destruyendo la tierra, con cuyos despojos, parece que ha de crear más tarde un
nuevo continente. "Es un extraño adversario, consagrado noche y día a la tarea de
robarse su propia tierra". Da Cunha puede, hasta cierto punto, hacer suyas las
palabras del profesor Federico Hart, quien estudió la geología amazónica: "Nao
sou poeta. Falo a proza de minha ciencia. ¡Revenons!". En cambio, Rivera
persigue en la mañana amazónica las pasiones humanas, el dolor del cauchero, el
crimen sugerido por la misma naturaleza brutal y perversa de las selvas. Para
Euclydes da Cunha "el hombre es allí un intruso impertinente, que llegó sin ser
esperado, ni querido, cuando la naturaleza se hallaba arreglando su más vasto y
lujoso salón". Todo en esas selvas es de una imperfecta grandeza; "los fetos
arborescentes compiten en altura con las palmeras, y los árboles de troncos
rectilíneos y pobrísimos de flores, producen la sensación angustiosa de un
retroceso hacia remotas edades, como si de pronto apareciese una de aquellas
mudas florestas carboníferas, adivinadas por la visión retrospectiva de los
geólogos".

La vorágine ha nacido de pie como las obras destinadas a vivir. Así condenso mi
juicio acerca de la novela del poeta colombiano.

Oscar Torres Duque 85


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Jaime Barrera Parra

Trópico bravo

Jaime Barrera Parra (San Gil, Santander, 1892, - Medellín, 1935) existe en la
historia del periodismo en Colombia, gracias a la edición de sus Notas del Week-
end (1933), colección de sus columnas en el diario El Tiempo, así como otros
importantes prosistas (hoy reconocidos como importantes): Armando Solano, con
su Glosario sencillo, y Luis Tejada, con sus Gotas de tinta. Y así como Solano y
Tejada, Barrera Parra debe ser reivindicado como un columnista de proyección
ensayística, introductor de un lenguaje de pirotecnia verbal que se apoya en una
inmensa formación literaria, especialmente francesa, y en el manejo hábil de una
información noticiosa al día. También al igual que Solano y Tejada, Barrera Parra
representa un hecho coyuntural en la historia del ensayo en Colombia: la irrupción,
con la brevedad y la aparente ligereza temática del esbozo periodístico, del humor
y la ironía. Verdadera irrupción, si evocamos la larga tradición del ensayo solemne
y patético que caracteriza a la inmensa mayoría de nuestros ensayistas.

Pero además de sus columnas de periódico, Barrera Parra emprendió también la


redacción de ensayos de aproximación sociocultural al alma de un pueblo: el
santandereano y el antioqueño; testimonio de esta última empresa, es su libro,
póstumo, Panorama antioqueño (1936). También escribió bellas y agudas cartas,
incluso cartas de amor que pueden tomarse por modelos del género.

La muerte de Barrera Parra fue realmente precoz (acaecida en el estreno del


Teatro Alcázar de Medellín, por el desplome de un techo); lo fue porque ya para
entonces era tenido como uno de los más respetados orientadores del gusto
literario en Colombia (fue director del suplemento literario de El Tiempo) y porque
su carrera política y especialmente diplomática le había reportado ya importantes
cargos nacionales (había sido suplente de Jorge Eliécer Gaitán en la Cámara de
Representantes y estaba nombrado como cónsul en Génova cuando murió).

El ensayo seleccionado es una de sus "Notas del Week-end", comentando a su


vez un texto más extenso de Armando Solano publicado en El Espectador.

• Bibliografía ensayística:

— Notas del Week-end. Bucaramanga, Imprenta del Departamento, 1933.

— Panorama antioqueño. Medellín, Imprenta Oficial [1936]. Póstumo.

Recopilaciones:

— Prosas. Bogotá, Ediciones Continente, 1969.

Oscar Torres Duque 86


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— En el cincuentenario de la muerte de Jaime Barrera Parra. Estudio (órgano de


la Academia de Historia de Santander), Nº s 273-275 (Bucaramanga, enero de
1985).

— Jaime Barrera Parra. Bucaramanga, Universidad Industrial de Santander, 1993.

Trópico Bravo

Jaime Barrera Parra

E l ojo rápido y puntual de Armando Solano, que une a la limpidez de la más


perfecta lente anastigmática una intuición crítica que es más producto de la raza
que de los libros, se ha echado a pasear por las bellas campiñas de Francia. Del
festín visual nos ha dejado el boyacense una página tersa que publica El
Espectador.

Nacido bajo las algarabías y virulencias del Trópico, Armando Solano es un


espíritu de zona templada. Dentro de él se ha verificado en grande escala esa
labor de sustracción que según el gran George Brandes es preliminar a toda
cultura.

El paisaje francés ha acariciado como una mano sabia el espíritu de Solano. Más
atento a la tierra que al esplendor de los palacios que soporta, el hombre de Paipa
siente la fascinación de los cultivos, y al encontrar en ellos las mismas condiciones
de mesura en el color, en el movimiento y en la línea que antes había advertido en
la cultura artística de Francia, al mismo tiempo que en su excepcional rendimiento,
no puede menos de expresar su sorpresa.

¿Cómo no ha de crecer mi desconsuelo, cuando veo el suelo de la Francia


cultivado amorosamente, sin excepción de una pulgada, a uno y otro lado de las
vías férreas y de los ríos, hasta donde alcanza la vista? Este gran país vale más
por su intensa producción agrícola que por su floreciente industria. Él alimenta con
sus propios recursos a toda su población y en las horas críticas podría resistir sin
flaquear, sin rendirse, el más prolongado de los asedios. Y hay que ver la calidad
de sus productos, el jugo delicioso de sus frutas, la robusta consistencia de sus
cereales, la riqueza de sus carnes. Nosotros, acaso, afortunadamente, vivimos
creyendo que poseemos en tales renglones la verdadera fertilidad, y que las
naciones europeas se ven obligadas a comer legumbres de cartón y cosas por el
estilo. Es justamente lo contrario. Nuestras tierras bravas, cerreras, dan frutos
ásperos mientras que este suelo domado, civilizado, infunde en las plantas el
sabor suave que satisface delicadamente al paladar. De otro lado nosotros que
pasamos por una selva inmensa, por un gran bosque negro donde nunca penetra
el sol, carecemos de maderas e importamos aun las más usuales, y la caduca
Europa, a la cual imaginamos como una gran llanura desolada, es dueña, para las

Oscar Torres Duque 87


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construcciones, para los muebles, para el combustible, de inagotables maderas,


las más adecuadas para cada necesidad.

He aquí la reprise de la requisitoria al Trópico, intentada ya por Laureano Gómez,


bajo la protesta de cierto nacionalismo declamatorio. Pero a Armando Solano no
se le puede llamar demagogo. Esa confesión que ahora hace y de la cual pudiera
resultar un apocamiento para nuestro suelo, no la puede escribir Solano sino con
lágrimas. A través de sus páginas hay que percibir el sollozo que la sacude.

"Nuestras tierras bravas, cerreras, dan frutos ásperos". Es ésta una verdad que no
da tregua.

Esta Zona Tórrida que cantara Bello en estrofas exuberantes es un inmenso


aspaviento vegetal, que le da a la vida circundante un patetismo exacerbado y
venenoso. El sol, como un picapedrero, hace volar aristas del paisaje y vierte una
inclemencia y un desasosiego dañino sobre las almas.

La suavidad, que ahora cautiva en sus mil formas europeas a Armando Solano, no
es, en último término, sino la expresión máxima de la civilización humana. La
esperanza, que solemos tomar como una demostración vital no es sino la forma
inferior y extraviada del ímpetu. La fruta cerrera y el hombre atravesado son dos
productos equivalentes.

Europa representa precisamente la suavidad y la templanza frente a la acerbía y al


desvarío tropical. Mientras vivamos prisioneros de una naturaleza frenética que se
expande en formas brutales, el empellón será el símbolo físico y temperamental
de nuestra raza.

Europa es una tierra domada. Desde los reyes bárbaros hasta nuestros días,
sobre el tambor del Occidente han cabalgado todas las violencias, pero el laboreo
de la tierra les ha dado a sus pueblos el sentido de la selección y del gusto.

La cultura del paladar es una de las más largas y afortunadas empresas que haya
podido realizar el hombre blanco a través de los siglos. Para que la pera y el
espárrago que ahora deleitan, con su fragancia delicada, a Armando Solano,
hayan podido alcanzar su perfección presente, fue preciso que generaciones
enteras de reyes, de diplomáticos y de cocineros estimularan al hortelano.

En los nobles caldos de las bodegas bordelesas y en los campos de la Gironda,


una de las más ricas despensas de Francia, podrá Solano sorprender toda la
pulsación de una cultura que desde Genserico hasta Monsieur Aristides Briand, se
ha ido elaborando bajo el canto de los labriegos.

Podría decirse que el espíritu francés es la radiación de un paisaje, como el


espíritu americano es la evaporación de una manigua.

Oscar Torres Duque 88


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En este redescubrimiento de Europa que ahora intenta Armando Solano, su


primera noción formal es la opulencia agrícola. Y efectivamente, como él lo
apunta, los habitadores de su suelo no comen verduras de cartón. La sensualidad
europea ha sido acaso la única bien alimentada de todas las sensualidades
terrestres.

Dentro de savias extravagancias, mordido por las resolanas del Ecuador, hirsuto y
bello como un volcán, el Trópico seguirá siendo por muchos años la mejor escuela
de intransigencia.

Pero bajo la tierra, cuya capa limita las vanidades fachendosas de la floresta, los
frutos cuajarán acidulados, como espolines de la hiperestesia racial.

Oscar Torres Duque 89


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Darío Achury Valenzuela

Comentario al segundo "Afecto espiritual" de Sor Francisca Josefa de Castillo

¿"Recamado viso" o "Recamado biso"?

Darío Achury Valenzuela (nacido en Guatavita, Cundina-marca, en 1906) es uno


de nuestros más injustamente olvidados ensayistas, y al mismo tiempo uno de los
más deslumbrantes estetas de la prosa glosística y erudita; tal vez el más
importante, pues nadie como él se ha aplicado de manera tan monástica a indagar
sobre un dato específico o sobre una obra concreta (la de la monja Francisca
Josefa de Castillo o la de Juan Rodríguez Freyle), con el compromiso de dejar
agotado el tema y con un manejo tan impecable y lúdico del idioma que leerlo es
un placer que no cansa a pesar de la prolijidad de sus glosas.

Y es explicable (no justificable) su olvido: Achury se ha consagrado a parcelas


temáticas más bien desconocidas y poco apreciadas por los críticos literarios
colombianos: la obra de la monja de los siglos XVII y XVIII Francisca Josefa de
Castillo y Guevara, la vida del poeta Hernando de Bengoechea (que una reciente
edición ha tratado de rescatar), las historias caseras de prohombres boyacenses o
el recuento filológico de pequeñas expresiones y palabras perdidas en la selva de
obras mayores de la literatura universal o colombiana. Pero también es un gran
lector de poesía y un experto en temas bíblicos y evangélicos, como corresponde
a su militancia católica.

Achury fue durante buena parte de su vida un discreto empleado público que fue
acumulando algunos pequeños honores dentro de la fauna intelectual del país:
miembro del grupo artístico-literario conocido como Los Bachués, jefe de
Publicaciones de la Contraloría, jefe de Comunicaciones del Ministerio de Guerra,
por tanto director de la Revista del Ejército, co-fundador del Instituto Caro y
Cuervo, miembro de la Academia Colombiana de la Lengua, director de Extensión
Cultural del Ministerio de Educación, director de la magnífica colección Biblioteca
Popular de Cultura Colombiana...

Aquí incluimos dos de sus textos más representativos: uno de los "Comentarios" a
los Afectos espirituales de la monja tunjana (se hubiera podido escoger cualquier
otro; todos son exquisitos) que se van intercalando al final de cada uno de los
"Afectos" en la edición titulada Análisis crítico de los afectos espirituales de sor
Francisca Josefa de la Concepción de Castillo (1962); y la indagación erudita
sobre el más famoso verso de Guillermo Valencia, que termina con la expresión
"recamado viso" (¿o "recamado biso"?), y que figura en su libro Palabras con azar
(1975).

• Bibliografía ensayística:

— Últimos caciques de Boyacá. Bogotá, Capitolium Casa Editorial, 1934.

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— Examen crítico de los Afectos espirituales de sor Francisca Josefa de Castillo.


Bogotá, Imprenta Nacional, 1956.

— Análisis crítico de los afectos espirituales de sor Francisca Josefa de la


Concepción de Castillo. Bogotá, Ministerio de Educación Nacional, 1962.

— Sor Francisca Josefa de Castillo y Guevara. Obras completas. Bogotá, Banco


de la República, 1968. 2 Vols. Introducción de Darío Achury Valenzuela.

— Cita en la trinchera con la muerte: vida y muerte del poeta-legionario


colombiano Hernando de Bengoechea, muerto en acción de guerra por la causa
de Francia (1889-1915). Bogotá, Colcultura, 1973.

— Palabras con azar. Bogotá, Instituto Caro y Cuervo, 1975.

— Juan Rodríguez Freyle. El Carnero. Caracas, Biblioteca Ayacucho, 1979.


Edición crítica y estudio preliminar de Darío Achury Valenzuela.

Comentario al Segundo "Afecto Espiritual" de Sor Francisca


Josefa de Castillo

Darío Achury Valenzuela

Éste pudiera llamarse un Afecto-tipo, porque, al analizarlo, nos da la clave del


modo como Sor Francisca estructuraba sus Afectos. Una primera lectura de su
texto deja en el lector la impresión de una serie de cláusulas sueltas, entreveradas
de exclamaciones y citas de la Sagrada Escritura, que ratifican su incoherencia,
incoherencia que, como luego se verá, es meramente aparente. Pero sometido el
texto a un calmado escudriño se va haciendo patente su plan normativo, y, por
consiguiente, su racional estructura, si vale la expresión.

Procediendo de lo general a lo particular, seguiremos, a través de sus meandros,


el curso de este Afecto, marcando en cada caso los episodios o hitos que van
jalonando su patética fluencia:

El motivo. El punto de arranque de este Afecto lo constituye un estado de alma


motivado por hechos concretos que se suscitan a su rededor, que actúan en su
circunstancia vital: los celos y humillaciones de que Sor Francisca es objeto por
parte de sus compañeras de claustro la obligan a buscar en la soledad y en la
oración un desquite "a lo divino". Entonces, en vez de referir concretamente estos
episodios de la vida conventual, los encubre con el velo de los símbolos. Su
mundo circundante, de horizonte retuso, alterado por hechos triviales de la vida
rutinaria que le causan penas y aflicciones, adquiere a sus ojos de mujer solitaria y

Oscar Torres Duque 91


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ensimismada las desmesuradas proporciones de un cataclismo universal: "Se me


representó a los ojos de mi alma todo este mundo como un diluvio de penas y
culpas".

Transición y desarrollo. El espíritu de Sor Francisca escapa, a través de la frase


transcrita, de su circunstancia inmediata, de las cuatro paredes que limitan y
encierran su ruinoso convento colonial, para instalarse en el ilímite mundo de los
símbolos: el alma, náufraga en un diluvio de tribulaciones, busca su salvación.

Arca. Aparece entonces —obvia presencia— el arca. El arca es Cristo en el


Sacramento de la Eucaristía. La idea de arca le sugiere, aun cuando ella no lo
diga explícitamente, la de vislumbre de tierra no anegada y la de escape (la
paloma enviada en busca del ramo de olivo). Ideas que halla configuradas
simbólicamente en un texto de san Juan: "Yo soy la puerta, el que por mí entrase
será salvo, y entrará, y saldrá, y hallará pasto" (10, 9).

Pasto. Esta palabra del evangelista —interpretada por Sor Francisca como la
Eucaristía en cuanto es alimento sobrenatural y sobresustancial de las almas, y en
este caso particular como fuente y origen del simbolismo que en este Afecto
despliega la autora—, la palabra pasto —decíamos— produce en su memoria una
íntima y clara resonancia de acento pastoral, asociada a las palabras del salmista:
"El Señor Dios es mi pastor; nada me faltará. En lugares de delicados pastos me
hará yacer y conducirá a las aguas donde puedo hallar solaz" (Ps., 22, vv. 1 y 2).
En este texto bíblico halla Sor Francisca una cabal expresión de su estado de
alma. La idea de escape se hace aquí extremadamente notoria: evadirse del
mundo mínimo en que padece y todo le falta, para ir a sestear, a la sombra de
Dios, en verdes prados de grasos y abundantes pastos —que Francisca asocia a
la idea eucarís-
tica—, irrigados por las aguas "que saltan hasta la vida eterna". La grata
sensación de sosiego y solaz que emana de estos versículos del salmo 22 es
como el contrapunto del desasosiego y el tedio que anublan y oscurecen las horas
de su vida conventual.

Pan. La idea de pasto como alimento la lleva obviamente a la de pan, como


símbolo de la Eucaristía, y a éste llega como por acción de un reflejo del recuerdo.
En efecto, su imaginación, impulsada por la memoria, la desplaza del ambiente
eglógico, maravillosamente suscitado por las palabras del rey salmista, a un lugar
confinado donde se sirve el pan eucarístico. Este prodigioso desplazamiento se
realiza mediante la evocación de la oración de san Buenaventura, que el
sacerdote reza como acción de gracias después de la misa: Da, ut anima mea te
esuriat... panem... super substantialem, habentem omnem dulcedinem, et
saporem, et omne delectamentum suavitatis".

Pausa. En este punto de su Afecto espiritual, Sor Francisca hace una pausa,
inserta un hiato de exclamaciones efusivas, como si el repertorio de símbolos se le
hubiese agotado. Es un momento de indecisión en el acto de la creación literaria.

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Reenlace. De tal estado indeciso acude a sacarla, por asociación de resonancias,


el eco de unas nuevas palabras del salmista. Entonces, el arca del símil original es
sustituida por la imagen de la casa: "la casa que la sabiduría edificó para sí", y la
casa sobreabundantemente abastecida que Dios promete a quien le teme (Ps.,
111, 3). Vuelve aquí a atormentarla el torcedor de su angustia, el recuerdo de su
desolada vida de claustro, donde toda privación espiritual tiene su asiento. Es
entonces cuando el profeta Isaías le trae palabras de consolación: todo cuanto su
alma desee lo encontrará en aquella casa de la sabiduría, "fundada sobre la firme
piedra del desierto, de donde vino el Cordero al monte de la hija de Sion". No son
precisamente éstas las palabras del profeta. Francisca las ha acomodado a su
amaño. Lo esencial en ellas es la denominación de "cordero", en cuanto a la
autora le sirve de eslabón de enlace con el tópico del "pasto", que en el curso de
este Afecto se da como un Leitmotiv.

Cordero. Este "cordero" de Isaías, enviado al soberano del país, desde la piedra
del desierto al monte de la hija de Sion, es una reminiscencia de aquel pasaje del
Libro de los Reyes, donde se refiere que alguien invitó a los fugitivos de Moab a
que enviasen al dominador del reino en donde se habían refugiado, el tributo de
cien mil corderos y cien mil carneros, que antes pagaban al rey de Israel, tributo
que debía enviarse precisamente desde el desierto pétreo de Selah a la montaña
de la hija de Sion (Cf. IV. Rg., 3, 4).

Égloga. Aquí el idioma de Sor Francisca readquiere su evaporado acento eglógico


y pastoral para encarecer el júbilo del alma que mereciere ir en pos del Cordero,
seguir sus sendas y sestear con él a la orilla de las fuentes rumorosas. Luego el
tópico del "cordero" experimenta un traslado en los dominios de la simbología,
porque ya no es el "agnus" del tributo forzoso, sino el "agnus" de la mansedumbre,
tan propio del lenguaje figurado del Nuevo Testamento, el "cordero" de san Pablo
que "se abatió a sí mismo, hecho obediente hasta la muerte, y muerte de Cruz"
(Ps., 2, 9). Cordero injuriado y afrentado que ni oía ni abría sus labios.

Antorcha. Nueva detención en el camino de los símbolos pastoriles: Cristo ya no


es el cordero sino la antorcha de caridad que, desde el bronco leño izado, difunde
sobre los hombres su amorosa lumbre para que puedan transitar por los caminos
de la paz.

Cordero pacífico. La palabra "paz" le sirve a Francisca para retrotraer el símbolo


del "cordero", pero ahora bajo el atributo de cordero "pacífico", enviado por el
Padre para gobernar el mundo. Se percibe aquí una nueva resonancia del
versículo de Isaías antes citado, pero ahora modulado en el idioma benigno del
Nuevo Testamento: "He aquí el cordero que quita los pecados del mundo" (Jo., 1,
29), y "en que el Padre tiene toda su complacencia" (Mt., 3, 17; Mr., 1, 11 y Lc., 3,
22).

Vara. El cordero del tributo se transmuta ahora en "vara de virtud", enviada, como
aquél, a la montaña de la hija de Sion, la misma del versículo isaíaco. Vara de
virtud que, a poco de andar el símbolo, se trueca en vara de rigor que castiga "los

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pueblos que se amotinan y piensan vanidad". Como se ve, "la montaña de la hija
de Sion", con su nueva resonancia, sirve de puente de transición entre el símil del
cordero y el de la vara punitiva.

Con vara de rigor vapula Yahveh a los reyes y príncipes de la tierra que en sus
asambleas y consejos se confabulaban con Él y su ungido, contra Él que reina
desde Selah —desierto de piedra— hasta Sion —monte de santidad—. Ungido de
Yahveh, a quien éste ha prometido darle cuanto pidiere, inclusive "quebrantar a
sus enemigos con vara de hierro y desmenuzarlos como vaso de alfarero" (Ps., 2,
9).

Pasto. En su pequeña sinfonía de símbolos ha llegado Francisca a un pasaje


donde predominan las trompas y los cobres bélicos sobre la idílica modulación de
las flautas y las arpas. Decide entonces introducir un cambio en el ambiente
melódico, desvaneciendo los compases heroicos para que puedan ser oídos, una
vez más, los suaves tonos de los instrumentos pastoriles. Retorna entonces al
ambiente rusticano del salmo 22, allí donde Yahveh conduce al alma a sestear en
prados en que lozanean los pastos de verdeante grosura, y cabe los arroyos de
sosegadas aguas rumorosas. Pone fin a esta mínima sinfonía pastoral un fugaz
fraseo melódico de tono lúgubre: el valle de la muerte por donde en ocasiones
puede vagar el justo sin que le toque la vara del rigor, si teme a Dios.

Vara-cayado. Florece de nuevo aquí el símbolo de "la vara", pero ya no para


azotar al soberbio que en clandestina asamblea conspira contra el Señor y su
justicia, sino como cayado que al justo ha de guiar y consolar, conforme a las
promesas del salmista: virga tua et baculus tuus, ipsa me consolata sunt (Ps., 22,
4).

Reposo y síntesis. Al llegar a esta parte del Afecto 2º, el lector experimenta la
necesidad de tomar aliento. El ascenso ha sido penoso y al coronar la cima de los
símbolos, el espíritu y la atención reclaman un breve reposo para recobrar sus
fuerzas. Parece que Sor Francisca —fatigada también, y ella más que nadie— lo
hubiese comprendido así. Aprovecha entonces esta pausa para darnos,
entretanto, una síntesis de todos los símbolos de que hasta ahora se ha valido
para figurar a Cristo Eucarístico, refugio donde su alma, atribulada por las
criaturas que con ella conviven, ha encontrado la paz anhelada y el consuelo
deseado. Cristo, como arca de salvación, como prado de abundantes y delicados
pastos, como Cordero inmaculado que quita los pecados del mundo, como pan
sobresustancial que tiene toda dulzura, como casa de sapiencia suma, como
piedra y collado de la hija de Sion, y, finalmente, como vara de rigor y cayado que
guía.

Casa y convento. Después de este primer descanso o "alivio de caminantes", la


mente de Sor Francisca ha entrado en recobro. Mirando hacia atrás, al trasluz de
la urdimbre de sus símbolos, columbra de nuevo su casa, su convento de Tunja,
donde tan ingratos días le hacen pasar sus hermanas en religión y sus padres
confesores, inclusive. Esta vislumbre retrospectiva le hace soñar otra casa, la de

Oscar Torres Duque 94


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su Señor, donde ella quisiera vivir todos los días de su vida. Todo esto no nos lo
dice Francisca con palabras, ni siquiera lo sugiere, pero se adivina. Recuérdese, a
propósito, que ella inicia este Afecto con el símbolo del arca y de la casa,
sirviéndose de él como de una evasión y como de un escape de su contorno vital,
del cual sólo le llegan a su alma incitaciones que la conturban y alteran, que muy
de raro en raro le permiten ensimismarse, vivir dentro de sí y para sí. Al llegar a
esta cima de su Afecto, el subconsciente hace aflorar en su recuerdo el símbolo
de la casa, que ahora viene engastado en un versículo del salmo 26: Unam petii a
Domino, hanc requiram, ut inhabitem in domo Domini omnibus diebus vitae ut
videam voluptatem Domini et visitem templum eius. Con esto entiende Francisca
como si le dijeran: Si el alma se aparta de Dios, se extravía; y saliendo de Él,
encontrará la muerte. Entonces "sólo una cosa pide y ansía obtener: que le sea
dado morar con el Señor en su casa, en todos los días de su vida; que pueda
contemplar su hermosura y visitar el templo donde Él mora".

Un lapsus teológico. Considera Francisca por unos momentos lo que sería su


alma sin Cristo: nada, apenas vileza de estercolero. Obnubilada por tan
angustioso presentimiento, no tiene reato en decir: "Algunas veces pienso que
está mi vida tan pendiente de Nuestro Señor Sacramentado, que si Él se acabara,
se acabara ella". Escrito esto, e imaginados acaso los sobresaltos teológicos de
sus confesores, se apresura a disculparse, diciendo: "esto no sé cómo es, porque
en esto tiene vista el amor: siente sin conocer". La Hermana Francisca bien sabe
lo que el proloquio popular quiere decir cuando nos dice que "el amor es ciego",
sobre todo cuando se teme herir la susceptible sensibilidad dogmática de los
prebendados de Tunja y Santafé de Bogotá. "¿La simple hipótesis de un Dios finito
—aún empleada como un mero pretexto retórico para exculpar una hipérbole—,
no constituye de por sí un pecado —y gravísimo pecado— contra la fe y el
dogma?", habrían susurrado entre sí, escandalizados, los graves teólogos con
residencia en Tunja, si bajo sus ojos hubiera pasado aquella figura hipotética,
escrita con tan ingenua y tan exagerada como disculpable intención.

Después de haber lanzado tamaña hipótesis, Sor Francisca debió de quedar algo
desquiciada. No de otra manera logra uno explicarse el porqué del enmarañado y
confuso estilo del pasaje subsiguiente. Tal confusión proviene, aparte de las frases
incidentales que en serie interminable va incrustando la Hermana Francisca en el
cuerpo de la proposición principal, de la defectuosa puntuación de los períodos,
atribuible, no sabemos si a ella misma o a su sobrino, el señor De Castillo y
Alarcón, el paciente copista de los manuscritos originales y celoso guardián de la
póstuma gloria literaria de su venerable tía.

Epitalamio. Retorna al mundo de los símbolos. Pondera el gozo del alma que por
sus obras se hace acreedora a la soberana merced de que el Esposo la atraiga al
retiro de su amor. Una susurrante brisa de epitalamio pasa ahora por las cláusulas
en que Sor Francisca describe al alma conducida por el amado a "la cámara del
vino, enarbolando sobre ella la bandera del amor": Introduxit me in cellam
vinariam, ordinavit in me charitatem (Cn., 2, 4). El idilio va cobrando mayor
intensidad: "Yo soy de mi amado, y hacia mí tiende su deseo" (Ego dilecto meo, et

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ad me conversio eius) (Cn., 7, 10). Cristo, Dios y hombre, es el amado que se da


sin reservas en la Eucaristía. Es el "cordero candidísimo, teñido en su sangre". La
asociación de las ideas del "vino" y la "sangre", de "amado" y "cordero" le dan a
los símbolos parangonados un hondo sentido eucarístico.

Cristo innovador. Sin transición alguna, sin puente de comunicación, Sor Francisca
hace surgir ahora del fondo de su simbología la imagen de Cristo —restaurador,
de Cristo— innovador, para lo cual acude a las fuentes del Apocalipsis: "Y
enjugará Dios toda lágrima; y la muerte no será más; y no habrá más llanto, ni
clamor, ni dolor; porque las primeras cosas son pasadas. Y el que estaba sentado
en el trono, dijo: He aquí que hago nuevas cosas... Al que tuviere sed, yo le daré a
beber gratuitamente de la fuente del agua de la vida" (Ap., 21, 4-6). Las cosas
nuevas que anuncia el Señor es el advenimiento de la Jerusalén celeste, nunca
antes vislumbrada ni soñada: "nuevo cielo y nueva tierra", esposa de Cristo,
eterna como eterno es el amor que la une a su amado. Y en ese nuevo reino
celeste no habrá ya muerte, ni duelos, ni llanto. Entre las muchas cosas que
anuncia y promete este supremo innovador, hay una que, aunque Sor Francisca
no la enuncia, le llega a las entrañas de su alma porque coincide con el estado de
ánimo que en aquella ocasión vive. En efecto, acosada por las tribulaciones
causadas por los desprecios de sus hermanas en religión, se acoge a Jesús
sacramentado, quien le hace comprensibles, entonces, sus promesas de excelso
Reformador; entre otras, la de que sólo Él puede saciar la sed inmensa de
felicidad que atormenta al corazón humano: Ego sitienti dabo de fonte aquae vitae
gratis (Ap., 21, 6).

Agua viva. El tema del "agua viva" es aquí una reviviscencia y prolongación del
tema, o más bien, del Leitmotiv de la Eucaristía como "pasto de las almas". Sor
Francisca lo retoma o reasume al percibir como un eco las palabras del salmista
citadas al principio de este Afecto 2º, según las cuales, el pastor, que es Dios,
promete al alma llevarla a yacer en amenos y delicados pastos y a la fuente del
agua donde puede hallar solaz. Y esta fuente del salmo 22 brota de nuevo en este
pasaje del Apocalipsis como una de las promesas de renovación que desde su
trono hace el Cordero: Et spiritus et sponsa dicunt: Veni. Et qui audit dicat: Veni. Et
qui sitit veniat. Et qui vult accipiat equam vitae gratis (Ap., 22, 17). Al reclamo
invitatorio del espíritu y la esposa, el alma que escucha con oído atento, repite:
"Ven". Entonces el esposo le aclara amorosamente su promesa vivificadora al
alma sedienta para que acuda a tomar de balde del agua de la vida, la misma
agua viva ofrecida por Jesús a la Samaritana en el brocal de la fuente de Jacob,
en Sicar: agua saludable, símbolo del Espíritu Santo, que apaga la sed para
siempre, que sacia íntimamente el alma, que brota como un surtidor de un
inexhausto manantial y comunica vida eterna: Omnis qui bibit ex aqua hac sitiet
iterum, qui autem biberit ex aqua, quam ego dabo ei, non sitiet in aeternum; sed
aqua, quam ego dabo ei, fiet in eo fons aquae salientis in vitam aeternam (Jo., 4,
13-14).

Hasta Sor Francisca llega entonces también el eco de las altas voces que dio
Jesús en el último día de las Fiestas de los Tabernáculos, después de que una

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jubilosa muchedumbre había acompañado al sacerdote hasta la fuente de Siloé,


donde, mientras éste sacaba de allí agua en un ánfora de oro para derramarla
luego al pie del altar, en el templo, aquélla cantaba en coro el verso de Isaías:
Haurietis aquas in gaudio de fontibus salvatoris ("Sacarás agua con gozo de las
fuentes de la salud") (Is., 12, 3). Y las voces que dio entonces Jesús fueron para
decir que esa agua —símbolo de las bendiciones mesiánicas— era la que Él
mismo —fuente de la salud divina— prometía: Si quis sitit, veniat ad me et bibat.
Qui credit in me, sicut dicit Scriptura, flumina de ventre eius fluent aquae vivae.
Hoc autem dixit de Spiritu, quem accepturi erant credentes in eum: nondum enim
erat Spiritus datus, quia Iesus nodum erat glorificatus (Jo., 7, 37-39). Con estas
palabras de Cristo entendió Sor Francisca que al decírsele que de "sus entrañas
manarán ríos de agua viva", no tendría ella que acudir fuera de sí para hallar el
agua que aplaca la sed, porque de los hontanares de su alma brotaría a torrentes
esa agua de la vida eterna; fuente de aguas vivas que es el mismo Espíritu Santo,
que, recibido de Cristo, morará perpetuamente en el corazón de los que creen en
Él. Entendió, además, que como el Señor Jesús ya había sido glorificado al
padecer, morir, resucitar y ascender a los cielos, la plenaria comunicación del
Espíritu Santo a los hombres ya había tenido lugar.

Las palabras de Cristo en la Fiesta de los Tabernáculos: "como dice la Escritura",


le abren a Sor Francisca nuevas perspectivas en el campo de la interpretación del
tópico "agua viva". La Escritura, en este caso, está representada por los profetas
Isaías y Ezequiel. El primero, cuando dijo: Haurietis aquas in gaudio de fontibus
salvatoris, anunciando así al alma la promesa de copiosas gracias de salvación
por los merecimientos del Hijo de Dios (Is., 12, 3). El mismo Isaías en otro lugar,
bajo la metáfora del agua, que irriga la tierra yerma y sitibunda, nos muestra, con
acento mesiánico, el símbolo de la gracia que Cristo ha de verter a torrentes sobre
el mundo reseco y sediento: Effundam enim aquas super sitientem, et fluenta
super aridam (Ib., 44, 3).

Sor Francisca, que pasa por una crisis de sequedad en la oración y por una etapa
de íntimas tribulaciones que la inducen a acogerse a la soledad, escucha entonces
como un eco de las palabras de Isaías, otras del mismo profeta, que anuncian
extraordinarios prodigios, "porque aguas han brotado en el desierto y torrentes en
la soledad": quia scissae sunt in deserto aquae, et torrentes in solitudine (Is., 35,
6). No se ha apagado aún el eco de tales palabras en los oídos de Francisca,
cuando ya resuena en ellos el vaticinante clamor que viene a aclarar el sentido
simbólico de aquellas aguas vivificantes. Omnes sitientes, venite ad aquas, et qui
non habetis argentum, properate, emite e comedite. ("¡Ay, sedientos todos, venid a
las aguas; y los que no tenéis dinero, venid, comprad y comed!") (Is., 55, 1). Pero
no se interrumpe aquí esta cadena de ecos mesiánicos, porque en el ámbito del
alma de nuestra clarisa resuena ahora, con vibrante claridad consoladora, una
nueva promesa, la de que la gracia del Señor, al descender sobre ella, la dejará
"como huerto regado y cual hontanar de aguas, cuyas linfas no traicionan". (Et eris
quasi hortus irriguus et sicut fons aquarum, cuius non deficient aquae) (Is., 58, 11).

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Es ahora Ezequiel quien viene a prefigurar en el agua que brotará del nuevo
templo, aquello que el Señor, desde su trono, anunció: Ecce nova facio omnia.
("He aquí que hago nuevas todas las cosas". Ap., 2l, 5). El texto de Ezequiel le
sirve a Sor Francisca para retornar al tema de "Cristo innovador", enlazándolo a la
vez con el del "agua viva". Yahveh ordena a su profeta que torne a la puerta del
templo, bajo cuyo umbral brotaba el agua, en dirección Este. Explica Ezequiel que
la fachada del templo daba al oriente. Aquellas aguas descendían, soterradas,
hacia el sur del altar, después de haber pasado por debajo de la pared lateral
derecha de la casa del Señor (Ez., 47, 1). Sor Francisca se explica estas palabras
de Ezequiel considerando como templo nuevo, irrigado de reconfortantes aguas, el
alma del justo que teme a Dios, en cuya casa crecerá la vid, que simboliza a la
Esposa, y se congregarán sus hijos —renuevos de olivo— en torno de la mesa
familiar.

Vid. Insensiblemente, Francisca efectúa una transición del tópico "agua viva",
eslabonado con el del "templo nuevo", al tema de "la vid", valiéndose para ello de
la cita del texto del salmo 127, en sus tres primeros versículos, parafraseados en
el estilo que a ella le es peculiar: "Bienaventurado todo aquel que teme al Señor y
sigue las sendas trazadas por Él. Porque has de comer el trabajo de tus manos,
bienaventurado serás y te irá siempre bien. Tu esposa será como vid fructífera
dentro de tu casa; tus hijos, renuevos de olivo, alrededor de tu mesa".

Amor renovador. En este pasaje Sor Francisca pondera la virtud mágica del amor
que le hace obrar portentos, renovando cuanto se acerca a su llama vivificadora, y
que hace andar al alma, transida del temor santo, por los caminos de la cruz.
Encomia luego la caridad por los frutos y obras que de su ejercicio provienen:
preferir el honor de Dios a todos los tesoros terrenales y amar al prójimo en y por
Dios.

Agua viva. Pulsa aquí Sor Francisca la cuerda hímnica del salmo 64, que es una
jubilosa acción de gracias a Yahveh por haber irrigado la tierra con el caudaloso
torrente de sus ríos, abasteciéndola de trigos candeales, y haciendo rezumar de
grosura las carretas que pasan por los caminos, y aljofarando de rocío los pastos
del desierto, y ciñendo de alegría las colinas, y vistiendo las campiñas con la
arcada lana de las ovejas y haciendo que por doquier resuenen vítores y cantos.
Visitasti terram et inebriasti eam, multiplicasti locupletare eam (Ps., 64, 10).

Síntesis final. El gozoso acento hímnico se apaga en una síntesis que es como la
clave de todas las imágenes empleadas por la autora a partir de la síntesis
anterior, que marca el promedio de este Afecto, y a la cual nos referimos
pertinente y oportunamente. En efecto, Sor Francisca compendia, en este pasaje
final, los temas de la segunda parte que ella ha sabido enlazar y reemplazar,
mediante un prudente y coherente sistema de concordancias y repeticiones —que
tienen cierta resonancia de eco— en todo el discurso de este Afecto. Es así como,
en raudo vuelo, nos muestra la caridad bajo la especie de los renuevos del olivo,
el alma sin caridad como tierra yerma, el temeroso de Dios como campo irrigado y
fructífero.

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Retorno al motivo inicial. Para terminar este Afecto 2º, Sor Francisca vuelve al
episodio de su vida trivial que lo ha motivado, o sea, a las tribulaciones que la
afligen, ocasionadas por el trato humillante que recibe de sus hermanas en
religión, tribulaciones que ahora ya no la mortifican, porque dice haber hallado
consuelo en las consideraciones que en este Afecto refiere y describe en un
lenguaje cargado de símbolos y rico en esencias metafóricas.

Conclusión analítica. Nos hemos detenido más de la cuenta en el análisis de este


Afecto 2º, porque, desde el punto de vista exclusivo de la composición literaria, se
le puede considerar como el arquetipo de los demás que integran los dos
volúmenes de los Afectos espirituales de Sor Francisca Josefa de la Concepción.
Efectivamente, en él se puede seguir el proceso de esa "composición" y observar
el método que la autora sigue en su elaboración literaria, método que es,
ciertamente, muy sencillo, como lo vamos a ver:

1. Sor Francisca, generalmente parte de un hecho común de su vida ordinaria en


la comunidad: tribulaciones que en un momento dado la afligen; estados de su
alma después de comulgar; rezo de las horas del oficio, sola o en el coro; efectos
de la lectura espiritual, etc., etc. De ahí que sus Afectos comiencen ordinariamente
con expresiones como éstas: "Otro día entendí esto" (Afecto 15, 135); "Hoy, en
comulgando..." (17, 146); "Sintiendo y padeciendo unos desmayos o ansias en el
alma y en el cuerpo..." (18, 148); "Estando grandemente fatigada y afligida,
rezando las horas, entendí..." (27, 235).

2. El verbo "entender", en su doble acepción de comprender y oír, es,


generalmente, la raíz de los afectos o sentimientos espirituales que en cada caso
expone la autora. Con dicho verbo expresa una moción del alma proveniente de
algo que ella cree haber escuchado: un habla o locución divina, sin excluir la
posibilidad, en este caso, de un ardid o engaño del demonio, conforme a la
experiencia de Santa Teresa, su maestra, en primer lugar, y de los demás
escritores místicos que tratan de dicha materia en sus obras, de un modo especial.

3. Lo que ella generalmente comprende u oye es un texto de la Sagrada Escritura,


cuyos letra y contenido se acuerdan con el estado de alma que en ese
determinado momento vive la autora.

Los libros del Antiguo Testamento más citados por Sor Francisca son, en su
orden, los siguientes:

Salmos (609 citas anotadas)*.

Cantares (61 citas anotadas).

Job (42 citas anotadas).

Jeremías (39 citas anotadas).

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Isaías (37 citas anotadas).

Reyes (27 citas anotadas).

Eclesiástico (18 citas anotadas).

Los libros del Nuevo Testamento son:

San Mateo (50 citas anotadas).

San Lucas (37 citas anotadas).

San Juan (18 citas anotadas).

San Pablo (Epístolas diversas, 45 citas).

Apocalipsis (18 citas anotadas).

Menciona, además, en menor escala, textos de algunos de los libros históricos,


didácticos y proféticos del Antiguo y del Nuevo Testamento, citas que no pasan de
la decena en la mayoría de los casos. Para dar una idea de los conocimientos
escriturarios de Sor Francisca, se anotan tales libros a continuación, poniendo
entre paréntesis el número de veces en que aparecen citas tomadas de ellos:

Antiguo Testamento: Génesis (13), Éxodo (8), Levítico (1), Deuteronomio (10),
Josué (1), Jueces (5), Paralipómenon (1), Tobías (4), Judith (2), Esther (1),
Proverbios (9), Eclesiastés (6), Sabiduría (9), Ezequiel (4), Daniel (1), Oseas (2),
Joel (2), Jonás (5), Miqueas (1), Nahum (6), Habacuc (3), Zacarías (7) y Macabeos
(6).

Nuevo Testamento: Hechos de los Apóstoles (4), Epístola de Santiago (7) y de


Pedro (6).

No se han registrado citas de los Números, Ruth, Esdras, Amós, Abdías, Sofonías,
Ageo y Malaquías, entre los libros del Antiguo Testamento. Entre los del Nuevo
Testamento no se han observado citas de las Epístolas de san Pablo a los
Tesalonicenses, a Timoteo y Filemón, ni de la Epístola de san Judas.

4. Del texto que se propone a su consideración y meditación, Francisca suele


hacer una paráfrasis más o menos extensa en el curso de la cual aduce otro texto
bíblico concordante con el primero, el cual es igualmente parafraseado, y así
sucesivamente.

5. Los textos, con sus paráfrasis respectivas, se suceden unos a otros, como
queda dicho, pero casos suele haber en que este proceso de eslabonamiento se
ve sustituido por el de "reenlace", o sea que, ya en plena fluencia el discurso

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literario de un Afecto, la corriente se detiene en un texto bíblico para remontarse


de éste al primero, mediante un reenlace de símbolos o de paráfrasis. Luego, el
texto inicial, retomado, da origen a nuevos afluentes de textos bíblicos,
parafraseados o no. Otras veces los procedimientos de eslabonamiento y reenlace
se ven complementados por los de "cruce" y "recruce" de citas de las Escrituras,
igualmente parafraseadas, formando una como trama o red de invisibles hilos
alusivos al tema o motivo central del Afecto correspondiente.

6. Otras veces el procedimiento empleado por Sor Francisca en la elaboración


literaria de un Afecto, es distinto, o sea: cuando del texto bíblico inicial pasa, sin
transición, a otro paralelo, y de éste a otro, igualmente paralelo, y así
sucesivamente. Luego la autora tiende un puente o arco de metáforas o símiles
entre el primero y el segundo, el segundo y el tercero, etc. Ocasiones hay en que
el arco —de más amplio gálibo— se tiende del primero al tercero, continuando en
serie alterna, que luego en orden inverso prosigue el mismo impulso saltígrado.
Materializado en un esquema este procedimiento, podría representarse por una
serie de líneas paralelas, unidas entre sí por arcos, en serie continua o alterna, y
viceversa, formando en conjunto un nuevo aspecto del método de "cruce" y
"recruce", de que en el punto 5 se trata.

7. Algunos Afectos traen al final una recapitulación de temas o símbolos.

8. Los procedimientos literarios antes mencionados no se dan sino en los Afectos


de alguna extensión, lo cual explica el porqué de su difícil lectura y comprensión a
primera vista. Fuera de que la materia en sí se presta poco o nada a la coherencia
—tanto intrínseca como formal—, puesto que de lo que se trata es de que un alma
—casi siempre atormentada— da escape a sus afectos y sentimientos en forma
de exclamaciones, reclamos, requerimientos, querellas, lamentos, sollozos, ayes,
suspiros, raptos de amor, anonadamientos, deliquios del alma, vuelos del espíritu,
arrobamientos, pasmos, asombros, en una palabra, sentimientos todos que exigen
su expresión o extroversión en frases admirativas, interrogativas o impetratorias;
frases de corto aliento, truncas casi siempre, que, por expresar súbitos
pensamientos o ideas, quedan en suspenso para ceder el paso a otras de forma y
contenido similares, que se adelantan con avasalladora insistencia para
desalojarlas, y

9. Mucho ayuda a la comprensión de los Afectos espirituales —creemos haberlo


dicho ya— relacionar su contenido con el del relato autobiográfico de Sor
Francisca, toda vez que lo que en éste se refiere en forma episódica tiene en
aquéllos su resonancia espiritual —mediata o inmediata—.

Cronología. Por razones que ampliamente se expondrán al tratar del tiempo en


que hubiera sido escrito el Afecto 5º, puede conjeturarse que este Afecto 2º haya
sido escrito en el año de 1696.

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¿"Recamado Viso" o "Recamado Biso"?

Darío Achury Valenzuela

Cierto día, el doctor Eduardo Guzmán Esponda reclamó mi atención para que
releyera el primer alejandrino pareado del poema "Leyendo a Silva", de Guillermo
Valencia, tal como fue transcrito en las dos primeras ediciones de Ritos: la
impresa en Bogotá (1899) y la hecha en Londres (1914), y tal como aparece en las
ediciones posteriores a aquéllas, sacadas a luz, ya en Bogotá, ya en Madrid.

En la primera y en la segunda edición, el poema citado se inicia así:

Vestía traje suelto, de recamado biso,


en voluptuosos pliegues de un color indeciso.

En las subsiguientes, el verso aparece igual, pero con una diferencia en la


ortografía de una palabra: el biso inicial se trueca luego en viso.

Otro día, habiendo ya releído yo tales versos y comprobado la diversidad


ortográfica del caso, el doctor Guzmán Esponda volvió a la carga, y enterado de
que su cordial insinuación había sido puntualmente atendida, me preguntó con su
acostumbrada socarronería, cuál de las dos "lecturas" o "lecciones" me parecía
ser la correcta.

—Sin la menor duda, le contesté, la segunda, viso, es la correcta. La primera,


biso, sólo da los relumbres y tornasoles de un error de imprenta, disculpable hasta
cierto punto, porque los impresores o cajistas que estamparon el texto de la
edición londinense, dados su idioma y nacionalidad, no tenían por qué andar muy
enterados de las difíciles minucias de nuestra ortografía, tan maltratada
reiteradamente por los de nuestra propia casa. Olvidé —¡ay de mí!— en el
momento de mi respuesta, que las mejores ediciones que se han hecho del
Quijote, por lo menos en el siglo XVII y principios del XIX, han sido las impresas
en Londres.

El doctor Guzmán, sin dejar su tono malicioso como de persona que tiene sus
razones bien guardadas, o a lo menos sus conjeturas de algo presuntivamente
cierto, me replicó al momento:

Lo razonable y lógico en el verso de Valencia es ese biso, así con su b bilabial


patentemente oclusiva, porque se me alcanza que tiene él un significado especial,
que bien pudiera ser algo así como el de cinto u orla, o de ruedo de un traje suelto
o no suelto; pero, en todo caso, recamado, es decir: con bordados de realce.

Confieso que en un principio no me dejaron muy convencido las suposiciones de


mi respetado amigo y acatadísimo adalid de la Academia Colombiana; pero luego
fueron ellas insinuándose en mi ánimo; y he aquí que, cuando menos lo pensé, ya

Oscar Torres Duque 102


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estaba poseído yo por el demonio de la curiosidad semántica, demonio peligroso


si los hay, incluyendo los mismísimos de la teología dogmática.

Mi primer impulso fue naturalmente el de consultar las acepciones que de la voz


viso trae el Diccionario oficial, edición de 1970. De tales significaciones, algunas
son prescindibles por no convenir precisamente al tema por tratar.

Me limitaré, pues, a transcribir las que considero más pertinentes a mis propósitos
de dilucidación. A cada acepción transcrita seguirá el correspondiente comentario
de mi exigua cosecha.

"Viso (del lat. visus)... 2ª acep. Superficie de las cosas lisas o tersas que hieren la
vista con un especial color o reflexión de la luz". Teniendo en cuenta el adjetivo
calificativo de viso y su significado, o sea "recamado", que equivale a "bordado de
realce", queda excluida la idea de superficie lisa o tersa que hiere la vista por
reflexión luminosa. Lo realzado se opone precisamente a lo liso por definición,
toda vez que, según la Academia, liso es lo que carece de adornos y realces.

3ª acep. de viso: "Onda de resplandor que hacen algunas cosas heridas por la
luz". Si se lee detenidamente el pareado inicial del poema "Leyendo a Silva", no se
da en él detalle o cosa alguna del traje de la dama lectora, yacente en el diván,
capaz de difundir o emitir una onda luminosa, ya que el mismo poeta dice que
tanto el traje como sus voluptuosos pliegues son "de un color indeciso", o sea de
un color incierto, confuso, vago, que es todo lo contrario del resplandor que
irradiará el traje como todo o el viso como parte, al ser heridos por la luz.

Acepción 7ª de viso. La Academia le asigna el carácter de anticuada. Se usa como


sinónima de "rostro humano". Inaceptable en el caso presente: no se dan, que
sepamos, visos o caras humanas bordadas en realce. En cambio, aparece
claramente su significado de "rostro humano" en estos versos de una canción de
Villasandino: "Señora, flor de azucena / claro viso angelical".

Acepción 5ª de viso: "Forro de color o prenda de vestido que se coloca debajo de


una tela clara para que por ella se transparente". Comento: Valencia ni siquiera
alcanza a sugerir en sus versos que el traje suelto de la dama lectora de Silva ni
su viso fueran algo así como prendas hasta cierto punto íntimas y sólo visibles a
través de una como túnica transparente. Vale la pena citar como autorizado
ejemplo del uso del viso en el sentido indicado, estos versos de Calderón de la
Barca, tomados de su comedia El maestro danzante: "Ser otra la causa finjo, / bien
como finjo ser otra / la del mortal parasismo / por dar visos a su ausencia / bien
que transparentes visos!".

Por cierto que "dar visos" tiene aquí el significado de "dar apariencias". Los
"transparentes visos" ilustran cabalmente la definición académica citada en este
aparte.

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Hacer visos —dice el Diccionario oficial— es frase que se dice "de ciertos tejidos
que según los hiere la luz, forman cambiantes tornasoles". Para conformarnos con
esta definición, sería necesario que en el pareado de Valencia se diera expresa la
locución "hacer visos", que como tal tiene la acepción apuntada; pero, aun
subentendida aquélla, no se avienen, como antes se anotó, los deslumbrantes
visos del traje con el color apagado de sus "voluptuosos pliegues". Al margen de la
definición que de la frase "hacer visos" da el Diccionario de la Academia, cabe
observar que tal frase se dice no sólo de los "tejidos que según los hiere la luz,
forman cambiantes o tornasoles", sino que ella es extensiva a grandes masas de
agua, como, por ejemplo, el mar, un lago, etc. Ilustran suficientemente nuestra
observación los siguientes versos del Viaje del Parnaso, de Cervantes:

Semejaban las aguas del mar cano

colchas encarrujadas, y hacían

azules visos por el verde llano.

(Edición de Rodríguez Marín, Madrid, 1935, p. 37).

Tampoco el diccionario académico registra la acepción de viso como "la vista",


que, según don Tomás Navarro Tomás, es forma frecuente en autores
medievales, como lo muestra el siguiente ejemplo tomado de Las Partidas:
"Porque toda cosa prieta conorta el viso para los ojos, los prietos son los mejores".

Biso

De lo hasta aquí expuesto con enojosa minuciosidad, se deduce que la lección o


lectura del sustantivo viso, escrito con v o uve inicial, no le da un sentido claro al
"recamado viso" como complemento explicativo del "traje suelto" del verso de
Valencia.

Veamos ahora qué fortuna acompaña al biso de la edición impresa en Londres, en


1914, con prólogo de don Baldomero Sanín Cano. Ante todo, según el Diccionario
Latino-Inglés de Oxford, es voz aquélla derivada del griego byssos, y ésta, a su
turno, del hebreo butz, y significa "lino fino" como también "la tela que con él se
hace o se teje". Del griego pasó al latín bajo la forma de byssus y su género puede
ser femenino o masculino, dándose también la forma neutra byssum. Del latín
pasó a las lenguas romances: italiana, bisso, portuguesa, bisso también; francesa,
bisse, bise, byssus. En alemán e inglés subsiste la forma latina byssus, y en
español, el diccionario académico registra la voz biso, con la restricción del
significado que luego indicaré.

Los diccionarios de tales idiomas registran las tres acepciones que generalmente
se le dan a la palabra biso, a saber: las dos primeras, usada en el lenguaje
textorio: 1ª: lino muy fino, y 2ª: la tela o género que con su fibra se fabrica y por
extensión "ropaje, vestidura o traje que se hace con esta tela". El tercer significado

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que tales diccionarios asignan a biso se emplea en zoología y es el único que


registra el Diccionario de la Academia Española y que textualmente reza así:
"Producto de secreción de una glándula situada en el pie de muchos moluscos
lamelibranquios, que se endurece en contacto con el agua y toma la forma de
filamentos mediante los cuales se fija el animal a las rocas u otros cuerpos
sumergidos; como el mejillón". Algunos diccionarios, entre otros el francés, el
alemán y el inglés, indican que estos filamentos de secreción glandular tienen un
aspecto ya algodonoso, ya sedoso, y que se utilizan como materia prima en la
urdimbre o tejido de una tela que los alemanes llaman Seeseide o Müschelseide, o
sea: "seda marina" o "biso".

El que nuestros diccionarios no consigne en su artículo biso las acepciones de


"lino finísimo", de "tela tejida con esta fibra", ni de "traje o vestido de lino delicado",
obedece seguramente al hecho de que no aparece usada en obra alguna de la
literatura española de cualquiera de sus períodos. Biso no figura ni en el
Diccionario de autoridades ni en el Tesoro de la lengua castellana de Covarrubias,
ni en el Vocabulario del maestro Gonzalo Correas. Viniendo a tiempos más
recientes, el dichoso biso no aparece en el Vocabulario de las obras de Góngora,
de Alemany y Selfa; ni en el Glosario sobre Juan Ruiz, de José María Aguado, ni
en el Glosario de voces comentadas en ediciones de textos clásicos, de Carmen
Fortecha; ni en la Fraseología o Estilística, de Cejador.

Igualmente inútiles resultaron mis pesquisas bisónicas en los diccionarios


etimológicos de Covarrubias y de García de Diego y en el inconcluso Tesoro
lexicográfico de Gili Gaya. Tan infructuosos intentos inquisitivos me han llevado a
la conclusión —provisional, desde luego— de que tal vocablo no ha sido usado
por autor alguno de la lengua castellana. Solamente hallé en el capítulo XXVII de
las Etimologías de san Isidoro de Sevilla, capítulo donde se trata de "las lanas",
esta definición: "Byssum (hilo) es una especie de lino muy blanco y finísimo que
los griegos llaman papaten".

Uso de biso en escritores griegos y latinos

La palabra biso es una palabra de ilustre y rancia estirpe. Usáronla, a porfía,


escritores, historiadores, geógrafos y narradores griegos y latinos. Restrictamente
mencionaré a algunos de tales autores.

En primer lugar, vemos cómo el siracusano Teócrito nos muestra, en el idilio Las
hechiceras, a la linda Simeta en medio de los elementos de que se sirve para sus
ensalmos y en el momento en que comienza a contarle a la señora luna en qué
circunstancias vio por vez primera al esbelto atleta Delfis y cómo súbitamente se
prendó de él, del mancebo ingrato que no tardará en abandonarla. Simeta se
encamina a una procesión que en esos momentos desfila hacia el santuario de
Artemisa. Dice aquélla que una vecina suya, la nodriza Teucáridas, la ha invitado,
"y yo, infeliz, me dispuse a acompañarla ataviándome con hermosa veste
rozagante de lino fino (byssoio) (Farmakeytrie o Las hechiceras, versos 72-74).

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En el undécimo libro, capítulo II, de la Metamorfosis o El asno de oro, su autor,


Lucio Apuleyo, describe una procesión que los sacerdotes de la luna hicieron a su
diosa. En lo más solemne del acto ritual, el personaje metamorfoseado en asno
arrebata de las manos del sumo sacerdote un ramo de rosas, se lo come,
recobrando así su prístina condición de hombre. Luego el novelista de Medaura
continúa su relato así: "En esto vino una gran muchedumbre de hombres y
mujeres... relumbrantes con vestiduras de lino (byssi) puro y muy blanco".

En algunos pasajes de su fragmentario poema filosófico De naturaleza,


Empédocles de Agrigento saca a relucir el vocablo biso, para mostrarnos, a vuelta
de algunas disquisiciones naturalistas, lo que él representa y de dónde proviene.
El geógrafo e historiador Pausanias nos ha dejado en el libro sexto, dedicado a la
Elida, de su Periegesis o Descripción de Grecia, puntuales especificaciones de
peces rarísimos, de animales de insólitos colores y de preciadísimas plantas, entre
las cuales descuella el esbelto biso o lino purísimo, al cual le da el nombre de
"linon hebraïcos". El ateniense Filóstrato, nos habla del biso como significativo de
"seda" y de "las pequeñas fibras sericígenas que se emplean para tejer la seda"
(byssos).

Herodoto de Halicarnaso, autor de la extensa serie de crónicas bautizadas por los


eruditos alejandrinos con el nombre general de Historias, narra, en el libro II, las
costumbres de Egipto, país que visitó y recorrió en gran parte. Entre tales hábitos
menciona el ilustre logógrafo el muy antiquísimo que tenían los egipcios de
envolver y fajar las momias de sus reyes en anchas fajas de biso. Fajas más
delgadas de biso eran usadas en el mismo país egipcio, según Herodoto, para
vendar heridas. De tal costumbre funeraria viene quizá el nombre de "lino del rey"
que los habitantes de Egipto le dieron al biso, así como el de perenne linum que le
asignaron los autores latinos, dadas su resistencia y duración. Pausanias llama al
biso "algodón de la India", y Plinio el Viejo lo denomina en ocasiones gossipion
herbaceum.

Esquilo en su tragedia Los persas (VIII, 80-81) nos muestra a Atosa, la viuda del
rey Darío, seguida de un coro de doncellas que lamentan y lloran la derrota de su
pueblo por los atenienses. Las doncellas aparecen en escena vestidas de amplias
y plegadas túnicas faldularias, a las que Esquilo da el nombre de byssinos o sea
"túnicas de biso".

Plutarco de Queronea nos cuenta en sus Obras morales (Ethica) cómo sus
compatriotas solían emplear la voz biso en el sentido metafórico de "palabras o
frases gratas pronunciadas al oído de los reyes orientales".

Quinto Septimio Florencio Tertuliano, el eximio apologista cristiano, entre sus


muchos tratados escribió uno intitulado De cultu foeminarum o Del atavío de las
mujeres. En él condena el lujo en las mujeres, su excesivo acicalamiento, el uso
de pelucas y cosméticos, etc., lujo y artificios de la moda que él diputa como obras
del demonio. En lugar de entregarse a estas viciosas prácticas de la moda,
Tertuliano aconseja a las damas: veste vos serico probitatis, byssino sanctitatis,

Oscar Torres Duque 106


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purpura pudiciae o sea "vestíos con la veste de seda de la probidad, con el biso de
la santidad y la púrpura del pudor".

Se nos quedan en el tintero muchos otros nombres de autores de las selectas


latinidad y helenidad, que usaron y abusaron de la palabra biso y sus derivados.
Iniciaremos ahora una breve excursión por las Sagradas Escrituras para ver, así
sea de paso, la acepción que en ellas se le da al tan llevado y traído biso.

El biso en la Biblia

Indudablemente es en la Biblia donde se menciona con más frecuencia la palabra


biso, ya como sustantivo femenino (byssus), ya como neutro (byssum) y sus
derivados: byssicus, byssinus (adjetivos), byssinum, byssina (sustantivos). Unas
veces la Vulgata le da sencillamente el significado de tela de lino finísimo, otras el
de vestido, túnica o manto hechos con la misma tela. En el segundo caso, las
vestiduras de lino pueden estar adornadas con recamados o bordados en realce,
elaborados unas con hilos de oro y plata y otros con hebras de visos y variados
colores. De los muchos textos bíblicos que pudieran citarse como ejemplos
ilustrativos de tales acepciones, se citarán, en seguida, sólo algunos. Entre
paréntesis citaremos la correspondiente voz latina.

El Génesis nos cuenta (cap. 41, 42) cómo Faraón, al investir a José con la
dignidad de primer ministro de Egipto, "lo atavió con una ropa talar de lino
finísimo" (byssina).

En el libro del Éxodo, Yahvé da a Moisés las prescripciones relativas a la


construcción del santuario y a las vestiduras sacerdotales de sus ministros. Lo
primero, las cortinas deberán ser diez y hechas "de lino (de bysso) delicado y
torzal" (cap. 26, 1); luego el velo "se hará de recamado lino (bysso) torcido" (cap.
26, 31), y la gran cortina que ha de decorar la entrada del tabernáculo se hará "de
torzal de lino fino (bysso) con labores de recamador" (cap. 26, 36).

En cuanto a las vestiduras sacerdotales, Yahvé ordena que el efod debe hacerse
"de lino (bysso) retorcido con labores de bordado de distintos colores" (Ex. 28, 6),
que la túnica debe ser "de biso (bysso), la tiara de lo mismo (byssinam) y el cinto
del sumo sacerdote tiene que ser con labor de recamado" (opere plumarii); que el
pectoral del juicio, al igual que el efod, se hará con lino (bysso) fino torzal
delicadamente bordado en realce (Ex. 28, 15).

El libro segundo de los Paralipómenos (cap. 5, vers. 12) refiere que cuando
Salomón trasladó de Sion a Jerusalén el Arca del Testamento, "todos los levitas
cantores, lo mismo que sus hijos y hermanos", lucían vestidos de biso o lino
(byssinis) de extrema finura.

En el Poema acróstico sobre la mujer perfecta, incluso en el capítulo 31 del libro


de los Proverbios, el versículo 22 dice que esa mujer ideal "para sí se hace
mantos, y su vestido es de blanco lino (byssus) y púrpura".

Oscar Torres Duque 107


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El Evangelio de san Lucas inicia el relato de la parábola del rico Epulón y Lázaro
(cap. 16, 19) con estas palabras: "Hubo cierto hombre rico, que se vestía de
púrpura y lino finísimo (bysso) y tenía cada día espléndidos banquetes".

San Juan, en su Apocalipsis (cap. 19, 14), dice cómo seguían a Dios "los ejércitos
celestiales, vestidos de lino finísimo blanco y puro (byssino albo et mundo)
cabalgando caballos blancos". En el capítulo 18 del Apocalipsis, en el que san
Juan profetiza la caída de Babilonia, se menciona al biso como una de las
mercaderías que la ciudad execrada ofrecía a los mercaderes (vers. 12), que
luego lloran la extinción de la ciudad ramera así: "Ay, ay de la ciudad grande, que
andaba vestida de lino delicadísimo" (bysso). Finalmente, en el mismo libro de la
escatología cristiana, precisamente en su capítulo 19, 8, su autor anuncia la boda
del Cordero y cómo la novia se dispone a las nupcias con estas palabras: "Y se ha
dado (a la esposa) que se vista de tela de lino finísimo (byssino). Cuya tela
finísima de lino (byssinum) son las buenas acciones de los santos".

Ahora sí el "recamado biso"

Según lo prolijamente expuesto, la dama lectora de Silva, que el maestro Valencia


nos muestra tendida o en actitud yacente en un diván, al igual que la Madame de
Récamier pintada por David, viste un traje de biso recamado, o sea, con bordados
de realce. También, según la mayor parte de los textos bíblicos antes citados,
tanto la mujer perfecta como los sacerdotes del templo de Jerusalén vestían "bisos
recamados", tal como lo expresan literalmente tales textos: induti byssis opere
plumarii, o sea, "vestidos con trajes de biso (o finísimo lino) recamado o bordado".
Otras veces la Vulgata de san Jerónimo reemplaza el opere plumarii o plumario
con la locución opere polymito, que es labor o bordado hecho con hilos de
diversos colores y en ocasión con hilos brillantes de oro y plata, y este género de
bordado sí que es en verdad un "recamado viso", porque hiere la vista con
tornasoles y cambiantes. Entonces, jugando un tanto del vocablo, se puede decir
que una dama luce "biso de recamado viso"; pero por ahí se está quedando tan
oculto entre sus pliegues, ese "color indeciso", que ya no acierto qué hacer con él.

Lucano en su Farsalia emplea el plumatus auro en la acepción de "bordado de


oro". En la comedia Epidicus, Plauto denomina plumatilis a la escamada, o sea,
según definición del Diccionario académico, "bordado cuya labor está hecha en
figura de escamas de hilo de plata o de oro". He aquí otros dos ejemplos de
"recamado viso", que tanto Plauto como Lucano emplean como calificativo de
biso.

Justiniano Justino en sus Historiae Philippicae comparte con Lucano el empleo del
plumatus auro a la par que Plinio el Viejo en su Historia naturalis, al ponderar el
primor de los estofados egipcios, se divide con Marco Vitruvio Polión, autor del
tratado De architectura, y con Plauto, los honores que otorga el uso del plumatilis
fastuoso.

Oscar Torres Duque 108


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De lo dicho en este aparte se deduce claramente que un biso adornado con opere
plumarii era sencillamente un traje de lino fino con recamados o bordados en
realce que no daban visos. En cambio, el biso exornado con opere polymito, o
simplemente plumatus auro era un vestido de delicado lino que lucía bordados o
recamados brillantes que, al ser heridos por la luz, daban visos o tornasoles.
Ahora bien, estos recamados realzaban y adornaban, no todo el traje, sino parte o
partes de él, por ejemplo, el cuello, el cinto, las bocamangas, la orla u orillo.
Entonces, y perdóneseme la reiteración, lo que daba visos eran sólo las partes
recamadas del traje y no éste en su conjunto, mejor, la tela de lino de que estaba
hecho. Conviene no perder de vista que hay muchas variedades de lino, cuyo
color proviene del que tiene la fibra con que se teje, el cual es generalmente de
tonos apagados: azul pálido, pajizo, amarillo desvanecido, marfil, primando sobre
todos el blanco, que si bien es un color claro, no puede catalogarse entre los
llamados colores vivos. Además, entre los linos albos hay algunas variedades o
matices que difuminan su blancor como el blanco quebrado y el blanco de cera.
También influye un tanto en la indecisa coloración de ciertos linos, el género de
operación que se emplea para obtener su fibra o hilaza: enriado, agramado,
espaldillado y rastrillado o peinado. Pero esto es ya lino o biso de otro bisal y
desemboquemos, por fin, a una primaria conclusión, que tanto se ha hecho
esperar: conclusión que por tan obvia es pura perogrullada. Y es ésta: la dama
que leía el libro de Silva, tendida en un diván de terciopelo rojo, vestía un traje o
biso de lino, suelto adornado con algunos bordados (ignoramos si labrados con
hilos de colores vivos y brillantes o simplemente de tonos apagados), traje, en fin,
de voluptuosos pliegues de un indefinido o dudoso color.

El primer pareado del poema "Leyendo a Silva" está explicado claramente en el


número 33 del mismo poema:

dijo entre sí la dama del recamado biso

en voluptuosos pliegues de color indeciso.

Sólo que en lugar de la preposición "en" hubiera sido mejor emplear la preposición
"de": de "voluptuosos pliegues", etc.

La conclusión secundaria, que debería ser la principal, es que la lectura correcta


del aquí tan asendereado pareado de Valencia, y según mi modesta opinión, es la
de las dos primeras ediciones de Ritos, que en el lugar pertinente imprimieron
biso. Al doctor Guzmán Esponda le asiste y sobra razón. La lectura viso, por
inexacta, oscurece el sentido de los dos versos iniciales del poema citado. Lejos
de dar ella relumbres, sume en tinieblas.

El biso en la pintura

También en la pintura el biso de recamado viso ha sido honrado y exaltado como


se debe. Dígalo, si no, el famoso retrato de Leonor de Toledo acompañada de su
hijo, pintado por el Bronzino, y que es dable admirar en la florentina Galería de

Oscar Torres Duque 109


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Pitti. No desmerece a su lado la Madame Pompadour de Quentin de La Tour, que


decora una de las salas del Louvre. ¿Y qué decir del Entierro del Conde de Orgaz,
del Greco, donde los visos de los engolados caballeros que reciben el inanimado
cuerpo del Conde contrastan con los leves y sutiles bisos de las figuras casi
invisibles que vuelan en la parte superior del cuadro, que levantan en vilo el alma
del mismo Conde para entregársela, impoluta, a la divinidad trina y una?

¿Y qué decir de Botticelli, maestro de maestros en el arte de recrear suntuosos


ropajes bisinos y envisados?

Sería cosa de nunca acabar, citar aquí los nombres de los pintores flamencos,
alemanes, franceses, italianos y españoles que pintaron con maestría inigualable
personajes revestidos de recamado viso y de recamado biso. A los ejemplos
citados agregaremos algunos de los más conocidos.

Ostentan recios trajes de recamado viso: Santa Inés leyendo la Biblia, del maestro
Bartolomé Altars; los santos Erasmo y Mauricio, de Grünewald; el retrato de Sibila
de Freilag, de Bernhard Strigel. Ejemplo de traje de deslumbrantes tornasoles es
el suntuoso retrato del Duque Guillermo IV de Baviera, pintado por Hans
Wartinger. Entre los flamencos, Rubens se lleva la palma de pintor de trajes de
recamado viso; basta con citar como ejemplo su famoso autorretrato, en que él
aparece al lado de su primera esposa, Isabella Brant. Le sigue en realismo Van
Dyck, con una excepción que luego indicaremos.

En lo atañedero a pintores de túnicas, vestes o mantos de recamado biso o de


bordado lino sutil, merece mencionarse también, dentro de esta modalidad, a
Alberto Durero. El cuadro de sus Cuatro apóstoles y el de La Virgen y el niño
patentizan cómo es el ropaje confeccionado con género de finísimo lino bordado
con labor de tonos "de color indeciso". Los amplios mantos y las andularias
túnicas de los arcángeles de las Anunciaciones de Van Der Weyden, de Hans
Holbein y de fray Filippo de Lippi, lo mismo que ese indefinible velo de la tañedora
de gamba que perpetuó Van Dyck, son la más clara ilustración de lo que es
realmente un traje suelto de recamado biso, que desciende en repliegues de
indefinible, de vago colorido.

El biso y la patología

Pocas palabras tan ricas en acepciones como esta de biso: lino delicado y fino,
tela y vestido que de él se hace, banda para ceñir momias embalsamadas de
faraones o para vendar heridas, algodón de la India, tintura de linaza, secreción
glandular de los pelocípedos, cuyos filamentos se emplean para urdir una especie
de lino, y, finalmente, en sentido metafórico, palabra para halagar oídos de rey.

Como componente, el vocablo biso invade los territorios de la patología. En efecto,


de ella proviene la bisoptisis o bisotisis o bisinosis, que es una especie de
neumoconiosis o tisis causada por la inhalación del polvo, filamentos o motas del
lino o del algodón. Esta enfermedad se conoce también con el nombre de

Oscar Torres Duque 110


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neumonía algodonosa y se manifiesta por un estado consuntivo similar al de la


tuberculosis.

En botánica se da el nombre de biso a una clase de hongos que forman ciertos


mohos; y en la misma ciencia se emplea el adjetivo bisáceo o bisoide para
designar lo compuesto de una masa de fibras finas y que en su apariencia se
asemeja al algodón. Bisal es la calidad del lino y bisógeno aquello que lo produce.
Bisina es el calificativo de las telas o trajes de lino. En los textos jeroglíficos
egipcios se conoce el biso con el nombre de "lino de rey", como antes se recordó.

¿Dónde halló Valencia este "biso"?

¿En qué abismos poéticos pescaría el maestro Valencia este biso? (empleamos
intencionalmente la palabra abismo, porque, a través del latín, viene del griego
abissos, que, ya se ha visto, tiene que ver mucho con el bissos, secreción
glandular de ciertos lamelibranquios, depositada en las profundidades marinas).
Como excelente traductor que fue de poetas italianos y portugueses, no es
abusivo suponer que en alguno o algunos de sus poemas, Valencia hubiera
descubierto serendípticamente el aportuguesado o italianizado bisso, que él, a su
turno, españolizó bajo la forma de biso. Pero si no fueron aedas de tales lenguas
quienes inopinadamente le brindaron el feliz vocablo, no iríamos muy
descaminados al mencionar la Biblia como la fuente más segura de su hallazgo
feliz. Valencia cursó humanidades en el Seminario de Popayán en los años de su
juventud. Desde entonces contrajo el hábito de leer la Vulgata, que vino a ser uno
de sus libros predilectos. En la Biblia bebió, efectivamente, su inspiración para
escribir los más hermosos de sus poemas: "Las dos cabezas", "La parábola del
monte", "Patmos", "Moisés", "El caballero de Emmaus", "Job", etc. En los dos
primeros libros del Pentateuco, en el tercero de los libros históricos
(Paralipómenos o Crónicas), en el sapiencial de los Proverbios, en el Evangelio de
Lucas y en el Apocalipsis, se encuentran a cada paso, como ya se vio, la voz
byssus y sus derivados y complementos. Valencia la vistió de galano ropaje
castellano y la usó con acierto ejemplar. Sólo dos veces la empleó en su poema
"Leyendo a Silva" y no volvió a utilizarla, temeroso de que sus lectores e
impresores la confundieran, como real e infortunadamente sucedió, con su
homófona, aunque no homógrafa, la palabra viso.

Como hay todavía mucho lino o biso que cortar y yo me considero ya incapaz de
continuar su corte, resigno aquí mis mohosas tijeras para que las tomen manos
expertas en el arte sartorial, y una vez convenientemente afiladas, rehagan lo que
yo torpemente eché a perder.

Oscar Torres Duque 111


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Tomás Vargas Osorio

Naturaleza y dirección de la poesía "moderna"

Nuevo sentido de la violencia

Tomás Vargas Osorio (Oiba, Santander, 1908 - Bucara-manga, 1941) es otro de


los poetas, narradores y ensayistas colombianos de inmerecida historia editorial.
Tras publicar cuatro títulos en su corta vida (hoy inconseguibles), y tener poco
después de su muerte una accidentada edición de sus Obras por parte de la
Imprenta Departamental de Santander (1944 y 1946), no ha vuelto a tener una
edición decorosa que muestre y destaque su importancia histórica en las letras
nacionales. La edición de Obras fue fusilada facsimilarmente en los noventas (ni
siquiera había un estudio preliminar nuevo) e igualmente se hizo una edición
facsimilar de Regreso de la muerte (1939), su libro de poemas, como parte de la
colección de los cuadernos de Piedra y Cielo.

Sin embargo, Vargas Osorio ha figurado siempre en antologías de poesía, de


cuento y de ensayo (es decir, figuró en la antología Ensayistas colombianos del
siglo XX), lo cual es un indicio del reconocimiento parcial que su obra ha tenido
entre los críticos.

El ensayista santandereano fue un escritor incansable, ya como articulista de


periódico, ya como pulidor de sus libros en la sombra. Su prosa es rítmica y sus
ideas son de una lucidez que aún hoy nos sigue proponiendo descubrimientos y
revelaciones. Afincado en la realidad nacional, en su utópica identidad, en su
tradición literaria, reflexiona sin embargo también a la luz del pensamiento
occidental, fiel lector de Nietzsche, Unamuno, Kierkegaard y Senancour. El
resultado de esta reflexión capital, asistemática pero penetrante, es la publicación,
poco antes de su muerte, del ensayo La familia de la angustia. Por lo demás, es
bien conocida su urgente propuesta nacionalista y su indagación idílica en el alma
del paisaje santandereano. Fue director del diario Vanguardia Liberal de
Bucaramanga y colaborador de El Tiempo, y llegó a ser representante liberal a la
Cámara. Murió a consecuencia de un cáncer.

Los textos escogidos, "Naturaleza y dirección de la poesía ‘moderna’" y "Nuevo


sentido de la violencia", pertenecen, ambos, al libro Huella en el barro, de 1938.

• Bibliografía ensayística:

— Huella en el barro. Bucaramanga, Imprenta Departamental, 1938.

— La familia de la angustia. Bucaramanga, Imprenta Departamental, 1941.

Recopilación:

Oscar Torres Duque 112


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— Obras. Bucaramanga, Imprenta Departamental: Vol. I: 1944; Vol. II: 1946.

Naturaleza y Dirección de la Poesía "Moderna"

Tomás Vargas Osorio


Aunque esto es un poco confuso.
¿Acaso la poesía fue hecha para ser comprendida?
R. de Gourmont.

N o os extrañéis si os digo que el poeta es el hombre de las cavernas, un


anticivilizado en la manera de percibir el mundo y comprenderlo. La oposición
entre la óptica del ejemplar primitivo y la del individuo civilizado, sobre el universo,
es lo que le da a la poesía esa esencia o ese substrato de tabú que tanto la
asemeja a la expresión religiosa. Dicha oposición consiste en que para el hombre
de las cavernas el hombre era uno, descifrable por medio de representaciones
simbólicas, por signos dibujados sobre la superficie atrayente de su misterio; en
cambio, para el hombre civilizado el mundo es diverso, y por lo tanto, clasificable.
Su actitud ante él es de simple curiosidad científica, quedando el mundo reducido
ante sus ojos a los contornos que limitan la órbita de su especialidad.

Las dos posiciones obedecen asimismo a dos necesidades diferentes: el hombre


primitivo tenía necesidad de dar una explicación a los extraños y mágicos
fenómenos que constituían el medio físico de su existencia, y este significado lo
buscaba fuera de sí, en las cosas, en el poder invisible y abstracto de las cosas, al
cual concedió nombres particulares según la naturaleza de sus reacciones ante él.
El hombre civilizado experimenta la necesidad de explicarse a sí mismo, de
atribuirse, darse, un significado entre los fenómenos del mundo que lo rodea. Sin
la oposición entre estas dos ópticas y estas dos actitudes no serían posibles ni la
poesía ni el poeta, porque de ella resulta un tercer universo que es el de lo
poético.

La poesía es, pues, primordialmente, un oficio divino. Los antiguos dieron al poeta
el rango de los profetas y de los sacerdotes. Era él el encargado de establecer el
contacto con lo desconocido y los seres misteriosos que lo habitaban; en su
palabra, como en un globo de cristal, los pueblos descifraban sus destinos.

D’Annunzio es el único poeta contemporáneo que se ha situado dentro de esta


concepción antigua, en su "Oda por la resurrección latina". Tal vez Rudyard
Kipling también:

El Invocado viene, se acerca,

inflama la noche; nadie escucha

Oscar Torres Duque 113


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en el vértigo de la sangre

la palpitación de su fuerza.

Y dice: "¿A quién enviaré

anunciador de cosas santas?

¿Quién irá por nosotros?"

Y yo digo: "Héme aquí, enviadme, ¡Señor!

¿Cuál es el signo, cuál es el pacto?"

El hombre, en el decurso del tiempo, con el desarrollo de todas sus potencias


intelectuales, fue aprendiendo a clasificar los fenómenos del universo y a
dominarlos. Aparecieron, por último, el ingeniero y el especialista. Y ya el poeta no
pudo resistir su competencia. El mundo perdió su unidad primitiva y se convirtió en
una serie de mundos fragmentarios: el físico, el químico, el moral, etc. Y desde
este momento el poeta perdió su rango. También porque el ingeniero y el
especialista se han rodeado de una atmósfera de misterio ante el hombre vulgar,
para quien es igualmente difícil comprender el poder oculto que gobierna el
espíritu de la melodía o el mecanismo de un microscopio o una fórmula algebraica.

Nos encontramos en presencia, por lo tanto, de un problema: ¿cómo se comporta


el poeta moderno —moderno no en el sentido de su estilo, sino de su actualidad
temporal— para conservarle a la poesía esa esencia de tabú original que la
aproxima, vuelvo a repetirlo, a la expresión religiosa? El catolicismo, por ejemplo,
más previsivo, utiliza un idioma muerto para los oficios del culto. Conservan así
sus rituales la influencia de la cábala, de la magicidad, lo que ha impedido la
disgregación del orbe católico. Desgraciadamente, el poeta no puede utilizar otra
lengua distinta a la que hablan sus compatriotas, es decir, una lengua vulgarizada
o viva. Tiene que acudir, pues, a elementos cuya adquisición no sea posible al
hombre vulgar, al hombre civilizado, y estos elementos se los suministra la
reminiscencia que hay en él del hombre de las cavernas.

Ante la imposibilidad de utilizar un idioma propio, un idioma exclusivo de los


poetas, éstos han apelado a la imagen. Así, la poesía está realmente escrita en
dos idiomas, que guardando íntimas vinculaciones el uno con el otro, son sin
embargo diferentes y superpuestos. El lenguaje de los signos poéticos forma una
especie de capa superior sobre el otro, reservado a una minoría de elegidos. El
hombre común pronunciará el poema en el idioma legible para él, pero no
penetrará en el lenguaje simbólico en el cual radica el valor, la esencia misma del
poema. Cualquiera que hable francés puede realizar la acción física de leer "El
cementerio marino" de Valéry; pero sólo los iniciados en el tabú, en la cábala de la
imagen, podrán descifrar su significado. Lo mismo puede decirse de quien lea las
"Soledades" de Góngora.

Oscar Torres Duque 114


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¿Puede culparse al poeta de pretender ser obscuro e ininteligible? El ingeniero se


expresa profesionalmente por medio de cifras algebraicas o de figuras
geométricas; el especialista administra un léxico sui generis; el filósofo se
construye todo un sistema lingüístico para exponer su pensamiento. El poeta
moderno, ante la competencia del ingeniero y del especialista, que son los que
dan hoy, preferencialmente, el significado y las leyes del mundo, ha tenido que
recurrir a hacer su idioma más complejo, menos accesible, por medio del proceso
de evolución y de aquilatamiento de la imagen, que caracteriza y define la poesía
contemporánea. Mallarmé llegó a poseer una verdadera y complicada técnica para
producir misterios y encantos poéticos. Instalaba por dentro de las cosas un
mecanismo de iluminación que no permitía ver, ni advertir siquiera, la superficie o
el contorno de su presencia material. En la poesía mallarmeliana, como lo dijo un
ensayista sutil, una mujer es sólo el recuerdo de una mujer, una rosa es sólo el
espacio que una rosa puede colmar. ¿No advertís en este procedimiento el arte de
la cábala?

La poesía "moderna" tenía que ser, necesariamente, una poesía escrita en


imágenes, es decir, una poesía antipopular, y casi dijérase, antihumana. Dentro de
este paisaje de conceptos es donde debe situarse la crítica poética, porque de lo
contrario no creo yo que puede comprender con exactitud y abarcar todo el
conjunto significativo de la poesía contemporánea, cuya posición está a la vez
determinada por dos fenómenos que deberán tomarse en cuenta para juzgar en
adelante la producción literaria y artística de la época: la técnica y la ciencia.
Avasallado por estas dos temibles fuerzas intelectuales, perfectamente
organizadas, el espacio histórico de la poesía, ésta se ha recluido en la almena de
la imagen en una actitud de espera y de defensa.

Todas estas ideas tienen una cabal aplicación en la poesía de Eduardo Carranza,
cuya primera etapa —canciones para iniciar una fiesta— constituye el éxito
poético más prominente en la breve historia literaria de mi generación. Todos los
elementos que se acervan en este libro están seleccionados y ordenados según
tal finalidad defensiva y expectante. Góngora está en la raíz del poeta. Pero el
gongorismo de Eduardo Carranza es un gongorismo espontáneo, no elaborado en
las retortas y los tubos de un laboratorio de palabras: le fluye, le nace con la
naturalidad con que un gajo se desprende de su tronco para mecerse en el viento
y en lo azul:

Inclinada en el límite del vuelo

tienes el ángel raudo que da el vino

del olvido y un cántico de lino

entre la gloria pura del pañuelo;

y, el beso sobre el beso del anhelo

Oscar Torres Duque 115


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donde quieto y volando trina el trino

más auroral de luna y aire fino

que por la escala de la luz va al cielo.

Timonera al timón de tu velero,

del viento niquelado y del lucero,

la pista fría de la muerte huellas;

y te vela, a media asta desolada,

la bandera del alba desplegada

en la torre del aire y sus estrellas.

El precioso soneto que copio arriba me pone en contacto con otro tema poético
moderno: el neoclasicismo. Hay ahora un resurgimiento de lo clásico. No hay
poeta nuevo que no posea un hondo conocimiento de los clásicos de su lengua. Si
en las aguas líricas de Gerardo Diego, de Altolaguirre, de García Lorca, de la gran
familia de poetas españoles contemporáneos, se remozan Fray Luis, Góngora,
Garcilaso, Calderón, estamos indudablemente en presencia de un fenómeno
literario y de la cultura que debe estudiarse con detenida conciencia. En los
romances de García Lorca yo he encontrado el ancestro del trovador del Mío Cid;
en Gerardo Diego se encuentra el recuerdo de ese aire nítido, que viste las cosas
de una beatitud inefable, en que respiran los poemas de Fray Luis como criaturas
vivas.

En Eduardo Carranza la reminiscencia clásica es sensible. Para el crítico


doctrinario y doctrinero esto no estará claro. Se pondrá a contar sílabas, a cotejar
imágenes, a analizar la anatomía gramatical de los versos y concluirá: "¡Absurdo!".
Pero es porque ocurre que el crítico doctrinario, que sólo comprende del
clasicismo su esquema legal, no puede advertir la verificación de ciertas leyes de
afinidad en el tiempo y en el espacio, que no son visibles porque en realidad no se
manifiestan por medio de forma alguna determinada. Un valle es semejante a otro
valle, aun cuando ambos estén situados en distintas latitudes geográficas; pero se
parecen como un ojo a otro porque en su composición intervinieron las mismas
leyes geofísicas.

El clasicismo es, para el crítico promedial, una jurisprudencia literaria y estética, un


conjunto de cánones estrictos, pero no repara en el subsuelo vivo que permanece
bajo este estrato codificado e inerte, y del cual se desprenden hilos, venas,
fluencias espirituales a establecer vinculación con lo nuevo y con lo actual. Lo
eterno no es una calidad fija, sino en perpetuo movimiento o intercambio. La

Oscar Torres Duque 116


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eternidad es una circulación del espíritu a través de todos los hemisferios del
tiempo, es una calidad transferible. De ello proviene aquel concepto popularísimo
de que la historia se repite; pero no es que se repita propiamente, sino que la
historia posee la virtud de actualizar antiguas experiencias: lo mismo la historia
social y política que la historia literaria y estética.

Se advierte en toda la extensión de la poesía última una dirección, no bien neta


todavía, hacia la fábula. O, diciéndolo mejor, hacia la creación de una mitología
menor, que explica la necesidad de evasión de la inteligencia contemporánea.
Esta tendencia se manifiesta en Eduardo Carranza en formas concretas:

Cautiva en dulce dominio

—su torre caña de azúcar—

vive la Infanta Dulzura

vestida de tiernos oros.

La fábula, en la poesía anterior, tenía una finalidad didáctica. En la poesía


"moderna" su finalidad es esencialmente estética. Puede ser la alborada de la
poesía pura, de una poesía sin objetivo fuera de sí misma. ¿El arte por el arte? Sí
y no. ¿La poesía por la poesía? Sí. Y entonces, ¿la función social? El arte, menos
la poesía, no tienen propiamente una función social que llenar sino humana. La
poesía se escribe no para que sea comprendida de inmediato, sino para situar al
hombre en presencia de un mundo desconocido, de un misterio, de un aspecto de
las cosas que para él había sido, antes del poema, irrevelable. Lo que garantiza y
garantizará siempre la vigencia de la poesía, es la necesidad del misterio que
desde el hombre se proyecta sobre la perspectiva de su universo externo.

Nuevo Sentido de la Violencia

Tomás Vargas Osorio

Cuando todo en derredor nuestro es exaltación —¿por qué, hacia dónde?— es


todavía más sensible el espacio reservado para una escepsis nacional que apenas
se vislumbra en algunos espíritus, los menos agitados exteriormente pero acaso
los más entrañablemente conmovidos. El colombiano tiene la tendencia
irrevocable de creer que vive en el mejor de los mundos; para robustecer y
justificar esta creencia le basta con un mínimum de hechos cumplidos (un
kilómetro de rieles le es bastante) y luego se aduerme en su siesta de civilidad
optimista.

El tipo humano que en América se encuentra más lejano de la angustia, de la


violencia, de la insatisfacción —tríptico espiritual que sirve de cariátide a toda obra
histórica— es el colombiano. Históricamente somos de una frugalidad

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desconcertante, disciplinados y sumisos. Hogareños, gustamos actuar entre los


objetos que nos son familiares, sin intentar el riesgo o la aventura de un nuevo
descubrimiento. Se nos ha desacreditado la violencia con propagandas de
procedencia dudosa y, peor, es que no nos hemos detenido a analizar el
contenido de este concepto, fondo y perspectiva de la dramaticidad universal
contemporánea.

¿Es justa la contraposición ideológica civilidad-violencia?, y hasta qué punto


nosotros los colombianos hemos preferido el primer término con desapego
definitivo del otro? La vida política, la vida administrativa, bien pueden
desarrollarse armónicamente dentro de los cauces de la civilización, y hasta es
conveniente que así sea; ¿pero la cultura debe y puede restringirse a este plano
simple de hechos y de circunstancias? La civilidad es, ante todo, un estilo de
moral política; pero es injusto —históricamente injusto— pretender que el espíritu
y la cultura se estrechen dentro de un ámbito moral utilitario, dentro de un ethos de
finalidades inmediatas. Yo apunto a esta modalidad colombiana de tan reducido
continente humano y de tan vasta vigencia exterior el hecho de que, en el orden
puro de la cultura, no hayamos creado aún una obra capaz de traspasar los
linderos temporales para dispararse en la dimensión de una vivencia en sí misma.

La violencia sólo de una manera accidental se dirige hacia objetivos distintos de la


cultura. La violencia que origina las guerras, los cesarismos políticos, las
conquistas económicas, es una violencia desviada que se ha escapado a la
naturaleza de sus funciones esencialmente espirituales y creadoras. El mundo
contemporáneo vive bajo este fenómeno, cuyo examen no ha sido deslindado
todavía de las innumerables causas a que el pensamiento actual atribuye el caos
universal, la confusión de valores y la reversión de todos los instintos libertados
del despotismo orgulloso del espíritu. Cierto es que el espíritu —en el ciclo de la
cultura occidental— se equivocó fundamentalmente y ejerció sobre los instintos
humanos una dictadura que éstos no podían soportar por largo tiempo. En el
mundo espiritual ha ocurrido algo muy semejante a lo que ocurre en el mundo de
los hechos políticos, dándole a esta última palabra su acepción total y prístina: las
capas inferiores oprimidas se han levantado contra la casta aristocrática. El
ascetismo a que el espíritu condenaba al hombre, hasta el punto de pretender
disolverlo en una concepción abstracta, equivale al sistema capitalista contra el
cual se yerguen ahora las masas en busca de una libertad que las sacie y que les
resuelva la inhibición vital a que estuvieron sometidas.

Pero esta desviación de la violencia es transitoria y no puede esperarse que ella


prolongue por largo tiempo su curso. Contra lo que comúnmente suele creerse y
propagarse, yo creo que la aparición de las masas en la historia y la de los
instintos en el espíritu, es una regresión a una edad infantil del mundo, la más
peligrosa, sí, de las edades. Cuando el pathé extranjero presenta el espectáculo
de los grandes desfiles fascistas o nazistas, bajo el aleteo de las banderas, bajo la
estridencia del grito se advierte una ausencia que al principio no sabemos qué es
pero que luego comprendemos como una distancia entre la expresión humana
presente y otra que ha de venir más tarde, cuando el hombre vuelva nuevamente

Oscar Torres Duque 118


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a su madurez. Esta distancia está por recorrer y es a la cultura a la que le


corresponde el tránsito.

Es en este punto donde me sobrecoge el presentimiento angustioso de que


entonces —de que en ese entonces próximo o lejano, la perspectiva es siempre
engañosa, sobre todo si es perspectiva de tiempo— no estemos nosotros
preparados para aceptar la violencia puesta en relación con la cultura, debido,
precisamente, a nuestra civilidad, a nuestro optimismo, a nuestra frialdad, a
nuestra indolencia, a nuestra falta de sensibilidad universal. ¿Hemos cambiado
efectivamente? ¿Cambiaremos? Esencialmente, el colombiano de hoy, de ahora,
es exactamente igual al colombiano de mil novecientos. La historia, sin embargo,
no es la misma; ésta es la historia de 1938, del minuto que se vive, que se va
viviendo. Atrás del tiempo nos hemos quedado, ¿en qué región búdica? Y tan sólo
la violencia podrá reincorporarnos al mecanismo histórico: por medio de un gran
salto, es decir, de una auténtica revolución en lo hondo y verdadero de nuestra
humanidad apacible.

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Hernando Téllez Sierra

Interpretación de los Estados Unidos

Poesía y declamación

Notas sobre la conciencia burguesa

Hernando Téllez Sierra (Bogotá, 1908-1966) es, dejando aparte la publicación de


su libro de cuentos —Cenizas para el viento, de 1950— un ensayista de tiempo
completo, que además empezó concibiendo libros de ensayos antes que
reuniones de sus textos publicados en revistas y periódicos. Es así como surgen
cuatro libros muy personales, íntimos, que no tienen más propósito que el de ver
reunidas sus prosas ocasionales y caseras, como un mapa de sus gustos y
preferencias: Inquietud del mundo (1943), Bagatelas (1944), Luces en el bosque
(1946) y Diario (1946). Sus tres libros siguientes se conformarán, de manera más
sintomática, con artículos publicados y fechados o con ensayos de fondo, más
analíticos y rigurosos. De cualquier modo, el ensayista luce tan bien en sus textos
"espontáneos" y breves como en los más extensos. En 1979, Colcultura editó en
dos volúmenes una colección de sus ensayos no recogidos en ninguno de sus
libros.

Téllez es ante todo un prosista. No es propiamente un pensador pero sus visiones


de lo concreto —lo cotidiano o lo literario— son tan sutiles y tan discientes que en
sus textos la descripción de la anécdota es todo un pensamiento intuitivo, un
pensamiento estético. Por supuesto, también hace gala de una gran formación
literaria —francesa— y es un lúcido e irreductible crítico de la sociedad burguesa,
más desde el reaccionario rincón del "placer de la cultura" que desde un
liberalismo revolucionario. Colaboró toda su vida con diversas publicaciones y fue
director de la mejor época de la revista Semana. También tuvo algún roce con la
vida política, que despreciaba profundamente.

Los dos primeros ensayos que hemos escogido de Téllez se encuentran en la


edición de Textos no recogidos en libro: "Interpretación de los Estados Unidos" fue
publicado en el suplemento literario de El Tiempo el 29 de noviembre de 1953; y
"Poesía y declamación" fue publicado en el número 4 de la revista Mito (octubre-
noviembre de 1955). "Notas sobre la conciencia burguesa" es el ensayo que abre
la edición de Literatura y sociedad (1956).

• Bibliografía ensayística:

— Inquietud del mundo. Bogotá, Librería Siglo XX, 1943.

— Bagatelas. Bogotá, Antologías de Sábado, 1944.

— Luces en el bosque. Bogotá, Librería Siglo XX, 1946.

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— Diario. Bogotá, Librería Suramérica, 1946.

— Literatura. Bogotá, Oliverio Perry y Arturo Puerta Editores, 1951.

— Literatura y sociedad. Bogotá, Ediciones Mito, 1956.

— Confesión de parte. Bogotá, Banco de la República, 1967. Póstumo.

Recopilaciones:

— Textos no recogidos en libro. Bogotá, Colcultura, 1979. 2 Vols. Edición de Juan


Gustavo Cobo Borda.

— Nadar contra la corriente: escritos sobre literatura. Bogotá, Ariel, 1995.

Interpretación de los Estados Unidos


Hernando Téllez Sierra

No me parece fácil hablar sobre los Estados Unidos después de una permanencia,
más o menos breve, en el territorio de la Unión. Sin embargo, hay una autorización
previa para hacerlo en el hecho de que muchos de los viajeros oficiales de ese
país, rumbo a Latinoamérica, gastan muy poco tiempo para visitar veinte países o
informar cuidadosamente sobre cada uno de ellos, a la Secretaría de Estado o al
presidente de los EE. UU. Cierto es que Bogotá o Lima o Quito, pueden conocerse
en un día, bien aprovechado. En cambio, Nueva York, por ejemplo, necesita una
vida. Y Nueva York, le dicen a uno las gentes que presumen de cuidadosas en sus
juicios, "no es los Estados Unidos". No comparto y, en cierta manera, me irrita esa
opinión, que estimo completamente falsa. Nueva York sí son los Estados Unidos y
sí los representan. Los representan ejemplarmente, con un simbolismo que me
permito calificar de clásico porque esa ciudad significa la creación más vigorosa,
más expresiva, más vehemente del espíritu norteamericano. En otras palabras:
Nueva York es la obra maestra de ese mismo espíritu. Ninguna otra se le parece,
en el mundo. Es una obra inimitable. Es el fruto espléndido de un cierto sistema de
vida, de un determinado proceso histórico, de una especial idea del progreso, la
civilización y la cultura. Lo significativo de los Estados Unidos, aquello que
auténticamente los expresa en el proceso histórico, no sería, de ninguna manera,
cuanto pudiera hacer creer que ese país es una copia agrandada de uno o varios
países de Europa. En este sentido, Nueva York no es sólo una rectificación al
espíritu europeo, sino la máxima creación original del espíritu americano, como tal.
Inútil tratar de buscarle semejanzas. Ni Londres, ni París, ni Berlín, ni Roma,
tienen mucho que ver con Nueva York. Las pocas generaciones de hombres que
la han hecho, que la siguen haciendo todos los días, han obedecido y obedecen a

Oscar Torres Duque 121


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las leyes de un proceso histórico sin semejanza con el proceso histórico que formó
a las ciudades europeas. Ese proceso es el específico proceso de la historia de
los Estados Unidos. De esta suerte, me parece una tontería crítica, hija de la
pereza, señalar a Nueva York como un fenómeno que queda por fuera del proceso
estadinense, como un hecho aparte de la masa global de hechos que configuran
el desarrollo histórico del país. Casi como una insólita monstruosidad, de la cual,
en cierta manera, hay que excusarse y decir: "no se engañe usted con este
gigante. Tenemos unos enanos que no van a asustarlo. La vida norteamericana no
es esto, sino aquello... Tenemos unas pequeñas ciudades, unas aldeas como las
suyas. Esto de los rascacielos, de las grandes concentraciones urbanas, de las
avenidas tan largas como carreteras y de las carreteras tan largas que, en
realidad, no terminan sino por caer en el mar, es por despistar. Nueva York es una
equivocación que le rogamos nos perdone. Y Chicago también. Y Detroit. En
cambio, vea usted a Washington, vea usted a Boston, visite ciertos lugares de la
Nueva Inglaterra, ciertos sitios perdidos para los turistas. Ahí sí estamos
representados. Ésa es Norteamérica, ésos son los verdaderos Estados Unidos...".

Pues bien. En mi modesta opinión, nada de eso es cierto. Por lo menos no es tan
cierto como lo creen muchos hijos de los Estados Unidos y casi todos los turistas.
Trataré de explicar por qué me parece falsa tan popular y difundida opinión. Lo
característico de los Estados Unidos es un sistema de vida y un concepto especial
de esa vida. Ese sistema y ese concepto son una consecuencia, como lo anoté
antes, del proceso histórico. Si los Estados Unidos hubieran tenido un proceso
paralelo o idéntico, digamos, al de Inglaterra o al de Francia, las diferencias con
cualquiera de estas dos naciones serían imperceptibles o muy débiles. El proceso
fue diferente, como lo saben muy bien sabido todos ustedes. Tan diferente que,
con Inglaterra, de donde vinieron los primeros colonizadores, hasta el idioma los
separa. Muchas mayores posibilidades tengo yo de ser entendido, en mi inglés
macarrónico, por un chofer de bus de la Quinta Avenida, que Aldous Huxley en su
inglés oxforiano. Probablemente, en los designios de los colonizadores europeos
que llegaron al territorio de la Unión para fundar un negocio, cuya casa matriz
estaba en Londres, y, de paso, matar a los nativos que se les pusieran por
delante, no figuraba el de crear un país completamente diferente del país inglés
que habían dejado más allá de los mares. Pero es que la historia, como dijo el
señor Spengler con todo acierto, no procede de acuerdo con nuestros deseos sino
por equivocación. La historia es una aventura superior a la voluntad de los
hombres. Claro está que los colonizadores iban a fundar, además del negocio de
marras, un país. ¿Pero cómo les iba a salir ese país? Eso no lo sabían. Ni siquiera
podían saber cómo les iban a salir sus hijos y los hijos de sus hijos, porque ahí
estaban, por una parte, un puñado de ingleses, un puñado de holandeses, un
puñado de africanos, un puñado de franceses, un puñado de españoles, y más
tarde, muchos puñados de italianos, de alemanes, de escandinavos, de polacos,
etc. Semejante mezcla no podía determinar ninguna unidad normal como
cualquiera otra. Ni soñarla, si es que la soñó, cada uno de los grupos inmigrantes.
Esa estupenda variedad debía, a la larga, resolverse en un cierto tipo humano,
fruto cabal de las mezclas raciales y del ambiente físico y social. En un cierto tipo
humano de síntesis cuya actitud ante la vida y el concepto de ella misma, y no la

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sangre ni la configuración de la cabeza, ni el color de los cabellos, ni el diseño de


la nariz, era lo que iba a particularizarlo, a hacerlo enteramente norteamericano.

Por otra parte, y dadas las características psicológicas que la síntesis racial tenía
que producir, a los Estados Unidos le correspondió tomar en su mejor curva de
desarrollo el proceso del capitalismo o de la democracia capitalista o del
liberalismo burgués, que todos estos nombres sirven para el mismo fenómeno
económico, político, social, cultural, científico y técnico. Claro está que si ese fruto
de síntesis que es el hombre norteamericano no hubiera tenido las condiciones
que lo hacían apto para continuar el desarrollo del proceso de la civilización
capitalista a que me refiero, pues hoy no sería el amo del mundo occidental, y los
Estados Unidos no serían lo que son como nación. El inmenso territorio de la
Unión se habría parcelado en pequeñas naciones y la síntesis geográficas, y
cultural correspondiente a la síntesis racial y sicológica no se habría producido. El
mérito superior de ese pueblo consiste, en mi modesta opinión, en haber estado
históricamente, "a la altura de las circunstancias", como dicen las señoras.
Naturalmente, el hombre norteamericano se vio ayudado por la historia, por la
propia historia de sus mezclados orígenes y de su aventura, para salir airoso en el
trance. Un compuesto sintético de muchos pueblos, pero principalmente de los
mejores pueblos europeos y, por añadidura, la ocupación de un territorio
magnífico, tenía que dar excelentes resultados.

No ocurrió lo mismo de este lado de la historia, del lado sur de la historia. A


España, la pobre y poderosa España, nuestra madre católica, fanática e
inquisitorial, le cayó entre las manos, por sucesivas herencias, y por su prodigioso
ánimo de aventura, el dominio del mundo. Y le cayó en el peor momento de su
historia, cuando literalmente no había en la Península un solo político de cabeza
fría, un solo estadista, un auténtico y verdadero conductor. Además, por encima
de España había pasado el Renacimiento, sin romperla ni mancharla. Mejor dicho,
no había pasado. Ni tampoco la Reforma, como era obvio. La Edad Media se
prolongó en España indefinidamente. Y me atrevo a sugerir que todavía no ha
acabado de concluir, como no ha concluido en Colombia, ni en muchos otros
países latinoamericanos. Además, la Inquisición española fue, frente al
Renacimiento, una verdadera cortina de hierro, semejante a la soviética, que
impidió el acceso de las nuevas corrientes del pensamiento. El desastre político de
España tiene muchas causas. Pero entre las principales está la de su obstinado
retardo para entender el cambio que la Reforma y la Revolución Francesa
imponían en el desarrollo histórico de los pueblos europeos, por una parte, y por
otra, de los pueblos que habían constituido su imperio en América.

Los Estados Unidos toman, pues, como nación, el proceso de la sociedad


burguesa, en un momento estelar. Y a ese proceso le dan un contenido, una
significación política de suma trascendencia, incorporando a la estructura
institucional del país toda la filosofía del capitalismo burgués que es la filosofía
liberal. Imagínense ustedes que no hubiera sido así, que, por el contrario, los
grandes y poderosos oligarcas liberales que hicieron la revolución norteamericana
de independencia y organizaron políticamente el país no hubieran acogido

Oscar Torres Duque 123


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jubilosamente las tesis de la igualdad ciudadana, de la libre empresa, del libre


dejar hacer, de la libre asociación, y que, a la inversa, hubieran querido prolongar
las bases filosóficas y económicas del mundo antiguo y aplicarlas a su empresa
histórica. El resultado habría sido desastroso. Pero esto es un decir, porque esa
reversión no era ya posible. Las condiciones económicas y sociales y políticas en
que se movía la historia norteamericana en la segunda mitad del siglo XVIII, y las
que iban a producirse en el siglo XIX como reflejo de todo el acontecer europeo de
esos mismos siglos, impedían enérgicamente toda posibilidad de contrariar las
leyes de desarrollo histórico mediante las cuales el imperio de la clase burguesa y
de la filosofía liberal era un hecho inexorable.

Pero Europa no podía físicamente con todo el proceso. Éste requería, también
históricamente, un ensanche y un trasplante. ¿A dónde? Pues a América. ¿A cuál
América? A la del Norte, puesto que en la del Sur ni las condiciones geográficas,
ni las económicas, ni las culturales, ni las políticas, eran las adecuadas. De
manera natural, de acuerdo con sus leyes, la historia escoge sus propios
escenarios. La civilización capitalista, la civilización burguesa, la civilización liberal,
debía culminar en los Estados Unidos. Y así ocurrió, como lo están ustedes
viendo, aun sin necesidad de visitar a los Estados Unidos. De esta suerte, lo
primero que ustedes pueden ver y lo primero que yo vi allí, fue ese tipo de
civilización capitalista, dentro de la cual, como fruto de la ciencia, de la técnica, del
maquinismo, del industrialismo, de la producción en serie, lo más natural es que
uno se tropiece con cosas como Nueva York y lo más antinatural es que uno se
tropiece con cosas como el pueblecito de Ray, vecino a Nueva York. Lo expresivo,
lo ejemplar del sistema no es Ray, sino Nueva York; no es el coche de punto que
ustedes pueden alquilar a cinco dólares la hora en la placita de la calle 59 para
pasear por el Central Park, sino el sub-way que pasa por debajo de las aguas del
Hudson, atestado de humanidad, a muchos kilómetros de velocidad; no es la
romana quietud del Cementerio de Arlington, en Washington, sino la inquietud de
Time Square, en Nueva York; no es la estampa pickwickiana del viejo zapatero
remendón, que en la calle 157 del West me arreglaba los zapatos a golpes
personales de martillo, con sus propias manos, sino la estampa antipickwickiana
del obrero de Ford; no es la cabaña del Tío Tom sino el centro Rockefeller. Me doy
cuenta de que al insistir en los contrastes, ustedes terminarán pensando que si los
hay tantos y tan agudos, lo significativo del sistema de la vida estadinense y del
rumbo de esa civilización no es precisamente lo que pudiera tomarse como
expresiones del capitalismo. Me apresuro a rectificar esa posible objeción, y a
insistir modestamente en mi tesis. Todo lo gigantesco, lo descomunal, digamos lo
que parece estar por fuera de la medida humana, pero que es consecuencia de la
tarea humana, representa en los Estados Unidos el sistema que ha hecho posible
esas creaciones. A mí me parece absurdo asegurar que la producción en serie o
las cadenas de periódicos, de almacenes, de hoteles, o los inmensos bloques de
apartamentos o los rascacielos o los trust industriales o la concentración de
grandes masas urbanas, son una arbitrariedad que no expresa la auténtica forma
de vida de los Estados Unidos. Y que, como resultado de todo esto, que es
prodigioso en sus proporciones, la civilización y la vida norteamericanas
estuvieran expresadas auténticamente por un sistema anticolectivo de

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organización social y un sistema económico individualista. Un razonamiento de


esta índole equivale a tomar el rábano por donde no debe tomarse. La pintura que
de los Estados Unidos nos hacen, a veces, algunos viajeros que cierran
horrorizados los ojos ante lo monumental, lo anónimo, lo colectivo, es
completamente ingenua e irreal. No porque todo sea como es en Nueva York, sino
porque olvidan que en lo profundo, en lo sustancial, la vida norteamericana está
teñida, impregnada del concepto social, del concepto moral, del concepto
intelectual derivados del hecho de haberse llevado allí a su más alto esplendor la
civilización capitalista y sus correspondientes creaciones.

Ahora bien: en el momento actual y después de haber llegado ese sistema


capitalista a la cúspide, empieza a cumplirse otro fenómeno. Es el de la paulatina
transformación del sistema, el de una acomodación del mismo a las exigencias
históricas. Ustedes saben, por ejemplo, que el peor negocio que existe hoy en los
Estados Unidos es el de ser rico. A tiempo que un portero del Waldorf Astoria, el
que le recibe a uno las maletas, va para arriba en su standard de vida, Nelson
Rockefeller va para abajo. No da abasto con los impuestos. Nadie ha pensado,
desde luego, que Nelson Rockefeller deba terminar de mendigo, estirando la mano
en una de las calles de Bowery, para que nosotros, los turistas latinoamericanos,
le regalemos 10 centavos de dólar a escondidas del policía, sino por todo cuanto
le estaba sobrando a él, y a todos sus pares en el poder económico, y que debía
pagar al Estado y a la sociedad, a fin de que se operase una distribución equitativa
del bienestar.

La filiación de una sociedad capitalista puede determinarse por el hecho de la


máxima concentración del capital en el mínimo posible de manos. Ésa era, ésa
fue, hasta antes del New-Deal, la característica de los Estados Unidos. Las cosas
empiezan a cambiar de perfil histórico, como lo atestigua el caso del portero del
Waldorf y del señor Rockefeller, caso tomado como símbolo y ejemplo. En estas
condiciones, tampoco es posible volver atrás, porque dentro de la historia ese
género de rectificaciones está vedado. Entonces, se preguntarán ustedes, como
me lo he preguntado yo mientras deambulaba por la calles de Nueva York, ¿qué
está ocurriendo en los Estados Unidos, además de los sucesivos divorcios de Rita
Hayworth? Está ocurriendo, sencillamente, algo de suma importancia: una natural,
una biológica transformación del sistema individualista, en sistema colectivista, no
por las vías de hecho, no a la fuerza, no con el auxilio de la violencia
revolucionaria, por lo menos hasta ahora, sino con el auxilio natural de la historia.
Es decir, que el capitalismo en los Estados Unidos está cambiando de piel y de
huesos y de sangre. Está cambiando de sustancia. Éste es, en mi sentir, el hecho
de mayor trascendencia que un viajero, ligeramente curioso de los asuntos
sociales, puede advertir allí mismo. Pero claro está que para darse cuenta de
semejante transformación no es necesario tampoco visitar a los Estados Unidos.
Con leer los periódicos de Medellín, ni siquiera los de Bogotá, es suficiente.

Pero sigamos con la colectivización estadinense. Al extenderse la organización


capitalista del trabajo, por medio de la industrialización de la sociedad anónima y
la producción en serie, la clase media y la clase obrera, cuyas diferencias de nivel

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económico, cultural y social son allí casi inexistentes, esas dos clases se
estabilizan con un poder masivo del que no hay muchos ejemplos en la historia del
mundo. A esa estabilización de las dos clases mencionadas tenía que
acomodarse, transformándose, el sistema capitalista. ¿Podía aparecer una forma
de vida, una organización social anticolectivista dentro de tan grande experimento
de concentraciones anónimas de trabajadores? Es claro que no. Desde el punto
de vista social no se realiza impunemente la producción en serie, no se crea la
sociedad anónima. La ilusión de los individualistas se hace pedazos con sólo salir
a la calle, así sea en domingo, en cualquier ciudad o en cualquier aldea de los
Estados Unidos. No hay cómo tomar una determinación que no esté sancionada
colectivamente, originada en la masa, creada por ella, autorizada por ella. La
noción de que lo individual debe ceder socialmente ante lo colectivo, opera allí con
una facilidad funcional enteramente orgánica. La anarquía individualista, el poder
individualista, el predominio individualista, no tienen ya campo histórico en ese
país. No lo pueden tener porque han desaparecido las bases económicas y
sociales sobre las cuales podía florecer. La dimensión de la vida estadinense es la
del más agradable, el más completo e igualitario de los anonimatos, la del imperio
de la masa, la del imperio de lo colectivo. Por eso dije en otra oportunidad que los
Estados Unidos son el paraíso de la clase media, con todas sus cenicientas y
todas sus Madame Bovary en realidad y en potencia. El paraíso de una poderosa
clase media, a la cual, en rigor, está incorporada la clase obrera, que profesa la
misma filosofía del éxito y cree en la misma mitología social de su clase vecina.
De ahí que, por ejemplo, los ricos colombianos no se "amañen" demasiado en los
Estados Unidos. Un rico colombiano en los Estados Unidos es un hombre
cualquiera con los mismos zapatos, el mismo sombrero y el mismo vestido del
chofer que lo lleva en el taxi. Con una desventaja para el rico: que el chofer es allí
mucho más importante y representa un poder social mucho mayor que el del rico.
El igualitario anonimato y el vigor de lo colectivo lo enervan y lo humillan. Mejor
volver donde las gentes lo señalan con el dedo.

Esa colectivización de los hábitos, de las costumbres, de las modas, del trabajo,
de la producción, del consumo, determina, con la libertad política, con el respeto a
las decisiones de las mayorías, un fenómeno sui generis, un fenómeno
extraordinario, que no estaba previsto en las profecías de los grandes intérpretes
del desarrollo histórico. El obrero de los Estados Unidos es una creación especial
del sistema, una creación que no parece conformarse al diseño marxista de ese
tipo de trabajador social. Linda estrechamente, como he afirmado antes, con la
clase media. Yo me atrevería a decir que es clase media pura y simple, tanto por
su calificación económica como por su situación social. El resultado de todo esto
es una nivelación de las clases por la línea media. Una nivelación que será más
perentoria, más extensa y de mayor equilibrio, en la medida en que el capitalismo
estadinense siga inteligentemente intervenido, socialmente frenado a través del
mecanismo estatal de los impuestos. Es decir, en la forma en que debe ocurrir
cuando ya ha llegado a su cúspide el capitalismo.

Pero me parece que me he excedido, que se me ha ido la mano en el matiz social


del tema. Y como no quiero abusar de la bondad de ustedes, me voy a permitir

Oscar Torres Duque 126


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comentar superficial y rápidamente otros aspectos. Cuando a mí me preguntan los


amigos qué me gustó más de los Estados Unidos, siempre respondo: la gente.
Quiero decir, hombres y mujeres. Porque hay casos, por ejemplo el caso de
Francia, en los cuales mi entusiasmo y mi admiración están más inclinados del
lado femenino. La gente norteamericana, como lo prueba entre otras cosas la
política exterior de ese país, carece de malicia. El hombre norteamericano (incluyo
en este genérico a las mujeres) posee una cierta candidez de gigante, de gigante
capaz de ganar técnicamente una guerra y capaz de perder políticamente una
revolución. A pesar del poder de su país, el norteamericano carece de la
insoportable, de la infinita vanidad de ciertos europeos; es directo, insofisticado y
sencillo; sabe hacer bien hechas las cosas y como el sistema lo aplastaría si no
las hiciera, pues lo hace hasta el final. Tiene una espontánea capacidad de
sorpresa ante lo extraño, pero sin la depresiva compasión que el europeo pone en
el descubrimiento de las realidades ajenas. Procede en el amor como en los
negocios: cuando hay señales de quiebra, liquida y busca nuevo socio. Sabe
perder y sabe ganar. Consciente de lo que significa su país como poderío
económico, como organización política y social, como tesorería del mundo, como
síntesis y culminación de la civilización capitalista, presenta, sin embargo, como
tipo humano, las cualidades de toda adolescencia histórica: el cordial disimulo de
su vigor y la simplicidad del gesto para que el orgullo de la soberbia creación
salida de sus manos y de su cabeza no se note demasiado. El norteamericano
medio, a diferencia también del europeo, sobre todo de algún tipo de europeo, no
considera indispensable estar recordándoles a los extranjeros, para mortificarlos
con el contraste, las creaciones verdaderamente excepcionales que su pueblo ha
llevado a cabo. "Ahí está eso", parece decir el norteamericano promedial, como
presentando excusas de que las cosas le hayan salido tan bien y tan grandes en
el proceso de la civilización y de la cultura. Ahí están esas ciudades, esas
carreteras, esos viaductos, esos parques, esos rascacielos, esas fábricas, esas
universidades, esos museos, esos laboratorios, esas bibliotecas, esos teatros, y
ahí está ese pueblo, hecho de mil pueblos, de muchas razas, de todos los credos,
de todas las supersticiones, de todas las lenguas, de todas las sectas, limpio, libre,
laborioso, tenaz, ambicioso, cándido y esforzado.

Desde luego, en una generalización de conceptos como ésta, quedan por fuera
todas las excepciones y todas las sombras del cuadro. Pero no creo exagerar, tal
como quedan señaladas, al fijar las constantes más notorias del pueblo
norteamericano. Faltaría agregar el sentido del orden, de la organización, y la
eficacia, implícita en el tecnicismo y la especialización. Esta última, llevada a
extremos realmente peligrosos para la cultura, es una primera consecuencia del
éxito fabuloso de la técnica industrial, de la producción en serie y del maquinismo.
La cultura, al diversificarse en servicio del sistema, queda sujeta a la
especialización. Pero hay un defecto de criterio al juzgar este hecho: el de valorar
el desarrollo de los EE. UU. de la misma manera como se valora el proceso del
desarrollo europeo. Los Estados Unidos no estaban obligados, históricamente, a
producir un humanismo en el sentido europeo de la palabra, sino a producir los
técnicos, los especialistas correspondientes, a la hora en que surgió como pueblo
y se estructuró como sociedad, dentro de la corriente en que iba el proceso

Oscar Torres Duque 127


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capitalista. Por eso sólo hasta ayer, después de formada esa estructura social,
empezaron a florecer un gran arte literario y un principio de filosofía. Y esto no
tiene nada de extravagante. Los filósofos griegos llegaron después de los
guerreros, de los soldados, de los fundadores de ciudades, de los hacedores de
pueblos y de sociedades.

Pero el tema de la cultura en los Estados Unidos daría para otra conferencia, y no
me parece justo prolongar más allá de sus términos naturales las dimensiones de
esta charla. Quisiera agregar, apenas, esto otro: la educación y la cultura en los
Estados Unidos no son un monopolio, como entre nosotros, de las clases
económicamente privilegiadas. No hay analfabetos en Estados Unidos. Las
escuelas, las universidades, los museos y las bibliotecas, representan por su
organización, sus servicios, su orientación, algo respecto de lo cual Europa,
acostumbrada a mirar por encima del hombro los experimentos educacionales y
culturales de ese joven país americano, ha empezado a observar con respeto y
con saludable envidia. Lo mejor como muestra del arte universal lo encuentran
ustedes en los Estados Unidos, trasplantado allí y adquirido con el dinero del
capitalismo. ¿Pero alguna vez habrá tenido mejor empleo ese dinero?

Quedaría por referirles a ustedes la emoción que depara el encuentro con la


belleza, el misterio y la seducción de tantos sitios inolvidables en las grandes
ciudades y en los pueblos pequeños, en la naturaleza desnuda de toda
arquitectura y sin otra adición que la de los continentes de verdura sembrados allí
por la incansable mano del hombre. Quedaría por referirles y explicarles mi
devoción por Nueva York, inmenso bosque mitológico del hombre moderno,
plantado sobre la roca viva y elevado hasta las nubes como afirmación del poder,
la eficacia y el genio de la criatura humana. Nueva York, sinfónico, trepidante,
afiebrado, oloroso a civilización, tiznado como un rostro de minero, duro e
ingrávido a la vez en todos sus perfiles, cruel y magnánimo, simple y complicado,
millonario y miserable, pérfido y seguro, estimulante como un vino y depresivo
como un remordimiento; desigual como la vida, frío e impersonal y, al mismo
tiempo, cálido y cordial. Nueva York eterno, probablemente inmortal en su
pulsación, en su respiración, en su jadear metropolitano; penetrado de la nostalgia
marinera que le llega a través de las voces metálicas de las sirenas del puerto;
penetrado de la alegría de sus luces, de sus cristales, de su cielo; saturado de mil
ecos, de mil susurros, de mil sonidos humanos y mecánicos, pero que se
arremansa, de pronto, en un golfo de silencio, entre los árboles de su parque;
Nueva York, que muestra su corazón incansable para distribuir las corrientes
humanas en Time Square; Nueva York de justicia y de injusticia, de crimen y
castigo, escenario de todas las humillaciones y de todas las grandezas, escenario
para toda aventura y para todo fracaso. ¿Cómo no perderse, feliz, entre su
seducción y su misterio?

Ustedes comprenderán, por lo esquemático de todas estas observaciones, que el


intento de comentar la realidad social o la realidad cultural o la realidad humana de
los Estados Unidos, dentro de los límites de una conferencia, es sencillamente
insensato. Esta glosa, panorámica y superficial, que me he atrevido a hacer sobre

Oscar Torres Duque 128


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los Estados Unidos, no tiene, en verdad, otro propósito que el de agradecer, muy
defectuosamente, desde luego, la gentil invitación que el señor director del Centro
Colombo-Americano me hizo para que hablara ante ustedes y para incitar a mis
amigos y compañeros que no han visitado ese país, a que no se pierdan, por
ningún motivo, de semejante experiencia. En los Estados Unidos hay, según la
frase popular, de todo y para todos. Inclusive hay libertad, a pesar del
macarthismo y de la discriminación racial, tendida aún como una sombra sobre
esa espléndida democracia. Pero esa libertad será cada día más perfecta, porque
debemos esperar que no fueron escritas en vano las palabras que aparecen
grabadas en la lápida de la Estatua de la Libertad: "Dadme vuestros cansados,
vuestros pobres, vuestras compactas multitudes que anhelan libertad, el humano
desecho de vuestras playas llenas, los que vagan sin amparo, los que azota la
tempestad. En mis manos levanto la lámpara que alumbra los portales de oro por
donde pasarán...".

Poesía y Declamación
Hernando Téllez Sierra

L os recitales poéticos de la señora Berta Singerman presentados en el Teatro


Colón de Bogotá, con magnífico éxito de taquilla, y comentados muy
elogiosamente en la prensa, lo que equivale también a un extraordinario éxito de
gacetilla, suscitan la ya antigua cuestión problemática de si la recitación, la
declamación de los versos ejercida profesionalmente y, por lo tanto, con una
pretensión artística adscrita a la misma profesión, agrega al texto poético un valor,
o descubre en él uno inédito, un valor que allí estaba tácito, pero que tan sólo
aparece y se vuelve explícito en la modulación, en el ritmo de una determinada
voz humana. En otras palabras: si hay, en el acto de la recitación de los versos,
una sobre-realidad de ellos mismos, una creación en cierta manera independiente
de la creación original y, por lo mismo, cualquiera que sea su mérito, abusiva y
arbitraria en relación con la esencia estética del texto y de su significado original.

Esto parece incuestionable. Y que así lo parezca constituye un problema de


mucha gravedad en el orden literario. De esa gravedad se mueren naturalmente
de risa, o de desdén, los miles de personas que colman todos los teatros del
mundo para oír a los recitadores de primera, de segunda o de tercera clase que
puedan existir. Los placeres colectivos son absolutos y ciegos. El poema,
convertido en vehículo teatral, en representación escénica, en acto público y, por
consiguiente, en acto para satisfacción "artística" de la muchedumbre, sufre un
cambio, una alteración radical de su destino, alteración que comporta
necesariamente la otra creación a que aludimos antes y en la cual todo cuanto el
recitador agrega, como expresión de su faena de intermediario entre el poema y el
público, es adventicio, ajeno al valor único del poema.

Oscar Torres Duque 129


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Hay, pues, frente a la realidad específica y determinada del poema, una


interferencia de tipo extraño, de categoría espectacular y de designio social y
pedagógico. Hay, como decimos, un cambio de destino, por cuanto que el poema
no es, básicamente, congenitalmente, materia de espectáculo (otra cosa son los
versos que constituyen un contexto teatral propiamente dicho. Pero aún así, allí
tampoco la materia espectacular es el verso mismo, sino la totalidad de la obra,
destinada a verificar una acción, a crear una situación escénica determinada). Y
hay, además, una tentativa de reducción, de nivelación de las calidades del poema
a las exigencias de la tarea declamatoria. Pero decimos mal cuando hablamos de
tentativa. Todo acto de declamación de un poema, en que interviene, por una
parte, el intérprete, y por otra, el público, deja de ser una tentativa de reducción
para ser el hecho mismo de esa reducción. Esto resulta ser, no importa el acierto o
el desacierto de cada recitador, un acto de pura arbitrariedad con el poema y con
el poeta. Un acto de superchería con referencia a la estética del poema.

¿Por qué superchería? Por esto: porque la estética del poema no demanda
ninguna exégesis teatral, ninguna exégesis del artificio representativo, ninguna
exégesis de acto público. Las condiciones del recitador son fatalmente teatrales,
inexorablemente elocuentes, puesto que nacen del convenio ineludible,
inescapable entre él y su público. Y este convenio es un convenio agonal, aun
cuando se cumpla en el recinto cerrado de un teatro, porque el recinto cerrado, en
estos casos, es apenas una acotación, una limitación, entre cuatro muros, de la
plaza pública, del aire libre. Un convenio agonal y recíproco entre el público y el
recitador. El recitador no puede obligarse a un exceso de templanza, de
contentación y de mesura en su tarea de mensajero verbal, de transmisor de
signos verbales, pues es a través de ellos como busca producir un efecto especial
de conmoción, anhelado por el público. Un exceso de austeridad verbal, de
austeridad representativa e interpretativa, anularía la eficacia y el éxito de su
misión. El intérprete ya no sería, por sí solo, un espectáculo. Dejaría de ser un
recitador. Faltaría a su tiránica vocación de elocuencia. El público lo encontraría
por debajo del mínimo nivel teatral, por debajo del mínimo nivel de la farsa —en el
buen sentido de la palabra— que demanda, como necesidad implacable, todo acto
escénico.

El recitador, para que lo sea, tiene que acceder a ese nivel. O sobrepasarlo, según
sus condiciones. El recitador está adscrito, inmerso en un cierto ámbito de
demagogia teatral de la palabra y del gesto, de la actitud humana. De ese ámbito,
no puede escapar sino para cambiar de oficio. Por consiguiente, resulta
críticamente injusto solicitarle que no sea lo que tiene que ser, que no actúe como
tiene que actuar. Aceptadas, pues, las leyes imprescindibles de su tarea, la
cuestión es definir si la estética del poema admite o soporta una estética de la
recitación —y representación— del poema mismo; si el poema como realidad
intrínseca permite ese trabajo adventicio, extraño y adicional a él mismo, que
consiste en elaborar sobre sus sílabas, sobre sus palabras y sobre sus silencios,
un cierto tipo de estrategia que aspira a ser nada menos que una interpretación
pública y de significado colectivo, de su propia reconditez o de su propia claridad.
El propósito parece temerario. Y parece, además, que implica una arbitrariedad de

Oscar Torres Duque 130


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uso, como es la de hacer del poema un espectáculo, un compromiso escénico.


Por consiguiente, si existiera efectivamente una estética de la recitación, de la
declamación de los versos, con todo cuanto ella incluye como acto público, esa
posible estética sería, en cualquier caso, el más hábil o el menos hábil, el
resultado de una adulteración de "las reglas del juego". Una transgresión de los
fueros consustanciales al poema, cuyo mensaje estético se agota en los límites de
la comunicación personal e íntima con el poema mismo.

Cuanto pueda haber de admirable, de detestable, convencional o estratégico en el


trabajo del recitador, constituye "otra" realidad, exterior al poema, suscitada sobre
una estructura estética que no la reclama y que, evidentemente, no la necesita.
Pero esto no significa que el público no la necesite, no la exija, no la haga posible
para satisfacer su sed de placeres artísticos. Un poema es una realidad solitaria,
aislada y personal. Para que la muchedumbre, la sociedad, las masas se forjen la
ilusión de penetrar esa realidad y de comulgar en ella, se requiere esta especie de
violación pública del secreto estético que recela el poema, y una como pedagógica
incitación a la masa para que participe en el incruento sacrificio. El llamado
ejercicio social del arte es así de despiadado y de inflexible. El fantasma de los
placeres colectivos derivados del arte llena siempre un amplio capítulo en los
planes culturales de todo Estado. Esos placeres podrían definirse como la sorda
obligación que se imponen el filisteo distinguido y el filisteo ordinario para no
parecer tan filisteos. Inútil negar la probable eficacia civilizadora de esos placeres
y, acaso, su eficacia paracultural. Desde el punto de vista de la pedagogía social,
la ceremonia pública de los conciertos, de los recitales y de las exposiciones de
pintura, parece inobjetable. El arte, sin embargo, es algo más recóndito y puro,
más difícil y restricto en su designio y en su comunicación. Como el amor, el arte
es un pacto de intimidad.

La tarea del recitador cumple, pues, como diría todo marxista ortodoxo, una
función social. Lo problemático o cuestionable de esa tarea empieza cuando se
trata de establecer o definir su validez artística. Esa validez, ¿qué categoría
alcanza? Ésta es la cuestión.

El caso de la señora Singerman es bien ilustrativo de ese problema y de los que


quedan esbozados en este esquema de definición de los fueros naturales del
poema. La señora Singerman hace del poema un elemento escénico y, en rigor,
no podría hacer nada diferente dentro de las exigencias connaturales a su misión
de intérprete y de intermediaria entre el poeta y el público. El poema se ofrece así
como una pauta dada a una elocuencia en disponibilidad, como un código musical
para un repertorio especial de modulaciones y de gestos. Todo ese esquema
previo de la "puesta en escena" del poema entra en acción con las palabras. El
"trance" de la señora Singerman nos parece un regalo excesivo y excesivamente
profesional de su virtuosismo. Pero es ejemplar como prueba imprescindible del
equívoco en que todo declamador incurre en relación con los fueros intrínsecos de
la obra. El recitador de larga travesía, y la señora Singerman lo es eminentemente,
corre el riesgo de caer en el abismo de la tautología, en el automatismo. La
renovación de los "efectos", de los recursos, en el recitador de versos, se presenta

Oscar Torres Duque 131


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como un ideal de ese oficio, casi imposible de lograr. La monotonía en que, al


cabo del tiempo, se resuelve esa tarea, es, acaso, la demostración de que el
poema termina victoriosamente por imponer sus fueros, por ser irreductible al
proceso de teatralización, de escenificación, de violación de su sino, que el
recitador intenta y que el público acoge entusiasmado.

Notas sobre la conciencia Burguesa

Hernando Téllez Sierra

Una de las ilusiones más firmes de la conciencia burguesa opera sobre esta falsa
certidumbre: el desarrollo capitalista, en los Estados Unidos, no genera ninguna
forma social o política del colectivismo. La regimentación social no aparece
todavía clara a esa conciencia. Pero un ligero análisis de las formas de vida, las
más elementales o las más complejas, en esa sociedad, podría destruir tan
cándida ilusión. Larvado o explícito, el colectivismo progresa allí triunfalmente a la
sombra de un automatismo, una uniformidad y una estandarización sin obstáculos
objetivos de ninguna clase, y sin ningún género de resistencias subjetivas o
intelectuales. Gracias a la prodigiosa tecnificación de la vida física y al prodigioso
conformismo de la vida espiritual, el colectivismo en los Estados Unidos tiene
despejado el horizonte. Un colectivismo de esencia burguesa. Esto parecerá a la
ortodoxia marxista un estúpido contrasentido. Empero, no está demostrada
todavía la imposibilidad histórica de hacer una sociedad colectivista de burgueses.
En rigor, ése parece ser, hasta ahora, el síntoma social más agudo del proceso
estadinense. La proletarización de la clase burguesa, etapa histórica profetizada
por Marx, no se ha cumplido en ese país. En cambio, avanza la del
aburguesamiento de la clase obrera. Al mismo tiempo el ímpetu de las formas
colectivistas va reduciendo paulatinamente la gran burguesía, para integrar una
sociedad de pequeños burgueses, satisfechos con el reparto equitativo de la
mediocridad que la economía de la producción en serie y la mitología política
correspondiente les ofrece como expresión de la felicidad.

Entre el colectivismo previsible de los Estados Unidos y el existente en Rusia, la


diferencia básica es de procedimiento, y la diferencia formal, de doctrina. La
colectivización estadinense opera como consecuencia de la presión natural del
proceso económico; en Rusia como resultado de la presión artificial del Estado,
empeñado en crear las condiciones objetivas y subjetivas, indispensables para el
cumplimiento inexorable del proceso. "He aquí, determinadas previamente, estas
condiciones de la producción y del trabajo. A ellas debe aplicarse la sociedad
entera". Y para que no se altere el designio, el Estado tiene que vigilar y controlar.
Tiene que realizar un sistemático programa de presión y adoctrinamiento sobre los
ciudadanos. En los Estados Unidos, el programa para el perfeccionamiento de la
actitud subjetiva de cada ciudadano ante las condiciones del sistema no aparece
formulado ni impuesto por las agencias del Estado. "Dentro de nuestro sistema,

Oscar Torres Duque 132


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usted es libre, usted es autónomo; respetamos su iniciativa y su determinación".


Pero el sistema presiona de por sí.

Y las formas de vida van acomodándose al sistema. Ninguna actitud individual


puede inscribirse por fuera de la norma, de la rígida ley de la estandarización. El
Estado, allí, no necesita ser y no es cruel, ni despótico, ni absoluto, y puede ser
benévolo, filantrópico, paternal o didáctico, puesto que la tarea de estimular o
derrotar, de aleccionar o alienar, de sofocar o permitir, se la tiene encomendada la
historia a los grupos económicos que comandan la producción y el trabajo. Pero ni
aun así la inmensa mayoría de los ciudadanos se da cuenta de ese hecho. Y no
dándose cuenta, el hecho parece inexistente. El gran acierto del sistema, en los
Estados Unidos, es el de haber creado la más sólida conciencia burguesa de la
historia contemporánea. Y en haber fundamentado esa solidez en una espléndida
dicotomía de esa conciencia: metafísica de la libertad y estandarización de la vida.

El éxito, en la sociedad burguesa, se encuentra calificado de acuerdo con la


declaración de renta. Un patrimonio escaso y una rentabilidad congrua no
configuran la plenitud del éxito. Se requiere más patrimonio y más renta. Todo el
patrimonio posible y la más alta renta. Cuando esas condiciones se obtienen, el
éxito está ahí, pleno y jugoso. En un salón de la sociedad burguesa, la aparición
de un individuo, nimbado, como un santo laico, con el halo invisible de su riqueza,
produce una colectiva y humillante sensación de respeto. La superstición del
dinero, consustancial a la conciencia burguesa, lo convierte instantáneamente en
símbolo vivo del poder y del éxito. Las demás categorías pasan, súbitamente, a
segundo plano. Lo que el burgués posea, eso es. Lo que verdaderamente sea, no
importa. La posesión del dinero crea, de hecho, la preeminencia más alta. En la
perspectiva burguesa de los valores, el Gran Poseedor queda situado en el primer
rango. Puede ser un hombre mediocre. El atributo absorbe al sujeto, y lo aprestigia
y absuelve. La conciencia burguesa tropieza, frente a ese personaje, con una
especie de encarnación del dinero. Y eso basta para satisfacerla.

La conciencia burguesa cree, sinceramente, desafiadoramen-te, que la propiedad


privada no es una institución social, sino el mejor y más profundo de los instintos
naturales del hombre. La raíz biológica que atribuye al fenómeno de la posesión y
acumulación de bienes, le estimula la convicción de que el verdadero enemigo del
hombre y de la sociedad es el prójimo que, carente de bienes, lucha por
obtenerlos. Pero ese enemigo, no es, estrictamente, un enemigo, sino un aliado de
la misma tesis. Una posesión conseguida, está amenazada por una posesión que
se desea. De ahí la definición burguesa de la batalla social: "la lucha de los que no
han sido capaces de tener algo, contra los que hemos sido capaces de tener
todo". Y la del orden social: "una organización en la cual la pobreza de los más
permite a la riqueza de los menos el máximo de las ganancias con el mínimo de
riesgos".

Los burgueses leen a Flaubert y les parece insípido. Leen a D. H. Lawrence y les
parece impúdico. Leen a Mauriac y les parece mentiroso. Montherlant es
intolerable para las jóvenes burguesas. Una profunda corriente de abominación

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contra este autor subleva esas almas y esos cuerpos. "Nos conoce demasiado
bien", parece decir, sin decirlo, la protesta femenina. Qué contrariedad tropezar
con El Testigo y El Adivinador. La insolente lucidez de Montherlant les asegura la
derrota. He aquí alguien que no dimite ante la mujer, ante el problema femenino, y
que, insertándose en él, lo traspasa y descompone elementalmente: "Vosotras
sois animales de placer, instrumentos para el goce momentáneo".

El amor de Andrée Hacquebaut por Pierre Costals en Les jeunnes filles es un


paradigma de la feminidad en acción. De la feminidad que incluye todo cuanto le
es referente: pasión, compasión, desesperación, absorción, invasión,
domesticación, exigencia de dominio. Absolutismo. Que Costals resista ese asedio
es, precisamente, lo intolerable. Que una vez siquiera, así sea en la literatura,
haya un resistente, un hombre que únicamente acepta y utiliza en las mujeres su
exclusiva categoría instrumental, es una forma intolerable de subversión y de
autonomía. La pequeña, y la gran burguesa también, abominan a Montherlant
porque imaginan que si todos los hombres razonaran y actuaran como Costals el
número de sus victorias disminuiría peligrosamente.

La conciencia burguesa sofoca la plenitud del sentimiento como sofoca la plenitud


del placer. Es completamente natural que Mellors diga a Lady Chatterley: "th’ar
cunt, though, are’nt ter. Best bit o’cunt left on earth", porque Mellors no sentía
como burgués, y por lo tanto, su moral y la expresión de sus sentimientos y la de
su placer no estaban condicionados a ninguna noción sofocante de ellos mismos.
Sentimientos y placer podía manifestarlos con la incomparable autenticidad de
quien no ha aprendido todavía la necesidad de traicionarse, de falsificarse, a fin de
no alterar un cierto orden de relación entre los sexos.

El código de ese orden establece, entre otras normas, que la respetabilidad


matrimonial consiste en negar a la esposa la posibilidad de que ella ofrezca al
marido todos los placeres que él exige de una amante. Ni siquiera los placeres de
la palabra: que ella nombre las cosas del placer con la palabra más exacta y
conturbadora, parece a la conciencia del burgués un atentado contra la propia
respetabilidad y una peligrosa voluptuosidad, sólo permisible a las abnegadas o
exigentes amantes.

No todo es mezquindad y pequeñez: la grandeza de alma del burgués se


manifiesta en su capacidad para resistir y disimular la avasalladora corriente de
tedio que amenaza su vida en las ceremonias clásicas de la burguesía: las fiestas
y los duelos de familia. Allí, un código artificial e inviolable de los afectos sustituye
provisionalmente el desdén, la indiferencia o el odio que, de modo profundo, nos
separa de quienes, no obstante, el sistema nos aproxima.

El burgués exige del arte una corroboración de su propia moral. La pintura


abstracta, ajena a ese tipo de corroboraciones, le ofende mucho más que la
literatura "antiburguesa". En el "¿qué significa eso?", que la enervada conciencia
burguesa profiere ante la pintura abstracta, se traduce la indignación de una moral
que no encuentra allí ninguna descripción que la justifique o que la adule. La

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primera exigencia de la conciencia burguesa a la pintura es la de que todo cuanto


en ella aparece se identifique con los modelos naturales. El abstraccionismo le
parece una burla a esa demanda. Nada más grato para esa conciencia que los
desnudos de la pintura realista. Frente a ellos, el burgués sonríe con secreta y
voluptuosa complicidad. He ahí, parece decir, una comprobación de mis más
urgentes deseos. Ninguna posibilidad de obtener, por medio del abstraccionismo,
ese género de satisfacciones, incitaciones y excitaciones.

Los escritores burgueses somos capaces de enjuiciar y condenar a la sociedad


burguesa. Nos repugna su rapacidad, su injusticia, su vulgaridad, su
sentimentalismo y su cursilería. Pero si se nos propone asumir personalmente los
riesgos correspondientes a otro tipo de sociedad, declaramos nuestro cinismo:
preferimos aplazar indefinidamente esos riesgos, y continuar beneficiándonos de
todas las ventajas del sistema que nos permite usufructuar la injusticia y aparecer
de personeros de la justicia; desdeñar la vulgaridad y servirnos de ella; abominar
del sentimentalismo y colaborar en todas sus ceremonias; detestar la cursilería y
garantizar su apogeo.

Una cierta porción de clarividencia sobre nuestra incomodidad moral y nuestra


duda nos niega el derecho a cualquier exculpación. "D’abord innocents sans le
savoir nous étions maintenant coupables sans le vouloir". No. Somos
deliberadamente, esplendorosamente culpables.

La mujer pequeño-burguesa es una fortaleza ambulante de la moralidad: en la


obscuridad de una sala de cine, permite que el desconocido que está a su lado se
tome con ella ciertas libertades que no toleraría a su marido, en su propia alcoba.

Es posible que la gran burguesa las tolere en su alcoba, o las propicie. Pero en la
obscuridad del cine, sufriría un ataque de dignidad. Promovería un escándalo,
pues es conveniente que las gentes sepan que ha sido ofendida. La diferencia
entre la actitud de la pequeña y la gran burguesa tal vez es ésta: a la primera
interesa que un hombre crea en su pudor; a la segunda, que el público se entere
de que ella cree en el suyo.

Cuando una pequeño-burguesa se propone conquistar a un hombre, principia por


rechazarlo. Una gran burguesa, con el mismo designio, comienza por entregarse.
La diferencia de actitudes, en este caso, es inexistente. Basta con esperar a que la
pequeña burguesa concluya por donde ha empezado la grande. La única
diferencia posible es de apreciación sobre la eficacia del acto: la primera cree que,
al entregarse, ha perdido, además del honor, al hombre; la segunda cree que lo ha
ganado y, además, que el placer no liquida forzosamente el honor.

La única gran admiración política de los burgueses es la que profesan a las


aristocracias reales. Pero no es sólo admiración política, sino humana. Un rey, un
príncipe, una princesa, cualquier personaje que simbolice un poder aristocrático,
abolido o sobreviviente, suscita en el alma del burgués una especie de arrobo casi
místico. Diríase que, en un momento dado, toda la condición burguesa, en lo que

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ella comporta de ordinario, uniforme y mediocre, se niega miserablemente a sí


misma. Desde la cumbre de su poder, el burgués mira, con secreta y ridícula
nostalgia, las ruinas y cenizas del poder que él mismo sustituyó.

Después de varios siglos de estar en la historia como dueño de casa, el burgués


no ha podido cancelar psicológicamente su cédula de arribista. De ahí todas las
insuficiencias e inautenticidades de su estilo vital. Su esnobismo. Su cursilería. Su
vulgaridad. Si su propia condición de burgués le satisficiera, si la hubiera asumido
psicológicamente con plenitud, su estilo no estaría falsificado por la cursilería que
brota de la inadecuación entre el modelo y el personaje. El "burgués-aristócrata"
es la ecuación humana en que se expresa esa cursilería. Es la ecuación que
simboliza la categoría de arribista con que el burgués llega a la historia para
permanecer en ella, transido de admiración, ante los vestigios humanos de las
aristocracias.

El presunto heredero burgués no cree posible que exista alguien capaz de


abominar la institución de la familia y envanecerse de esa abominación. Pero una
escasa porción de beneficio en el reparto basta para que se considere estafado
por la sacrosanta institución y la encuentre abominable. Es un motivo enteramente
vil para detestarla. Pero no podría entender que hay mejores.

El burgués considera que la muerte (de los demás) es una oportunidad que le
brinda el destino para exhibir la excelencia de sus sentimientos. De esta suerte, no
se niega jamás la revancha, y la satisfacción, que para él significan los duelos y
los entierros: por fin puede aparecer como magnánimo y misericordioso ante el
cadáver del enemigo, del adversario, del competidor, del pariente pobre y del
pobre diablo. Esta póstuma piedad con el hatillo de huesos inservibles que va en
la caja mortuoria es muy bien vista y sumamente celebrada por los demás
burgueses que acechan y envidian una oportunidad semejante. Sin embargo, qué
reconfortante prueba de sinceridad antiburguesa nos da alguien que ante la
muerte de un enemigo, de un adversario, de un ser detestable, insignificante o
mediocre, no vacila en expresar su júbilo, su desdén o su indiferencia.

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Ernesto Volkening

La Celestina enfocada desde otro ángulo

Ernesto Volkening (Amberes, pero de vecindario renano-alemán, 1908-Bogotá,


1982) llegó a Colombia en 1934, recién graduado de Derecho, y aquí se quedó
hasta su muerte. De hecho, toda su obra —sus ensayos paulatinos y constantes—
la publicó en Colombia, salvo la bella edición de ese libro extraño y maravilloso,
entre diario y evocación de la infancia europea, que es Los paseos de Lodovico
(1974). Y sus dos únicos libros colombianos son, el primero, selección de sus
ensayos, y el segundo la edición revisada de su tesis de grado en Derecho.

Imposible negar que Volkening siguió siendo, por su formación y su enfoque, un


europeo; pero imposible también negar que el mundo cultural americano, y en
particular colombiano, determinó sus temas, y se convirtió en uno de sus intereses
prioritarios interpretar las producciones culturales colombianas. En sus ensayos
conviven, pues, autores tan exóticos como Bachofen, Hamann o Hartlaub, con los
consabidos García Márquez, Mejía Vallejo o Cepeda Samudio.

Sus análisis literarios son de una a veces exasperante minucia, cuyos puntos
claves revientan de pronto como revelaciones insospechadas. Es un explorador. Y
lo era con no pocas armas teóricas, las cuales no aplicaba ingenuamente como
paradigmas de interpretación, sino como instrumentos iluminadores de relaciones
antes nunca previstas en obras literarias muy conocidas o en situaciones
históricas eternamente comentadas.

Fue colaborador de muchas revistas culturales del país desde los años cuarentas,
especialmente de la revista Eco (1960-1984), y esa obra dispersa sin duda es
mucho más extensa de lo que sus publicaciones han podido abarcar.

"La Celestina enfocada desde otro ángulo" fue escrito en 1967 y publicado en la
revista Eco. Figura en el segundo volumen de la selección de Ensayos de
Colcultura.

• Bibliografía ensayística:

— Los paseos de Lodovico. México, Librería Cosmos, 1974.

— Ensayos. Bogotá, Colcultura: Vol. I: 1975; Vol. II: 1976.

— El asilo interno en nuestro tiempo. Bogotá, Temis, 1981

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La Celestina Enfocada desde Otro ángulo

Ernesto Volkening

"Libro, en mi entender divino


si encubriera más lo humano",

dijo Cervantes de La Celestina. Justamente lo que de humano tiene ha de cautivar


a los modernos que deben tener la impresión de estar conversando con sus
propios contemporáneos; tanto así que les parecerá inconcebible que una obra de
acentos tan extrañamente familiares haya sido escrita antes de 1500, poco
después de la caída de Granada y del descubrimiento de América. En efecto,
nada encubre la tragicomedia de Calixto y Melibea; todo lo contrario, nos muestra
al hombre en la purpúrea magnificencia de sus pecados y de cuanto le es propio:
la codicia, la astucia, la servidumbre y la grandeza, el poder, la fragilidad y el
abismo del corazón.

La discreta censura que se recata en el elogio cervantino y, lejos de restarle valor,


condimenta lo que sin el grano de pimienta fuese insulsa alabanza, también nos
da la vara con que medir la distancia entre La Celestina y el Quijote, distancia la
cual no se explica por el solo hecho de haber transcurrido más de un siglo desde
la aparición de la primera hasta la del segundo.

En uno de sus sagaces aforismos observa Wilhelm Pinder, el historiador de arte


cuya influencia sobre la formación del espíritu de los gustos y las preferencias de
la época, en particular de los años veinte de nuestro siglo, aún no ha sido
debidamente apreciada: "Las potencias que se yerguen detrás del barroco y del
clasicismo son potencias eternas. Sobre todo, se trata de la conciencia de estar
acondicionado, y del anhelo de no estarlo". Partiendo de este criterio, llega uno a
la conclusión, prima facie asaz desconcertante, de que el Quijote se aproxima al
clasicismo, y La Celestina, en cambio, anda muy cerca del barroco, pues ¿qué
puede ser más fuerte que el deseo de verse librado de las cadenas del tiempo y
del lugar en el Caballero de la Triste Figura, ni qué más profundo que en el
bachiller Fernando de Rojas la melancólica certidumbre de que no hay liberación,
sino en la muerte?

Mas una vez que nos hayamos empapado de esa verdad, también lograremos
captar mejor el sentido de otro apunte no menos asombroso en que dice Pinder
que nuestra comprensión de una época en manera alguna queda determinada por
la distancia que de ella nos separa. Lo mismo sería aplicable a una confrontación
de las dos obras magnas de la literatura española. Sin faltarle al respeto a
Cervantes, me atrevo a decir que La Celestina, a pesar del mayor lapso
transcurrido desde su presumible primera publicación en 1499, halla una
resonancia más honda en el sentimiento vital del hombre moderno, lo que, dicho
sea de paso, no implica ningún juicio apreciativo, sino que apenas se funda en la
comprobación de un hecho sicológico, quizás inaceptable, ya que no por eso
menos tangible, para los admiradores del manchego. El hombre de nuestros días,

Oscar Torres Duque 138


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propenso a precipitar conclusiones, irrespetuoso e iconoclasta como el que más,


le criticará al Quijote —si lo lee, cosa que me parece poco probable— la fuga de la
realidad al mito. Desde luego, se equivoca de cabo a rabo, viendo en el mito una
suerte de lucubración fantasmagórica en vez de concebirlo como un
protofenómeno arraigado en el subsuelo del alma colectiva, y cual si fuera poco,
pasa por alto el que aquello que, valiéndose de un manoseado término de la
escuela socio-literaria, tilda de "escapismo", constituye precisamente el sine qua
non del Quijote y culmina con esa sublime evocación de la edad de oro en el
capítulo XI que, a mi modesto parecer, ha de contarse entre lo más hermoso y
emocionante de cuanto se haya escrito en romance. Por añadidura, presenciamos
en el encuentro con las efigies del hidalgo y de su buen escudero Sancho, no
tanto una fuga a mitológicas lejanías cuanto al nacimiento de un mito cuya fuerza
estimulante llega hasta el umbral de nuestra propia época y, por última vez, se
encarna en el binomio de Till Eulenspiegel y Lamme Goedzak del flamenco
Charles de Coster. En último análisis, ¡qué experimentamos y vivimos en las
salidas de Don Quijote sino aquel tiempo mítico redescubierto por Mircea Eliade,
un tiempo que siempre fue y siempre será, el eterno presente!

Por desgracia, es este momento de la atemporalidad encerrada en el perenne


retorno de la misma fundamental experiencia mítica, el que más irrita al hombre de
nuestro siglo y lo aterra hasta el extremo de precipitarlo hacia la presunta
atemporalidad del progreso ilimitado e inacabable. Ahora bien, si ponemos por
caso que ese hombre lee La Celestina —lo que se me hace no menos inverosímil,
ya que tampoco acostumbra leer los libros que le ayuden a comprenderse a sí
mismo—, tendrá sin duda la impresión harto grata de haber topado con un autor
cuyas inclinaciones parecen responder a su afán de deshojar mitos. En efecto, los
acontecimientos de la tragicomedia de Calixto y Melibea se sitúan en un plano de
recia y casi explosiva terrenalidad, y con la fe de la alta Edad Media que en el
Quijote aún se trasluce cual postrer reflejo dorado del ocaso habrán desaparecido
los últimos vestigios del pensar y sentir en categorías míticas, o por lo menos es
esto lo que cree el lector. Más tarde veremos que incurrió en otro error, pues ahí
también está tangible el mito —y por añadidura, un mito cuyos orígenes se pierden
en la bruma de la más remota antigüedad—, aun cuando, en vez de manifestarse
a través del nostálgico anhelo de la perdida edad de oro, haya quedado relegado
al fondo del que se destaca la efigie de la protagonista, y sin eso, sería ella nada
más que una vieja alcahueta sucia, desaliñada, codiciosa y llena de ardides. Tan
sólo a medida que se proyecta su sombra sobre ese fondo arcaico va adquiriendo
la Celestina, poco a poco, las dimensiones de un ser que trasciende los límites de
su propia individualidad retratada con el esmero, a un tiempo amoroso e
implacable, de un pintor de brujas. Por lo demás, no faltarían motivos para calificar
de acertada la apreciación del hipotético lector moderno, siquiera en el plano
subjetivo, ya que se descubren en La Celestina no pocos rasgos que responden a
su sed insaciable de realidades, sobre todo en cuanto a la esfera erótica se
refiere, o sea a ese extraño fenómeno complementario de su aún más
pronunciada inclinación hacia las abstracciones y las sutilezas cerebrales.

Oscar Torres Duque 139


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En el fondo, tiene uno la impresión de que, en contraste con la patria castellana


del Quijote, tierra de caballeros y monjes, de pastores y escribanos, La Celestina
encarna la otra España, tan ajena del tradicional concepto literario que se han
formado los franceses, alemanes e ingleses de la sombría austeridad y la firme
compostura del carácter hispánico. No es la España que nos pinta Fernando de
Rojas la comarca pedregosa, polvorienta, de colores ocre y grisáceo que en el
corazón de la Península se yergue cual fortaleza inconquistable, sino un país
mediterráneo de navegantes y mercaderes con estrato moro, abierto a las
múltiples y polifacéticas influencias que vienen de allende el mar, de Italia o del
Oriente, y quizás hayan contribuido a la versión, hoy día caída en desuso, de la
filiación judía del autor. Tampoco es el escenario de su obra el país de místicos,
de inquisidores, de autos de fe. En la vida cotidiana, sus personajes son, como la
mayoría de nuestros contemporáneos, algo así como ateos practicantes que
llaman al confesor cuando ya es tarde; las hechiceras, lejos de ser quemadas, van
a la picota por razones de orden público antes que por las de teología; en lugar de
las austeras costumbres de Castilla, reina una especie de paganismo alegremente
desparpajado y celebra la voluptuosidad sus triunfos en un ambiente lánguido en
donde suenan los dulces lamentos de mil ruiseñores escondidos entre los
arbustos; las noches están llenas del monótono murmullo de las fuentes y del tañir
de laúdes, a la vez que las fragancias de jazmín de los jardines moros se mezclan
con la suave brisa marina y el tentador perfume de almizcle que usa la bella
ramera Areusa.

Ha desaparecido el mundo feudal de la Reconquista que tenía el pie en el estribo


y en cuyas venas aún corría sangre de godos, el mundo de los señores que sólo
conocían dos ocupaciones: la guerra y la caza. Al joven Calixto, descendiente de
aguerridas estirpes, le quedan interminables horas de ocio y la caza, que, cuando
corre en pos de su halcón extraviado, lo lleva a la morada de la doncella Melibea.
En su casual encuentro tejen diligentes manos de parcas la urdimbre de la
fatalidad en cuyas mallas se debaten y por fin perecen ambos cual pareja de
palomas silvestres aprisionadas en la red del pajarero. Pleberio, el padre de
Melibea, a su vez no lo considera incompatible con su nobleza de "claro linaje"
hacer el comercio, armar buques y poseer molinos de aceite, en tanto que los
lacayos de la laya de Sempronio y Parmeno andan ostentando espadas de
gentilhombres, y mutuamente se tratan de "caballeros", lo que es indicio de que la
verdadera nobleza va aburguesándose lentamente en sus torres almenadas que,
como las mansiones de los nobles italianos, dominan un embrollo de callejuelas
tortuosas, tiendas y talleres.

Siempre se me hizo raro que, no obstante las indicaciones topográficas bastante


precisas que da el autor, sea el bachiller quien estudiara en Salamanca u otro, no
hubiera podido comprobar en la literatura sobre La Celestina ningún dato que nos
permita ubicar exactamente el sitio en donde se desarrolla la acción. Más al
atenernos a lo que Melibea, como antes de insertar el último eslabón en la cadena
de catástrofes, le dice a su padre: "Subamos, señor, a la azotea alta, por que
desde allí goce de la deleitosa vista de los navíos; por ventura aflojará algo mi
congoja", nos inclinamos a trasladar el escenario a una de tantas populosas

Oscar Torres Duque 140


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ciudades portuarias de la costa de Levante. Si uno repasa cuidadosamente,


página por página, La Celestina sin perder de vista las escasas, si bien minuciosas
observaciones escenográficas, resultará difícil encontrar algo que sirva para
invalidar semejante hipótesis, y en cambio abundan detalles incompatibles,
verbigracia con la opinión de Américo de Castro, según la cual "ese drama [...] se
expande a la vida en la pequeña corte de los duques de Alba de Tormes", por no
hablar de los que incluso exigen su ubicación en el medio de una gran ciudad
situada a orillas del mar o cerca de la desembocadura de un río ancho y
perteneciente a la órbita cultural del Mediterráneo antes que a la del Atlántico.
Para cerciorarse de ello es, desde luego, aconsejable prescindir de cuanto se
sepa de la vida del autor y de su permanencia en la docta Salamanca, en Talavera
de la Reina o en la vecindad de la "enhiesta y toledana Escalona", de las
influencias que allí haya asimilado e incluso de lo que digan sus personajes, y
escuchar tan sólo las sugerencias perceptibles a modo de "cortina acústica" detrás
de sus palabras. Entonces se experimenta una sensación compleja, parecida a la
que produce un lejano y confuso clamor de voces; siente uno latir el pulso de la
vida, surge de infinidad de tabernas el olor de vino, de aceite hervido, cebollas y
ajos, pescado frito y mariscos, y se palpa en las profundidades de tan exuberante
maremágnum de sonidos, aromas y colores algo indefinible como aquel misterioso
rumor preñado de vagas amenazas, de peligros latentes, de traición y celadas
tendidas a la vuelta de la esquina que antaño se percibiera en vetustos rincones
del vieux port de Marsella, de Nápoles y Estambul.

Esa conciencia del vivere pericoloso que apenas se manifiesta al principio en una
que otra impresión cogida al vuelo, un olfato, un leve estremecimiento, un no sé
qué de crípticas alusiones, luego va compactándose a medida que progresa la
acción, y por fin culmina en una como erupción de lava candente, halla su
complemento en el saber no menos profundo que posee Celestina de los
laberínticos senderos del amor carnal. Habrá quien interprete su sabiduría como
fruto de los conocimientos adquiridos en los largos años del ejercicio de su oficio.
En ese caso no se podría hablar de los arcanos, ni mucho menos de los misterios
de la concupiscencia, los cuales, contrariamente a lo que da a entender el autor,
quedarían reducidos a una mera colección de secretos profesionales de la vieja
alcahueta que sabe dónde aprieta el zapato a Juan y Juanita, qué resortes hay
que mover para poner en marcha el mecanismo de los impulsos eróticos, y cómo
sacar pingües utilidades de tales experiencias. Celestina sería, pues, una experta
en sicología de amores, quizá precursora de la legión de sicoanalíticos de moda
cuya perspicacia se agota en la exploración de la zona infraumbilical. Ciertamente,
hay en la tragicomedia de la carne inquieta e insaciable detalles de sobra, que
pudieran tentar a no pocos lectores a conformarse con semejante interpretación
un tanto simplista y modernizante. Cabe preguntar, sin embargo, si no se esconde
en la efigie de Celestina algo más inescrutable que ese conocimiento más o
menos periférico que la deja relegada al margen de los eventos, a la vez que le
permite dirigir la pieza sin tomar parte en ella. Entre paréntesis, no parece del todo
desatinada la idea de una Celestina situada más allá del Bien y del Mal, ajena al
dulce frenesí de quienes se hallan aprisionados en las redes de la voluptuosidad,
y, por lo mismo, capaz de poner en escena la eterna comedia cuyo desenlace

Oscar Torres Duque 141


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inevitable conoce la divina directora de teatro tan a fondo como sus peripecias mil
veces repetidas.

Mas por muy fascinante que a primera vista nos parezca la Celestina, convertida
en una especie de soberano e imperturbable spiritus rector de un conjunto en el
cual no se le ha asignado ningún papel, la concepción adolece de un defecto, así
fuese tan sólo por haber dejado de un lado la circunstancia de que en la vejez no
desaparece, como por arte de birlibirloque, el apetito, sino a lo sumo la posibilidad
de satisfacerlo. Es el insoluble dilema vital entre el deseo y la frustración el que
atormenta a Celestina y le hace sentir en carne propia que, aun cuando se
mantenga entre bambalinas, no ha podido romper todavía el círculo mágico de la
concupiscencia. De ahí que, después de haber facilitado la reunión de Parmeno
con Areusa (conforme a su plan de obligar al criado de Calixto), se despida la vieja
de la pareja con las palabras: "Quedaos adiós, que voime, sólo que me hacéis
dentera con vuestro besar y retozar. Que aún el sabor en las encías quedó, no lo
perdí con las muelas" (Acto séptimo). En fin, lo único que ha alcanzado la anciana
es el dudoso privilegio de identificarse en la imaginación con la mujer y el hombre,
lo que ha de proporcionarle doble placer y doble tormento. Esa misma
coparticipación hermafrodítica en algo que ya se sitúa allende la limitada zona del
Yo, si bien se halla confinado a la órbita de la realidad de primer plano, o sea a su
aspecto obsceno, ha de darnos la clave para la comprensión de la escena decisiva
(Acto cuarto) en la cual Celestina, haciendo de mediadora a favor de Calixto, visita
a Melibea y logra conmover el corazón de la altanera y melindrosa doncella
encerrada, como el gusano de seda, en el capullo de su virginidad.

He aquí una conquista que por su síntesis de extrema audacia y diplomacia


refinada ha causado el asombro y la admiración de los buenos catadores, tanto en
el pasado como en el presente. De veras, se necesitaba valor para invadir el
baluarte de la bien custodiada niña, hija de un hombre que sería capaz de aplastar
a la intrusa, cual detestable insecto, entre el pulgar y el índice, para jugarse el todo
por el todo y hacerle sin ambages una insinuación descaradamente opuesta a las
buenas costumbres y las reglas de medieval clausura. Mas no es menos
admirable la astucia de la vieja que, dando una vuelta vertiginosa, no sólo supo
desviar de su propia cabeza la ira de la orgullosa Melibea, sino incluso convertir su
aspereza en pura miel: no ha venido a solicitar ilícitos favores, nada de eso; limpia
está su conciencia y muy cristianas son sus intenciones, puesto que se hizo cargo
de implorar la clemencia de la doncella en beneficio de un enfermo que mucha
urgencia tiene de recibir algún remedio milagroso. Desde luego, no hay quien
quede impasible en tales circunstancias, ni sensibilidad femenina que resista a
semejante argumento. Por la brecha que abrió el descaro entra la misericordia, y
le sigue la pasión que cae cual tea ardiente en el polvorín. La entrega del cordón a
que se atribuyen mágicos poderes curativos no constituye sino un acto simbólico
mediante el cual se sella la capitulación. La sirvienta Lucrecia, niña del pueblo, lo
adivina en seguida: "Ya, ya, perdida es mi ama".

Motivos les sobran a los admiradores de La Celestina para hacerse lenguas de las
sutilezas de esa escena clave, aun cuando no se den cuenta de lo que se esconde

Oscar Torres Duque 142


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en un ardid cuyo resultado deja perpleja a la protagonista misma. Puede ser ella
tan audaz y tiene su estratagema tan sorprendente éxito, porque se mueve con un
tino de sonámbula en regiones del alma de Melibea, inaccesibles a su conciencia
diurna como el cuarto vedado en el castillo de Barba Azul. Celestina sabe lo que ni
siquiera sospecha su víctima: la pasión se apoderó de ella en el mismo instante en
que por primera vez se encontró frente a frente con Calixto, y basta una chispa
para incendiar la casa. Mas esa sabiduría no es de origen mundano, ni se explica
por los conocimientos del ánima humana y la experiencia de la alcahueta versada
en su oficio, sino que tiene su raigambre metafísica en una suerte de participation
mystique, o sea en la identificación inconsciente con aquella capa profunda del
alma vital de donde brotan los instintos, y ese estrato primigenio no queda sujeto,
como los impulsos que allí nacen, florecen y luego se marchitan, a la ley
inexorable del tiempo. De ahí que el saber que, por emplear un término no muy
adecuado de Lévy-Bruhl, "místicamente" participa en tales profundidades
anímicas, también se caracterice por ese momento de atemporalidad, el cual
incluso se comunica a la que lo posee y saliendo de la apergaminada piel
culebrina de su existencia real, en cierto momento se nos presenta, ya no como
atroz vieja desdentada y caduca de brujeril semblante, sino rodeada de un halo de
esplendor inefable. En esa misma tenebrosa matriz parece tener su morada,
además de la concupiscencia que en la tragicomedia de Calixto y Melibea se
manifiesta de una manera extrañamente abstracta, cual apetito puro, desprendido
de sus raíces vitales, la Vida misma en su primordial estado perenne, amorfo e
indiviso que luego se densifica, se plasma, se desdobla cristalizándose en torno
de los polos del devenir y fenecer, de la generación y la muerte.

Porque surge La Celestina de las recónditas raíces de la vida inconsciente y


sumida en un ensueño que no tiene comienzo ni fin, se ha convertido lo que su
autor modestamente llama tragicomedia en una grandiosa visión de aquel
theatrum mundi cuyos actores principales son Eros y Thanatos unidos en tan
entrañable fraternidad que, cual si fueran hermanos gemelos, se asoma el uno
dondequiera que aparezca el otro. Merced a la presencia de la Muerte, el amor de
Calixto y Melibea se enriquece de una dulzura indeciblemente dolorosa, anda
investida de la delicada nobleza de las cosas frágiles y fugaces y adquiere las
dimensiones de una pasión hasta tal extremo devastadora que, rebasando los
lindes de la razón, la costumbre y el pudor, ya no cabe dentro de los estrechos
límites de la condición humana y clama por su propia perdición. Mas incluso la
perdición y la muerte culminan en una como embriaguez dionisíaca comparable al
postrero resplandecer de la llama que precede su extinción, sin menoscabo de la
honda melancolía que nos invade mientras miramos el breve drama del rojo
candente transformado en gris de ceniza. Cogidos de la mano, el Amor y la Muerte
se lanzan jubilosos al baile que de las verdes praderas de la Vida conduce
derecho al Averno. De ahí que tenga trascendencia de evento simbólico la Caída
mortal que sufre Calixto al dar, no bien salió de los brazos de la amada, un paso
en falso; más aún, ese carácter de símbolo infunde a la catástrofe, un sí es no es
trivial y rayana en el ridículo, del galán que, cayendo de una escalera, se rompe el
pescuezo, cierta dignidad trágica y quizá tan emocionante como el gesto de

Oscar Torres Duque 143


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Melibea arrojándose en un acto de sublime emulación de lo alto de la torre al


vacío.

En fin, si dejamos de un lado las convencionales relaciones moralizantes sobre la


vanitas vanitatum et omnia vanitas en que a menudo se enfrasca el autor, se nos
presenta la tragicomedia de Calixto y Melibea cual enfático loor del amour-passion
de tintes escarlatas y nostálgicas reminiscencias de las canciones entonadas por
los troveros en la corte de los condes de Tolosa, ya que no exento de rasgos
similares a las danzas macabras de la tardía Edad Media con sus alternativas de
humor grotesco y preciosismo, de frivolidad y horror. Bailando la ronda al son de
impúdicas flautas, los personajes aún agarrados de la vida, pero ya sumidos en la
pálida luz del crepúsculo, forman un cortejo encabezado por la Celestina, cuya
posición solitaria y dominante, incluso trasciende en su peregrinar al sepulcro sin
acompañamiento, mientras que sus asesinos y los amantes van de bracete.
También es propio del otoño de la Edad Media la idea de la Muerte democrática
que en el fúnebre baile de máscaras aparece, segando sin miramientos de
ninguna especie a cuantos están al alcance de la guadaña: nobles y plebeyos, el
caballero y sus escuderos, la niña en flor y la vieja caduca. Ciertamente, las
danzas macabras pintadas a fines del siglo quince y a comienzos del dieciséis ya
revelan en su tendencia niveladora una paulatina disolución del jerárquico orden
feudal, parecida a la que se manifiesta en el descaro y la grosera familiaridad de
los lacayos o en los ásperos comentarios de la ramera Elicia sobre la desigualdad
de los destinos humanos; pero, por otra parte, no se conciben tales escenas sin la
fe ardiente y terca de una época para la cual representaba la muerte apenas el
preludio del Juicio Final, de la ascensión al Cielo o la caída al Infierno.

Distinto, más aún, diametralmente opuesto a ese concepto caracterizado por la


subordinación de la vida terrenal a la del más allá, una especie de crítica
revolucionaria sub specie aeternitatis es, en cambio, el modo de pensar y sentir de
la Celestina, según lo da a entender su célebre exclamación en el Tercer acto:
"¡Oh, muerte, muerte! ¡A cuántos privas de agradable compañía! ¡A cuántos
desconsuela tu enojosa visitación! Por uno que comes con tiempo, cortas mil en
agraz". En esas palabras no hay la menor alusión a la idea de recompensa y
castigo, de supervivencia en la Gloria o en las llamas eternas, y a la muerte, la
"física muerte" se imprime, quizá por primera vez desde los días remotos de la
Antigüedad, el carácter de acontecimiento definitivo. Um neune ist alles aus ("el
espectáculo termina a las nueve") solía decir Theodor Fontane, el gran novelista y
crítico de teatro berlinés. Cualquiera de los personajes de Fernando de Rojas
pudiera haber acuñado la misma frase que resume con brevedad epigramática la
melancólica resignación otoñal de un hijo incrédulo del siglo diecinueve.

La muerte considerada como un fin —el telón cae irrevocablemente una vez
terminada la representación de una comédie humaine de gran estilo, con sus
esplendores y miserias, su belleza y sus inmundicias— quizá le parezca al
creyente una blasfemia o, siquiera, una prematura manifestación de aquel
materialismo futuro que en los tiempos del bachiller salmantino aún no andaba
arropado en su indumentaria de doctrina filosófica, sino antes bien, se expresaba

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a modo de un sentimiento vital indefinido, ya que no por eso menos punzante.


Cabe observar, sin embargo, que existe, fuera y debajo del materialismo teórico al
cual solemos asociar los nombres de La Mettrie y del barón de Holbach, de
Feuerbach, Marx y Engels o —por mencionar la variante más trivial— los de
Büchner, Vogt y Moleschott, una especie de subcorriente materialista, más
profunda y diferenciada de lo que se creyera partiendo de bases puramente
doctrinarias. Lejos de ser un producto de la reflexión, sus manifestaciones nacen
de la experiencia del que siente cómo la vida se le escurre entre las manos, y, en
vez de afirmarnos con aire de maestro de escuela contento de sí mismo y
pedante, que después no hay nada, a no ser un banquete para los gusanos y los
juegos fosforescentes de la putrefacción reducidos a una fórmula química, ese
materialista empírico nos hace copartícipes del hondo dolor que siente pensando
que todas las cosas cuya superficie áspera y porosa o suavemente aterciopelada
tocan sus trémulos dedos, lo sobrevivirán. Tal es la filosofía de la nostálgica
canción popular vienesa que nunca he podido escuchar sin estremecerme:

"Habrá un vinillo que no probaremos;


Habrá bellas niñas, y ya no viviremos".

Lo que, conforme a las peculiaridades del temperamento austríaco, tiene en esas


estrofas un timbre de abandono crepuscular con algo de serena desenvoltura,
halla en La Celestina su expresión dialéctica de salvaje e impotente rebeldía, de
lamento estridente al cual se opone un "¡qué importa!", tanto más profundo cuanto
más cerca se siente del ocaso. Esa tensión violenta entre la conciencia de la
muerte y la desesperada afirmación de la vida en trance de fenecer, constituye
uno de los aspectos que mayor impresión habrán de causarle al lector moderno
porque tocan las fibras de su propio ser.

Otro aspecto igualmente afín a nuestra peculiar condición existencial estriba en un


elemento dinámico, suerte de peripecia brusca, vehemente y dramática en grado
sumo, propia para hacer impacto en el lector desprevenido que tranquilamente se
abandona a la ancha corriente épica de los eventos. Hay en la literatura
contemporánea pocos ejemplos de una catástrofe desencadenada con tan
demoledora fuerza como la muerte de Celestina y su epílogo, el suplicio de los dos
asesinos que mueren al amanecer, no bien consumaron su fechoría. No faltará
quién crea que tales acontecimientos sólo pueden ser adecuadamente
representados por la cinematografía mediante la técnica del corte abrupto y de los
virajes vertiginosos. En efecto, se atreve uno a sostener que alienta cierta
archifílmica pujanza y también mucho de la dureza implacable, tan apreciada hoy
día, en la asombrosa escena en que el criado Sosias, los ojos aún llenos del atroz
espectáculo, que acaba de presenciar, viene corriendo a contar a su amo con voz
balbuciente: "Sempronio y Parmeno... Nuestros compañeros, nuestros hermanos...
Que quedan degollados en la plaza". Mas en último análisis, tan tremendo efecto
se ha producido empleando simplemente el inveterado recurso dramático del
mensajero encargado de relatar lo que sucedió detrás del escenario. Por eso, el
resultado no se debe buscar en el terreno de lo formal, o sea en el empleo de no

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sé qué truco novedoso, sino en la visionaria anticipación de un sentimiento vital


que siglos más tarde habría de encontrar su congruente expresión estética.

Observaciones similares se podrían hacer con respecto al presunto realismo de La


Celestina que tantas veces y con tan singular fuerza persuasiva nos ha sido
ponderado, que su sola mención parece una perogrullada. Sin embargo, conviene
reflexionar antes de introducir en las disquisiciones sobre la tragicomedia de
Calixto y Melibea un concepto cuyas categorías y normas de aplicación en gran
parte fueron extraídas del estudio de obras e ideas privativas de la segunda mitad
del siglo diecinueve. Realista en la acepción corriente del término es —hasta cierto
punto, como se verá más adelante— el semblante de la protagonista, la dramatis
persona por excelencia que pone en marcha la acción, la domina soberanamente,
e incluso después de muerta da la impresión de conducirla a su fatídico
desenlace. La evocación de sus peculiaridades físicas y síquicas que se ha
grabado con caracteres indelebles en la memoria de generaciones de lectores, y
contribuido a que el solo nombre de la Celestina haya llegado a ser sinónimo de
alcahueta, a la vez que se ha convertido en protoimagen de cuantas se dedican a
la doble profesión de la brujería y del proxenetismo, la efigie de la anciana tan
pintorescamente fea, taimada y sabia, desvergonzada, tacaña y más codiciosa
que el diablo que corre en pos de las almas perdidas, servil en el trato de la gente
de calidad que integra su clientela, y, con todo esto, consciente de su propia
superioridad fundada en secretos conocimientos, charlatana, dicharachera,
sentenciosa sin carecer del aplomo en el hablar que jamás yerra el blanco llena de
bonhomía, pero armada de garras que se clavan en las muelles carnes de sus
víctimas y nunca sueltan la presa; la minuciosa descripción de las prácticas
propias de su oficio, tales como el remiendo de estropeadas virginidades, el uso
de tinturas y objetos mágicos, la elaboración de pomadas y ungüentos faciales, la
preparación de filtros de amor y la alquímica transformación de no importa qué
porquería en quintaesenciados perfumes, todo eso revela la común raigambre
oculta de la filosofía que engendra las distintas variedades del realismo, es decir,
la convicción de que incluso lo más noble y etéreo, lejos de haber descendido de
celestiales alturas al mundo sublunar, saca sus energías vitales del maloliente, si
bien fortalecedor y nutritivo estiércol.

No menos realistas se nos hace a primera vista la caracterización exacta de todos


los tipos humanos que mantienen relaciones con la Celestina o se mueven dentro
del aura de su personalidad, las prostitutas Elicia y Areusa, las criadas, los lacayos
y los mozos de establo, el fanfarrón Centurio, mitad chulo, mitad espadachín;
todos ellos de inmediato nos descubren por sus hábitos la clase social a la que
pertenecen, mejor dicho, su periférica ubicación en las zonas limítrofes de la
sociedad, no así por su manera de hablar que nos brinda la oportunidad de
ocuparnos del lenguaje de la Celestina y de la problemática implícita en el
concepto de quienes la consideran una creación realista hecha y derecha. No lo
es, como se desprende hasta de una lectura superficial, ni por la composición
armoniosa y geométricamente bien proporcionada en la cual ningún dramaturgo
de la escuela realista hubiera puesto tan indecible esmero, ni por las ideas y
frases que puso el autor en la boca de sus personajes. Cuando Parmeno y

Oscar Torres Duque 146


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Sempronio, el primero más inclinado a un moralismo asaz cómico, sinvergüenza


por los cuatro costados el segundo, discuten con su amo sobre el amor, creemos
escuchar a dos magistri artium graduados en Salamanca o en Alcalá de Henares,
haciendo gala de su recién adquirida erudición neoplatónica propia del
Renacimiento incipiente. En el fondo interpretan los pensamientos de don
Fernando de Rojas, formado en severas disciplinas, antes que los suyos propios
de más modesto origen. La misma impresión nos da la protagonista que estila
reminiscencias mitológicas muy superiores a su estado de ordinaria bruja
medieval, y de buenas a primeras se convierte en una magna hechicera de la
antigua Tesalia, tan íntimamente familiarizada con las lúgubres deidades del
Averno como versada en el arte de sacar provecho de las influencias cambiantes
de la luna para sus maleficios.

Aún así, se equivocaría quien concluyera que el autor sencillamente desfiguró sus
personajes, pues no se desfigura sino aquello para lo cual existen modelos, y al
creador de La Celestina le faltaban los moldes en que verter los nuevos
contenidos que tan irresistiblemente nos atraen. De ahí que a lo sumo se trate de
una suerte de realismo avant la lettre e imperfecto, si bien es indicio de una rara
visión creativa el que la imperfección misma, la contradicción, a veces enojosa,
entre la forma y el contenido no le quita a la figura de Celestina ni un ápice de su
verdad intrínseca.

Esa verdad permanece inaccesible a la sonda del análisis, a todo el aparato crítico
tomado de los arsenales del arte realista, porque arraiga en otros dominios; es,
por emplear un término quizá no del todo inadecuado, de origen suprarrealista. A
veces se pregunta uno a qué habrá de atribuirse la insólita fuerza sugestiva que
emana de La Celestina y, desde el barroco hasta nuestros días, ha seguido
irradiando, tal vez por vía de una tradición subconsciente aún no suficientemente
explorada, cuyas manifestaciones son observables sobre todo en el ámbito de la
literatura austríaco-bohemia. Por citar ejemplos, ni Zerlina en Die Schuldlosen (Los
inocentes) de Hermann Broch, un personaje que conserva muchos de los rasgos
siniestros de su endemoniada predecesora ibérica, ni la Funzengruber, partera,
alcahueta y yerbatera, en la barroca y deliciosamente absurda evocación de la
Viena imperial de los tiempos de Metternich que nos ofrece Fritz von
Herzmanovsky-Orlando bajo el título de Der Gaulschreck im Rosennetz (algo así
como El espantacaballos atrapado en una red de rosas), ni Denkwürdigkeiten von
Gibacht (Cuentos memorables de Gibacht) del genial narrador Johannes Urzidil,
en cuyas páginas figuran dos encarnaciones de la Celestina, una brujeril y otra de
perfil proxeneta, parecen concebibles sin su prefiguración arquetípica en la obra
de Fernando de Rojas que ha ejercido sobre las letras europeas una influencia,
quizá no menos profunda que el Quijote o La vida es sueño de Calderón. Dicho
sea de paso, hasta en una cinecomedia poco trascendente del sueco Ingmar
Bergman, intitulada Sonrisas de una noche de verano, topamos con un personaje
del cuño de aquella anciana dama aristocrática que, aun cuando a su ingenio
rococó sean ajenas las malas artes y mañas del modelo, se nos antoja ser una
intérprete encantadoramente maliciosa de su filosofía erótica.

Oscar Torres Duque 147


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Quién sabe si no está ahí, precisamente, la clave del enigma que nos tiene
intrigados. Como se sospechaba desde el principio, La Celestina representa algo
más de lo que se nos revela cuando, siguiendo el ejemplo de los historiadores de
literatura del siglo pasado, nos fijamos exclusivamente en el lado realista de la
personalidad de Celestina. Al enfocarla desde ese ángulo, tan sólo logramos
captar un aspecto de su ser, en tanto que el otro, o se nos escapa perdiéndose en
un misterioso claroscuro, o apenas se transparenta, verbigracia, en las palabras
que ella dirige en el Primer acto a Parmeno: "...el que verdaderamente ama es
necesario que se turbe con la dulzura del soberano deleite que por el Hacedor de
las cosas fue puesto por que el linaje de los hombres perpetuase, sin lo cual
perecería. Y no sólo la humana especie; mas en los peces, en las bestias, en las
aves, en los reptiles y en lo vegetativo algunas plantas han este respeto, si sin
interposición de otra cosa en poca distancia de tierra están puestas, que hay
determinación de herbolarios y agricultores ser macho y hembras...".

En tales frases se expande el horizonte que, como en la típica novela picaresca


del siglo diecisiete, parecía sociológicamente limitado, hacia cósmicas latitudes, y,
merced a esta ampliación se coloca en otro plano la que tan elocuentemente
enseña la doctrina del panerotismo. Si damos un paso más adelante en nuestras
reflexiones, llegamos a vislumbrar un cosmos en el cual no sólo anhelan
abrazarse todas las criaturas, hombres, animales y plantas, sino que también es
dable encontrar a dos seres que, según la concepción platónica, antaño formaban
un todo indivisible, luego fueron separados y, debido al influjo de poderes
adversos, del destino, del azar o de las "circunstancias", como diríamos hoy día,
en la época de la filosofía venida a menos, se ven impedidos de volver a ser uno.
Unir lo separado, he aquí el sentido ulterior, la esencia de la misión terrenal de
Celestina, y con ello se convierte la venal negociante de placeres en mediadora de
alta alcurnia, surge de brujeriles larvas la efigie de una sacerdotisa de Venus, y
resplandece en lontananza aquel horizonte mítico que, absortos en la
contemplación de las fascinadoras realidades de primer plano, vanamente
buscábamos.

Oscar Torres Duque 148


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Gilberto Alzate Avendaño

La revolución a la derecha

Gilberto Alzate Avendaño (Manizales, 1910-Bogotá, 1960) es uno de esos raros


perfiles de la historia política nacional que terminan por convertirse en personajes
problemáticos e inclasificables para los historiadores. Sin duda un político más
recordado por la vehemencia de su oratoria y la solidez de su inteligencia, que por
las consecuencias de su acción caudillista. Un conservador derechista
convencido, que llegó a tener un puesto preminente entre los miembros
destacados de su partido, con serias aspiraciones presidenciales.

Pero, una vez más, estamos ante un escritor y un intelectual (aunque es difícil
concebir a un intelectual de acción, y Alzate lo era). Me atrevería a decir, incluso,
que Alzate fue primordialmente un escritor (sus íntimos dijeron alguna vez que
había sido un poeta magnífico pero arrepentido). Repasar la extensa colección de
los artículos, editoriales y manifiestos que fue publicando a lo largo de su
militancia política —es decir, de su vida— así lo corrobora, y en esa experiencia
también asistimos a un grato banquete verbal, al espectáculo bien proporcionado
de una cultura universal y al surgimiento de un idealismo de lúcida concepción. La
relación de su vida con su obra escrita sólo tiene un parangón: el caso de Bolívar;
esto es, el de concebir la escritura, una escritura plena de estilo y de arrogancia,
como un instrumento de comunicación con la historia.

La obra de Alzate se compone, como hemos dicho, de editoriales (en La Patria de


Manizales y El Eco Nacional y Diario de Colombia de Bogotá, sus periódicos), de
manifiestos y discursos, y de ensayos apologéticos e históricos. Buena parte de
esa ingente producción aún está por recopilarse. "La revolución a la derecha" fue
escrito en 1946.

• Bibliografía ensayística:

— Obras selectas. Bogotá, Cámara de Representantes, 1979.

— Obras selectas. Bogotá, Banco de la República, 1984.

La Revolución a la Derecha

Gilberto Álzate Avendaño

Hace pocos años, Jean-Richard Bloch escribía un ensayo sobre la muerte de la


palabra "revolución". A su parecer, los vocablos maestros que condensaron y
cifraron las energías sociales durante un siglo, se han tornado yertos instrumentos
gramaticales, sin poder de suscitación y de porvenir. El mundo atraviesa por una

Oscar Torres Duque 149


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crisis verbal y una anemia de vocabulario, sin que la inquietud del tiempo presente
encuentre las metáforas nuevas, el verbo que la encarne.

Grandes cadáveres obstruyen nuestra marcha —dice el escritor francés—. Son


palabras muertas. Las palabras nunca se ciñen estrictamente a su objeto, pero
durante cierto período al menos la coincidencia del vocablo con el concepto
satisface el espíritu. En seguida las realidades se desplazan y las palabras
quedan, sin que percibamos inmediatamente que ellas ya no cubren nada.

Una a una las palabras que han significado los cambios, la esperanza, la promesa,
la buena nueva, han perdido sus jugos vitales. Las palabras comparten la suerte
de la cosa que designan. No ocurrirá en forma distinta con la palabra revolución.
Su decadencia comenzó desde que la revolución pasó de la mística a la política,
del símbolo a la existencia, de los ideales a los hechos.

El mito del siglo XX no se halla al lado de la revolución, sino más allá de ella. No lo
distinguimos aún porque nadie lo ha designado ni le ha dado un nombre. Pero
está en cada hombre que pasa, en cada máquina que se construye, en cada
pensamiento que se forma, esperando su bautismo.

Muchos otros espíritus alertas, como Emmanuel Berl, confiesan que la palabra
revolución, que suscita entre una generación más resonancias que ninguna otra,
se encuentra deshonrada, siendo menester renunciar a su empleo, pues ninguno
de sus compañeros tiene derecho a aferrar su vida a ella. Es un fetiche idiomático,
rodeado por un parapeto reverencial, pero cuya oquedad sonora no representa
una actitud vital ni un designio coherente.

Sin embargo, a pesar de esa ofensiva contra ella, la palabra conserva su halo
mágico, su fuerza explosiva, su dinámica pasional en el alma de las masas. Hay
signos verbales desgastados por el uso, que mantienen empero cierta carga de
energía, vigor emotivo y prestigio mitológico. Así pasa con la revolución, un
vocablo rampante, con penacho, que ha inspirado a las gentes un terror
supersticioso y que suele tenerse como monopolio literario de las izquierdas.
Quienes piden que se sepulte piadosamente un léxico difunto, para que no
embarace el tráfico mental, incorporando la "revolución" entre las palabras claves
que deben retirarse del servicio activo, por corresponder a un mito fraudulento,
desportillado y caduco, no advierten que ese término delirante, ese viejo cliché de
propaganda, no ha sido reemplazado por otro que le aventaje en eficacia y todavía
retiene su clientela política, su atracción magnética, su fuerza de reclamo.

No siempre la revolución tiene un compás catastrófico. Puede ser en ocasiones la


vehemente sacudida hacia un orden nuevo, más humano y más justo. Es preciso,
por eso, definir los contornos y el contenido de esa palabra, que suele ser víctima
de abusos del lenguaje. Usada como simple detonación fonética o descarga verbal
por oradores truculentos, a nadie impresiona, porque el país está vacunado contra
el virus patético y el estilo fanfarrón destinado a meter miedo.

Oscar Torres Duque 150


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Nuestro insigne amigo el doctor Augusto Ramírez Moreno viene planteando la


tesis de un tradicionalismo revolucionario, con mucha pertinacia y énfasis. Su
objetivo consiste en demostrar que las derechas colombianas tienen sobrado
acervo doctrinal para resolver con éxito los problemas sociales y políticos del
tiempo presente.

Parece que riñeran un poco entre sí esos dos términos, tradición y revolución,
implicando un contraste entre un pasado yacente y un azaroso salto en el vacío.

Suele entenderse la tradición como un repertorio de anécdotas o un fardo de


sucesos inertes que gravitan sobre el presente. Y se sospecha que el
tradicionalismo adopta una especie de ritual hierático ante las viejas formas
disecadas, con una pasión senil semejante a la de los egiptólogos, como si la
historia fuese arqueología.

En verdad, la tradición va fluyendo, pues no es una cisterna de aguas muertas, ni


el aluvión de escorias que deja el tiempo. Las formas se suceden. Unas mueren y
otras nacen. Sólo queda en vigor un conjunto de principios, valores, memorias y
nombres, que constituyen núcleo, protoplasma y levadura de la nación, concebida
como un pueblo que al envejecer adquiere conciencia de su destino.

Tradición significa transmisión. Como en todo legado, es preciso inventariar y


deducir el pasivo. Lo que importa es buscar tiempo arriba la savia germinativa del
pasado, la esencia del acontecer histórico, el genio nacional que permanece
inmutable a través del torrente de los hechos y el flujo de las circunstancias. La
tradición sólo recoge substancias, constantes históricas, caracteres estables. Es la
yema, sin cáscaras ni cortezas.

El tradicionalismo busca, en los yacimientos históricos, definiciones y pautas


acordes con el genio propio, el carácter peculiar y el ritmo profundo de la
república. Se ha dicho que todos los pueblos deben volver por épocas a sus
orígenes. Nuestra política tiene ese signo de rectificación y retorno, superando el
ayer marchito, en pos de la historia mayor. Ella ha ido hasta el pensamiento de los
libertadores, para rescatar su verdad olvidada. Abandonando las supersticiones y
los extravíos del pasado inmediato, quiere volver a la auténtica colombianidad, a
los valores intransferibles y las raíces genitales de la patria. Ése es el porvenir del
pasado, la tradición vuelta destino.

Las derechas colombianas son nacionalistas, bolivarianas y católicas. En esa


nomenclatura se compendian las grandes tradiciones congruentes y vivas en
cuyas matrices se puede plasmar la historia nueva.

Lo que ha muerto, por fin, es la revolución francesa. El estado liberal entra en


crisis, por su individualismo y su neutralidad ante la libre concurrencia económica,
que es una prima otorgada a los más fuertes. Todo su sistema de valores y formas
se desploma.

Oscar Torres Duque 151


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Por una curiosa paradoja, lo que en el partido conservador resulta vigente es su


concepción jerárquica y orgánica de la sociedad, su tradición autoritaria, al par que
es anacrónico cuanto lo aproxime al liberalismo clásico.

Al desplazarse el centro de gravedad de la política hacia los problemas


económicos y sociales, el conservatismo tiene que refugiarse en los principios de
la democracia cristiana o catolicismo social. La sociedad nueva ha de fundarse
sobre una interna estructura cristiana y un reajuste del sistema económico, en que
nadie pueda cebarse con el sudor ajeno, ni meterse en su caudal como en plaza
fuerte. No se trata de dejar caer una fórmula de piedad literaria sobre el desorden
profundo de un régimen socialmente inhumano, sino de acabar con la supérstite
economía liberal, tutelar el trabajo en su lucha desigual, planificar la intervención
progresivamente intensa del estado y plantear el debate ante el pueblo. Como
escribiera alguno, después de las encíclicas no puede darse católico no
intervencionista, sino a lo sumo intervencionista de mal humor.

En un libro reciente de Thierry Maulnier, titulado Más allá del nacionalismo, se


sostiene que cuando una filosofía y una acción revolucionarias interpretan un
desequilibrio efectivo de la vida social, sólo pueden ser vencidas por una filosofía y
una acción más eficaces. El orden decorativo, la anarquía mansa que es la
costumbre, la inmovilidad social y sus máscaras, no resisten la tremenda
avalancha. Ni tampoco la represión, la reconciliación o el reformismo que
proponen a la sociedad, como medio por sobrevivir, la misma enfermedad de la
que muere, la petrificación en las formas adquiridas, la resistencia al ímpetu de la
vida. Un estado de malestar revolucionario sólo puede ser resuelto definitivamente
eliminando sus causas orgánicas. Una ideología revolucionaria sólo puede ser
superada por una representación más exacta de los problemas y sus posibles
soluciones. Un determinado movimiento revolucionario sólo puede contenerse
mediante otro movimiento más amplio e imperioso. Cuando una sociedad se
disgrega y origina en su interior fuerzas antagónicas, no puede evitar un cambio
de estructura, una nueva síntesis que triunfe de sus contradicciones. Así resulta,
según Maulnier, que frente a una situación revolucionaria, la revolución sólo puede
vencerse por otra que la supere.

El problema consiste —escribe el referido escritor— en superar esos mitos


políticos, fundados en los antagonismos económicos de una sociedad dividida; en
libertar al nacionalismo de su carácter burgués y a la revolución de su carácter
proletario; en interesar de una manera total y orgánica a la nación en la revolución,
ya que sólo la nación es capaz de llevarla a cabo; en interesar igualmente a la
revolución en la nación, ya que sólo la revolución puede salvarla.

Darle a la revolución un sentido espiritualista y cristiano, hacerla compatible con el


mantenimiento de los cuadros y valores nacionales, proponer sus soluciones
propias frente a los desvaríos demagógicos de la izquierda: ésa es la misión
presente del partido conservador, que no podrá sobrevivir históricamente, a menos
que adopte normas y tácticas paralelas a las de los grandes movimientos

Oscar Torres Duque 152


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contemporáneos de las derechas europeas de las post-guerra, como en Italia,


Francia y Bélgica.

Es así como somos tradicionalistas revolucionarios. Partiendo de unos principios


perdurables, vamos en busca de un orden social nuevo dentro de la comunidad
nacional.

Oscar Torres Duque 153


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Nicolás Gómez Dávila

Selección de Escolios a un texto implícito

Nicolás Gómez Dávila (Cajicá, Cundinamarca, 1913-Bogotá, 1994) es autor de


una sola y gran obra continua: Escolios a un texto implícito, publicada inicialmente
en 1977, con ese título, luego como Nuevos escolios a un texto implícito (1986) y
finalmente como Sucesivos escolios a un texto implícito (1992), todos con la
misma estructura y la misma concepción (más o menos las del aforismo) pero con
textos diferentes. Habría que hacer, entonces, sustracción de materia del opúsculo
Textos (1959), que en realidad era un solo y extenso texto que iba hilvanando
pensamientos en párrafos seguidos y que el propio autor quiso después esconder.
Pero en Textos estaban ya las características fundamentales de los escolios,
dejando de lado el "texto implícito": un pensamiento libre y concentrado y una
buscada expresión poética.

Los primeros escolios fueron publicados en la revista Mito en 1956, bajo el título,
modesto, de "Notas". Finalmente, al amparo de su inmensa biblioteca (donde
pululaban miles de ediciones en las lenguas originales), Gómez Dávila concibió su
gran obra como un diálogo con sus propias lecturas. ¿Ensayos? Sin duda: está el
pensamiento, único y coherente, que lo sustenta (el pensamiento reaccionario),
está la minuciosa elaboración literaria, la formación humanística y la mirada
asistemática sobre sus temas.

Después de haber pertenecido a la "alta sociedad" y de haberse fracturado la


cadera jugando polo, Gómez Dávila se refugió en su biblioteca, esto es, en su
casa, y allí produjo con paciencia de monje su secuencia azarosa de escolios
durante cerca de treinta años. Ése es un legado que no puede quedarse en rareza
bibliográfica, sino que debe recogerlo la historia de nuestra ensayística; éste es el
espacio que le corresponde.

He realizado mi propia selección de los escolios de Gómez Dávila, según la pauta


de la elaboración argumentativa y de la eficacia estética; y siguiendo un orden
ideal: postulación del reaccionarismo, sensibilidad literaria, interpretación de la
historia, pensamiento filosófico, crítica social, aforismo sutil. En fin: un orden
igualmente arbitrario.

• Bibliografía ensayística:

— Textos. Bogotá, Voluntad, 1959.

— Escolios a un texto implícito. Bogotá, Colcultura, 1977. 2 Vols.

— Nuevos escolios a un texto implícito. Bogotá, Procultura, 1986. 2 Vols.

— Sucesivos escolios a un texto implícito. Bogotá, Instituto Caro y Cuervo, 1992

Oscar Torres Duque 154


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Selección de Escolios a un Texto Implícito - Nicolás Gómez Dávila

— Disciplina, orden, jerarquía, son valores estéticos.

— El pensamiento moderno surge en los escombros de la noción escolástica de


ordo.

La escolástica misma causó el desastre, aplicando una noción originaria del cielo
platónico al mundo sub-lunar del aristotelismo.

La noción fracasa en un universo que la noción antagónica de desorden explica


mejor.

Bastaba, sin embargo, el dogma del pecado original para que el pensamiento
cristiano sólo buscara el orden tras las cosas, así como buscamos las estructuras
lógicas detrás de la materia empírica de la psicología.

Ordo es lo que se transparenta en el mundo sin hacer parte de él, como las
normas, las estructuras, los valores.

— En tiempos aristocráticos lo que tiene valor no tiene precio; en tiempos


democráticos lo que no tiene precio no tiene valor.

— Habiendo resuelto previamente que las formas religiosas no son más que
etapas de un progreso, la filosofía de la religión, desde Lessing, limita la religión
auténtica al respeto que se tenga por la dirección atribuida a ese supuesto
progreso.

>A esta solución desabrida se opone el catolicismo, que integra tanto el rito
mágico como la contemplación mística, tanto el comportamiento ético como el
raciocinio teológico.

El catolicismo es la estructura jerárquica de la historia de las religiones.

— La relatividad de todo valor a una época no implica un relativismo axiológico. El


valor es relativo a una época porque sólo esa época lo descubre, pero no porque
sólo para ella valga.

Cuando decimos que un valor ha muerto, indicamos meramente que las


estructuras históricas que lo hicieron perceptible han perecido. Pero basta que
aparezca un historiador afín, para que divise el astro intacto.

— La separación de los poderes es la condición de la libertad.

Oscar Torres Duque 155


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No la separación formal y frágil de poder ejecutivo, poder legislativo y poder


judicial; sino la separación de tres poderes estructurados, concretos y fuertes: el
poder monárquico, el poder aristocrático y el poder popular.

— A Homero, poeta de la aristocracia jónica, y a Dante, poeta del ordo medieval,


hay que agregar a Shakespeare, "poeta del feudalismo" (según Morley).

La reacción no anda mal de poetas.

— El esteticismo auténtico es una disciplina austera, no un hedonismo vulgar.

Hoffmansthal aprecia bien la distancia que separa a Pater de Wilde.

— Los cánones estéticos nunca fueron más rígidos que en nuestra época.

Recordemos tanto género literario muerto y tanto tema sepultado.

— Sentirnos capaces de leer textos literarios con imparcialidad de profesor es


confesar que la literatura dejó de gustarnos.

— La literatura se venga del profano que la frecuenta facilitándole metáforas.

— La historia de los géneros literarios admite explicaciones sociológicas.

La historia de las obras no las admite.

— El escritor nunca sabe qué rango tiene.

Llega cuando mucho a sentir que pertenece al gremio.

— El hombre no se comunica con otro hombre sino cuando el uno escribe en su


soledad y el otro lo lee en la suya.

Las conversaciones son o diversión, o estafa, o esgrima.

— Ciertos poetas creen inventar símbolos, cuando sólo manejan un repertorio


personal de equivalencias alegóricas.

— La originalidad no es algo que se busque, sino algo que se encuentra.

— La mera novedad se inventa.

La originalidad se elabora espontáneamente a través de la reminiscencia y de la


copia.

— El cristianismo nunca enseñó que la historia tuviera finalidad.

Oscar Torres Duque 156


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Sino fin.

— Lo importante no es creer en Dios, sino que Dios exista.

— El "sentido de la historia" sería insignificante, si nuestra inteligencia lograra


entenderlo.

— La historia no tiene el propósito de relatarnos lo que el hombre hace, sino lo


que es. La historia no cataloga sus actos, revela sus modos.

La historia no redacta el repertorio de las aventuras humanas, la historia exhibe la


esencia de humanidades sucesivas.

— Nada más aventurado que figurarnos saber en qué momento de la historia nos
hallamos.

El que presume saberlo se arroga con dogmática insolencia la misión de imponer


a los hombres el cumplimiento de su destino.

El historicismo necesitario corona su petulancia con crímenes inútiles.

La historia carece de estructura. El hombre sólo tiene la obligación de acatar


ciertas normas, cualquiera que sea el problemático momento de la historia en que
se halle.

Todo hombre conoce su deber. Nadie conoce la supuesta tarea de su tiempo.

— La burguesía, en el marco feudal, se localiza en pequeños centros urbanos


donde se estructura y se civiliza.

Al romperse el marco, la burguesía se expande sobre la sociedad entera, inventa


el estado nacional, la técnica racionalista, la urbe multitudinaria y anónima, la
sociedad industrial, la masificación del hombre y, en fin, el proceso oscilatorio
entre el despotismo de la plebe y el despotismo del experto.

— Los partidos liberales (girondinos —propietarios franceses del 30 —


manufactureros ingleses del 32— demócratas jacksonianos —próceres criollos—
etc.) se han distinguido por la bella retórica con que adornan sus propósitos
mercantiles.

El marxismo nace, en parte, de una meditación sobre la elocuencia liberal.

— Llámase comunista al que lucha para que el Estado le asegure una existencia
burguesa.

— El comunista odia al capitalismo con el complejo de Edipo.

Oscar Torres Duque 157


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El reaccionario lo mira tan sólo con xenofobia.

— Después de desacreditar la virtud, este siglo logró desacreditar los vicios.

Las perversiones se han vuelto parques suburbanos que frecuentan en familia las
muchedumbres domingueras.

— A ricos y a pobres hoy sólo los diferencia el dinero.

— No es la riqueza lo que escandaliza al pobre, sino el enriquecimiento.

— Se puede detestar impunemente a un gran hombre, siempre que no se admire


a un mediocre.

— No hay que desesperar del ateo mientras no adore al hombre.

— La erudición no consiste en aducir infinitud de referencias, sino en obligar al


lector a sentir que podríamos hacerlo.

— La erudición tiene tres grados: erudición del que sabe lo que dice una
enciclopedia, erudición del que la redacta, erudición del que sabe lo que una
enciclopedia no sabe decir.

— El filósofo ambiciona uncir bajo el mismo yugo dos tendencias divergentes del
espíritu: su fuga hacia el concepto, su avidez de lo concreto.

El grado en que lo logra mide el rango de una filosofía.

— La idea desarrollada en sistema se suicida.

— Lo único que el Yo puede probar es que exista; lo único que puede refutar es
que sea Dios.

Cogito ergo sum.

Cogito, ergo non sum Deus.

Sé que soy, y si no sé qué soy, sé qué no soy.

En la segunda de las únicas verdades irrefutables el mundo moderno tropieza


contra una refutación letal.

— Para ridiculizar basta citar fuera de contexto.

— El cruce de la relación horizontal amigo-enemigo con la relación vertical


superior-inferior configura la estructura política elemental.

Oscar Torres Duque 158


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Esperar abolir cualquiera de las dos, no solamente es utópico sino además


contradictorio.

— El problema de la educación de los educadores es problema que el demócrata


olvida en su entusiasmo por la educación de los educandos.

— Las categorías sociológicas facultan para circular por la sociedad sin atender a
la individualidad irremplazable de cada hombre.

La sociología es la ideología de nuestra indiferencia con el prójimo.

— El político nunca dice lo que cree cierto, sino lo que juzga eficaz.

— La vulgaridad no es producto popular sino subproducto de prosperidad


burguesa.

— El amor es el órgano con que percibimos la inconfundible individualidad de los


seres.

— El periodismo fue la cuna de la crítica literaria.

La universidad es su tumba.

— Olvida tus demostraciones.

No escucho tu prédica, sino tu voz.

— Toda proposición universal es falsa.

Menos ésta.

Oscar Torres Duque 159


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Elisa Mújica

Raíces del cuento popular en Colombia

E lisa Mújica (nacida en Bucaramanga en 1918) es tal vez la escritora colombiana


más importante del siglo XX. Su obra, aún no suficientemente estudiada, ofrece ya
un conjunto notable por la diversidad genérica y por la coherencia de sus temas
cardinales.

Sus relatos son un ejemplo de construcción cuidadosa y de descripciones


finísimas de la realidad circundante; su novela Catalina (publicada por Aguilar en
1963; ha publicado otras dos novelas) es una de las mejores muestras de una
eximia narrativa en Colombia; sus crónicas y relatos "para niños" son modelo de
una transcripción elaborada y culta de la narración oral. Pero, sobre todo, Elisa
Mújica es una gran ensayista, madurada sobre la pasión de su propia educación y
sus lecturas "bogotanas", y luego sobre la elección, vitalmente decantada, de la fe
católica como una alternativa no sólo religiosa sino también cultural.

Llegada a Bogotá a los ocho años, su primera educación es católica, pero ella
valora más el mundo cotidiano que la rodea que el dogmático de la formación
religiosa; además, tiene que empezar a trabajar a los catorce años, lo que le
posibilita un contacto más directo con las realidades sociales cotidianas. En 1942
viaja al Ecuador del indigenismo, como asistente de la embajada colombiana, y es
quizás allí donde asimila el ideario marxista al que habrá de adherirse desde
entonces hasta su conversión (o reconversión) al catolicismo. Bajo la insignia del
marxismo publica su primera novela, Los dos tiempos (1949). Luego viaja a
España y se relaciona con algunos escritores ibéricos. En especial establece los
contactos fundamentales para publicar con la prestigiosa editorial Aguilar su
segunda novela y la edición crítica de uno de sus amores de juventud: las
Reminiscencias de Santa Fe y Bogotá de Cordovez Moure. A su regreso a
Colombia, en los años sesentas, y después de mucho verse atraída por la figura y
la literatura de santa Teresa de Ávila, se convierte al catolicismo, coyuntura que ya
se advertía en el final de Catalina. En la actualidad, Elisa Mújica es bibliotecaria y
miembro de número de la Academia de la Lengua. Sus ensayos, así como sus
prólogos, son minuciosas joyas de estilo y de morosa apreciación estética, así
como de paciente investigación; ni más ni menos como las de su semejante Darío
Achury Valenzuela.

El ensayo "Raíces del cuento popular en Colombia" es el prólogo a su propia


edición-transcripción de los cuentos de "Margarita", titulados Las altas torres del
humo (1985).

• Bibliografía ensayística:

— José María Cordovez Moure. Reminiscencias de Santa Fe y Bogotá. Madrid,


Aguilar, 1957. Introducción y edición crítica de Elisa Mújica.

Oscar Torres Duque 160


Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República

— La aventura demorada. Bogotá, Presencia [1964].

— Las altas torres del humo. Bogotá, Procultura, 1985. Introd.: "Raíces del cuento
popular en Colombia".

— Introducción a Santa Teresa. Bogotá, Instituto de Cultura Hispánica, 1985.

– Eugenio Díaz Castro. Novelas y cuadros de costumbres. Bogotá, Procultura,


1985. 2 Vols. Introducción y preparación de Elisa Mújica.

– Sor Francisca Josefa de Castillo. Bogotá, Procultura, 1991.

Raíces del Cuento Popular en Colombia


Elisa Mújica
Generalidades

El cuento popular no es tan ingenuo como parece. Tampoco tan sencillo. En todos
los países y todas las culturas, entre los celtas, indostanes, persas, árabes, así
como chinos, germanos y vikingos, se ha cultivado desde la antigüedad más
remota, desbordante de un placer de vivir que sobrepasa cualquier propósito
didáctico deliberado, y con sorprendente identidad en los temas y los tratamientos.
En el Reino de la Nueva Granada, a la llegada de los conquistadores españoles, la
mentalidad de los nativos flotaba aún en el ciclo cosmogónico, bañado en
ocasiones de grandeza y en otras de pavor, sin desarrollar el grado requerido por
esta forma de narración, profunda en el fondo pero ligera y juguetona en la
superficie. Quienes nos la trajeron fueron los invasores, convertidos en
encomenderos a raíz de la fundación de Santafé de Bogotá, en la parte central del
territorio a que se refiere este trabajo. Sin dejar de combatir a tribus como la de los
valientes muzos que les presentaban resistencia, vertieron en los oídos ya
entregados su religión, sus costumbres y su lengua y, como instrumento precioso
de acercamiento y comunicación, utilizaron los cuentos. Los mismos que, más o
menos modificados por el tiempo, escuchamos también nosotros, de niños, y que
desde entonces nos acompañan como si hubiéramos entrado a formar parte de su
trama.

En España los habían contado las abuelas a sus nietos en las noches de invierno,
sin sospechar seguramente que al poblar la imaginación de los pequeños con
seres brillantes y fabulosos: genios, gigantes, ogros, duendes, princesas
encantadas y encantadoras, abonaban el terreno para que ellos los encontraran
en persona, cuando desembarcaran en América. Aquí no era sólo la naturaleza
exótica y desbordada la que fingía a sus ojos las figuras insólitas. ¿Acaso los ex
soldados de las guerras de Italia, labradores extremeños, artesanos andaluces,
escuderos castellanos, no reproducían rasgo por rasgo a los héroes de los relatos
infantiles, inspiradores igualmente de muchas novelas de caballería? Habían
obedecido una voz interior que les mandaba abandonar lo seguro y conocido para

Oscar Torres Duque 161


Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República

cumplir la misión increíble de descubrir un mundo y plantar una cruz. Después


regresarían a su patria a divulgar las hazañas, comparables a las del pasado, si no
se quedaban a fundar nuevos pueblos.

Ya sabemos que en la Península, con pasmosa anticipación a las teorías sociales


más avanzadas inclusive de nuestra época, pugnaban por imponerse los
principios cristianos de comprensión y convivencia con los dueños de las tierras
acabadas de despertar. A cuatro años apenas de la fundación de Santafé, Carlos
V promulgó por influencia de Las Casas la disposición que suprimía las
encomiendas y aseguraba a los naturales el justo disfrute de sus posesiones. Es
cierto que al fin y al cabo la institución se mantuvo y que en nuestro país Jiménez
de Quesada se vio en apuros para salvar al visitador Montaño, encargado por la
Corona de aplicar la providencia, al que pretendían ahorcar los furiosos encomen-
deros. Pero no todo podía ser apetitos egoístas. A las encomiendas ya no las
manejaban únicamente los hombres. Las mujeres, esposas, hijas, hermanas,
habían venido, siguiendo los pasos de sus varones. En los atardeceres,
concluidos el adoctrinamiento y las labores ordinarias, se reunirían con sus
subordinados, para enseñar a las indias a confeccionar sayas y jubones y a
preparar platos de cocina a usanza de Castilla.

Por esas fechas, Rodríguez Freile escribía en Santafé, y Juan de Castellanos en


Tunja. De los labios de las españolas saltaría el cuento, o "poesía narrativa" como
ha sido denominado, hermano del romance 1 y, como éste, transportado a las
cortes de Europa por los juglares y trovadores de la Edad Media. A los oyentes
noveles les revelaría un enjambre de palabras intencionadas, maliciosas,
forjadoras de un reino de fantasía que los atrapaba, igual que antes, mucho antes,
habían hecho con los expedicionarios. La suerte no estaba jugada todavía. Si se
cambiaban las cargas, quizá fuera para ellos, los en apariencia perdedores, que
se hallaba reservado rescatar a la princesa cautiva y salvar los tesoros que le
pertenecían a ella sola.

No hay constancia sino en pocos casos de los nombres de las instauradoras en la


Nueva Granada del hogar doméstico como hasta ahora lo hemos practicado. A la
mayoría se las llamaba encomenderas simplemente por ser las esposas de los
amos, pero existieron las que por viudez o herencia paterna ejercieron el mando
directo. En ese orden se cuenta doña María de Ávila, como informa Rodríguez
Freile a propósito de un robo sacrílego cometido por un indio hacia el año 1570, en
la encomienda de dicha dama, que comprendía la jurisdicción de Síquima y
Tocarema. Es el mismo cronista de El carnero quien nos habla de la bella
Jerónima de Orrego, hija de Antonio de Olalla y heredera de la encomienda de
Bogotá, cuyo enamorado, el oidor Auncibay, mandó construir la calzada entre
Techo y Puente Aranda, a fin de visitar con mayor comodidad a su amada. Junto a
las esposas y las madres hacían acto de presencia las tías, dotadas
especialmente al parecer para captar lo que hay detrás de las cosas. Ante
nosotros las representa doña María Ramos, cuñada de Antonio de Santana, el
encomendero designado por Quesada para administrar el territorio extendido entre
la laguna de Fúquene y las minas de Muzo. Doña María, hallándose en oración,

Oscar Torres Duque 162


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contempló el cuadro de Nuestra Señora del Rosario (después de Chiquinquirá),


mandado pintar por don Antonio en 1570, "descender de donde lo tenían colgado
y permanecer en el aire, renovada y resplandeciente su pintura", como reza el
relato del milagro. Ningún otro dato poseemos sobre ella pero bastan ese instante
y ese nombre para recordarla.

Analfabetos en su mayor parte los españoles aventureros, se orientaban


perfectamente sin embargo en la floresta de títulos mágicos en boga por esas
calendas, pues los libros del género existentes entonces se habían compuesto con
base en narraciones orales. Una de las colecciones era la muy curiosa Disciplina
clericalis, del judío converso Rabí Moseh Sephardi, bautizado en Huesca —la
vetusta Hosca romana— en el año 1105 con el nombre de Pedro Alfonso. La
formaban proverbios árabes, versos, fábulas de animales y 30 cuentos, los más
antiguos consignados por escrito en castellano, cuya casi totalidad habría oído de
viva voz el converso. Para librarlos de su posible pérdida decidiría recogerlos,
actitud imitada a principios del siglo XVI —que es el que principalmente nos
ocupa— por el librero valenciano Juan de Timoneda en El patrañuelo, con más de
cien novelas cortas. Y a finales del 1700 por los Hermanos Grimm y por Charles
Perrault, con la tradición cuentística germana y gala, incluidas en la primera, entre
muchas más, las historias de Blanca Nieves, Hans y Grethel y El flautista de
Hamelin, y en la segunda Piel de asno, Caperucita Roja y Barba Azul. Aquí no
sobra una advertencia sobre que estas últimas, y otras del mismo Perrault, caerían
quizá en el campo de lo equívoco y truculento, de no salvarse gracias al aliento y
encanto únicos que, sin saberse cómo, lo colectivo y anónimo insufla en sus
obras, preservados afortunadamente por el escritor francés.

Boccaccio fue uno de los autores que, sin desvirtuarlos, aprovechó argumentos
contenidos en la Disciplina clericalis, prefiriendo los más atrevidos como las
historias "en triángulo" o el de la suegra que sugiere astucias a su nuera para
burlar al marido (a la Edad Media puede atribuirsele todo, menos la timidez y la
hipocresía). Derivaciones del libro del judío español se perciben así mismo en las
famosas "fablillas" francesas, donde hablan los animales para diversión
humorística que no excluye lo erótico, no para aconsejar prudentemente a los
humanos al modo del Calila y Dimna o de las Fábulas de Esopo, vertientes del
relato breve, distintas del folclórico —no olvidemos que "folclor" significa ciencia
del pueblo—, como lo son también los apólogos y las vidas de santos.

Sería imperdonable no citar al contemporáneo de Boccaccio, el Infante Juan


Manuel, quien con su Libro de Patronio o Conde Lucanor fijó en nuestro idioma los
cimientos del cuento "literario" o "de autor", del que aquí no se trata. A pesar de
eso, y del acento ejemplarizante de Don Juan Manuel, del cual son ajenas como
ya se expresó las producciones auténticamente populares, los campesinos
boyacenses repitieron durante centurias, casi hasta hoy cuando los ha hecho
enmudecer la técnica, cuentos sacados del Conde Lucanor. Así lo certifica alguno
recogido por mí e incluido en este volumen. Boccaccio, Cervantes y aun Andersen
explotaron esa mina. Los españoles, desde luego, se habían familiarizado más
pronto que el resto de los europeos con Las mil y una noches. Las cantigas del rey

Oscar Torres Duque 163


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Alfonso y series posteriores se valen del inexhausto filón de inspiración oriental.


En esta parte cabe anotar cómo las narraciones originarias de un país realizan
una especie de interacción al ser trasladadas a otro, donde no sólo se reproducen
sino que de allí regresan un tanto modificadas, para servir de molde a otras
variantes. Tal el caso de los cuentos de Timoneda en El patrañuelo ya aludido,
que volvieron italianizados a España.

En nuestros días y en Colombia, quien mayor cosecha ha obtenido en la tarea de


preservar el legado tradicional es el doctor José Antonio León Rey, autor de los
libros El pueblo relata y Tierra embrujada, si bien existen más recopiladores
notables como Rafael Jaramillo Arango y Antonio Molina Uribe. Para perenne
regocijo de grandes y chicos don Tomás Carrasquilla reconstruyó con su gracia
habitual En la diestra de Dios Padre, pequeña obra maestra escuchada por él a
una vieja antioqueña. En el mural de la Academia Colombiana, no muy lejos del
gaucho Martín Fierro, aparece su protagonista Peralta, provisto de la baraja que
usó diestramente para engañar al diablo, despoblar el infierno y ganar en la otra
vida y gracias a su humildad un puesto muy cercano al del Padre.

Fray Pedro Simón en sus Noticias historiales brinda una muestra muy diciente de
la fusión de los dos elementos, el foráneo y el autóctono, a fin de elaborar un
nuevo fruto participante de ambos. Mientras desempeñaba en Sogamoso y Tunja
su labor doctrinera, y explicaba el misterio supremo de la Encarnación del Hijo de
Dios, se enteró de una historia corriente entre los nativos, sobre que dos hijas
vírgenes del cacique de Guachetá habían adoptado la costumbre de subir, apenas
comenzaba a amanecer, a una de las colinas que rodean el pueblo, donde
esperaban mirando al oriente los primeros rayos del sol, de modo que brillaran
sobre ellas. Al cabo de varias semanas el demonio, por permiso de Dios, cuyos
juicios son inescrutables —comenta fray Pedro— hizo que una de las doncellas
quedara embarazada y declarara que por el sol. A los nueve meses dio a luz "una
grande y valiosa ‘guacata’, que en su lenguaje es una esmeralda". Envuelta en
algodón la colocó entre sus senos, donde se transformó al poco tiempo en una
criatura viva.

En el relato chibcha de El niño de oro, escondido por los últimos mohanes en las
cuevas del Furatena para mejor librarlo de la codicia de los extranjeros, aún se le
oye llorar por los vericuetos de aquellas montañas, testigos un día de las súplicas
de muiscas y caribes a sus dioses. Con su llanto desorienta a los buscadores de
fortuna, pero si un guaquero consigue atraparlo y le traza una cruz en la frente,
pronunciando las palabras rituales del bautismo católico, el niño se trasmuta en
tunjo de oro. Con criterio racionalista podría interpretarse esa anécdota como
marcada por la desgraciada circunstancia de haberse derramado a la vez sobre
nuestras tierras el sacramento de la vida y la rapacidad blanca. No es así, sin
embargo, como me lo enseñó el profesor Mario López, conocedor de estas
cuestiones. El llanto infantil no implica la existencia del niño, mera ilusión
fantasmal que asusta en las horas nocturnas y enmudece a la salida del sol. Al
oírlo los que viven en el campo se persignan y se ponen a rezar.

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Otras apariciones como las de la Madremonte, la Patasola, el Hojarasquín y la


Tarasca, ocupan puesto en la legión de los seres intermedios entre las criaturas
de la luz y los entes subterráneos, rezago en todas las civilizaciones del miedo
ancestral a la naturaleza todavía no dominada. Se trata de los guardianes de
frontera, dotados de poderes extraterrenos, por lo cual conviene no desafiarlos. Al
decir de Arturo Escobar Uribe, en su obra Mitos y leyendas de Antioquia, crecen
alimentados por ingredientes aborígenes, africanos e ibéricos. Respecto a los
mohanes —o mejor mojanes—, el mismo Escobar Uribe cita a los cronistas Cieza
de León y Fernández de Oviedo, que los registran como moradores de los ríos y
lagunas. Por cierto que en la de Ubaque residía uno. Actuó sin quererlo —escribe
Rodríguez Freile— en beneficio de un cura español que supo fingir exactamente la
voz del genio de la laguna. Así se apoderó de las riquezas de un cacique.

Tales invenciones se emparentan con las de las ánimas en pena, y aun con las del
diablo que celebra pactos por la venta del alma, prodigadas en Occidente desde la
Edad Media. A las primeras se adscribe aquella tan acerba de "María Mandula,
que volvió de la otra vida por sus asaduras", recordada por muchos con el
escalofrío de placer y terror que nos recorrió cuando la escuchamos por primera
vez. O la del jinete montado en un caballo negro, a quien una vieja pide candela
para encender su chicote, que, cuando se marcha, deja en el aire el reflejo
metálico de su sonrisa de dientes de oro, por la cual nos enteramos de que es el
enemigo. Pero a algunos cuentos de este tipo no les falta un delicado y hasta
tierno toque de humor, como el del muchacho valiente que se queda a dormir en
un cementerio donde gana la amistad de un esqueleto, al que decide alimentar. El
esqueleto se ve obligado, para no decepcionar a su amigo, a tragar la comida, que
naturalmente se le escapa en seguida por las costillas.

El propósito vindicatorio de obtener por ingenio y ardides lo que la fuerza y la


jactancia de los poderosos niegan a los pobres, subyace en las mil aventuras
condimentadas de agudeza de Pedro Urdimales. Triunfar por una habilidad como
la suya equivale a matar al dragón. En cambio el pícaro Mano Conejo o Tío
Conejo, cuyas pintorescas andanzas alegran el folclor nacional, parece trasunto
del duende, elfo o gnomo europeos, que alecciona al humano sobre cómo
ayudarse por medio de la astucia. En El pueblo relata, el doctor León Rey trae tres
variantes de una de las escaramuzas conejiles más audaces, como fue la de
apoderarse de las pieles del tigre, del león y del zorro, y presentarlas a Nuestro
Señor a fin de obtener un aumento de estatura. En otra versión que sobresale por
su vocabulario picaresco, recogida por mí de Margarita Parra, mujer que habita en
Chiquinquirá como una de las postreras contadoras de esa sección del país, no
figura el zorro sino el oso. Y en una quinta variante publicada recientemente por
Octavio Marulanda en la revista Aleph, se torna aún más arriesgada la empresa
del roedor al comprometerse a entregar las lágrimas del tigre, los dientes del
caimán, la culebra y las abejas. El final es el mismo en las cinco: el burlador sale a
su vez burlado porque únicamente consigue que el Señor le haga crecer las
orejas.

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Margarita Parra opinaba de Mano Conejo sin disimular su admiración: "tan


chirritico y tan bandido que es", calificativos compartidos por cuantos saboreaban
las aventuras, aunque al contarlas a los niños resultaba preciso eliminar algunos
detalles, no tan medidos y circunspectos como hubiera podido desearse. La
dificultad de deslindar lo popular y lo infantil, coincidentes en puntos claves como
el concepto de lo real, del que parte su recreación idealizada —nunca escapista—
influye en esa propensión a pulir y desinfectar, que tiñe de insipidez y esteriliza
muchos relatos.

Con fundamento en la narración criolla sería tal vez posible sacar a luz una
fisonomía de nuestra gente muy distinta a la melancólica que solemos atribuirle.
Esos hombres y mujeres a quienes topamos por caminos y mercados, o
asomados a la puerta de sus ranchos, doblegados y miserables, que, si sus
patrones les formulan una pregunta, responden con el evasivo "¡Quién sabe!" y no
vuelven a desplegar los labios —así lo verificó hace más de un siglo don Manuel
Ancízar en su peregrinación por los parajes que enmarcan estas páginas, y no han
variado las cosas—, son sin duda dueños de un universo interior maravilloso. Lo
habitan seres vestidos de esmeraldas, paladines de la justicia, la gracia y la
ternura, dotados de alegría de estirpe boccacciana y rodeados de animales
parlantes, lagunas encantadas y palacios resplandecientes. Como el cuento fue su
maestro insuperable de español, y éste era el del Siglo de Oro, guardan los giros y
vocablos y, sobre todo, el sabor de esa edad, más genuino entre más alejada de
los centros poblados sea su vivienda, en regiones montañosas y de difícil acceso.
Su gusto por las palabras que les cuesta trabajo pronunciar y con las que riegan
sus descripciones, nace probablemente de que les suenan con la repercusión de
fórmulas mágicas. Las repeticiones, frecuentes por otra parte en la narración de
viva voz —que necesita apoyarse en esas muletas—, se distinguen de la
reiteración ritual, como la de las tres pruebas a que se somete indefectiblemente el
héroe, o la del siete, número de medida y conjuro (por ejemplo, en las botas de
siete leguas). El protagonista principal ha de ser hijo único o el menor de tres
hermanos, o padecer de alguna debilidad física —recuérdese al patito feo—, en lo
cual se revela la marca misteriosa de un destino superior.

Los personajes de Margarita Parra, antes de librar una batalla decisiva utilizan
frases convencionales como: "¡Ah malhaya un vaso de agua, un bocado de pan
caliente y el beso de una doncella para matar a esta serpiente!", que se interpreta:
a fin de vencer al espíritu del mal, representado por la culebra, hay que ponerse
de parte de la vida, emblematizada en el agua, el fruto de la tierra y el amor de
una virgen. En cuanto al "¡Ah malhaya!", es una interjección en desuso
equivalente a "¡Ojalá!". Entre docenas de voces de esa laya empleadas por los
campesinos boyacenses se destaca "pena de la cabeza" con la acepción de "pena
de muerte". La utiliza Casiodoro de la Reina en su traducción al español de la
Biblia, efectuada en 1569 y leída aún en las iglesias protestantes.

Es clásico en nuestro folclor comenzar las historias con la fórmula "Había un par
de casados", que se completa por el anuncio de la categoría de la pareja,
generalmente de reyes como corresponde a la importancia del mensaje que va a

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trasmitirse. Los jóvenes son príncipes o princesas y, en algunos casos, las


muchachas reciben el título de virreinas, en reminiscencia tal vez de la época
colonial. Escasean los nombres propios pues se trata de prototipos: el rey o padre,
la madre, el príncipe o héroe, el hermano, la encantadora, la ogresa o bruja. El
apelativo Juan o Juana caracteriza al pueblo y concede por lo regular a quien lo
porta la calidad de agente sobrenatural. Hay excepciones, claro está, como la del
consabido Peralta o la de Sebastián de las Gracias, el desenvuelto mancebo a
quien, para volar al encuentro de Agraciada, su novia, presta sus dos alas el
águila real, la misma que apaga su sed bebiendo ríos enteros como si fueran
sorbos de agua.

A pesar de la intemporalidad y aun inespacialidad de un género definido como


"puramente estético", nuestros contadores logran la proeza de armonizar los
signos arcaicos con los paisajes, hábitos y creencias locales, para lo cual les basta
el colorido de su habla. Del mismo modo que en los pesebres navideños,
decorados en muchas casas campesinas, se viste a toscos muñecos de barro con
el ropaje de los Reyes Magos, en los cuentos colombianos los monarcas
milenarios obran como los caciques y gamonales. Mantienen a su servicio peones
torpes o ventajistas, hospedan a los viajeros que van tras de algún contrato
jugoso, y se comprometen a dotar de agua a la villa sedienta o a limpiarla de
animales dañinos, quizá dragones que devoran a las doncellas.

La imagen deliciosa de las hadas madrinas no cuajó en cambio en los relatos


autóctonos. Para cumplir su función los aldeanos apelaron a la propia Virgen
María, como mediadora que no admite réplica. En nuestra versión de Hans y
Grethel, ella guía a los niños perdidos y suministra a la niña la cola de ratón que
ésta pasa por la hendija a la ogresa para hacerle creer que no engorda.
Personifica el poder femenino de súplica, vigente en la tradición universal y que
hasta ahora la mujer había ejercido. Como símbolo de vida, acepta pasivamente
que el héroe la conquiste mediante un trabajo difícil —requisito previo al lecho
nupcial— pero en ocasiones disfruta del privilegio de escoger, en lo que se
muestra exigente y caprichosa y aun se equivoca, al no advertir en el sapo
repugnante que la acosa al príncipe encantado. A ejemplo de María ofrece su
constante ayuda y, hasta en el propio recinto infernal, aconseja con valor e
intrepidez para burlar al demonio, a quien —hay que admitirlo— parece conocer
bien. Sagaz e inteligente, compensa con creces su debilidad física y llega a
desempeñar el rol de heroína, como en una de las más bellas creaciones, "El árbol
que canta, el pájaro que habla y la fuente de oro", original de Las mil y una noches
y de la que poseemos varias versiones, en la cual es la princesa quien se apodera
de los tesoros negados a sus hermanos mayores. En fin, la mujer abre la puerta
prohibida o incita a romper el veto, desencadenando con ello la acción del relato.

Tampoco resulta raro que el ayudante prodigioso adopte fisonomía masculina y


que, bajo los rasgos de ángel o de genio, auxilie al que emprende la riesgosa
aventura. En "El príncipe peliador", sorprendente historia escuchada en la zona de
Maripí, departamento de Boyacá —que perteneció al encomendero mentado al
comienzo, Antonio de Santana, cuyo apellido ostentan todavía muchos de sus

Oscar Torres Duque 167


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habitantes—, actúa una mezcla de sacerdote y mago apodado el rey-adivino. Le


corresponde reconstruir coyuntura por coyuntura el cuerpo del príncipe asesinado,
hasta que de nuevo adquiere movimiento y resucita. Por su parte el héroe había
templado desde su infancia su espíritu y su brazo en combates contra los
animales feroces —metáforas del mundo inferior— y robado a la leona que
duerme con los ojos abiertos la leche con que después lo fricciona su amigo. Así
como vencido al sapo-salamandra, encarnación medioeval del ser fabuloso que
puede vivir en el fuego, manejada con propiedad y desparpajo por los narradores,
como si no fuera para ellos remota y extraña.

A su cita con la ficción anónima acuden igualmente las demás manifestaciones de


la naturaleza. Casi no hay héroe que al iniciar sus andanzas no aproveche la
complicidad protectora de un árbol —un "palo" como lo designan escuetamente
los aldeanos— o no trepe a sus ramas para avizorar el peligro que lo amenaza.
Bajo un espeso ramaje henchido de voces premonitorias se enteró el compadre
pobre de los secretos que le habían de deparar salud y fortuna, para eterna
congoja del compadre rico. Hay árboles que conceden deseos y otros que cierran
el paso levantando murallas inextricables como en "La bella durmiente del
bosque", los que amedrentan con sus burlas a los desprevenidos y los que crecen
como escalas hasta el cielo, árboles con hojas de esmeraldas y de ópalos, cuyos
frutos de rubí adquieren milagrosamente el sabor apetecido por quien los prueba,
o que cantan o alumbran en la oscuridad. Yo hubiera ambicionado, en mi labor de
reunir relatos de la citada zona nor-occidental boyacense, gozar con la mención de
las mariposas y las esmeraldas de Muzo, de las que escribió Pablo Neruda: "...en
aquel país las mariposas, especialmente las de la provincia de Muzo, brillan con
fulgor indescriptible, y en aquella ocasión, después de la ascensión de la
esmeralda, el espacio se pobló de mariposas... como si hubiera crecido entre
nosotros, atónitos poetas, un gran árbol azul". Pero los campesinos de la región no
se acuerdan de las primeras y apenas nombran a las segundas, como si se
repitiera también aquí el impedimento que nos dificulta apreciar lo que tenemos
más cerca. La leyenda sobre los suspiros y las lágrimas de la hermana incestuosa
del cacique Hunzahua, de los que habrían brotado las criaturas aladas y las joyas
verdes, suena como apócrifa.

En lo relacionado con los animales, se hallan siempre presentes, con perfiles


antropomorfos y singulares. El perro es el guardián y el fiel amigo, y el gato a
pesar de sus enigmas no inspira desconfianza, mientras que las aves actúan
como mensajeras del más allá, y los insectos otorgan provechosos avisos. El
cuadrúpedo que induce a mayor admiración mezclada con recelo es el caballo.
Destinado a transportar al príncipe, lo cabalga igualmente el diablo, del que se
torna cómplice. Aunque en los cuentos clásicos de cualquier procedencia el corcel
realiza la misión de enlazar los dos mundos, el visible y el invisible, circulando con
holgura entre ambos, lo que obviamente despierta cierta suspicacia, en nuestros
aldeanos el sentimiento es más ambiguo. Casi como si reflejara alguna fijación
impresa en el subconsciente colectivo por circunstancias de todos conocidas,
desde la época de la Conquista.

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Podrían multiplicarse los vínculos con los moldes seculares, pero aquí quiero
referirme sólo a uno. Como lo han establecido los estudiosos, durante el siglo X
los bardos célticos que emigraron de Irlanda al continente europeo, crearon, con la
divulgación de sus romances y leyendas, el clima propicio para el fortalecimiento
del cuento occidental, que sirvió de base al ciclo artúrico. Pues bien: en esa fuente
germinal son comunes, lo mismo que en Las mil y una noches, las metamorfosis
del héroe para engañar a sus enemigos y escapar de sus persecuciones. He
comprobado que la serie de mutaciones contenidas en un cuento galés tomado de
un manuscrito del siglo XIII, transcrito por Joseph Campbell en su obra El héroe de
las mil caras, efectuadas las respectivas equivalencias coincide casi exactamente
con las de una de las historias recolectadas por mí. Dice así la del país de Gales:

...Cuando él la vio se convirtió en liebre y huyó. Pero ella se convirtió en lebrel y


estuvo a punto de alcanzarlo. Entonces él corrió hacia un río y se convirtió en pez.
Y ella lo persiguió bajo el agua convertida en nutria, hasta que él se vio obligado a
convertirse en pájaro y volar. Y ella, bajo la forma de halcón, lo siguió y no le dio
descanso. Y cuando estaba a punto de apresarlo, él descubrió un montón de trigo
en un granero y se convirtió en uno de los granos. Entonces ella se convirtió en
una gallina negra, escarbó el trigo, encontró el grano y se lo comió.

En el vocabulario de Margarita Parra las transformaciones son éstas:

...Entonces el caballo se convirtió en un anillo y la muchacha se lo puso en un


dedo. Cuando el mago fue a quitárselo, ella estuvo rápida y lo botó a un pozo. En
el agua el anillo se volvió una sardina, y el mago un pescado grande. Empezaron
a peliar y peliaron hasta que se cansaron. Entonces salieron del agua y la sardina
se volvió un granito de maíz, y el mago se volvió un gallo pa irle a echar pique.
Pero cuando menos acuerda, el grano se volvió un zorro. Cuando el gallo estiró el
pescuezo, zas, se lo zampó el zorro.

El final feliz, típico de los cuentos populares como de los infantiles, es


indispensable y no puede escamotearse. Constituye la razón de ser de lo
expuesto, la lección impartida soterradamente pero que implica, según el
pensamiento de Campbell en el libro citado, "la trascendencia de la tragedia del
hombre". O sea que, en conclusión, el cuento popular se asimila a la historia del
ascenso del alma a la cumbre mística, donde recibe la recompensa soberana por
haber perseguido hasta la muerte los valores que justifican haber nacido.

Los cuentos de Margarita

"Las altas torres del humo", el primero de los cuentos incluidos en el presente
tomo, recuerda en su comienzo varias historias de Las mil y una noches, en las
cuales la figura del pescador —tan repetida en los cuentos orientales al decir de
Cansinos Assens, prologuista y traductor de esa obra en la colección de la
Editorial Aguilar— simboliza a quien, comunicado con el más allá, se dispone a
recibir lo que éste quiera mandarle. Para el de "Las altas torres" se repite por tres
veces, como es lo usual, la oferta que le promete la riqueza. El pescador indaga

Oscar Torres Duque 169


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qué debe entregar en cambio, ya que todo logro implica un pago. Los
encantadores que ofrendan tesoros por la posesión de un ser humano abundan
así mismo en Las mil y una noches.

La originalidad de la versión boyacense se centra en el comportamiento de los


personajes. Las reflexiones del hijo del pescador, al quedarse solo en el palacio
encantado, son realistas y personales, como las que se formularía la misma
narradora Margarita Parra al encontrarse por azar en situación semejante. Cuando
pasados siete años el muchacho regresa al hogar, no lo reconocen sus padres.
Tampoco sus hermanas, con lo cual se introducen elementos nuevos para
provocar el alejamiento de la encantadora: una vela y una caja de fósforos. Los
padres dan posada al hijo, aun sin saber que lo es, y prestan atención especial a
la cabalgadura, que desenjalman y echan al potrero. Antes, al manifestar el
pescador que "ha entregado su hijo a una voz", la narradora obtiene sin
sospecharlo un verdadero acierto expresivo. Después la voz encarna,
automáticamente y omitiendo toda explicación, en "la encantadora".

Es notorio el parentesco de "Las altas torres del humo"


—título de la exclusiva invención de Margarita, que por cierto saboreaba como
consciente de su belleza— con "La bella y la bestia", de Charles Perrault, sobre
todo en la prohibición de mirar al ser dormido junto al protagonista. Pero aquí, al
romper el veto y encender la vela suministrada por las celosas hermanas, el
muchacho no encuentra a un monstruo horripilante sino a una mujer hermosísima.
En castigo por su desobediencia la en-cantadora, que defiende esforzadamente su
virginidad, como se desprende de los episodios ocurridos después con la aguilita,
conduce a su enamorado a lo alto de una montaña ("un montañón", especifica la
contadora), donde permanecerá hasta que tenga "la barba al pecho", buena
medida para dar indicio de que ha alcanzado la madurez. En seguida se anudan
otras aventuras, como si se tratara de un relato diferente aunque muy bien
amalgamado con el principal, según procedimiento repetido en estas historias.

No faltan sin embargo las incongruencias. ¿Por qué el padre de la encantadora la


encierra cada noche bajo siete llaves, cuando ella ha sido una criatura libre, que
anteriormente dormía junto al mancebo en el palacio de la laguna? A Margarita,
tan escrupulosa de ordinario en no dejar cabo suelto, ese detalle la tiene sin
cuidado. Cuando se reúnen nuevamente los enamorados, la mujer reacciona
como una virgen (la diferencia de sexo entre los protagonistas del cuento de
Perrault y los de Margarita es definitiva en su psicología). Entonces llama al padre
en su auxilio, aunque desde luego ha reconocido a su antiguo pupilo. Quizá busca
inconscientemente aumentar los obstáculos para la realización de su amor, como
si presintiera que desembocará en el parricidio.

A fin de entender por lo menos en parte la insensibilidad a este respecto de ambos


amantes, habría que considerar la fecha original del cuento, probablemente
inventado en la época feudal, cuando los padres ejercían el derecho de vida o
muerte sobre su prole, que para liberarse apelaba a veces al crimen (el viejo, no
obstante los cuidados y mimos prodigados a su hija, la amenaza con "la pena de

Oscar Torres Duque 170


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la cabeza" por el simple hecho de despertarlo en la noche tres veces seguidas.


Con mayor razón no habría descansado hasta lograr la destrucción de los
enamorados, de haberse enterado de su pasión, sin que bastara para salvarlos el
poder de la patita mágica conseguida por el joven como premio a su bondad con
los humildes).

Pero es que además la simbología del parricidio, como imperativo para romper
con el pasado y emprender vida nueva, desde mucho antes de Freud se registra
en los relatos arcaicos. Campbell anota en El héroe de las mil caras:

...Cuando el niño sobrepasa el idilio con el pecho materno y vuelve a enfrentarse


con el mundo de la acción adulta especializada, pasa espiritualmente a la esfera
del padre, que se convierte para su hijo en la señal del trabajo futuro, y para su
hija, en el futuro marido. Lo sepa o no, y sin importar cuál sea su posición en
sociedad, el padre es el sacerdote iniciador a través del cual el adolescente entra
a un mundo más amplio. Y así como antes la madre ha representado el ‘bien’ y el
‘mal’, ahora eso mismo es el padre, pero con esta complicación: que hay un nuevo
elemento de rivalidad en el cuadro: el hijo contra el padre por el dominio del
universo...2

En varias narraciones de El pueblo relata, de José Antonio León Rey, se pide al


héroe que actúe como repartidor de objetos dotados de facultades extraordinarias,
llegados casualmente a manos de quienes no los aprecian lo suficiente. En una de
esas historias, titulada "La sirenita del mar", el hijo de un pescador es entregado a
una sirena, igual que en "Las altas torres del humo". Tiempo después varios
animales exigen del muchacho el reparto justiciero de una res, lo que se efectúa
proporcionalmente y a completa satisfacción. No obstante, la trama de "La
sirenita" conduce a un desenlace totalmente distinto al del cuento de Margarita.

Lo más curioso de "Las altas torres" consiste en la existencia de un "doble yo",


representado por el huevo colocado en la cabeza de la serpiente, del cual
depende la conservación de la vida del padre de la encantadora. Es el tantas
veces citado Campbell quien menciona, al hablar de las imágenes de
indestructibilidad, "un alma externa no afectada por las pérdidas y heridas del
cuerpo presente, que existe a salvo en algún lugar apartado". Así también la vida
del personaje de Margarita Parra permanece a salvo mientras el huevo no se
rompa, lo que emparenta extrañamente el cuento boyacense con la declaración
efectuada a Campbell por un brujo, ése sí de carne y hueso, quien le manifestó:
"Mi muerte está lejos de aquí y es difícil de encontrar en el ancho océano. En este
mar hay una isla y en la isla crece un roble verde y bajo el roble hay un cofre de
hierro, y dentro del cofre hay una cestita, y en la cestita una liebre, y en la liebre un
pato y el pato tiene un huevo; el que encuentre el huevo y lo rompa me matará al
mismo tiempo" 3 .

En parangón con lo anterior, el padre de la encantadora de "Las altas torres" le


dice a ésta: "Ah, mijita, ujum... ujum... para que yo me muera tienen que ir a la
hacienda de un rey a donde va una serpiente a comerse las terneras, y el que la

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mate y le saque un güevo que tiene en la porra y venga y me lo espiche en la


frente, así sí, entonces me muero".

Para terminar los apuntes sobre esta narración hay que señalar la gracia de
expresiones gráficas, que le confieren una nota persuasiva y realista: "Buscó
debajo de la cama y encontró que la plata era tanta que empujaba p’arriba las
tablas", "Si la quiere vaya cójala usté misma porque yo no voy a buscar a un
animal resabiao de la montaña", etc.

La enfermedad como pretexto para librarse de un importuno, es recurso al que se


apela no sólo en el cuento picaresco "La viuda", incluido como segundo de esta
colección, sino en otro muy diferente, "El príncipe peliador", que también se
recopila. En ninguno de los dos experimentan el menor escrúpulo las mujeres que
lo utilizan, lo que contrasta con la limpieza de conciencia de que da muestras el
tentador en el mismo relato. Primero aconseja al marido engañado no probar la
chicha de Juanacaliente, a pesar de no ignorar que, si lo hace, quedará más
fácilmente a su merced. Y después reacciona como un pariente indignado que ha
advertido a tiempo a un menor de edad las consecuencias funestas de su
desobediencia.

Cometida la falta el espíritu maligno se considera autorizado para proponer al


infractor la compra de su alma, negocio muy practicado en las leyendas
occidentales, como ya se dijo. Por su parte el marido oye la oferta con la calma de
quien se enfrenta a algo fatal, que no está en su mano evitar.

La canta a cargo de la viuda en el jolgorio, organizado tan pronto como se ausenta


el marido, desborda intención y malicia y podría figurar a maravilla en las series
donde se muestra esa vena popular, al igual que la respuesta del maligno. Con
una sola frase, "la rochela del baile y de la cantazón", se describe perfectamente
la alegría reinante. Cuando la narradora refiere que al amanecer "echó a salir la
gente", no se necesita más para imaginar el desfile de las tambaleantes parejas a
la hora en que los gallos empiezan a cantar. El final de "La viuda" carece de
moraleja, como es la regla en el auténtico cuento popular, más dado a reflejar la
vida que a encauzarla, y ubica a los personajes en una estampa plástica y
divertida muy rara en nuestro folclor. A pesar de la intervención diabólica —o ¿por
eso mismo?— el relato es un ejemplo de realismo boccacciano casi sin ejemplo
entre nosotros.

Con base en los cuentos populares colombianos podrían intentarse —como ya se


insinuó— conclusiones sobre la idiosincrasia de nuestros campesinos. El hecho de
que en el tercero de los cuentos recogidos, "El compadre rico y el compadre
pobre", éstos, después de que el segundo queda ciego a causa de la maldad del
primero, compartan sin embargo y con la mayor naturalidad los alimentos que han
llevado al paseo, y se separen como buenos camaradas, ¿qué está indicando?
¿Alude a la resignación ancestral de los desheredados de la fortuna, que se
someten a las mayores vejaciones como si fuera "lo que tiene que suceder"? En
cambio los animales sí reaccionan para castigar al mal compadre y restablecer los

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fueros de la justicia, tan mal parada por la conducta del que no sólo ha intentado
una vez la perdición del otro, sino que demuestra contumacia en su pasión.

La circunstancia de existir varias versiones del mismo argumento (verbigracia, las


reunidas por León Rey en su libro citado) 4 , permite compararlas, con ventaja a
mi entender para la nuestra. En ésta se contrapone sutilmente el compadrazgo tan
mal vivido por los dos hombres, con el alegre y servicial de las aves charlatanas,
que se cuentan historias a fin de amenizar la larga velada. (El malestar de
estómago padecido por el chulo se explica, según una de las versiones de León
Rey, por los hartazgos debidos a la muerte de gente y animales en el pueblo
sediento). El compadre del chulo es un jóbito, ave hasta ahora desconocida en el
folclor colombiano. Cuando interrogué por ese motivo a la narradora campesina,
me contestó con otra historia, según la cual el cuervo sacado del arca por el
patriarca Noé a fin de averiguar si había terminado el diluvio, era de color blanco y
se llamaba jóbito. Por no cumplir la comisión encomendada, y preferir quedarse a
su placer en la tierra ya seca, fue transformado en chulo. Al parecer en el
Departamento de Boyacá se conservan sin embargo algunos ejemplares,
descendientes del jóbito del arca antes de que se efectuara el cambio de color y
de nombre.

En los convenios llevados a cabo entre el compadre pobre y los "reyes" de los dos
poblados, a fin de instalar el servicio de agua y mejorar la salud de la princesa, se
nota el recelo característico de los aldeanos, que los induce a tomar precauciones
y dejar desde el principio bien aclaradas las cosas. Sobre los alimentos y su
preparación, Margarita, como cocinera que es primordialmente, cita hasta el
tiempo requerido por la cocción. En cambio olvida el nombre de la planta que
devuelve la vista al ciego y sana a la princesa, dato consignado en una de las
versiones de León. Es la "suelda consuelda", citada por Mutis en su Diario de
observaciones y usada todavía en medicina popular en Colombia.

El cuento de "El compadre rico y el compadre pobre" encierra mucho más de lo


imaginado a primera vista. La reiteración exacta de la fórmula para preparar la
gallina y despresarla, pronunciando iguales palabras, antes de cometer la agresión
física, recuerda una especie de acto ritual con derramamiento de sangre. La
satisfacción del deseo innato de apoderarse de los secretos de las aves mediante
la posesión de su lenguaje, ostenta también trayectoria antiquísima en las
leyendas de todos los países. En cuanto a la ausencia de sorpresa una vez que
esto se produce, constituye la prueba de haber ingresado en un ámbito mágico
donde nada asombra y todo se realiza. Por último, el anhelo de disfrutar de un
reparto equitativo de las riquezas, hasta ahora negado a los seres humanos, es
una constante marcada en la mayoría de los relatos, empezando por el de "Alí
Babá y los 40 ladrones".

En nuestra quinta narración, "La mujer y la gata", abundan reminiscencias de


aquel ejemplo graciosísimo del Infante Juan Manuel en El Conde Lucanor, sobre
"el doncel que casó con mujer brava", tema del cual, según se dice, tomó
Shakespeare el argumento de La fierecilla domada.

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Entre nosotros, y en la versión de Margarita Parra, la mujer no padece de ira sino


de pereza, y aunque el marido, a fin de impartirle una lección lo bastante
contundente como para que no la olvide, se ve obligado a castigar a una inocente
gata, al menos no la sacrifica como sí lo hace con su caballo el doncel del Conde
Lucanor. Aquí la pariente de Micifuz apenas si recibe una que otra caricia de las
muchas sembradas por el desesperado esposo en la espalda de la mujer
comodona y descomedida.

En tan breve relato se destaca la práctica sabiduría del pueblo, trasmitida por
algún casi contemporáneo de Don Juan Manuel a sus oyentes de tierras
americanas, que éstos asimilaron con el transcurso del tiempo hasta injertarla en
la mollera de un simple "maestro" de albañilería. Simple sin duda pero deseoso de
zanjar su problema por medio de un procedimiento enérgico y a la vez indirecto y
diplomático, para corregir el mal sin perjudicar su matrimonio, que quiere salvar a
toda costa.

Por comentario del doctor Eduardo Mendoza Varela he sabido que en Guateque
circula una variante del mismo argumento de Don Juan Manuel, sobre la mujer
brava y el animal expiatorio. Ésta, con el papel desempeñado por la gata, no se
encuentra en ninguna otra colección colombiana.

Una primera lectura de "La Mayorcita" lleva a suponer que, por su sencillez, no
hay lugar a muchos comentarios. Pero, después se revela su interés, empezando
por la sagacidad narrativa con que Margarita menciona en un principio y como de
pasada la belleza de los "cabellos de oro" de la niña, clave del relato, para
continuar acentuándola en un crescendo muy bien graduado, hasta conseguir que,
desplegados al sol en la laguna, adquieran su definitivo prestigio a los ojos del
príncipe.

De los seres acuáticos que pueblan el universo de la fantasía, el más célebre es


"La Sirenita", de Andersen. Provistos o no de cola, aparecen y desaparecen en
Las mil y una noches, siempre con la particularidad de su afición a los humanos,
aunque sin perder tampoco la costumbre, cuando se remontan a la superficie, de
volver a visitar sus antiguas querencias.

En "La Mayorcita", la protagonista, a más de dormir en la laguna suele sumergirse


en sus ondas "endespués de lavar". La narradora añade que "pu’allá duraba harto
rato". Menos mal que nada indica su pretensión de inducir al príncipe a habitar
debajo de las aguas y que, al final, distraída de ese hábito gracias a sus amores,
se humaniza por completo.

El calificativo de "mayorcita" para la vieja, siempre en diminutivo en boca de


Margarita, lo mismo que expresiones como "cuando la vido bien, bien", o que
"esperara hasta que ella se muriera, que sería presto", traen un eco del casticismo
español que se quedó enredado en las breñas boyacenses.

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La unión de dos famosas historias: "Piel de asno" y "La Cenicienta", ambas de


Perrault, conforman la argamasa de este relato. Así como en la primera la
princesa se disfraza con la piel del animal para librarse de los peligros que le
acarrearía la divulgación de su identidad, en la boyacense la niña de la laguna
apela para lograr sus fines al "pellejo" de la mayorcita fallecida, ajustado
perfectamente a su cuerpo y sus facciones. El ardid resulta más convincente que
el del cuento francés. Removible a voluntad como el otro, modifica completamente
la personalidad y no parece desactualizado en esta época de los trasplantes no
sólo cutáneos sino del corazón y de cualquier otro órgano.

La pista que en "La Mayorcita" se suministra al joven para obtener la


extraordinaria revelación, repite el truco de "La Cenicienta" pero reemplaza el
zapatito de cristal por el cabello enredado en la peinilla principesca. Los
sentimientos del joven cuando lo encuentra, que evolucionan desde la primera
sorpresa al amor rendido, se describen con envidiable convicción y economía de
palabras: "Ese día el príncipe sacó la peinilla para peinarse y topó el cabello
enredado. Se lo echó al bolsillo pensando que de quién sería. Endespués mandó
traer su yegua, la ensilló y se fue para la ciudad, a igualarlo con el pelo de todas
las princesas pues estaba resuelto a casarse con la que lo tuviera".

De cosecha de la contadora hay varios aportes, como la advertencia formulada a


la niña por la vieja, de no afrontar sin defensa el mundo donde pueden ojearla. O
la de la observación sobre la conducta del príncipe, al apartar de la comida "lo
primero para ella. Hasta que no comía la princesa no comía él". O la que recalca el
sutil cambio en la conducta de los suegros, al contemplar a la nuera cubierta de
esmeraldas, cuando le abren los brazos y la llaman "mijitica de mi corazón". Por
cierto que los indios muzos veneraban, según cuenta la leyenda, a la diosa Fura
Tena, que se vestía de esmeraldas extraídas de las minas y vivía en un palacio
fabricado con las mismas piedras.

"La Mayorcita" no ha figurado hasta ahora en las colecciones populares, aunque


no faltan algunas reminiscencias en los cuentos recogidos por el doctor León Rey.

Los perfiles míticos de "El príncipe peliador", el cuento más notable de esta
colección, se manifiestan desde el primer momento por las aventuras del príncipe
que lucha contra los animales, como lo hizo en el comienzo el hombre nómada,
obligado a vivir de la caza. Luego viene la prohibición de abrir una de las puertas
del palacio donde habita el gigante, la que corresponde al cuarto ocupado por
éste. Vetos semejantes se encuentran en los mitos más antiguos, en los que
también figuran seres descomunales que se relacionan con los orígenes de
nuestra especie.

Cuando surge la pasión amorosa de la madre del príncipe con el gigante, hay un
detalle de belleza que impresiona: el corazón de la mujer palpita con más fuerza
en el momento en que el hijo se acerca a la casa desde una distancia de siete
leguas. El gigante capta el fenómeno sin parar mientes en su poesía, pero

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aprovechándolo a fin de tomar medidas encaminadas a dar muerte al príncipe,


que le estorba para el transcurso feliz de sus amores con la madre.

El héroe no queda desamparado, sin embargo. Se beneficia con la intervención de


un ser investido nada menos que de los poderes de adivino y rey. En esa
mediación tiene que ver el amor, pues el príncipe pretende a una de las hijas del
mago, la que él escoge libremente y no la que lo busca por orden de su progenitor.

La leche de la leona, destinada a cumplir un cometido especial y mágico, no


puede extraerse sin peligro sino cuando duerme la fiera, lo que hace con los ojos
abiertos, aumentando así sabiamente la tensión del relato. El sapo-salamandra es
otro animal fabuloso, al que el príncipe debe derrotar para apoderarse de sus
agallas y demostrar que es el más fuerte.

Aquí uno vuelve a preguntarse: ¿cómo llegaría a la narradora iletrada, trasmitido


por otros contadores igualmente ignorantes, el conocimiento de un bicho
legendario —la salamandra— perseguido por los alquimistas y que se creía que
podía vivir en el fuego?

Finalmente la disposición que toma el príncipe antes de someterse al sacrificio


dispuesto por los amantes (que él acepta con curioso estoicismo), sobre la manera
como los victimarios habrán de tratar sus despojos mortales y colocarlos junto con
su lanza —recuerdo del padre y una manera de tenerlo presente— a lado y lado
de la cabalgadura, posee claro contenido simbólico. Lo mismo, las instrucciones
para el descoyuntamiento de los miembros, las cuales indican la certidumbre de la
vuelta a la vida, al cumplirse un término que con antelación ha sido previsto.

El horror de que la madre se convierta en coautora del asesinato no se ocultaba a


la que me lo narró. Ella misma fue quien me dio la clave, sin sospechar
naturalmente que pisaba un terreno legendario: la única forma de devolver la
libertad al hijo consiste en que quien le ha dado el ser se lo quite. En este relato la
misma madre corta, por así decirlo, definitivamente, un invisible pero sólido cordón
umbilical. Saldada la deuda le está permitido al príncipe impartir justicia. Tal vez la
solemnidad que reviste aquí el matricidio, cuyo contraste se advierte con la
manera calculadora de que da muestras la hija en "Las altas torres del humo", al
atentar contra su padre, se explica porque en el mito primitivo se presentan los
valores esenciales, no así en las figuraciones sucesivas, ya contaminadas.

La reanimación del cuerpo mediante la aplicación de las unturas milagrosas


cobradas a los irracionales, remonta así mismo a las leyendas originales.

Se conocen cuentos nacionales que hablan de brebajes como la leche de la leona,


y de combates con fieras, pero ninguno alcanza las repercusiones ni la interesante
urdimbre de "El príncipe peliador". Para don Ernesto Volkening, quien tuvo ocasión
de oírlo en mi grabación años antes de su muerte, su sabor arcaico se unía a las
leyendas de Osiris y Dionisos, cuyos cuerpos cortados en pedazos se diseminaron
por la tierra y resucitaron posteriormente según las mitologías egipcia y griega.

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En nuestros cuentos populares no falta, como no podía ser de otra manera, el


tema del agradecimiento de los irracionales. En "El bobito" lo manifiestan el perro
y el gato, cuando se proponen descubrir a cualquier precio el paradero de la sortija
de su amo, único medio para éste de salvar la vida y reconquistar su felicidad.

A los anillos se les atribuye el poder de favorecer a quien los porta. La sortija más
famosa es la que fue propiedad del rey Salomón. Entre ésta y la que Margarita
muestra en "El bobito" hay la curiosa coincidencia de haber sido perdidas ambas y
reencontradas en el vientre de peces de color blanco y negro. En lo tocante a la
sortija de Salomón, suministra el informe. Cansinos Assens, a quien ya cité como
prologuista y traductor de Las mil y una noches.

En "El bobito" es significativo que el anillo pertenezca primero a una serpiente,


emblema de la sabiduría y la astucia. Por cierto que en su trato con ésta el
protagonista, al negarse a "meterle los dedos entre la jeta", se libra probablemente
de la mordedura fatal y demuestra que no es tan pobre de espíritu como quiere
hacerlo creer el título. Protege al perro y al gato abandonados por sus antiguos
amos, con lo que compra su solidaridad. Al final espera que sean las cinco de la
mañana para que el anillo le devuelva a los insidiosos amantes, como si adivinara
lo que sucede a esa hora entre ellos, a lo cual se deberá el sumario castigo
impartido por el padre.

Técnica interesante de la narradora es la de omitir detalles cuando un


acontecimiento puede averiguarse de manera indirecta e inequívoca. Así, al
localizar los animales a la mujer adúltera, Margarita se limita a decir que "despertó
la señora princesa y despertó el novio", con lo cual queda establecido el estado de
la relación amorosa. Hay ironía subyacente al otorgar a la mujer el título de
"señora princesa", y el de simple "novio" al amante. En esta narración la esposa
paga con la vida su infidelidad, sin que nadie recuerde que ha sido leal a su primer
amor, el que tenía, como en el romance, "al otro lado del río".

Otro relato, "El mago de los libros", se distingue del famoso "Aprendiz de brujo",
aunque su tema es similar, gracias a que el poder adquirido por el neófito al
adueñarse de los secretos de su amo no se utiliza en beneficio propio ni para
divertirse a costillas de otro. Quizá por esto el muchacho triunfa en su empresa de
ayuda filial, al revés de lo que ocurre al pícaro aspirante, en la leyenda tradicional.

Como en los restantes cuentos de Margarita, no faltan aquí los términos y


precisiones que lo colombianizan. El día de mercado es el domingo, al igual de lo
que se practica en la mayoría de nuestros pueblos. Para entonces necesitan los
campesinos disponer de dinero con que "hacer la semana", según la gráfica
expresión de la contadora, pues de lo contrario carecerían de víveres en seis días
consecutivos. Luego, en la venta, cuando llega el mago, pide "un gran almuerzo y
cerveza", con lo que demuestra, según el criterio pueblerino, su buena situación
económica. La muchacha que lo atiende va al pozo a traer agua en un perol, como
es la costumbre de las campesinas. Por cierto que le parece lo más natural oír

Oscar Torres Duque 177


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hablar a un caballo (se lo explica diciéndose simplemente que el animal tiene sed),
y que, acto seguido, pierda su figura corporal y se metamorfosee en un anillo.
Cuando el zorro se traga al gallo, Margarita utiliza los verbos castizos y exactos:
"Cuando el gallo estiró el pescuezo, se lo zampó el zorro".

De este tema tampoco existen variantes en nuestras colecciones populares.

"La mujer y el diablo" pertenece a la serie de cuentos boccaccianos de Margarita,


como "La viuda". El doctor León Rey en El pueblo relata trae "Un negocio con el
diablo", versión casi igual de este mismo argumento. Pero allí la mujer se limita a
aconsejar al marido que se confiese con el señor cura, y es éste el que brinda la
solución, consistente en que la esposa se vista con las ropas sagradas: estola,
roquete y alba, y que así se presente al demonio, caminando en cuatro patas. En
esa forma destruye lo que puede de la sementera y el diablo huye asustado por lo
que considera un extraño animal, cubierto con las vestiduras sacerdotales.

El deseo de edificar a los oyentes, notorio en esta variante


—más reciente que la de Margarita— cae en el extremo opuesto al que se busca.
La mujer adopta una postura humillante para los signos que porta, mientras que,
precisamente por su naturalidad y picardía, la emplumada de nuestra versión se
salva de la censura.

La descripción del estado de la siembra, y del trabajo realizado por el demonio


para cumplir su parte del pacto, es la de quien conoce a fondo esas labores por
haberlas ejecutado personalmente. Cuando dice la narradora que "a cambio del
alma él le cuidaba el maíz para entregárselo seco", está contemplando
mentalmente y con embeleso el panorama de la cosecha esperada y lograda.

El hijo del par de casados que figura en otra de las narraciones, la titulada "El
jugador y el diablo", encarna a quienes, aunque dueños de brillantes cualidades,
escogen la línea más fácil y se entregan a un vicio. Pero la rudeza del camino que
les toca recorrer los corrige y les enseña a trabajar y encontrar la felicidad.

Como en los demás de la serie tipificada por los hijos que abandonan la casa
paterna para buscar fortuna, en "El jugador y el diablo" abundan las aventuras,
aquí un tanto desperdigadas aunque siempre vistas desde un ángulo medroso y
cuajado de premoniciones, que no cede hasta el fin. El diablo es el dueño de una
finca en la que se emplea el muchacho. Al igual que todos los personajes
encumbrados de estos relatos, vive como gamonal del pueblo y se "echa a dormir"
a continuación de un viaje que le ha acarreado buenas utilidades. Pero se halla
casado con mujer que se compadece del joven al que desea ayudar por lo cual le
muestra la manera de burlar las tretas urdidas por el terrible caballo de su marido.

Según costumbre, la narradora no prescinde de los detalles prácticos que


enriquecen su relato. En la casa infernal, el orden de las comidas es riguroso.
Todo sucede a sus horas. Al aproximarse la terminación, se imita perfectamente
un diálogo en una tienda de pueblo, cuyo resultado negativo irrita y ofende al

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presunto comprador. El demonio, sorprendido por la forma como el héroe se libra


del ataque traicionero del caballo, para concluir de una vez lo conduce a la
siniestra torre, donde un buitre roe los huesos de los muertos, como en los relatos
terroríficos de Las mil y una noches. Cuando, después de haber escapado del
infierno, el protagonista se encuentra con Juan, personaje indefinido e irreal
aunque dotado por excepción de nombre propio —lo que parece conferirle el papel
de enviado providencial— se ocupa de lavar los caballos y de ejecutar las tareas
propias de una finca, a las que Margarita asigna especial importancia.

En la finca el muchacho conoce a la mujer-pájaro, de la misma estirpe de las que


figuran en el relato de Menaru-Sunna y el príncipe Hasán, en la tan citada
colección de cuentos orientales. La diferencia consiste únicamente en que en
aquél, en lugar de aletas, la princesa se vale de un traje de plumas para poder
volar. Su madre es una ogresa.

La protagonista de "El jugador y el diablo" quiere vengarse de su enamorado en


igual forma que Menaru-Sunna lo hace de su amante, quien —afirma el
comentarista Cansinos Assens— "la hizo suya valiéndose de un ardid, con malas
artes, pues le quitó su traje de plumas y así la incapacitó para la huida".

En el relato de Las mil y una noches, la joven, durante su permanencia junto a


seductor, tiene un hijo, lo que no sucede en "El jugador y el diablo". Pero Menaru-
Sunna también se arrepiente de haber dejado a su amante, por "las afrentas y
torturas físicas que su hermana le inflige". En el cuento boyacense, es la madre
responsable del cruel trato sufrido por la prisionera. Ogresa, agola o vampira,
representa a la clásica chupadora de sangre humana, superstición universal que
no podía faltar en esta serie de cuentos colombianos.

Del cuento "El Sirenito" surgen, no obstante su ingenuidad, algunas ideas como
las siguientes:

La fórmula inicial: "Había un par de casados que eran reyes", común a casi todas
las narraciones aquí presentadas
—como se detalla al comienzo de estas páginas— concuerda con una creencia al
parecer muy arraigada en la contadora y tal vez unánime en los campesinos: la de
que toda pareja de hombre y mujer unida en verdadero matrimonio es como si
ocupara un trono real. En "El Sirenito", la confirmación de que se trata de un hogar
bien constituido y feliz la dan las doce hijas y el hecho de que "las pusieron a
todas en el colegio", anhelo recóndito este último de la gente de campo, que por
desgracia pocas veces se realiza.

En su camino al centro de enseñanza —que se entiende quedaba retirado del


rancho— las niñas tropiezan con un "sirenito", personaje nuevo en la ficción
popular aunque con el antecedente mitológico de los tritones hijos de Poseidón. El
cuento no explica si posee la peculiaridad de sus hermanas sirenas respecto a la
cola, pero es posible que no. Tampoco desea imponerse merced a recursos
excepcionales, sino únicamente conseguir una buena compañera para compartir

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con ella sus inmersiones. Por su manera de ser dulce y simpática merece el
diminutivo que cariñosamente le aplica Margarita. Su hermosa fórmula para
proponer matrimonio: "¿Tienes gusto y voluntad de casarte conmigo?", quizá es la
que emplean en sus declaraciones amorosas los aldeanos.

La terrible decisión de atar a la niña y ordenar a los soldados que efectúen un


"descargue" para matarla, prueba hasta dónde se considera, o se consideraba en
el campo, la vida de los hijos como propiedad exclusiva de los padres.

"Los niños y la virgen", el cuento que viene a continuación, es otra variante de "El
pájaro que habla, el árbol que canta y la fuente de oro", una de las narraciones
más poéticas y divulgadas de Las mil y una noches.

Pero, mientras que en el relato oriental el califa Harún-al-Rachid espía a las


doncellas y así se entera de sus deseos con respecto a sus bodas, en el nuestro
las muchachas no se andan con ambages y son ellas las que van "en derecho del
rey" a proponerle matrimonio. Con sabiduría muy femenina, la primera joven ataca
la vanidad masculina y promete al futuro marido el obsequio de un precioso
vestido si se casa con ella. La segunda se decide por la gula y esboza un
panorama de deliciosos manjares. La menor es la gananciosa porque tiene en
cuenta la ternura y promete al rey que será padre, al año justo de las bodas.

Curiosamente, pues, y vale la pena hacerlo resaltar, la mujer sin pulimento y casi
primitiva que es Margarita Parra, menciona sin omitir ninguna, las tres armas
principales utilizadas en el pasado por sus hermanas de sexo, con el fin de ejercer
sobre sus compañeros el sutil dominio que daba a éstos la sensación de mandar y
de que todo marchaba como era debido, para el logro perfecto del bienestar
hogareño.

Sin embargo, en esta versión no faltan las incoherencias. Se ignora por ejemplo el
motivo que impulsa a la comadrona y a la "muchacha de servicio" a atentar contra
la reina y sus hijos. Si obran por consejo de las envidiosas hermanas, éstas ya
han desaparecido de la escena por esas calendas. Al involucrar en el crimen a la
criada, la contadora Margarita parece ser víctima de una influencia del medio
ambiente, que ella acepta sin beneficio de inventario en perjuicio de sí misma y de
su clase.

Las pruebas impuestas por el jardinero del palacio a los niños son típicas de
muchos relatos populares que todos recordamos. Pero con ellas el adversario de
los chiquillos obtiene un resultado contraproducente para sus malas intenciones.
La presencia de las víctimas y la gratitud por los servicios que le prestan
despiertan en el rey el cariño paternal aun antes de ocurrir la revelación, que aquí
compete a la Virgen y en el cuento de Las mil y una noches al pájaro encantado.
Esa preparación para lo que va a suceder constituye un acierto psicológico,
ausente de las demás versiones, incluidas las que contienen El pueblo relata, de
León Rey.

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Muchas veces me he preguntado por el significado de los tres "cantíos" del


pajarillo posado en el manzano, que se escuchan al final del relato con intervalos
de media hora. Quizá equivalen a los repiques de las campanas para anunciar la
misa, lo que se justificaría por tratarse de la aparición de la Virgen, que ha salvado
milagrosamente a los muchachos.

En la recopilación del doctor León Rey se encuentran varios episodios de una


serie muy divertida y abundante: la comprendida por las aventuras de Tío Conejo
o Mano Conejo, ya nombradas en la parte correspondiente a "Generalidades".

Desafortunadamente Margarita no poseía un buen repertorio de este tema. En la


única muestra que nos suministró, titulada "El Compadre Conejo", se confunden
en un solo relato, presentado en su desenfadada crudeza original, los episodios
que León Rey narra con los títulos de "Las argucias y el conejo", "El zorro y el
conejo" y "El león y el conejo".

"El mago de la peña", el último de los cuentos de la colección, empieza con las
consabidas proposiciones matrimoniales, formuladas en este caso por un mago
negro a tres hermanas. La menor —como siempre ocurre— acepta. El
pretendiente es un hombre misterioso. Vive completamente solo en la montaña.
Que además sea negro puede indicar cierta discriminación hacia la raza de color,
latente en la región boyacense, si bien es cierto que la conducta posterior del
mago, al regalar a su mujer un traje de oro y, luego, la varita de las virtudes,
proclama su esplendidez y que se halla por encima del nivel común de la gente.

La total dependencia de la mujer boyacense respecto a su marido resalta cuando


éste, ofendido por la desobediencia de ella al demorarse en la casa paterna un
término mayor que el autorizado, la despoja del famoso vestido y, sin más, la echa
a la calle. Sin embargo, tampoco es tan insensible como para dejar a la esposa sin
ninguna defensa. Le regala la varita, con la cual la mujer consigue llevar una vida
tranquila en el pueblo.

Allí, dando muestras de gran independencia, similar posiblemente a la de muchas


campesinas contemporáneas de la narradora, las que, al encontrarse en parecidas
circunstancias, se "liberan" sin mayor alharaca, descarta ir a refugiarse al lado de
sus padres. Establece por su cuenta un negocio que, supuesta la especialidad
cocineril de Margarita, no puede ser otro que la preparación y venta de comidas. A
la fonda va la clientela a "gastarle" lo que gana en la semana. Como la dueña es
joven, rica y buenamoza, los enamorados no le faltan. Al ver que la persiguen tres
varones de una misma familia se vale de la varita mágica, y especialmente de su
ingenio y decisión, para burlarse de ellos. La manera como lo lleva a cabo
recuerda lejanamente el famoso romance de la infanta hija del rey de Francia, la
cual, cuando viajaba sola por los caminos, se topó con un caballero que la requirió
de amores. "La niña desque lo oyera /díjole con osadía:/ –tate, tate, caballero,/ no
hagáis tal villanía:/ hija soy yo de un malato/ y de una malatía;/ el hombre que a mí
llegase/ malato se tornaría".

Oscar Torres Duque 181


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En la última historia de Margarita, al fingir la mujer que podría extraviarse "la


totuma de medir la miel", si el pretendiente no la coloca en lugar seguro, alude a la
bebida nacional, en cuya elaboración entra principalmente ese líquido.

Un comentarista de Hans Christian Andersen ha opinado, en relación con el estilo


del escritor danés, que "en su sencillez engañosa, era en realidad de una
transparencia perfecta y en todo adaptado a sus peculiares dotes de visionario". Si
hubiera que describirlo de un solo golpe, agrega, se concluiría que el suyo era el
estilo "de los narradores populares, con quienes tenía la misteriosa afinidad de ser
como ‘el uno solo’ en que todos ellos vienen a fundirse bajo la cohesiva presión
del amor y los muchísimos años". Con todo y su pequeñez, Margarita Parra, la
analfabeta contadora de cuentos, logra introducirse en esa unidad regia, gracias al
amor que da vida a lo que toca.

Oscar Torres Duque 182


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Jorge Gaitán Durán

Sade contemporáneo

De las retóricas

Jorge Gaitán Durán (Pamplona, Norte de Santander, 1925-Point-à-Pitre, isla de


Guadalupe, 1962) es otra figura compleja pero de enorme significación histórica
en las letras nacionales. Básicamente se distinguen en su obra tres facetas: el
poeta, el ensayista y el animador de la revista Mito (1955-1962). En realidad, esas
tres facetas están íntimamente conectadas y adquieren sentido sólo por esa
conexión.

De familia adinerada, Gaitán Durán "invertirá" su vida en cultura: viajes de turismo


"cultural", publicación de seis libros de poesía y dos de ensayo; publicación, por
siete años, de la revista Mito, que se acaba con su muerte —ocurrida en un
accidente de aviación cuando regresaba de Europa— y que quizá es la cifra más
reveladora del carácter de Gaitán Durán: abierto, libertario, humanista,
comprometido, poeta.

La obra ensayística de Gaitán Durán, caracterizada por una lucidez atormentada


por el fantasma de la ética, se desarrolla en publicaciones para Mito, para El
Espectador y otras publicaciones periódicas; en su propio Diario de viaje, en el
que va consignando unas reflexiones inteligentísimas y de buscada dimensión
poética y narrativa; y en dos libros que publicó en vida: La revolución invisible.
Apuntes sobre la crisis y el desarrollo de Colombia (1959) y Sade. Textos
escogidos y precedidos por un ensayo: El libertino y la revolución (1960); el
primero es un ensayo de interpretación política; el segundo, un análisis histórico-
literario de fuerte carga ideológica.

"Sade contemporáneo" aparece en el primer número de la revista Mito (abril-mayo


de 1955); "De las retóricas" fue publicado en marzo de 1959 en el primer número
del segundo año de la Revista de la Universidad de los Andes.

• Bibliografía ensayística:

— La revolución invisible. Apuntes sobre la crisis y el desarrollo de Colombia.


Bogotá, Tierra Firme, 1959.

— Sade. Textos escogidos y precedidos por un ensayo: El libertino y la revolución.


Bogotá, Ediciones Mito, 1960.

Recopilación:

— Obra literaria de Jorge Gaitán Durán. Bogotá, Colcultura, 1975.

Oscar Torres Duque 183


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Sade Contemporáneo

Jorge Gaitán Durán

C’est tenter l’homme


que de lui laisser un choix.
D.A.F. de Sade
(La philosophie dans le boudoir)

A penas libre de la relegación secular, Sade debe sobre-llevar el peso de la


mistificación. Su mito es —digámoslo así— una invención de nuestro siglo, en la
cual encontramos a cada paso profunda relación entre la fábula y la necesidad.
Esta circunstancia contiene, no sólo un testimonio, sino también la intensidad de
una solicitación humana. Nacido el dos de junio de 1740 y muerto el dos de
diciembre de 1814, Donatien-Alphonse-François de Sade previó el vasto silencio
hecho sobre su nombre durante una centuria: "La fosa ya recubierta, que se
siembren encima semillas, para que con el tiempo, al quedar el terreno de dicha
fosa de nuevo guarnecido y el montículo forrado de yerba como antes, los rastros
de mi tumba desaparezcan de la superficie de la tierra, del mismo modo que mi
memoria desaparecerá del espíritu de los hombres, a excepción —sin embargo—
de aquellos pocos que han querido amarme hasta el último momento". Sólo a
comienzos del siglo XX 1 se le abrió sitio en la historia de la literatura francesa.
Este reconocimiento tardío implica, desde luego, una suerte de destino
significante. En efecto, si bien las ideas filosóficas de Sade entroncan
directamente con el racionalismo un tanto simple de su tiempo (el "Diálogo entre
un sacerdote y un muribundo" 2 fue escrito siete años antes de la Revolución
Francesa), la complejidad de su tentativa humana, trascendida en su obra literaria,
se une de manera orgánica al centro mismo de la problemática moral de nuestra
época.Indicio de ello es, por ejemplo, la poderosa influencia del Sade del "Diálogo"
sobre el gide moralista de Los nuevos alimentos terrestres. Simone de Beauvoir —
en su ensayo "¿Es preciso quemar a Sade?"— dice atinadamente que "las
anomalías de Sade toman valor desde el momento en que, en lugar de sufrirlas
como una naturaleza dada, él elabora un inmenso sistema con el fin de
reivindicarlas". Más adelante, agrega: "Sade trató de convertir su destino
psicofisiológico en una escogencia ética". La tentativa del Marqués es moral, en el
sentido de que, por medio del exceso y de la ejemplaridad de su autodestrucción,
pretendió aniquilar las apariencias de una ética generalizadora y echar las bases
de otra que armonizara con las naturalezas singulares —esas mismas que, a partir
de Dostoievski y Freud, hemos empezado a considerar, no como la excepción,
sino como la inmensa mayoría de una humanidad exclusivamente observada a
través de un proceso de simple adición de subjetividades—. La evidente relación
—hasta ahora no suficientemente subrayada— del tono y del movimiento de ideas
en la obra de Sade, no sólo con los enciclopedistas propiamente dichos, sino
también con los moralistas clásicos, no debe engañarnos sobre el carácter de sus
medios, que no son ni la razón —aun cuando él mismo haya expresamente

Oscar Torres Duque 184


Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República

afirmado lo contrario en el "Diálogo"— ni la libertad. Su experiencia se basa en el


exceso 3 y esta circunstancia nos permite fijar los límites y comprender las
peculiaridades de su empresa. El exceso imaginativo, más que el carnal, es en
última instancia una forma de autocoacción. Sin pretender jugar con términos que
han pasado ya al vocabulario corriente de la psicopatología, podríamos afirmar
que hay algo de masoquista en el desbordamiento de Sade. Parece lógico que
este gran voluptuoso mental hallara cierto placer, no sólo en el proceso intenso de
su propia destrucción, sino también en la ruptura de su comunicación con la
sociedad, al asumir escándalos que lo relegarían y separarían definitivamente, y
que conciencia tan alerta como la suya aceptara —en contra del mismo instinto
creativo— el riesgo inherente a una obra extrema 4. Simone de Beauvoir anota
muy justamente que Sade realiza su erotismo a través de su obra literaria. En
efecto, lo imaginario permite una infinitud de combinaciones sexuales, que en la
vida real la misma materialidad del cuerpo, por un lado, y el marco social, por el
otro, hacen imposible. Pero deducir de esto que Sade pretendía, amparándose
tras la escritura, salvaguardar su comunicación con la sociedad, resulta, a nuestro
entender, un tanto forzado y contradictorio. Juzgamos más probable que fuera
precisamente esa realización suprema de su erotismo lo que más contribuyó a
agotar sus posibilidades comunicativas, puesto que una colectividad podría hasta
aceptar cierta libertad de costumbres e, incluso, cierto libertinaje; pero de ninguna
manera una obra literaria que transformara en signo dicha libertad y dicho
libertinaje y les diera, por lo tanto, un carácter aclarador y universal. El Sade
libertino del castillo de Coste resulta a la larga inofensivo —los escándalos pasan
y el olvido los acoge generosamente—; pero el Sade escritor es infinitamente más
peligroso, porque su acción se incrusta dentro de un movimiento que escapa a la
temporalidad. Si Sade acepta tal riesgo, es porque su objetivo es testimoniar ante
lo absoluto, fijar su majestuosa figura erótica ante poderes ininteligibles y
demoníacos.

En el universo de Sade cada criatura trata de realizarse sin comunicarse con las
otras. Cada personaje afronta el mundo de los destinos imaginarios. El Sacerdote
y el Moribundo no dialogan nunca. Uno y otro prosiguen, aislados, sus discursos.
Sus pausas no implican el acto de escuchar: son los momentos en que el ser se
repliega sobre sí mismo, antes de continuar su solitario alegato. Los héroes de
Sade no comunican con la carne que zajan, no le dan al otro el placer, se niegan a
fundirse en el nudo carnal; están perpetuamente aparte, tensos dentro de un
proyecto que los depasa. En su aislamiento magnífico parecen afirmar que el
negocio es entre ellos y una trascendencia que no alcanzan, pero tampoco
rechazan. Sus discursos no son la búsqueda de Dios, sino del sitio que Dios ha
dejado al desaparecer. La gran flaqueza de Sade es su incapacidad de asumir el
vacío. Hay testimonios de que la sola mención de la muerte lo espantaba. En su
alergia ante la nada 5 radica el hecho de que nunca haya sido un verdadero ateo.
De la misma manera que la revuelta de Nietzsche dimite ante la concepción de los
ciclos eternales, el divino marqués transige con lo absoluto. Imposibilitado para
descubrir el ser en los otros e incapaz, no sólo de ser lo que es, un ser para la
muerte, sino también de negar toda trascendencia inhumana, solo dentro de un
mundo hostil y solo ante un cielo adverso. Sade testimonia por sí mismo y contra

Oscar Torres Duque 185


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todo, testimonia por cada hombre de carne y hueso, aislado, ambiguo e impotente,
y contra el orden de la especie. Es entonces que, desterrado de la ciencia del ser,
entra por la puerta falsa al reino moral. Si para esquivar la nada, Sade ha alienado
su libertad; si por abdicar ante lo absoluto, ha renunciado a lo que hubiera podido
ser la más extraordinaria aventura metafísica, no es menos cierto que ha aceptado
pagarlo con su propia destrucción y que ha vivido hasta lo último, hasta el
aniquilamiento, sus contradicciones, sus traiciones, sus debilidades. "Encontramos
—dice Albert Camus— una idea desarrollada por Sade: el que mata debe pagar
con su persona. Vemos claramente que Sade es más moral que nuestros
contemporáneos". En última instancia, Sade ha corrido el mayor de los riesgos:
asumir la condición real de un hombre y no una condición humana ideal. Al
testimoniar así, zapa los fundamentos de una ética generalizadora; al rechazar los
esquemas de una conducta, la peculiaridad de su ambición moral comienza a
tornarse válida para los otros hombres. A Sade podemos aplicarle lo que escribe
Camus, refiriéndose a Nietzsche: "La moral tradicional no es para él sino un caso
especial de inmoralidad". Llegados a tal punto, nos sorprendemos: fascinados por
el espectáculo de su descomposición, se nos había escapado que el Marqués ha
sabido oponerle una figura auténtica al tiempo. Ahora nos damos cuenta de que
su empresa ha superado las propias contingencias de su época. El hecho de que
una tentativa aniquile a su autor, no significa que necesariamente ella cese de
existir como tentativa. La de Sade toma importancia reveladora precisamente en
nuestro tiempo porque, implicando el desacuerdo entre un destino humano
proyectado hacia lo absoluto y la temporalidad de formas sociales dadas, la
percibimos incorporada a nuestra situación en un instante en que las apariencias
morales de un orden, condenado como el de los años anteriores a 1789, entran en
crisis y se disocian de nuestra ambición ontológica. De ahí que un fracaso
histórico pueda alcanzar la ejemplaridad.

Colocado dentro de sus límites, Sade comienza a mostrarnos su aptitud para lo


ambiguo6 . Hay que saber separar en su obra todo lo que es alegato temporal, o
táctica destinada a los poderes del momento, de aquello que constituye su
pensamiento auténtico. Pero el solo hecho de que debamos llamar la atención
sobre este punto, y sobre las frecuentes contradicciones e incoherencias de su
literatura, denuncia ya una relación equívoca. En la personalidad del Marqués la
farsa y la verdad están agresivamente unidas, no pueden existir sino
mistificándose mutuamente, se atraen y rechazan dentro de una constante
inversión de papeles, en cuyo movimiento perpetuo la una toma a cada instante la
apariencia de la otra 7 . Para no dar el último salto a la nada y, no obstante,
salvaguardar su empresa ética; para cumplir un proyecto que lleva consigo la
destrucción y, sin embargo, preservar su figura, Sade entra en componendas. Ya
hemos dicho que su ateísmo resulta poco convincente. En algunos de sus
discursos, apenas sí reemplaza el dios antropomórfico de los cristianos por un
dios vago, cuyo cuerpo son todas las fuerzas benévolas y las energías
demoníacas de una naturaleza tan omnipotente a la larga como el Padre Eterno.
Su fe en una razón abstracta tiene, en última instancia, el mismo carácter que la fe
de los católicos en la divinidad. Más aún —e ignoramos si alguien ha llamado la
atención sobre ello— su actitud frente a Cristo está llena de inconsecuencias. Uno

Oscar Torres Duque 186


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de los cargos más graves que el Marqués retiene contra Jesús de Galilea es el de
sedicioso. Indudablemente la calidad más resaltante que para un no-cristiano
anticonformista tiene la personalidad histórica de Cristo es la de revolucionario —
tanto en el sentido moral como en el sociológico—, y resulta sorprendente ver al
sedicioso ético que es Sade denigrándolo por ello 8. La contradicción nos asombra
en el primer instante porque los comentadores de Sade no han subrayado
suficientemente su oportunismo, ni mucho menos el hecho —rico en
perspectivas— de que se trata de un oportunismo dramático. Realista bajo el rey,
republicano bajo la república, ¡el Marqués es encarcelado por el rey y por la
república! Hay momentos, desde luego, en que Sade acepta utopías sociales
avanzadas —los grandes sueños estructurales eran el tema de su época—; pero
el movimiento de su espíritu y de su vida no parecen indicar que esto obedezca a
una intencionalidad entrañable. Camus anota al respecto:

Sin duda Sade ha soñado en una república universal, cuyo plan nos los expone a
través de un sabio reformador, Zame. Así nos muestra que una de las direcciones
de la revuelta es la liberación del mundo entero. Pero todo en él contradice este
sueño piadoso. No es amigo del género humano. Odia a los filántropos. La
igualdad de que habla a veces es una noción matemática; la equivalencia de los
objetos que son los hombres, la abyecta igualdad de las víctimas. La República de
Sade no tiene la libertad como principio, sino el libertinaje.

En realidad, la burocracia represiva de la sociedad, sea realista o republicana, le


resulta necesaria porque le permite trasladar al exterior su yo masoquista y atribuir
su autodestrucción a la acción de poderes extraños. La situación de clase del
Marqués nos aclara hasta cierto punto sobre sus anomalías (la condición de
aristócrata implica cierta pasividad, cierta actitud femenina ante el rey. Toda corte
se parece a un serrallo por sus inevitables conflictos de celos, prelaciones y
favoritismos). Para Sade el Estado, esa concreción coactiva de la colectividad, se
transforma en sujeto penetrador y viril, mientras él mismo (el Marqués) se percibe
como objeto penetrado. Para sobrellevar sus propios excesos imaginativos, para
poder devenir, Sade proyecta sobre el mundo un esquema varonil y flagelador,
que luego se vuelve contra él convertido en imposición de omnímodas fuerzas
externas o en tiranía de una naturaleza demoníaca. Sólo así puede sustraerse,
esporádicamente, a su propia responsabilidad. Se trata de una defensa de
carácter vital, subconsciente, semejante de cierta manera a los juegos
matemáticos que hacía en prisión. Pero también sería ilícito pensar en un
movimiento de su propio demonio que creara una situación parecida al exorcismo,
en la cual él hiciera a la vez de exorcizador y poseído. Sade no puede, pues,
rebelarse contra la totalidad de la sociedad, sino solamente contra aquella parte
formada por las costumbres y apariencias morales que se oponen directamente a
sus propias inclinaciones. Dentro del mecanismo que hemos intentado describir, el
Marqués se halla en posición de rebelarse o contemporizar, según la oportunidad.
La lucidez que le permite ver las normas éticas fijas como temporales y en
desacuerdo con el doble ritmo de la naturaleza y de la subjetividad humana, debe
ser colocada dentro del marco de una gran servidumbre. Su ambigüedad política,
que al principio se nos presenta como destino, no es en el fondo sino la dramática

Oscar Torres Duque 187


Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República

limitación de una empresa que insurge contra lo temporal y transige con lo


absoluto; pero esta tensión interna lo sitúa en el nudo mismo de la tragedia y nos
ofrece su obra como aclaradora de nuestra condición, de la misma manera que el
conflicto entre la fatalidad y los proyectos individuales en la tragedia griega
preserva, a intención nuestra, la densidad humana de una sociedad para siempre
abolida. Rechazado por la historia, es en la historia de nuestro tiempo que Sade
alcanza su doble aspecto de mito en plenitud y de aleccionadora desnudez vital.
La ejemplaridad de un fracaso comienza a ser fructuosa, cuando advertimos que
ha sido lograda a expensas de un ser que supo reivindicar el absurdo de una
condición real. No resulta, por lo tanto, desmerecedora, ni siquiera extraña, la
posibilidad de que
—contra el desenlace mismo del texto— en el "Diálogo entre un sacerdote y un
moribundo" el Sacerdote haya terminado por triunfar. En efecto, Sade en algunos
de los años de su vejez no sólo aceptó escribir una obra, en el asilo de Charenton,
para celebrar la visita del Arzobispo de París, sino que el día de Pascuas sirvió de
pan bendito y recogió el óbolo en la iglesia de la parroquia.

De las Retóricas

Jorge Gaitán Durán

E l modernismo implicaba una actitud; la generación que sigue —la de Vallejo—


aboca una situación. La actitud lleva consigo cierta comodidad 1 : el poeta no
interroga, no demanda, no busca signos, como acontecía en el desafío romántico,
que en última instancia era pregunta. Sólo resta admitir el esplendor físico de la
retórica... La situación exige respuesta y elección; el lenguaje tiende a volverse
herramienta. En este sentido, según Alfonso Reyes 2, la poesía es un combate
contra el lenguaje. El paso de una historia confinada en lo abstracto a una historia
que asoma con virulencia en lo concreto, fenómeno típico de esta época que nos
revela nuestra situación, no debe, sin embargo, disimularnos una realidad: la
retórica modernista —atravesada por la deslumbrante ambición de la unidad— ha
sido reemplazada por otra retórica, no por torturada, dispersa y sugestiva, menos
limitada expresivamente. Simplemente el poeta no ha conseguido convertir en
herramienta el lenguaje. La poesía ha perdido el combate memorable.

Sería necio, desde luego, e inoportuno, negarle al modernismo todo poder de


suscitación ética3 . Rubén Darío demostró vivas preocupaciones sociológicas y
políticas. La mitología de Lugones ocultaba mal la obsesión de lo real. Pero los
modernistas estaban dominados por el sueño de la unidad del símbolo; para ellos
el mundo se confundía con una totalidad verbal. Con Luis Carlos López —amargo
y lúcido—, en Colombia, Manuel Bandeira, en el Brasil 4 , y César Vallejo, en el
Perú, la historia pulverizada, mutiplicidad de lo humano en trance de expresión,
hace su entrada al poema. La fragmentación de la experiencia contemporánea 5,
dentro de la cual conviven o han convivido todos los "ismos", denuncia una
búsqueda exasperada de la comunicación. En otros términos, la obligación del

Oscar Torres Duque 188


Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República

poeta de asumir su humanidad, expresar, no una idea del hombre, sino a los
hombres, y renunciar a servir de intérprete o intermediario ante los dioses, resulta
más consciente, angustiosa y condenada al fracaso que nunca. El poeta debe
responder por sí mismo y responder también por los otros.

La respuesta a la situación, traducida en descubrimiento de una condición


humana, de la cual no es posible huir, aun cuando algunos puedan
representársela aún idealmente, se manifiesta en el sentimiento franciscano de
Jorge de Lima y Murilo Mendes 6 o en la experiencia del absurdo de León de
Greiff y Manuel Bandeira; pero es en el hecho de asumir una urgencia histórica, y
de pagarlo con su persona, o de aspirar sin esperanza a la libertad, como sucede
en el caso de Vallejo, donde se halla la tentativa más cercana a la eficacia y más
lejana de la actitud modernista. Vallejo no reniega de nada terrestre, como hacen
los católicos, ni sacrifica la gloria y la miseria de la cotidianidad en aras del mundo
paradisíaco del futuro, como hacen los comunistas mesiánicos de hoy. Si su
comunismo parece ejemplar, es probablemente porque no significa compromiso
con una ideología, sino con una pasión humana. Su lenguaje, por ello mismo, no
está sometido a ninguna consideración abstracta o esquema impuesto desde el
exterior: evidentemente en Poemas humanos o España, aparta de mí este cáliz no
ha sido transformado, pero sí utilizado hasta el desgarramiento, hasta el estallido.

Apenas los poetas de la generación de Vallejo —configurada alrededor de 1920—


han tenido conciencia o sentido o intuido cuál debe ser su búsqueda, se ha
iniciado otro duro e intrincado capítulo: la lucha entre la ineficacia del instrumento
comunicativo y las exigencias de una condición en estado de necesidad expresiva.
El poeta, para cumplir su deber esencial, la poesía, encuentra un lenguaje definido
por otras épocas, desprovisto de libertad, convertido en el poema que ha sido y
cuyas transformaciones han ido quedando inexorablemente atrás de las
transformaciones de la vida. En su persecución de lo humano, ha tropezado desde
el comienzo contra los límites estéticos, no únicamente el dibujo de los clásicos o
la interrogación de los románticos o el sueño de unidad instrumental de los
modernistas, sino además cierta tiránica disposición interior 7 : el poeta no sólo se
expresa, sino necesita expresarse con fasto. No sólo debe dar respuestas a su
situación, sino tiene que hacerlo —y ahí reside la tensión— en términos de doble
verdad: eficacia y belleza. Su lucha es de nuevo —y a ello llega por el camino
entrañable— una lucha por la palabra, una palabra que signifique y a la vez que
rutile: el vocablo poético debe llevar al reino del otro la pesadumbre de la
existencia humana y a la vez tener vida propia: gloria. Es en última instancia la
misma historia del hombre: dividido entre la eternidad abrumadora del signo y ese
descubrimiento de su ser que es la violación del signo, hay días tremendos en que
quiere decirlo todo, gritar su angustia o su júbilo y el lenguaje —seco, enterizo,
objeto ya, tradición— no le deja decir nada, lo vuelve poca cosa. Pero las palabras
del hombre se pierden o envilecen en la viscosa cotidianidad, resbalan sobre la
opaca superficie que son nuestros semejantes y siguen girando como astros
apagados entre impenetrables cosas; las del poeta quedan consignadas,
petrificadas en el poema como la sabiduría en la estela, constituyen prueba de su
culpa o de su impotencia, revelan la carrera por el laberinto moderno entre nuestra

Oscar Torres Duque 189


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indigencia, dolor y lodo de cada hora, y el Verbo color de incendio, inmortal y


suntuoso, con que debemos comunicársela a los demás para que la comprendan
y le pongan fin. Mientras el escritor o el intelectual o el científico pretende y puede
hoy reformar el mundo, el poeta vive en el infierno.

Los poetas de la generación de Vallejo se incorporan, pues, al poema, con su


pena y su incipiente lucidez. Trágicamente, porque la convención del poema no
soporta el peso y la complejidad de la incorporación. La circunstancia, crisis
permanente que se convierte incesantemente en historia, al reivindicar sus fueros
reales en la conciencia, al poner en tela de juicio los valores sempiternos, tanto el
lenguaje como la idea, la estética como la ética, devuelve al hombre al puro
estado de creador. Claro está, su creación no surge cual instantáneo milagro; es
un atroz e interminable proceso, un combate muchas veces desfavorable. Si la
primera y conmovedora voluntad de vivir la poesía y servirle a la humanidad
permite aplicarle a la obra de estos poetas lo que Chejov afirmaba del teatro: "La
escena sólo se volverá arte en el porvenir; ahora no es más que una lucha por ese
porvenir"8 , no es menos cierto que su proyección inmediata y violenta es el
fracaso, el colapso de la palabra frente a la riqueza o la tragedia de los tiempos
modernos. De ahí que contemplada desde hoy dicha generación ofrezca a primera
vista un panorama desolador. Está Vallejo, ciertamente: se trata de un hecho, un
acto, un esplendor intolerable, una lid vertiginosa, mas no de la salida para un
problema, del sobrepasamiento de un antagonismo. Vallejo logra en su tiempo
utilizar al máximum el lenguaje; para ello destroza el poema y a la vez se destroza,
pero no lo transforma y se transforma. Quizás no se pueda decir tanto de Neruda,
de las dos o tres figuras verdaderamente interesantes de la generación española
llamada "del veinticinco", o de los más significativos poetas que suceden en
Francia a Apollinaire: no por ello ignoremos que sus poemas denotan la
imposibilidad de existir y de crear de nuevo el poema. Hay necesidad de
esforzarse para reconocer cuánto significa humanamente para la poesía el paso
de la retórica de actitud del modernismo a la retórica en tensión; de poetas que
comprenden, intuyen o sienten sus limitaciones ante el Verbo y la Historia. La
retórica no sólo ha cambiado de piel, sino también esencialmente: se ha tornado
dramática 9.

La cruel validez de la lucha descrita parece desvanecerse cuando toma cuerpo la


generación aparecida alrededor de 1940 10 . Los poetas pierden la noción de las
limitaciones del poema, se tornan conformistas, aceptan con "buena conciencia" el
instrumento verbal. Resurge el tipo del burgués literario, que no paga con su
persona, como fue el caso de Vallejo u Oquendo de Amat. No nos hallamos ya
frente a una retórica de actitud, ni una retórica en tensión, sino ante una retórica
de la pasividad. No se pasa de la vida cotidiana al drama de la ineficacia del
poema, sino de la complacencia en la ineficacia del poema a la imagen. El
mecanismo de ésta se mueve de igual manera en la poesía pretendidamente
intemporal y en la poesía llamada social o política, que aprovecha todas las
facilidades del plagio y del ripio para presentar sin riesgo una imagen
estereotipada del hombre. En ambos casos el poeta no se incorpora al poema,
sino pretende incorporar presuntuosamente un dogmatismo o una idea de la

Oscar Torres Duque 190


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literatura a la poesía. La satisfacción, basada en las apariencias de los valores


estéticos modernos, se instala en el sitio ocupado antes por la insoportable pasión
de lo humano.

Los poetas que les suceden, y cuyo eje es el medio siglo, se hallan, pues, frente al
equívoco. Herederos y víctimas de las retóricas, ninguna de las cuales es hoy
respuesta a su situación, en muy raras ocasiones intentan evadirse de una mortal
alternativa: aceptación ciega o desaparición. Nadie puede otorgarles
generosamente la libertad; ellos mismos deben ganarla, contra un lenguaje
omnipotente. Su problema es la transformación del poema, tal como hoy lo
entendemos; su fuerza, la conciencia de su condición ante la palabra.

Oscar Torres Duque 191


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Rafael Gutiérrez Girardot

La concepción de Hispanoamérica de Alfonso Reyes (1889-1959)

América sin realismos mágicos

Rafael Gutiérrez Girardot (nacido en Sogamoso, Boyacá, en 1928) es sin disputa


el intelectual colombiano de mayor reconocimiento internacional; y no es casual:
su ya voluminosa y fundamental obra es modelo de un trabajo intelectual arduo y
riguroso, que ha definido con claridad de miras y con evidente pasión de hombre
de letras su propio campo de estudio: la historia (social) de la literatura y, en el
transfondo, una filosofía de la historia y una filosofía de las estéticas literarias. De
hecho, esas son las dos disciplinas (casi las dos especializaciones) de Gutiérrez:
la filosofía y la literatura. Dos disciplinas que se unen para fundamentar sus
mejores trabajos ensayísticos, que son los de la reflexión histórico-social de la
literatura.

Después de haber cursado estudios de Derecho y de Filosofía, Gutiérrez Girardot


viajó en los años cincuentas a Europa para hacer posgrados en filosofía y luego
especializarse en hispanística. Fue alumno de Heidegger y de Hugo Friedrich, y
creo que es importante no perder de vista —como tal vez suele perderse de
vista— que ante todo es un auténtico filósofo, esto es, un pensador original,
formado en una línea de pensamiento y con un específico manejo de sus armas
metodológicas, en general aplicadas al estudio de las literaturas (sobre todo
hispanoamericanas y alemana). Desde los años cincuentas (salvo un breve y
amargo interregno bogotano entre 1966 y 1967) ha estado residenciado en
Alemania, donde vive con su esposa y dos hijas, donde es apreciado como
profesor y como promotor de los nuevos estudios de historiografía social y de
crítica literaria. Sin embargo, no ha dejado de publicar libros en Colombia y se ha
mantenido al tanto de la situación nacional y de las nuevas producciones literarias
y culturales colombianas. Aunque, en general, su vocación es americanista y no
nacionalista.

La mayor virtud de Rafael Gutiérrez Girardot es la reposada y metódica capacidad


analítica, que se mueve dentro de grandes contextos históricos en los que su rica
formación le permite establecer conexiones de toda índole, a veces llegando a la
erudición, incluso a riesgo de perder la puntualidad o intensidad de sus relaciones.
Es un entusiasta admirador y también un feroz detractor, concediéndole a veces
demasiado terreno a la caricatura de sus detestados. Escritor denso, la mayor
plasticidad la logra en los ensayos de análisis de obras o en los ensayos de
síntesis de una visión o un pensamiento.

El ensayo "La concepción de Hispanoamérica de Alfonso Reyes (1889-1959)",


notoriamente distinto del que publicó, casi con el mismo título, en Madrid en 1955,
fue tomado de su "breviario" Cuestiones (1994); "América sin realismos mágicos"

Oscar Torres Duque 192


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es un texto que se encuentra en el volumen Hispanoamérica: imágenes y


perspectivas (1989).

• Bibliografía ensayística:

— La imagen de América en Alfonso Reyes. Madrid, Ínsula, 1955.

— Jorge Luis Borges: ensayo de interpretación. Madrid, Ínsula, 1959.

— En torno a la literatura alemana contemporánea. Madrid, Taurus, 1959.

— Nietzsche y la filología clásica. Buenos Aires, Eudeba, 1966.

— El fin de la filosofía y otros ensayos. Medellín, Ed. Antorcha-Monserrate-


Ediciones Papel Sobrante, 1968.

— Horas de estudio. Bogotá, Colcultura, 1976.

— Modernismo. Barcelona, Montesinos, 1983.

— Aproximaciones. Bogotá, Procultura, 1986.

— Modernismo: supuestos históricos y culturales. México, Fondo de Cultura


Económica, 1987.

— Hispanoamérica: imágenes y perspectivas. Bogotá, Temis, 1989.

— Machado: reflexión y poesía. Bogotá, Tercer Mundo, 1989. Ampliación y


revisión de: Poesía y prosa en Antonio Machado. Madrid, Guadarrama, 1969.

— Temas y problemas de una historia social de la literatura hispanoamericana.


Bogotá, Ediciones Cave Canem, 1989.

— La formación del intelectual hispanoamericano en el siglo XIX. [Maryland]


University of Maryland al College Park, 1992.

— Provocaciones. Bogotá, Fundación Editorial Investigar-Fundación Nuestra


América Mestiza, 1992.

— Cuestiones. México, Fondo de Cultura Económica, 1994.

— Moriré callando. Tres poetisas judías: Gertrude Kolmar, Else Lasker-Schüler,


Nelly Sachs. Barcelona, Montesinos, 1996.

Oscar Torres Duque 193


Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República

La Concepción de Hispanoamérica de Alfonso Reyes (1889-1959)

Rafael Gutierrez Girardot

Con la caída del porfiriato y los albores de la Revolución Mexicana de 1910


coincidió una revolución cultural, más callada pero más honda y más duradera que
la que ya en sus comienzos ocasionó el desencanto de Mariano Azuela en su
famosa novela Los de abajo (1916). De sus propósitos y de sus primeros pasos
dejó testimonio Pedro Henríquez Ureña en el discurso que pronunció en la
inauguración de los cursos de la Escuela de Altos Estudios de la Universidad de
México en 1914 y que se publicó bajo el título de "La cultura de las humanidades".
Aparentemente, el propósito fue el de superar la estrechez del positivismo que
había servido de base ideológica al porfiriato y el de restablecer la metafísica y la
cultura clásica. En realidad, sus resultados fueron considerablemente más
amplios, pues la "cultura fundada en la tradición clásica no puede amar la
estrechez", decía Henríquez Ureña, quien de ese principio deducía la necesidad y
la justificación del "cosmopolitismo". Éste respondía a las suscitaciones del
cosmopolitismo consagrado por Rubén Darío, pero tenía la inspiración política del
de Rodó, quien en su Ariel (1900) no sólo había contrapuesto al espíritu
materialista anglosajón el espíritu desinteresado latino sino, sobre todo, había
invitado a la juventud de América a fortalecer esa personalidad histórica que él
había definido en esa contraposición. Para quienes participaron de esa callada
revolución de la Escuela de Altos Estudios y antes del legendario Ateneo de la
Juventud, como el filósofo Antonio Caso, Pedro Henríquez Ureña, Alfonso Reyes,
entre otros, esa afirmación de la personalidad histórica de América tenía que
pasar por lo que se llamó la rehabilitación de la metafísica, por la lectura de Platón
y de Nietzsche, por ejemplo. Tanto el "arielismo" que desató Rodó como el
ejemplo de la Escuela de Altos Estudios y del Ateneo de la Juventud y la reforma
universitaria de Córdoba de esas mismas fechas acuñaron la vida cultural
hispanoamericana de más de tres decenios de este siglo, pero la sustancia que
heredaron ha sucumbido a lo que Gabriel García Márquez describió en Cien años
de soledad (1967) como la "peste del olvido". Cierto es que ya Fernán Pérez de
Guzmán en el siglo XV y Américo Castro en este siglo la habían comprobado en el
mundo castellano. Con todo, ¿cabe satisfacerse con esta constante de la inercia y
del olvido? No es improbable que la velocidad con la que se suceden teorías y
postulados obligue, por así decir, a considerar el pasado intelectual inmediato
como algo que ya no responde a las exigencias del presente; que, por ejemplo, el
estructuralismo de Lévi-Strauss ponga en tela de juicio automáticamente el
"arielismo" de Rodó o la fe que Henríquez Ureña y Alfonso Reyes pusieron en la
"cultura de las humanidades". Si así fuera, el olvido a que fueron condenados el
"arielismo" y sus consecuencias, Henríquez Ureña, Alfonso Reyes y tantos más
sería no sólo justo, sino inevitable. Y todos ellos descansarían en el cementerio
con su lápida merecida, en el mejor de los casos como monumento. Sin embargo,
la realidad es diferente.

Oscar Torres Duque 194


Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República

El "cosmopolitismo" de la "cultura de las humanidades" fue el resultado de un


largo proceso que se inició con la Independencia y que, en quienes lo pusieron en
marcha y lo impulsaron en el siglo XIX, como Andrés Bello y Domingo Faustino
Sarmiento, tenía por meta la "construcción de América", es decir, la toma de
conciencia de la Novedad del Nuevo Mundo y, consiguientemente, de la situación
y del papel de ese Nuevo Mundo, que ahora eran las nuevas repúblicas, en la
historia universal. La "Alocución a la poesía" de Andrés Bello sobre todo, pero
también su "Silva a la agricultura de la zona tórrida", de 1823 y de 1826
respectivamente, propusieron a Europa un mundo mejor, y, al mismo tiempo que
invitaban a la poesía a abandonar a la Europa decadente, pretendían ser la
Eneida americana, es decir, el canto y testimonio de cuño romano de ese mejor
Nuevo Mundo. Fueron no tanto, como se les malentendió, un programa
poetológico, sino un postulado político y moral, fundado en una ética de la pureza
y de la inocencia campesinas que trascendían el modelo virgiliano y tocaban los
límites de una utopía. Pero ese canto fundacional no buscó su legitimación
histórico-cultural en los pasados precolombino y español, sino en la antigua Roma.
Y cuando Andrés Bello elaboró el primer código moderno en lengua española,
esto es, el Código civil de la República de Chile (1855), fundamento de las
relaciones sociales de las nuevas repúblicas, tampoco recurrió a una tradición
jurídica indígena o española, sino a la jurisprudencia europea de su tiempo y al
derecho romano que la determinaba. Este "cosmopolitismo" no desconoció o
rechazó la realidad histórica y social inmediata. Ésta estaba presente como
presupuesto, para dar a las culturas y tradiciones de que se había servido
"estampa de nacionalidad", como decía Bello. Con todo, el proceso de definición,
toma de conciencia y construcción de América que impulsó Bello siguió un camino
laberíntico y difícil lleno de retrocesos, ambigüedades o malentendidos y de
resentimientos históricos que encontraron su manifestación dogmática y
sentimentalmente intimidante en los nacionalismos de diverso color, a los cuales
no se pudo sustraer el mismo Rodó. Pues cuando el "cosmopolitismo" engendró
en la primera culminación de su proceso una poesía inequívocamente
hispanoamericana de validez universal, la de Rubén Darío, Rodó expresó su
paradójica reserva de que el nuevo "príncipe" de las letras hispánicas no había
escrito el poema de América. Sin embargo, Darío cumplió con creces el postulado
de la "Alocución a la poesía" de Bello: la poesía se había trasladado al Nuevo
Mundo. Y traía lo que Sir Cecil M. Bowra reprochó arrogantemente a Rubén Darío
cuando se preguntó qué relación legítima podría tener un hijo de Metapa con la
mitología griega.

La respuesta anticipada a esa pregunta la dieron los miembros de la Escuela de


Altos Estudios y del Ateneo de la Juventud de México, en especial Alfonso Reyes,
pues la "cultura de las humanidades" no sólo pretendía renovar la vida espiritual y
cultural de México y de Hispanoamérica, sino darle sustancia histórico-cultural y
con ello sembrar con moral el terreno de una política hispanoamericana del futuro
que recuperara el sentido que había presidido la aventura del Descubrimiento,
esto es, el de ser un Nuevo Mundo, un mundo mejor, el que invocó Andrés Bello
para las nuevas repúblicas. Pero esa tarea exigía por definición la confrontación
con la cultura del Viejo Mundo, sin cuyo conocimiento era ilusorio trazar con

Oscar Torres Duque 195


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nitidez la peculiaridad de ese mundo nuevo y mejor, que había nacido de la


imaginación y las nostalgias del Viejo Mundo. La confrontación no podía ser
contraposición; tenía que ser asimilación y, como lo pedía Bello, aplicación crítica
a la nueva realidad, que en ello pone de relieve sus propios perfiles. Tal
confrontación no es, por su carácter, estática sino dinámica y permanente, pues el
perfil histórico no es como el nombre científico de una planta o como una
definición en el sentido tradicional, esto es, género próximo y diferencia específica,
sino permanente devenir; pero es un permanente devenir de lo que se llama
tradición, sin la cual el primero es vacío y la segunda, lastre. Con su lenguaje
erótico, aunque también multívoco, porque es lenguaje de poeta, condensó el
"príncipe" Darío esta realidad de la historia, referida a la de los pueblos de la
"sangre de Hispania fecunda", en la frase de las "Palabras liminares" de sus
Prosas profanas (1896), que reza: "Abuelo, preciso es decíroslo: mi esposa es de
mi tierra; mi querida, de París". Era una metáfora del cosmopolitismo.

Esa metáfora la explicitó y la llenó de sentido histórico Alfonso Reyes. En su


primer libro de ensayos, Cuestiones estéticas (1911), Reyes interpretó
renovadoramente a Góngora, deparó al mundo de la lengua española de entonces
una nueva pers-pectiva para la comprensión de la tragedia griega, destacó
peculiaridades de Goethe y Mallarmé que no habían percibido los propietarios
peninsulares de las culturas alemana y francesa, y enriqueció la precaria
bibliografía sobre Diego de San Pedro. El que el ensayo sobre Góngora y el
dedicado a San Pedro fueran entonces una revaloración y un redescubrimiento de
dos autores españoles y el que el trabajo sobre "Las tres ‘Electras’ del teatro
ateniense" constituyera el primer trabajo en lengua española sobre la tragedia
griega con que intentó fructificar en este siglo el estéril campo del helenismo, no
fue su único mérito. Ya antes de publicar estos ensayos, Reyes había examinado
la obra del poeta mexicano Manuel José Othón, cantor de la naturaleza y solitario
en el momento del modernismo urbano. Con este comienzo de su carrera literaria,
Reyes había exaltado a la "esposa de su tierra", es decir, a su tradición mexicana
e hispánica, y a la "querida de París", esto es, la cultura europea. Pero a diferencia
de Darío, en Reyes no se trataba de fidelidades o infidelidades, y Reyes no tenía
que advertir al abuelo Cervantes que su "galicismo", como se le llamó, no lo
extrañaba de su tronco. Porque su "esposa" y su "querida", para seguir con la
metáfora dariana, se complementaban y se necesitaban para diferenciarse. Más
tarde, Reyes dijo de su praxis literaria en los tres géneros que "promiscuaba en
literatura". Esta promiscuidad no sólo superaba los límites rígidos de los tres
géneros, que se habían difuminado progresivamente desde el romanticismo, sino,
sobre todo, sentaba como principio de la actividad intelectual la dinámica, o, lo que
es lo mismo, el antidogmatismo, que habían sido desterrados de la vida intelectual
hispánica por la escolástica tradicional y por el positivismo decimonónico. Esta
"promiscuidad" era la contraposición consciente a la "estrechez" que combatieron,
bajo el signo de la primera revolución de este siglo, los intelectuales mexicanos
que se propusieron recuperar la "cultura de las humanidades". La "promiscuidad",
es decir, la dinámica, era también, para quien forjó la palabra, un impulso político.
Pero Reyes no entendía el concepto de política en sentido programático, sino en
el sentido del lema que puso a las publicaciones de su Archivo, esto es, "entre

Oscar Torres Duque 196


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todos lo hacemos todo". Esta dinámica política subyace en su concepción de


América, que él formuló en su libro de ensayos Última Tule (1942). Con todo, no
sólo en ese libro se encuentra esa imagen de la América hispánica. Toda su obra
constituye un esfuerzo para delinearla, y precisamente la temática que parece más
alejada de ese interés forma parte esencial de ese esfuerzo.

En su primera obra ya citada, Reyes había deslindado el mapa intelectual de sus


metas. Circunstancias biográficas lo llevaron a España, en donde la necesidad de
"los alimentos terrestres" y la afición literaria le permitieron profundizar sus
conocimientos de la literatura española del Siglo de Oro y contemporánea. Pero
también se familiarizó con la vida cotidiana y en su libro Las vísperas de España
(1937) presentó un cuadro cordial y finamente irónico, a veces, de las
peculiaridades de esa vida. Al mismo tiempo, en España surgió la reconstrucción
histórico-poética de la primera imagen que tuvieron los españoles de la tierra
conquistada, Visión de Anáhuac (1917). Lo que había sido insinuado, pues, en sus
ensayos iniciales, esto es, el paralelismo del interés por su raíz mexicana y por su
tradición española, adquiere una mayor conciencia en el contacto con la realidad
peninsular. Reyes no se españoliza, sino acentúa su conciencia de
hispanoamericano y mexicano, pero confirma que su tradición es también la
española. Después de haber pasado algunos años en Buenos Aires y Río de
Janeiro, regresa a México y es cofundador de la Casa de España, más tarde
convertida en el Colegio de México. Si antes sus temas eran específicos de la
imagen naciente de América, los que se consagró a investigar en sus cursos del
Colegio de México no sólo eran extraños a esa imagen sino que parecieron
obedecer a un afán de construir un refugio alejado del presente y de su mundo
circundante. Lo que él llamó la "afición de Grecia" no tenía nada que ver con esa
imagen, y de hecho le ocurrió algo parecido a lo que sucedió a Darío, es decir, que
le reprocharon esa afición como huida y hasta rechazo y desprecio de los
problemas de su patria. A ese reproche respondió Reyes con una selección de
ensayos sobre cultura mexicana, La X en la frente (1952), que contenía en el título
una alusión irónica significativa, pues la X no se refería sólo a la peculiaridad
ortográfica del nombre de su patria, que él llevaba en su frente, sino a la incógnita
de lo que es México, es decir, a la pregunta permanente por su patria, que es el
modo mejor y más patriótico de llevar su raíz nacional en la frente. Pues, como
había replicado decenios antes a un argentino hijo de emigrados, "es bueno
merecer las patrias, ganarlas, conquistarlas... felicitémonos de que no se haya
inventado hasta hoy un comprimido Bayer que nos permita ingerir, de un trago,
toda la conciencia nacional". En esa réplica subrayaba que pertenecía a un pueblo
entregado a renovar sus "módulos de vida y a la busca de su sentido autóctono o
autonómico" y que "le complacía hacer la investigación por su cuenta y llenar su
existencia con ese hermoso afán" (Obras Completas, t. IX, p. 41). Sería ingenuo
suponer que Reyes plantea aquí, ya en 1930, el seudoproblema de moda de la
identidad cultural de México y de Hispanoamérica. Lo que en realidad dice lo
formuló Ernst Bloch en el primero de sus comprimidos aforismos de Huellas
(1930): "Soy. Pero no me tengo. Por eso ante todo devenimos". Es el instinto del
que surge la Utopía. La "afición de Grecia" que le reprocharon como fuga tiene
una significación doble para la imagen de América de Reyes. Intenta recuperar

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para Hispanoamérica el vacío que dejó en la cultura católica de lengua española la


ambigua condena del "humanismo" europeo, suscitado por la Reforma
protestante. Pero esa recuperación no es solamente histórico-cultural. Quien lea,
por ejemplo, la lección sobre la Retórica de Aristóteles de su curso La antigua
retórica (1942) podrá comprobar que Reyes propone un ideal de discusión política,
esto es, el de la persuasión que sustituya el esquema dogmático reinante de
amigo-enemigo. Reyes actualiza valores griegos, pero sin ánimo nostálgico. Su
Grecia no es como la del "neohumanismo" alemán, una Grecia idealizada y refugio
del presente, con la que mide negativamente el mundo actual. Su Grecia es
ejemplar porque no sólo creó la idea del hombre, sino porque padeció problemas
que también conoce el mundo contemporáneo. En una conferencia de 1952 sobre
"Las agonías de la razón", por ejemplo, Reyes puso de manifiesto el peligro de los
excesos de la razón que en Grecia habían llevado precisamente a su "agonía". Tal
era también, según Reyes, el peligro que amenazaba a la razón en nuestros días.
La observación de Reyes era, como todo lo suyo, concisa y elegantemente
discreta, a diferencia del ensayo estilísticamente engolado de Max Horkheimer y
Theodor W. Adorno, Dialéctica de la Ilustración (1947), sobre el mismo problema.
Si el reproche de que su "afición de Grecia" fue para Alfonso Reyes una torre de
marfil era desatinado y se fundaba, muy seguramente, en el difundido vicio
dogmático-hispánico de juzgar, si así cabe decir, la obra de un autor sin haberla
leído, era igualmente infundada la duda del valor científico de sus trabajos sobre la
antigüedad griega y romana, pues Reyes no pretendía sobresalir como filólogo
clásico. La primera línea de su prólogo a la traducción de los primeros cantos de la
Ilíada de Homero, lo declara con esta profesión de modestia: "No leo la lengua de
Homero; la descifro apenas". Reyes pretendía suscitar, presentar ejemplos de
humanidad y sobre todo atender a una de las necesidades esenciales que había
impuesto a la inteligencia americana el ingreso tardío de América a la historia de
Occidente. En sus "Notas sobre la inteligencia americana" de su libro Última Tule
(1942) describió Reyes esa necesidad y su condicionamiento histórico con frases
que, en parte, explican "grandezas y miserias" todavía actuales no sólo de la
"inteligencia americana" sino también de la de su cuño peninsular. "Llegada tarde
al banquete de la civilización europea —dice Reyes—, América vive saltando
etapas, apresurando el paso y corriendo de una forma en otra, sin haber dado
tiempo a que madure la forma precedente. A veces, el salto es osado y la nueva
forma tiene el aire de un alimento retirado del fuego antes de alcanzar su plena
cocción. La tradición ha pesado menos, y esto explica la audacia. Pero falta
todavía saber si el ritmo europeo —que procuramos alcanzar a grandes zancadas,
no pudiendo emparejarlo a su paso medio— es el único tiempo histórico posible; y
nadie ha demostrado todavía que una cierta aceleración del proceso sea contra
natura". (Obras completas, t. XI, pp. 82 y ss). La recuperación de Grecia para
Hispanoamérica fue uno de esos saltos que además demostró que el "tiempo"
histórico europeo no es el único posible y que la aceleración del proceso no es
contra natura. Justamente el menor peso de la tradición, esto es, de la filología
clásica, le permitió a Reyes crear una imagen de Grecia que, además de ejemplar,
se aproximaba a la que Nietzsche esbozó en El origen de la tragedia en el espíritu
de la música (1872). Ésta es una Grecia estética que, como lo exigía Nietzsche, se
fijaba en la totalidad del gran cuadro y no, como la filología clásica, en una

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mancha de aceite. Pero esta Grecia estética no dejaba de ser por eso
ejemplarmente política. El poeta Reyes compartía en su praxis literaria la
observación que hizo Aristóteles en su Poética, esto es, que, a diferencia de la
historiografía, que narra lo que ha acontecido, la poesía narra lo que podría
acontecer y que por ello la poesía es "más filosófica y más significativa" que la
primera
(cap. 9). No solamente la Grecia de Reyes era ejemplar y poética, sino toda su
obra. Y es esa sustancia poética la que determina la tersa elegancia de su estilo y
la manera tenue y casi accidental con la que Reyes expone concisamente
reflexiones e ideas de hondura y densidad. Esa serenidad hace imposible todo
patetismo, y ello explica por qué su obra y especialmente su imagen de América
tropezaron en sus patrias, y aún tropiezan, con ese silencio y esa aversión, franca
o hipócritamente indiferentes, que engendran el dogmatismo y, una de sus
secuelas, el rencor.

Cuando en 1925 Pedro Henríquez Ureña, maestro fraternal de Alfonso Reyes,


expuso su postulado político de una América que debería ser "patria de la justicia",
tuvo en cuenta la realidad política de entonces y la de esos "figurones", como
decía Manuel González Prada, que la habían desfigurado, esto es, los mal
llamados políticos, los provincianos a la violeta tipificados por el novelista boliviano
Armando Chirveches en La candidatura de Rojas (1909). Generosamente,
Henríquez Ureña los llamó "hombres de Estado" al preguntar: "Si se quiere medir
hasta dónde llega la cortedad de visión de nuestros hombres de Estado, piénsese
en la opinión que expresaría cualquiera de nuestros supuestos estadistas si se le
dijese que la América española debe tender a su unidad política. La idea le
parecería demasiado absurda para discutirla siquiera. La denominaría, creyendo
haberla herido con flecha destructora, una utopía" (La Utopía de América, Bibl.
Ayacucho, Caracas, 1978, p. 10). Los políticos no podían concebir lo que es
propio de la poesía, es decir, lo que podría ser. El poeta Alfonso Reyes lo
concibió. Después de haber recorrido y revivificado su propia raíz mexicana, la de
su tradición española, la de su contorno continental, la cultura europea, la de la
Antigüedad clásica recuperada por él, Alfonso Reyes invitó a la América española
a que pusiera como divisa de su política una consigna poética, eso es, la Utopía,
lo que podría ser. No lo que debe ser. Porque lo que América podría ser no es otra
cosa que el cumplimiento de las esperanzas de un mundo mejor que impulsaron
con la fantasía, desde Platón, al Descubrimiento del Nuevo Mundo. "La fantasía al
poder" fue la exigencia del movimiento estudiantil de 1968, que al cabo
desenmascaró su talante y sus aspiraciones agresivamente pequeñoburguesas.
La fantasía que subyace en la Utopía de América de Alfonso Reyes se sustrae a
esas deformaciones dogmáticas porque su Utopía no es, por su naturaleza,
detalladamente programable. Su Utopía es concreta, sin embargo, en el sentido
que se desprende de dos, entre tantas más, comprobaciones hechas por dos
autores argentinos, por un historiador y por un narrador. El historiador Juan
Agustín García apuntó en el epílogo a su libro La ciudad indiana (1900) que si el
dogmatismo sigue, y parece que seguirá, "no sería extraño que alcanzáramos el
parecido en las formas, y entonces habríamos caminado un siglo para
identificarnos con el viejo régimen" (Ed. de 1954, Emecé, Buenos Aires, p. 300).

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Jorge Luis Borges puso en boca de sus Averroes en su narración "La busca de
Averroes" esta frase sobre "la tierra de España": "en la que hay pocas cosas, pero
donde cada una parece estar de un modo sustantivo y eterno" (Obras completas,
Buenos Aires, 1974, p. 582). Pues precisamente contra este estatismo y esta
regresión que han dominado la historia de Hispanoamérica y de España se dirige
el principio de la Utopía de Alfonso Reyes. No invita a organizar y a sustituir un
régimen por otro, con lo cual evita el peligro de caer en un nuevo dogmatismo y en
un nuevo estatismo, que se ha reprochado a todas las Utopías realizadas en la
historia. El principio de esa Utopía parece, a primera vista, vago y simple, pero
visto de cerca es más concreto y eficaz que tantos programas abstractos que tras
una máscara de detalle y organización se alejan de la realidad. El principio de la
Utopía de Reyes contiene un postulado moral que debe ser y es realmente
anterior y presupuesto de cualquier programa concreto. Ese principio rechaza
abiertamente la pretensión de quienes abrigan la esperanza, y pretenden
cumplirla, de convertir las peculiaridades de América en la base exclusiva de una
"nueva cultura". En su conferencia "Posición de América", de 1942, Reyes apuntó
que "esto de figurarse que las cosas humanas pueden ser absolutamente nuevas
causa ya de por sí una falta de cultura y una ausencia de sentido humanístico"
(Obras completas, t. XI, p. 255). Esto significa prácticamente que toda novedad o
renovación que se proponga o se pretenda no puede renunciar a la tradición. Pero
la tradición no es para Reyes un peso muerto: es una creación pasada "que debe
ser renovada constantemente, porque nace y muere constantemente" (op. cit., p.
256). Pero esa permanente renovación de la tradición implica una adecuación
permanente de la tradición a las nuevas realidades. Y frente a la realidad del
mundo contemporáneo, que es un mundo de "incoherencia y efervescencia", el
único "medio de salvación" de la "crisis moral" que han ocasionado estas
conmociones "consiste en intensificar la transmisión por comunicación y
aprendizaje. ¿Qué significa esto?", pregunta Reyes, a lo cual responde: "Esto
significa democracia. Sólo la democracia puede salvarnos, por cuanto ella importa
la plena y cabal circulación de la sangre, con todos sus nuevos acarreos, por todo
el organismo social" (op. cit., p. 261). Además de la democracia, Reyes apunta
que, "prescindiendo de las indecisiones y contingencias con que la historia de
América haya podido tropezar desde sus orígenes y en su evolución propia", un
examen de las posibilidades actuales de América concluye en que "las
posibilidades americanas se reducen a una posibilidad de armonía continental"
(op. cit., pp. 261 y ss.). ¿Quién se atrevería a negar que estas comprobaciones del
poeta Alfonso Reyes, que esta Utopía dinámica, pensadas hace más de cuatro
decenios, siguen siendo un desafío moral y político a la inercia centenaria y al
dogmatismo que la ha causado, y que acosó a Simón Bolívar cuando dijo: "Estos
países caerán infaliblemente en manos de la multitud desenfrenada para pasar
después a las de tiranuelos casi imperceptibles, de todos los colores y razas,
devorados por todos los crímenes y extinguidos por la ferocidad"? A la
desesperanza y la desilusión que expresó Bolívar en una frase famosa de una
carta de 1830 al general ecuatoriano Juan José Flores —"el que sirve una
revolución ara en el mar"—, replicó el poeta Alfonso Reyes, casi un siglo después,
con su Utopía de América, que era precisamente una renovación de la tradición
bolivariana y martiana.

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"Los astros y los hombres vuelven cíclicamente", escribió Borges en su poema "La
noche cíclica". Y Henríquez Ureña impelía a que hay que trabajar en "aquellas
tierras de cizaña". En el año del primer centenario del nacimiento de Alfonso
Reyes apareció la novela de Gabriel García Márquez El general en su laberinto.
Novela de madurez y sabiamente poética, ella expresa la nostalgia del proyecto
democrático y continental de Bolívar, que hicieron fracasar rencorosos y
dogmáticos. Pero la novela no sólo recuerda la Utopía bolivariana que Reyes
reactualizó y enriqueció, sino trae a la memoria un aspecto esencial de la vida y la
acción "humanísticas" del poeta regiomontano y de sus compañeros de la Escuela
de Altos Estudios y del Ateneo de la Juventud. No cabe duda de que el empeño de
reinstaurar la "cultura de las humanidades" y la "americanería andante" de Alfonso
Reyes partieron de un hecho de la historia cultural y literaria hispanoamericana y
se propusieron superarlo. Esa situación podría caracterizarse con el título de un
ensayo siempre actual de Pedro Henríquez Ureña, "El descontento y la promesa",
de sus Seis ensayos en busca de nuestra expresión (1928), cuyo párrafo final
resultó profético: "Si las artes y las letras no se apagan, tenemos derecho a
considerar seguro el porvenir. Trocaremos en arca de tesoros la modesta caja
donde ahora guardamos nuestras escasas joyas, y no tendremos por qué temer al
sello ajeno del idioma en que escribimos, porque para entonces habrá pasado a
estas orillas del Atlántico el eje espiritual del mundo español" (Obra crítica, México,
1960, p. 253). Las artes y las letras no se apagaron, pese a la incoherencia
política, porque, como advirtió Alfonso Reyes a los intelectuales europeos, ellos no
saben lo que cuesta al intelectual hispanoamericano "llegar al fin con la antorcha
encendida"; es decir, porque los intelectuales hispanoamericanos mantuvieron la
"antorcha encendida". Pero en el fuego que llevaba esa antorcha ardían los
impulsos del descontento y las esperanzas de la promesa con los que Alfonso
Reyes, Pedro Henríquez Ureña y Antonio Caso habían inaugurado el siglo
presente, renovado y enriquecido la tradición continental y cosmopolita que
fundaron en el pasado Bolívar, Andrés Bello, Sarmiento, Martí y Manuel González
Prada, entre otros. El estallido, si así cabe decir, de la literatura hispanoamericana
a partir de la década de 1960 no fue, como creen los europeos y no pocos
hispanoamericanos afectados por la "peste del olvido", un suceso adamítico. Fue
el resultado de un proceso y de ejemplos de quienes "saltaron etapas", como
Rubén Darío, o el crisol en el que se amalgamaron todos los estratos históricos del
castellano, esto es, Juan Montalvo o José Martí. Uno de los momentos más
densos y ricos, más exigentes y a la vez más serenos de ese proceso lo
representa Alfonso Reyes. No sería falso decir que sin Alfonso Reyes y sus
compañeros mexicanos e hispanoamericanos de empresa, como Jorge Luis
Borges, no hubiera sido posible ese estallido, el sorprendentemente llamado
"boom", en el que descuella Gabriel García Márquez.

Gracias al "tiempo circular", que subyace en la narrativa de Jorge Luis Borges y


Gabriel García Márquez, el Bolívar del colombiano se encuentra, en el mismo año,
con quien, entre otros, sembró la semilla de la literatura hispanoamericana de la
segunda mitad de este siglo. Pero el encuentro, propiciado por "el vago azar o las
precisas leyes/que rigen este sueño, el universo", como dice Borges en su

Oscar Torres Duque 201


Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República

necrología de Alfonso Reyes, va más allá de la fecha y de la tradición literaria en


la que los dos son extremos. El Bolívar de García Márquez y el de Alfonso Reyes
tienen en común una actitud y un gesto de elegancia que es serenamente heroico,
el del dandy. Según Baudelaire, "el dandy es la última irrupción de heroísmo en las
épocas de decadencia". Los dos héroes dandys propusieron el mismo proyecto
político. El antepasado de Reyes es, en su retorno novelesco, melancólico; su
repetición mexicana es optimista. Pero en una situación de progresiva
autodestrucción de Hispanoamérica, la resurrección poética de Bolívar y la
memoria del poeta Reyes recuerdan que es cierta la opinión de Aristóteles, porque
es una Utopía concreta. "Sólo un dios nos salva", dijo Heidegger a propósito de la
encrucijada del mundo contemporáneo. "Llegada tarde al banquete de la
civilización europea", pero más acosada que el Viejo Mundo, Hispanoamérica
puede decir, variando ese clamor: "sólo la poesía nos salva". ¿Qué poesía? La
que enmarcó y nutrió la lucidez que irradia la imagen utópica de América de
Alfonso Reyes: unidad continental y democracia.

Un famoso compatriota de Alfonso Reyes, cuyo conocido nombre no merece ser


mencionado, afirmó recientemente que nada le debía a Alfonso Reyes y que éste
no había dejado obra de valor alguno. El primer rencor, que no es cierto, explicaría
por qué la voluntad de negar a quien explotó ha producido una obra de pomposa
mediocridad y alucinante confusión. El segundo rencor abunda en lo que expresa
el primero, pues, para terminar con dos citas del príncipe de las letras hispánicas,
Jorge Luis Borges, los lastres múltiples que hacen irritante el kilogramo de papel
que ha manchado tienen su causa indudable en que no pudo entender el propósito
que animó la vida y la obra de Alfonso Reyes, esto es, "proponer a los hombres la
lucidez en una era bajamente romántica", como reza una frase de Borges, quien
en su poema necrológico ya citado, reconoció:

Reyes, la indescifrable providencia


Que administra lo pródigo y lo parco
Nos dio a los unos el sector o el arco,
Pero a ti la total circunferencia.

América sin Realismos Mágicos

Rafael Gutiérrez Girardot

Si con el "boom" la literatura hispanoamericana entró de lleno al mercado librero


mundial, la crítica literaria que lo acompañó se convirtió por razones propias del
negocio en la necesaria apología para el consumo de esos nuevos bienes.

Y como el "boom" fue un club heterogéneo que sus apologetas presentaron como
una flor silvestre, desaparecieron de sus interpretaciones las más elementales
referencias históricas. Mientras vivió, se incluyó en el club de los notables a
Leopoldo Marechal, pese a su antigua adhesión a Perón y posiblemente sólo por

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su posterior homenaje a Cuba, sin percatarse de que históricamente él fue uno de


sus presupuestos. José María Arguedas no cupo del todo en la ilustre mesa
redonda, aunque su obra o más exactamente la problemática a la que él se
enfrentó y que en parte lo condujo al suicidio es otro de sus presupuestos. Pues el
fracaso del indigenismo como sustancia de una literatura "americana auténtica",
que quiso salvar Arguedas y que sin duda enriqueció con su conocimiento íntimo
del mundo indígena —del que carecieron en igual medida los burgueses citadinos
que se consagraron a describirlo—, fue demostrado por novelistas como
Marechal, Eduardo Mallea, Agustín Yáñez, quienes, sin proponérselo, pusieron de
presente con su obra la insuficiencia literaria y la estrechez humana de esa
poética. El indigenismo, su fracaso y sus superadores constituyen el subsuelo
histórico y, para decirlo con una frase de Kant, la condición de posibilidad del
llamado "boom".

Cuando García Márquez y Juan Carlos Onetti, por ejemplo, trazan su árbol
genealógico y destacan en él la figura de Faulkner, no hacen otra cosa que, pese
a la legitimidad de la autointerpreta-ción, prolongar esa tradición de nuevos ricos
hispanoamericanos de fin de siglo que azotó a París, en donde se los llamó
rastaqouère, en una palabra, simuladores, es decir, los que querían aparecer
como lo que no son. Puede ser que Faulkner haya suscitado en ellos temas o
estilos. Pero si así fuera, si no hubieran descubierto esta influencia a posteriori, lo
cierto es que para que ella hubiera fructificado en estos supremos Adanes ma non
troppo, fue necesario o tuvo que ser necesario que existiera previamente una
situación de receptibilidad de tales influencias.

Esta situación la crearon, entre otros, Alfonso Reyes, Pedro Henríquez Ureña, el
inspirador de los dos, esto es, José Enrique Rodó, Rubén Darío y más
inmediatamente Eduardo Mallea y lo que representó la revista Sur —horribile
dictu—, juzgada global-mente de manera tan provinciana por quienes cambiaron
el catecismo del Padre Gaspar Astete, del siglo XVI, por el catecismo de Lenin.
Este grupo de Sur, burgués como todos los autores que inspiraron a Marx, no hizo
otra cosa que lo que hicieron Marx y Lenin: conocer el mundo, ponerse al día,
ampliar el horizonte. ¿Qué revolucionario ruso le hizo el reproche a Lenin de que
en vez de ocuparse concretamente con el "alma rusa" o con los cosacos tratara de
descifrar la Lógica de Hegel? Lo uno no excluye lo otro.

La recepción de Faulkner por Onetti y por García Márquez, que aún está por
precisar, pesa menos que el largo proceso de la literatura hispanoamericana,
iniciado por Andrés Bello y Domingo Faustino Sarmiento en el siglo pasado,
planificado por José Martí y Rubén Darío y ya en la aurora del siglo presente por
José Enrique Rodó, y que por encima de las vanas disputas entre los "hispanistas"
como José de la Riva Agüero y los "indigenistas" continuó en Alfonso Reyes y
Pedro Henríquez Ureña, en Mariano Picón Salas y Eduardo Mallea, en Jorge Luis
Borges y Agustín Yáñez entre otros más.

El proceso lo postuló Bello cuando en su Discurso de reinauguración de la


Universidad de Santiago (1848) apuntó: "Nuestra civilización será juzgada por sus

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obras; y si se la ve copiar servilmente a la europea, aun en lo que ésta no tiene de


aplicable ¿cuál será el juicio que se formarán de nosotros un Michelet, un
Guizot...? Dirán, América se arrastra sobre nuestras huellas con los ojos
vendados, remeda las formas de nuestra filosofía y no se apropia de su espíritu".
La "apropiación de su espíritu" suponía la capacidad y la voluntad de discutir la
ciencia europea, como decía Bello, para darle "una estampa de nacionalidad".

Y no era diferente lo que pedía Sarmiento cuando en sus Recuerdos de provincia


(1850) se imaginaba al argentino ideal del futuro como el hombre que es capaz de
cabalgar un potro, de bailar y al mismo tiempo conocer la cultura europea hasta en
sus mayores detalles y refinamientos. Más concretamente lo subrayaron Rodó,
Henríquez Ureña y Alfonso Reyes cuando aseguraron que el dominio de las
"técnicas" de expresión, el haberse trasladado mentalmente a los grandes de
Europa, el ser exacto con la palabra, es la condición para configurar literariamente
el tema nativo. Éste no es el creador de por sí.

La gran literatura alemana se formó, con Lessing y Herder y Goethe, en una


discusión crítica con la francesa y en una asimilación de la griega. Y ¿qué sería de
la gran poesía francesa del siglo pasado sin Poe? El proceso de la literatura
hispanoamericana en busca de su expresión, para decirlo con palabras de
Henríquez Ureña, fue un proceso de universalización que tuvo desde el principio
un signo ambiguo. Pues su iniciador, Bello, cuya Alocución a la poesía (1823) y
cuya Silva a la agricultura de la Zona Tórrida (1826) se consideran como la
"declaración de la independencia intelectual" de Hispanoamérica, señaló con esos
poemas la ruta que habría de seguir la literatura hispanoamericana en el siglo XIX,
y bien entrado el presente, esto es, la consideración de la naturaleza y de la vida
rural como lo específicamente americano de esa literatura.

Ni Menéndez y Pelayo ni quienes, antes que él, interpretaron la "Silva" y la


"Alocución" como el programa de lo específicamente americano se percataron de
que menos que un programa tal, la "Silva", especialmente, era el intento de
asimilar la Eneida de Virgilio, pese a que el mismo Bello lo dice y se hace patente
en los cantos a las batallas de la independencia, que tanto disgustaron al patriota
montañés. De este malentendido —que quizá se hubiera evitado si los dos
lectores de la Filosofía del entendimiento, aparecida póstumamente en 1881, se
hubieran interesado en el contenido de la obra y no en si era ortodoxa o no, como
lo hicieron Amunátegui y Menéndez Pelayo— volvió a surgir el prejuicio exotista
europeo de que América es ontológicamente naturaleza, pero esta vez con signo
contrario, es decir, positivo.

Ese malentendido posibilitó la recepción en Hispanoamérica de Marmontel y de


Chateaubriand, de los remotos e involuntarios antepasados del superautóctono
"indigenismo", que produjo en el siglo pasado una novela como Cumandá (1879),
entre otras, de Juan León Mera (1832-1894), a quien Juan Valera elogió por la
fidelidad de la descripción de la naturaleza ecuatoriana. Una gran mayoría de las
obras de la literatura novelesca hispanoamericana en el siglo pasado se concentró
a tratar este tema, esto es, el de la naturaleza en sus diversas formas. Y aunque

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ya a finales de siglo y comienzos del presente se escribieron novelas con el tema


de la problemática humana de la prostitución, como Santa (1903) del mexicano
Federico Gamboa (1864-1939) o como Juana Lucero (1902) del chileno Augusto
D´Halmar (1882-1950), lo cierto es que predominó la temática de la naturaleza.

A esto se agrega el que los cambios sociales que se incubaron en la


Independencia y que registró una literatura de "reminiscencias" (desde Sarmiento,
pasando por el chileno Vicente Pérez Rosales, su compatriota Orrego Luco, el
colombiano Cordovez Moure, hasta el peruano José Gálvez, ya en las dos
primeras décadas de este siglo) se agudizaron con la incipiente industrialización y
provocaron la misma reacción que ya habían provocado antes en Europa, esto es,
el de un retorno a la naturaleza, que, en vez de llamar "regionalismo" cabría
designar más exactamente como "huida de la civilización".

Las alianzas ideológicas que nacieron al amparo de este "neoexotismo"


contribuyeron en Europa a la formación del Nacional-socialismo y del Fascismo.
En Hispanoamérica produjo ese racismo al revés que es el "indigenismo" y que,
mezclado vagamente con el llamado "realismo socialista", se presentó no
solamente como lo único auténticamente americano, sino como la verdadera
"redención", sin querer percibir que, en realidad, quería detener, cuando no anular
la rueda de la historia. La justa denuncia social del indigenismo era una coartada
que ocultaba su pasatismo irracional.

Lo mismo ocurrió con la crítica a España de la llamada "Generación del 98" y con
la reivindicación "teutonista" del pasado nibelúngico en el Nacional-socialismo o
con el anti-intelectualismo terrígena de Maurice Barrés. Las novelas "clásicas"
hispanoamericanas surgidas bajo el signo de la convergencia de un prejuicio, esto
es, el de que América es naturaleza y de una reacción antihistórica, es decir, de la
"huida de la civilización" en la naturaleza: La vorágine (1924) de José Eustasio
Rivera, Don Segundo Sombra (1926) de Ricardo Güiraldes y Doña Bárbara (1929)
de Rómulo Gallegos, corroboraron, bajo el pretexto de la autenticidad, el miedo
ante el futuro. Era, aunque parezca paradójico, un miedo ante el presente.

El "realismo" descriptivo de los paisajes, de las costumbres, de los desmanes,


ignoraba, como todo "realismo", especialmente el hispánico, tres cuartas partes de
la realidad histórica, el hecho simple de que Hispanoamérica había sido integrada,
como consecuencia de la Independencia, a la "era del capital", esto es, a la que se
inició con la Revolución Francesa: al "ciclo de la revolución burguesa", al de la
unificación del mundo. Si, como se afirma, las estructuras coloniales crearon las
condiciones del "subdesarrollo", los irracionalismos telúricos y los diversos
indigenismos contribuyeron ideológicamente a fortalecer esas estructuras, pues en
vez de enfrentarse a los cambios del presente, de poner de presente sus efectos
en los individuos, construyeron un mito y se refugiaron en él.

Nada muestra con mayor evidencia la desorientación ideológica producida por


esos irracionalismos como la actitud de uno de los más notables indigenistas
peruanos, Luis E. Valcárcel, quien en su obra Tempestad en los Andes (1927)

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postulaba el retorno pleno al Incario, en tanto que en La ruta cultural del Perú
(1945) predicaba la integración de los indios en la sociedad moderna. Igual
posición sostenía Ciro Alegría en el prólogo a la décima edición (1948) de El
mundo es ancho y ajeno (1941), galardonado significativamente con un premio
norteamericano. Como en Europa, estos irracionalismos contribuyeron a fortalecer
la idea de que Hispanoamérica no está madura para la democracia que
sostuvieron arrogantemente "los de arriba" y los de "en medio", lo cual implicaba la
"necesidad" del "hombre fuerte".

Alejados de la realidad, consecuentemente desorientados, los semietnólogos o los


etnólogos consagrados al arte de la literatura, así como los amantes de la vida
rural, interrumpieron el desarrollo de la literatura que había llegado a su cumbre
con Darío, Rodó, Herrera y Reissig y Julián del Casal, Martí y Lugones, es decir, la
línea trazada por Bello y Sarmiento y que se impuso paulatinamente sobre la
"regionalista" e "indianista" (esto es, obras de tema indio, sin pretensión crítico-
social, como la ya citada Cumandá), y produjeron principalmente ripios como
Huasipungo (1934) de Jorge Icaza, cuya incapacidad de dibujar la sicología del
indio —sea individual o colectiva— se interpretó como un principio de su poética,
esto es, la de dar entrada a las "masas" en la literatura. Estas y otras "masas" —
descritas con viveza por el historiador argentino José María Ramos Mejía en Las
multitudes argentinas, de 1889— eran más bien barro, elevado a norma de
autenticidad.

La interrupción de esta línea tuvo como consecuencia un estrechamiento extremo


del horizonte de la literatura y de la reflexión sobre la realidad americana, un
empobrecimiento que contradecía, quizá por ignorancia, las dilucidaciones de
Bello, Sarmiento, Rodó y Henríquez Ureña sobre la expresión adecuada de lo
"nativo". De este callejón sin salida, de esta abundancia de la mediocridad literaria
que ocultaba su pobreza con un clamor ideológicamente mal articulado, de
"revolución", de "redención social", de "justicia", sólo podía salvar a la literatura
hispanoamericana una recuperación de la línea interrumpida, es decir, una
profundización de ella. Esto ocurrió con la Historia de una pasión argentina (1935)
del injustamente olvidado Eduardo Mallea. Para caracterizar esta obra, de la que
Mariano Picón Salas dijo que se había "ofrecido a los jóvenes de hace quince
años" como una respuesta a la desazón de aquellos años, el también injustamente
olvidado filósofo argentino Francisco Romero la comparó, guardadas las
proporciones, con el Discurso del método. Se refería Romero con ello a la
introspección, que significaba a su vez para la literatura hispanoamericana,
dominada por el telurismo extra-humano, artificioso y consiguientemente exterior,
una revolución equivalente a la cartesiana. Mallea había iniciado su carrera
literaria con los Cuentos para una inglesa desesperada (1926) que, juzgados
como "juguetones", intentaron introducir en la narrativa el elemento lírico, no
entendido según la tradición opulentamente pobre de los clientes del siglo dorado,
esto es, como ornamento, sino como talante. Con La ciudad junto al río inmóvil
(1936), que forma parte de la temática de Historia de una pasión argentina,
inauguró Mallea la exploración de la realidad individual y social de los

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hispanoamericanos en general y de los argentinos en particular en la época


contemporánea.

Esa realidad la habían captado José Martí y Darío –era la soledad, la


incertidumbre, la incomunicación–, producto no solamente en Hispanoamérica de
las transformaciones sociales que surgieron en el largo y difícil tránsito de la
sociedad señorial o semi-feudal a la sociedad incipientemente industrializada o
moderna, o si se quiere capitalista. Mallea la vio ejemplificada en la ciudad de
Buenos Aires. Aunque se suele afirmar que esta temática de la soledad y de la
incomunicación, de la frustración, es propia de Mallea, es decir, que no tiene
contacto inmediato con la problemática social de Hispanoamérica, lo cierto es que
esa temática apuntaba al centro precisamente de dicha problemática.

Mucho más tarde la desveló el sociólogo José Medina Echavarría en su trabajo La


opinión de un sociólogo (1936) acerca de los "aspectos sociales del desarrollo
económico en América Latina", en el que apunta que el paso de la "hacienda" a la
"empresa" crea un vacío que se manifiesta en el sentimiento de carencia de un
apoyo sicológico, como el que proporcionaba el paternalismo de la hacienda, que
no se satisface con la ayuda anónima que prestan las organizaciones públicas,
ocasionando angustia y desesperanza, desorientación y soledad. Mallea analizó
en sus novelas estos sentimientos y propuso una solución esencialmente moral; la
de recuperar una latente sobriedad que había sofocado la artificiosidad de la
sociedad burguesa, esto es, la de reavivar la "Argentina profunda" que había sido
sepultada por la "Argentina visible".

Ante el aparente callejón sin salida de la angustia, la desesperanza, la


incomunicación, la frustración, que por las mismas fechas describió el novelista
colombiano José Antonio Osorio Lizarazo y que sirven de fondo a las novelas del
mexicano José Revueltas, Mallea recurrió a un catálogo de virtudes estoicas que
creía hallar en un pasado más inmediato que el de la era precolombina, es decir,
propuso una solución "conservadora", pero no irracional. A diferencia de los
conservadurismos hispánicos, Mallea no postuló el quietismo de las relaciones
sociales, ni el retorno a la tierra o al paisaje, sino la actualización de virtudes
morales, con las cuales Argentina podría hacer frente a la desesperanza, a la
angustia, a la incomunicación.

El mismo punto de partida, esto es, la diferencia entre un "país profundo" y un


"país oficial", le sirvió al historiador peruano Jorge Basadre en sus ensayos La
promesa de la vida peruana (1943) y Meditaciones sobre el destino histórico del
Perú (1947) para "presentar al Perú en su aspecto más fértil, en su voluntad de
camino, en su misión y en su esperanza". Aunque las posiciones políticas de
Mallea y de Basadre eran contrapuestas, los dos querían encararse al futuro,
propulsar transformaciones que surgieran del desarrollo mismo de los países
hispanoamericanos.

Por encima del carácter político de estas interpretaciones, ellas dieron a la


reflexión sobre los pueblos y los hombres hispanoamericanos la dimensión de la

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interioridad: el "país profundo" y la "Argentina invisible" se referían a un mundo


interior enterrado por el pomposo aspecto exterior de la realidad, por la
embriaguez burguesa de aquellos años de espejismo. Pero con esa dimensión de
la interioridad introdujo Mallea en la narrativa hispanoamericana la posibilidad de
expresar más ampliamente los problemas íntimos de la realidad social, es decir,
los problemas de la soledad, de la incomunicación, de la angustia, de lo que
cabría llamar sociológicamente la anomia, y que nadie hasta entonces había
podido percibir, aunque sus resultados ya se cernían sobre Hispanoamérica: las
nuevas dictaduras, reflejo de situaciones europeas anteriores en pocos años.

Como todas las dictaduras, como las de Hitler y Mussolini, las hispanoamericanas
trataron de legitimarse con una ideología "nacional", para lo cual raptaron
nociones y postulados de todos los campos del pensamiento, falsificándolos tanto
por incomprensión como por conveniencia. Pero no solamente los dictadores
hispanoamericanos cometieron esos abusos. La algarabía seudo-revolucionaria
que despertó la anunciación de la Indoamérica como programa, si así cabe
llamarlo, de la "Alianza Popular Revolucionaria Americana" (fundada en 1924) se
nutrió de una de las más delirantes confusiones intelectuales que conoce la sufrida
historia de Hispanoamérica: la de Víctor Raúl Haya de la Torre, quien mezcló a
uno de los más fervorosos precursores del Nacional-socialismo, Spengler, con
retazos de Marx y especulaciones sobre Einstein. Como a Stefan George y Ernst
Jünger en Alemania, que fueron malentendidos y explotados por el Nacional-
socialismo, ocurrió a Mallea algo semejante con el peronismo: éste devastó toda
concepción de renovación nacional y hasta alcanzó a infiltrarse en la "izquierda"
revolucionaria.

Así, creyendo —erradamente— que, como dice Emir Rodríguez Monegal en su


libro El juicio de los parricidas (1956), Perón realizó el programa de Mallea
"aunque en caricatura", se sometió a Mallea a un auto de fe y se le reprochó, entre
otras cosas, que su imagen del hombre argentino no era completa y que consi-
guientemente era falsa. Los llamados "parricidas", entre ellos David Viñas y León
Rozichtner, se diferenciaban de Mallea no sólo en la posición política, sino sobre
todo en el arte de la prosa: éstos dominaban a la perfección el arte de la expresión
confusa. Y en el fondo, esperaban de la literatura lo que habían postulado los
indigenistas. Era entonces natural que se olvidara la importancia que tuvo la obra
de Mallea en el desarrollo de la literatura hispanoamericana: la introducción del
lirismo como talante, la exploración de la interioridad, la expresión de sus
problemas en un mundo social dominado por la angustia, la soledad, la
incomunicación, en un momento en que predominaba en la literatura el
mandamiento de un supuesto "realismo", que comprendía la realidad sólo como
realidad exterior e inmediata.

Pero si se olvidó a Mallea en aras de tal "realismo", también se olvidó a Alfonso


Reyes en aras del correlato de esa peculiar concepción miope de la realidad. Pues
tal "realismo" era y sigue siendo principalmente telúrico, y como tal se presentaba,
y hoy lo hace con igual si no con mayor exigencia dogmática, como la auténtica
expresión de lo indoamericano, transponiendo a las letras y al pensamiento el

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mestizaje racial, es decir, algo biológico: como si la capacidad de pensar de un ser


humano dependiera sólo de los genes y no del desarrollo histórico-social que
fomente ésa y otras disposiciones.

El único indoamericanismo que hay en las letras hispanoamericanas es el ripio


sentimental, la demagogia o la explotación literaria de lo "indígena", por el estilo de
la mayoría de las novelas de Miguel Ángel Asturias. Pues —y esto fue lo que
enseñó ejemplarmente Alfonso Reyes, complementando los postulados de Rodó y
de Henríquez Ureña, que a su vez se remontan a los de Andrés Bello y
Sarmiento— el "tema nativo" de por sí no garantiza la calidad de la expresión.

Si de literatura se trata, es preciso entonces aceptar el hecho simple: la literatura


no es un modo especial de escribir, sino una técnica perfeccionada y diferenciada
en el curso de una larga tradición, que el mundo hispánico comenzó a rechazar
cuando se iniciaba uno de los capítulos decisivos del desarrollo de esta técnica,
esto es, el Renacimiento, y al que luego se cerró plenamente.

Los intentos de recuperación de ese tiempo voluntariamente perdido, como la obra


de Pérez Galdós y la de "Clarín", no permiten pasar por alto el hecho de que, pese
a su carácter excepcional y a su calidad, no constituyeron hitos en el desarrollo de
la novela europea, de la exploración de lo humano por la literatura. No son
comparables a Tristram Shandy (1760) de Laurence Sterne (1713-1768), a la obra
de Jonathan Swift (1667-1745) o a Los años de aprendizaje de Wilhelm Meister
(1795/96) de Goethe, por sólo citar autores de siglos anteriores.

No deja de ser curioso apuntar que en el país en el que se inició el ciclo de esa
evolución, en la patria de Don Quijote, la novela se atrofió progresivamente.
¿Resulta improbable suponer que esa atrofia pudo comenzar ya en el siglo XVIII,
con esa depotenciación de las figuras centrales del Quijote que realizó el ambiguo
Baltasar Gracián con su ingeniosa novela El criticón? La historiografía literaria
hispánica no tolera dudas. De ahí el que tampoco se haya preguntado si la
"primera novela" de América, El Periquillo Sarniento (1816), del mexicano José
Joaquín Fernández de Lizardi (1776-1827), en vez de ser la "primera" novela no
es más bien la continuación de esa atrofia, que le transmitió Diego de Torres
Villarroel y que no logró equilibrar con las suscitaciones de Clavijo y Fajardo, "El
pensador matritense".

Como en el caso de Gracián, en el de Fernández de Lizardi determinan el juicio


sobre su significación menos factores literarios que emocionales y devociones
patrióticas. Lo mismo ocurre con esta serie de novelas hispanas como la ya citada
Cumandá de J. L. Mera o con la idílica María (1867) del colombiano Jorge Isaacs
(1839-1895) o como con las de Pedro Antonio de Alarcón, Juan Valera, Luis
Coloma o, ya en este siglo, Raza de bronce (1919) del boliviano Alcides Arguedas
(1879-1946), por sólo citar algunas pocas. No cabe duda de que ellas son al
mismo tiempo continuación e intento de superación de esa atrofia. Pero no cabe
duda tampoco de que para superarla era preciso recuperar, no por imitación sino

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por asimilación creadora, los momentos histórico-culturales que se habían dejado


de lado.

Tal fue la tarea que inauguró el denostado cosmopolitismo que postuló Rubén
Darío. Lo que hoy se sigue reprochando en él, las llamadas "japonerías", el
"galicismo mental", los "Jardines de Versalles" y tanto mote más de quincalla
filológica, era en realidad sólo un intento logrado de recuperar "mundo", esto es,
de sobrepasar la vieja norma barroca, enemiga del mundo, que había impedido
por principio la consideración de lo "humano, demasiado humano", para poder
"crear" literariamente. "Mundo", pues, no como uno de los enemigos del alma, sino
como la realidad natural del ser humano.

Alfonso Reyes, entre otros, plenificó el cosmopolitismo de Darío, y, siguiendo y


complementando también a José Enrique Rodó, trató de introducir y asimilar para
el mundo de lengua española, junto con Pedro Henríquez Ureña, el pasado griego.
No solamente postularon la necesidad de recuperarla, de darle contornos
originarios a lo que en Darío había pasado por el Parnaso francés, sino que los
dos hicieron el experimento de revivir la tragedia griega y de utilizar esos ensayos
para expresar problemas inmediatos de América y del mundo contemporáneo.
Con El nacimiento de Dionisos (1916) formuló Henríquez Ureña la necesidad de la
Utopía y la esperanza de su advenimiento: con Ifigenia cruel (1924) trazó Alfonso
Reyes el problema de la libertad y de las relaciones entre ésta y la tradición. Ellos
ampliaron con esto las posibilidades expresivas, las de asimilar y adaptar –no
imitar– modelos hasta ahora ajenos a la tradición de lengua española para
enfrentarse a cuestiones contemporáneas.

Pero los dos hicieron más que eso. Siguiendo la tradición de Sarmiento, de Bello,
de González Prada, crearon una prosa despojada de toda tradición barroca, es
decir, refutaron tácitamente dos prejuicios que habían pesado mortalmente sobre
Hispanoamérica: el de la medida normativa de la prosa dorada que, degradada a
"casticismo", había sofocado las fuerzas históricas mismas del lenguaje; y el de la
exuberancia geográfica y racialmente "ontológica" de las letras del Nuevo Mundo.
Ya en sus ensayos sobre Juan Ruiz de Alarcón habían señalado los dos la
diferencia de talante entre este "criollo" y sus contemporáneos peninsulares.

La famosa "exuberancia", fomentada por la sacralización del siglo dorado, no era


otra cosa que voluptuosidad verbal que ocultaba, y sigue ocultando, torpeza
expresiva, nacida de una concepción anacrónica de la literatura y de la poesía,
según la cual éstas son principalmente producto del "ingenio" que despliega sus
mayores o menores capacidades de ornamentación. No la palabra exacta, sino la
abundancia de figuras retóricas –en el mejor de los casos– fue, y sigue siendo, la
meta o el ideal de estilo predominante en los países de lengua española: Emilio
Castelar colmó ese ideal, "Azorín" lo invirtió, pero pese a ello, o quizá
precisamente por ello ("el revés de una tesis metafísica sigue siendo una tesis
metafísica", apuntó Heidegger), el ascetismo azoriano de la prosa no logró dar a la
literatura castellana capacidad creadora de "mundo". Sustituyó un viejo casticismo

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por el suyo propio, que, siendo el revés del modelo dorado, permitía dibujar con
destreza plástica la superficie de "lo vulgar".

Al otro lado del Atlántico hicieron una inversión semejante a la del "pequeño
filósofo", Enrique Larreta (1873-1961) con La gloria de Don Ramiro (1908) –
superficialmente llamada "modernista"– y el uruguayo Carlos Reyles (1868-1938)
con El embrujo de Sevilla (1922), entre otros. Respondían con folklore peninsular y
gitanesco al folklore de los indianistas e indigenistas, pero tenían de común la
creencia en que con pasado se puede hacer futuro, con pintoresquismo literatura.

La prosa de Reyes y de Henríquez Ureña y sus aclaraciones sobre el


seudoproblema de la autenticidad americana (¿exclusivamente hispánica o
indígena?) señalaron la ruta que habría de seguir la literatura hispanoamericana
para ser expresión universal y universalmente válida del Nuevo Mundo, es decir,
para no seguir siendo expresión preferentemente provinciana de una sociedad que
no sólo cultiva el provincianismo, sino que también mostró su capacidad de
superarlo. Reyes rescató a Góngora ya en 1911 de la cárcel a que lo habían
condenado Cascales y Menéndez y Pelayo, y emparentó su "hermetismo" con el
de Mallarmé, es decir, lo insertó en una corriente poética de extrema densidad y
madurez.

Y aunque la asimilación es históricamente osada, dio con ello el ejemplo de cómo


enfrentarse de nuevo a la tradición: no con pertinacia, rayana en la miopía, que
ensalza el pasado por ser tal, sino con comparación y confrontación con un
presente y una culminación de largos procesos, que lo pone a prueba y lo puede
revivificar. El llamado "Grupo del 27" en España demostró prácticamente la
fertilidad de la actitud de Reyes.

No deja de ser importante recordar que Reyes y Henríquez Ureña contribuyeron a


la obra de quien, desde la perspectiva no muy clara del "boom" y de sus "críticos",
logró el reconocimiento universal de una literatura hispanoamericana universal,
esto es, de una literatura hispanoamericana que en su expresión equilibra y
potencia lo "provinciano" con lo cosmopolita: Jorge Luis Borges. Este príncipe de
las letras hispánicas del presente no ha dejado de reconocerlo en varias
ocasiones. Muy probablemente tiene Borges no solamente un sentido histórico
hispanoamericano y una raíz histórica hispanoamericana más consciente que los
clientes de esa versión provinciana hispanoamericana del "materialismo histórico y
científico", reducido por ellos a cuestión burocrática municipal: en nada esencial se
diferencian de los clientes del confesionario. Tanto a los unos como a los otros, la
literatura interesa sólo como objeto de reprobación o de aprobación.

En este ejercicio fácil y, sin duda alguna, lucrativo, la crítica y la historia literarias
del famoso "boom" perdió de vista el horizonte histórico del que surgió y dentro del
que es cabalmente comprensible dicha literatura.

Cabría citar otros ejemplos de "los olvidados" por la historia literaria


hispanoamericana del presente, que como Mallea, Alfonso Reyes, Henríquez

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Ureña, contribuyeron con nuevos elementos a superar completamente la atrofia de


la narrativa hispánica. Pero estos olvidados bastan para recordar que los
problemas de la interioridad, de la incomunicación y de la soledad, de la libertad y
de la realidad social de Hispanoamérica, y la voluntad de experimentar y de
renovar las fuentes así como una prosa más ceñida a la exactitud de la
denominación poética que al ornamento ampuloso que aquellos introdujeron,
constituyeron los fundamentos temáticos y poetológicos de la literatura del "boom".

Pero ¿qué es el "boom"? El "boom" fue primero el momento de culminación de un


largo proceso de formación renovadora de una de las literaturas "cuyo instrumento
es el español" (Borges) o, si se quiere, el cumplimiento de una previsión de Pedro
Henríquez Ureña: "Trocaremos en arca de tesoros la modesta caja donde ahora
guardamos nuestras escasas joyas, y no tendremos por qué temer al sello ajeno
del idioma en que escribimos, porque para entonces habrá pasado a estas orillas
del Atlántico el eje espiritual del mundo español".

El "boom" se convirtió pronto en una voluptuosa caja de baratijas: Terranostra,


Crónica de una muerte anunciada, Jorge Edwards, La tía Julia y el escribidor,
entre otras. Éstas no niegan necesariamente las obras inaugurales ni tampoco la
capacidad artística de sus autores. Pero junto a estos descensos provisionales —o
definitivos, como parece ser el de García Márquez— a esas senilidades
momentáneas o simplemente prematuras, se encuentran en la caja ante todo las
baratijas de sus apologetas y comentadores: de los que sucumbieron a varias
pestes, como la del olvido, la de la inflación terminológica, que va pareja
necesariamente con la confusión ideológica, la de una especie de burocracia del
presente que consiste en el onanismo de ocuparse solamente con lo último o lo
penúltimo e inmediato, y sobre todo, la de la grave solemnidad.

La maestra de ceremonias de Octavio Paz y "madre" amadísima y respetadísima


de todo autor hispanoamericano
—revolucionario o no— que ansía ser traducido al alemán y colocado en el museo
folklórico del exotismo para uso de los cansados de la civilización e incapaces de
enfrentarse y de formular sus propios problemas, dictaminó recientemente: "La
literatura latinoamericana tiene la edad de este siglo". Por paradójico que parezca,
esta ignorancia la comparten y corroboran numerosos críticos literarios
hispanoamericanos y extranjeros, cuya praxis hace suponer que para ellos la
literatura hispanoamericana tiene la edad del "boom".

El fervor formalista, la terminología francesa, el snobismo semiótico, que siempre


suelen combinar, misteriosamente, con una versión del "materialismo histórico",
implican la supresión de la historia en sus gravísimos "análisis" de los "textos" o
del "discurso" o de la "escritura" (o sencillamente de las obras, pese a Foucault)
de los escritores hispanoamericanos, sin poder percatarse de que su incoherencia
teórica ("materialismo histórico" plus formalismo) contribuye a marginar más
todavía a la literatura y a privarla de su función esclarecedora de la vida individual
y social.

Oscar Torres Duque 212


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Esclarecedora es la literatura aun cuando su efecto sea, como en el caso del


indigenismo o del "regionalismo" protofascista europeo, desorientador, irracional y
confuso, pues ella expresa un talante social, un aspecto de la realidad histórica
que permite esclarecer y comprender los impulsos de determinados momentos del
desarrollo de esa realidad. La lectura de los indigenistas transmite con más
vivacidad que la lectura de una obra sociológica o historiográfica de esos años, las
emotivas confusiones de la clase media urbana hispanoamericana en un momento
crítico de su desarrollo.

Y la disputa tácita o expresa entre "indigenistas" y "acul-turados", para decirlo con


una palabra de José María Arguedas, es decir, los "europeizados", esclarece un
seudoconflicto, que los sociólogos e historiadores no han examinado
temáticamente, y para el cual es insuficiente el concepto de "aculturación". Esta
disputa tuvo lugar en un pasado inmediato y por lo tanto carece de interés para los
formalistas ahistóricos; esta disputa renació precisamente y con virulencia en uno
de los momentos culminantes del "boom", en el reproche peculiar que hizo José
María Arguedas a Julio Cortázar con su nota "Yo no soy un aculturado".

El problema sólo puede resolverse históricamente: con otras palabras, la literatura


hispanoamericana es, como cualquier literatura, un proceso histórico, esto es, lo
que desconocen los formalistas y los parásitos "críticos" del "boom", no los
lectores y esclarecedores de sus devociones, sino ante todo los consumidores
lucrativos de las oportunidades que les da el "boom".

Oscar Torres Duque 213


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Hernando Valencia Goelkel

Hernando Valencia Goelkel (nacido en Bucaramanga en 1928) es un escritor


marcado por el signo de la discreción, pero también de la sutileza y la lucidez. Sin
duda uno de nuestros mayores ensayistas, por la levedad de su prosa y la
contagiosa sensibilidad de sus lecturas o de su recepción de las artes plásticas o
del cine.

Su presencia capital en la revista Mito, al lado de Jorge Gaitán Durán, descubre ya


a un infatigable trabajador intelectual: traductor, reseñista, antologista, crítico
literario, de cine, de teatro. Luego de la muerte de Gaitán Durán y de Mito pasa a
darle un carácter y un nivel a la revista Eco, de la que fue redactor por varios años.
Ha escrito en las más importantes publicaciones periódicas del país y ha publicado
tres libros de ensayos, quizá a la espera —los ensayos— de una recopilación y
una reorganización más representativa, menos modesta (parece que habrá dos en
este 1997). De hecho, Valencia no ha escrito libros; simplemente, y después de
sus estudios de filosofía y letras en Bogotá y Madrid, ha escrito y leído; escrito y
leído por más de cuarenta años con una exclusiva dedicación a este inusual
"oficio". De allí le ha surgido la idea a alguien de publicar libros.

He seleccionado dos de los ensayos de fondo que constituyen El arte viejo de


hacer novelas (1982), su libro más sólido, en cuanto descubre de manera más
clara un mundo y una pasión valencianas: no sólo la novelística contemporánea,
especialmente la anglosajona, sino en general el universo de su reflexión global
(implícita) sobre la historia literaria.

• Bibliografía ensayística:

— Crónicas de cine. Bogotá, Cinemateca Distrital, 1974.

— Crónicas de libros. Bogotá, Colcultura, 1976.

— El arte viejo de hacer novelas. Caracas, Fundarte, 1982.

Recopilación:

— Oficio Crítico. Bogotá, Biblioteca Familiar Colombiana - Presidencia de la


República, 1997.

El Cónsul

Hernando Valencia Goelkel

Bajo el volcán, de Malcolm Lowry, es la novela más rica y más total de los últimos
veinte o veinticinco años, es decir, en el transcurso casi de una generación. Me
refiero al libro aislado; esos mismos años han visto la aparición y la desaparición

Oscar Torres Duque 214


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(Camus, Pavese) de escritores cuya obra, en conjunto, seguramente sea más


influyente y complicada que la de Lowry. Mas no la novela singular, no el título
concreto. Supongo que la culpa la tendrán Joyce y Ulises, o que éstos sean, al
menos, los culpables más cercanos en el tiempo; el hecho es que el novelista
contemporáneo parece haber prescindido de la pretensión misma de escribir una
"gran novela" y parece también, por tanto, haber aceptado una situación que le
impone el diseminarse —avara o morosamente— en una serie de cautos aciertos
parciales. "Mientras más libros leemos, más nos damos cuenta de que la
verdadera función del escritor es producir una obra maestra, y que todas las
demás tareas carecen de importancia. ¡Por más obvio que esto nos parezca,
pocos son los escritores dispuestos a reconocerlo o, si lo reconocen, a dejar a un
lado la obra de iridiscente mediocridad en que se hallan embarcados!". La
observación de Palinuro 1 es letal pero irrefutable.

Ahora bien: ¿al hablar de Bajo el volcán podemos hablar también de "gran novela"
o de "obra maestra"? No sé; no sé siquiera si hay un modo de saberlo. Pero de
dos cosas estoy seguro. Primero, de que Lowry tuvo la ambición y el esfuerzo de
escribir un libro perdurable. Segundo, que en él hay elementos
—como la tensión, la organización estructural, la concreción del tiempo y la del
espacio, el espesor de algún personaje— que muy rara vez se encuentran
reunidos en una sola obra. Lowry quiso hacer algo semejante, o algo equivalente,
al Infierno, o al Quijote, o a Fausto. Evidentemente, pues, un caso de hybris; un
desafuero castigado con el fracaso y la muerte; pero una desmesura respetable,
conmovedora y también trágica, porque a veces sentimos cómo, desde el "pozo
insondable", las manos de Lowry, las yemas de sus dedos arañan, rozan,
manchan esas alturas fuera de su alcance, para las que no había nacido, y de las
que su tiempo
—la historia, y también su biografía— lo iba separando más y más.

La biografía: nace en Inglaterra (Merseyside) en 1909. Estudios en Cambridge,


interrumpidos por unos meses en que se enrola de marino, (un fragmento de Bajo
el volcán, que por cierto es impertinente dentro de la economía del libro,
representa una especie de feroz autocrítica de este episodio). Regresa a
Cambridge. Viajes: a México, a los Estados Unidos, a Canadá. Con su segunda
esposa se había establecido (es un decir) en un pueblo de Sussex, donde murió
en 1957. "Malcolm murió en la noche del 28 al 29 de junio: fue enterrado en el
cementerio de la aldea. La víspera y la antevíspera había trabajado hasta muy
tarde. Para no despertarme se había ido a dormir al otro cuarto. Allí lo encontré
por la mañana, muerto mientras dormía. No puede usted imaginarse cómo había
estado de feliz todo este año; nunca lo había visto en mejor forma" 2 . Publicó dos
novelas: Ultramarine, en 1932; Under the volcano, en 1947 3 . En 1962 apareció
Hear us O Lord from Heaven thy Dweling Place, una colección de relatos.

La vida de Lowry fue incierta, movida, inquieta, difícil. Clarisse Francillon 4 relata
una permanencia de Lowry en París, y hace ver cómo en él se sucedían y se
alternaban períodos de alcoholismo con otros de trabajo y de total (o relativa)
sobriedad. Es decir, que el universo del cónsul Geoffrey Firmin, el protagonista de

Oscar Torres Duque 215


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Bajo el volcán, distaba de ser algo ajeno o desconocido para Lowry. Creo que
estos datos —en el caso de que no sean superfluos del todo— son suficientes. Lo
que nos interesa es una obra; Lowry descansa en paz; no así el Cónsul, ni
nosotros.
I

"De golpe las vio, las botellas de aguardiente, anís, jerez, Highland Queen, los
vasos, una babel de vasos —hacia arriba, como ese día el humo del tren—
subidos hasta el cielo y cayendo luego, los vasos quebrados, los vasos volcados
cuesta abajo por los jardines del Generalife, las botellas rotas, botellas de oporto,
tinto, blanco, botellas de Pernod, Oxygenée, ajenjo, botellas destrozadas, botellas
descartadas que caen sordamente en parques, debajo de bancos, de camas, de
sillas de teatro, escondidas en los escritorios de los consulados, botellas de
calvados soltadas y quebradas, o vueltas trizas, arrojadas en los basureros,
lanzadas al mar, al Mediterráneo, al Caspio, al Caribe, botellas flotando en el
océano, escoceses muertos en las colinas del Atlántico
—y ahora las veía todas, las olía todas, desde el comienzo mismo—, botellas,
botellas, botellas y vasos, vasos, vasos, de bitter, Dubonnet, Falstaff, rye, Johnny
Walker, Vieux Whiskey Blanc Canadien, los aperitivos, los digestivos, los medios,
los dobles, el noch ein Herr Obers, el et Glas Araks, las botellas, las botellas, las
hermosas botellas de tequila y las calabazas, calabazas, los millones de
calabazas de hermoso mescal...".

Esta modesta enumeración sugiere muy bien las actividades extraprofesionales de


Geoffrey Firmin, Cónsul de la Gran Bretaña en Quauhnahuac (Guanajato). Ex
cónsul, mejor dicho; en noviembre de 1938 hace ya unos meses que Firmin
renunció a su cargo y a la carrera; además, las relaciones de México e Inglaterra
están suspendidas porque Lázaro Cárdenas ha nacionalizado los petróleos. Está
concluyendo la guerra civil española; va a comenzar la guerra mundial. Los dos
hechos impregnan la novela e inciden, finalmente, en el propio Cónsul, pese a que
son otros los negocios de éste, y a que siempre se empeñara en ignorarlos.

Los episodios principales de Bajo el volcán transcurren en menos de veinticuatro


horas, en el día de difuntos de 1938. Firmin prolonga, en el bar del Hotel Bella
Vista, el sólito ejercicio a que se dedicara la noche anterior, con motivo del "Gran
Baile a Beneficio de la Cruz Roja". Su mujer, Yvonne, llega al hotel desde el
aeropuerto; al verlo en el bar los dos deciden ir más bien a la casa del Cónsul.
Meses antes, Yvonne lo había abandonado y había pedido el divorcio; ahora
vuelve, a tratar de recuperarlo, o de rescatarlo. Geoffrey tiene de huésped a su
hermano Hugh; horas más tarde a los tres se añade Jacques Laruelle, el cónsul
de Francia. Tras la visita de Laruelle, el paseo a un pueblo cercano, para asistir a
una novillada; al caer de la tarde Firmin ya soporta mal las variadas libaciones del
día. Hace una escena en un restaurante y se marcha. Anochece; Yvonne y Hugh
salen a buscarlo por las cantinas y los bares de la carretera. Hay una tempestad
eléctrica; en un mal paso del camino un caballo espantado se precipita sobre
Yvonne y la mata a coces. El Cónsul se había encaminado a El Farolito, una de
sus cantinas predilectas; allí, un burócrata politiquero, católico y fascista, lo

Oscar Torres Duque 216


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provoca; luego, junto a un árbol situado frente a la cantina, le descarga tres tiros.
En noviembre de 1939, Laruelle, próximo a regresar a Europa, evoca, en una larga
caminata por Guanajuato, algunos de esos hechos; pero su relación corresponde
al capítulo primero del libro.

Mas esto no es ni siquiera el esqueleto de la narración. Uno de los factores que


hacen difícil la lectura de Bajo el volcán es la convergencia de datos sobre los
protagonistas. Exceptuando el primer capítulo, la narración sigue a partir de la
llegada de Yvonne y de su encuentro con Geoffrey, un orden lineal: Lowry narra
los hechos tal como transcurren, en sucesión, desde la mañana hasta las primeras
horas de la noche, y podría trazarse un gráfico, o un plano que indicara la
situación de los protagonistas en todos los momentos del día. Su exactitud es, por
momentos, irritante: Lowry dice con precisión maniática cómo se distribuyen los
pasajeros en un bus, o cuáles variantes ofrece la topografía durante todos los
momentos de una caminata campestre. Pero tales acciones, situadas en el
presente, se mezclan a alusiones, informaciones, revelaciones sobre el pasado de
los personajes. Al Cónsul le tiemblan en tal forma las manos que Hugh,
piadosamente, se encarga de afeitarlo. Mientras efectúa esta operación, va
recordando fragmentos de su vida de estudiante, va reconstruyendo la época en
que se dedicó a tocar la guitarra y pensó convertirse en un músico profesional.
Cuando Hugh pasea con Yvonne, lo que se entremezcla a la conversación, y a las
descripciones topográficas, y a los gestos, a las acciones que efectúan los dos, es
el sumario de la romántica huida de Hugh para alistarse en la marina, o sus más
recientes y no menos románticas experiencias como corresponsal en la guerra de
España. En un momento dado, el lector tiene una visión, razonablemente
completa y coherente, de vastas regiones del pasado de Hugh y de sus
inquietudes y propósitos actuales. Pero Lowry, perversamente, se explaya sobre
algunos puntos —elegidos por él en forma misteriosa y arbitraria— para callar
sobre otros. Con Yvonne ocurre algo semejante. Lowry cuenta, por ejemplo, cómo
en su niñez fue actriz de cine, una niña prodigio cuyos éxitos no se renovaron al
llegar a la mayoría de edad. Y aprovecha el tema para insertar una parodia feroz
de la prosa periodística, al transcribir el texto de un artículo sobre "el retorno de la
niña precoz, convertida en floreciente mujer" a Hollywood. Sabemos, pues, dónde
nació Yvonne, cómo trancurrió su infancia; sabemos algo de su primer matrimonio,
del divorcio, del hijo muerto. En cambio, Lowry calla sobre los pormenores de su
vida con el Cónsul; dice que se conocieron y se casaron en Granada, en 1935;
que Yvonne salió de Quauhnahuac en diciembre de 1937; mas nada aparece,
salvo alguna frase suelta, alguna alusión oblicua, sobre los años en que vivieron
juntos. "[Su imaginación] volvió abruptamente a Yvonne. ¿La habría olvidado,
realmente?, pensó. Miró de nuevo el cuarto. ¡Ah!, en cuántos cuartos, sobre
cuántos divanes, entre cuántos libros encontraron ellos su propio amor, su
matrimonio, su vida común, una vida que, pese a sus muchos desastres —más
aún: a su total calamidad [...]— no estuvo desprovista de victoria. Mas por cuán
poco tiempo. Porque demasiado pronto comenzó a parecer demasiado triunfal, a
ser algo demasiado bueno, algo horriblemente inimaginable de perder, imposible,
en últimas, de soportar; era como si esa vida se hubiera convertido en su propio

Oscar Torres Duque 217


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augurio de que no podía durar, un augurio que era también como una presencia",
etc. Yvonne, se dice el Cónsul, "fue un intermedio".

Intermedio: ¿qué había antes, qué hubo después? Como es obvio, el catálogo de
las botellas. Mas Lowry sólo lo insinúa, y oscurece más la relación de los
personajes al decir que Yvonne fue amante de Laruelle y de Hugh, y al no añadir
nada sobre las circunstancias de esos episodios. ¿Por qué el rencor de Geoffrey
con Yvonne? ¿El abandono? ¿La infidelidad? Es un enigma; y no menos
enigmático es el otro factor, el del amor absoluto, total y desesperado que le
profesa Yvonne a ese individuo lamentable en que se ha convertido, o que ha sido
siempre, el Cónsul.

Y del propio Firmin se sabe menos aún. También la infancia, niñez en Inglaterra,
unas vacaciones en Francia donde conoce a Laruelle (y Lowry se complace en
establecer vínculos, recurrencias, esquemas, patrones en la trama de las vidas,
como esos viejos novelistas que abusaban de las "coincidencias"), la guerra del 14
y un turbio episodio, mezcla de heroísmo y de cobardía, cuando el Cónsul servía
en la marina real. Luego un velo total; nombres de ciudades; un libro en estado de
vaga ejecución; unas frases de Laruelle: "El oficio del pobre Cónsul era sólo una
retirada ya que inicialmente trató de ingresar al Servicio Civil de la India pero, por
una u otra razón, entró al Servicio Diplomático, sólo para ser rebajado a
consulados cada vez más remotos, y finalmente a la sinecura de Quauhnahuac,
un cargo en cuyo ejercicio era poco susceptible de convertirse en un estorbo para
el Imperio".

El cónsul Geoffrey Firmin es, por tanto, muy simple y transparentemente, un


alcohólico, y el infierno adonde Lowry tiene el atrevimiento de invitar al lector es un
infierno trivial, sin interés y sin grandeza. Los datos personales de su protagonista
hacen de él un sujeto para el psicoanálisis o la psiquiatría. Un caso patológico, es
decir, patético. Pero el patetismo no es la materia de que están hechos los héroes
ni, muchísimo menos, la materia de la literatura. Con excepciones notorias —La
cabaña del Tío Tom o la novela "indigenista" latinoamericana— la conmiseración o
la lástima no son los sentimientos que debe suscitar una gran literatura. ¿Y qué es
el Cónsul, además de lastimoso? Es cómico también, por momentos; pero Lowry
se encarga muy bien de controlar esa comicidad y de reducirla a episodios, a
incidencias, dentro de una función semejante a la que cumple lo cómico en el
drama español o en el drama isabelino.

Por supuesto, hay que tener en cuenta la muerte de Firmin, la insensata gallardía
con que golpea al truhán que quiere despojarlo de las cartas (sin abrir) de Yvonne.
Mas, ¿no estaría el Cónsul, en ese instante y una vez más, en ese estado de la
bocharrera que se denomina amnesia o, más técnicamente, laguna? Firmin no
quería morir así, en ese momento, ni por esas razones; Firmin, acaso, nunca supo
que iba a morir. De todas formas, había muerto ya muchas veces, en simulacros
acaso tan terribles como la terrible muerte verdadera. A Lowry no lo intimidan los
lugares comunes y subraya pesadamente el modo de la muerte del Cónsul: como
un perro. Pero no hay nada ejemplar ni excepcional ni exaltante en ese momento

Oscar Torres Duque 218


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en que, como dice Sartre, la existencia se transforma en destino. ¿De qué


existencia sale Geoffrey Firmin? ¿Para desembocar en qué destino? La primera
pregunta es fácil de responder: íntegramente —y exclusivamente— su respuesta
se halla en las páginas de Bajo el volcán.

II

¿Qué existencia abandona Geoffrey Firmin? Laruelle le recuerda cómo,


literalmente, se tumbaba a gemir debajo de las mesas, implorando la vuelta de
Yvonne; el señor Bustamante, el dueño del cine, notó compasivamente que el
Cónsul usaba zapatos sin medias pero le atribuyó una motivación inexacta a ese
hecho; no, no era falta de dinero; era la neuritis alcohólica la que convertía en algo
terriblemente doloroso el hecho de ponérselas. Para ese, y para todos los demás
hechos, hay una explicación. Yvonne y él han llegado, en la mañana, a la vieja
casa, al decadente, bárbaro sitio que una vez fuera un jardín. Mientras Yvonne se
baña y se cambia, el Cónsul, consular e irreprochable, va por la Calle Nicaragua
en busca de un mescal, cuando, dice Lowry, "de súbito la Calle Nicaragua se
levantó a encontrarlo". Un turista lo ayuda a levantarse, y Firmin luego reconstruye
el caso: "No, él no era persona de dejarse ver arrastrándose por las calles. Claro
que, en caso de necesidad podía acostarse en la calle, como un caballero; pero
arrastrarse, no. ¡Qué mundo éste, que pisotea por igual a la verdad y a los
borrachos!".

Por la tarde, al salir de la novillada en Parián, Yvonne, Geoffrey y Hugh van al


Salón Ofelia. Mientras el señor Cervantes, propietario del establecimiento, les lleva
la comida, el Cónsul empieza a hablar:

"Hablaba de los jardines Borda en Quauhnahuac, al otro lado del cine de


Bustamante y de cómo, por alguna razón, le recordaban siempre la terraza del
Nishat Bagh. El Cónsul estaba hablando de los dioses védicos, que no estaban
propiamente antropomorfizados, mientras que Popocatepetl e Ixtaccihuatl... ¿O
no? De todos modos el Cónsul hablaba, una vez más del fuego sagrado, del fuego
de los sacrificios, de la prensa de piedra soma, las ofrendas de viandas y de
bueyes y de caballos, el sacerdote que cantaba trozos de los Veda, cómo los ritos
libatorios, simples al comienzo, se hicieron cada vez más complicados con el paso
del tiempo y el ritual tenía que efectuarse con un cuidado meticuloso ya que el
menor descuido podía invalidar el sacrificio. Soma, bang, mescal, ah, sí, mescal,
había vuelto a ese tema y lo había abandonado tan astutamente como antes.
Hablaba de la inmolación de esposas y del hecho de que, en la época a que se
refería, en Taxila, a la entrada del paso de Khyber, la viuda de un hombre sin hijos
podía contraer matrimonio con su cuñado. El Cónsul se encontró proclamando una
oscura relación, aparte de la puramente verbal, entre Taxila y Tlaxcala: porque
cuando el gran discípulo de Aristóteles-Yvonne-Alejandro llegó a Taxila, ¿no había
estado ya, igual que Cortés, en comunicación con Ambhi, el rey de Taxila, quien
había visto en la alianza con un conquistador extranjero una oportunidad excelente
para deshacerse de su rival, no Moctezuma en este caso, sino el monarca
Parauve, que dominaba la región entre el Jhelma y el Chenab? Tlaxcala... El

Oscar Torres Duque 219


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Cónsul estaba hablando, como sir Thomas Browne, de Arquímedes, Moisés,


Aquiles, Matusalén, Carlos V y Poncio Pilato. El Cónsul hablaba, además de
Jesucristo, o más bien de Yus Asaf quien, de acuerdo con la leyenda cachemira,
era Cristo: Cristo, que al descender de la cruz caminó hasta Cachemira en busca
de las perdidas tribus de Israel y murió allí, en Srinigar...

"Pero había un leve error. El Cónsul no estaba hablando. Aparentemente no. El


Cónsul no había emitido una sola palabra".

Esta última cita nos sitúa en una zona central del estilo de Lowry. He tratado de
decir lo evidente: que Geoffrey Firmin, y los otros personajes, y sus situaciones
respectivas (o su inter-situación) son ante todo creaciones literarias, y que de la
literatura emana su coherencia y su necesidad. Firmin, extraído de la prosa de
Lowry, es un personaje irrisorio; demarcado por ésta, encarnado en ésta, su
peripecia escapa totalmente a la banalidad. O sea que tenemos que llegar a la
verdadera dimensión del asunto: el problema del Cónsul no es un problema de
psicoanálisis; es un problema de estilo.

El supuesto monólogo de Firmin, decía, revela los procedimientos de Lowry. Una


transcripcion como ésta indica que, contra lo que primero sugieren las apariencias,
Lowry no es un innovador. Joyciano, woolfiano o faulkneriano, ciertamente este
tipo de monólogo no es un aporte de Lowry a la novela contemporánea. Aquí el
escritor aprovecha lo que otros habían puesto a su disposición; pero el
procedimiento (stream of consciousness, monólogo interior, o como se llame)
nunca se empobrece en manos de Lowry. Por el contrario: Lowry lo templa y lo
vuelve vibrante, y todos esos asomos al mundo interior de Firmin son
sobrecogedores porque el mundo que muestran está al borde del estallido, de la
consumación, del final.

Jorge Luis Borges escribió sobre Gracián: Laberintos, retruécanos, emblemas, /


helada y laboriosa nadería, / fue para este jesuita la poesía, / reducida por él a
estratagemas. Al morir quizás lloró o quizás la luz de Dios lo dejó ciego. Pero
Borges añade:

Sé de otra conclusión. Dado a sus temas

minúsculos, Gracián no vio la gloria

y sigue revolviendo en su memoria

laberintos, retruécanos y emblemas.

Firmin tampoco veía nada fuera de las vastedades o las minucias de su mundo
exclusive. A un ser retraído de la realidad, interesado sólo en la realidad propia
que se había construido, no podía mostrársele en otra forma que por medio de
esos soliloquios en los que si bien no aparece el sentido de la intimidad del
Cónsul, sí se ve al menos, negativamente, su alejamiento del mundo. Envuelto en

Oscar Torres Duque 220


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sus "laberintos, retruécanos y emblemas" personales, el protagonista de Bajo el


volcán tiene sólo unas pocas y cautas relaciones con el mundo exterior o con el
mundo, a secas, y en cierto modo podría decirse del libro que constituye un relato
de los fracasados intentos de hacer retornarlo de su región particular, un erial,
pero morosamente frecuentado. No sólo los contactos de Firmin con la realidad
son mínimos, sino que apenas puede decirse, de él mismo, que sea real: su modo
de ser consiste en una recurrencia cíclica, en una espiral, más bien: las curvas
tienden todas a volver a su punto de origen, pero cada vez se alejan más de él; los
puntos de referencia del Cónsul le pertenecen a él solo; la mujer que llora no es
Yvonne, sino una criatura válida únicamente entre copa y copa de mescal, un
elemento de su delirio, tan fantástico como los ritos religiosos de los aztecas o de
los hindúes. Y esta demostración la hace Lowry mediante el pillaje: entrando a
saco en innovaciones ajenas. Una rapiña legítima: la justifican el libro, el
personaje.

Hay otro recurso que Lowry exacerba también, y lo exacerba hasta tal punto que
se convierte en originalidad. Me refiero al bilingüismo. A veces es detestable
(Revolution rages too in the tierra caliente of each human soul), pero
habitualmente opera para acentuar el efecto de alucinación, de desarraigo: la
ciudad de Guanajuato, los mexicanos, se vuelven tan irreales como el Cónsul y
viven sólo en ese recinto estrechísimo, claustrofóbico, en que Lowry ha metido a
su personaje:

Naturalmente", Dr. Vigil said. "But think if you are very serious about your
progresión a ratos you may take a longer journey even than this proposed one" [...]
"Me too unless we contain with ourselves never to drink no more. I think, mi amigo,
sickness is not only in body but in that part used to be call: soul". "Soul?"
"Precisamente", the doctor said [...] "But a mesh? Mesh. The nerves are a mesh,
like, how do you say it, an eclectic systemë". "Ah, very good", the Consul said,
"you mean an electric system". "But after much tequila the electric systemë is
perhaps un poco descompuesto, comprenez, as sometimes in the cine: claro?

Aquí el español sirve para acentuar la caricatura. Otras veces los nombres son
signos o símbolos. Así, el de la Calle de Tierra del Fuego o el de la cantina de El
Farolito. Cuando viajan a Parián el Cónsul hace una exégesis muy aguda sobre el
sentido verdadero de la palabra pelado (pelado es una de las últimas palabras que
escucha antes de morir. La otra es compañero). La sima de la borrachera consular
de ese día la marca la lectura de un folleto sobre Tlaxcala, redactado en ese inglés
especial para uso de los turistas, del que sólo puede dar idea un folleto genuino o
una parodia como la de Lowry.

Los nombres, los letreros, las leyendas sufren, dentro de la óptica de Lowry,
sucesivas traducciones. "Las manos de Orlac. Con Peter Lorre": el anuncio del film
nunca se limita en su función a ser eso, anuncio: siempre delata, siempre insinúa
algo más a los protagonistas que lo van leyendo sucesivamente. Los nombres se
transmutan, se vuelven fláccidos, ambiguos: de ahí el permanente empleo del
juego de palabras, de ahí la transmutación (en el idioma personal del Cónsul) de

Oscar Torres Duque 221


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Popocatepetl en Popeye. La indecisión de las palabras se agrava, por supuesto,


en los objetos; el mundo vegetal, los insectos, los transeúntes, las cosas
inanimadas hablan permanentemente un lenguaje secreto, sin 1ógica, pero con
elocuencia. Firmin contempla unos murales de Rivera:

La parte de los murales que estaba viendo representaba, como él bien lo sabía, a
los tlahuicanos, que habían muerto por el valle en que vivían. El artista los había
representado con sus trajes de batalla, con máscara y pieles de lobos y de tigre.
Mientras las miraba era como si estas figuras se fueran concentrando
silenciosamente. Ahora se habían convertido en una sola figura, una figura
inmensa, malévola, que lo miraba fijamente. Súbitamente, esta figura pareció
adelantarse, y que hacía luego un movimiento violento. Podría ser —lo era,
evidentemente— que estuvieran ordenándole marcharse.

Éstas, se dirá, son manifestaciones de la pathologia consularis. No


exclusivamente: en otros términos, en otras voces, también los objetos se animan
insidiosamente ante la mirada de Yvonne, o de Hugh, o de Laruelle. Y, una vez
más, Lowry no hace sino magnificar procedimientos de otros escritos, viejos
procedimientos de los surrealistas, por ejemplo. "No quiero apartarme de los
errores de mis dedos, de los errores de mis ojos. Sé ahora que no son únicamente
trampas groseras, sino curiosos caminos hacia algo que nada, fuera de ellos
mismos, podría revelarme", dice Aragon en Le paysan de Paris. "¿Bajo qué latitud
nos halla-ríamos, entregados así al furor de los símbolos, presas del demonio de
la analogía, viéndonos como objetos de gestiones finales, de atenciones
singulares, especiales?", dice Breton en Nadja 5 .

Esta nota se alargaría demasiado con un análisis, aunque fuera muy breve, de la
deformación del tiempo y del espacio, o mejor dicho, de la presencia de una
temporalidad y de una espacialidad peculiares, en el mundo de Geoffrey Firmin.
Me limito, pues, a anotarla, y a señalar que, también, como estilo y como método
proviene de una tradición ya establecida en la novelística actual en la fecha de
publicación de Bajo el volcán. Pero tal deformación no es exclusiva del Cónsul; el
trasmundo, la gesticulación, la advertencia, el guiño de las cosas llegan también a
los demás individuos que habitan la novela, y a cada uno de ellos con su lenguaje
propio. Y, más aún: precisamente esa super-realidad es uno de los recursos que
le confieren coherencia estilística a la novela.

Mas lo que trataba de indicar, era, fundamentalmente, que Bajo el volcán no es un


descubrimiento. Es, al revés, una summa. Convergen en él hallazgos e
innovaciones, métodos, técnicas, enfoques que estaban en circulación hacía
tiempo. Pero la misma acumulación de tales recursos es uno de los aspectos de
que depende la originalidad de la novela. Lowry incorpora lo que estaba aislado o
disperso; y esa avaricia, esa codicia con que reúne las maneras o los estilos, y los
intercala dentro de una estructura única y cerrada, es en parte lo que determina la
tensión y el hervor de su libro. ¿De qué existencia sale Firmin?, decíamos. Muy
brevemente, de la que le confirió un maestro en el empleo del idioma y de las
técnicas modernas de la novela. El Cónsul es, por lo tanto, y antes que nada, una

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creación verbal, y era necesario entonces darle una ojeada a las características
más evidentes de ésa su existencia. Lowry quizás lo conoció, o lo soñó; de todas
formas, lo escribió. Ésa es, por de pronto, una realidad suficiente; y es así mismo,
hasta cierto punto, una realidad irreductible a otro tipo de consideraciones.

III

La realidad de Firmin está ahí, en Under the volcano, conclusa y al mismo tiempo
interminable. Pero no es fácil detenerse en ella; tal fue el cónsul Geoffrey Firmin
pero nosotros, los lectores, constituimos su posteridad. Como toda creación
literaria tiene, pues, esta existencia adicional, que no es tanto la de la fama como
la de la curiosidad o la crítica. No se trata de un juicio, sino de una proyección: los
repudios o las simpatías, las certezas o los enigmas que nos sigue proponiendo
un personaje como el Cónsul.

Salvo que se adopte la costumbre —ya dichosamente extinta al parecer— de


llamar "héroe" al protagonista de un libro o de una novela, es difícil encontrar
heroicidad alguna en Geoffrey Firmin. Por el contrario: cuanto sabemos de su vida
constituye una serie de flaquezas. Tras la vertiginosa montaña de sus botellas,
¿hay algo más que fatuidad y egoísmo? En uno de sus alucinados recorridos en la
trastienda del establecimiento de Cervantes, el Cónsul —que en ese momento ha
alcanzado, por ese día al menos, la cúspide de su borrachera— da con una
imagen de la Virgen y comienza una desesperada plegaria; por él, por Yvonne, por
el sosiego, por la felicidad. Suele ser semejante al contenido de todas las
plegarias; el Cónsul emite la suya con plena sinceridad y la termina con un ruego
súbito —que rompe el sentimentalismo del episodio—: "Que volvamos de nuevo a
ser felices en alguna parte, aunque tengamos que estar juntos, aunque sea fuera
de este mundo terrible. ¡Destruye el mundo!". En este Destroy the world! está
íntegro el Cónsul: temores, odios, impotencias, esterilidad, y su grito no puede ser
más mezquino ni más puerilmente rencoroso.

Eso es el Cónsul, ¿es sólo eso? Pues Lowry veía en su personaje, por más que
no le fuera posible decirlo explícitamente, algo excepcional y, en ese sentido,
ejemplar.

En algún día, tan confuso como todos sus otros días, y mientras iba de un sitio a
otro en su habitual, desordenada trayectoria, el Cónsul comenzó a escribir una
larga carta para Yvonne. "Sin intención y, posiblemente, sin capacidad para el
adicional esfuerzo táctil de echarla en el correo", anota Lowry. En algún momento
de la carta, Firmin escribe: "No, mis secretos son de la tumba y debo
guardármelos. Y es así como a veces pienso en mí mismo como en el gran
explorador que ha descubierto un país extraordinario, del que nunca puede volver
para darle cuenta al mundo: pero el nombre de este país es, infierno". Mas esto es
sólo retórica, y como tal la utiliza Lowry: como un efecto retórico para subrayar la
inestabilidad de los ánimos del Cónsul, sus oscilaciones entre la humildad y la
arrogancia. No podemos pensar en el personaje como un buscador o un
buceador; entre otras cosas, el gran fracaso de Firmin reside en que, si acaso

Oscar Torres Duque 223


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visitó efectivamente los infiernos, es incapaz de relatarlo, incapaz de mostrarlo;


para esa empresa no le sirven a Firmin las palabras. Él no puede enseñarle su
infierno a los otros y, lo que es peor, ni siquiera a sí mismo: cuanto le queda de
sus descensos y de sus abismos es sólo el terror o el alarido del delirio, algo
recurrente que se presenta en forma sistemática con determinada copa de mescal
y que, infaliblemente desaparece también con la dosis apropiada.

Ciertamente que hay en esto un elemento real de la magnitud del Cónsul. Él


mentía al hablar del país infernal; mas en lo que reside la verdad de su abyecta
aventura es precisamente en el carácter de simulacro que ésta tiene. Aquí el
Cónsul se reúne con una larga fascinación a la que la humanidad ha sucumbido, o
mejor, a la que han sucumbido muchos hombres. Es la seudonada. Es el remedo,
la falsificación y la aproximación a la nada. Al hombre lo espanta y lo intriga esa
zona de la que está, esencialmente, rechazado; la nada, que lo devora o que lo
desconoce, pero a la cual no tiene acceso, en la cual concluye glacialmente su
dominio. De ahí el turbio esplendor de esas aproximaciones tortuosas; de ahí el
prestigio de ciertas negaciones, porque nos parece que un "No" participa, penetra
a un ámbito de donde estaban excluidos la adhesión o el rechazo. Hermético al
amor, al esfuerzo, a la posesión, a la vida, el Cónsul obtiene sólo un remedo
horrible de la realidad, no de la nada. Pero el "No" terco y torpe del Cónsul lo
reviste de cierta vana, estúpida grandeza. A mí me complace imaginarlo en el
infierno, cortés, incoherente y perdidamente borracho, repitiendo en voz baja su
negación, al lado de otros seres oscuros, del papa mediocre a quien Dante definió
para siempre: Vidi e connobi l´ombra di colui / che fece
per viltà il gran rifiuto.

Mas no es esta viltà exaltada el principal enfoque que adopta Lowry para sugerir
algo más que curiosidad o menosprecio frente al Cónsul. Injustificable
individualmente, irredimible como ser autónomo, como persona, Lowry lo envuelve
en una compleja estructura de destino, y esta armazón apretada en que
transcurren sus últimas horas lo magnifica —sin él o a pesar de él— al insertarlo
en la realidad, o, mejor, al rescatarlo para la realidad. Porque la gran fuga de
Firmin, su volverles la espalda a los hombres y al mundo, se vuelve también, en la
novela, una empresa vana, pues Firmin muere mientras el mundo lo vigila, lo
acompaña y lo rodea:

Pero entonces el mescal dio una nota discordante, luego una sucesión de
desacordes quejosos a cuyo son parecían bailar los sinuosos surtidores, entre
elusivas sutilezas de franjas de luz, entre distantes jirones de arcoiris flotantes. Era
una danza fantasmal de las almas, despistadas por estas combinaciones
engañosas, pero buscando aún permanencia en medio de lo perpetuamente
evanescente, o de lo eternamente perdido. O era una danza del buscador y de su
meta, el cual aquí persigue los colores alegres que ya ha asumido sin saberlo, o
que lucha allá por identificar una escena, la mejor de todas, acaso sin darse
cuenta de que él mismo era ya parte de ella...

Oscar Torres Duque 224


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Éstas son visiones de Firmin ante una cascada en los jardines de un hotel; en
esas palabras está tal vez, tan explicítamente como resulta posible, la relación del
protagonista con la realidad.

Como el Gracián de Borges no reconoce a Dios, el Cónsul no reconoce la


realidad. Mas ésta, en cambio, lo convoca, lo requiere, lo abraza, y es con él
magnánima y devastadora. La naturaleza, los volcanes son en el libro de Lowry
acaso símbolos y, con certeza, signos: "Se recostó en la silla. Ixtaccihuatl y
Popocatepetl, esa imagen del matrimonio perfecto, yacían ahora hermosos y
claros en el horizonte, bajo un cielo mañanero casi puro. Debajo de él unas
cuantas nubes blancas corrían alegremente tras una pálida y gibosa luna. Bebe
toda la mañana, le decían, bebe todo el día. ¡Eso es vivir!" y a la mente del Cónsul
acuden también los volcanes cuando yace muriendo en la cuneta, tras completar
"con éxito, aunque en forma poco convencional, el más grande ascenso de todos".

La irrisión (y bajo ésta, la pobre esplendidez) del destino del Cónsul reside en que
mientras más determinada es su escapatoria, mientras más ciega su negativa,
más lo envuelve Lowry en la prolija, omnipresente mirada de la realidad. Es
posible que ciertos recursos del escritor parezcan excesivos, y que a veces el
magnífico realista que era Lowry descienda a las laxitudes de la alegoría y conjure
al destino con un reprochable talante místico, en lugar de hacerlo en la frialdad y la
suficiencia que suelen aguardarse de un escritor de nuestro tiempo. Yvonne y el
Cónsul ven un jinete por la mañana; vuelven a verlo después, en una de las calles
que dan a la plaza de Quauhnahuac; hallan más tarde, camino a Parián, al caballo
sin jinete: éste yace muerto, asesinado al lado de la carretera. Cuando el Cónsul
sale de El Farolito a enfrentarse con el hombre que lo va a matar, desata un
caballo, el mismo caballo, con un número siete en la grupa, que unos minutos
después ha de pisotear a Yvonne. Evidentemente, parece demasiado; demasiado,
sobre todo, en cuanto parece implicar una confusión del destino con el azar, y
erigir al destino en puro misterio, en incomprensible arbitrariedad.

Sin embargo, esta especie de molde en que Lowry va intercalando la muerte del
Cónsul —esa paciente acumulación de detalles, de nimiedades, de circunstancias
insignificantes, ese repetirse de la realidad, con un sentido nuevo, a medida que
avanzan los acontecimientos del día y que el protagonista de la novela se
encuentra al fin con la nada que tan frívolamente había buscado—, esa trama, esa
organización, digo, son menos irracionales que la ausencia, el no estar, el no vivir,
que Firmin ha elaborado programáticamente como su destino propio. El Cónsul,
en la tarde, dialogó con un perro vagabundo, en alguna de las cantinas donde
estuvo; y junto a su cuerpo alguien lanza el cadáver de un perro a la cuneta. En
Parián, cuando van al Salón Ofelia, ven a un indio viejo y cojo que carga en sus
hombros a otro indio más viejo o más decrépito todavía que él. Y es un miserable,
un pobre hombre similar a aquel otro el que le musita al Cónsul agonizante la
palabra "Compañero", cuando el Cónsul sube vertiginosamente todas las cumbres
de todas las montañas, tras las cuales no hay nada.

Oscar Torres Duque 225


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Tal vez lo que quiso hacer Lowry en Bajo el volcán fue una refutación del "morir la
propia muerte" de Rilke. El destino propio que el Cónsul quiere hacerse
desemboca en una trágica futilidad, y Lowry acentúa con nitidez lo inútil, lo
lastimoso del empeño. Porque Firmin ha coqueteado con la muerte y la nada, la
muerte y la nada son su castigo, al final de una trayectoria en la que no encontró
ni el sosiego, ni la sabiduría, ni la gloria. Todos los sitios, todos los personajes
están confusa pero inextricablemente vinculados en la novela; mas esa
vinculación es especialmente significativa en lo que se refiere a la pareja Yvonne-
Geoffrey. Los dos, a su manera, han edificado un amor absorbente y destructor.
Yvonne sueña, y sueña en voz alta, con devolver al Cónsul a un paraíso
doméstico trivial, a la casita solitaria de los enamorados, al norte, frente al mar y
frente al frío de la Columbia Británica, y es con esa pretensión con la que,
seriamente, vuelve en búsqueda del Cónsul. Éste, por su parte, ama o ha amado a
Yvonne con intensidad similar, y precisamente una de las manifestaciones, la
principal, de su extravagante empeño consiste en la renuncia a ella, en la renuncia
al amor, en el que ve él tersamente un escape del círculo, de la espiral en que se
ha envuelto. Es un vórtice sin salida; y Firmin, que proclama que ama a Yvonne
"con todo el amor del mundo", hace de ese amor algo cada vez más remoto y más
abstracto, y lo aniquila al erigirlo en destino. "No tenemos sino dos cosas: la
esperanza o el destino", dice Cesare Pavese. La Yvonne real queda abolida y no
queda de ella sino un fragmento inmutable de pasado; inmutable porque es ya
destino, porque el Cónsul no sueña ya con revocarlo, ni con darle una
metamorfosis nueva con una proyección nueva sobre la realidad.

En las horas grotescas de ese conato de reconciliación entre el Cónsul y su mujer,


aquél no logra nunca considerarla concretamente, personalmente. Es una imagen
más: un dato tan inconmovible como la masa de los volcanes, algo detenido e
intocable. Lejanamente la toma de la mano, durante el viaje en bus a Parián; mas
la única vez en que Yvonne parece presentársele en su concreción, en su
carnalidad, en su humanidad, es con motivo de una súbita punzada de celos que
el Cónsul siente con Laruelle. Firmin ha cancelado también —¿cómo no?— el
sexo; su estallido es por eso inesperado y desconcertante, de una brutalidad y de
una grosería shakesperianas. Laruelle estaba en la ducha; sale del baño y le dice
algo al Cónsul: "...Pero el impacto abominable, en ese momento, en su ser íntegro,
ante el hecho de que ese racimo azulino de nervios y de crestas, detestablemente
alargado y cucuniforme, debajo del humeante incurioso estómago, hubiera
buscado el placer en el cuerpo de su esposa, lo puso a temblar de pies a cabeza".
En un instante obsceno como ese, Firmin siente, aunque sea en modo atroz, la
realidad de los demás; pero la convulsión pasa pronto, y el Cónsul regresa a sus
divagaciones, a sus penas, a sus anhelos propios y concéntricos, a su fingida
nada. Cuando, al anochecer, se acuesta con una ramerita, el acto transcurre todo
en el plano de la fantasía: el Cónsul no ha tenido contacto alguno con nadie, ni ha
ejecutado nada que tuviera algo que ver con el cuerpo, con el sexo, con el instinto.
Y no hablemos del placer.

Pero Firmin no puede morir una muerte propia. Muere, como todos los hombres,
una muerte en la que el mundo participa. Tal es lo que Lowry muestra en Bajo el

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volcán, al concertar, temática y estilísticamente, esa muerte dentro de un universo.


Comprende este universo a los seres que más próximamente rodean al
protagonista, y quienes apenas, al parecer, lo rozan; comprende un ámbito no
humano, sutilmente acucioso, sin embargo, y que de modo impenetrable e
indefinible parece tomar parte en el mísero derrotero de Geoffrey Firmin. Éste ha
pretendido atribuirse un destino heroico, en el sentido de pretender darle a la
existencia el carácter de un negocio exclusivo entre él —y él solo— y el mundo, o
los dioses, o lo que fuere. Para contradecirlo. Lowry hace vibrar, hasta la
alucinación, hasta lo insoportable, a las cosas y a los hombres que lo rodean, y
enmarca el trayecto de Firmin, en ese día de difuntos de 1938, en una malla de
sentimiento, de acciones, de visiones, de signos, más envolvente y más
implacable que aquélla que envolvió a Agamenón. Porque esa red es la realidad
que, imperiosa y certera, le organiza y le da un sentido al extravío del Cónsul,
como nunca pudo éste preverlos ni soñarlos. El mundo no ha sido ignorado ni,
mucho menos, destruido. Irónica y misericordiosamente el mundo hasta recuerda
al Cónsul. Cuando Laruelle, un año después, regresa a su casa, tras un largo
recorrido por las afueras, por las calles de Quauhnahuac, se encuentra con un
jinete borracho, y evoca entonces al jinete de un año atrás:

...e imaginó al jinete [...] galopando temerariamente a la vuelta de la esquina por la


calle Tierra del Fuego, adelante, los ojos furiosos como los de quien pronto va a
mirar a la muerte, a través de la ciudad... Y esto también, pensó de súbito, esta
visión maníaca de frenesí insensato, pero sujeto, no del todo desbordado, también
esto, oscuramente, fue el Cónsul...

Celestina, Acto Nueve


Hernando Valencia Goelkel

Como ha presidido el libro, Celestina preside la mesa. Pármeno y Sempronio han


acudido antes a la despensa de Calixto: "pan blanco, vino de Monviedro, un pernil
de tocino, seis pares de pollos. Y las tórtolas que mandó para hoy guardar diréle
que hedían". Están convidadas las "Mochachas"; es una especie de celebración.

La vieja abre la puerta a los dos criados y los acoge con una cansada e
indestructible broma: "¡Bobas! Andad aquí abajo, presto, que están aquí dos
hombres que me quieren forzar". Bajan Elicia y Areusa y Celestina procede a
entonar el elogio del vino. Inmemorial también; un encadenamiento casi de
proverbios y de creencias folclóricas, con una conclusión no menos duradera: "No
tiene sino una tacha: que lo bueno vale caro y lo malo hace daño".

Sempronio encomia inoportunamente la belleza de Melibea; Elicia se pone furiosa.


Es, en cualquier medio, una falta de tacto la cometida por Sempronio. Elicia y
después Areusa le dicen minuciosamente lo que ellas piensan de las gracias de
Melibea. Son nada más que riñas entre amantes; poco después es tal la

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reconciliación que la vieja los exhorta a que tengan cuidado, no vayan sobre el
amor y las personas enamoradas. Llega Lucrecia, a derribar la mesa. Viene un
discurso —semejante en sus características aparentemente anónimas,
impersonales— de la criada de Melibea; antes, olvidadas las querellas, las
muchachas han discurrido sobre la pesadumbre de la condición servil.

Una observación de Lucrecia le da pie a Celestina para evocar pasadas


prosperidades y discurrir sin prisa sobre la clientela que antaño la honrara; las
muchas pupilas entusiastas y disciplinadas; la abundante clerecía, no menos
respetuosa que dadivosa. Areusa debe interrumpirla; Celestina está borracha y
tiene en este momento el vino llorón; la vieja se repone y vuelve a lo suyo, a
atender el recado que le envía Melibea. Fin del acto noveno.

Orígenes

Cuando se redactó y se publicó la Comedia (después Tragicomedia) de Calisto y


Melibea era reina de España Isabel la Católica; aunque no muchos, sabemos más
de los accidentes dinásticos que la llevaron al trono que de los accidentes de
donde surgió la primera gran figura y la primera gran obra de la literatura
española. Pues si la admirable María Rosa Lida pudo escribir ochocientas páginas
en octavo sobre el texto de la Celestina, sigue en cambio ignorándose todo sobre
su autor (o sus autores: parece que fueron dos al menos), sobre la fecha de
composición, sobre el escenario (¿cuál, si alguna, es la ciudad donde la acción
transcurre?); y nada tampoco sobre el público, tanto en sentido específico como
en sentido lato, a quien iba dirigida. Un hombre, Fernando de Rojas, nacido
(¿cuándo?) en la Puebla de Montalbán; muerto en 1541 en Talavera; bachiller;
converso, o hijo de cristianos nuevos. Es todo.

El hecho sólido (¡y cómo!) es el libro; pero se trata de una obra tan reiteradamente
asombrosa que hay la muy natural tendencia a explicar ese asombro, en parte al
menos, por la ignorancia. La historia social del período es, pese a su abundancia,
deprimentemente vaga; algunos entusiastas, conscientes de esa nebulosidad,
tratan de reconstruirla. Su fuente es la Celestina, en forma casi que exclusiva, y se
ha configurado por lo tanto un círculo vicioso. Un documento —la comedia—
sustituye a todos los otros documentos; y no hay manera así de contar la vida de
la Celestina con la otra vida, aquélla de la cual el libro es eco, modulación, crítica
(lo que se quiera) pero jamás, como puede decirse de toda otra obra de semejante
altura, transposición de datos en beneficio de historiadores o de sociólogos
incuriosos.

Alcahueta

Pues lo cierto es que si aproximadamente se capta la creciente definición del


Renacimiento en España —del humanismo, por ejemplo— sigue siendo
desconcertante la simultánea presencia de la reina católica y de la alcahueta vieja
en esos años de final del siglo XV. En otros términos, hay en la comedia atribuida
a Rojas el conato o el germen de otro Renacimiento, algunas de cuyas

Oscar Torres Duque 228


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proyecciones se ramificaron y otras, en rigor, se perdieron. Pues la reaparición,


generaciones o siglos después, de un talante parecido no equivale a germinación,
ni cabe hablar de influencias ni de causalidad. La historia hizo abortar el mundo
que Rojas presenta; su universo clarividente y violento hubo de esperar
—y quizás aguarda aún— su verdadera postrimería.

Acto noveno

Es menester ahora prescindir de la plétora de grandes adivinaciones y de


implacables certidumbres de Celestina para mencionar sólo (y de manera
resueltamente indecisa) un aspecto de la materia de ese acto noveno. Ante todo,
conviene una precisión sobre el contenido explícito, particularmente en lo que se
refiere a la insistencia en particularidades que son evidentemente de carácter
"social" y que inclusive tienen connotaciones que un entusiasta pudiera rotular
como de clasistas. Habría que ser en extremo obtuso para desconocer la
elocuencia específicamente dramática y la simultánea tensión social de un
"aparte" entre Sempronio y Pármeno, ante la efusiva recepción de Celestina. Vieja
insincera, anota Pármeno. Sempronio: "Déjala, que de eso vive. Que no sé quién
diablos le mostró tanta ruindad". Y Pármeno: "La necesidad y la pobreza: la
hambre. Que no hay mejor maestra en el mundo", etc.

Pero ni "la hambre" como preceptora vital ni las observaciones posteriores de las
muchachas sobre lo afligente de la servidumbre, constituyen un enfoque original al
repertorio de la literatura dramática o narrativa. Inclusive, ni siquiera es
"renacentista". Son todas perspectivas de antigua data, acuñadas en el muestrario
de saber popular o libresco que Rojas despliega y que en forma indistinta pone en
boca de todos los personajes. Hay, es cierto, un intento de caracterización parcial
por medio del lenguaje, notorio hasta cierto punto en este acto noveno; pero en
general se entremezcla el habla hipotética de las clases altas con la igualmente
hipotética de las bajas. Celestina dice en un momento: "Bien sé que subí para
descender, florecí para secarme, gocé para entristecerme, nací para vivir, y viví
para crecer, crecí para envejecer, envejecí para morirme": un catálogo de
moralidad anónimo a fuerza de repetido, pero en forma alguna "popular", como no
lo es tampoco una glosa de Petrarca enunciada por Areusa.

Propia o ajena, está (una de las glorias de Celestina) la cadenciosa energía de la


expresión. "¡Oh tía! ¡Y qué duro nombre y grave y soberbio es ‘señora’ continuo en
la boca!", proclama Areusa, en una reivindicación de las ventajas de la profesión
de ramera sobre la de criada. Es una frase tersa para reiterar la ferocidad de la
concepción del mundo que impregna todo el libro. Pero no por eso deja de ser una
generalidad; y el genio del autor reside en alternar todo ese saber recibido con el
desplazamiento a lo concreto, y el pleno impacto de humanidad individuada se
produce sólo cuando Celestina, tras la apología casi abstracta del vino y sumida
ya en la depresión alcohólica, entra en la evocación de años mejores, cuando
había en su casa vino "venido de diversas partes: de Monviedro, de Luque, de
Toro, de Madrigal, de San Martín y de otros muchos lugares; y tantos que, aunque
tengo la diferencia de los gustos y sabor en la boca, no tengo la diversidad de sus

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tierras en la memoria. Que harto es que una vieja como yo, en oliendo cualquier
vino, diga de dónde es".

Picaresca

Lo popular que recoge la Celestina se prolonga también inmediatamente en la


picaresca, y su realismo (si esto quiere decir algo) es una de las notas que se le
atribuyen colectivamente a la literatura clásica española. Las dos cosas, además,
posiblemente constituyan una reiteración de lo medieval, en contraste con la
voluntad de estilización del Renacimiento italianizante: (el erotismo de un
escritorzuelo como el Aretino es refinado en comparación con el erotismo de
Celestina). No son ésos los atributos que impregnan a buena parte de la obra, y
en particular a este acto, de una misteriosa resonancia. Cuyo misterio depende de
la singularidad, de la originalidad, de la soledad, por así decirlo, del libro y de su
autor dentro de la época.

¿Qué acontece en ese acto nueve, dentro de una obra que se encamina al fin de
cuentas a referir una acción? Nada, en verdad. Muchachas y criados se han
hartado de hablar y de comer y se hartarán luego de holgar; Celestina se ha
achispado por un momento y ha condescendido a la confidencia añorante. Pero
para la trama de la obra el acto es superfluo; no ha habido acontecer alguno que
en forma alguna incida sobre la suerte de los protagonistas, llámense Calisto y
Melibea o llámese Celestina. Los comensales han exhibido sus pasiones; sus
quejas, sus anhelos, sus resentimientos, sus apetencias; pero todo se ha ido en
palabrería pura. Ni concatenación, ni peripecias, ni anticipos: tan sólo tiempo
muerto.

Novela

Tiempo muerto es todo lo contrario a la aparición de un elemento distinto dentro


del marco general de una obra de teatro (el episodio o intermezzo pastoril o lírico
en un drama, por ejemplo). El tiempo muerto conlleva inclusive cierto grado de
inmovilidad o de sosiego físicos; es sólo discurso, aunque, por supuesto,
empeñosamente dialéctico. Y no se engañaban así quienes contra toda la
evidencia externa calificaban a Celestina de novela, de novela dialogada. Pues en
congelaciones de la acción como ésta del acto noveno hay el presentimiento
plasmado de recursos que habrían de encontrar en la novela su campo de
expansión y de florecimientos verdaderos. Un siglo después Cervantes lo erige en
sistema y en estructura del Quijote; pero era todavía tan esa concreción del no
acontecer que asimismo han de pasar años y años antes de que la propia novela
esté en capacidad de asimilar plenamente la lección cervantina.

El deleznable festín del acto noveno —todos sus atisbos de saber y sus
indicaciones de metodología— se reencuentran en la novela de finales del siglo
XIX y de la primera mitad del XX, en un clima soberbio que también parece
crepuscular. El teatro mismo ha de adoptarlo en la opaca y perfecta joyería del
desoeuvrement de Chéjov. La ronca voz, avinada y senil, de Celestina enuncia

Oscar Torres Duque 230


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precozmente el tiempo muerto y los diálogos —perezosos y urgidos a la vez— con


que las gentes tratan de darle una semblanza de orden a su confusión y a su
desorden. Flaubert, Dostoievski. Es el monólogo exacerbado de otra dama de
condición dudosa, Molly Bloom, al final de Ulises. Dentro de las metáforas
precarias del amanecer y de la tarde, el acto noveno de Celestina nos sitúa en una
ya larga recurrencia de la desazón humana. Cómo los hombres, cuando no saben
qué hacer con las palabras, cuando no saben qué hacer con la vida, se dedican a
inventar (o a reinventar infinitamente) la novela.

Oscar Torres Duque 231


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Francisco Posada Díaz

Ideas sobre la cultura nacional y el arte realista

Francisco Posada Díaz (Bogotá, 1934-1970) fue uno de esos intelectuales que
produjo la mejor actitud revisionista y humanística del marxismo europeo de los
años cincuentas y sesentas (Garaudy, Merlau-Ponty). Pues siendo muy joven,
Posada viajó a Europa, concretamente a Francia y Alemania, para complementar
sus estudios de Filosofía, después de haber pasado por la Universidad Nacional
de Colombia y de haber estudiado Derecho en la Universidad del Rosario.

Pero sin duda el espacio propio de Posada fue la agitada universidad pública de
los sesentas, que en parte le presta un carácter, nada esquemático, a sus
investigaciones y ensayos: el rigor académico, la carga ideológica y el sentido
crítico. Pero ni el rigor ni el compromiso ideológico se convierten, en los trabajos
de Posada, en lastres que escamoteen el carácter ensayístico de su propuesta:
una lucidez a toda prueba y una voluntad de elaboración prosística, unidas a una
indudable afirmación personal (aun en el manejo de los datos objetivos) presiden
sus investigaciones históricas, pioneras en la aplicación cuidadosa de los métodos
de la sociología militante marxista, en particular sus estudios sobre la historia de
Colombia: sobre los chibchas, sobre los Comuneros o sobre todo el movimiento
social-agrario en el siglo XX.

A su muerte temprana, causada por una leucemia, el joven de 36 años ya había


publicado sus trabajos en importantes editoriales de España y Argentina (y
póstumamente se publicaría en Siglo XXI de México su ensayo histórico sobre los
Comuneros), y en revistas europeas y norteamericanas, y había sido director del
Departamento de Filosofía y decano de la Facultad de Ciencias Humanas de la
Universidad Nacional de Colombia.

El ensayo "Ideas sobre la cultura nacional y el arte realista" fue publicado por la
revista Letras Nacionales, dirigida por Manuel Zapata Olivella, en el número de
enero-febrero de 1965.

• Bibliografía ensayística:

— Los orígenes del pensamiento marxista en Latinoamérica. Política y cultura en


José Carlos Mariátegui. Madrid, Ciencia Nueva, 1968.

— Colombia: violencia y subdesarrollo. Bogotá, Tercer Mundo, 1968.

— "El camino chibcha a la sociedad de clases" y "Familia y cultura en las


comunidades chibchas". En: Ensayos marxistas sobre la sociedad chibcha.
Bogotá, Ediciones Los Comuneros, [s.f.] Coautor con Diego Montaña y Sergio
Santis.

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— Lukács, Brecht y la situación actual del realismo socialista. Buenos Aires,


Galerna, 1969.

— El movimiento revolucionario de los Comuneros. México, Siglo XXI, 1971.


Póstumo.

Ideas sobre la Cultura Nacional y el Arte Realista

Francisco Posada Díaz

El desarrollo de la cultura en Colombia ha sido extraordinariamente complejo y


contradictorio. Las líneas que siguen aspiran a plantear suscitaciones y a dibujar
apenas trazos muy amplios.

Se dice que en el plano del arte y de la ideología no ha habido sino copia o


imitación de lo extranjero. Esta tesis revela una parte de la verdad y una profunda
incomprensión. Es válida cuando nuestros intelectuales sólo han sido capaces de
trasladar estilos, formas o corrientes de pensamiento, sin criba y sin anhelo
profundo de creación, por mero prurito cosmopolita. Si ello sucede, nos
tropezamos con un puro y simple colonialismo cultural.

No obstante, técnicas y verdades universales pueden ser aplicadas, según la


fórmula célebre, a la circunstancia concreta de una realidad nacional; en esas
condiciones el producto es una ideología o un arte nacional.

Incluso los mejores intentos por examinar la cultura del país en un período, o en
varios, de su existencia, han supuesto ese colonialismo cultural como bueno. Es el
caso de la Historia de la literatura colombiana de Antonio Gómez Restrepo.

Esos intentos están condicionados por un error metodológico; dejan de lado los
factores económicos y sociales que han determinado el desenvolvimiento global
del país y de sus producciones intelectuales y artísticas. De ahí que se agoten en
analogías y comparaciones entre las creaciones brotadas en Colombia y aquellas,
sobre todo europeas, pero hoy un poco las de Norteamérica, que les han servido
de modelo o, al menos, de neta inspiración. La investigación pierde toda la
objetividad científica, porque este método analógico resulta de una elección
eminentemente subjetiva.

En Colombia las tradiciones de análisis de la cultura sobre bases científicas son


muy exiguas, pero de ninguna manera inexistentes. Recordemos a don Salvador
Camacho Roldán, en el siglo XIX, con sus ensayos de crítica literaria: "La novela
de costumbres contemporáneas [...] no es un arte de imaginación, sino casi una
provincia de la historia y un documento de estudio y análisis para la ciencia social".
Tan discutible como sea este enfoque, es comprensible para cualquier observador
y eventualmente criticable. L. E. Nieto Arteta, en este siglo, rompe con la línea

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sociologista de Camacho Roldán, aplicando categorías del materialismo histórico.


Uno de los capítulos más interesantes y controvertibles de su obra Economía y
cultura en la historia de Colombia, es aquél en donde nos ofrece un examen de
nuestro romanticismo en el siglo pasado. Según él, este movimiento, al contrario
de lo que sucedió en el Viejo Mundo, no fue en Colombia reaccionario. Con todo y
lo discutible que pueda ser tal apreciación, la que se basa en una definición muy
amplia del romanticismo, ella es una hipótesis de trabajo, susceptible de
controversia, y útil para el progreso científico. Son estos dos casos, pero no se
podrían dar muchos más. Parece que en Colombia se hubiese cultivado
amorosamente el diletantismo y el subjetivismo de la crítica para evitar la
profundización del debate acerca del carácter, el origen y el desarrollo de nuestra
cultura.

El feudalismo colonial

La sociedad que se instala en nuestro territorio después del Descubrimiento es


una que bien podríamos calificar como feudalismo colonial. Algunos especialistas
prefieren hablar de neofeudalismo; esta noción es equívoca, y podría conducir a
descuidar el factor propiamente colonial, al insistir desmedida-mente en el factor
feudal, con lo que resultan catastróficos efectos cuando vaya a hacerse el examen
de la cultura. Otros especialistas han querido apurar la historia y hablan del
capitalismo colonial, de un capitalismo producido por España mediante la fuerza a
veces, pero más con la astucia, con lo cual no sólo se tergiversan los hechos o se
los interpreta desde un punto de vista legal, sino que se hace, voluntaria o
involuntariamente, una apología de la política de imposición cultural ibérica.

La sociedad instituida por los conquistadores fue una sociedad feudal, pero no
feudal "pura". Los señores de la tierra (encomenderos, hacendados, etc.) y los
usufructuarios de las minas tenían que repartir los beneficios con el aparato
feudal-absolutista español.

Esta doble explotación produjo su cultura; la religión fue uno de los elementos
fundamentales. Ante todo, ella sirvió para garantizar la relación directa de
sometimiento. La alienación económica en una sociedad feudal se ve claramente,
a diferencia de la sociedad capitalista, en donde se encubre por el hecho de que
las relaciones entre los hombres parecen como si fueran relaciones entre las
cosas. De ahí que una sociedad feudal necesite, inevitablemente, proyectar esa
alienación a un más allá sacralizado para poder consolidarse, lo que no siempre
requiere una sociedad capitalista. La Colonia colombiana (neogranadina) bebía
religión con prisa y sin pausa. La filosofía, obviamente, tuvo el carácter de sierva
de la religión. La ciencia no era estimulada; cuando más permitía la práctica del
derecho, y de la medicina por pura necesidad. Aquellos desarrollos científicos de
que se tuvieron noticias, como por ejemplo el sistema copernicano,
deliberadamente fueron tergiversados y "refutados" por los eruditos coloniales.

El barroco fue el estilo dominante, debido a la influencia española. Hallamos


iglesias oscuras y estrechas, orientadas hacia el altar mayor y como eludiendo las

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naves laterales. A veces el trópico se desborda, o está a punto de desbordarse, y


los animales y los frutos aparecen aquí y allá, como testimonio de que la creación
es también materia y no sólo espíritu. Pero nuestro barroco no fue expresión del
hombre, de lo que él quería decirle a su Dios creador; fue un compromiso doble, la
manifestación de Dios y la del hombre, aun cuando aquél se manifieste más
frecuentemente que éste.

Demos un paso atrás, sólo para llamar la atención. El de la cultura agustiniana es


el arte de los poderes naturales aprisionados en la piedra. La fiereza dionisíaca de
esos poderes fue dominada por este pueblo. La monumentalidad del arte
escultórico de los agustinianos es la forma exacta para expresar esa gran batalla
del hombre contra los elementos de la naturaleza.

La Independencia fue el fruto de contradicciones internas y externas. Ya a fines


del siglo XVIII, el crecimiento de las fuerzas productivas en el campo hacía
estorbosa la relación con la metrópoli, y más que estorbosa, perjudicial. Las
fuerzas feudales criollas eran lo suficientemente fuertes como para no necesitar
una tutoría. Y a su lado habían progresado fuerzas burguesas, las de la burguesía
comercial, cuyo radio de acción era recortado por los monopolios comerciales
españoles y los impuestos aduaneros. En general, la política de avidez fiscal del
régimen producía descontento en todas las capas sociales criollas. De ahí que, a
pesar de las contradicciones de clase que opusieron entre sí a los patriotas, el
frente nacional anti-español se hubiese gestado en un lapso relativamente corto.
El factor internacional influyó notablemente, no sólo apoyando a las fuerzas
neogranadinas en su lucha de liberación, sino, especialmente, debilitando el
poderío del moribundo imperio feudal-absolutista.

Ya independiente, Colombia poco a poco fue introduciéndose en el mercado


mundial. Pero por desgracia en calidad de proveedor de un artículo de consumo,
el cual, de pronto, por una u otra causa, se arruinaba, con los consiguientes
empobrecimiento y crisis interna. Debido a los obstáculos que el país encontraba
para su desarrollo capitalista, no fue raro que todas las reformas que se ensayaron
(sobre todo a mediados del siglo pasado) fracasaran con pena y sin gloria.

Toda esta época fue de gran agitación cultural.

El materialismo irrumpe en el siglo XVIII cuando un sabio español se desplaza al


Nuevo Reino de Granada con una concepción que se oponía abiertamente a la
mentalidad especulativa de la Colonia. Contra los "desvaríos del peripato y de la
escolástica", como se decía en aquel tiempo, José Celestino Mutis enseñó que el
conocimiento sólo puede provenir de la atenta observación de la realidad, e
introdujo los estudios de las matemáticas, la astronomía copernicana, y otras
ramas de la ciencia, causando con ello verdadero escándalo. Por iniciativa suya
fue fundada la Expedición Botánica, comisión encargada de la investigación de los
recursos naturales, e imperiosamente determinada por el avance de las fuerzas
productivas. Mutis fue un materialista espontáneo.

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Francisco José de Caldas dio un paso adelante; a más de sus interesantes


estudios científicos formuló la hipótesis de que el factor decisivo sobre los "seres
organizados" era el geográfico; el clima, la flora y la ubicación en una u otra
región. Su hipótesis se extendía hasta el hombre y la sociedad, haciendo
depender los actos del primero y las instituciones de la segunda, de los factores ya
anotados. Caldas fue un materialista metafísico que aconsejó reformas sociales
democráticas y populares, como la educación gratuita y universal.

Otros distinguidos neogranadinos de la época, como Antonio Nariño y Pedro


Fermín de Vargas, se interesaron, sobre todo, por la economía y la filosofía
política. Para Vargas, la base del desarrollo económico debía ser una adecuada
explotación de los recursos minerales y de la agricultura, lo mismo que una buena
red de caminos a fin de intensificar el comercio y cooperar así a la formación del
mercado interno.

Nariño insistió también en la importancia del comercio y en el progreso de la


manufactura. Pero añadía que la actividad económica debía estar orientada por un
estado fuertemente intervencionista, que quebrase los privilegios locales de la
clase feudal, obstinadamente opuestos a la unidad nacional. Nariño igualmente
planteó como táctica militar en caso de una pretensión de reconquista española la
de la guerra de guerrillas, de emboscadas, y señaló que el poder del pueblo unido
derrotaría el elevado nivel técnico del armamento europeo.

La lucha revolucionaria que se desató con el movimiento de los Comuneros en


1871 y que concluyó el 7 de agosto de 1819 con la victoria armada de las masas
llaneras y de los campesinos de la Nueva Granada, dio por resultado cultural el
espíritu científico, el materialismo, la concepción burguesa radical del Estado y
avanzadas doctrinas socio-económicas.

Pero no sólo eso. En materia artística la Expedición Botánica estimuló una pintura
rigurosamente naturalista y para uso de la enseñanza, no exenta de una esquiva
pero vívida belleza, en la cual halla un reflejo el profuso y multitonal colorido del
trópico. Aparece y se desarrolla el periodismo. La poesía desciende a la tierra.
Con Fernández Madrid, por ejemplo, no son sólo exaltados los héroes, sino con
ellos los objetos de la vida cotidiana. Las primeras manifestaciones dramáticas las
debemos a su pluma. Vargas Tejada cultivó igualmente estos nuevos tipos de
literatura. Su obra teatral fue mucho más crítica y combativa.

Pero no todas las reformas sociales necesarias se efectuaron en el período 1810-


1819. Una vez lograda la Independencia reco-mienza la lucha; la burguesía,
dividida, impulsa grandes cambios de estructura entre 1850 y 1863: abolición
definitiva de la esclavitud, reforma tributaria, fomento de los cultivos y del comercio
exterior, reforma agraria anticlerical y antifeudal, etc. Fue esta una época de
intensa agitación social. La brutal represión comenzó en 1886, año de la
Regeneración, movimiento contrarrevolucio-nario de carácter latifundista y clerical.

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Aparece el "arte" costumbrista, como respuesta al romanticismo. La Manuela de


Eugenio Díaz muestra el nivel a que había llegado el género épico a mediados del
siglo XIX. Pero la máxima cristalización de este género fue la famosa María de
Jorge Isaacs. Obra de costumbres, rebasa sin embargo el realismo costumbrista
que no puede vivir en un ambiente tensamente poético como el suyo. Obra de
espíritu burgués, no es la diatriba del sistema feudal. Por su contenido no es
posible incluirla dentro de la novela en el moderno y estricto sentido de la palabra.
Aquí el héroe se siente extraño al mundo; su aventura es la aventura de la
discordancia. Pero este mundo es un mundo integrado, un mundo de epopeya, sin
valores contrapuestos, sin pugna de principios o de actitudes. La imposibilidad de
realizarse es para María el trabajo del destino, de un fatum, y no la resultante de
su carácter o de su voluntad. No existe antagonismo entre el héroe y el mundo. El
desenlace de la obra parece un dictado de los dioses. El universo pastoril y feudal
no desaparece; al revés: se afirma. Pero el universo individual del burgués
también está presente. Se ha dicho que la María es una obra malograda; pero
mejor podría decirse que es una obra no lograda.

El desarrollo de la poesía fue considerable por esa época. La Independencia abrió


la brecha y el torrente de poetas inundó la República. ¿Qué los definía?

La poesía colonial fue la poesía de una época sin desgarra-mientos ni conflictos


interiores. Y tenía que ser así. Tomemos tres de los poetas de la Colonia feudal
para ilustrar este punto de vista y estar en condiciones de apreciar el contraste con
la nueva poesía independiente y con la poesía contemporánea y actual.

Don Juan de Castellanos nos da con sus Elegías de varones ilustres de Indias la
narración de algunos episodios del Descubrimiento y la Colonización. Ésta es una
vasta crónica, en verso, de escaso valor literario. Carece de unidad, de un
desenvolvimiento, de personajes verdaderos, etc. Es la "pura" realidad, sin plan
poé-tico. Éste es un producto épico en el sentido más elemental del vocablo.

Con Domínguez Camargo la poesía colonial alcanza cierta altura artística. Este
gongoriano utilizó las complicadas formas de su maestro para aplicarlas a la
expresión de un mundo netamente épico. Su poema más famoso es una especie
de biografía de Ignacio de Loyola, en donde se cuentan, a veces con hermosura
innegable, las peripecias de la vida del santo. Otros poemas suyos son cánticos a
los seres naturales. Domínguez Camargo se siente bien en el orden cerrado de los
estamentos medievales. Sin la inquietud y la zozobra inherentes a los hombres de
civilizaciones individualistas. La devoción naturalista de Domínguez Camargo no
es materialismo, es el anhelo de que la naturaleza tenga un lugar dentro del
sistema de la Creación.

Estas tesis sobre la poesía colonial parecen invalidarse cuando se estudia a la


Madre Castillo. ¿No fue ella una poetisa intensamente subjetivista, alejada del
mundo y consagrada a amar a Cristo? ¿Su obra no es la negación de lo épico?
Ante todo, su poesía no fue una poesía lírica, en el sentido de la lírica griega, por
ejemplo, la voz del individuo, del ciudadano libre, la afirmación de un universo

Oscar Torres Duque 237


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interior con sus leyes y sus prerrogativas. La Madre Castillo fue un caso místico, y
en la mística no sólo todo lo personal desaparece para ir hacia Dios, sino que la
realidad por excelencia es la divina y no la personal. En la mística el movimiento
es extático, fuera de sí, no hacia el interior como el del lírico. De ahí que el poeta
místico no sea la negación del universo del medioevo. Es, por el contrario, la mejor
cristalización de este universo. La mística repudia la individualidad porque busca
la identificación con la plenitud de Ser, con la Divinidad.

Realismo y conflicto social

Estas actitudes medievales cambian después de la Independencia; no veloz pero


sí paulatina y ostensiblemente.

Algunos poetas del período 1830-1886 poseyeron un carácter formal doble. En


muchas de sus producciones se volcaron hacia la tierra, hacia la patria, hacia lo
nacional. En este sentido son poetas épicos. Gutiérrez González con su Memoria
sobre el cultivo del maíz o las llamadas poesías descriptivas de Pombo ("Preludio
de primavera", "Luna llena", "El valle", etc.), el mismo Diego Fallon con sus "Rocas
de Suesca", fueron también poetas intensamente reflexivos. Basta recordar la
"Hora de tinieblas" del citado Pombo, poema sobre la vida y la muerte, el instante
y la eternidad.

Como ya lo dijimos, Colombia retrocede con la Regeneración. ¿En qué forma


incidió la nueva situación en el alma del poeta? Asistimos al recogimiento, al
enclaustramiento en su interioridad. Este estado de espíritu lo personificó el más
grande de nuestros modernistas, José Asunción Silva. Ser nobilísimo y selecto, de
una irritabilidad emocional casi patológica, lo asfixiaba el ambiente feudal del país;
pero tampoco lo satisfizo el capitalismo que conoció en Europa. Iluminado
oficiante del sacrificio poético, ardoroso destrozaba el miserable mundo en que le
tocaba vivir, para reconstruirlo en un paraíso de hermosas palabras. A veces el
poeta regresaba del universo infantil, iluminado por la inocencia y la pureza, para
oponerlas a la corrupción y al vicio.

Un poco más adelante Barba Jacob representó casi una revolución. Hay algo que
Barba Jacob añora: el hombre integral. Sus poemas nos muestran un hombre sin
fuerza, ni firmeza, un hombre desconcertado y ondeante, que es ciertamente, para
él, el hombre en general. Barba Jacob lo sabe y lo reconoce. Pero no lo acepta. El
constante dejo de melancolía y de insatisfacción, la amargura que destilan sus
obras, nos señalan que el poeta no logra salir de un escondido estupor, el que le
produce "esa llama al viento". Barba Jacob nos deja columbrar a través de su
delicada sensibilidad, los increíbles destrozos que la sociedad capitalista efectúa
en ese hombre integral.

Luis Carlos López es el más grande crítico social dentro de la poesía colombiana.
Con saña y con exquisita finura, su diatriba contundente la orienta contra el
provincianismo y sus mitos. Lleno de goce, cada poema suyo es un retrato o una
situación. El conjunto de su obra estructura un gran fresco, en donde vemos toda

Oscar Torres Duque 238


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esa existencia pueblerina que carece de autenticidad y sobre todo de posibilidad.


Su crítica no es sólo contra esa otra cara del feudalismo, que es el provincianismo.
También las primeras formas de conducta burguesa son vapuleadas por su sátira
implacable. Al propio tiempo Luis Carlos López revela un profundo amor por la
vida. Por la vida popular. Desde este punto de vista es un bardo de las masas. Su
enfoque de las cosas es el enfoque socarrón y crítico de la gente del pueblo.
Materialista radical, López es, acaso, el más logrado artista plebeyo de nuestra
historia.

Todo este panorama de valerosa rebeldía cambia con Guillermo Valencia. Su


poesía, parnasiana y simbolista a la vez, es la expresión desdeñosa de un
aristócrata de la inteligencia frente al orden feudal. La protesta de Valencia no
pasó de ser una pseudoprotesta. Él levanta su mundo ideal, grotescamente
clasicista, de elaboradas formas, de extraños e insólitos contenidos. La única
mirada hacia algo humano, fue su poema "Anarkos", pesada reflexión sobre la
miseria de los hombres y sobre el capitalismo, en el que le ofrece a este valle de
lágrimas el consuelo del limbo religioso.

El arte del relato adquirió con Tomás Carrasquilla una altura inusitada en la
tradición colombiana. Su pluma está animada de un constante espíritu satírico.
Pero a veces sus obras adolecen de falta de unidad, y son como una sucesión de
estampas. Su tema mayor fue, como el de Luis Carlos López, el de la provincia.
También Carrasquilla llegó a pintarnos los tópicos de la transición del feudalismo a
los primeros gérmenes de capitalismo.

La primera novela colombiana, en el sentido pleno del vocablo, es La vorágine de


José Eustasio Rivera. La obra nos muestra un universo de violentos conflictos
individuales. Rivera no quiso dar un simple retrato de la naciente sociedad
capitalista y su trabajo se desvía hacia el terreno de los símbolos. La selva, con su
rudeza implacable, la explotación de los caucheros y demás elementos configuran,
en otro lenguaje, la terrible realidad de la competencia y la violencia bajo el
capitalismo, del nuevo infierno del mundo moderno. Rivera nos hace penetrar en
él siguiendo las huellas dejadas por su personaje, y quiso, además, mostrarnos
todas las imágenes de ese alucinante evento de odio y ambición. Por primera vez
en el arte de la narración el medio es superior al hombre. Y el enfrentamiento
entre el individuo y el mundo apa-rece como resultado de una oposición
irreductible. La estructura de La vorágine es la de una serie de episodios
soportados por la decisión de Arturo Cova, sin una trama prefigurada; cualquier
dirección llevada a los mismos problemas, porque en un mundo donde todo es
implacable la causalidad es apenas aparente. De ahí que uno de los mejores
logros de la obra sea su composición estructural.

La llamada Generación de los Nuevos, que surge en los años 20, dio una serie de
importantes escritores y artistas. Entre los últimos tenemos por ejemplo a los
poetas León de Greiff, Jorge Rojas y Jorge Zalamea.

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De Greiff denuncia y fustiga implacablemente las alienaciones viejas y nuevas. Es


el primer poeta que percibe en Colombia la terrible eliminación de lo humano que
implica el capitalismo. Bien se sabe, por análisis ya clásicos, que el capitalismo
cosifica esa materia viviente y palpitante que es el hombre; "Cambio mi vida, juego
mi vida, de todos modos la llevo perdida", gritó De Greiff irónica y dramáticamente.

Jorge Rojas —un poco después— repugnado ante el mismo espectáculo resuelve
mostrarnos su mundo interior, lleno de sorpresas, de paisajes; toda una
espléndida geografía poética que recuerda a veces la sobria y limpia belleza de la
Sabana de Bogotá.

Zalamea es un temperamento volcánico, que se irrita ante la injusticia y la


denuncia con elegancia, con esbeltez, en medio de formas a veces suntuosas. Su
poema épico-satírico, El Gran Burundún Burundá ha muerto, es una altiva y
virulenta catilinaria contra la tiranía tropical, contra sus ídolos y sus fastos, contra
su escenografía y su montaje.

Los novelistas de la Generación de los Nuevos son también de calidad.


Principalmente Eduardo Caballero Calderón y J. A. Osorio Lizarazo.

Caballero Calderón ha pintado con agudeza la vida en los campos y la explotación


del campesino, aunque los desenlaces de sus novelas son fastidiosamente
conformistas.

Osorio Lizarazo, en El día del odio, trazó un lúcido boceto de lo que es la


existencia de la plebe en la capital y con vigor denunció las múltiples opresiones
que ella padece; religiosas, económicas, morales. Sus obras poseen el defecto de
una visión de conjunto demasiado amplia, pero con una realización relativamente
pobre en peripecias y hechos, por lo que la lectura deja un cierto sabor a
esquematismo.

En el campo del ensayo quisiera referirme sólo a L. E. Nieto Arteta, Nicolás


Gómez Dávila, Gerardo Molina y Hernando Téllez. Cuatro tendencias, cuatro
formas de ver el mundo y analizarlo, que sintetizan un poco el horizonte mental de
esta generación que acompañó a la Revolución en Marcha de 1936-1940.

Nieto Arteta fue posiblemente el más destacado de los intelectuales marxistas de


su tiempo. Su obra padece de una serie de limitaciones evidentes, entre las que
podemos contar no sólo los clarísimos defectos teóricos, sino la carencia de una
perspectiva revolucionaria. Además, Nieto ignoró el leninismo. Sus interesantes
estudios sobre la Independencia y sobre la expansión de nuestro mercado interno
no se hallan integrados a estudios concomitantes sobre los factores
internacionales que ayudaron a condicionar tan trascendentales sucesos: triunfo
del capitalismo sobre el feudalismo a escala mundial, en el primer caso, y en el
segundo, papel de Colombia en el mercado mundial y luego aparición del
imperialismo. Pero sus obras han servido para el progreso de la investigación
histórica y para la formación de cuadros marxistas, así como para suscitar

Oscar Torres Duque 240


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discusiones alrededor de los temas que trató y del método que usó. La vida
intelectual de Nieto sufrió, a partir del 9 de abril de 1948, un notorio y considerable
viraje. Huérfano su horizonte intelectual de la perspectiva revolucionaria que
aporta el leninismo, incapaz de interpretar esta catástrofe popular en sus
verdaderas dimensiones, alarmado y desesperanzado, se va alejando del
marxismo para adoptar una posición fenomenológica. De ahí en adelante sus
trabajos son menos una distribución estructural y dinámica de datos que
descripciones tendientes a acercarse a la esencia de una realidad, en términos
intemporales y ahistóricos (v. gr. su estudio "Ontología de lo social").

La pequeña burguesía democrática y partidaria de importantes reformas sociales


es representada ideológicamente por Gerardo Molina. Todos sabemos que la
estrategia revolucionaria gira hoy alrededor del gran debate histórico entre la
burguesía y el proletariado. Pero en una sociedad semicapitalista la clase obrera,
por su número y su fuerza, no puede pretender orientar la toma del poder para el
pueblo sin un grande abanico de alianzas, sobre todo con la pequeña burguesía y
los campesinos. Por su parte la gran burguesía se esfuerza por evitar que esos
sectores sociales se incorporen a la causa de la revolución nacional-democrática.
Pero cuando no alcanza a obtener su apoyo, entonces busca al menos
paralizarlos. Una obra como la de Molina llama a la acción y ayuda a impedir esa
parálisis. Proceso y destino de la libertad denuncia la contradicción entre la
libertad formal, la libertad para morir debajo de los puentes, y la situación concreta
y lamentable del pueblo. La solución que Molina propone va en el sentido de
rescatar o de arrancar una "libertad económica".

El caso exactamente opuesto al de Molina es el de Hernando Téllez. Espléndido


prosista, encarna aquella pequeña burguesía paralizada, despolitizada, vuelta
hacia un culto abstracto de las ideas y de los valores. Las teorías de Téllez
conforman una definida concepción antidemocrática. La historia le parece un
proceso irracional e indiscernible, en donde sólo la perspicacia de una actitud
empírica serviría para resolver los problemas que se le presentan a los hombres.
Esta actitud es la del político. Sus mayores esfuerzos intelectuales los ha dirigido
últimamente contra el marxismo en la pretensión de identificar su concepción
dialéctica del progreso histórico con el cándido optimismo burgués. Téllez le saca
el cuerpo a la noción de contradicción o de negatividad, que es lo que
precisamente hace del marxismo algo totalmente escatológico y antiescatológico.
Le suprime además toda dimensión humanista al arte: fruto selectísimo del
espíritu, sólo pueden degustarlo paladares largamente ejercitados. Una ideología
como la de Téllez en épocas de crisis y desesperación ejerce en el seno de la
pequeña burguesía la función de canalizador de energías en provecho de los
mitos y los cultos que más ama el sistema, e implica un freno o un soporífero a
sus posibilidades de acción revolucionaria. Téllez es un antiburgués, desde la
derecha y no desde la izquierda.

Nicolás Gómez Dávila es, quizás, el más importante intelectual de la gran


burguesía colombiana. Sus escritos han sido lentamente madurados, sin prisa,
asimilando con cierto raro deleite el espectáculo de las miserias humanas, hasta

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canonizarlo, y verlo como la condición metafísica de nuestra especie. Fuera de


este espectáculo, que se inspira un poco en san Agustín y en Pascal, Gómez
Dávila no encuentra remanso diferente al de su propia subjetividad. Reniega del
conocimiento y de la realidad y cae en el idealismo gnoseológico. No acepta
ningún criterio preciso, discutible racional y objetivamente. No puede aceptarlo
porque la violencia es la dimensión por excelencia de su aventura mental. Su
desdeñosa actitud subjetivista, implica, deliberadamente, una imposición y la
negativa de todo acuerdo sobre el ser según evaluaciones científicas y no
personales. Sus soluciones políticas corresponden exactamente a ese clima
intelectual. Impugna, por igual y sin distinciones, a la democracia burguesa y a la
democracia proletaria. Dos idénticas formas de profanación de la autoridad y del
orden. Ante la crisis que hace hoy trepidar al país, Gómez Dávila encuentra la
única salida en el autoritarismo. Su autoritarismo, a diferencia de la "solución"
semifascista, mira hacia atrás, hacia una utópica y anacrónica cuando no ridícula
organización monárquica. Como en el plano de las ideas, Gómez Dávila sólo ve
en la violencia del déspota, la respuesta a los problemas planteados por la
realidad social. Gómez Dávila parece como si advirtiera que sus posiciones se han
quedado atrás, y que la historia, implacable, las ha condenado: "Busco adherir a
cada una de mis evidencias incontrovertibles. Confiado en la coherencia íntima de
todo pensamiento aceptado sin reticencias, no temo que una contradicción radical
me anule".

La pintura

La pintura estuvo durante mucho tiempo al servicio del gusto "estético" de los
latifundistas. La miseria del campesino y del campo colombianos, por la falsa
magia de una relativa habilidad en el oficio, fue transformada en primorosos y
apacibles paisajes que, como indica acertadamente Barney Cabrera, "siempre
tendrán sus pedazos de aguas quietos y azulinos, sus trojes y montones de espiga
dorada, o los trigales a la luz del sol de los venados. Y tres o cuatro sauces o
eucaliptos, ya en primero, ya en segundo plano, mientras las serranías se cortan
en el horizonte en V y al fondo la hopalanda de nubes". Este verismo pictórico no
enfrentó el trópico, sensual, terrenal y palpitante, a la religiosidad de las artes
confeccionadas para suscitar el culto. Fue apenas la otra cara de la Colonia que
se perpetró en la República. Tampoco es la exaltación del hombre que trabaja la
naturaleza como en un Millet o un Corot; son los campos titulados y con escritura
en una notaría.

Otra variante de este arte conformista fue la del retrato, en el cual el sello del
medio social sobre el alma o la humanidad del modelo no aparecía en las líneas
del rostro y del traje. El retrato era la imagen grandilocuente que el poder de la
herencia o la riqueza le había dado a un afortunado hijo de nuestra sociedad
feudal.

Sólo un rebelde surgió en el sopor creado por la Regeneración: Andrés de


Santamaría. Contra la pintura de su época este artista se desvió hacia el
impresionismo. Y en lugar de la apología feudal el lienzo de Santamaría alberga

Oscar Torres Duque 242


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intenciones puramente artísticas, de color, de tonalidad, de búsqueda de


consonancias y las más de las veces de frágiles y calmas disonancias. Para
Santamaría la forma y la perspectiva no tuvieron jamás la consideración que le
reclamó el color. Si caben las comparaciones en el terreno del arte, se podría
sugerir que Silva es a la lírica lo que Santamaría a la pintura. Asco del estrecho
medio, y escape o protesta, pues en ese momento histórico el escape era una
forma de protesta —hacia el arte—. Por medio de su impresionismo Santamaría
quiso suprimir el modelo y el tema, sepultarlos en el elegante vértigo de las luces.

Si existe en ocasiones una correspondencia exacta entre el movimiento social y el


movimiento artístico, bien cabe afirmar que el muralismo colombiano
estéticamente fue lo que la Revolución en Marcha políticamente. Algo sin el vigor y
la fuerza, sin la grandeza y los yerros de un Orozco o un Rivera, algo que no
sabemos si se frustró o no maduró jamás. Pero este movimiento tuvo su
importancia, cuando menos por dos aspectos. Porque renovó las formas e
introdujo nuevas técnicas. Las nociones de espacio y los viejos y desuetos
criterios de perspectiva fueron rotos por las figuras gigantescas y expresivas de
Pedro Nel Gómez o por la intención pedagógica y política de algunos frescos de
Gómez Jaramillo (v. gr., el de La libertad de los esclavos) que lo obligaban
necesariamente a los volúmenes definidos, geometrizados, a la distribución clara y
netamente ilustrativa. Este aspecto ha sido muy desestimado por la crítica. Y el
otro consistió en el tenaz esfuerzo de volcar el arte sobre el pueblo, hacerlo
vehículo expresivo de su trasunto por la historia o de sus inquietudes y problemas;
la intención realista frente al falso realismo del inmediato pasado. El notable
grabador Luis A. Renjifo, el pintor Carlos Correa, Julio Abril, en muchas de cuyas
interesantes esculturas hallamos a la raza indígena con su peso de siglos y la
recóndita protesta aún no dicha, y Alipio Jaramillo, hicieron también parte del
movimiento.

Luis Alberto Acuña deja el tema social y busca más bien el tema indígena. Los
mitos chibchas, los hombres chibchas, incluso las figuras de la religión católica
con forma chibcha. En medio de indudables aciertos, hallamos, sin embargo,
cierta inautenticidad que no es casual: todo indigenismo hacia atrás tiene el sello
de lo extravagante.

Frente a este grupo, la pintura tradicional seguía su camino: Gonzalo Ariza,


Gómez Campuzano, exponente de la cursilería y el mal gusto e insuperable en su
género; Rodrigo Acevedo, quien hace una pintura de boudoir aristocrático: se
consagra al desnudo, a explorar una fácil y sublime belleza: la de la mujer; pero ni
soledad, ni sexo, ni siquiera la simbolización de alguna oscura potencia del
cosmos. Nada de eso; pura belleza de mentiras, de alcoba de gente adinerada y
parásita.

Situación actual
No estoy en posibilidad de responder, siquiera con algunas ideas, a la
problemática que encierra el arte colombiano todo en la actualidad. Voy, por eso
mismo, a referirme sólo a algunas manifestaciones.

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La pintura es el género artístico más desarrollado, y el que podemos con legítimo


orgullo presentar en el extranjero. La literatura cuenta con figuras destacadas,
sobre todo en los géneros épico y dramático, aun cuando no en el lírico, cuya
caída, después de la Generación de los Nuevos, fue vertical. Hoy no hay, entre los
jóvenes, excepción hecha de dos o tres de los llamados cuader-nícolas y de
algunos poemas sociales de Castro Saavedra, alguien a quien se le vea la madera
de poder llegar a la altura de un L. C. López, de un Barba o de un De Greiff.

¿Cuál es la causa que ha promovido ese incremento de la pintura y en menor


medida de la escultura?

El incentivo económico, a mi manera de ver. Ninguna otra forma de arte permite


en Colombia una existencia decorosa al artista. El escritor tiene que venderse, ya
a la prensa, ya a la publicidad, para lograr sobrevivir.

El caso de Eduardo Zalamea Borda fue patético. Después de su interesante


novela de juventud, Cuatro años a bordo de mí mismo, nada más produjo. Sin
perspectivas de hacer de su vocación un medio de vida, tuvo que resignarse a
subsistir por años y años diciendo lo que no creía ni sentía en una columna de
comentarios políticos.

Pero como la gran burguesía quiere tener en sus casas obras de arte, y como no
puede comprar por su excesivo costo las de las grandes pintores de fuera, se ha
producido un espontáneo estímulo para el artista plástico.

Alejandro Obregón es quizás el más importante pintor colombiano. La realidad,


para él, no parece íntegramente al nivel de la simple observación, sea ella
sensorial o intelectual. La realidad no es para Obregón un hecho tras otro, o un
objeto al lado de otro; es, por el contrario, un complejo, un mundo geológico, de
niveles, en donde lo más bajo condiciona lo más alto. El artista, para Obregón, es
un explorador o un arqueólogo. Debe descubrir, y más que todo debe hallar la
significación de los restos; sólo que esos restos somos nosotros, la sociedad
colombiana que hoy vive y se soporta a sí misma, en el furor o la pasividad. El arte
de Obregón por eso es simbólico, y siempre alusivo. La realidad de la vida de sus
semejantes, o de los terrores y ambiciones de sus semejantes, ha sido su gran
obsesión.

Su aventura estética comienza inmediatamente después de la segunda guerra


mundial. Las primeras obras de Obregón fueron de corte naturalista. Allí la vida
quiere mostrarse en toda su plenitud. Antes de que se encontrara a sí mismo,
antes de que Obregón fuera el realista depurado que es hoy, el realista que es,
por lo menos hace unos 17 años, Obregón frecuentó el surrealismo. Su cortísima
etapa surrealista fue un ensayo de imaginación en el que el artista acumuló
materiales e ideas. Fue un mundo de sueños y no de ensueño; fue un mundo, por
eso, relativamente claro y definido, y no penumbroso e indefinido. Luego Obregón
se interesa en las cosas; los objetos marinos le sirven para bordar indefinidamente

Oscar Torres Duque 244


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sus temas. No olvidemos una de sus primeras producciones sociales, acaso la


primera, sobre la catástrofe del 9 de abril de 1948: mutilaciones, destrozos, la gran
orgía del crimen. Aquí Obregón nos hace aludir irremediablemente a una víctima y
así nos conduce a una elucidación. Esta franqueza suya es una virtud civil y
también una virtud plástica.

El fulgurante camino continúa y nos encontramos con sus famosos y


hermosísimos Cóndores. El cóndor, imagen de la nacionalidad colombiana,
aparece en los lienzos de Obregón siendo, al mismo tiempo, el vuelo, la
desdeñosa soberbia, la soledad de las alturas, los Andes, los hombres de los
Andes, todo ello y aún más. El pueblo, que vivió y padeció bajo las dictaduras, no
era en esa época, que fue aquella en la cual el artista se consagró a este asunto,
en apariencia, más que un ser débil, escarnecido y humillado. Descubrir tras ese
ser otro diferente, pujante y altivo, he ahí lo que nos muestra la capacidad de la
mirada de Obregón.

Obregón nos dio en 1957 la más certera visión de lo que fue la dictadura, de lo
que llegó a ser, con su Cuatro de mayo. En el primer plano, dos avecillas
destrozadas, que bien son los estudiantes que cayeron, pero que bien podrían ser
el símbolo universal del crimen injustificado. Pero tras esos elementos se perfilan
los volúmenes de la violencia mecanizada, moderna, propia de la organización
capitalista. El contraste entre la vida ya casi muerta de los pájaros y los tanques, y
al fondo la ciudad, nos da una conciencia de repulsa ante la iniquidad instalada.

Quisiera referirme, para finalizar con el tema de Obregón, a sus tres últimas y
mejores producciones: Violencia, Genocidio y El Caballero Mateo. La violencia en
Colombia ha sido una tragedia de espantables y colosales proporciones. La
reacción criolla, usufructuando el gélido clima de la post-guerra, desató una vasta
ofensiva armada contra el pueblo y el movimiento de masas, entre otras cosas
para frenar su ascenso. Gaitán cayó asesinado el 9 de abril de 1948. Este crimen
fue el boquete por donde la vorágine se desbocó: en la ciudad y en el campo las
masacres no perdonaron a los adversarios del régimen, y a los descontentos,
mientras que sus validos y los "caciques" políticos hicieron pingües negocios.
Como es usual en su arte, y ya lo comprobamos, Obregón no pretende describir o
relatar este horror: lo muestra a través de un símbolo apropiado. Pero mostrar la
violencia en Colombia no es sólo mostrar la muerte o la destrucción. Y esto lo
sabe muy bien el artista. La violencia en Colombia fue el método para hacer
abortar una gran perspectiva, para impedir un gran cambio social. La violencia de
Obregón es un lienzo unido y desgarrado por un tenaz antagonismo: una mujer sin
rostro definido, grávida, yace recién abatida. Su embarazo se destaca
espectacularmente; el fondo, color sin formas para dar la sensación de pleno
aislamiento. El contraste entre lo que pudo haber sido y la presencia contundente
de la muerte, este contraste, es lo que le otorga a la creación su realismo
irreprochable. De una gradación de grises maestramente dispuestos surge la
imagen de la frustración, pero no, como críticos esquemáticos lo han declarado,
de la desesperación o de la derrelicción. La violencia de Obregón comprueba que
la pintura colombiana puede ser realista sin ser verista, y menos vulgar, que puede

Oscar Torres Duque 245


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ser sincera trabajando con la imaginación, y ser así, además, decididamente


crítica. Un grande hombre de pensamiento, quien fue mucho más que eso,
escribió que la imaginación en ciertas condiciones era otra forma de conocimiento.
Obregón en Colombia ha sabido ilustrar esta tesis, espontáneamente. El
Genocidio se halla vinculado a la Violencia por elemental parentesco. Su tema es
otro aspecto de la gran tragedia a que nos hemos referido (de pasada, estas obras
refutan la teoría sostenida en nuestro medio por Téllez, según la cual el peor arte
se hace con los mejores sentimientos. Refutación que no implica necesariamente
lo contrario: que siempre los buenos sentimientos hagan el mejor arte). Como en
su Violencia, las admirables calidades plásticas no han sido objeto de discusión,
antes por el contrario, la crítica las ha "absolutizado", fetichizado, aislado del
contenido en una unánime y bien sospechosa operación. El motivo central parece
haber sido realizado sobre un gris clarísimo y puro, el horizonte, algo así como el
mañana. Los primeros planos nos muestran figuras destrozadas, signo evidente
del martirio. Del martirio en un campo desolado que es al propio tiempo un campo
semicivilizado; porque los postes e hilos telegráficos nos remiten tácita e
ineluctablemente a una realidad bien definida. Ellos, pues, no nos permiten sacar
el crimen del contexto de una sociedad modernizada. Lo criminal y lo moderno no
se contraponen para Obregón; se complementan. Fruto de las contradicciones del
subdesarrollo, este genocidio cohabita con la técnica. El Caballero Mateo es otra
cosa. Con él Obregón se desplaza de estos grandes temas para orientarse por el
camino de la sátira. De la más fina sátira. Obregón se burla del caballero, de ese
ridículo aristócrata criollo, engendro de la explotación y del dinero que quiere en
medio del trópico ser como de Londres o de París; que quiere ser un gentleman
rodeado de la más inicua y sublevante miseria. Para Obregón el auténtico
caballero no está representado por el monigote de la pintura tradicional nuestra. El
auténtico caballero es un niño. Y su caballo, un caballo de madera; la cabeza de
un caballo de madera. La inocencia, la naturalidad, la pura sorpresa, he ahí otro
aspecto del "mensaje" del lienzo.

(Después de escrito lo anterior, Obregón, en un espléndido mural, nos da una


original síntesis de la historia del país. Esta obra merece un análisis especial).

Grau es otro de los grandes pintores vivos. Lo mejor de su obra son acaso su
primera madurez y su plena madurez de hoy. En su primera madurez se ideó una
hermosa iconografía de la bondad y la pureza, de todo aquello que el joven
costeño vio ausente de la sociedad, aun cuando defendido y afirmado de la
manera más cínica. A la hipocresía, Grau le opuso la sinceridad. Después de un
desafortunado vagabundaje, Grau retorna, hacia 1961, a la mejor pintura, en plena
posesión de sus espléndidas dotes. Pero su regreso no es el de la afirmación de
determinados valores, como ya lo había hecho en un comienzo, y con éxito, sino
ante todo el del denuesto y el de la crítica. Grau toma a la mujer como tema
pictórico casi obsesivo, y a través de ella nos quiere enseñar la ambigua falsedad,
a veces ridícula y grotesca, de una comunidad en decadencia y en
descomposición. En ocasiones son sus cuadros adolescentes, que, como
iluminados, evocan un mundo de sueños, opuesto al mundo real. Pero Grau no les
saca del mundo real, sino que allí mismo, en su desnudez o en la total apropiación

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de su materialidad, les permite soñar. Derecho éste raramente concedido a los


habitantes de una sociedad burocratizada y alienada. También en el último Grau
las cosas y los seres vivos
—gatos, copas, muebles, etc.— cobran una extraña existencia; una extraña
existencia, que no es otra que su belleza real y propia, aquella belleza que no
podemos o que no queremos o que no se nos permite ver. Grau nos dispone un
sistema de objetos espléndidos o agradables, luego de habernos exhibido el
lamentable paisaje de la sociedad en disolución. El realismo de Grau no trabaja,
como el de Obregón, con las capas ocultas de la realidad. Grau no rebusca; en la
apariencia elige aquello que pueda representar la esencia, sin forzarse en lograr
transmutaciones o transposiciones muy complejas.

Botero, a pesar de su juventud, es otro de los consagrados. Aquí entramos en el


gran circo del mundo. Las jerarquías sociales, y en especial las más altas —
papas, arzobispos, obispos...— se presenten con toda su monumentalidad y toda
su grandiosidad. Figuras enormes, redondas, esféricas; a esta monumentalidad y
grandiosidad aparentes, Botero agrega aquello que las hace fiel reflejo de la
realidad: la ridiculez. Las jerarquías se vuelven algo grotesco. Algo que suscita no
odio o temor reverencial, sino pura y física risa. Sus bodegones, que generalmente
son frutas, se encuentran rodeadas de un ámbito un poco místico que sabe
enunciar la vitalidad inexpugnable y límpida que allí habita. Cada objeto es la
manifestación de la naturaleza que palpita, quizás aceleradamente.

Los dos más importantes pintores abstractos de Colombia son Eduardo Ramírez
Villamizar y Wiedemann.

El decurso estético de Ramírez es un poco la síntesis de la depuración. Comenzó


siendo un artista expresionista, no exento, como es obvio, de un hálito
semirreligioso que no ha perdido, pero que ha transformado en culto a la belleza.
Luego el expresionismo se cierra, se organiza y los excesos desaparecen
paulatinamente: en este período hay obras que nos recuerdan el surrealismo de
un Chirico: una definida geografía onírica. Luego viene Mondrian, colores
geométricamente dispuestos. Ahora Ramírez trabaja en relieves-esculturas, puras
formas de puro color blanco, en donde el equilibrio perfecto entre las partes y la
relación armónica entre éstas y el todo nos dan la sensación de un ideal de
belleza abstracto y divinizado. La fiebre expresionista ha desembocado en un
universo platónico de orden, de canon, de equilibrio, de belleza formal. Ante el
caos que vive Colombia —él mismo lo ha confesado— Ramírez protesta a su
manera, oponiéndole lo mejor hecho. De ahí que Ramírez sea un anti: pero su
lucha lo lleva a la anti-realidad. (Ya redactada esta apreciación, Ramírez dio a
conocer, se debe decir, cuando menos, que es un intento, muy "clásico" por lo
demás, de atrapar el movimiento).

Wiedemann no es un abstracto frío. El arte de Wiedemann es la expresión del


sentimiento, con todo lo que le es inherente de arbitrario, de vano y ondeante. El
de Wiedemann no es un sentimiento interiormente motivado; en Wiedemann el
sentimiento viene del trópico. De este trópico retiene sólo el color y las luces y

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exagera hasta el máximo el desorden de las formas. Aquí no hay, como en


Ramírez, un culto a una belleza ideal, hipostasiada; aquí hay asimilación
emocional del medio, sin intención y con generosidad. Sin embargo el artista,
llevado por su propia mano, disuelve la realidad objetiva en el yo, y su amor a lo
tropical se torna, por eso, en algo difícilmente aprehensible.

Edgar Negret nos conduce a una imaginería cósmica. Sus esculturas de metal
insinúan nítidamente un mundo extravagante, insólito y deshumanizado. Con
Negret la sociedad capitalista no halla, como con Ramírez, un anticapitalismo
aparente y una protesta. Negret, más bien, idealiza la inhumanidad de dicho orden
social, y nos invita a vivir allí sin reato alguno de conciencia. Sus formas son un
lenguaje apenas simbólico de una realidad de máquinas, de robots, de burocracia,
de todo eso que hace años Lorca denunciaba en su Poeta en Nueva York. Negret
es el cómplice de esta realidad. No la ha analizado ni menos criticado.

Roda es uno de los pintores más interesantes. Este artista, contra sus expresas
intenciones, se realiza mejor en las sugerencias. Su Retrato de Felipe IV posee
todos los elementos para indicar la mórbida degeneración del noble.

Rivera vacila entre el expresionismo y el abstraccionismo. Este pintor despliega en


sus temas una profunda virulencia, que a veces se coagula con figuras satánicas y
enigmáticas.

Hernando Tejada, quien era antes muralista, ha resuelto pasearse por temas más
fáciles con notorio éxito. La defensa de la alegría de vivir, así podría sintetizarse
su más reciente producción.

En el campo de la cerámica tenemos a Alberto Arboleda y a Beatriz Daza.

Entre los jóvenes deben mencionarse a Rendón y a Granada, a Carlos Rojas, al


expresionista Luciano Jaramillo, a los abstractos Alvaro Herrán, David Manzur y
Alberto Gutiérrez, a los escultores Francisco Cardona y Felisa Burztyn. Lucy
Tejada es también una artista de importancia. Rendón puede ser considerado
como el más logrado grabador del país; sus obras son cada vez más depuradas,
serias y aguerridas.

La novísima generación se está orientando por el camino peligroso del éxito fácil,
del arte de moda.

La literatura actual

Sólo me referiré a algunos casos.

El escritor joven más destacado es sin lugar a dudas Gabriel García Márquez. Con
él la épica nacional se ha colocado en un plano similar al que tuvo con La vorágine
y con los mejores cuentos de Carrasquilla.

Oscar Torres Duque 248


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Desde el punto de vista del contenido García Márquez nos ha dado un fiel reflejo
de lo que hoy es Colombia. Las tremendas contradicciones sociales no resueltas
condujeron al país a un impasse del que únicamente una violenta conmoción de
estructuras políticas y económicas, querida y comprendida por los necesitados,
puede sacarlo. El país se halla estancado por consecuencia de tal impasse. El
progreso que florece en uno u otro enclave capitalista no vencerá jamás el
exagerado ritmo de crecimiento de hombres y necesidades, el atraso campesino y
sus escuelas. Incluso cabría sostener que Colombia es en la actualidad menos
evolucionada globalmente que hace 30 años.

Estas circunstancias son el tema central de la obra de García Márquez, en El


coronel no tiene quien le escriba, una novela corta de primer orden. El
protagonista, despojo humano de una guerra civil, espera la carta que le
comunique que ya se le otorgó su pensión de retiro. La carta no vendrá y eso se
sabe con seguridad; pero el coronel la aguarda, porque esa carta es su vida. Y su
vida está paralizada porque sólo aguarda. Este círculo vicioso se alimenta de un
tensísimo ambiente social, donde las miasmas de la reciente violencia política se
filtran por todas partes. Donde la violencia es explotación económica y vehículo de
enriquecimiento: es decir, nuevos privilegios sobre los viejos privilegios. La
violencia, por otra parte, aparece acá desnuda como un puñal, sin color político. El
coronel no tiene quien le escriba es, estilística-mente, el mejor arte literario. La
ejemplar prosa de García Márquez es de una riqueza y un rigor incomparables.

Es bueno anotar el tino del autor al escoger el género más acorde con sus
intenciones y con los temas que trata: el de la novela corta. La existencia social en
Colombia ha sufrido un tal encogimiento y se ha petrificado hasta tal punto, que
todo es repetición, continuo retorno. La vida pierde abundancia y se ha vuelto
esquemática, casi muerta. Una novela de grandes proporciones no sea acaso
posible como caracterización de un país así, aun cuando pueda serlo de grupos o
sectores sociales un tanto localizados y periféricos. La novela corta y el cuento
parecen más propios para captar la esencia de una nación detenida y solidificada,
cuyas yertas estructuras caben en el espacio que les es inherente. Pero para que
el dibujo no sea anémico y pobre, se requiere un prosista de grandes dotes.

Entre la primera obra de García Márquez, La hojarasca, y las últimas, hay una
distancia innegable. La hojarasca se sirve de una técnica relatística inapropiada.
Allí el monólogo interior de los personajes centrales (entre ellos, el de un niño
pueblerino) trabaja por constituir el drama de la ruina de un individuo y de una
comunidad. Pero el monólogo interior se adapta al flujo vivo de la conciencia
personal y no a la realidad seca y adusta del estancamiento colombiano.

Entre los jóvenes autores de novela y cuento merecen destacarse Álvaro Cepeda
Samudio y Antonio Montaña. Este último es así mismo autor de teatro, con obras
del género del absurdo, como Trotalotodo, terca distorsión de la realidad en la que
ella aparece como algo sin cambios ni mutaciones, sin tiempo, casi sin espacio,
abrumada por el tedio. La mejor obra de la última generación es la de Fanny
Buitrago, El hostigante verano de los dioses.

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Enrique Buenaventura ha sobresalido como un buen autor teatral. Su A la diestra


de Dios Padre, basada en un cuento de Carrasquilla, es una crítica, muy irónica,
de la religión, de las costumbres religiosas y de sus flagrantes necedades. La
tragedia del rey Christopher, precisamente una tragedia histórica, nos pinta la
contradicción de las fuerzas burguesas de la América Latina recién liberada con la
aristocracia criolla y las grandes potencias capitalistas de la época. En su
Réquiem por el Padre Las Casas Buenaventura se aplica a un interesante
problema: cómo las buenas intenciones esconden, incluso a su pesar, terribles e
inexcusables realidades; cómo hay en la historia de la explotación del hombre por
el hombre una extraña burla que tergiversa los más nobles anhelos.

Los nadaístas

Los "nadaístas", como se bautizaron a sí mismos, son unos jóvenes promovidos


por la prensa de la gran burguesía, y de escaso valor artístico. En un comienzo su
ideología se definió por el rechazo airado a veces y a veces burlón de todo lo
consagrado. Dios y el Diablo, autoridad civil e Iglesia, justicia y maldad, etc. Pero
en verdad posaban de ser el Mal frente al Bien, fuese éste burgués o lo calificaran
de proletario, con el propósito de causar escándalo entre las buenas familias y
servir de pretexto para que muchos hombres honestos recuperaran su terrible
buena conciencia.

He aquí una muestra textual de sus "teorías", que podría causar risa si no se
manejaran temas tan decisivos e importantes: "Hemos añorado en calidad de
hombres libres [sic] el retorno implacable de la inquisición, de las persecuciones y
de las pestes mortíferas que han azotado a la Humanidad para que el espíritu sea
ungido por la sangre y los sufrimientos". Son estas palabras del pontífice del
grupo, Gonzalo Arango. ¿Y qué pestes mortíferas le gustan a Arango? Su gusto
es fuerte, porque a renglón seguido, con la locura más inconcebible, dice: "Hemos
identificado las profecías del Apocalipsis con la guerra atómica, y nos lamentamos
de la cobardía de nuestros jefes de estado. Somos partidarios de las guerras
termonucleares y de las armas radioactivas", etc. A veces Gonzalo Arango cambia
de posición y se vuelve partidario de los "grandes" valores burgueses, y proclama
entonces entre lloriqueos: "Hoy comparto mi vida con el dolor de los hombres, la
luz que cae del cielo", las avecillas del campo, etc., etc.

Otro nadaísta escribió un "poema" que en alguna de sus partes dice así: "yo/
tengo/ ombligo/ yo no creo que el ombligo/ tenga menos importancia/ que la
cabeza. la cabeza es velluda", etc. El autor, que seguramente tiene ombligo pero
no cabeza, se firma Amílkar U., y recogió en un título la mejor caracterización del
grupo: "Yo no era nadie: ahora soy nadaísta". Estas confesiones no son insólitas
en el frecuente strip tease moral del Nadaísmo.

Repitámoslo: el Nadaísmo es la otra cara del tradicionalismo burgués, una farsa


alimentada por las clases dominantes, por sus periódicos y por sus salones; es

Oscar Torres Duque 250


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una actitud de falsa rebeldía, que por desgracia ha confundido a mucha juventud
con inclinaciones avanzadas. El confundirla le conviene a esta misma burguesía.

Otras artes

En Colombia los diferentes grupos de teatro no logran funcionar regularmente, con


excepción de uno de ellos, el Teatro Escuela de Cali. Ello se debe al desinterés
permanente por parte del Estado respecto a la actividad teatral. Mucho de lo que
se hace es resultado del esfuerzo privado, y como tal expuesto a cualquier
eventualidad.

Bernardo Romero Lozano es el padre del teatro artístico en Colombia y el pionero


del radioteatro y del teleteatro.

El ya referido grupo de Cali, dirigido por Buenaventura y Pedro Martínez, es


ejemplar por su organización, tiene hoy una meritoria trayectoria, pero su nivel
estético es discutible. Los últimos montajes de Buenaventura han sido muy
censurados. Hizo irreconocible La casa de Bernarda Alba de Lorca, al volver —por
ejemplo— a María Josefa, personaje que en medio de la alienación la denuncia,
una cosa de circo, al melodramatizar la muerte de Adela, al haber hecho de la
pieza un conflicto psicologista entre Bernarda y sus hijas, y no el reflejo del
feudalismo en la fase de descomposición, y su impacto, diverso y heterogéneo, en
la conducta humana. La Celestina fue también deformada por Buenaventura. La
obra del bachiller Fernando de Rojas pareció en sus manos la tragedia de los
seres de selección, inocentes y puros, utilizados por la maldad para obtener de
ellos beneficios eco-nómicos. No es la tragicomedia, que exhibe a través del amor
de Calixto y Melibea toda la problemática de una época de transición, en la cual la
flor de la nobleza crecía en un muladar, en donde ricos y pobres eran cómplices,
sin que esa complicidad borre las distancias sociales.

Dos grupos en Bogotá concentran lo mejor de la actividad teatral: el Nuevo Teatro,


dirigido por Dina Moscovicci, que comenzó a funcionar en 1962, y el Teatro
Estudio, dirigido por Santiago García, el cual inició labores en 1963. García antes
hizo parte del grupo de la Universidad Nacional y bajo su dirección se montaron
obras de Chéjov y de Brecht.

Dina Moscovicci puso en escena el difícil y famoso Liliom de Molnar. Esta tragedia
del desadaptado y de su irremediable desgracia en un mundo que ni lo comprende
ni lo puede comprender, fue trabajada por Dina Moscovicci en el sentido de
despojarla de todo elemento adventicio y convertirla en una especie de biografía
típica del individuo moderno. La aventura de Liliom transcurre sin pausa, y como
en una curva inexorable, en medio de una estilizada escenografía, muy limpia, que
ayudó a darle la sobriedad necesaria para no caer en el melodrama.

García ha presentado dos obras como director del Teatro Estudio: El abanico de
Goldini y El triciclo de Arrabal. Dos universos diferentes. García, muy dentro de su
ya peculiar estilo, procuró hacer de los personajes seres eminentemente sociales,

Oscar Torres Duque 251


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reducirlos a sus auténticas proporciones y buscar sus problemas más al nivel de


sus relaciones objetivas que de la eventual imagen que de ellas pudieran hacerse
en su conciencia.

Un nuevo conjunto acaba de fundarse, el Teatro de Arte Popular, cuya pretensión


es la de educar a las masas a un plano rigurosamente artístico.

En la provincia funcionan varios grupos: el de Cúcuta, bajo el comando de Paco


Barrero y Germán Moure; el de Ibagué, orientado por Carlos Duplat; el de
Bucaramanga fue dirigido antes por Carlos José Reyes, quien ahora trabaja con el
T. A. P.

En cine, es obligatorio resaltar la labor de Jorge Pinto (dos cortometrajes


interesantes: Ella y Bellas artes), Francisco Norden (un cortometraje, bien
concebido y realizado, sobre las murallas de Cartagena), Julio Luzardo (Tiempo
de sequía y La sarda), y el productor Julio Roberto Peña (con su conocida película
Raíces de piedra) y Pepe Sánchez (Chichigua).

La fotografía es cultivada en nuestro medio por artistas de talento, cada uno con
su propia orientación: Hernán Díaz, quien desvía su formalismo hacia un territorio
densamente poético; Nereo, cuyo realismo escueto y vigoroso nos ha alcanzado a
mostrar rasgos típicos del pueblo colombiano; Guillermo Angulo, para quien la
materialidad de las cosas y los seres es también expresión. Angulo ha dirigido dos
cortometrajes (Pintura colombiana y Boyacá).

Arte y revolución

En Colombia es Marta Traba quien sostiene la tesis de que a un cambio de


estructuras sociales corresponden necesariamente formas artísticas reaccionarias.

Desconozco el material probatorio en que la sustenta y las razones científicas que


haya tenido para hacer una generalización tan rotunda como tajante, contra lo que
enseña la experiencia histórica e incluso contra lo que ella misma afirmó en su
mejor trabajo, el folleto intitulado El museo vacío.

La experiencia histórica bien demuestra que las grandes transformaciones


sociales, cuyos múltiples y generalizados efectos han empujado a la humanidad
por la ruta del progreso, sirvieron de abono a los mejores y más ricos entre los
frutos artísticos, los cuales cooperaron a dar a los hombres que en ellas
participaron, que las prepararon o que quisieron continuarlas, una conciencia más
sagaz y profunda sobre las implicaciones morales, intelectuales, sociales, en una
palabra humanas, de tan trascendentales sucesos. André Bonnard, en sus
hermosos trabajos sobre la Grecia democrática, nos indica cómo, impulsadas por
las fuerzas avanzadas de la época, surgieron las diferentes artes en un período
histórico relativamente corto. Sus análisis son concluyentes. ¿Qué fue el
Renacimiento, si no el producto de una burguesía ávida de gloria, lozana y
ansiosa de realizar la gesta a que la tenía destinada la historia? ¿Qué fue la

Oscar Torres Duque 252


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Ilustración sino la burguesía sabedora de su función histórica, tocando las


trompetas de sus ideas francamente revolucionarias, mientras caían los muros de
la ciudadela feudal? En su magnífico y fértil libro, El realismo ruso en la literatura
mundial, Lukács describe el proceso de gestación de los grandes genios eslavos
(Puschkin, Gogol, Dostoievski, Tolstoi, Gorki, etc.) y de sus creaciones, y se ve sin
ningún artificio que el papel jugado en dicho proceso por las grandes luchas
democráticas fue verdaderamente decisivo. Así pues, no puede afirmarse que un
gran cambio social deba conllevar un estancamiento o un retroceso en las formas
artísticas.

Marta Traba quizás se refirió a los impactos que en el arte han tenido las grandes
revoluciones del siglo XX. ¿Pero, por ejemplo, la Rusia soviética no produjo un
enorme despliegue artístico, dentro y fuera del país? ¿De dónde salieron
Maiakovski, Pudovkin y Eisenstein? ¿No es conocido por todos el saludable influjo
de la lucha del proletariado en artistas como Aragon, Paul Eluard, Picasso,
Thomas Mann, Brecht, Johannes R. Becher, O’Casey? Y si hubo estancamiento
en el arte soviético, o al menos en varias de sus manifestaciones, ello fue el
resultado no de la época de la Revolución, sino de la compleja problemática
posterior a ella, inherente a la construcción del socialismo en un solo país.

Un cambio radical en las estructuras sociales crea condiciones más favorables


para romper con las formas artísticas conservadoras o reaccionarias, ya que ellas
ante todo procuran estabilizar el viejo orden y de hecho, inclusive sin propósito,
conspiran contra las nuevas relaciones humanas. Pero la aparición del nuevo arte
no es automática; a la historia hay que darle un tiempo en estas materias para que
pueda efectuar su trabajo de lenta maduración, trabajo que inevitablemente está
cargado de contradicciones. Las transformaciones culturales obedecen a la
dinámica del desarrollo histórico general, pero dialéctica y no mecánicamente; por
lo menos ello implica que entre la base y la superestructura siempre se interponen
mediaciones, al menos en las sociedades diferenciadas que han sucedido a los
grupos colectivos y autárquicos de la era primitiva.

Por otro lado, Marta Traba, como lo decíamos, tampoco está de acuerdo con ella
misma:

Pero sí parece suficientemente claro —sostuvo en el trabajo ya citado— que la


sociedad en que le toca vivir al artista contemporáneo fue completamente
dislocada y cambiada por el maquinismo y si nadie puede dudar ya que el aspecto
exterior, las apariencias y los paisajes urbanos no son los mismos que antes del
maquinismo, resulta más difícil encarar y aceptar el cambio que paralelamente
debió producirse en el espíritu del hombre, obligado a vivir en medio tan diferente.

Cambio en el espíritu debido al maquinismo, como Marta Traba dice, o como


podría decirse, a la revolución industrial motivada por las grandes revoluciones
sociales (burguesas) de los siglos XVII, XVIII y XIX en Europa y en Norteamérica.
Y añade lo siguiente sobre las relaciones entre arte y revolución industrial, que
confirma que tampoco para ella necesariamente toda revolución es negativa para

Oscar Torres Duque 253


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las formas estéticas: "El artista moderno no ha interpretado, a la manera del


gótico, ni traducido según principios renacentistas, sino ha creado un lenguaje a
partir de la destrucción de las formas conocidas, que estuviera tan profundamente
modificado en su esencia y en su realidad externa como la sociedad maquinista".
Así pues, nos ha sorprendido que una persona tan perspicaz como Marta Traba
caiga en tan flagrantes incoherencias, borre con el codo lo que en un tiempo
escribió con la mano.

En nuestros días muchas teorías no han vacilado en reducir la significación del


arte con una definición muy recortada. Es común oír o leer de las corrientes
burguesas que el arte es únicamente expresión de la subjetividad o testimonio de
una realidad metafísica.

Freud y Rank sostenían lo siguiente: "El artista busca, en primer lugar, su propia
liberación y la consigue comunicando su obra a aquellos que sufren la
insatisfacción de iguales deseos". Uno de los principales estéticos dentro del
Psicoanálisis —Ernst Kris— desarrolla sus ideas en la misma dirección
expresivista y determina la relación entre artista, obra de arte y público en los
siguientes términos: "Como creador el artista controla el mundo. Con sus
imágenes ejerce un poder sobre la mente de su público y es admirado por sus
semejantes por esta extraordinaria aptitud [...]. El público se pone a sí mismo, al
menos por un momento, en el lugar del artista, se identifica inconscientemente con
él". La objeción que salta a la vista es decisiva: ¿el mero hecho de expresar el
subconsciente hace de una obra, obra de arte? ¿La literatura rosa, es arte? ¿El
cine comercial, es arte? ¿Los comics, son arte? Y nadie podría desconocer la
identificación que miles de hombres ignorantes o confundidos logran alcanzar con
este tipo de producción; como tampoco nadie podría negar que la literatura rosa,
el mal cine o las revistas pornográficas no sean una expresión —¡y qué
expresión!— de la subjetividad de sus autores.

Los expresionistas fueron muy dados a encontrar en la obra de arte el testimonio


de una realidad metafísica. Franz Marc sostenía: "La gran meta del arte es la de
disolver el sistema todo de nuestras impresiones particulares y mostrar el ser no
terrenal que habita tras de las cosas, quebrar el espejo de la vida [...]. No hay una
significación sociológica y fisiológica del arte. Su esencia es enteramente
metafísica". Aquí la realidad colectiva o personal desaparece y nos tropezamos
con una pseudorrealidad.

Ernest Bloch opone en su libro Espíritu de la Utopía un arte objetivo (Egipto,


Grecia, Renacimiento) al arte subjetivista, que se encuentra, aquí y allá a lo largo
de la historia, en las figuras totémicas o en el expresionismo alemán. La objeción
evidente, y que invalida su teoría, es si esta disociación entre lo real y lo expresivo
no presenta el carácter de esquemática, inhábil como instrumento de comprensión
y brutalmente antidialéctica.

Lucien Goldmann ha dado una variante sociologista de esta teoría de la expresión,


basado en la obra hegeliana de Lukács Historia y conciencia de clase. Para

Oscar Torres Duque 254


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Goldmann cada clase social posee una visión del mundo, coherente y cerrada, la
cual se manifiesta tanto a través de la filosofía como del arte. La nobleza de toga
con su visión trágica a cuestas se habría encontrado a sí misma en los
pensamientos de Pascal y en algunas piezas de Racine. La nobleza de corte
podría haber dicho su epicureísmo con Gassendi, "sobre el plan filosófico" o con
Molière, "sobre el plan literario". Estas identificaciones no sólo son abiertamente
forzadas, y a veces un poco extravagantes, sino que, de hecho, remiten la filosofía
y el arte al terreno del más estrecho subjetivismo de clase, quitándole fluidez y
espontaneidad al curso dialéctico del proceso social.

Marx y los marxistas no han pretendido nunca que todas las superestructuras
fueran simplemente expresiones de la clase sin ningún contenido objetivo. Según
una formulación ya clásica, el arte, como una de dichas superestructuras, tiene
como función el dar conciencia a los hombres, en un determinado momento, sobre
las condiciones en que se efectúa su trabajo y sobre la índole de éste, es decir,
sobre las relaciones que se establecen entre ellos para la producción y la
distribución de la riqueza social.

Una clase progresista, en su lucha por abolir relaciones ya superadas por la


historia, está en la imperiosa necesidad de reflejar adecuadamente, y en la medida
de sus posibilidades, el mundo real; por consiguiente, el contenido objetivo de toda
obra de arte es algo vital para las clases y grupos avanzados. En general ello es
así para toda actitud humanista. Cuanto más se profundice en la complejidad de la
naturaleza y de la sociedad, más rica y más alta será una obra de arte. El
realismo, pues, se encuentra en relación directa con el humanismo. Las
creaciones estéticas son impulsadas y fomentadas por los intereses de las clases
en pugna; lo cual es no negación de la objetividad, sino su condición. Conviene
agregar que, en el arte, a diferencia de la ciencia, la naturaleza no aparece como
naturaleza en sí, sino, para utilizar la idea de Marx, "como cuerpo no orgánico del
hombre". En el arte la nuda naturaleza es un mito; todo objeto natural existe en la
obra de arte (bodegones, paisajes, etc.) por relación a un gran problema moral o
simplemente humano. Así pues, antes de definir el arte como expresión, es
conveniente indicar que, junto con la ineludible función expresiva, que ante todo,
pero no únicamente, se refiere al hecho de que se engendra y brota en un hombre
concreto y singular, y por lo tanto lo dice y transparenta a él también, el arte es
reflejo de la realidad. Y el mejor arte es principalmente reflejo de la realidad. Esta
caracterización del arte no excluye sino incluye la expresión subjetiva individual o
de clase; pero, dialécticamente, esta expresión subjetiva es la resonancia interior
de lo exterior, el diálogo entre el hombre y los hombres, entre el hombre y la
naturaleza por él trabajada.

Este diálogo que se prosigue indefinidamente, según Goethe lo indicaba, se


edifica sobre una relación materialista primaria, como es el caso de todo
conocimiento: "¿Qué hay más importante que los temas y qué es la historia de la
estética sin ellos?".

Oscar Torres Duque 255


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El que el arte sea un reflejo de la realidad no nos está llevando a determinar


unívocamente el tipo de reflejo. No es el mismo reflejo el que puede percibirse en
uno u otro tipo de arte, en uno u otro género artístico. Así mismo el reflejo varía
según factores como el de la tradición o el mayor o menor influjo de las otras
superestructuras sobre el producto artístico.

Teóricamente el realismo clásico de la burguesía pasó por una serie de etapas, en


un desenvolvimiento hacia la cada vez mayor depuración. Para Cervantes, v. gr.,
el arte debía ser copia de la realidad; el Cura de Don Quijote, cristalizando las
avanzadas iniciativas del grande español universal, la unión entre el hombre y el
arte, afirmaba: "Porque habiendo de ser la comedia, según le parece a Tulio,
espejo de la vida humana, ejemplo de las costumbres e imagen de la verdad, las
que ahora se presentan son espejos de disparates, ejemplos de necedades e
imágenes de lascivia". Diderot le dio al arte la misión de imitar lo natural, el
sistema de relaciones material y objetivo: "Yo llamo bello fuera de mí todo lo que
contiene dentro de sí algo capaz de despertar en mi entendimiento la idea de
relaciones; y bello por relación a mí, todo lo que despierta esta idea". Lessing se
puso en guardia contra lo erróneo de las tesis de la copia y de la imitación, y quiso
darle al arte una perspectiva social que suscitase nuevas nociones sobre el
realismo. Todos estos planteamientos, con sus limitaciones o sus parcializaciones,
fueron catapultas contra las concepciones feudales, idealistas y semirreligiosas, y
ésta es su mayor significación histórica. No siempre, de seguro, los artistas los
aplicaron en su actividad estética; y ésta es una fructífera contradicción dialéctica,
entre la teoría y la praxis en el arte, bastante común a lo largo de los siglos.

Del famoso texto de Schiller Sobre la poesía ingenua y sentimental podemos


sacar algunos puntos de vista que bien nos permiten comprender lo que desde
hace cien años pasa en los territorios de la creación artística. Según él, el tipo de
artista ingenuo es aquel que se siente unido a la realidad, cuya existencia discurre
en la inmanencia; la antigüedad clásica es el universo por excelencia del artista
ingenuo. El sentimental, en cambio, no se siente unido pero se quiere unir a la
realidad, lucha por rescatar la inmanencia. Esta ruptura, producida por el
capitalismo, es el sello característico de todo arte moderno; es el individualismo.
Los grandes artistas clásicos de la burguesía se rebelaron, como el propio Schiller,
contra esta situación. He ahí el fundamento de su gran protesta humanista. Pero a
medida que se profundizaba la crisis del capitalismo, que la burguesía dejaba de
ser una clase progresista y en ascenso, se iba haciendo más frágil en la
conciencia de los hombres, y naturalmente en la de los artistas, la creencia en la
posibilidad de recuperar un equilibrio social duradero.

La reacción de los artistas no fue uniforme. Sus varias respuestas se desarrollaron


no en una línea recta sino por desfiladeros ricos en peripecias. Una, la del
conformista, quien hace la defensa de la inhumanidad del capitalismo, en su
tentativa puede llegar a formas extremas de descaro: el no arte o el antiarte del ya
mencionado "arte" rosa, de las superproducciones fílmicas, de la serie negra, etc.
Otra, la del inconformista que pone la realidad entre paréntesis, que no quiere
comprometerse con ella y se escapa a la torre de marfil, al arte por el arte. Y

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finalmente, la rebelión del realista crítico, quien no cae ni en la fuga ni en la


apología, quien, incluso en la utopía, no acepta que la continuidad del género
humano pueda ser detenida por el capitalismo.

¿Qué relaciones existen y podrían existir entre las dos últimas tendencias del arte
de nuestro tiempo? En este punto se ubica una de las más debatidas cuestiones
de la estética actual. Ante todo es indispensable señalar que el realismo, el de hoy
y el de mañana, no puede copiar un canon, ni seguir servilmente ningún modelo
del pasado. El producto realista, el que aprehende fiel y lúcidamente su hora y su
momento en términos universales, es el resultado de lo mejor de las tradiciones y
de lo nuevo. Su meta es la complejidad del mundo, la dialéctica de los seres; por
eso cuando, como en ciertas escuelas del arte contemporáneo, se identifica la
realidad con un aspecto o dimensión de ella (expresionismo: subjetividad
fetichizada; naturalismo: meras superficies y apariencias; surrealismo; lo onírico,
etc.) y se quiebra o se desglosa el complejo dialéctico, la producción artística
puede desvalorizarse o perder toda su calidad. Ahora bien, la realidad es variada y
contradictoria, no es idéntica a sí misma, es permanente innovación. Así el
creador tiene que esforzarse constantemente por dar las soluciones que faciliten la
aprehensión de los más dispares contenidos. Y ello sólo es posible a través de
nuevas formas. Tal ha sido, por lo demás, la práctica de los mejores artistas
humanistas del siglo XX. Baste recordar a Picasso, a Brecht, a Thomas Mann, a
Prokofiev, a Maiakovski. Ellos han utilizado técnicas y logros formales del llamado
arte de vanguardia y para lograr el reflejo de dimensiones más profundas de la
realidad. De este "arte moderno" Aragon dijo, y con razón, que algo quedaba. Y
algo ha quedado. La contradicción que él implica está siendo integrada y superada
en obras de primera magnitud. El teatro épico de Brecht (que es la Aufhebung del
teatro expresionista, de elementos del teatro tradicional de Oriente, de las distintas
formas de teatro épico que le antecedieron o le eran coetáneas, etc.) es una
brillantísima continuación y superación del teatro tradicional que rebasa sus
naturales y explicables "insuficiencias"; pero también es una respuesta al
antiteatro de un Beckett o un Ionesco. El universo religioso o metafísico del
antiteatro, con su linealidad y su innegable depuración, que recoge muchos
elementos del gusto contemporáneo, es roto por la visión decididamente
desmistificadora y objetiva de Brecht, sin perder ninguna de sus conquistas; más
aún: aportando nuevos ingredientes formales.

¿Responde el arte abstracto a las necesidades del nuevo realismo que el arte
colombiano hoy imperiosamente requiere? No responde, a nuestro modo de ver.
¿Pero sus influencias y su vigencia en el país pueden ser "suprimidas", la
inquietud que ha promovido en muchos artistas de talento abolida sin reemplazarla
por algo superior, y retrotrayendo el arte, por una prédica absurda, a niveles
anteriores ya desuetos? No. Los esfuerzos deben proyectarse hacia adelante,
apropiándose de lo que se ha creado en los momentos o épocas de crisis,
elaborándolo e integrándolo.

Ciertos marxistas defienden una idea asaz curiosa, al menos en su pluma: la de


que la oposición fundamental en el arte no es la oposición entre arte realista y arte

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subjetivista (expresionismo, surrealismo, especies varias del abstracto, etc.), sino


entre arte realista y arte irrealista. La alquimia de los conceptos convertiría la
piedra en oro, y ya se habla de un realismo abstracto para sorpresa y pasmo de
muchos. Con esa noción se canoniza este tipo de arte y se dificulta, de hecho, lo
que sería la gran tarea: integrarlo en formas superiores de arte auténticamente
realista.

Colombia necesita hoy de un gran cambio de estructuras y darle nuevo brillo a su


cultura, elevarla a un plano universal. De ahí que en la gran tarea humanista que
todos tenemos por delante cultura y revolución deban distinguirse pero no
separarse.

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Germán Colmenares

Germán Colmenares (Bogotá, 1938-Cali, 1990) fue uno de los iniciadores del
fenómeno disciplinario conocido como "Nueva historia", agenciado por un grupo
de historiadores jóvenes (en los años setentas) y bajo la orientación y el mensaje
crítico de Jaime Jaramillo Uribe; esto es, un grupo de historiadores que formula un
nuevo estilo y un nuevo método en el manejo de los datos y de los documentos
históricos, opuesto al academicista y patriotero que ya era tradicional en Colombia,
y que involucra el análisis socio-económico en la interpretación de los hechos.

Pero no hay que olvidar que la formación de base de Colmenares la constituyen el


Derecho y la Filosofía, y que sus intereses intelectuales se extienden más allá de
los parámetros disciplinarios de la nueva historiografía, aunque haya sido en este
campo en donde dejó su mejor fruto. Sus trabajos, pues, son de un gran rigor
investigativo, especialmente en lo que toca a la consulta de fuentes, pero sobre
todo de una notable agudeza interpretativa, unida a una insoslayable intención de
generar un discurso narrativo y descriptivo de mucha precisión y al mismo tiempo
de mucha legibilidad y plasticidad. Esta peculiar sensibilidad por el instrumento
lingüístico y discursivo del historiador lo llevó a atender con énfasis el tema de la
escritura historiográfica en América Latina, cuyo trabajo fundamental será Las
convenciones contra la cultura (1987), un ensayo de gran poder analítico y en el
que Colmenares explaya su talento en la comparación de documentos de
contextos diversos. Esa misma sensibilidad explica sus análisis y estudios de
obras literarias.

Reconocido trabajador de la investigación histórica, dejó su huella en varias


universidades colombianas y realizó posgrados e investigaciones (a veces en
calidad de profesor invitado) en universidades de Inglaterra, Estados Unidos y
Suramérica.

• Bibliografía ensayística:

— Partidos políticos y clases sociales en Colombia. Bogotá, Universidad de los


Andes, 1968. Consulte el libro en la Blaa virtual

— Fuentes coloniales para la historia del trabajo en Colombia. Bogotá Universidad


de los Andes, 1968.

— Haciendas de los jesuitas en el Nuevo Reino de Granada: siglo XVIII. Bogotá,


Antares-Tercer Mundo, 1969.

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— Encomienda y población en la provincia de Pamplona, 1549-1650. Bogotá,


Universidad de los Andes, 1969.

— La provincia de Tunja en el Nuevo Reino de Granada: ensayo de historia social,


1539-1800. Bogotá, Universidad de los Andes, 1970.

— Historia económica y social de Colombia, 1537-1719. Cali, Universidad del


Valle, 1973.

— Cali: terratenientes, mineros y comerciantes, siglo XVIII. Cali, Universidad del


Valle, 1975.

— La historiografía científica del siglo XX. Tunja, Ediciones Nuestra América,


1979.

— Ricardo Rendón: una fuente para la historia de la opinión pública. Bogotá,


Fondo Cultural Cafetero, 1984.

— Las convenciones contra la cultura. Bogotá, Tercer Mundo, 1987.

El ensayo "Gólgotas y draconianos" hace parte, capitularmente, de su primer y


clásico libro Partidos políticos y clases sociales en Colombia (1968).

Gólgotas y Draconianos

Por: Germán Colmenares

1. El tema de las generaciones

Hombres que nacieron casi todos —podemos atribuirlo a una coincidencia— en el


momento en que la estrella de Bolívar declinaba y se veía forzado a asumir la
dictadura para preservar su obra; que tuvieron por maestro a Ezequiel Rojas, el
doctrinario convencido de las teorías de Bentham, y por mentores a Florentino
González, uno de los conjurados del 25 de septiembre, y a Manuel Murillo, el
hombre más notable de la administración del 7 de marzo; que para expresar su fe
republicana no vacilaron en santificar la fecha de la conjuración y fundaron la

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Escuela Republicana un 25 de septiembre, sin dejar lugar a dudas sobre su


identificación con los tiranicidas, los gólgotas presentan una imagen demasiado
familiar que se transmite habitualmente entre los historiadores como un ejercicio
literario en el que deben abundar los adjetivos cargados de alusiones sicológicas.
Según esta imagen su destino hubiera podido ser el mismo del de algún personaje
muy conocido de Flaubert o de Stendhal, su pasión igualmente inútil que la de
Sorel o su frustración en 1848 muy parecida a la de algunos personajes de La
educación sentimental. Pero todavía no habían llegado a la Nueva Granada los
modelos literarios del desencanto y a todos los gólgotas los animaba una pasión
ingenuamente romántica, segura de sí misma porque se movían bajo los ojos
complacientes de una sociedad un poco paternal pero dentro de la cual gozaban
de todos los privilegios. Parece, pues, inútil repetir ese ejercicio tentador, a que
ellos mismos se entregaban, esforzándose por identificarlos con algún personaje
novelesco.

Más importante que su imagen literaria—que no carece de cierta virtualidad


explicativa— se impone la interpretación de su papel histórico, íntimamente
vinculado al ascenso de la clase comerciante. Si bien las reformas de 1850 y 1851
estaban inscritas en el programa del partido liberal en 1848, su realización sólo
podía confiarse a una legislatura completamente liberal puesto que en la existente
encontrarían los mismos obstáculos con que ya habían tropezado los proyectos
más audaces de Florentino González (reforma monetaria, supresión del diezmo)
durante la administración del general Mosquera. Defendiendo tales reformas en el
Congreso, y ganando de paso a su causa a hombres más maduros, irrumpe
entonces en la vida política de la Nueva Granada la generación gólgota, recién
salida de las universidades.

Pasaban por gólgotas Francisco Javier Zaldúa, Antonio María Pradilla, Januario
Salgar, Justo Arosemena, Ricardo Vanegas, José María Vergara Tenorio y
Victoriano de D. Paredes. Hombres mucho más maduros como Florentino
González, Murillo Toro y el general Herrera hacían alternativamente el papel de
mentores. Un draconiano en derrota después de 1854, Pedro Neira Acevedo,
refiriéndose a la juventud y a la inexperiencia de los nuevos legisladores, nos
transmite un testimonio elocuente del fenómeno gólgota, extraña mezcla de
vehemencia desorbitada y de cálculo interesado: según él, "una reunión de
hombres enteramente desprovistos de experiencia política, llenos de exaltación y
la mayor parte sin luces de ninguna especie absorbieron la representación
nacional; y como los legisladores no se improvisan ni basta el justo conocimiento
de los intereses privados para conducir bien los negocios públicos y facilitar la
marcha de la constitución, resultó de allí una asamblea llena de confusión y
tumulto".

La pintura, apasionada por lo demás, parece bastante exacta cuando se refiere al


conocimiento de los intereses privados. Este rasgo serviría muy bien, entre otros,
para caracterizar a los gólgotas frente a sus adversarios, los draconianos. El giro
especulativo y declamatorio que imprimieron los gólgotas a su intervención política
no puede atribuirse a cuenta de su mera ingenuidad, como tampoco sus

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manifestaciones perentorias y vehementes sobre la "fuerza de las ideas" se


reducen a un puro romanticismo. Todo esto embozaba una verdadera amenaza
para el que supiera interpretar su lenguaje a la luz de los hechos políticos.
Esgrimir hechos de contenido social y económico no se reducía a una vaga
filantropía puesto que con ello se buscaba deliberadamente la alianza —pasajera,
debe reconocerse— con clases "hasta ahora proscritas de la concurrencia al gran
mercado de las ideas y de la vida moral"4 . Con ello se postulaba un verdadero
interés de clase y se negaba la objetividad de estructuras sociales y económicas
que le oponían resistencia. Se esgrimía de paso la amenaza de los furores
populares si la ocasión llegaba a ser propicia. Nada más revelador en este sentido
que el estímulo proporcionado a las democráticas en las provincias del sur y su
represión final en Bogotá.

El golgotismo, al uncir a su cargo las reivindicaciones de otros sectores, alcanza


un grado más elevado de conciencia de clase. Los draconianos, revolucionarios
en 1840 contra un régimen conservador, llevan el lastre de su concepción
estrecha y burocrática del Estado. Ellos jamás podrían concebir, como Murillo
Toro6 que "las naciones, especialmente las de América, regidas por instituciones
republicanas, no se consideran sino como vastos talleres o compañías de
comercio, en que el gobierno es el encargado de la firma y gestión de los negocios
sobre los que gira toda la sociedad". Es una generación a la que se atribuye
cansancio y un deseo invencible de reposo. Los representantes de la nueva
generación la declaran en quiebra porque, según ellos, sus resortes morales están
agotados y son incapaces de aspirar el soplo renovador que se advierte por todas
partes: incapaces de asimilar las nuevas ideas o de tolerar el desquiciamiento
aparente y momentáneo de las clases sociales; incapaces de propiciar un orden
nuevo o de hallar un punto de reposo a la inestabilidad reinante: deberían
mostrarse razonables y retirarse a descansar.

2. La república civil y el soplo heroico

Cuando la Escuela Republicana avanzó principios que excedían el programa


inicial del liberalismo, éstos se convirtieron muy pronto en manzana de la discordia
entre las dos generaciones. Si con la supresión del ejército y la elección popular
de los gobernadores se quería sacudir toda tutela que aminorara el impulso
ascensional de una clase, los draconianos tenían que oponerse porque ellos
"estaban acostumbrados a ver en la organización militar la más segura garantía
del orden y el mejor apoyo a las nuevas instituciones". Obstáculo chocante: ¿quién
podía ignorar en esa época, "acunada por la ciencia", que el mejor Estado es
aquel que no gobierna? Sobre la naciente burguesía no se ejercía ninguna presión
ni existía una oposición organizada de clases que aminorara su influencia, a no
ser ese imprevisible Estado y ese aparato militar que no se amoldaban del todo a
sus exigencias. Los hechos, sin embargo, iban a desvirtuar la teoría. Mucho más
tarde, en efecto, en 1854, vamos a presenciar un acontecimiento que constituye
una paradoja: las masas populares, en las que los detractores del Estado y del
ejército confiaban para apoyarse, tampoco van a prestarse a los experimentos
"civilistas". Es un hecho que la guardia nacional (galicismo previsible), es decir, los

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artesanos organizados en milicias para substituir al ejército, constituyó el puntal


más firme del gobierno provisorio del general Melo. En cambio "los temidos
sayones de la espada", generales cuya carrera se había iniciado durante la época
de la independencia y que en rigor constituían ellos solos el ejército que se
atacaba, tales como Mosquera, López, Herrán, Herrera y Franco, permanecieron
fieles al lado de los notables del gobierno de Ibagué.

En los ataques de la juventud gólgota al ejército no se disimulaba el temor por el


caudillismo. En su espíritu, tan desorbitado y romántico por las luchas incruentas,
no asomaba siquiera la más leve nostalgia por una edad heroica. Hombres de
acción, no cultivaban la indecisa ensoñación de Julián Sorel. ¡Tal vez si todos los
hombres que se batieron en las guerras de la Independencia hubieran estado
muertos! Entonces su memoria habría significado un estímulo y habrían merecido
la reverencia. Pero no.

Estaban vivos y su influencia "se hace sentir fuertemente en nuestra sociedad".


Ellos, que habían estado "acostumbrados a imponer su yugo en la guerra de
independencia, a mandar despóticamente a nuestros pueblos y a marchar en una
carrera brillante de triunfos y de glorias", no han querido después "sujetarse al
régimen legal [ni] obedecer a los magistrados".

Ni una brizna de envidia por la gesta heroica y sí una prosaica adhesión a la


República Civil. Sin duda los gólgotas se reservaban lo mejor de la tarea puesto
que la revolución de la Independencia, al fin y al cabo, no había sido gran cosa
como revolución. Así por lo menos lo sugiere José María Samper, para quien la
emancipación había fundado una República "apoyada en los cimientos de un
trono".

Había pues que perfeccionar la obra. Nada más adecuado que suprimir el ejército,
esa institución que "es entre nosotros un contrasentido con la República, porque
[...] organiza una oligarquía vitalicia que tiene a sus órdenes una multitud armada y
obligada a obedecerle ciegamente".

Una crítica como ésta de Samper sólo era posible a raíz de una nueva actitud
hacia la independencia y de una revaloración del concepto de libertad. A la base
de estas nuevas ideas se encontraba la convicción de que la independencia no
había encontrado un eco entre las masas, lo que invalidaba sus resultados, y de
allí la necesidad de invitarlas a intervenir activamente en el proceso político.

Así lo reconoce, desde una posición oficial, Victoriano Paredes, para quien

...el absolutismo y las preocupaciones de todo género, procedentes del tiempo


colonial, habían echado profundas raíces en estas comarcas: la libertad y las
ideas luminosas que ella engendra y fomenta, no aparecieron sino a esfuerzos de
unos pocos patriotas, y tan aisladas y faltas de bases suficientes sobre que poder
reposar, que era menester buscar en las masas el apoyo necesario para hacer
triunfar definitivamente las innovaciones y corolarios inherentes a los nuevos

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principios proclamados; pero las masas, educadas en la ignorancia y la barbarie,


no los apoyaban con decisión porque no los comprendían. Así fue que hasta que
no empezaron a ilustrarse y a hacer las comparaciones a que las mismas
oscilaciones políticas han dado lugar, no empezaron a apercibirse de la excelencia
del nuevo sistema de gobierno y a cooperar con conocimiento de causa y con
enérgicos esfuerzos a la conquista de los derechos y la civilización emprendida
por los próceres de la independencia.

Al ejército se atribuían en gran parte las oscilaciones políticas puesto que se lo


identificaba como un agente de la reacción. Peor que esto, el ejército aparecía
como una supervivencia del régimen monárquico. No deja de parecer extraña una
idea parecida si se tiene en cuenta que nació de las guerras de Independencia, a
menos que se recuerden los proyectos monárquicos atribuidos a los partidarios de
Bolívar. Aún más, la expedición de Flores al Ecuador y su presunta connivencia
con el presidente Mosquera en 1846 despertaban la sospecha de que los
generales de la Independencia no eran ajenos a ambiciones un poco
extravagantes. Todavía vivos eran un positivo estorbo y no se apresuraban a
morirse para traspasar el umbral mítico de la historia y convertirse en ese cúmulo
de virtudes heroicas que son el patrimonio de los manuales escolares. Sobre todo
la virtud del desprendimiento: "...he visto —dice un corresponsal de La América —
que la mayor parte de los prohombres que proclamaron la independencia, no
tuvieron por objeto la libertad, cuyos bienes no conocían y cuyos resultados
temían; no tuvieron en cuenta sino la pura independencia, con el exclusivo objeto
de sustituir en el gobierno a los españoles; de manera que, puede decirse, no
tuvieron otro móvil que el deseo de mandar". Esta irreverencia premeditada no
constituía todavía ningún género de audacia. Desvelar los móviles demasiado
humanos de hombres que aún vivían era contribuir a corregir sus errores y de
ninguna manera atentar contra la solemnidad impotente de algún fetiche histórico.

Los ataques al ejército estaban, pues, dirigidos contra los hombres de la


Independencia que se habían permitido sobrevivir. Si se tiene en cuenta la
precariedad de los efectivos y su papel secundario, resulta que, en cierto modo,
esos hombres eran el ejército, es decir, el blanco de los ataques de la nueva
generación. Aquí se insinúa una duda sobre la exactitud de la valoración
tradicional del golpe de Estado del general Melo, a quien se identifica con el
ejército. En realidad, Melo no hubiera podido hacer nada sin el apoyo de los
artesanos. Es cierto que Melo había asumido activamente la defensa de los
intereses militares por medio de un periódico y que su carrera había comenzado
honora-blemente con servicios prestados a la causa de la independencia. Pero no
debe perderse de vista la totalidad del proceso que lo condujo a un golpe de
fuerza y que debe atribuirse, en gran parte, a los errores mismos de los
sostenedores de la República Civil.

Es bien sabido el papel que jugó en Francia la guardia nacional como sostenedora
de la burguesía durante la corta vida de la Segunda República proclamada en
1848. Frente a los ejércitos regulares de la monarquía —y de aquí viene la
confusión de Florentino González, para quien el ejército granadino es una

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supervivencia monárquica—, la burguesía había creado su propio ejército merced


a una alianza con las otras clases sociales, arrastradas por su impulso
revolucionario. En la Nueva Granada el remedo tuvo sus tropiezos. Suprimido
prácticamente el ejército, los comerciantes se apresuraron a armar a sus
presuntos sostenedores, los artesanos, a quienes creían haber inflamado lo
suficiente con el credo democrático. A las levas rurales las sustituyó la
organización de las masas urbanas de artesanos, cuyo adoctrinamiento se había
llevado a cabo en las Sociedades Democráticas, creando así un cuerpo armado
del que suponían la adhesión. Extraño error que habría que atribuir a la débil
forma de conciencia burguesa, como débiles eran sus cimientos puesto que
constituía apenas una proyección europea, lo que dio lugar a una permanente
comedia de las equivocaciones.

3. Memorables sesiones en que se debatieron la lógica y los principios

Los legisladores de 1850 se apresuraron a publicar para la posteridad un Diario de


Debates que registra en detalle las controversias entre gólgotas y draconianos.
Según Nieto Arteta, esta escisión del partido liberal tuvo su origen en una pugna
entre comerciantes y manufactureros. Este esquema parece demasiado
simplificado y sólo puede sostenerse de una manera muy general, es decir, sin
insistir demasiado en la identidad, en cuanto hace coincidir los intereses
manufactureros con las actuaciones de los draconianos. Las relaciones de un
grupo político con un sector económico suelen en efecto ser más complejas que
las señaladas por una simple coincidencia o identificación y por eso sólo es
legítimo hablar de las tendencias de un grupo político que por otra parte puede
actuar de una manera no realista frente a las condiciones económicas, o favorecer
a un sector económico por razones no económicas.

En este sentido puede decirse que los draconianos, que representaban los
aspectos tradicionales del liberalismo, actuaban frente a los gólgotas por razones
de carácter político y pretendían mantener una actividad económica tradicional
que ya había entrado en plena decadencia o se apoyaban simplemente en los
artesanos, cuyos intereses se veían amenazados por ciertas medidas que tendían
a favorecer a los comerciantes. Puede concluirse, no sin razón, que la defensa de
los artesanos no significaba en modo alguno un interés concreto de conservar
ciertas formas de producción o de preservar una manufactura nacional contra la
amenaza de la competencia de artículos extranjeros, sino más bien que los
draconianos confiaban en la fuerza política de un sector social o temían desafiarla.

Como tendencia tradicionalista los draconianos confinaban la acción del partido,


una vez en el poder, a la función meramente burocrática a la que puede aspirar un
político, y este límite había quedado trazado por su presunto fundador, el general
Santander. La fidelidad a las pautas del general se pone de manifiesto una vez
más en esta controversia entre comerciantes y protectores de los artesanos. Pues
ya el general escribía desde Nueva York a su amigo Vicente Azuero el 19 de
enero de 1832:

Oscar Torres Duque 265


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...la ley de aduana es vital en el estado de penuria en que quedó el país. Por Dios,
abandonen la teoría del comercio libre, quiero decir, de que todos los productos y
manufacturas extranjeras deben ser introducidos sin restricciones ni recargos de
derechos. La práctica de todas las naciones maestras en comercio está en
oposición a tales teorías [...] protejan, pues, nuestras miserables fábricas y artes,
no excluyendo absolutamente sino poniendo restricciones a los artefactos y
productos extranjeros que nosotros también producimos o podemos a poca costa
producir.

En las sesiones de la Cámara —en 1850— se debatían dos cuestiones que


muestran por un lado hasta qué punto predominaban los intereses de la clase
comerciante y por otro ilustran suficientemente el antagonismo señalado entre
gólgotas y draconianos.

La primera se refería a un proyecto sometido a consideración del Congreso por el


secretario de Hacienda Murillo Toro y que estaba destinado a combatir el
contrabando. Se calculaba que la renta de aduanas debía producir dos millones de
pesos, cuando de hecho producía apenas setecientos mil. La actividad de los
contrabandistas era evidente y la enorme diferencia bastaba para justificar la
sospecha de que ella cobijaba gran parte del comercio. Murillo, ante la oposición
enconada que encontró el proyecto, llegó a afirmar que hasta en la Cámara de
Representantes encontraban un asiento los contrabandistas.

La oposición de los interesados, y aun de aquellos que nada tenían que ver con el
comercio, se apoyaba en consideraciones muy particulares, pues derivaban del
conocimiento minucioso de las condiciones relativas a las mercancías que debían
ser transportadas desde la Costa. El secretario de Hacienda pretendía que cada
bulto proveniente del exterior fuera examinado por los funcionarios de aduana.
Una precaución excesiva, se le objetaba, si se tenía en cuenta el volumen del
comercio de importación frente a la exigüidad de los empleados dignos de
confianza a los que se asignaba la tarea.

La lectura de los debates deja una impresión bastante curiosa, la de la


imposibilidad absoluta en que se encontraba el Estado para reprimir el
contrabando. Cualquier medida resultaba impracticable o se consideraba lesiva en
sumo grado a los intereses de los comerciantes. Sin tener en cuenta, claro, el
escepticismo sobre la probidad de los funcionarios de la aduana, ya que se
admitía casi como un axioma que el contrabando más importante se llevaba a
cabo con la complicidad de tales funcionarios.

Todos estaban de acuerdo en evitar cualquier perjuicio a los comerciantes. Con


ese objeto se aducían toda clase de argumentos: los que se fundaban en la simple
lógica como los que recurrían al descrédito de la administración o a la solidaridad
con los intereses de una clase. Para los representantes era evidente la oposición
entre los intereses del fisco y los del comercio y la prelación de éstos, aun si
tenían que someterse a la eventualidad de un riesgo y no a un perjuicio actual y

Oscar Torres Duque 266


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previsible. No había pues la posibilidad de una opción: debía evitarse el riesgo a


toda costa.

No se mencionaba en ningún momento la preferencia deliberada o la protección


acordada a una clase social sin consideración a las demás. Parecía no percibirse
la peculiaridad del comerciante sino que se confundían sus intereses con el interés
social y sus conveniencias con la conveniencia general. El comercio constituía, por
decirlo así, la actividad social por excelencia. Se juzgaba que el comercio poseía
una calidad de la que carecían otras actividades y que consistía en cobijar la
totalidad de los intereses sociales. La figura del comerciante como miembro de
una clase desaparecía (o se escamoteaba) para dejar en su lugar la entidad social
entera que reclamaba garantías en calidad de consumidora. Lo que no ocurría
jamás cuando las discusiones versaban sobre la protección que debía acordarse a
los agricultores o a los artesanos. Entonces sí saltaba a la vista la particularidad
social propia a esas actividades y la inconveniencia teórica de rodearlas de
privilegios a que ningún otro granadino tendría acceso.

Recordar este curioso debate puede servir de introducción para analizar uno
mucho más importante, en el que ya no estaba en juego la lógica sino los
principios (la lógica de la ciencia y los principios alternaban de una manera
habitual, según el estado de ánimo de los ciudadanos diputados a la Cámara en
1850).

Los artesanos de Bogotá y Cartagena habían hecho una representación por la


cual solicitaban al Congreso que se elevaran los derechos de importación a las
mercancías introducidas en el país. El 8 de mayo, sometido a primer debate, la
Cámara negó el proyecto. El diputado J. J. Nieto pidió que se reconsiderara esta
decisión con el argumento, no muy entusiasta, de que "la práctica no está siempre
de acuerdo con los principios". Se refirió enseguida al principio del librecambio,
cuya infalibilidad nadie en el recinto de la Cámara hubiera osado poner en duda,
pues hacerlo hubiera significado casi una deserción de las banderas liberales,
según le constaba al expositor.

Con todo, J. J. Nieto pudo insinuar que la práctica inglesa era diferente y que los
ingleses protegían a los artesanos y fabricantes de su país. Parecería entonces,
como si "todos esos bellos pensamientos que nos mandan de Europa son para
que se practiquen aquí pero no para que se ejecuten allá". Esta maliciosa
observación se vio rechazada en el debate por Manuel M. Mallarino, casi con
indignación: "...se me dirá que esos principios son buenos en unos casos y no en
otros; pues yo rechazo desde ahora y para siempre, rechazo absolutamente la
diversidad de climas y de latitudes para los principios de la ciencia, para las
verdades eternas que son iguales en todas partes".

La vehemencia de una fe parecida señala una de las actitudes típicas de la nueva


generación. La afirmación incondicionada tendía a una coherencia puramente
subjetiva y a evitar contradicciones consigo misma, aunque chocara con el medio.
Tales actitudes reflejan el impulso ascendente de una clase cuyas afirmaciones se

Oscar Torres Duque 267


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referían exclusivamente a su propio interés. Los demás intereses sociales debían


plegarse a exigencias teóricas cuya validez aparecía como absoluta. Lo objetivo
exterior sólo podía tener realidad y oponer su pesantez a conciencias más
maduras.

En el caso de un draconiano típico, por ejemplo, la adhesión a los principios y la


comprobación empírica generaban un conflicto que el sentido común podía
resolver. Así, Lorenzo María Lleras, como liberal, era seguramente partidario de
los principios de Say, de Bastiat y de Cobden. Sí admitía que tales principios
podían convencerlo, no pretendía en cambio elevarlos al rango de axiomas: "...yo
me he puesto a examinar la cuestión, luchando por una parte los principios
económicos, por otra la compasión de mis compañeros artesanos". Puede
expresarse una duda razonable sobre la sinceridad de este sentimiento de
compasión pero no sobre su oportunidad política. Los draconianos sabían con
certeza que la suerte de los artesanos dependía del proteccionismo aduanero.
Sobre ellos pesaba una amenaza de pauperismo y podía argüirse que su
realización sólo serviría para restringir el mercado mismo de artefactos
extranjeros. Pero esta prevención aparentemente justa no bastaba para hacer
desistir a los comerciantes de sus pretensiones puesto que nadie ignoraba que los
géneros importados estaban destinados al consumo casi exclusivo de las clases
altas de la sociedad.

Hay un matiz diferente en todos los argumentos aducidos que sería muy útil poder
reproducir a cabalidad. Se trataba, casi, de una representación teatral. Las barras
se hallaban atestadas de artesanos que expresaban su aprobación o su repulsa y
frente a tales manifestaciones resultaba difícil reprimir las buenas intenciones. El
diputado Manrique, por ejemplo, es aplaudido cuando expresa el punto de vista de
los artesanos con suficiente nitidez: "...¿qué es lo que se sanciona entre nosotros?
La tiranía en contra del pobre, el favoritismo en favor del rico: esto es lo que está
entronizado en esta tierra".

Contra la exaltación teorizante se traían argumentos destinados a desprestigiar las


teorías: "Ya se ha acusado a los economistas europeos —declara A. Acevedo—
de haber sido pagados por los gobiernos de sus naciones para generalizar ciertos
principios en América, para abrir por todas partes nuestros puertos al torrente, a la
inundación de productos extranjeros; ya se los ha acusado y la prueba de que
aquello es cierto, es que allí los gobiernos obran de distinta manera". Y al lado de
las teorías se pone de relieve la ingenuidad de los teorizantes:

...disculpo, pues, el acaloramiento con que algunos jóvenes abrazan y sostienen


las luminosas ideas de los economistas modernos [...] veinte años hace que yo
dejé esos estudios y me consagré a los negocios públicos. Veinte años de
experiencia y de reflexión han venido a persuadirme de que no es todo oro lo que
reluce, y de que es necesario hacer abstracción de los principios escritos cuando
ellos no son aplicables, cuando las circunstancias dificultan su adopción.

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Pero un proyecto destinado a "proteger a una clase de nuestra sociedad que


carece hoy de estímulos y de día en día va siendo más miserable y desgraciada",
los artesanos, debía encontrar todavía otro tipo de oposición que no se
conformaba a las teorías económicas sino a la suspicacia política. Juan N. Neira
declaraba el proyecto "un mal en el fondo", pues se trataba de una maquinación
socialista. Según él, el socialismo pretendía "dar la ley al capitalista y al
consumidor por medio de una estrecha asociación de obreros". N. Neira podía
inferir de allí que no otra cosa perseguía un proyecto encaminado a gravar
solamente a los ricos pues eran ellos los únicos consumidores de artículos
importados.

4. Reflexiones

Otro rasgo que caracterizaba la controversia era la actitud de las dos fracciones
del liberalismo respecto a las relaciones con el exterior. Pedro Neira Acevedo, un
draconiano, pensaba que la ayuda financiera de los ingleses durante las guerras
de la independencia había dado como resultado que la Gran Bretaña se apoderara
de nuestro naciente e insignificante comercio. Los capitales nacionales se habían
visto devorados por la ambición del imperio sin reportar ventaja alguna para el
país: a cambio de oro y plata los ingleses se habrían limitado a remitir géneros que
sólo servían para fomentar el lujo, sin que por otra parte se hubiera fundado un
solo establecimiento industrial. Según él, "hay comercio libre para acabar de
arruinar con artículos de un lujo costoso y de primera necesidad que echan por
tierra (siendo más baratos) los de nuestras nacientes fábricas".

Algunos investigadores en nuestros días han tomado literalmente este argumento


(y los de Lorenzo María Lleras y A. Acevedo que se reproducen más arriba) para
enjuiciar los puntos de vista, decididamente librecambistas, de los gólgotas. El
juicio resulta parcial si se considera que el argumento proviene del sector
draconiano y que la actuación de los gólgotas debe examinarse al menos dentro
de su contexto histórico. Pues no hay duda de que ese contexto es muy diferente
a aquel en que nos movemos hoy.

Si en la actualidad quisiéramos resucitar la controversia que opuso en este punto


a gólgotas y draconianos, no representaría una gran agudeza rebatir los
argumentos que sostenían el libre cambio. Actuaríamos sobre la base de una
experiencia y a la mera construcción teórica podrían oponerse hechos cuya
consistencia ha tenido tiempo para desarrollarse desde entonces.

Un juicio francamente adverso esgrimido ahora contra el librecambio equivale a


reprochar a los comerciantes el atenerse a sus propios intereses de clase y, en el
fondo, a no ser otra cosa que comerciantes. Si se menciona debe hacerse valer
como un punto de vista draconiano, es decir, como uno de los extremos de una
controversia histórica. No puede asumirse en cambio criterio de valoración
histórica a menos que se pretenda prolongar esa controversia al mismo nivel en
que se planteaba para los hombres de la época con el propósito, confesado o no,
de deducir responsabilidades partidistas. Y si esto fuera posible no estaríamos

Oscar Torres Duque 269


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intentando una aproximación histórica sino elaborando un manifiesto político, en el


que se introduciría el recuento de las distintas fases de un problema todavía
actual.

Si bien es cierto que la ausencia de proteccionismo significaba la ruina para


muchos artesanos, aquella era por otra parte la condición requerida para
configurar una burguesía de comerciantes que sólo podía disponer, como en las
primeras etapas del capitalismo, de capital mercantil y aun apelando a cierto tipo
de producción agraria. No se requiere una inclinación particular por la apología
para reconocer el papel histórico jugado por una clase social, en este caso la
naciente burguesía colombiana, que en un momento determinado postulaba su
acción y sus intereses con un carácter de universalidad.

Es cierto que con ello se prescinde del examen (que sería en todo caso hipotético)
de otros intereses sociales. Se descarta por ejemplo la eventualidad de que los
artesanos granadinos hubieran asumido el papel directivo que desempeñaron los
comerciantes. Pues desde un punto de vista opuesto quiere imaginarse que en
este caso improbable el país habría entrado por las vías de la industrialización,
reduciendo el problema a los términos de una preocupación puramente
contemporánea. Un proceso de industrialización resulta sin embargo demasiado
complejo para contemplar su posibilidad (en el pasado) en términos de una simple
evolución del trabajo artesanal. Aun si suponemos la existencia de talleres
diseminados no podemos atribuirles la virtualidad de transformarse en
establecimientos industriales. Los problemas que implica la acumulación de capital
y la acción clasista que favorece la industrialización eliminan la posibilidad de una
evolución parecida.

Antes de 1850 podía pensarse seriamente en el valor de los estímulos


encaminados a proteger el trabajo de los artesanos porque la expansión industrial
europea no había alcanzado el extremo de abolir el artesanado en la misma
Europa. Entonces era todavía posible concebir el problema de la producción
refiriéndose a artefactos manufacturados, salidos de un taller artesanal. La
competencia con Europa residía en la habilidad, o la mera técnica artesanal, y se
contaba para hacerla posible con la industriosidad de los habitantes, es decir, su
interés para aprender nuevas técnicas que obedecían a tradiciones europeas y
que los granadinos envidiaban y hubieran querido igualar. Son muy frecuentes los
testimonios de esa índole y las quejas sobre las deficiencias del trabajo artesanal
en la Nueva Granada. Pero una previsión de lo que significaba la revolución
industrial estaba muy lejos del ánimo de los hombres de la época.

Excepcionalmente, y colocado desde un punto de vista europeo, Florentino


González comprendió los efectos políticos del capital financiero. Pero la idea más
generalizada sostenía que nuestra economía de subsistencia representaba una
ventaja evidente ante el espectáculo de una Europa amenazada por el hambre y la
miseria más espantosas.

Oscar Torres Duque 270


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Nuestro aislamiento nos preservaba de los efectos de las crisis periódicas del
capitalismo en desarrollo y los únicos que podían tener una experiencia directa de
este fenómeno eran los comerciantes, sometidos como estaban a las restricciones
del crédito internacional para sus operaciones cuando una crisis se presentaba.

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Gonzalo Sánchez Gómez

La violencia y la supresión de la política

Gonzalo Sánchez Gómez (nacido en El Líbano, Tolima, en 1945) continúa la


tradición de importantes intelectuales de orientación socialista, formados en las
ciencias jurídicas y la filosofía en la Universidad Nacional, armas que han puesto
al servicio de los estudios de la historia de Colombia. En el caso de Sánchez, de la
historia del siglo XX, focalizada en sus movimientos populares y en sus relaciones
con el universo de la política.

Sánchez se ha convertido en uno de los más novedosos y serios investigadores


de la parcela temática conocida como "violentología", un tema que parecía estar
agotándose en manos del mamertismo y los delirios acusatorios de algunos
satélites anónimos de una izquierda militante. Su trabajo, estrictamente
ensayístico, se caracteriza por la lucidez y su gran capacidad para establecer
matices y puntualizar conceptos, labor tan importante en un área en la que se
trasiega con tantos vocablos ambiguos pero que tienden a convertirse en dogmas.
Por supuesto que también ha recurrido a un trabajo de campo básico (entrevistas,
estadísticas, testimonios) pero su virtud radica en el enfoque —muy personal—
con que envuelve e interpreta todos esos datos, y en la manera compleja como se
explica los fenómenos sociales.

Sánchez realizó estudios de posgrado en Essex (Inglaterra) y ha sido profesor


invitado en Duke University, en la École des Hautes Études de París y en The
University of Texas at Austin; igualmente se ha desempeñado como director del
Departamento de Historia y del Instituto de Estudios Políticos y Relaciones
Internacionales de la Universidad Nacional de Colombia.

El ensayo que he seleccionado pertenece al libro Guerra y política en la sociedad


colombiana (1991), tal vez su libro ensayístico más importante.

• Bibliografía ensayística:

— Bandoleros, gamonales y campesinos: el caso de la violencia en Colombia.


Bogotá, El Áncora, 1983. Coautor con Donny Meertens.

— Los días de la revolución: gaitanismo y 9 de abril en provincia. Bogotá, Centro


Cultural Jorge Eliécer Gaitán, 1983.

— Ensayos de historia social y política del siglo XX. Bogotá, El Áncora, 1984.
Incluye tres ensayos publicados anteriormente: "Los bolcheviques del Líbano",
"Bandoleros, gamonales y campesinos" y "Raíces históricas de la Amnistía".

— Guerra y política en la sociedad colombiana. Bogotá, El Áncora, 1991.

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La Violencia y la Supresión de la Política

Gonzalo Sánchez Gómez

La Violencia del período "clásico" (1945-65), representada por los artistas de la


época como un monstruo de mil cabezas, es muchas cosas a la vez: es guerra
entre las clases dominantes y en cuanto tal una versión tardía de las guerras
civiles decimonónicas, pero es también guerra entre las clases dominantes y el
movimiento popular, e incluso hay ciertos períodos y regiones en los cuales
parece estar dominada por expresiones residuales próximas al vandalismo y al
banditismo, cuyos blancos y víctimas difícilmente se pueden adscribir a unos
sectores sociales o partidistas con exclusión de otros. Voy a proponer entonces
una síntesis a la vez descriptiva e interpretativa que nos permita caracterizar el
período. Lo haré a partir del seguimiento de tres componentes que considero
básicos: el terror, la resistencia y la resultante conmoción social. Los voy a
representar como tres cortes sucesivos de la trama histórica (a semejanza de lo
que hizo Braudel en su estudio del Mediterráneo) y los voy a ordenar en una
secuencia que va gradualmente de lo más visible a lo menos visible o invisible.

La Violencia como terror concentrado

Ningún estudio serio puede olvidar u omitir una reflexión sobre esta dimensión de
la Violencia, que por algo fue la que dejó el más duradero impacto en la memoria
colectiva de los colombianos. Esta dimensión de la Violencia es la asociada
primordialmente al sectarismo, a la dimensión político-partidista de la Violencia,
que parecería constituirse al margen de lo social pero que en realidad va más allá:
ha invadido todo lo social y es la que, de hecho, impone su dinámica peculiar al
conjunto. La Violencia es de alguna manera terror concentrado.

Ahora bien, para que se aclare el alcance de nuestro enunciado según el cual este
terror concentrado es la supresión de la política, es imperioso recordar el carácter
último de nuestros partidos históricos y de su enfrentamiento. Se trata, en efecto,
de partidos que responden ante todo a la dinámica de las solidaridades
comunitarias, es decir, que pertenecen propiamente hablando al orden de lo
arcaico y prepolítico y que —como lo han señalado Malcolm Deas y David
Bushnell— llegaron a las gentes y a las localidades antes que el Estado o el
sentido de nación 1 .

El mundo de los copartidarios es anterior al mundo de los ciudadanos. Al contrario


también de la evolución europea, en donde la instauración de la política y la
emergencia de los partidos son apreciadas como una cualificación de lo social, en
Colombia nos hallamos frente a una politización pre-social. Más aún, desde el
punto de vista de cualquier discurso alternativo, la contaminación político-partidista
de estirpe liberal-conservadora está inevitablemente asociada a la desagregación,
desorganización, desarticulación de lo social. Se la considera simplemente como
un obstáculo a la constitución de sujetos sociales y de actores políticos

Oscar Torres Duque 273


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autónomos. Aquí radica la ambivalencia originaria de la política en Colombia. Muy


lejos, por ejemplo, de la Francia republicana, estudiada por Maurice Agulhon, en
donde las pasiones políticas no sólo tenían color sino que de manera inequívoca
rojo era obrero y blanco era patrón 2 . Se entenderá entonces por qué podemos
plantear que en Colombia, por el contrario —y de manera paradójica—, cuanto
más se acentúa el contenido partidista de las oposiciones tanto más se despoja a
éstas de su potencial político.

Llevando a su límite la paradoja habría que concluir que la politización partidista


(liberal-conservadora) es una politización despolitizada. Pues bien, el terror de los
años cincuentas no hace sino exacerbar ese sentido de la politización-
despolitización, que no crea actores sino adeptos.

Múltiples son los procesos que con posterioridad al asesinato de Gaitán se


inscriben en la lógica de aniquilación de lo social y supresión de lo político. Tres de
ellos, por lo menos, son indescartables: el primero es el desmantelamiento "a
sangre y fuego" de la rebelión de abril, que se había convertido en una verdadera
pesadilla, tanto más inquietante cuanto que se había traducido en probados actos
de desborde de los cauces bipartidistas; el segundo es el conjunto de dispositivos
ideológicos, legales y de coerción encaminados a desalentar o sofocar no sólo las
organizaciones obreras más ajenas a la lógica patronal sino en general todo
vestigio de protesta cívica o social; y el tercero es, por supuesto, la generalización
de la represión en la remota provincia, que adquiere visos de cruzada de
exterminio contra el gaitanismo y demás variantes de la izquierda política primero,
antes de extenderse a todo el partido liberal después.

Desde esta dimensión de la Violencia, el espacio que ocupan los conflictos es


definido no en términos de oposición, contradicción o antagonismo sino de
persecución y de diáspora, de huida en múltiples direcciones: del campo a la
ciudad, del poblado a la metrópoli, de la zona central del país a las lejanas tierras
de colo-nización, de Colombia a las naciones vecinas. Para subrayar la relación de
continuidad entre todas estas formas de destierro inte-rior y exterior, se las
cobijaba con un término común: el exilio 3 .

En una sociedad en donde los contendores políticos y sociales no pueden ser


pensados en términos de rivalidad sino de desviación de una verdad o creencia
originaria —de ortodoxia y herejía, como en las guerras de religión—, la
regeneración social y política no puede lograrse sino por medio de la proscripción
o el aniquilamiento de quienes, según los parámetros histórico-culturales
dominantes, se encuentran en estado de transgresión. A este tipo de
representaciones de la sociedad se aproximaba la Colombia de los años
cincuentas. Desde el poder se urdían verdaderas estrategias de homogenización
dentro de las cuales la guerra y la política no podían pensarse simplemente en
términos de victoria sobre el enemigo sino de eliminación física del mismo. La
diferencia se había hecho incompatible con el orden.

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No se trataba, en efecto, del terror como una práctica ocasional, sino de algo más
estructurado, de una verdadera política que incluía aspectos tan diferenciables
como los siguientes:

— Hay una estrategia y una programación del terror cuyo objetivo se encuentra
sintetizado en una patética frase, repetida sin descanso por Laureano Gómez
antes de acceder a la presidencia: "Hay un millón ochocientas mil cédulas falsas".
La frase equivalía a despojar de la ciudadanía al partido mayoritario
del país.

— Hay unos agentes del terror, a menudo policías, patrullas del ejército o fuerzas
combinadas que se dedican a asolar pueblos inermes.

— Hay unas organizaciones del terror, constituidas por bandas de fanáticos que
ejecutan la muerte por encargo: los tenebrosos "pájaros". Actúan éstos a sueldo
de políticos, terratenientes y comerciantes, o por cuenta propia, pero en todo caso
con la tolerancia o complicidad de las autoridades y la impotencia de las víctimas
desprotegidas. En el relato ya clásico de Gustavo Álvarez Gardeazábal 4 , todos
los dirigentes políticos de una localidad, públicamente notificados de su muerte
próxima por los secuaces de "El Cóndor", caen acribillados uno a uno y en orden
preestablecido sin que haya poder que se movilice para evitarlo.

— Hay unos rituales del terror, una liturgia y una solemnización de la muerte, que
implican un aprendizaje de las artes de hacer sufrir. No sólo se mata sino que el
cómo se mata obedece también a una lógica siniestra, a un cálculo del dolor y del
terror. El despojo, la mutilación y la profanación de los cuerpos son una
prolongación de la empresa de conquista, pillaje y devastación del territorio
enemigo. Los cuerpos mutilados, desollados o incinerados parecerían inscribirse
en el orden mental de la tierra arrasada. Hay un despliegue ceremonial del
suplicio, expresado a veces en actos de estudiada perversión como el
cercenamiento de la lengua (la palabra del otro), la eventración de mujeres
embarazadas (eliminación de la posibilidad de reproducción física del otro), la
crucifixión, la castración y muchos otros, dirigidos no sólo a eliminar a los
doscientos mil muertos o más del período sino, adicionalmente, a dejar una marca
indeleble en los millones de colombianos que quedaban. También importa
entonces saber cómo se transmite el mensaje de intimidación y cómo se disponen
los elementos del mensaje, cómo se construye el escenario del terror: si los
muertos se dejan amontonados o esparcidos en toda una vereda, por ejemplo. A
veces el mensaje es eficaz porque choca a primera vista; otras logra su eficacia en
la medida en que resulta indescifrable. El escenario del terror debe ser, por otra
parte, visible. Por eso hay ciertas preferencias espaciales: el cruce de caminos, el
paso de los ríos, los montículos reconocidos en la región o el vecindario. El dolor
en estas circunstancias no puede ser íntimo; tiene que ser aleccionador 5 .

— Hay unos instrumentos del terror. No impactan de igual manera los muertos a
bala que los que lo han sido a machete, ahorcados o a garrote. El arma de fuego
puede resultar demasiado expedita si lo que se busca es la dosificación del dolor.

Oscar Torres Duque 275


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Los agentes o estrategas de la muerte prefieren entonces el machete, el cuchillo o


el garrote. Sumado, y no en sustitución de cualquiera de los anteriores
mecanismos, el incendio, de reiterada ocurrencia, constituía la máxima expresión
de la teatralidad del terror.

— Hay, finalmente, una cronología del terror, dependiente en parte de los


instrumentos utilizados y en parte de una calculada manipulación de la aceleración
o retardo del tiempo de ejecución o, puesto en otros términos, de la relación entre
unidad de tiempo y unidad de dolor. No tiene igual impacto el asesinato
escalonado de cuarenta personas que una masacre del mismo número de
víctimas en una sola operación fulminante.

Se trata, en suma, de un primer escenario portador de una variadísima simbología


cultural, es decir, de un conjunto de prácticas significativas que sugieren
representaciones muy complejas no sólo de la política, sino también del cuerpo,
de la muerte, del más allá. Recordemos que todo esto sucede en un país que por
entonces se ufanaba de ser el más católico del mundo, así se tratara en buena
medida de un catolicismo fanático, de escapularios, amuletos y tatuajes. La
cruzada no era, por lo tanto, incompatible con la salvación eterna. En algunas
regiones el discurso eclesiástico legitimaba, cuando no instigaba, a ciertas bandas
de asesinos que, por lo demás, no encontraban disonante hacer pública profesión
de fe católica y dejar signos de su religiosidad en los sitios de sus fechorías. No
sobra agregar que los mismos rastros de superstición podían encontrarse en la
otra orilla del conflicto, en los grupos guerrilleros.

No hay que olvidar tampoco que en el trasfondo de este panorama hay banderas
partidistas. Que se trata de un enfrentamiento entre dos facciones políticas no muy
nítidamente diferenciadas en su reclutamiento, que se necesitan la una a la otra,
que se saben solidarias del mismo orden social pero que, sin embargo, arrastran
"odios heredados" y sus diferencias reales se encuentran por tanto en un pasado
casi mítico, difícil de precisar. En tales condiciones la Violencia tiende a revivir el
drama de la tradición bíblica y greco-romana de los hermanos enemigos (Caín-
Abel; Esaú-Jacob; Rómulo-Remo). De hecho, en una literatura muy amplia y en la
retórica política, la Violencia fue caracterizada durante buen tiempo como una
guerra fratricida, y en consecuencia, posteriormente, el Frente Nacional (acuerdo
bipartidista que pone formalmente término a una primera etapa de la Violencia)
será enaltecido como una reconciliación entre hermanos, entre miembros de la
gran familia colombiana, a la sombra de la Santa Madre Iglesia.

Mirada a través del prisma del terror, la Violencia nos ha dejado una literatura
defensiva y derrotista, tanto que, en contraposición al mito de la revolución
mexicana, se la ha definido como una gran vergüenza nacional que, por lo demás,
no tuvo "ni caudillos, ni batallas, ni ideales, ni gloria" 6 . No obstante, dado su
carácter desestructurador de lo social y lo político, tal vez sería mejor definirla —
tomándole un término prestado a Michel Wieviorka— como un "antimovimiento
social" 7 .

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La Violencia como resistencia armada

En verdad, el terror es sufrido de manera pasiva en muchas zonas, como un


cataclismo, como una fatalidad. Pero el terror no monopoliza toda la escena
política. En muchas zonas también se organiza la resistencia.

La resistencia es la formación más o menos espontánea y, a veces, más o menos


políticamente dirigida de núcleos armados de defensa que van desde el nivel
veredal hasta la conformación de verdaderos ejércitos campesinos regionales
(caso de los Llanos en los límites con Venezuela). La lucha democrática, y en
general la lucha política, que hasta entonces había tenido como canal regular la
escena electoral, se ve compelida a tomar el camino de las armas.

Vista así, la resistencia viene a llenar un vacío dejado por el terror que no sólo ha
suprimido lo social sino también lo político como espacio de intermediación entre
el nivel de expresión de lo social y el Estado. No se puede en consecuencia
olvidar que en Colombia las guerrillas de los años cincuentas surgen al principio
como una forma de organización forzada para confrontar el terror y no como parte
de un proyecto político-insurrecional para la toma del poder, del Estado o del
gobierno. "Las guerrillas las hizo la Violencia", dirían los campesinos del sur del
Tolima, y cualquier liberal de la época podría hacerles coro.

Por eso, a diferencia de las guerras que se declaran formal y solemnemente, que
tienen ritos inaugurales, la Violencia no tiene un comienzo claramente
identificable. Cuando se toma conciencia de ella, ya está instalada en todos los
contornos de la sociedad.

Los focos de resistencia en su versión más articulada de guerrillas cumplían una


gran variedad de funciones. Para decirlo en pocas palabras, actuaban a veces
como sustituto de movimientos sociales destruidos de antemano (sindicatos
agrarios, ligas campesinas, organizaciones indígenas); a menudo, como
portavoces de ciertas identidades partidistas (liberales, comunistas), y otras
simplemente como intérpretes de algunas comunidades y necesidades locales o
regionales, más allá de cualquier identidad de clase o partido, por ejemplo en
torno a demandas de crédito, vías, control al despotismo de determinadas
autoridades. Eran, en general, guerrillas establecidas sobre la base de
homogeneidades políticas, organización partidista y controles territoriales.

En un ambiente de terror aplastante como el que hemos descrito en las páginas


precedentes, las gentes acosadas por la Violencia multiforme necesitaban del mito
de la época, el mito guerrillero. En efecto, las zonas de guerrilla eran imaginadas o
representadas como zonas de dominio de la libertad, independientemente de los
conflictos reales, a veces también del terror que pudiera campear en ellas.

Una serie de símbolos cobra fuerza: el fusil, el machete, la bandera, el caballo,


son dignificados por doquier en panfletos, coplas y en la poesía popular.

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No es del caso hacer aquí una geografía social de estas guerrillas, que con
frecuencia se entrecruzan con otras formas más confusas y subterráneas de
acción armada.

Pero no podemos dejar de mencionar los principales frentes guerrilleros que, con
sus jefes-símbolos, se multiplicaron tanto en zonas de evidente continuidad de
luchas agrarias como en nuevas zonas de colonización dinamizadas por la propia
Violencia. Como zonas de tradición agraria e implantación guerrillera cabe
destacar, en primer lugar, el área del Sumapaz, bajo el liderazgo indiscutible de
Juan de la Cruz Varela, un migrante llegado a la región durante los agitados años
veintes, admirador de Gaitán y reclutado en los tiempos difíciles de los años
cincuentas por el partido comunista; en segundo lugar, el sur del Tolima, cuna de
la guerrilla colombiana actual, en donde las guerrillas liberales de Mariachi y las
comunistas de Isauro Yosa, al tiempo que huían de las fuerzas gubernamentales,
competían entre sí por las mismas bases campesinas. Como ejemplos del
segundo tipo de zonas, las de colonización y refugio, recordemos primero las
guerrillas que conducía Rafael Rangel en las vertientes de los ríos Carare-Opón y
Magdalena medio, en el departamento de Santander, provincia de una
inestabilidad política secular en donde las fronteras entre guerras civiles y
Violencia son particularmente borrosas: escenario principal de la guerra de los Mil
Días (1899-1902); de la virtual guerra civil regional entre 1930-34, al iniciarse la
transición de la hegemonía conservadora a la república liberal, y del despunte
temprano de la Violencia hacia 1944-45. Por último, last but not least, la región de
los Llanos Orientales, que es en realidad la de mayor fusión entre la organización
militar y la organización civil de la población, cuyo jefe, Guadalupe Salcedo, el más
genuino símbolo de la guerrilla colombiana de entonces, amnistiado bajo el
gobierno militar de Rojas Pinilla, habría de caer asesinado luego en la transición al
Frente Nacional. Su asesinato será el fantasma de todo guerrillero amnistiado.

No sobra subrayar que se trataba de guerrillas esencialmente rurales, tanto por su


composición como por su teatro de operaciones, pero que contaban con apoyos
urbanos no desdeñables. Una informal, a veces muy elemental pero eficaz red
logística era la que les permitía proveerse de municiones, armas, víveres,
medicamentos, dinero y, sobre todo, de la información básica en torno a los planes
y movimientos de sus enemigos. Se las podía hallar indistintamente tanto allí
donde la represión y la presencia traumática del Estado era muy notoria (Tolima,
Sumapaz), como allí donde la presencia de este último no era visible ni como
autoridad, ni como administrador o dispensador de servicios sociales básicos. No
era sorprendente encontrarlas allí donde el Estado no podía llegar fácilmente
como fuerza punitiva, y eran relativamente fijas, ancladas en sus zonas (o con
gran movilidad, pero sólo dentro de sus zonas) y no migratorias.

Tampoco puede dejarse de lado en estas reflexiones sobre la resistencia que, no


obstante la aparente polarización, hay una enorme diversidad en estas guerrillas y
que, por lo tanto, a veces no hay relación alguna entre ellas. En ocasiones entran
en alianzas muy inestables y, con singular frecuencia, en relaciones francamente
conflictivas. Las causas eran, por supuesto, muy hetero-géneas: celos en las

Oscar Torres Duque 278


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influencias regionales, es decir, reproducción de los rasgos propios del


gamonalismo en las toldas guerrilleras, lo que hacía que toda disensión interna se
tradujera en la conformación de un nuevo grupo; criterios encontrados en el
manejo de las relaciones entre la guerrilla y los jefes políticos, entre los jefes
guerrilleros y sus súbditos o entre los jefes guerrilleros y los bienes de la guerrilla;
divergentes concepciones de las relaciones entre guerrilla y bases campesinas,
sobre todo en zonas como el sur del Tolima y Sumapaz, de presencia simultánea
de guerrillas liberales y comunistas. Estas últimas divergencias incluían asuntos
del siguiente tenor: reforma agraria o propiedad individual en las zonas bajo
control guerrillero; trato que debía dársele al adversario, es decir, respeto a su vida
y sus bienes, o práctica de tierra arrasada; importancia que debía dársele a cierta
ética revolucionaria, en temas como el enriquecimiento individual y las prebendas
de los jefes; participación de niños y mujeres en tareas militares o sólo en las
logísticas, que llevaba a la definición de actitudes frente a la unidad de la familia,
etc. En suma, la pluralidad allí no era índice de democracia sino síntoma de
anarquía.

Por otro lado, hay que subrayar que tales guerrillas están sujetas a los mismos
problemas de constitución, conservación y reproducción de cualquier guerrilla, y
que dentro de esta perspectiva, la incorporación a una de ellas tiene implicaciones
como las que a título de simple ilustración enunciamos:

— Ruptura de lazos personales (familia, amigos), contrarrestada frecuentemente


con la práctica de irse al monte familias enteras, con su padre convertido en jefe
guerrillero, como sucedió en el sur del Tolima con los Loaiza, que dieron su
nombre a una de las columnas guerrilleras más activas de la región.

— Problemas en la adaptación, siempre penosa, a la doble vida del clandestino,


que tiene que combinar actividades rutinarias con las de militante.

— Diseño de estrategias de sobrevivencia y, ante todo, la tarea de alimentar un


ejército irregular, alternando operaciones de expropiación, proyectos de
producción y formación de cadenas permanentes de suministro de víveres.

— Ingreso a los circuitos de comercio de armas.

— Políticas de reclutamiento de personal y de entrenamiento en la habilidad, en la


fortaleza física y en todas las artes del tránsito de la pasividad a una lucha
continua con escasas o nulas posibilidades de victoria en el horizonte.

— Definición de jerarquías internas, reparto de funciones y delimitación de zonas


de control.

— Acoplamiento a normas disciplinarias, objetivos colectivos y sentido de


organización.

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— En suma, todo el problema de inventarse una nueva vida que, dicho sea de
paso, vuelve a plantearse otra vez con todo su dramatismo cuando llega el día de
dejar las armas. He aquí un sinnúmero de elementos para una sociología de la
guerrilla.

No creo trivializar los alcances de este proceso al postular que es innegable que
para muchos niños y adolescentes colombianos entre 1949 y 1965 (para poner un
límite que hoy ya resulta arbitrario), o sea, para toda una generación, su espacio
de socialización no fue la calle, el barrio, la familia o la escuela sino la guerrilla.
Las Farc se precian de tener en su Estado Mayor al más antiguo dirigente
guerrillero del mundo, Manuel Marulanda Vélez, "Tirofijo", iniciado en las guerrillas
liberales a comienzos de los años cincuentas. Para muchos colombianos, ser
guerrillero se convirtió incluso en una opción de vida, como para otros dicha
opción podría ser cura, abogado o zapatero. Casi podría decirse sin caer en la
hipérbole que la guerrilla es no sólo una categoría política sino también un lugar
en la estratificación social. Una rutinización de estas proporciones no deja de tener
onerosas consecuencias sobre la Colombia de hoy.

Camilo Torres, idealizado como el cura guerrillero y no como el dirigente de masas


que también fue, se interesó particularmente en construir una visión positiva de la
Violencia como resistencia, haciendo abstracción en cierto modo del otro aspecto
ya analizado, el de la lógica del terror. Fue naturalmente la persistencia del
movimiento guerrillero en las décadas siguientes la que le abrió camino a una
revalorización-idealización de la resistencia en la literatura reciente. Esta
prolongación del conflicto armado hizo pensar luego la Violencia como etapa del
movimiento guerrillero, como prehistoria de la lucha revolucionaria.

Pero, vuelvo a insistir, no hay que hacerse exageradas ilusiones sobre el nivel de
articulación o estructuración de los dispositivos de la resistencia. Por un lado,
porque en última instancia cada localidad libraba su propio combate y, por otro
lado, porque aun en el caso de que pudiera hablarse de un proceso global de
resistencia, ésta estaba inmersa constantemente en un entorno de violencia difusa
o —para ponerlo en términos de Hobsbawm— en formas de violencia prepolítica,
como el bandidaje y la simple criminalidad y delincuencia.

Con estas limitaciones se avanzaba a mediados de 1953 en la formulación de un


proyecto de coordinación guerrillera nacional, con vagas posibilidades de
consolidación, pero con importantes efectos disuasivos en amplias capas de las
élites dirigentes y en las propias filas del ejército. Por otro lado, cuando con el
aplauso de todos los descontentos, tanto dentro del partido de gobierno como en
la oposición, las Fuerzas Armadas comandadas por el general Rojas Pinilla
asumen el gobierno, otros procesos estaban en curso. En la dinámica interna de
algunos de los movimientos guerrilleros regionales aparecieron, efectivamente,
claros signos de maduración de un proyecto democrático de sociedad que
postulaba un nuevo régimen de propiedad, reglamentaba la producción de
acuerdo con los recursos disponibles y las necesidades de la población, establecía
sistemas propios de organización de las finanzas, creaba nuevas instancias de

Oscar Torres Duque 280


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poder y de justicia y redefinía las relaciones entre el pueblo y el ejército guerrillero.


Este viraje, que apuntaba a la construcción de un nuevo proyecto de Estado, fue el
que se materializó en las famosas "Leyes de las Guerrillas de los Llanos", columna
vertebral de la resistencia. Este texto, que sorprende por su coherencia, iba quizás
más allá de lo históricamente viable, sobre todo si se le pone en cualquier otro
contexto distinto al de los Llanos Orientales. Representa de algún modo la utopía
de la resistencia.

Uno estaría incluso tentado a compararlo con dos textos pilares de la revolución
mexicana: el "Plan de San Luis de Potosí", de Madero, y el "Plan de Ayala", de
Zapata, probablemente conocidos por los inspiradores de las Leyes del Llano.
Pero en tanto que los campesinos de Morelos iban más allá de la letra, el conjunto
del movimiento armado colombiano y los hechos mismos estaban muy a la zaga
de una normatividad revolucionaria. Además, quedaría esta diferencia sustancial:
en la revolución mexicana, el terror estaba claramente demarcado en la lucha
revolucionaria, estaba políticamente controlado; es más, el terror aparecía casi
que exclusivamente como la forma de actuar del poder (de los porfiristas, de los
huertistas, etc.,) y no de la rebelión. La resistencia colombiana, en cambio, no
escapaba (o sólo muy marginalmente) a la lógica del terror.

Este pasado probablemente explique, por lo menos en parte, la doble trayectoria


de la resistencia de los años cincuentas:

— Una línea evolutiva, que desemboca en las guerrillas contemporáneas, cuyos


cuadros fundadores están marcados casi todos por la herencia traumática de la
Violencia. Como se sabe, las Farc, creadas formalmente en 1965, lo fueron a
partir de núcleos de autodefensa, con raíces en los años cincuentas. Las demás
(Epl, Eln, incluso el M-19) surgieron por escisión de las Farc o del tronco común, el
partido comunista 8 .

— Una línea involutiva, que se ramifica en diversas variantes de bandolerismo


político, las cuales, además de su arraigo en las comunidades campesinas, como
el arquetipo de Hobsbawm, están atravesadas interiormente por el bipartidismo y
en permanente proceso de tensión y arreglos con las estructuras locales de poder
9.

Por supuesto que uno podría interrogarse hoy si realmente esas fronteras
inestables entre las guerrillas y el bandolerismo se clarificaron definitivamente
algún día. Uno podría preguntarse igualmente con razón si la mercantilización de
la política vía el narcotráfico, que le ha dado nuevo impulso al clientelismo (y a
veces visos empresariales), no ha tenido también como contrapartida, vía el
secuestro, una bandolerización contagiosa de la llamada oposición armada en
Colombia. Ninguna guerrilla en el mundo ha practicado el secuestro en
dimensiones tan aberrantes como la colombiana. Y este componente de la lucha
armada, que merecería un análisis muy serio, no puede escudarse en la también
real lumpenización de sectores vinculados a los aparatos armados del Estado.

Oscar Torres Duque 281


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Pero volvamos por un instante a las guerrillas de los años cincuentas y


precisemos, para cerrar este aparte, que desde la perspectiva de la resistencia y
el conflicto armado posterior, el Frente Nacional, lejos de reconciliar, desafiaba.
Desde todas las trincheras de la oposición se le denunciaba como un proyecto de
unificación de las clases dominantes, como "el partido único de la oligarquía",
según la expresión de Diego Montaña hace más de veinte años.

La Violencia como conmoción social subterránea

Detrás del plano impactante del terror y del menos visible de la resistencia, hay un
proceso de profundidad que afecta la propiedad, los espacios productivos y las
relaciones sociales.

La magnitud y las diversas direcciones en que ello se produjo fueron oscurecidas


durante muchos años tanto por el reduccionismo partidista como por ciertas
interpretaciones bipolares del tipo feudalismo-capitalismo. Se aceptaba, es obvio,
que como corolario de uno de los procesos anteriormente analizados o por su
combinación se habían producido no sólo enormes pérdidas en vidas humanas,
sino también pérdidas incalculables en bienes, cosechas y lucro cesante. Pero
difícilmente se llegaba a visualizar, como ha sido posible comenzar a hacerlo hoy
en perspectiva, el reordenamiento de las relaciones sociales y en algunas
regiones el hundimiento de símbolos y poderes del viejo orden. Se tendía a ver la
Violencia como una fuerza todopoderosa y no como un escenario de lucha en
donde las víctimas de hoy podían recobrar la iniciativa política o social mañana.
Para ponerlo en términos de la argumentación general de este ensayo, el intento
de supresión de los adversarios sociales, que se había producido desde la lógica
del terror, se revela ilusorio. Esos adversarios están comprometidos en una guerra
invisible. Sólo que no se trata allí de un simple duelo entre siervos y señores. Es
un escenario más complejo en el que hay desplazamientos de ejes industriales,
crecimiento inusitado de algunas ciudades intermedias como Armenia en el
Quindío, y el declive o estancamiento de otras, como El Líbano, en el Tolima, y
Sevilla, en el Valle; rutinización de irregulares mecanismos de movilidad de la
propiedad raíz, por doquier; alteración de los canales de comerciali-zación,
principalmente de café y ganado; desordenadas y abruptas migraciones internas;
procesos de diverso orden que afectan la organización de las haciendas, las
correlaciones de fuerza entre terratenientes-autoridades locales y bandas
armadas, cualquiera fuera su denominación, etc.

En términos de grupos sociales, sus efectos tampoco son unívocos. Así, la


Violencia puede significar un canal inesperado de ascenso para tenderos y
comerciantes inescrupulosos; en zonas de guerrilla puede traducirse en
contribuciones forzosas para los ganaderos, convertidos en aliados naturales del
ejército y del gobierno; en zonas en donde no prospera la resistencia es campo
abierto para el despojo de millares de pequeños propietarios y de las comunidades
indígenas, todavía más indefensas. De acuerdo con lo previsible, la Violencia
favorece el ensanche de capitalistas agrarios que estaban bien ubicados antes de
agudizarse el conflicto y que lo aprovecharon para sostener y ampliar sus ventajas

Oscar Torres Duque 282


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iniciales. Contra todo lo esperado, y habitualmente más difícil de aceptar, la


Violencia contribuyó al derrumbe definitivo del poder hacendatario en zonas en
donde la hacienda ya había sido debilitada en luchas anteriores y en donde el
conflicto no había tomado por sorpresa a los campesinos (región del Tequendama
y Sumapaz). Pero fueron tal vez los industriales los únicos que pudieron mostrar
de manera consistente mayor conformidad y hasta entusiasmo con lo que
acontecía a sus inversiones, y los que lanzaban al rostro de un país aterrado las
estadísticas de su prosperidad. Como habrían de repetirlo con cinismo en la
década de los ochentas: "A la economía le va bien aunque al país le va mal".

En su pluralidad de trayectorias, la Violencia rehúye, pues, cualquier modelo


preestablecido. Es, en verdad, un proceso de procesos. Sin embargo, no por ello
se puede renunciar a ciertos principios de inteligibilidad. Los diferentes sectores
son afectados de desigual manera: hay que subrayarlo, por más trivial que
parezca. Enunciados del tipo "la Violencia no impidió la expansión de la economía
cafetera" tienen poco sentido si no están acompañados de un esfuerzo de
desagregación. Desde la perspectiva de los efectos diferenciales que venimos
subrayando, no es lo mismo un simple desplazamiento de inversiones de un
terrateniente (que tiene recursos alternativos) que el despojo absoluto del
campesino, precedido frecuentemente de su eliminación física y la de su familia.

Los efectos más álgidos en el plano social, cabe recordarlo, no fueron resueltos ni
por la colonización, dirigida por el Estado o espontánea, ni por los planes de
reconstrucción diseñados por el Frente Nacional 10 .

Bajo esta óptica de los múltiples efectos sociales encontrados, tal vez resulta más
clara la caracterización que hizo Hobsbawm hace más de veinte años cuando
estimó que la Violencia era una especie de revolución frustrada, porque a decir
verdad, mirando retrospectivamente el panorama descrito, se siente como si en un
mismo movimiento todo hubiera sido removido, sin que nada hubiera cambiado.

Ahora bien, recapitulando nuestras distintas aproximaciones a la Violencia, desde


el punto de vista de su desenlace inmediato, se comprende también mejor la triple
dimensión del Frente Nacional: con respecto al terror, proyecto de reconciliación;
con respecto a la resistencia, proyecto de unificación de las clases dominantes; y
con respecto a lo social, proyecto de rehabilitación, reconstrucción y reforma o,
más ambiciosamente todavía, plan de modernización capitalista de la economía y
del Estado.

Oscar Torres Duque 283


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Rafael Humberto Moreno-Durán

La taberna de Auerbach

Rafael Humberto Moreno-Durán (nacido en Tunja en 1946) ha dedicado toda su


vida intelectual a la literatura; y ello después de haber realizado estudios de
Derecho en la Universidad Nacional de Colombia. Es conocido principalmente
como novelista, sin duda uno de los más importantes representantes de la nueva
novelística hispanoamericana. Pero la actividad ensayística de Moreno-Durán es
constante y de hecho inició su carrera literaria publicando un valioso libro de
ensayos sobre la literatura latino-
americana: De la barbarie a la imaginación (1976).

Después de ese primer libro, y tras haber realizado una brillante carrera
novelística, Moreno publicó un segundo libro de ensayos en 1991: Taberna in
fabula. La experiencia leída. Pero su incesante quehacer de lector y de intérprete
literario ha ido dejando a lo largo de estos años innumerables artículos,
conferencias y ensayos publicados en revistas, periódicos y volúmenes colectivos,
incluyendo dos títulos independientes (publicados como folletos) sobre las obras
de Juan García Ponce y William Styron. En su libro Como el halcón peregrino
(1995) se intercalan aquí y allá fragmentos ensayísticos, pero ése es ante todo un
libro de crónicas, de entrevistas y de memorias.

La intención literaria es más que evidente en los trabajos ensayísticos de Moreno-


Durán, en los que se percibe el placer de las lecturas degustadas y el de su
conversión en una nueva escritura, barroca, sensual y plena de buscadas
transgresiones, tanto a las convenciones del estudio académico como a los temas
convencionales del análisis literario. Sus relaciones suelen ser muy
enriquecedoras y aportan nuevos puntos de vista sobre la historia literaria.

"La taberna de Auerbach" es el ensayo que abre y plantea Taberna in fabula, un


libro de ensayos sobre la literatura del expresionismo alemán y sus metáforas
recurrentes.

• Bibliografía ensayística:

— De la barbarie a la imaginación. Barcelona, Tusquets, 1976.

— Juan García Ponce: la escritura como pasión y liturgia. Bogotá, Centro


Colombo-Americano, 1981.

— William Styron o el drama del gran sur norteamericano. Bogotá, Centro


Colombo-Americano, 1981.

— Taberna in fabula. La experiencia leída. Caracas, Monte Ávila, 1991.

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La Taberna de Auerbach

Rafael Humberto Moreno-Durán

S e invoca para la presente reflexión una taberna como otros consultarían una
enciclopedia. Las razones son tan múltiples como las páginas de la segunda o los
especímenes humanos que frecuentan la primera, aunque una suerte de filiación
cultural hace que taberna y enciclopedia se confundan. La taberna de Auerbach
constituye no sólo un espacio cerrado donde se ventilan las glorias y miserias de
la condición humana a través del humor y el vino, de la broma y la rencilla, sino
que constituye también lo más parecido al espacio de un libro. El libro que registra
en sus paredes el testimonio más fidedigno del tránsito de un doctor Fausto de
carne y hueso por los ámbitos de este mundo.

En efecto, cuenta la tradición que el doctor Johann Fausto real —mito engendrado
en vientre de mujer— frecuentaba la taberna de Auerbach, sita en la ciudad de
Leipzig, y que un día, en medio de la algarabía de los estudiantes, merced a un
acto de magia hizo aparecer a Homero, tras lo cual, y ante el estupor general, se
marchó cabalgando sobre un tonel de vino. Estos hechos fueron grabados en las
paredes de la taberna y siglos después el joven Goethe, cuando cursaba estudios
de derecho en Leipzig, pasaba largas veladas en el recinto compartiendo con sus
alegres camaradas la visión de las hazañas del doctor, al tiempo que pulsaba la
sugestiva atmósfera que sobre una base histórica dio forma a la leyenda. Las
paredes de la taberna como las páginas de un libro —les murs ont la parole—
registran el texto de una larga tradición cultural, que muy bien puede ser la más
elocuente tradición del humanismo alemán. Taberna y enciclopedia devienen de
esta forma una unidad de sentido que se prolonga desde las postrimerías de la
Edad Media hasta el holocausto de la Segunda Guerra Mundial a través de la
ubicua presencia de Fausto en la taberna de Leipzig y en el campo de
concentración de Buchenwald.

Pero se impone una explicación: la taberna de Auerbach tiene un particular


significado en la obra de Goethe: es el primer lugar que Mefistófeles y Fausto
visitan juntos tras su pacto pero también la atalaya elegida por el demiurgo para
mostrarle su imperio a su pupilo: la taberna es, de esta forma, una Weltbühne, un
escenario del mundo, lo que le da aún mayor sentido a la idea del recinto como
libro: la taberna es aquí una alternativa al claustro del conocimiento: el ámbito
cerrado del saber es reemplazado por el ámbito abierto del vivir, y allí, en medio
de las bromas, euforias y canciones del pueblo llano, se cumple la cita entre el
neófito que quiere poseerlo todo y un preceptor no menos bromista que los
contertulios. Cuando Fausto selló su pacto con Mefistófeles no dejó lugar a dudas
sobre lo que arriesgaba: "Lo que prometo es la tendencia de todas mis energías",
y tal compromiso no es exótico, máxime si se considera el gran descubrimiento de
este libro: la revelación de que "En el principio era la Acción" y no la palabra, ni el

Oscar Torres Duque 285


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sentido, ni la fuerza, como hasta entonces afirmaba la fervorosa exégesis


evangélica.

Fausto ve actuar a Mefistófeles a costa de los parroquianos, cuyos nombres


encierran resonancias grotescas, como Frosch, Brander, Siebel, Altmayer. No falta
la burla política ("¿Cómo se mantiene en pie todavía el amado Sacro Imperio
Romano"?) ni una irrespetuosa referencia a Lutero ni la enumeración de las
infidelidades de sus respectivas amantes. La intención de Metistófeles de llevar a
Fausto a una taberna en su primera salida es elocuente: sólo allí se puede
apreciar "cuán fácil es vivir". Esta inicial lección de humor a costa de rústicos y
patanes no deja de justificar semánticamente lo que luego será ese pathos de la
distancia que define la ironía y no hay que olvidar la incuestionable identidad
romántica que la ironía adquiere gracias a algunos ilustres contemporáneos de
Goethe.

Ironías aparte, hablar de Fausto es hablar de un intento transgresor: el de quien


aspira a ir allá de las limitaciones impuestas por su circunstancia existencial,
intelectual y afectiva: el del hombre que quiere romper los muros que su entorno
social y humano le ofrecen. Hablar de Fausto es hablar de un disidente contra su
condición, de alguien que pacta con fuerzas contrarias a las habitualmente
admitidas. Fausto es no sólo un rebelde sino también algo tan humano que a
nombre del afán de conocimiento y del ansia de amor atenta contra los designios
de una providencia avara en sensaciones. Por eso, desde su origen anónimo
hasta los hitos más conocidos de su bibliografía puramente alemana
—desde el Libro popular del doctor Fausto (que Goethe, en su niñez, leyó en
Francfort) y los precedentes de Lessing, Weidmann, Müller o Lenau, hasta ese
texto de Klinger que sugestivamente busca equiparar a Fausto con Gutenberg—,
este personaje se erige como una metáfora de libertad intelectual y humana, un
deicida, un rebelde contra los designios de la autoridad y el orden.

La taberna, para los contertulios, es el mundo: Frosch dice de su ciudad que es


"un pequeño París, y educa a su gente". Goethe mismo afirmaría alguna vez: "Soy
cosmopolita, es decir, soy weimariano": también aquí la ironía apuntala cualquier
suposición inocente. Pero, además, desde la taberna, entre bromas y risas, se
traza una panorámica sobre el resto del mundo: el propio Mefistófeles dice que
acaba de llegar de España, "hermoso país del vino y de las canciones", a lo que
responden los parroquianos con auténticos ejemplos de doméstica pero válida
filosofía. Brander comenta: "No siempre puede uno huir de lo extranjero ya que lo
bueno muchas veces se halla demasiado lejos. El verdadero alemán no puede
soportar a los franceses, pero bebe con gusto sus vinos". Esta frase —así sea
bajo el pretexto de intereses hedonistas— reconoce la alteridad, pues no en vano
el problema del yo y lo otro informa el dilema de Fausto: un hombre ávido ante la
humanidad convertida en sensación y conocimiento destinados a ser todos suyos
aunque para ello tenga que firmar un pacto con el diablo. Mefistófeles, con
generosidad ilímite, reparte vino entre los parroquianos, pero no lo hace según la
capacidad de cada cual sino según su bebecidad: Tokay para unos, Champagne
para otros, vino del Rin para los demás. Y tras la euforia se abre paso la violencia,

Oscar Torres Duque 286


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por lo que la reacción de Mefistófeles contra los beodos es casi una redundancia:
los traslada mágicamente a viñedos espléndidos que no son otros que las narices
de los propios compañeros de farra.

Por último, hay un sentido fundamental que justifica la elección de la taberna de


Auerbach y es el hecho de que ésta se halla en Leipzig. En Leipzig pasó Friedrich
Nietzsche dos de sus más trascendentales años y de ellos deja constancia en su
Ojeada retrospectiva sobre mis dos años de Leipzig. Confiesa en este texto un
furor que para sí habrían suscrito los expresionistas: "Un violento deseo de
conocerme, y aun de disecarme, se apoderó de mí. Testimonio de ello son todavía
las páginas de diarios que entonces escribí, llenas de inquietud y de melancolía,
con sus inútiles acusaciones contra mí mismo y las miradas desesperadas que
elevaba hacia la santificación y la transfiguración de todo el corazón humano...".
Este exultante Nietzsche de Leipzig morirá en Weimar, en cumplimiento de una
curiosa simetría con el itinerario trazado por Goethe. Fausto y Zaratustra —
paradigmas de las dos más altas manifestaciones de la literatura alemana— viajan
juntos desde Leipzig y en Weimar contemplan el holocausto. Pero este mismo
trayecto lo realizará Franz Kafka en el verano de 1912. Con Max Brod viaja desde
Leipzig a Weimar y poco después, llevado por una extraña clarividencia, escribe
La condena. La condena implícita en un itinerario fatídico, pues lo que en Leipzig
se vive como exultación o expectativa en Weimar se cumple como desolación y
tragedia. Mientras Leipzig, bajo la venerable invocación fáustica, concilia lo
legendario con los más encendidos sueños de juventud de Goethe, Nietzsche y
Kafka, el anhelado esplendor de Weimar se confunde con la retórica de una falsa
república y los horrores del campo de concentración de Buchenwald levantado en
sus predios.

Para un alemán de hoy y más allá de las consecuencias de la historia reciente,


ciudades como Leipzig y Weimar suenan a identidad escindida, ya que siendo lo
mismo son también lo otro. Una vez más, la alteridad define y separa su propio
sentido: Leipzig y Weimar son Alemania pero también son otra Alemania, la
hermana enemiga que ratifica sus comunes filiación y origen. Por eso el espacio
de la taberna no sólo es el espacio del libro sino también un escenario donde la
realidad, en este caso la cartografía espiritual alemana, es vista en su totalidad,
viviseccionada desde Leipzig y Weimar con óptica similar a como el pintor
expresionista Erich Heckel, en 1912 —el mismo año de la narración de
Kafka—, vislumbra la suerte dividida de su país en su cuadro "El canal de Berlín",
y como Alfred Döblin registra premonitoria-mente, en 1929, los dos sectores de
Berlín y Alemania en las páginas de Berlín Alexanderplatz.

El doctor Fausto nunca habría entrado a esa taberna si no hubiera mediado la


invitación del mismísimo diablo y, sin embargo, la lección es magistral. Por eso la
taberna de Auerbach encarna la metáfora de ese amplio libro que es la tradición
monumental de la literatura alemana, donde todos hemos compartido alguna vez
la grandeza y la miseria de personajes como Wilhelm Meister y Nathan el Sabio,
Heinrich von Ofterdingen y el Profesor Basura, Joseph K y el hombre sin atributos,
o hemos gozado o sufrido con heroínas como Gretchen y Lulú, Pentesilea y

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Diotima, Effi Briest y la mujer sin sombra. ¿Quién no se ha conmovido ante ese
supremo ejemplo de ecuanimidad cosmopolita —vale decir, universal— de
Thomas Mann, cuando en la declaración de amor más entrañable y célebre del
mundo hace que el joven alemán Hans Castorp se enamore en un sanatorio suizo
de la hermosa rusa Claudia Chochard y que prescinda de las lenguas alemana y
rusa y emplee, en cambio, el francés como idioma idóneo para la confesión de sus
sentimientos? Lo que Brander en la taberna decía del vino francés parece
corroborarlo Castorp con su gramática sentimental y es eso precisamente lo que
han hecho los expresionistas con su estética, plural y lancinante, irreconciliable.

II

Ahora bien, ¿qué es el expresionismo sino una sintaxis de la compulsión, un arte


total, una rebelión ecuménica contra las viejas formas? A la hora de su juramento
Fausto prometió la "tendencia de todas sus energías", promesa que remite a
Nietzsche —no en vano el maestro más invocado por las diversas promociones
expresionistas—, quien afirmaba que "todo instinto debe tener su perspectiva".
¿No es esto lo que precisamente buscan los artistas alemanes entre 1905 y 1933?
Su dictum es claro y contundente: expresar la perspectiva de sus instintos... Por
eso el expresionismo hace de Alemania un foro abierto, a diferencia de lo que
intuyen como inevitable: ese inminente campo de concentración en que los nazis
convierten a Alemania, a Europa y, si hubieran podido, al mundo entero. Ese foro
abierto es el que sugiere tempranamente la taberna de Auerbach y que se
transforma, trágicamente, en el gabinete paranoico del doctor Caligari. No hay que
olvidar que Leipzig y Weimar son la prueba más dolorosa de una Alemania
escindida por la catástrofe que desencadenó la irracionalidad del nacional-
socialismo.

¿Por qué los nazis se volcaron con tanta furia contra una tendencia cultural a la
que calificaron de "entartete Kunst", es decir, "arte degenerado"? ¿Por qué a sus
pintores les aplicaron con todo su rigor el "Malverbot" (la prohibición de pintar), a
sus escritores el auto de fe y a sus filósofos, músicos y cineastas, el silencio o el
exilio? Para nadie es un secreto que el expresionismo conlleva un estigma en la
bien maquillada placidez del orden institucional: una vehemente rebelión contra el
sistema marcial del Káiser, primero, y luego una abierta denuncia contra los
errores de la equívoca democracia weimariana. Tras las llamas del Reichstag, de
la colectiva quema de libros y de la hoguera continental, adviene la sombra. Es la
premonición de las tinieblas que casi todos los artistas de la época expresaron sin
pudor, porque gracias precisamente a la falta de pudor resulta más auténtica la
crítica que revelan sus cuadros, sus poemas, sus novelas, sus películas: la misma
cruda disección humana que reflejan los cuerpos tendidos en la morgue del doctor
Gottfried Benn, similar a la radiografía social que ofrece el doctor Alfred Döblin.
Ciertamente, algo más que un largo doctorado va del doctor Fausto al doctor
Caligari o al doctor Mabuse, el mismo tránsito que va de la taberna de Auerbach a
esa taberna expresionista que en el colmo de la ironía Georg Grosz llamó "Stützen
der Gerellschaft", es decir, "soporte de la sociedad", aunque a la vista de la fauna
que inunda el recinto —nazis, judíos, agitadores, nostálgicos del orden guillermino,

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y un incendio superlativo como fondo— la palabra Stützen pierde la diéresis y se


convierte en Stutzen: el trabuco aniquilador que define al nuevo régimen. Y a
propósito de trabuco, Kurt Tucholsky —uno de los máximos animadores del
Kabarett alemán— convirtió a su país en el centro de sus críticas más ácidas al
punto de afirmar: "Sin duda, los alemanes no han inventado la pólvora, pero sí la
filosofía de la pólvora". En cualquier caso, ninguna crítica tan devastadora como la
de Hugo Ball en su libro Crítica de la inteligencia alemana, obra de la que
Hermann Hesse dijo que representaba "el intento más grande, honrado y profundo
que ha realizado Alemania para llegar a ser consciente, en la propia conciencia,
de los siniestros poderes que condujeron a la degeneración del espíritu y las
costumbres de la nueva Alemania, abocándola a un estado de culpa interior con
respecto a la miseria del mundo y a la guerra mundial". La obra de Ball no sólo es
premonitoria sino que al autor se le debe, entre otras muchas cosas, la fundación
del Kabarett Voltaire en febrero de 1916, la publicación del poema expresionista
"El Verdugo", que acarreó la confiscación de la revista La Revolución y la creación
de la palabra "Dadá", según figura en su Diario (abril de 1916). Rabioso militante
del expresionismo más combativo, Ball pasó al dadaísmo y terminó adscrito a una
mística que define patéticamente la suerte de su generación.

La fundación del Kabarett Voltaire traza una fecha fundamental en la historia de la


cultura alemana. En las agitadas tertulias del Kabarett hubo de todo: lectura de
textos de Voltaire y Morgenstern, Wedekind y Cendrars, "canciones de cuna rusas
y canciones militares serbias", cuadros de Kandinsky y Picasso, conciertos de
Liszt y Debussy y un rápido giro hacia las posiciones extremas del dadaísmo, en
plena guerra. En el Kabarett se pasaba con frecuencia insólita del "itinerarium
mentis in Deum" al "descensus spiritus", esto es, de la lucidez al trance tal vez con
la esperanza de encontrar "allá abajo", en la cálida penumbra de la taberna, el
paraíso.

Pero, ¿por qué insistir tanto en la taberna? Más allá de la iconografía o la


metáfora, difícil resulta encontrar un lugar más apropiado para representar los
diversos aspectos de la disidencia civil, muchos de ellos impronunciables ante el
oído burgués. La taberna es en este caso un hortus conclusus donde toda licencia
es posible, donde la alegría y el retozo, la blasfemia o la agudeza política
adquieren patente de circulación gracias al código de lo clandestino. La taberna,
en la tradición alemana, es un auténtico microcosmos donde es permisible lo que
en la calle, el salón o el estrado público sería ilícito. Igual tono de clandestinidad
adquieren en tal escenario las chanzas despiadadas de los goliardos como el tic
frívolo o la conspiración extremista: lo popular y lo festivo hacen de estos
animados antros tema dilecto de autores que van desde Grimmelshausen hasta
Döblin y hogar de una vasta prole que se extiende desde Simplicius
Simplicissimus hasta Franz Biberkopf.

La taberna de Auerbach, donde hasta el demonio hace de las suyas, tiene su


equivalente mundano en el Kabarett pero también su contrapartida más negativa
en la Hofbräuhaus, esa taberna muniquesa donde un antiguo cabo y mediocre
pintor austríaco habría de tramar un primer Putsch en 1923, carrera sucia que diez

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años después lo elevaría a la Cancillería del Reich, con lo que se precipita el


comienzo del fin de la confianza en el hombre y la historia, eso que tan
premonitoria como elocuentemente Karl Kraus llamó "los últimos días de la
humanidad". Por la misma época en que se estrenó La ópera de tres centavos,
Bertolt Brecht, su autor, escribió: "El joven poeta Brecht ha sido bombardeado con
jarros de cerveza por un grupo de ex combatientes en una cervecería de Munich.
Acababa de cantar, acompañado a la guitarra, una antipatriótica canción, ofensiva
para el honor de las fuerzas armadas". Esa canción fue la Leyenda del soldado
muerto y nos gustaría creer que ese soldado es el mismo cadáver que en el dibujo
de Grosz los militares declaran apto para el servicio. También nos gustaría creer
que esa taberna muniquesa es la Hofbräuhaus y que uno de los ex combatientes
agresores es el cabo Adolf Hitler. En cualquier caso, ésa es la misma taberna
donde el profesor Raat (por razones eufónicas pero también de índole moral es
apodado Unrat, es decir, Basura) ilustra el paulatino envilecimiento del filisteo
alemán bajo el período guillermino y que tan magníficamente recreó Heinrich
Mann en esa novela que luego el mundo conocería bajo el poco eufemístico
nombre de El Ángel Azul, gracias a la adaptación de Karl Zuckmayer, a la
dirección de Josef von Sternberg y a la brillante interpretación de Emil Jannings y
Marlene Dietrich. Pero la filiación entre la novela de Mann y la película no es
simplemente anecdótica: los une y ratifica el mismo clima espiritual, esa densa
carga que ya en 1905 tipificaba al libro de Mann y que en 1931, cuando se estrenó
el film, servía de pórtico al feroz alumbramiento de lo que decenios más tarde
Bergman llamaría El huevo de la serpiente.

Sin embargo, algo más que una perturbadora mise en scène ocurre entre la
taberna de la novela de Mann y la del film de Von Sternberg y es la manifestación
del más rico repertorio cultural que haya contemplado el siglo. En efecto, en ese
breve lapso coexisten nombres como los de Kokoschka y Broch, Kubin y Kafka,
Kirchner y Trakl, Klee y Musil, Schönberg y Gropius, Lang y Mies van der Rohe,
meras cifras de un vasto catálogo que corre el riesgo de tornarse irritante a causa
de su ilustre exhaustividad. Lo que cabe constatar aquí es el abrupto cambio de
clima, evidente en dos versiones estéticas sobre una misma anécdota. Entre la
atmósfera sensual que se desprende del comportamiento de Rosa Fröhlich en la
novela de Mann y la ronca voz y las fascinantes piernas de Lola-Lola en el film de
Von Sternberg hay algo más que un mero cambio de nombre en la protagonista:
una guerra mundial, una revolución obrera que cambió la historia, una inflación sin
precedentes, el crack de un orden económico, el ascenso del fascismo al poder y,
sobre todo, el auge de las vanguardias estéticas. Lo que va desde el lento
envilecimiento del Profesor Basura en la novela de Mann a la apretada sordidez
que se precipita en la película de Von Sternberg es el mismo clima de deletérea
descomposición que contempla el siglo en los dos tiempos de un mismo proceso:
el que en una primera etapa (1905-1918) convierte al Profesor Unrat en El súbdito
Diederich Hessling, del propio Mann, y el que, en una segunda parte (1919-1931)
metamorfosea al híbrido anterior, cuya mejor imagen es el doctor Caligari (el film
homónimo de Robert Wiene data de 1919, fecha que inaugura la República de
Weimar) y que cuando se estrena El Ángel Azul ya ha encontrado en Hitler el
mejor intérprete de sus sórdidos proyectos. En esta segunda etapa, más que por

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nombres individuales el catálogo está compuesto por los logros colectivos que
representan el Institut für Sozialforschung —más conocido como la Escuela de
Francfort—, cuya influencia aún hoy se hace sentir a través de sus teorías y
protagonistas (Adorno, Horkheimer, Marcuse, Benjamin, Neumann), la Bauhaus, el
Instituto Psicoanalítico de Berlín o el Instituto Warburg. Como si la presencia de
Fausto en la taberna hubiera transformado los hábitos, ésta se convierte en aula
de conocimiento pero también en antro extremista.

Ésa es la misma taberna donde Arturo Ui asciende irresistiblemente, aunque ya el


propio Bertolt Brecht había explotado ese clima de rotunda licencia, ese
inframundo que tanto molestaba al burgués y que ventila La ópera de tres
centavos, inspirada en la Beggar’s Opera, estrenada exactamente doscientos
años atrás por John Gay, y donde el outsider, el marginado, alimenta la
iconografía dilecta de los expresionistas y se centra en la figura de la prostituta,
figura que un espíritu tan fino y exquisito como Walter Benjamin plasmó con el
elocuente título de "Mendigos y prostitutas" en su entrañable libro Infancia en
Berlín hacia 1900. Sin embargo, ningún ejemplo más acertado que La ópera de
tres centavos para ilustrar el escenario y el clima que vive la época y que los
expresionistas fectichizaron con pasión; la taberna y el burdel como instancias
íntimas de la ciudad; la prostituta y el mendigo como manifestación de la
marginalidad asumida; el gángster y el policía como irónica contrapartida del orden
burgués; la sátira y la premonición como llamadas de alerta a un apocalipsis que
se intuye inminente. Todo esto, sin embargo, no habría sido posible sin la
atmósfera permisiva y tolerante que hizo del Kabarett su caja de resonancia más
idónea.

En 1928 se celebró el segundo centenario del estreno en Londres de la Beggar’s


Opera, de John Gay, aunque lo que invitó a Brecht a escribir una versión
contemporánea fue el renacimiento que adquirió en Alemania la música de
Händel. Curiosamente, la ópera de Gay se escribió a instancias del satírico
escritor Jonathan Swift, contra las marmóreas óperas de Händel. Brecht se puso
del lado de Swift y de Gay —según recuerda Feliu Formosa—, es decir, del lado
de todos aquellos que buscan para el arte caminos menos solemnes y "feudales"
como los que en música entronizó Händel. De esta forma, y pese a tantos años de
diferencia, las dos "izquierdas" vuelven a reconciliarse gracias al mismo tema,
pues Gay quería "identificar la buena sociedad londinense con el mundo del
hampa (high life: low life)". Tal idea no podría desagradar a Brecht ni a ningún
autor expresionista. Brecht, sin embargo, ambienta su ópera en el Londres de
fines del siglo pasado y no en el Berlín de los años veinte, como a muchos críticos
les hubiera gustado. En cualquier caso, según argumenta Theodor Adorno, Brecht
hace del Lumpenproletariat "el espejo cóncavo del mundo burgués": ¿no es eso lo
mismo que un año más tarde hará Alfred Döblin en su novela Berlín
Alexanderplatz a través de la alianza del gángster y la prostituta? Pero hay algo
más: el verdadero éxito de La ópera de tres centavos comienza cuando el
gángster Mackie Puñales y su inseparable amigo, el policía Tiger Brown, cantan a
dúo el "Kanonensong", donde recuerdan su época común de servicio en un
ejército colonialista: el antimilitarismo de la canción de los cañones conquista a un

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público hasta entonces indiferente, ya que la inmediata asociación con el herido


orgullo alemán, tras la derrota de la Primera Guerra Mundial, golpea su ánimo. Lo
curioso, sin embargo, es que esta canción pronto es superada por "Jenny la de los
piratas", la canción que canta Polly durante su boda con el gángster y que habrá
de convertirse en uno de los más impresionantes textos proféticos de todos los
tiempos. Jenny, en la canción, cuenta cómo un navío con ocho velas y cincuenta
cañones bombardeará la ciudad: "Caerán las paredes / y la ciudad quedará lisa
como el suelo./ Sólo será respetado un hotel". Al mediodía desembarcarán cien
hombres y matarán a todos los habitantes, menos a Jenny la de los piratas. Arturo
Lazzarri, a propósito de las dos óperas, afirma —en un monográfico de la revista
Europe dedicado a Brecht— que los mendigos, prostitutas y bandidos de la ópera
de Gay son verdaderos, y cita una carta de Swift a Pope en la que habla de una
"comedia pastoral" enmarcada en la prisión de Newgate. Todo es real en Gay,
mientras que en el caso de Brecht todo es personificación "des idées que la
bourgeoisie a des bandits, des mendiants et des prostituées". En cuanto a las
canciones, tanto la de los cañones como la de Jenny, el crítico italiano resalta en
Brecht una especie de villonismo anarquizante, pues advierte ecos del poeta del
Testamento.

Pero hay en todo esto algo mucho más interesante y es el hecho de que Jenny la
de los piratas, que canta apocalípticamente mientras lava los vasos de los
borrachos en la taberna, le sirve a Ernst Bloch de pretexto para formular una
sugerente y al mismo tiempo preocupante teoría: la profecía de la destrucción de
la ciudad —Berlín, el mundo—, ínsita en los versos de la mujer. ¿De qué forma
esa "innocente plaisanterie" se convierte en presagio del derrumbe inminente?
Bloch afirma que, según la partitura de Kurt Weill, el ritmo en cuatro tiempos de la
canción de Jenny cantada por Polly la noche de sus bodas se convierte en
"marcha fúnebre": algo así como eros y tanatos unidos en la marginalidad de una
ciudad condenada a la desaparición total. El papel de la música es aquí más
importante de lo que a primera vista parece: "Un orchestre de jazz est sur une
scène, qui tient le milieu entre le bar et la cathédrale, et la musique est également
entre le bar et la cathédrale; une cathédrale sous l’aspect d’un bar, on ne peut pas
faire la distinction". De todo esto extrae Bloch una extraña teología: "Dans le pays
de Weill-Brecht non seulement la piété est vulgarisée, mais le blasphème devient
orthodoxe...". Además, el filósofo del Principio Esperanza advierte: "le côté
mauvais, souterrain de la femme, sa secrète complicité avec la subversion qu’elle
apelle et attend". Jenny sería entonces una avanzada del "terror rojo", un heraldo
de la revolución triunfante. Todos, borrachos y espectadores, ríen y celebran la
canción de Jenny, aunque no advierten, como dice Bloch, la verdadera "potencia
de ese pasaje cargado de dinamita": no es el canto de una amante nostálgica sino
la certeza del apocalipsis que se cierne sobre todo el mundo.

La mujer, a través de las incidencias de la ópera, cubre un registro absoluto: la


madre, la amante, la prostituta, la hija. A pesar del medio en el que se mueve, la
madre de Polly le reprocha a ésta su boda con el gángster con palabras
elocuentes: "Se la rodea de vestidos y sombreros, de guantes y sombrillas, y
cuando ha costado tanto como un barco velero, se arroja sobre la basura como un

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pepino podrido". En cualquier caso, esta madre curtida por la experiencia está
convencida de que casarse es ya una "inmoralidad", a lo que su hija responde con
una frase contundente: se casa porque "el amor es más sublime que el culo
caliente". Como se ve, ésta es toda una lección romántica, así se viva en los bajos
fondos. La sorprendente moralidad de la madre de Polly contrasta con "La balada
de la servidumbre sexual", que canta mejor que nadie y donde expone las
hazañas del frecuentador de prostíbulos, y no hay que olvidar aquí que las dos
ocasiones en que capturan a Mackie Puñales es en sendos burdeles, traicionado
por las prostitutas.

Ahora bien, ¿cómo se justifica la devoción prostibularia de Mackie Puñales?


Brecht atribuye tal afición a una forma de "demonismo burgués" que ha hecho de
la cita en el burdel una costumbre, y no hay que olvidar que "el fin esencial de la
vida eminentemente burguesa es mantener y defender las costumbres": esto es
válido para la gran mayoría de la ficción expresionista, en la que se advierte el
maridaje prostituta-delincuente-ciudadano burgués: un ménage à trois que se
aprecia desde El Ángel Azul hasta Berlín Alexanderplatz y Auto de fe.
Curiosamente, un autor tan poco dado a la efusividad carnal como Franz Kafka,
ofrece en su obra espacio a personajes de este tipo. ¿Cómo olvidar a la opulenta y
obscena Brunelda en la novela América? Cabe, así mismo, citar a la señorita
Bürstner y también a Leni y Frida, febles y coquetas, siempre dispuestas a
complacer sexualmente a quien se lo pida, generalmente abogados y magnates.
Klaus Wagenbach en su libro sobre el escritor checo lo constata de forma expresa:

En la obra de Kafka las figuras femeninas han sido concebidas en cierto modo
como prostitutas; las relaciones entre ellas y el protagonista son de tal índole que
no pueden conducir al matrimonio, sólo se establecen en estado de inconsciencia
y son seducciones en un lugar extraño; de esta forma satisfacen el ideal soñado
por Kafka: ceder al anhelo de comunicación bajo circunstancias que excluyesen la
posibilidad de una comunidad que, cosa de la que Kafka estaba firmemente
convencido, hubiese significado el abandono de la escritura... Esas mujeres son
fiel reflejo de la conmovedora y suicida lucha por la pureza que llenó la existencia
de Kafka durante los diez últimos años de su vida.

Así mismo, las prostitutas que habitan los cuadros de Max Beckmann ilustran
plásticamente a las que se guarecen en La caja de Pandora, de Frank Wedekind,
y ello le da sentido al aserto de quien dijo que "el artista ve lo humano en las
prostitutas y lo divino en las fábricas y vuelve a situar a cada uno de los
fenómenos en el conjunto del mundo". El sexo, en gran medida visualizado a
través de criadas y prostitutas, de adúlteras y alcahuetas, alcanza en tan breve
período una de sus más profundas y ricas interpretaciones, con lo que la
psicología, por vías de la libido, alcanza rangos estéticos nuevos y sugerentes.
Desde las motivaciones de Lulú o el circuito erótico de La ronda, de Schnitzler, la
sexualidad revela aspectos hasta entonces escamoteados por la pudibundez
decimonónica. Broch, con "El relato de la criada Zerline" —en Los inocentes—,
bucea "desde abajo" en las intimidades de una clase social, distante y orgullosa,
pero que se revela igual cuando no inferior a los demás mortales a la hora del

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encuentro amoroso. La criada, como en las mejores novelas del siglo XVIII, le da
un vuelco a la situación al punto de salvar a un asesino. ¿No es el asesinato de
una prostituta lo que pone en marcha la implacable crítica ínsita en El hombre sin
atributos, de Robert Musil? ¿Qué es Moosbrugger sino la enferma lucidez de un
siglo asesino? ¿Qué otro sentido se oculta tras la obra de Kokoschka Asesino,
esperanza de las mujeres? ¿No es ésa la suerte que Jack el destripador encarna
en la compulsiva vida de Lulú? En otro relato de Broch —"Balada de la
alcahueta"— la ya conocida Zerline despliega sus artes y hace que la desnuda
ofrenda de Melita, a quien corrompe, se convierta en una revelación de su propio
ser. Es lo que la súbita desnudez de La señorita Elsa, de Schnitzler, precipita: un
conocimiento que va más allá de lo que ocultan las prendas y un verdadero asalto
a la conciencia de protagonistas y testigos. Broch, que había definido al artista
como "un ser agonizante", indaga en torno a la sexualidad llevado por una certeza:
la de que "al hombre en quien las dimensiones del Ser se disuelven no le será
permitido acostarse con una mujer". Todas estas inquietudes cobran forma y
buscan su expresión en un escenario, de ahí que en la taberna, más que en el
burdel, la prostituta halle un lugar más idóneo para su papel social pues la
intimidad del burdel lo reduce todo a los apremios de la libido mientras que en la
taberna la prostituta (como el mendigo, el borracho, el demente o el conspirador)
está en "sociedad": la taberna, una vez más, es la tribuna de la reflexión social.

En tal escenario —que por derivación puede ser el internado, el manicomio o el


refinado salón— el expresionista intenta recuperar la capacidad simbólica del arte,
relegada al pasado por el realismo del último siglo, a la vez que se rebela contra la
hipocresía burguesa: es la rebelión mesocrática contra lo convencional y un
retorno hacia lo que el falso gusto burgués desprecia: vuelta a los suburbios, a las
barriadas, a la vida bulliciosa del inframundo citadino. ¿No es en una carnicería
desocupada de Dresde donde se refugian artistas como Heckel, Bleyl, Kirchner y
Schmidt-Rottluf y fundan en 1905 —la casualidad es admirable: ¿no fue ése el
mismo año en que el recinto se hace Weltbühne gracias a El Ángel Azul, de
Mann?— lo que sería "Die Brücke"? La vida en comunidad vuelve los ojos sobre el
final de la Edad Media, y al tiempo que se redescubren otros estímulos
experimentales el artista evoca la guilda a cuyo espíritu de convivencia artesanal y
social se acoge, al punto de negarse, al menos al comienzo, a firmar sus obras.
"Die Brücke" —"El Puente"— no es un título nada gratuito, pues el grupo de
pintores que lo conforman y a los que luego se unirían Emil Nolde, Max Pechstein
y Gallen-Kallela, traza el puente de una era caduca hacia otra nueva, que incluso
involucra a la historia. Ése es el puente sobre el que cabalga "Der Blaue Reiter" —
"El Jinete Azul" del expresionismo más audaz y brillante— que, como el Fausto de
carne y hueso sobre su tonel de vino, pone a funcionar la imaginación de la nueva
era.

¿Cómo disociar entonces el auge expresionista de la taberna? Para no ir más


lejos, en pleno año de 1910 —el mismo en que Herwarth Walden publica Der
Sturm, órgano de ese naciente movimiento que quiere dar a conocer "la expresión
de su ser"— se registra la fundación del Kabarett Neopatético, que inicia sus
veladas con textos de Heym, Else Lasker-Schüler y piezas de Schönberg, a la vez

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que se rescatan voces como las de Hölderlin, Von Kleist y Büchner, convertidos en
patronos ilustres de los premios que algunos de los escritores más notables de la
época recibieron. La taberna sigue siendo el teatro mundi donde coincide el
profesor Basura con el profesor Kien, el patético personaje de Auto de fe, de
Canetti. ¿Es casual que la taberna "El Ángel Azul", donde se centra la anécdota
del libro de Mann, contemple la misma degradación que vivirá el profesor Kien en
el antro llamado "El Cielo Ideal"? ¿Cómo ignorar, así mismo, el carácter de fácil
combustión evidente en los apelativos Unrat (basura) y Kien (leña resinosa)? Para
nadie es un secreto que el orbe monstruoso de Auto de fe está inscrito en la
estética de lo grotesco, expresionista hasta en la antología de muecas de los
personajes, y que el mismo título del libro anuncia y ratifica el clima social de la
época: el incendio de bibliotecas enteras en plena calle por las hordas nazis, como
el desgraciado profesor de Canetti hace con la suya propia. ¿Influencia? Más que
nada consanguinidad, la misma que se advierte entre la novela de Mann y Der
Tolle Professor, de Hermann Sudermann, publicada en 1926, y donde un
irreprochable caballero, arrastrado por sus más oscuros instintos, se sumerge,
como Unrat y Kien, en la degradación. Además, el "insensato profesor" de la
novela de Sudermann ventila sus humores cuando ya para nadie es un misterio el
horror que está a punto de precipitarse. Está visto que para el expresionismo el
destino de los profesores es la entropía y el envilecimiento.

Este recurrente tema del profesor, con preocupaciones casi explícitas frente a lo
que representa la época, se advierte también en el texto titulado "Construido
metódicamente", que forma parte de Los inocentes, de Broch, y que el autor
ambienta deliberadamente en el coyuntural año de 1913. El sesudo profesor
Zacarías, seguro del orden del mundo, teme, empero, la irrupción en tal orden de
lo no mensurable: la actitud femenina, por ejemplo:

En el fondo, era incapaz de imaginar la presencia de una mujer. Aunque la imagen


de la futura ama de casa levantaba en su cerebro ciertas nubes eróticas y algo en
él le gritaba trémulamente que la ropa interior femenina, con sus manchas y
agujeros, le llegaría a ser tan familiar como la suya propia, y si bien a veces un
corsé o un portaligas —temas de ilustración muy a tono con el entonces naciente
expresionismo— le sugirieran a esa mujer, le resultaba en cambio inimaginable
que una muchacha o una mujer concretas, con las que se hablaba de cosas
corrientes en sintaxis normal, tuvieran una esfera sexual.

El profesor, ante la proximidad perturbadora de la costurera Philippine, su amante,


intuye que sólo la muerte bendecirá su complejo amor. Ese Zacarías es el mismo
que diez años después, en plena República de Weimar, justificaba la acción
militarista alemana con argumentos pedagógicos: "Somos un pueblo de maestros,
de maestros del mundo, y no es de extrañar que los demás, pésimos alumnos,
consideren nuestra severidad como una injusticia y se rebelen contra ella" En El
Ángel Azul, el proceso de envilecimiento adquiere un giro más sutil: de alumno a
profesor y por vías de la literatura. En efecto, cuando el profesor lee en el
cuaderno de su alumno Lohmann el poema que éste le dedica a la cantante Rosa
Fröhlich ("Nada hay ya en ti de tu pureza extinta,/ pero eres una artista soberana;/

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y si te ves alguna vez encinta...") su vida comienza a rodar cuesta abajo, hasta
que al final, el propio Lohmann, que contempla la ruina de su maestro, convertido
en frustrado asesino, teoriza sobre su suerte: "Basura, el interesante anarquista
había llegado al crimen. Ahora bien, el anarquista era una singularidad moral y un
extremo comprensible, y el delito una intensificación nada extraña de los afectos e
inclinaciones generalmente humanos".

Sin embargo, es Franz Kafka quien corona magistralmente la actitud de su


generación ante el gremio con su tremendo Informe para una Academia.
Ciertamente, el informe de Peter el Rojo es el mismo monólogo que va desde la
simiedad a los altos honores académicos, el discurso de primate que aprendía
tanto de sus profesores que éstos se metamorfoseaban en simios, por lo que la
didáctica revelaba virtudes inéditas. Por otra parte, no hay que olvidar que este
docto simio —"poseedor de las más altas condecoraciones, rey de los domadores,
doctor honoris causa de grandes universidades"— supo elegir a tiempo entre el
music-hall y la jaula del zoológico, lo que es tanto como decir entre la taberna y el
campo de concentración, entre Auerbach y Weimar...

Gottfried Benn, que con Morgue incrementa el carácter revulsivo del tiempo que le
correspondió vivir, titula "Taberna Wolf" a uno de sus más brillantes textos
mientras que cuatro años después el Kabarett Voltaire abre sus puertas al
escándalo gracias a Hugo Ball y desde el día de su debut el local es considerado
el epicentro del sismo dadaísta aunque a él se vinculen autores y artistas que
luego serían expresionistas de pro como George Grosz y Erwin Piscator. ¿No es
la taberna, en fin, donde mejor se advierte todo ese vórtice espiritual que Döblin
recogerá en Berlín Alexanderplatz? ¿No es también ahí donde un par de testigos
de excepción contemplan la atmósfera nazi, Christopher Isherwood a través del
Kabarett, en Adiós a Berlín, y Thomas Wolfe, a través de un viaje en tren, en
Tengo algo que deciros? ¿No es ésa la taberna que Grosz pintó en 1926 y que
bajo el título Stützen der Gesellschaf cobija la fauna de quienes van a protagonizar
el genocidio? Nazis, judíos y agitadores le dan a ese cuadro, a esa taberna, a esa
ciudad, a ese orbe todo el pathos de lo irremediable.

A propósito de Kafka y también de Grosz, vale la pena recoger aquí un testimonio


del autor de La metamorfosis. En cierta ocasión Gustav Janouch dijo que los
dibujos de Grosz destilaban odio, a lo que Kafka contestó: "Es un odio que tiene
su origen en la imposibilidad de amar. La fuerza de la expresión procede de una
debilidad muy concreta. Y ésta es la fuente de la desesperación y violencia que
reflejan estos dibujos. Además, leí en un almanaque poesías de Grosz". Kafka
señaló los dibujos, y agregó: "Esto es literatura dibujada".

La taberna de Auerbach y el Café des Westens, donde retozaban los artistas más
delicados, son a la postre la misma cosa: La Morgue de Benn es la taberna del
horror como el Salón de Diotima en la novela de Musil es la taberna perfumada de
la alta clase social a punto de ver periclitados sus privilegios. No en vano el cuarto
secreto del internado de Las tribulaciones del estudiante Törless contempla la
aparición de alumnos como Reiting y Beineberg, que, como Musil anota en su

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Diario, ya en los tempranos días de 1906, cuando todo se torna revulsivo social,
preanuncian los rostros totalitarios de Hitler y Stalin. Por otra parte, en el repertorio
de figuras del expresionismo destaca una que define elocuentemente el medio y la
época y es la del idiota. Moosbrugger como Biberkopf dan idea, en las novelas de
Musil y Döblin, de la sinrazón individual apoyada o tolerada por la razón social.
Tampoco falla en tal iconografía el espíritu lacayo, sea éste tan sórdido como el
"neoteutón" que Heinrich Mann pintó inmejorablemente en El súbdito y donde
Diederich Hessling encarna el placer de la obediencia, a costa de la más
oprobiosa humillación, aunque también están los súbditos colectivos de La otra
parte, de Alfred Kubin, novela publicada en 1908, en la que Kafka se inspira, sin
duda alguna, para la conformación de su homo domesticus, y que nos remite a
otros súbditos no menos patéticos: los personajes de Robert Walser en sus
novelas El ayudante y Jacob von Gunten, piezas claves del mosaico servil que la
época exhuma sin piedad ni mesura.

¿Acaso el comportamiento de Bassini no ilustra el gozoso aprendizaje del súbdito


en Las tribulaciones del estudiante Törless? Nada nuevo puede decirse de ese
orden que alimenta a bastardos como Diederich Hessling, en la novela de Mann, y
a Wilhelm Huguenau, en el último volumen de la trilogía Los sonámbulos, ciclo con
el que Broch ilustra el período que va desde Bismarck y el auge finisecular del
Káiser Guillermo II hasta la humillante paz de Versalles. A propósito de esta
trilogía, no extraña comprobar la forma en que la taberna se convierte en el
corazón de buena parte de la anécdota, como ocurre en Esch o la anarquía, el
segundo volumen, y donde el antro de Frau Hentjen concilia complot político,
frenesí anarquista, sexo y judíos por todas partes, como en el citado cuadro de
Grosz. Todo apunta, pues, hacia la conformación del individuo tipo de la nueva
época: siervo y autócrata, o en su defecto anarquista. Siervo ante la jerarquía a la
que adora y autócrata en su minúsculo orbe doméstico: ahí está pintado el padre
de Bendemann, en La condena —el texto que Kafka escribió poco después de su
viaje a Weimar—, y el mismo padre del autor de La colonia penitenciaria, a quien
desnuda en esa célebre carta que nunca se atrevió a enviarle. Pero junto al padre
aparece la figura iconoclasta y precursora de El hijo, de Hasenclever. A propósito,
Janouch ofrece en sus Conversaciones con Kafka un dato curioso. Al comentarle
la representación de El hijo, de Hasenclever, Kafka dijo algo que arroja luz sobre
su presunta poética parricida. Afirmó no concederle importancia a la pugna de los
jóvenes contra los mayores, de los hijos contra los padres, e incluso advierte que
ésa es una "pugna simulada". Ante la reacción de Janouch, Kafka contestó con
alarmante convicción: "La vejez es el futuro de la juventud que, tarde o temprano,
tendrá que alcanzar. ¿Entonces para qué luchar? ¿Para llegar a la vejez más
temprano? ¿Por qué una muerte más rápida?". No debemos olvidar que Kafka
también dejó filtrar muchas de estas opiniones en su Diario, aunque lo que en
realidad importa es el trasfondo ideológico que se desprende de su obra de
creación.

En este mismo orden de contravención filial, no hay que ignorar la burla cruel de
Agathe sobre el cadáver de su progenitor, en la obra de Musil, y, sobre todo, como
reciente proyección y contrapartida de esa atmósfera, El padre de un asesino, de

Oscar Torres Duque 297


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Alfred Andersch, donde el padre del carnicero Himmler ilustra el horror inminente (
la anécdota ocurre en 1928), al cebarse en un alumno que, como el personaje de
Canetti, se apellida Kien: un leño más para alimentar las llamas. Es como si con
personajes así se estimularan desde las aulas los autos de fe que purificarán al
régimen. En medio de tal ambiente y con semejantes protagonistas, el doctor
Caligari cierra con triple llave su gabinete, ese particular recinto donde la algarabía
y la disidencia de antaño dejan paso a las compulsiones del espanto: el campo de
concentración donde las cámaras de gas le darán su justificación a ese nuevo
orden que nació con la intención de reinar durante mil años.

III

Una sola anécdota, convertida en una de las más crueles paradojas de la historia
europea, basta para ilustrar la sinuosa trayectoria que, en un punto muy sensible
de la conciencia alemana —Weimar—, une la humanidad de Goethe con el sueño
genocida de Hitler.

Weimar, en efecto, es la urbe donde todos los Universales se dan cita bajo la
égida del Consejero Áulico. Capital de las artes y las ciencias, esta ciudad fue el
escenario privilegiado donde confluyeron Cranach el Viejo y Bach, Wieland y
Herder, y donde lo espiritual se hizo real a través del cotidiano diálogo de Goethe
y Schiller. Y no menos ilustres que sus habitantes son los viajeros que
secularmente dieron testimonio de la grandeza cultural de esta pequeña localidad
de Turingia. Por todo esto, Weimar fue entronizada como el símbolo de la
recuperación alemana tras la derrota del Káiser en 1918 y allí se proclama la
República que lleva su nombre. Sin embargo, la gran paradoja mencionada es un
hecho que la historia ha despojado de su cariz más valioso al punto de convertirlo
en una broma sórdida: alrededor de los árboles de Weimar, a cuya sombra Goethe
y Eckermann dialogaron para la posteridad, los nazis construyeron el campo de
concentración de Buchenwald. En ese mismo campo estuvieron confinados León
Blum, autor de unas Nuevas conversaciones de Goethe con Eckermann,
publicadas en 1901, y Jorge Semprún, que en su novela Aquel domingo evoca su
cautiverio y el cruel sinsentido que rodea los hechos.

Weimar nos ofrece también otra curiosa pero aleccionadora anécdota, ya


enunciada. Cuenta Canetti en La conciencia de las palabras que en el verano de
1912 Franz Kafka y Max Brod hicieron un viaje desde Leipzig a Weimar —el
mismo itinerario de los autores de Fausto y Zaratustra— y en esta última ciudad
visitaron la casa del Olímpico. Kafka quedó fascinado por el lugar y, sobre todo,
por la hija del guarda, a la que tomó diversas fotografías en el jardín. Kafka se hizo
asiduo de la casa y su interés por la bella muchacha creció al grado de mantener
con ella una correspondencia que lo hizo abrigar esperanzas sentimentales al
punto de preguntarse: "¿Será cierto que uno puede atar a una muchacha con la
escritura?". Semanas más tarde, y como arrebatado por la fiebre creadora, Kafka
escribe La condena, mientras en su bolsillo porta un ejemplar de la revista
Palestina. ¿Es probable que Kafka haya entrevisto en ese Weimar, al que llama "el
país de Talía", el destino cruel de su raza, encerrada entre las alambradas de

Oscar Torres Duque 298


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Buchenwald? ¿Atrapó en las placas tomadas en el jardín el destino de Palestina?


¿Hasta qué punto el expresionista Kafka fue honrado con la facultad premonitoria
que Weimar parece conceder a sus huéspedes? Pero hay algo más. De ese viaje
y su estancia en Weimar se conservan algunos dibujos de escritor. Uno de ellos es
tan revelador como preocupante: es el del pabellón en el parque de la casa de
Goethe. El pabellón, frontalmente, parece ofrecer un rostro humano, alerta,
inquisitivo, aunque lo que realmente perturba es la estela que comienza a cubrirlo:
el trazo del lápiz convierte al árbol en una fuerte llamarada impulsada por el viento
hacia la izquierda, cubriendo el techo y la mansarda y extendiéndose por el cielo
como una negra e incontenible sentencia.

De ahí que, como expresivamente se desprende del título del célebre libro de
Kracauer —De Caligari a Hitler—, tal atmósfera sirve para trazar la cronología de
la breve y conflictiva experiencia de la República de Weimar. Decir "De Caligari a
Hitler" es tanto como decir: de la locura a la locura. Sin embargo, una pregunta se
impone a la heterogénea cantidad de contradicciones y extravíos: ¿qué convirtió
una era de riqueza cultural tan amplia como la que registró Alemania entre 1918 y
1933 en una era de vergüenza sin precedentes? ¿Qué hizo que, bajo el auspicio
de la ciudad de Goethe, se invirtieran los términos y la espiritualidad deviniera
barbarie? Ni la sociología ni la política y menos aún la lógica alcanzan a explicar el
fenómeno y en esa pregunta no resuelta radica el interés de una era, que un ya
adulto expresionismo recreó con aire premonitorio desde décadas atrás. Musil, en
la segunda versión de "El otoño más nebuloso de Grauauge"
—Fragmentos de prosas póstumas—, dice algo que con cruel ironía ilustra toda
esa época: "La fantasía había sido estropeada por el miedo a la Matemática, como
cosa de gente débil, y donde acababa el saber empezaba hoy la ópera...".

En el marco estrictamente social se impone una constante reflexión sobre la


etiología del desastre del Reich guillermino y el orden de cosas subsiguiente,
caracterizado por el frágil equilibrio de una derecha revanchista y humillada por
Versalles, una izquierda mimetizada por el ejemplo bolchevique pero traumatizada
por la experiencia espartaquista y una tercera vía plagada de ínfulas militaristas,
todo esto enmarcado en las desventuras diarias de una democracia endeble y,
encima de todo, generosa con sus detractores. Si a esto se suma el nada paciente
asedio económico de los aliados por hacer efectivas las indemnizaciones de
guerra —no hay que olvidar que los franceses incluso se instalaron en el Ruhr,
cobrándose en especie—, el paro creciente, la inflación elevada a la enésima
potencia, el aislacionismo internacional, la irreconciliable nuclearización
parlamentaria y el consecuente desfile de gobiernos en una auténtica carrera de
relevos hacia el desastre, es fácil apreciar la compleja situación vivida por el
filantrópico sueño de Weimar.

Ahora bien, la situación no es nueva ni clara. Weimar, como advierte Georg


Lukács en el Prólogo de Goethe y su época, se presta también a equívocos. Ya en
tiempos de Goethe la ciudad encarnó una "consigna" tan peligrosa como
discutible: "Weimar contra Potsdam", lo que era tanto como optar entre cultura y
militarismo. Hoy, después de la conflagración —el prólogo está fechado en 1947—

Oscar Torres Duque 299


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una pregunta define la situación: "¿Hasta qué punto puede dar la cultura de
Weimar orientación a la presente nación alemana? ¿Hasta qué punto puede
convertirse en un contrapeso cultural, en una fuerza resistente a la prusianización
del espíritu germánico?". La respuesta para el porvenir encierra las mismas
expectativas pero también los mismos enigmas que encerró para quienes se
apoyaron en Weimar el encomendarle la suerte alemana a partir de 1919. Ante los
extravíos de la historia, Weimar a lo sumo debe ser considerada lo que siempre
fue: una metáfora del espíritu alemán.

Pero lo que realmente resulta incomprensible es cómo en circunstancias tan


extremas, en un espacio tan restringido y en un lapso tan breve, se dé la eclosión
cultural más vigorosa y significativa del siglo, con lo que por una sola vez el
nombre que inspiró la República se ve justificado. Y si bien es cierto que en
algunos casos, como sucedió con el auge de los expresionistas, Weimar se limitó
a certificar un reconocimiento ya innegable desde los dos primeros lustros del
siglo, también lo es que en otros aspectos el clima social auspició la gestación de
tendencias y experiencias totalmente revolucionarias. Como una floración
incesante, se contempla el auge de corrientes y contracorrientes: la "Nueva
objetividad" se postula como alternativa ante otros enojosos influjos estéticos, al
tiempo que osados escritores guardan una saludable distancia ante la euforia
expresionista y el amaneramiento olímpico de las tendencias más conservadoras;
la sensibilidad se agudiza e incluso aspira a conquistar el limbo, como lo
demuestran los célebres y ya mitificados Wandervogel, activos precursores de los
"Verdes" contemporáneos y exponentes de una actitud social no muy lejana a la
que, a partir de su propia experiencia, evoca Ernst Fischer en su libro Problemas
de la generación joven. Y mientras unas teorías se anatematizan y otras se
exhuman, nuevas formas de pensamiento se imponen como alternativa social. Y
es en el límite del superávit mental cuando se escuchan los chillidos de Spengler y
los doctores Caligari y Mabuse se abren paso.

En una fase que bordea lo frívolo, Peter Gay, un divulgador de los faits más
socorridos de la época, arriesga en La cultura de Weimar una curiosa
homologación: "Con su intriga de pesadilla, su apuesta expresionista y su
atmósfera lóbrega, Caligari continúa encarnando el espíritu de Weimar para la
posteridad, tan palpablemente como los edificios de Gropius, las abstracciones de
Kandinsky, los dibujos de Grosz y las piernas de Marlene Dietrich...". ¿No
ejemplifica esta sinopsis el clima tabernario, evidente desde los prodigios iniciales
del doctor Fausto? Sin embargo, el pathos que define el auge cultural de Weimar
multiplica las preguntas y relativiza cuando no anula la pretensión de una
respuesta. En Weimar la invocación de lo cualitativo (Goethe y la tradición clásica,
lo genuinamente alemán, la eclosión cultural) se ve incrementada por el acervo
cuantitativo de obras, autores, tendencias, logros, recuperaciones; pero, de pronto,
tan insólito florecimiento se autoinmola en tierra patria, naufraga o se difumina en
la diáspora. ¿Qué es lo que falla en esta ecuación dialéctica en la que por primera
vez calidad y cantidad marchan al unísono? Como un barco que navega hacia lo
desconocido, la comunidad alemana desarbola la nave y precipita el desastre.
¿No es eso lo que hermana al poema "Demolición del barco ‘Oskawa’ por su

Oscar Torres Duque 300


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tripulación", de Brecht, con la novela El barco de madera, de Hans Henny Jahnn?


En ambos casos los barcos son destruidos por los tripulantes y el naufragio común
ratifica el sinsentido de la empresa. ¿Acaso estos barcos suicidas no tienen su
más ilustre precedente en La nave de los locos, de Brant, tan remoto como el
doctor Fausto real? La tradición alemana, una vez más, auspicia desde la Edad
Media la suerte de la comunidad apiñada en la taberna y en su equivalente naval:
la travesía sin destino preciso, sin brújula o con el Norte esquivo.

La indiferencia o la marcada animadversión del artista y el intelectual ante una


correcta interpretación y asunción política de los hechos de su tiempo no es un
argumento válido y ni siquiera una actitud nueva, por lo que no alcanza a ser
determinante, como lo demuestra el conocido y debatido ejemplo de la familia
Mann: el "apolítico" Thomas discrepa públicamente de la devoción social de su
hermano Heinrich, aunque más allá del debate cívico la ideología mesuradamente
liberal del primero se levanta contra la honda carga expresionista de la obra del
segundo. Son, sin embargo, dos formas de enfermedad —Hans Castorp contra el
Profesor Basura, La montaña mágica contra El Ángel Azul— las que definen el
encuentro, como dos son las alternativas a las que la gran comunidad alemana se
enfrenta en el exilio, donde toda reconciliación es posible pero tardía e inútil. La
confrontación de los hermanos enemigos es tan antigua como la del padre y el
hijo, la de lo viejo y lo nuevo, la de la razón y la barbarie: eso es lo que define esos
años que alimentan las dos etapas de la era expresionista: los trece que van
desde El Ángel Azul hasta El súbdito, para seguir con Heinrich Mann, y los trece
que van desde que Caligari (summa siniestra del filisteísmo de Unrat y de la
maldad de Hessling y Huguenau) exhibe sus lacras hasta que, también
cinematográficamente, el Ángel Azul proyecta la atmósfera del oprobio. El
advenimiento de Hitler no se hace esperar y así lo testimonian las llamas
elocuentes del Reichstag. Nada puede impedir que alrededor del jardín por cuyos
senderos reflexionaba Goethe, con el pensamiento puesto tal vez en su lejana
experiencia de Auerbach, se extiendan las alambradas que vigilarán los sueños de
las víctimas de Hitler. Weimar, de esta forma, ilustra la ambivalencia diurna y
nocturna de un mismo hecho, la conflagración entre la condición humana y la
razón de Estado multiplicada hasta el horror por los excesos de la historia. ¿No es
Weimar donde, por otra parte, se consuma un espantoso fratricidio? En noviembre
de 1933 Hitler visita la casa donde murió Nietzsche, y la hermana del filósofo, en
una vergonzosa traición al espíritu que encarnaba el autor de Más allá del bien y
del mal, recibe a Hitler, le permite al acceso al archivo, le regala el bastón del
filósofo y enloda su memoria al leer ante el complacido Führer un texto antisemita
escrito por su marido, a quien Nietzsche detestaba. Goethe y Nietzsche, muertos
en Weimar, contemplan el ultraje de sus respectivas memorias, rectoras de un
ideal que los manipuladores de la historia asaltaron y tergiversaron a su antojo.

Los dos extremos de esta digresión —la taberna de Auerbach y Weimar


convertido en pretexto para la exaltación nazi y en campo de concentración—
tienen en la trayectoria humanista de Goethe y Nietzsche un hilo conductor: por
una parte, el joven poeta que en la taberna contempla los dibujos con las hazañas
del doctor Fausto y el joven filósofo que en Leipzig pasó dos años de formación

Oscar Torres Duque 301


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exultante, y por otra, el anciano consejero que reflexiona en un jardín que Hitler
convertirá en matadero y el filósofo demente traicionado por su hermana y
envilecido por la presencia del genocida. La taberna y Weimar son pues el centro
del mundo, el caleidoscopio donde la realidad se vivisecciona sin duda alguna y
que, a tenor de conciencias directrices como las de Goethe y Nietzsche,
desemboca en el horror. La frase "soy cosmopolita, es decir, soy weimariano",
después de la conflagración se puede traducir por "soy un hombre de mi tiempo,
es decir he estado confinado en Buchenwald". Ahora bien, ¿en qué momento
ocurre la metamorfosis entre el jovial doctor Fausto y el mefistofélico doctor
Caligari? ¿En virtud de qué experiencia el festivo contertulio de la taberna se
transforma en el lóbrego experimentador de gabinete? Lo que en la obra de
Goethe se dice del espíritu que "todo lo niega" puede aplicársele, con plena
contundencia, a Caligari: "Tú que eres del Norte,/ y naciste en la edad nebulosa,/
en el caos de la caballería y del poder clerical,/ ¿cómo quieres tener la visión
clara?/ Si sólo en las sombras estás en tu elemento...". De Auerbach a Weimar, de
la taberna al gabinete, de la Hofbräuhaus al campo de concentración: tal es el
breve trayecto que ilustra la metamorfosis de Fausto, del intelectual, del profesor,
del artista que no tuvo claras las perspectivas de su instinto.

Por otra parte, ¿es casual que tras la catástrofe surja otra vez la esperanza,
aunque sea a título de una feroz autocrítica colectiva? Con los ojos enardecidos
por la fiebre de ver el solar de Goethe convertido en campo de exterminio y el
archivo de Nietzsche mancillado por el Führer, el doctor Fausto levanta la mirada y
vuelve a apoderarse del ambiente. ¿No resulta casi providencial que sea 1945 el
año en que aparece la novela Doktor Faustus, del "apolítico" hermano del autor de
El súbdito? Está visto que la lección humanista que Fausto conlleva desde los
albores del Renacimiento recobra sobre las ruinas de nuestro tiempo su vigencia,
tal vez para recordarnos que, mito nacido de vientre de mujer más que de la
imaginación del hombre, su suerte es nuestra suerte y su origen indisociable de
nuestro destino. Maestro y hermano, rebelde y a la vez esclavo de nuestra feble
condición, también en esto Fausto demuestra ser nuestro contemporáneo.

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Juan Gustavo Cobo Borda

Las delicias del tiempo perdido

Los múltiples Daríos

Juan Gustavo Cobo Borda (nacido en Bogotá en 1948) es en Colombia el ejemplar


más representativo de lo que podríamos llamar un "animal literario": un hombre
que desde su adolescencia se vinculó con lujo de detalles a la vida literaria
nacional (a través de la redacción de la importante revista Eco) y que desde
entonces no ha hecho otra cosa que leer y escribir. Y es que si Cobo es un
notable escritor, lo es porque es todavía un mejor lector, esto es, un lector que
chupa y degusta la médula de los libros y que sabe entregarles a su vez a sus
lectores lo mejor de ese oficio, el de lector. Es cierto que también ha abocado la
crítica (digamos, la degustación) de arte y la exégesis social e histórica, pero
seguramente porque también ha leído libros de arte, de sociología y de historia (y,
claro, es un reincidente poeta).

El "oficio del lector", como él mismo tituló su edición y selección de ensayos de


Baldomero Sanín Cano para la Biblioteca Ayacucho, es el oficio al que debemos el
arte ensayístico de Cobo. Su manejo de la anécdota es ameno y pertinente, y
siempre tiene, para cada visión de un tema, un repertorio significativo de datos, de
semblanzas y de evocaciones que vienen a darle contexto, por sí mismos, al tema
tratado. Está muy lejos de ser un crítico literario riguroso y diseccionista, pero a
cambio deja siempre en el tapete el inicio de ricas especulaciones. Su voracidad
lectora abarca desde la poesía hasta la historia, desde la novela hasta la crítica,
desde la antropología hasta la filosofía; y esa voracidad se trasvasa en la ya
enorme colección de sus escritos, que continúan apareciendo, mensual,
semanalmente, en forma de artículos, de prólogos, de conferencias, de reseñas,
de presentaciones y de libros. Alguna parte de su ensayística suele resentirse del
prurito divulgador o de la probable rapidez de la redacción debida a ocasiones o
compromisos inesperados.

Tras la desaparición, en 1984, de la revista Eco (a la que llegó a darle un perfil


latinoamericanista, con colaboraciones de altísima calidad), Juan Gustavo Cobo
se incorporó al servicio diplomático y fue agregado cultural de Colombia en
Argentina y España, países donde su mejor embajada consistió en interrelacionar
en sus ensayos las literaturas y producciones culturales locales con las
colombianas y americanas. En la actualidad, Cobo es asesor cultural de la
Presidencia de la República.

El ensayo "Las delicias del tiempo perdido" fue incluido en el volumen Letras de
esta América (1986); y "Los múltiples Daríos", escrito en 1990, figura en su libro El
coloquio americano (1994).

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• Bibliografía ensayística:

— Mito, 1955-1962. Bogotá, Colcultura, 1975.

— La alegría de leer. Bogotá, Colcultura, 1976.

— La tradición de la pobreza. Bogotá, Carlos Valencia Editores, 1980.

— La otra literatura latinoamericana. Bogotá, Procultura-Colcultura-El Áncora,


1982.

— Letras de esta América. Bogotá, Universidad Nacional, 1986.

— Visiones de América Latina. Bogotá, Tercer Mundo, 1987.

— Arciniegas de cuerpo entero. Bogotá, Planeta, 1987.

— José Asunción Silva: bogotano universal. Bogotá, Villegas Editores, 1988.

— Leyendo América Latina. Caracas, Academia Nacional de Historia, 1989.

— La narrativa colombiana después de García Márquez. Bogotá, Tercer Mundo,


1989.

— Álvaro Mutis. Bogotá, Procultura, 1989.

— Los nuevos Bolívares. Buenos Aires, Embajada de Colombia en Argentina,


1989.

— Germán Arciniegas. Bogotá, Procultura, 1992.

— Presencia cultural de Colombia en España. Madrid, Embajada de Colombia en


España, 1993.

— Pablo Antonio Cuadra. Madrid, separata de Cuadernos Hispanoamericanos Nº


522 (diciembre de 1993).

— La mirada cómplice. Cali, Universidad del Valle, 1994.

— El coloquio americano. Medellín, Universidad de Antioquia, 1994.

— Historia portátil de la poesía colombiana. Bogotá, Tercer Mundo, 1995.

— De Sarmiento a Borges. Bogotá, Instituto Caro y Cuervo-Embajada de la


República Argentina-Fundación Santillana para Iberoamérica, 1995.

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— Desocupado lector. Bogotá, Ediciones Temas de Hoy, 1996.

— Para llegar a García Márquez. Bogotá, Ediciones Temas de Hoy, 1997.

Las Delicias del Tiempo Perdido

Juan Gustavo Cobo borda

(Notas indolentes sobre literatura americana y europea vistas con óptica


colombiana)

"Los españoles, también, van conociendo cosas. El pan cazabe, maíz, chicha,
tabaco, la enfermedad de las bubas, hamacas, yuca, canoas, flechas, bancos de
perlas, guerras, cocodrilos, mares, bosques en donde cada árbol es distinto de los
árboles de España, cada pájaro canta una nueva canción, cada alborada muestra
una montaña desconocida, cada lucha una experiencia deslumbrante, más
deslumbrante que el oro que antes nunca vieron y que ahora pesa en el cuenco de
sus manos temblorosas".

Germán Arciniegas. Biografía del Caribe.

En los viejos cafés bogotanos —luces biliosas, humo de cigarrillos, meseras que
distribuyen, en admirable equilibrio, las numerosas tazas de tinto (café negro y no
vino rojo, como podrían creer españoles y argentinos)— los hombres encontraban
la posibilidad de acceder al único tiempo que parecía válido: el tiempo perdido.

Sabemos lo que es la acción, y los desdichados frutos que en tantas ocasiones


produce. Lo que aún no hemos aprendido a valorar son las fecundas dimensiones
del ocio. Con razón Lezama Lima afirma: "En el Trópico todo depende del estilo de
la siesta". En la siesta, como en el café, fructifica la reflexión y se dilapidan,
generosas, las ideas efímeras y geniales. Allí, en el café, tienen también cabida el
diálogo salpicado de chismes, el ingenio verbal, la réplica instantánea o, más
sencillamente, el letargo y la pereza asumidos, a fondo. No hacer nada: ¡qué
proyecto tan arduo! ¡Qué empresa tan esforzada!

La fatalidad de la historia latinoamericana consiste, ante todo, en que se le obligó


a tomar un sentido que no era el suyo. Se le impuso, encajonándola dentro de una
utopía perversa: la del progreso. ¿Cómo salir de ese callejón sin salida?
Mintiendo, tergiversando los hechos, trastocando los datos. Ficcionalizando, en
definitiva, toda la banalidad de un existir absurdo. ¿Qué son El Aleph, La vida
breve, Pedro Páramo, Rayuela, Gran Sertón: Veredas, Paradiso, Cien años de
soledad, Conversación en la Catedral o Los ríos profundos sino el intento a la vez
urgido y caviloso de retrasar el desmoronamiento de un tiempo que se anula a sí

Oscar Torres Duque 305


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mismo y se devora en su inutilidad repetida, concretándolo en el flujo de una


lengua, también ajena, y gracias a ellos por fin nuestra?

En una de las aproximaciones más agudas para comprender un país sui generis
de América Latina, como es el caso de Argentina, el novelista triniteño V. S.
Naipaul escribía, en 1972, en su crónica "El regreso de Eva Perón":

Quizás muy poco de lo que ocurre en Argentina es verdaderamente noticia,


porque no hay ningún movimiento de avance, no se está resolviendo nada, la
nación parece jugar consigo misma; y la vida política argentina es igual que la vida
de una comunidad de hormigas o de una tribu de la selva africana: llena de
acontecimientos, llena de crisis y de muertes, pero la vida no es más que un ciclo
y el año siempre termina como empieza.

¿Alguna explicación? Naipaul insinúa lo siguiente: "No hay historia en la Argentina.


No hay archivos; sólo hay graffitis en las paredes y polémicas y lecciones en la
escuela. En la Argentina la historia es menos un intento de dejar constancia y
entender, que un hábito de reordenar hechos inconvenientes; es un proceso de
olvido". Cuando llegué a la Argentina, en 1983, y pregunté: ¿qué buena novela ha
salido en estos años?, me respondieron: Ninguna. La realidad ha sido tan brutal
que anuló toda ficción. Sí, por cierto, pero esa realidad, discutida, conversada y
padecida, es ya irrecuperable. Se borró. Se hizo humo. Hace falta el novelista que
la vuelva tangible. La verdadera historia latinoamericana, es bien sabido, está en
nuestras obras de ficción.

De ahí —retorno al tema— la función casi sacramental que podía tener en


Colombia, hasta los años 60, la hora del tinto. Era el recuento minucioso, y puesto
en orden, de esas pequeñas intrascendencias que enriquecen, con lo sápido de su
gusto, la gris molicie de todos los días. Al charlar, cotejar opiniones, intercambiar
puntos de vista, estos historiadores amateurs estaban redactando su versión de la
historia. Costumbre, rito, continuidad vacía sin la cual no podríamos definirlos. Era
la pausa necesaria para saber qué había sucedido, e interpretarlo a su gusto. De
ahí que la deformación sea el signo de nuestra historia. De nuestra historia oficial,
bien entendido. La otra, poblada de anécdotas e insidias, es la verdadera. Allí se
disuelve la rigidez formal gracias al aleteo de la risa; y el humor, malévolo, corroe
toda verdad única, impi-diéndole concretarse en una sola imagen fija. ¿Cuántos
fueron los muertos de la matanza bananera, cuántos los de Canudos? Los que
Gabriel García Márquez y Mario Vargas Llosa nos dicen.

La historia de América Latina no es sólo épica como quieren hacernos creer, a


toda costa, en este año del bicentenario del nacimiento de Bolívar (1783-1830). Ni
su secuencia es la abrumadora de fechas heroicas y efemérides perfunctorias.
Ella es, ante todo, llanamente cotidiana. Y su música no es tampoco la de las
dianas de Junín y Ayacucho, en la cual, como diría Borges, ella se encuentra con
su destino sudamericano; ese destino que es siempre la muerte. Su ritmo es, en
realidad, el del café, donde cualquier crescendo queda amortiguado por ese
murmullo constante; esa conversación global que lo trasciende y anula, y del cual

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sólo con mucha atención podemos distinguir los matices. No se entiende nada
pero allí está reunida gente que habla. Oigámosla, comencemos a percibirla.

Los españoles gritan, los italianos vociferan, los argentinos —a pesar de que la
historia insiste en demostrarles lo contrario— todavía creen en sí mismos: hablan
duro. En los momentos de sincera autocrítica no dejan de hacernos saber que
ellos, ¡asombro!, han alcanzado el mayor índice de inflación del mundo. Pero
quizás la dicotomía ya no sea posible establecerla entre el énfasis y la sordina.
Rubén Darío hablaba, en el siglo pasado, del abate mexicano y el vizconde
porteño, es decir, enfrentaba, en el casi imposible equilibrio latinoamericano, al
indio ambiguo y fino y al inmigrante fuerte y prepotente, mejorado quizás ahora, en
este invierno de su descontento. Sólo que hoy en día todos somos indios,
colonizados por Europa, y que buscan en aquellas raíces —en su razón, en su
técnica, en su religión y su política— los motivos no de su actual sino de su
sempiterna indigencia. Pero al llegar a ella, a esa Alemania, por ejemplo, donde
los hijos de los obreros son fascistas y los hijos de los ricos terroristas, todos sus
profetas pregonan una cantinela semejante: soledad y desempleo, emigrantes y
ecología. No diferimos del Tercer Mundo. Todos somos periferia y el centro no
existe. ¡Que viva el irracionalismo!

No quedó entonces más remedio que volvernos a mirar a nosotros mismos; a este
continente rico en expectativas no cumplidas y pobre en sus afligentes realidades
inconmovibles, en el cual la vida política anda a tumbos; la autocensura, no sólo
mental, resulta un recurso perfectamente válido para conservar la vida y su única
institución sólida, el ejército, sigue siendo fiel a quienes lo moldearon en sus
comienzos: instructores prusianos.

Idioma, religión, códigos, formas de pensamiento: todo nos vino de Europa y todo,
afortunadamente, fue adulterado en el Nuevo Mundo. De un Trópico idílico
pasamos a ser una pesadilla exuberante. De la distancia mágica con que se nos
contemplaba nos convertimos en la voracidad feroz con que devorábamos todo
cuanto estaba a nuestro alcance. Con razón en Brasil se creó el movimiento
"antropofágico". Teníamos derecho a consumirnos a nosotros mismos, luego de
haber asimilado todo cuanto Occidente ponía a nuestra disposición. Pero éstos
eran puntos límites. ¿Alcanzaríamos algún día una comprensión real, a la vez
sobria y desencantada? Quizás sí. Bastaba hablar de lo que fuimos, asumiendo
una memoria perdida. En primer lugar, la del genocidio indígena.

Entre 1492 y 1550 la población indígena de México y el Caribe descendió de 25


millones a un millón, y en las regiones andinas, entre 1530 y 1750, de seis
millones a medio millón. Un pillaje, luego, enmarcado en el letargo de una
burocracia lerda, la burocracia de los Austria que convirtió el Nuevo Mundo en una
polvorienta notaría; y, finalmente, una Utopía que al asentarse en tierra firme, saltó
hecha pedazos. Oscila, ahora, entre la irrisión y la desesperanza. Las teorías eran
de esta índole: el Trópico, tierra incógnita e incognoscible que, como la Madre
Naturaleza, ofrece dos rostros: uno virginal, otro funesto. Pureza radiante o avidez
succionadora. Paraíso anterior al pecado original; o "verde infierno" no sólo previo

Oscar Torres Duque 307


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sino posterior a toda civilización, por más endeble que ésta haya sido. La selva
invadirá, cómo no, estas ciudades corroídas por la mugre, deficientes en sus
servicios públicos y circundadas por rostros oscuros que echarán por tierra, es
inevitable, el aburrido mito de una blancura distinguida. Las ciudades son la nueva
selva sucia. ¿En ella qué éxtasis, qué revelaciones son posibles?

Bolívar, en 1819 en su Discurso de Angostura, decía: "Es imposible asignar con


propiedad a qué familia humana pertenecemos. La mayor parte del Indígena se ha
aniquilado, el Europeo se ha mezclado con el Americano y el Africano, y éste se
ha mezclado con el Indio y el Europeo. Nacidos todos del seno de una misma
Madre, nuestros padres difieren en origen y en sangre, son extranjeros, y todos
difieren, visiblemente en la epidermis". Esta desemejanza trae consigo un reto de
la mayor trascendencia: fundir el caos en una unidad: la del mestizaje. La misma
que hoy es perceptible en los habituales contertulios de cualquier café: el tono
uniformemente oscuro de los trajes, la voz apagada del sigilo; la pobreza, en una
sola palabra.

Nosotros, los indígenas del altiplano colombiano, parecemos desconfiar, a través


de la cortés elusividad y de la amable hipocresía, de cualquier verdad que se
pretenda exclusiva. Esto contribuye a volvernos aún más irreales pero nos permite
también deslizarnos entre los intersticios de las afirmaciones rotundas. Pugnas de
familia, discrepancias entre clanes y tribus; hordas de parientes detrás de los
cuales la vacancia de los escudriñadores (no historiadores) descubre siempre los
mismos apellidos: la historia como forma exaltada de la chismografía. Historia de
pequeños pueblos, fundados hace dos, tres o cuatro siglos. Gente de paso, que
todavía encuentra terrenos baldíos. De ahí que entre nosotros no fructifique la
tragedia, ni que el ciclo habitual —mito, épica, tragedia— se cumpla,
hegelianamente. Tanto la crónica como la lírica lo vulneran, elevando la tragedia a
la categoría de melodrama. Espejo cóncavo, como decía Valle-Inclán, en el cual
se reflejan nuestras muecas, a la vez irrisorias y agónicas, y en ocasiones
tristemente límpidas: pienso en El coronel no tiene quien le escriba, y en la
soledad como clave, ya no de los espacios desiertos sino de las almas
enfrentadas a ellas mismas. Nuestra tensa y soterrada pugna para apaciguar el
caudal de sangres enfrentadas que esterilizan a esos cuerpos desnutridos, y
presos de sueños febriles. La literatura, como forma de entendernos a nosotros
mismos. Terapia que nos revela nuestro destino.

Es común afirmar de nuestro país que es un país muy nuevo, en el sentido ufano
de la palabra. Pero no es menos en otro; en el de desusado, torpe e inmaduro.
Después de cuatro siglos de "conquista" el hombre es todavía un intruso en estos
confines de América. Yo afirmo —sin remilgado temor ni novelero amor de la
paradoja— que solamente los países nuevos tienen pasado; es decir, recuerdo
autobiográfico de él; es decir, tienen historia viva. Si el tiempo es sucesión,
debemos reconocer que donde densidad mayor hay de hechos, más tiempo corre,
y que el más caudaloso es el de este inconsecuente lado del mundo. Yo no he
sentido el liviano tiempo en Granada, a la sombra de torres cientos de veces más
antiguas que las higueras, y sí en Pampa y Triunvirato, insípido lugar de tejas

Oscar Torres Duque 308


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anglizantes ahora, de hornos humosos de ladrillo hace tres años, de potreros


caóticos hace cinco. El Tiempo —emoción europea de hombres numerosos de
días, y como su vindicación y corona— es de más imprudente circulación en esta
república.*

El tiempo, en Alemania, se halla programado. Cada porción del mismo cumple un


objetivo. Está destinado a algo. El placer, incluso, se obtiene no dejándolo al azar
sino sometiéndolo a la planificación racional. No es un excedente que se dilapida
sino una misión que se cumple. Quizás el proceso no resultase tan espontáneo,
pero, en todo caso, su apropiación era mucho más segura. ¿Llegaremos a eso?
¿La felicidad por decreto? ¿El orgasmo por computadora? Los latinoamericanos,
más volcados hacia lo inmediato (no lo concreto), más capaces de disfrutar el
riesgo de lo imprevisto, y, en últimas, dependientes de la providencia divina, no
han podido poner orden en sus vidas. Convirtiéndolas, al igual que los europeos,
en algo pautado: impuestos, planes de vacaciones, previsión, seguros de vida,
sitios donde se debe y no se debe parquear. Gracias a ello la vida en comunidad
se hace posible y a la vez se convierte en algo muy insípido. (La superpoblación,
es obvio, nos obligará a tomar medidas). Respeto sí, cómo no, pero también
frialdad. Vecinos de los cuales, en veinte años, no llegamos a saber nada, y a los
cuales todas las mañanas saludamos, con cortesía inalterable. ¿Y para qué saber
algo, si todas las existencias son iguales? Algo de toda esta monotonía es la que
percibimos en novelas como las de Heinrich Böll: una franja gris, sin sobresaltos;
un electrocardiograma, que ya no registra variación alguna. Una novela como
Asedio preventivo tiene que ver más con el rostro impersonal de los detectives y
policías que con el drama de esa familia.

En contra de este parroquialismo, la novela latinoamericana podría aportar las


virtudes de sus excesos; el desafuero de una imaginación carente de límites, en la
cual la cultura popular, vigorosa en sus respuestas, tiñe lo incoloro de esta época;
y lo vertiginoso de los diversos tiempos en que vivimos resulta atrapado por
estructuras verbales, mucho más porosas y abiertas, tan flexibles que en
ocasiones se desquician. Aquí residen los riesgos de una desmesura como Terra
nostra. ¿Pero cómo no caer en ella si parte del descubrimiento de América y llega
casi hasta el próximo siglo?

Los alemanes, tan bien educados (en apariencia) temen, como una peste, los
riesgos de la intromisión. Es cierto que gracias a dicha asepsia pueden vivir (y
morir) en paz, evitándose molestias y manteniendo una formativa autosuficiencia:
cada cual debe valerse por sí mismo. Pero debido a ello, recortan de sus vidas el
encantador tejido, a la vez superficial y complejo, de las relaciones a flor de piel.

Amistades, para siempre, a partir de una copa de más. Amores, eternos,


edificados con base en un encuentro fugaz: tales eran los méritos
latinoamericanos, tan afines a la volubilidad esencial de la especie humana. Los
alemanes, en cambio, son serios. Buscan algo más firme y trascendente. Quieren
durar. Y la culpable frivolidad latinoamericana siempre ha querido encontrar en
ellos el contrapeso que le hace falta: de Thomas Mann a Heidegger, de Brecht a

Oscar Torres Duque 309


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Keyserling, el influjo alemán en América Latina ha sido arrasador: no ha dejado


nada. Apenas una pedantería que oculta la vacuidad. La pedantería del que quiere
seguir siendo colonizado.

La verdadera tensión de la cultura alemana, de los románticos a Nietzsche, de


Benn y Paul Celan al nuevo cine alemán, está todavía por elaborar. Sólo que
Fitzcarraldo, como las novelas de Conrad, transcurre en los trópicos, en el
verdadero corazón de las tinieblas, en el centro mismo del Amazonas. En los
orígenes.

No dominar algo: dejarlo que suceda. Llegue, y haga. Nos destroce, inermes; o
pase de largo, olvidadizos y negligentes. En los latinoamericanos hay al mismo
tiempo un elemento de caos y otro de indolencia. Seres que actúan ante un influjo
externo, prontos y arrebatados, y luego se sumergen en una plácida somnolencia.
Nunca la continuidad. Nadie puede sacarlos de allí. No hay ningún imperativo
moral que conminándolos los obligue a actuar. Se trata de una instintiva confianza
en los destinos de la propia vida como una fuerza, más lúcida y avasallante, que
sabe lo que hace. Como no hay término medio entre la realización o la catástrofe,
todo es un don, y ella nos lo otorga. ¿Para qué entonces el esfuerzo sobrehumano
de intentar orientarla si, en definitiva, estamos hechos con su propia materia, y ella
la amolda a su antojo? Prodigalidad que no cesa y que vuelve fácil el duro oficio
de vivir despojándolo, por cierto, de ese carácter de hazaña y sacrificio que el
europeo, en tantas ocasiones, pretende atribuirle. Las jóvenes promesas
latinoamericanas fracasan muy pronto y se tornan irónicas y desencantadas.
Aprenden a vivir, siendo a la vez indulgentes y rapaces. Son cínicos. Los jóvenes
ambiciosos europeos, por tener tres empleos y cumplir los horarios a tiempo,
mueren de infarto a los 33 años. La vida, para ellos, como algo hecho por el
hombre y que a veces engaña al hombre: tragedia. La vida, entre nosotros, como
un pacto sucio, hecho con la vida misma, y que no parece lícito tomar demasiado
en serio, pues a la vida, es bien sabido, le encanta hacer bromas: melodrama.

Borges, viejo de siglos y a la vez todavía tan sorprendente-mente joven como para
continuar escribiendo poesía, dice en uno de sus últimos poemas:

Sé que he perdido tantas cosas que no podría contarlas y que esas perdiciones,
ahora, son lo que es mío.
...

Sólo el que ha muerto es nuestro, sólo es nuestro lo que perdimos.

...

Todo poema, con el tiempo es una alegría.

Nuestras son las mujeres que nos dejaron, ya no sujetas a la víspera, que es
zozobra, y a las alarmas y terrores de la esperanza.

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No hay otros paraísos que los paraísos perdidos.

("Posesión de ayer", 1983).

En Europa es necesario hacer la cola. En Latinoamérica uno siempre está


buscando los mecanismos picarescos para saltarse al que está delante de uno.
Ardides y astucias no lícitas, es obvio, desde el punto de vista de una moral, pero
al parecer válidas si se toma en cuenta la sola supervivencia física. En Europa la
cola, de algún modo, te está señalando el camino, del vientre a la tumba, que
debes seguir. El estudiante, en la universidad, si aspira a ser catedrático debe
esperar a que el profesor muera; o contribuir, de algún modo, a acelerar su
deceso; mientras tanto no tendrá más remedio que seguir allí, en la cola. La cola
donde aguardará, impaciente, su turno para hacer lo que ya sabe que no le queda
más remedio que hacer. Nada, pues ya todo está hecho.

Quizás por ello me conmovió, en Alemania, hallar dos instituciones donde en


mitad del tiempo productivo se halla tiempo para otro tiempo más fecundo: el
tiempo de perder el tiempo. Allí donde la compulsión de hacer cosas se atenúa; y
el complejo de culpa ante el hecho irrefutable de producir algo no productivo
desaparece. Me refiero a la "Konditorei", o pastelería para las señoras; y a la
taberna, sobre todo en Munich y la región bávara, para los hombres. En la
"Konditorei" he visto a las viejas damas con su perro, su abrigo, su maquillaje y
sus perfumes, eligiendo pasteles y conversando con las amigas, sin despojarse en
ningún momento de sus sombreros, para todos los gustos. La verdadera
civilización, en Europa como en América, en el café como en la "Konditorei", son
esos rituales ya inconscientes, esas costumbres que se siguen sin saber por qué.
Tres mujeres alemanas se reúnen y piden una botella de champaña. Parecen
felices en su parloteo infatigable, y de seguro lo son. Están alegres.

Una vez terminada la botella miran los relojes, se despiden y se van. En ese
momento quedé estupefacto: eran demasiado tacañas con su tiempo. Conscientes
de haberlo invertido bien, no podían dilapidarlo. Se corría el riesgo de ser mucho
más felices, de encontrar, gracias al estímulo combinado de la atmósfera y el
alcohol, una verdad, aún no conocida, o una nueva desilusión. En Colombia, en
cambio, me dije, todo hubiera sido distinto. Éramos un país tan pobre que lo único
que teníamos en exceso era el tiempo, tiempo para botarlo y regarlo y
malemplearlo. Tiempo que debía ser entregado a manos llenas, ocultando con ese
derroche el remordimiento inevitable pero en el fondo dichoso por el margen de
arbitrariedad que nos habíamos concedido.

No cumplimos con nosotros mismos, con lo que nuestra conciencia nos dicta, sino
con esa ley mayor que nos rige, y que es indescifrable en sus últimos designios:
las cosas había que llevarlas hasta su límite aun sabiendo que, quizás, en ese
arrebato extremo sólo hallaremos, de nuevo, la frustración de la cual pretendíamos
alejarnos. El deber inexorable que intentábamos, tahúres candorosos, engañar
con tal estrépito. Habíamos perdido, de nuevo, un día; se nos había ido la vida,

Oscar Torres Duque 311


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pero también, quién lo duda, habíamos sido felices. La frustración que es la otra
cara de la dicha.

En América Latina no parecía necesario hacer un esfuerzo demasiado grande


para ser feliz. Bastaba con estar allí, en el café, desocupados e indolentes,
fabulando planes infalibles para ser ricos, seguros, de algún modo, de que la
felicidad vendría y se sentaría a la mesa. En Europa la felicidad resultaba más
prolija y elaborada. Aunque la relación se establece sin demasiados trámites
previos, los sentidos se demoraban en responder a su presencia, como si una
larga cautela hubiese amortiguado sus reacciones. El cuerpo, de algún modo, se
había hecho rígido: se había educado, no para lo mejor, sino para controlar sus
reacciones. Para mirarse a sí mismo, prisionero de una armazón que conviene
aceitar con trotes, dietas y vitaminas.

Los hombres que beben en las cervecerías de Munich —las mismas donde Hitler
pronunció sus primeros discursos— y que conservan, en aparadores de metal, el
jarro con su nombre y el pequeño barril con su cerveza preferida, se hallan, por su
parte, cumpliendo también una rigurosa misa laica: están perdiendo el tiempo.
Gritos exuberantes y el sentimentalismo fácil de la orquestica, la cual con sus
melodías monótonas y sus sincopadas marchas militares, llena todo el ámbito.
Así, todos ellos, se hallan entregados al cumplimiento de un ceremonial milenario.
Ceremonia que sobrevive incluso a las infamias del turismo pero que debido
precisamente a su vetustez, ya se ha hecho rígida. Es una defensa, no una
apertura. Un último refugio.

Cuando el nacionalismo se exacerba, de nuevo, y el interés por la astrología, la


cábala y el Oriente, crecen, de modo inexorable, estos hombres insisten en
mantener vigente una actitud compartible: la de perder el tiempo. La de encontrar,
entre la impersonalidad de las oficinas y el tedio de los impuestos y el hogar, un
momento de humanidad, de escapatoria libremente elegida. Estos hombres,
panzones y rubicundos, parecían dejar atrás el anuncio de una nueva catástrofe, y
la estupidez cretinizante de la propaganda comercial por televisión, en el
propósito, nunca soslayado, de encontrar calor y camaradería. De celebrar, juntos,
un mismo alboroto compartido.

En ambos casos, en el café bogotano como en la taberna bávara, era visible el


mismo mecanismo. Aquél que nos lleva a escribir novelas o a fabular poemas. A
perder el tiempo, cultivando los sentidos, e indagando, en ese no hacer nada, por
verdades básicas. Las que atañen a nuestro propio carácter, y a la convivencia
con los otros; las que se refieren a nuestro tránsito sobre la tierra, que es siempre
una relación entre personas: yo y el otro, los otros y yo. De allí arranca la novela:
de un café, de una pastelería, de una jarra de cerveza, porque precisamente
gracias a ellos, el alma se despliega. Molicie, pérdida del tiempo, entrega, no al
fluir místico sino a lo más cotidiano, en esas pausas en las cuales recobramos la
energía, las gentes piensan cosas quizás insustan-ciales pero necesarias: piensan
en sí mismos, dialogan con los otros. Los negocios se suspenden y se oye, con
una nitidez perturbadora, el transcurrir del tiempo. Ese mismo tiempo que toda

Oscar Torres Duque 312


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escritura registra. Ahora, cuando las primeras máquinas de la inteligencia


electrónica, con sus luces estrábicas y sus batallas galácticas, están a disposición
de todos los niños, es obvio que ellas desplazarán a los últimos ingenios,
arrinconados en los cafés y dedicados a resolver crucigramas, a descifrar el
lenguaje. Una época se acaba. La misma, por ejemplo, que novelistas como
Salvador Garmendia, en Venezuela, o Luis Fayad, en Colombia, vuelven,
finalmente comprensibles, gracias a sus novelas. Pero sus novelas, al contrario de
las novelas-diarios de Peter
Handke, que siempre nos ofrecen la tautológica claustrofobia de alguien que se
descompone, en infinitas sensaciones, bajo una lámpara de neón, tratan, por el
contrario, de la peripecia de esos pequeños seres que aun a pesar de su
reducción al punto límite, a la nada gozosamente conquistada, todavía son
capaces de arrojar una titilante luz sobre el ámbito por donde se desplazan. Son
como sombras iluminando oscuridades.

Se ha acostumbrado, de modo nocivo, a considerar la novela latinoamericana


como próxima al mito, un tanto surrealizante, en el mal sentido de la palabra,
dependiente del realismo mágico, etcétera, etcétera. Pero lo único cierto es que si
los latinoamericanos escribimos novelas es porque aprendimos a hacerlo
saqueando modelos europeos. Ahora, quizás, los europeos recobren algo de su
menguada potencialidad narrativa, expoliando, una vez más, las riquezas de estas
tierras, precozmente desérticas pero capaces aún de hacer con su tiempo perdido,
con el pretendido desfase impuesto por la historia europea, algo propio y único. La
Residencia en la tierra, de que hablaba Pablo Neruda. La Piedra de sol, que
mencionaba Octavio Paz.

En algo que parece una novela, pero que es en realidad un ensayo —Respiración
artificial, de Ricardo Piglia, 1980— este autor argentino demuestra cómo Kafka y
Hitler, en febrero de 1910, se encontraron en el café Arcos, de Praga, y
conversaron largamente. Pero esta verdad poética es apenas metáfora de otra
realidad más concreta: ¿por qué todo lo europeo, al llegar al trópico, se disuelve y
se degrada, convirtiéndose en su más acerada parodia?

Parecería que el destino del Nuevo Mundo es reflejar, distorsionados y


esperpénticos, los caracteres del Viejo, del mismo modo que el hijo satiriza al
padre revelándole, como una afrenta, todo cuanto hay de incumplido en su vida.
Todo el tiempo que perdió y que ahora, también, el hijo comienza a gastar, como
si la herencia fuese eterna. Pero sabemos que las fuentes de los ríos también se
secan y es necesario empezar a descubrir, por nuestra cuenta y riesgo, los
métodos para sobrevivir, en medio del desierto.

Oscar Torres Duque 313


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Los Múltiples Daríos

Juan Gustavo Cobo borda

Comencemos por limpiar el escenario y descartar una idea fácil. Rubén Darío no
fue un cantor de princesas, cisnes y jardines de Francia. No. Rubén Darío, hay
que decirlo desde el comienzo, fue el más importante poeta americano. El más
vigoroso, el más diverso, el de mayor sensualidad y música incomparable. El que
con mayor clarividencia penetró en el misterio de las cosas y el que con mayor
intensidad logró transmitirnos su reacción sensible y exacta.

Leyéndolo despacio, mirando debajo de las máscaras que utilizaba, podemos


descubrir una poderosa corriente verbal, estremecida y luminosa, que nunca cesó
de expresarse a través de los ropajes verbales variados.

José María Vargas Vila, el colombiano que escribió un libro sobre él, contaba
cómo este mestizo nicaragüense, llevado por la marea del alcohol, desembocaba
en una especie de piélago mediúmnico, de estancamiento sonámbulo, del cual
iban aflorando las imágenes claves de sus memorables poemas. En su forma de
componer había algo de trance, como lo recordó otro colombiano, Eduardo
Carrasquilla Mallarino, quien fuera su secretario.

Atrás quedaba su trabajo periodístico. Las precarias dignidades diplomáticas. Las


engreídas susceptibilidades de sus amigos literatos. Sus patéticos dramas
conyugales. Y la fuerza de sus sueños, siempre en entredicho ante una realidad
amorfa. Allí dentro, en cambio, y desde la boca de la sombra, no cesaba de manar
el caudal feliz de su palabra. Una búsqueda perpetua y un aliento que apenas si
cesó con la muerte. Como lo dijo en un poema de 1901:

Yo persigo una forma que no encuentra mi estilo,

botón de pensamiento que busca ser la rosa.

Como en cualquier otro poema de Darío, en estos catorce versos, elegidos al azar,
se encuentran varios de los caracteres que se le han atribuido. Su interés por el
pasado clásico, su lectura atenta de los románticos franceses, en este caso
Nerval, el transfondo ocultista —"los astros me han predicho la visión de la
Diosa"— la fluida elegancia, la alusión a la Bella Durmiente medieval; y sin
embargo, más allá de esta superficie, ensamblada y taraceada con primor, surge
la conturbadora presencia de unos versos inmóviles en su belleza:

Y en mi alma reposa la luz como reposa

el ave de la luna sobre un lago tranquilo.

Oscar Torres Duque 314


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Núcleo vital que da paso, en los versos siguientes, a la perpetua carrera de este
Aquiles detrás de la tortuga quimérica: la poesía.

Y no hallo sino la palabra que huye,

la iniciación melódica que de la flauta fluye

y la barca del sueño que en el espacio boga.

Versos a la vez quietos y dinámicos que desembocan luego, con la misma


capacidad de armonía y ritmo, en esas dos líneas finales que cerrando el poema
lo abren hacia una dimensión insospechada; el sollozo de la fuente y el cuello del
gran cisne blanco que lo interroga.

Aquí están ya esos cisnes, tan vilipendiados luego, que él enaltece como una
encarnación en la tierra del enigma de la naturaleza.

Darío era un poeta, un gran poeta, y en consecuencia utilizaba todo lo que


estuviese a su alcance para expresar sus sentimientos. Como lo vio bien Ángel
Rama refiriéndose a la renovación democrática del modernismo, ésta se daba a
través de múltiples máscaras:

La democratización progresiva de este largo tiempo se pone a revisar la historia


como una guardarropía de teatro. Al principio parece gastar parsimoniosamente el
tesoro que descubre, dándole años de utilidad a cada disfraz, pero la apetencia se
acelera con el ejercicio, cada vez más intensamente devorada por el placer del
enmascaramiento y, cuando llegamos al fin del siglo XIX, presenciamos una
explosión: el eclecticismo artístico de la época suma indiscriminadamente los
trajes de los más variados tiempos, apela a todos los estilos (renacentista, gótico,
helénico, oriental) y concluye en un abigarrado bal masqué1.

Baile de máscaras: la reina y su corte, disfrazadas de pastores. Otros, de buenos


salvajes. Los caudillos de la revolución, de tribunos romanos. Los jóvenes
románticos de pajes medievales. Al final del siglo, Verlaine recupera el rococó de
las fiestas galantes. Es ya un disfraz del disfraz.

Muchos de estos disfraces son los que utiliza el propio Darío, en pos de esa
verdad última, e íntima, que bien podía simbolizarse con el tópico del "vino de
oro". Vitalidad cordial que impregna sus textos y les otorga una alegría creadora
imposible de comparar con ningún otro poeta de su época y de su lengua.
Luminosidad insólita, capaz de abarcar el mundo con su mirada e incorporarlo al
ritmo de sus latidos verbales: "Es incidencia la historia. Nuestro destino supremo
está más allá del rumbo que marcan fugaces las épocas. Y Palenke y la Atlántida
no son más que momentos soberbios con que puntúa Dios los versos de su
Augusto Poema". (De "Salutación al águila").

Oscar Torres Duque 315


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El mundo como poema. El poeta como creador. Hay, en consecuencia, tantos


Daríos como facetas tiene la naturaleza humana o como cambios experimenta el
paisaje. Están el jocundo y el triste, el travieso y el sarcástico, el risueño y el
crepuscular, el doméstico y el trascendente. El Darío que juega con las palabras y
el Darío a quien las palabras atraviesan y dejan inerme, desnudo ante su lector.

Hay que pensar entonces en que varios de sus poemas fueron escritos por
encargo, y sujetos a un tema específico. Hay que tener en cuenta también que
muchos otros fueron versos de ocasión para álbumes de señoritas o señoras,
brindis en banquetes o culminación de festejos más o menos patrios. Otros, cómo
no, solicitudes de amigos para engalanar con su firma las primeras páginas de sus
libros, todo ello en una época en que el poeta formaba parte del escenario cultural
de repúblicas recién hechas, retrocediendo en importancia pero conservando aún
ciertas prerrogativas, más de adorno que reales.

Con su poesía pagaban sus puestos públicos. Así lo honró Rafael Núñez,
nombrándolo cónsul colombiano en Buenos Aires, y así lo reconoció Darío
dedicándole un poema en vida y otro con motivo de su muerte. Pero lo insólito no
es esto, sino la capacidad de Darío para llevar la poesía mucho más allá del lugar
en que había quedado: "No se tenía en toda la América española como fin y objeto
poético más que la celebración de las glorias criollas, los hechos de la
independencia y la naturaleza americana: un eterno canto a Junín, una inacabable
oda a la agricultura de la zona tórrida, y décimas patrióticas". (De Historia de mis
libros).

En su caso el costo de pertenecer a determinada época no fue demasiado alto:


siempre, más allá de fórmulas y esquemas rituales, asoman versos de singular
pureza. Ya desde sus primeros libros tentativos, del año 1885, donde los poemas
eran demasiado largos, digresivos y pomposos, los contrapuntos de su poesía,
entre la florida primavera y el cáncer del escepticismo, nos sitúan de lleno en su
ambiente. "La edad presente es de lucha", decía. Sin embargo, años más tarde
iría más a fondo: ¡Qué queréis! Yo detesto la vida y el tiempo en que me tocó
nacer. Sin embargo, dentro de un fin de siglo donde primaba el nihilismo
iconoclasta, no dejó de señalar:

...se va Dios: ¡esto es horrible!

Contener es imposible

esa gangrena moral.

Pero su poesía no se convirtió en un debate ideológico ni en un lamento por la fe


perdida, dentro de la secularización progresiva que las ciudades incrementaban.
En la citada "Introducción" a sus Epístolas y poemas terminaba con esta frase: ¡Y
después de todo, siento/ que algo hay en mi corazón! Era en su corazón en donde
iban a transcurrir sus mejores versos. Tal su torre de marfil. Su refugio más
universal.

Oscar Torres Duque 316


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Todos los hombres y ninguno

Primero buscó en vano las viejas musas, en una compenetración admirable con
sus azules cielos y "las balsámicas brisas del Egeo". Pero en una época donde los
parnasianos tallaban, sin pausa, el marfil de sus camafeos helénicos, Darío no
vaciló en escribir: rodaron las estatuas de los pórticos/ y enmudeció el oráculo de
Delfos. El viejo templo de mármol, donde los neoclásicos se ajustaban la toga,
estaba vacío. A Darío sólo le quedaba él mismo. Su fuente interior. Lo expresó de
modo admirable: Yo tenía quince años: ¡un estrella en la mano! Ya estaba yo
nutrido de Oviedo y de Gomara.

En su natal Nicaragua, al leer a los cronistas de Indias, tuvo una cabal


comprensión del proceso literario, añadiéndoles una sólida lectura de los clásicos
españoles, en la edición de Rivadeneira —al fin y al cabo, la lengua en que
escribía—, las Rimas de Bécquer y el descubrimiento de Víctor Hugo a partir de
1882, gracias al salvadoreño Francisco Gavidia. Con ello "surgió en mí la idea de
renovación métrica, que debía ampliar y realizar más tarde". Incorporación de las
ventajas verbales de otras lenguas, como el francés, sin olvidar su raíz española.
El programa, según sus propias palabras, podría sintetizarse así: "Abandono de
las ordenaciones usuales, de los clisés consuetudinarios; atención a la melodía
interior, que contribuye al éxito de la expresión rítmica; novedad en los adjetivos;
estudio y fijeza del significado etimológico de cada vocablo; aplicación de la
erudición oportuna; aristocracia léxica".

Lo sintetizó también, de modo esquemático, en un poema de 1884 dirigido a


Ricardo Contreras:

Es preciso montar en el Pegaso

para sonar la cítara de oro

de León, o el rabel de Garcilaso.

Plena libertad para movilizarse en el tiempo y en el espacio, utilizando cualquier


imaginería con la cual se hubiese identificado, en favor de su voz propia. Gústame
de emplear en lo inventado/ el sutil anacronismo.

Rasgo típico de una época sincrética, que no vaciló en echar mano de múltiples
pasados, del medieval al renacentista, y del coquetón y almibarado siglo de
Watteau a Nietzsche. Como lo señaló Giovanni Allegra, al hablar del "modernismo
como antimodernidad" 2 , dicho movimiento cuestionaba el progreso, y a la opinión
pública, masificada y burguesa, con su retorno elitista y utópico a una idealidad
aristocrática. La misma, de otra parte, que anima el Ariel, de Rodó, con su
dicotomía latina-sajona, y su balanza inclinada a favor del triunfo del Espíritu y no
del Calibán pragmático y materialista.

Oscar Torres Duque 317


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Pero lo que era un planteo ideológico se convertiría en Darío, con los años, en
encarnaciones vivas y palpitantes, como en el poema titulado, por cierto,
"Pegaso". El caballo mitológico se había vuelto su propio arrebato creador: ya era
uno con él. Esa capacidad de metamorfosis para ser todos los hombres, y
ninguno, toda la historia, y la suya propia, se torna aún más valiosa,
por su laconismo, en un hermoso poema de 1893 titulado "Metempsicosis":

Yo fui un soldado que durmió en el lecho

del Cleopatra la reina. Su blancura

y su mirada astral y omnipotente.

Eso fue todo.

¡Oh mirada! ¡Oh blancura y oh aquel lecho

en que estaba radiante la blancura!

¡Oh la rosa marmórea omnipotente!

Eso fue todo.

Y crujió su espinazo por mi brazo;

y yo, liberto, hice olvidar a Antonio.

(¡Oh el lecho y la mirada y la blancura!)

Eso fue todo.

Yo, Rufo Galo, fui soldado, y sangre

tuve de Galia, y la imperial becerra

me dio un minuto audaz de su capricho.

Eso fue todo.

¿Por qué en aquel espasmo las tenazas

de mis dedos de bronce no apretaron

el cuello de la blanca reina en broma?

Eso fue todo.

Oscar Torres Duque 318


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Yo fui llevado a Egipto. La cadena

tuve al pescuezo. Fui comido un día

por los perros. Mi nombre, Rufo Galo.

Eso fue todo.

Rubén Darío soñaba y era tal la intensidad de su sueño y la fidelidad a él, que se
convertía en Rufo Galo. Un hombre, como todos, que conoció el placer y la gloria
y que desaprovechando el instante cayó a tierra, como todos.

Del mismo modo que Shakespeare fabricó su Italia, su Dinamarca o su Roma, así
Darío se inventó su Oriente, su Egipto o su Francia. Gracias a ello la literatura
latinoamericana conquistó una libertad insospechada. Esos escenarios armados
sólo con el fuego de su palabra le sirvieron para manifestar, con una "inteligencia
sensitiva", una modulación, un tono, un habla inconfundi-blemente nuestra, que
podía ir de la España del Cid a los Luises de Francia sin descartar a Moctezuma o
los centauros. Todo cabía en sus páginas, pues todas ellas eran escritas por el
mismo hombre; en búsqueda de su expresión.

Aquel artista exigente que consideraba la novedad como renovada tradición, y el


impulso verbal como fuerza capaz de romper los límites, siendo a la vez docta y
pura. Un poeta culto que era a la vez un poeta siempre dispuesto a sorprenderse
con la maravilla inexhausta del mundo. De ahí su imagen recurrente de un
cerebro-caracol-corazón, donde todas las cosas resuenan. Como en la mágica lira
de Orfeo, así se recobra la armonía divina y se logra que seres, piedras y árboles,
hablen de nuevo.

"Tenemos una curiosidad infinita y es posible que América sea el continente de


mayor número de personas con curiosidad que existe. Tenemos poblaciones de
curiosos" 3 . Esto lo dijo Germán Arciniegas hablando de Rubén Darío y su
curiosidad de provinciano ávido.

Gracias a ella se interesó por la música de Wagner y la pintura de Velásquez. Y


fue esa apetencia la que lo llevó a recorrer medio mundo, de Chile a la Argentina,
de España a Francia, de Nueva York a su natal Metapa.Un vasto periplo dentro
del cual su personalidad irradiante iba agrupando las fuerzas de una renovación
estética radical. Así lo proclamaba:

¿América la joven, no está llena

de inspirados cantores? ¿Desde el Plata

a la región que baña el Magdalena

un glorioso rumor no se desata?

Oscar Torres Duque 319


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Contribuyó, de modo decisivo, a propiciarlo, y llevó hasta España la buena nueva:


el retorno de las carabelas, con un idioma como no se había escuchado antes.

Ya el hosanna

glorioso y la apacible cantilena

cunden con melodía soberana

elevando con pauta majestuosa

la dulzura del habla castellana.

Pero no sólo era la dulzura nemorosa del Garcilaso lo que Darío y sus pares
buscaban. Ni tampoco la sabia "frase de fuego", llena de "sagrado encono", con la
cual Quevedo llevó a cenizas últimas el esplendor barroco de nuestro idioma. Era
algo más: una lengua propia.

Lo que Darío propugnaba en estos sus primeros versos, al elogiar tanto a Víctor
Hugo como a Juan Montalvo, era un reconocimiento de lo americano por parte de
"la cansada Europa". Sabía que si "por boca de Platón habla Dios mismo",
también volverá a sonar y a conmover el mundo/la ruda carcajada de Cervantes.
Su idealismo tenía ahincados los pies en la tierra. Podía partir en su arriesgado
viaje. Lo vio Baldomero Sanín Cano en su nota necrológica de 1916:

Rubén Darío se auscultó a sí mismo, desde los primeros momentos de su carrera,


y descubrió, no sin agrado, que era el poeta americano moderno. Se atuvo con
firmeza a este descubrimiento, organizó su vida dentro de los auspicios de esa
carrera y quiso desentenderse de cuanto pugnara con ella o le fuera extraño. En
esto estriba lo mejor y más sustancial de su fuerza. Él dedicó todas sus energías
al arte para cuyo cultivo se creía, y en efecto estaba, predestinado.

Poema americano

Cantó así lo americano con un entusiasmo juvenil, donde todo era posible:
"¡América es el porvenir del mundo!". Y esa sincera confianza no se extinguiría
nunca, por más que las tierras de los chibchas, Cuzco y Palenque hayan visto
"engalanadas a las panteras", en la grotesca sucesión de dictadores tropicales. Y
comenzará a sentir las depredaciones de Estados Unidos, como fue el caso de
Cuba, en 1898, y la pérdida del Canal de Panamá, en 1903, que incidieron, de
modo decisivo, en la conciencia política de la generación modernista, tanto en
América como en España. La carencia de una vida civil estable terminaba por
envilecer la prosa.

...y tras encanalladas revoluciones

Oscar Torres Duque 320


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la canalla escritora mancha la lengua

que escribieron Cervantes y Calderones.

Escritor consciente de su instrumento verbal, y de la preservación del mismo,


mediante la exploración creativa, Darío le confirió al español una agilidad y una
presteza que nunca antes había gozado. Lo convirtió en pintura, júbilo y danza,
ampliando sus fronteras, incorporando novedades foráneas, sin hacerle perder,
por ello, el espíritu de la lengua. Por el contrario: ahondaba en su cauce y le
confería el máximo esplendor. El de un apasiona-miento que no olvidaba la ironía.
El de un rapto que no desdeñaba la introspección.

Así, y con respecto al tema americano, recuérdese el humor conversado de su


"Epístola a la Sra. De Lugones", donde reconoce: Yo pan-americanicé/ con un
vago temor y con muy poca fe. Por más que fuese un hombre público, que asistió
al 4º Centenario del Descubrimiento de América, en Madrid; a la III Conferencia
Internacional Americana, en Brasil; y en 1910 a las Fiestas del Centenario de la
Independencia, en México, sus cantos épicos, en pro de la Americanidad y la
Hispanidad, y la unión de las dos, siempre poseen, al margen de la intimidante
grandeza del propio tema, un fervor contagioso que sobrepasa la retórica y
desemboca en el simple y sonoro placer de la palabra. Era, además, como todo
poeta, un hombre que veía las dos caras de las cosas. Que saluda-ba, con
optimismo, al águila del Norte y criticaba, con agudeza, a Teodoro Roosevelt.

Como auténtico poeta no hay que olvidar, entonces, cuanto de simple juego y
deleitable artificio hay en toda su obra. Otro síntoma de su grandeza era su
capacidad para entregarse a lo mínimo e intrascendente, con felices resultados.
Un poema, por ejemplo, titulado "Fioretti". Allí una bella pecadora parisiense va a
la iglesia, se confiesa y no da señales de arrepentirse en exceso. El tema, por un
romántico, podría haber sido tratado a lo patético y el castigo, por sus devaneos,
resultar un tremebundo infierno. Darío prefiere decir apenas: Pecaditos de rosa y
seda/ ¿qué mal te van a hacer, Señor?

Había algo encantador y afable en su mirada, que, en otro caso, viendo bailarinas
algo gordas, le hacía exclamar: y aunque es un poco jamona / muy bien que se
zarandea. O reconociendo un pájaro, lo caracterizaba en esta forma "chismoso y
petulante, charlando va un gorrión".

No es justo, en consecuencia, descartar una zona suya, de humor, galanteo y


gracia, dejándolo fijado apenas en los himnos robustos y marciales. En ella, como
en sus grandes poemas de introspección anímica, y desgarramiento vital, o en sus
relumbrantes frescos, de sonoridad y brío, está el mismo artista visionario.

O el gran poeta erótico, que también en pequeños poemas como sus Dezires,
layes y canciones, obtiene joyas perfectas y turbadoras, como al final de este
"Loor", donde su elogio de la carne ya no requiere ni de la ambrosía o el néctar
como mediadores. Aquí es directo y mágico a la vez:

Oscar Torres Duque 321


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La blanca pareja anida

adormecida:

aves que bajo el corpiño

ha colocado el dios niño,

rosa armiño,

mi mano sabia os convida

a la vida.

Por los boscosos senderos

viene Eros

a causar la dulce herida.

Fin

Señora, suelta la brida

y tendida

la crin, mi corcel de fuego

va; en él llego

a tu campaña florida.

No se podía decir más con menos. Pero este hombre exaltado por el cuerpo
femenino era el mismo hombre que se asomaba al pozo inexorable del desgaste
vital y que, aun así, ante esa real hecatombe, la conjuraba con versos exactos.
Haremos danzar/ al fino verso de rítmicos pies. Muestran ellos, si se quiere, la
transición entre su gentil galantería y su madurez asumida, con resultados que son
gloria de nuestro idioma.

Nocturno

Quiero expresar mi angustia en versos que abolida

dirán mi juventud de rosas y de ensueños,

y la desfloración amarga de mi vida

Oscar Torres Duque 322


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por un vasto dolor y cuidados pequeños.

En estos cuatro versos, comienzo de un poema más extenso, Darío le otorga a la


palabra esa densa y magnífica presencia humana que lo hará inolvidable. Se
había interrogado a sí mismo, hallando muchos "momentos de abismo" y había
llorado en el instante en que se apagaba el proverbial sol de su energía. Pero
nunca, ni en la depresión más honda y muda, dejó de mantener viva la devoción
de la Alta Poesía/ y de Nuestra Señora la Belleza.

Estas palabras, que pueden resultar hoy un tanto grandi-locuentes, asoman,


frescas e intactas, por todos los ángulos de su obra. En ella se respira poesía y
belleza al tratar el paisaje, al referirse al mar, al describir un volcán o un terremoto,
al pintar una tarde de trópico, al elogiar a una mujer o acompañar a un amigo, al
leer un libro o beber un vino, al tener miedo y al sentirse solo. Al contemplar, como
en "Pájaros de las islas", verdades mucho más altas, a partir de lo más cotidiano:

Pájaros de las islas, ¡oh pájaros marinos!

Vuestros revuelos, con

ser dicha de mis ojos, son problemas divinos

de mi meditación.

Y con las alas puras de mi deseo abiertas

hacia la inmensidad

imito vuestros giros en busca de las puertas

de la única Verdad.

El vigor de su mente impar había aprendido a leer en las constelaciones. La cifra,


el enigma del mundo, se había abierto ante su palabra enamorada. Por esa puerta
penetraba en la verdad humana. La de uno de sus poemas finales, dedicado a la
compañera de sus últimos días, la campesina española Francisca Sánchez. A ella,
que viene de "campos remotos y ocultos", sólo se atreve a pedirle:

...hacia la fuente de noche y de olvido,

Francisca Sánchez, acompáñame...

Por haber creído en el poder redentor de la poesía, sus versos no se olvidan. Lo


supo muy bien Jorge Luis Borges, al redactar, en 1967, su "Mensaje en honor de
Rubén Darío":

Oscar Torres Duque 323


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Cuando un poeta como Darío ha pasado por una literatura todo en ella cambia. No
importa nuestro juicio personal, no importan aversiones o preferencias, casi no
importa que lo hayamos leído. Una transformación misteriosa, inasible y sutil, ha
tenido lugar sin que lo sepamos. El lenguaje es otro. Variar la entonación de un
idioma, afirmar su música, es quizá la obra capital del poeta.

Todo lo renovó Darío: la materia, el vocabulario, la métrica, la magia peculiar de


ciertas palabras, la sensibilidad del poeta y de sus lectores. Su labor no ha cesado
y no cesará: quienes alguna vez lo combatimos comprendemos hoy que lo
continuamos. Lo podemos llamar el Libertador.

Oscar Torres Duque 324


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Luis Carlos Restrepo

En defensa de la dependencia afectiva

Luis Carlos Restrepo (nacido en Filandia, Quindío, en 1954) es psiquiatra y


filósofo, y desde la publicación, en 1983, de su primer libro, Libertad y locura, ha
venido sondeando un discurso literario, lúdico, antirretórico y antiacadémico que
subvierte, por una parte, la tradicional imagen autoritaria de quien escribe desde el
saber y su práctica (el psicoterapeuta), y, por otra, los propios límites
disciplinarios, pretendidamente científicos, de su formación. En otras palabras,
voluntariamente Restrepo ha querido escribir ensayos libres sobre sus temas
personales de reflexión, procurando acercar su lenguaje a la vitalidad interior que
probablemente busca en sus pacientes.

Y lo ha logrado desigualmente, pero a veces con planteamientos prosísticos


deslumbrantes y con una gran coherencia de pensamiento. Lo ha logrado, tanto
en sus textos más desenvueltos y recursivos (los para-narrativos de Perfiles —
1986— o las "molas" de La trampa de la razón —1989—) como en los más
"profesionales", originados en su labor como asesor de una entidad pública
dedicada a la prevención de la drogadicción.

Su postura es considerada hoy de vanguardia en lo que toca a la "función social"


de los individuos y su derecho a la libertad real; creo que esa lucha por la libertad
y por la reivindicación de los espacios interiores (no "privados") del hombre está
estrechamente relacionada con su elección del ensayo como instrumento de
expresión "no autorizada", como expresión gratuita (y ello a pesar de la carga de
saber y de experiencia profesional que hay detrás).

"En defensa de la dependencia afectiva" es el "finale" y la clave de su libro La


trampa de la razón.

• Bibliografía ensayística:

— Libertad y locura. Bogotá, Ego Puto Editores 1983. Reeditada en 1991 por la
Universidad Nacional y en 1995 por Arango Editores.

— Perfiles. Bogotá, Ego Puto Editores, 1986.

— La trampa de la razón. Bogotá, Arango Editores, 1989.

— La droga en el espejo de la cultura. Bogotá, Alcaldía Mayor de Bogotá-Unidad


Coordinadora de Prevención Integral, 1994.

— El derecho a la ternura. Bogotá, Arango Editores, 1994.

— Ecología humana. Bogotá, San Pablo, 1996.

Oscar Torres Duque 325


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— Semiología de las prácticas de salud. Bogotá, CEJA, 1996. Coautor.

En Defensa de la Dependencia Afectiva

Luis Carlos Restrepo

Te amaré al amanecer
cuando el sol no salga,
cuando empieces a oler
a fragancia de mañana.
Me deslizaré sobre ti
como el que hurta,
trashumante que busca su alimento
en tierra extraña.
Maitines a Juana.

En la constitución de un grupo familiar existe siempre un fondo de arbitrariedad.


No hay explicación que pueda justificar, con certeza indemandable, por qué dos
seres decidieron un día convivir y procrear. La razón se pierde en el turbión de la
emoción y si existe causa descifrable, tiene que ver con algo que nuestra cultura
considera vergonzoso: la necesidad de depender.

Dentro de este mundo de héroes y triunfadores solitarios, de superhombres que


sacrifican el afecto al deber, de luchadores que varonilmente se autoabastecen,
reconocer que se depende afectivamente de otro es tanto como exponer a la vista
de todos una terrible enfermedad. Las leyes de la guerra invaden los fueros del
cariño y cuando el amor se torna conquista y la convivencia dominación, no es
aconsejable reconocer que tenemos necesidad vital del enemigo. Se ha dicho que
la pareja establece una alianza por lo bajo y en una sociedad jerárquica y
estratificada, donde la razón es el rey y la emoción el cuarto de san Alejo, tal
afirmación tiene plena validez. Aceptar la dependencia suele por consiguiente
acompañarse de un gran monto de vergüenza. La pareja busca un espacio para la
intimidad, para sus urgencias, para los pedidos que afuera debe callar. Se
comparten secretamente historias y aspiraciones que a la vista de otros
parecerían ruines y mezquinas. Los amantes crean un espacio para el pecado y ni
siquiera la unción celestial, con que la sociedad ha querido institucionalizar la
relación, logra aminorar el monto de culpa que se arrastra.

La gran batalla de la pareja es por lograr un espacio para el goce y la intimidad,


donde pueda ser escenificada la demanda perversa y la fantasía de agresión, el
miedo que carcome y la risa desenfrenada, gran teatro donde la conciencia se
representa y recrea al trocar sus contenidos con los gestos y huellas corporales de
los que un día se nutriera. Son tales el temor y la inseguridad que al regresar por

Oscar Torres Duque 326


Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República

los caminos del cuerpo se generan, que los amantes pierden con frecuencia esta
batalla, quedando atrapados en el dilema de la muerte o la posesión: cuando no
logramos convocarlos al interior de la vivencia erótica, haciéndolos participar de la
plurivalencia y la transformación, los fantasmas se convierten en amos exigentes
que transforman en farsa exigua la plenitud vital que la relación amorosa nos
ofrece.

En este medio llegan los hijos. No han elegido nacer, ni tampoco las convicciones,
religión o política de sus padres; no han elegido la geografía que los acoge ni el
Estado que registra su nacimiento. El entorno y la cultura —fuerzas que querrán
moldearlos a su manera— surgirán como imperativo, una cara más de esa
arbitrariedad inicial que cual telón de fondo acompaña todas las escenas de la
vida familiar. Si no podemos negarla, si está allí como la trama misma de la
vivencia interpersonal, ¿por qué ocultar la arbitrariedad que es soporte de nuestra
existencia? Aquellos que han caído en la manía explicativa e intentan demostrar
razonablemente lo que no es más que voracidad e imposición, pretenden que en
la vivencia íntima la urgencia de cariño se revista de discursos que den justeza y
validez argumental a su pretensión. Intento falaz, pues la dependencia afectiva
sólo accede al lenguaje de la escenificación y del conocimiento implicativo,
constructos cognitivos que encuentran su entable modular en la fantasía y la
patetización.

Esta urgencia de cuerpos que se atraen, que intentan fundirse pero se frustran y
desesperan al evidenciar la torpeza de sus movimientos, aparece en la conciencia
como turbión de fantasías ambivalentes, porque ambivalente es el protoplasma
afectivo en que se asienta nuestra relación. Imágenes que nos seducen y
aterrorizan, escenificando tanto nuestro gozo como nuestro infierno, ante las
cuales el intento explicativo no suele ser más que una defensa, un
empobrecimiento o una nueva forma de dominación.

No es un veto a la palabra ni una condena indiscriminada a la razón. Es señalar la


alternancia de caminos en el conocimiento, así como los límites de una forma de
abordaje que se fractura al intentar explicitar la dinámica del afecto y la
dependencia. ¿Cómo puede la razón, que se ha declarado autónoma y soberana,
acercarse a aquello que la niega? Empeñada en manipular y objetivar, aislar y
analizar, alejar y controlar la conciencia que racionaliza y explica, sólo logra dar
cuenta de la dependencia afectiva compulsándose: Narciso enamorado de su
imagen incapaz de reconocer en la otredad la fuente de la que se alimenta.

En la frontera de la causalidad unidireccional, la vivencia afectiva emerge como


experiencia de desintegración que se nos impone e inunda, vórtice donde la
logística de la guerra desaparece para dar paso a la multidireccionalidad, al juego
y a la transposición de relaciones. Al diluirnos en el otro, dejando que el cuerpo y
la conciencia se alimenten —como un corazón en diástole que abre sus
compuertas para llenarse de la fuerza que después asegurará su independencia—
, es necesario dejar en suspenso la razón, pues un hombre sometido a sus
chantajes es incapaz de soportar la tibieza de la sinrazón afectiva. Tal vez por eso

Oscar Torres Duque 327


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sea frecuente ver a héroes triunfadores de muchas batallas, beneméritos del


poder y de la guerra, de la ciencia y de la gloria, perder irremediablemente la
batalla cotidiana del afecto y la intimidad, pues allí, en la penumbra, en el lecho
sudoroso, los gigantes se derriten y los pequeños muestran toda su voracidad de
afecto.

Cuando, en su afán de conseguir premisas, la tendencia explicativa se entromete


en los momentos más plenos de comunicación afectiva, termina entorpeciendo el
flujo de la corriente fantástica, paralizando el espectáculo de prismas que
deforman y reconstruyen imágenes al compás del vaivén y el isomorfismo.
Afanada por obtener una explicación lógica de la fuerza que la inunda, dispónese
la conciencia a la caza de fantasías que, arrebatadas de su ambivalencia original,
quedan convertidas en imágenes congeladas, fantasmas que acechan, vampiros
ávidos de vida. Obstaculizada la dinámica simbólica, el flujo se oblitera y el árbol
comienza a marchitarse. ¿Qué otra cosa puede suceder cuando las flores, en vez
de alimentarse de la savia que les da hermosura, se vuelven contra el tallo para
detener y disecar el fluido que por él asciende, en una búsqueda compulsiva del
principio que les da la vida?

Vivir la dependencia no debe entenderse como un abandono ciego al


determinismo. Una cosa es compartir la inexplicabilidad de la dependencia
afectiva y otra, muy distinta, que para recibir ese alimento se nos obligue a
constreñir nuestra conciencia, amoldando los patrones de comportamiento a la
arbitrariedad ideológica del padre. Por mandato de la sociedad autoritaria, en el
modelo de la familia que aún sufrimos, se pretende forjar una conciencia infantil
ante la que aparezcan como eternos e inviolables los valores jerárquicos en los
que se asienta la dominación. Conciencia atemorizada, preocupada en exceso por
su seguridad, demandante de calor y reconocimiento, terreno abonado para que
se afiance el chantaje afectivo como mecanismo favorito para obtener del niño
sumisión y obediencia.

Amputado de su comunicación afectiva, entenderá el chico que para ser amado no


debe ofrecer resistencia alguna a la autoridad, modelo de relación que reproducirá
más tarde en sus intercambios eróticos, cuando afirme, como suelen decir los
adultos neuróticos: "Te amo si me das seguridad sobre tu vida". Ecuación que
iguala amor y posesión, núcleo al que remite en su más fina trama la
psicopatología de la vivencia conyugal y cuya presencia conflictualiza en extremo
la vivencia en la intimidad. Dolorosa disyuntiva a cuyo arrobador influjo debe la
lírica sus más excelsos momentos, y el sufrimiento humano la mayor carga de
violencia íntima y desgarramiento.

Abogamos porque el afecto se entregue sin cortapisas, bastándose el adulto con


el placer que le depara establecer un contacto corporal e inmediato con sus hijos.
La circulación afectiva al interior del grupo primario nunca debe detenerse, no
porque tengamos alguna prevención moralista hacia la desinte-gración de la vida
familiar, sino porque en ningún grupo humano ello debe acontecer. El afecto es un
océano donde se intercambian gestos y mensajes, sistema de riego que alimenta

Oscar Torres Duque 328


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la vida social y del cual todos pueden nutrirse, metabolizando cada cual el
alimento en su conciencia donde lo transformará en su elección, única e
inalienable. Para que florezca la libertad —producto que sólo germina en la
conciencia singular—, es necesario que exista un clima de intercambio simbólico y
sensorial donde puedan nutrirse sin chantaje las conciencias. Cabe por eso
diferenciar entre la arbitrariedad de la urgencia afectiva —soporte emotivo de toda
comunidad humana— y la arbitrariedad impuesta por un código moral, una forma
de convivencia o determinado ejercicio de poder. Confundir una y otra,
tornándolas indistinguibles, es treta favorita del autoritarismo, haciendo que la
avidez afectiva
—similar a la que sienten las plantas por el agua, la luz o los nutrientes de la
tierra— sólo pueda ser satisfecha si el niño se pliega a los modelos de desempeño
social impuestos por los padres. Por nuestra parte, consideramos que dar y recibir
afecto debe ser una constante de la convivencia grupal, sin condicionar la caricia y
cercanía corporal a que el otro tome como dogma nuestros caprichos.

La entrega de cariño debe ser una entrega silenciosa, tal como silenciosa circula
la sangre por arterias y venas al compás de un ritmo monocorde e incesante. El
espacio para el cariño es un espacio para la monotonía donde la conciencia debe
poder descubrir las diversas tonalidades de lo cotidiano, la sinrazón de lo
razonable, el caos y el azar que acompañan la existencia diaria. En un ambiente
donde se entregue afecto sin cortapisas, se podrá fantasear a libertad, en silencio
frente al otro. Llevará el hijo hasta el absurdo las convicciones de sus padres, en
un ejercicio de exploración de la intersubjetividad que no tiene por qué convertirse
en causa de alerta familiar; fantaseará la agresión hacia su hermano y el deseo
hacia la madre, labrándose paso a paso un espacio para los sueños. Los padres,
seguros de su necesidad y del afecto que entregan, no conflictualizarán su actitud
—que es también su gozo—, dejando que el niño diferencie entre demandas
corporales y construcciones lingüísticas, entre la inmanencia espacial y las
metáforas del tiempo. El criterio de realidad que los padres transmiten tomará
como paral gestos y movimientos, pues la seguridad que el niño necesita sólo
puede ser comunicada con el cuerpo. Las palabras, creencias, valores e
ideologías, no serán arquetipos fijos e inmutables que terminen doblegando y
tiranizando al diálogo tónico, sino mediadores simbólicos que se construyen y
diluyen al calor de la relación, sin convertirse jamás en avales de verdad o criterios
definitivos de certidumbre. Llenando el nicho afectivo de tacto y de cuerpo e
impidiendo que el lenguaje abandone su forma juguetona y se torne rígido,
directivo y causalístico, contará el niño, cuando lo necesite, con un aval de
seguridad, pudiendo a la vez desorganizar en su conciencia incipiente las formas
simbólicas que se le entregan sin que ello implique el abandono o la segregación.
Entrenado sin chantajes en la dinámica metafórica de la conciencia, podrá un día
acceder a la elección y a la construcción de una nueva verdad.

Es pertinente diferenciar la arbitrariedad que implica la necesidad afectiva, de la


cual ni siquiera podemos librarnos los adultos, de la arbitrariedad ideológica,
confundidas ambas por el autoritarismo. La autoridad impone un límite, pero sin
censurar al niño la expresión de sus fantasías, permitiendo el goce de la

Oscar Torres Duque 329


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reconstrucción y facilitando la exploración de gestos y juegos de palabras. El


autoritarismo liga el gesto a la palabra, sometiendo la expresión afectiva a la
dictadura de un logo ordenador. Al exigir para cada conducta justificación y
explicaciones, el adulto, lo hemos visto, condiciona la entrega de cariño para
formar al niño a su imagen y semejanza, reprimiendo modelos de goce y
convirtiendo al chico en pequeño filósofo que pregunta, prospecta y responde,
marioneta manejada con sutileza por los hilos de la razón autoritaria. Deberíamos
sentir vergüenza ante esos niños que opinan como adultos, actuando como micos
que bailan al son del organillo para complacernos. Cuando el chico, al llegar a la
adolescencia, perciba la manipulación de que ha sido objeto, romperá
violentamente con los caprichos de los mayores, quienes optarán por
desconocerlo, declarándose defraudados e invocando viejos tiempos —que nunca
existieron— en que los hijos respetaban a sus padres. Sólo supera el autoritarismo
quien reconoce que su vida, transitoriamente ligada a la del hijo, se rige por
patrones y criterios diferentes a los que elegirá el chico cuando crezca: ejercicio
valorativo propio de padres abiertos a la vida que anteponen la elección de un ser
humano a la conservación de un patrimonio o a la perpetuación de un rango
nobiliario, adultos que no se dejan dominar por los objetos ni someter por dinastías
que necesitan de nuestros gestos para perpetuar sus privilegios.

Para ejercer la libertad hay que saber vivir la dependencia. Cuando la rebeldía
contra la autoridad se realiza sin calor interior, sin capacidad de buscar y encontrar
alimento afectivo, no se tendrá la fuerza necesaria para romper con aquello que
nos limita, añorándose la protección del poder con el resentimiento de no haber
recibido de padres y adultos el calor que en su momento demandamos; situación
que configura un movimiento circular que dilapida esfuerzos y nos condena a
ciegos caminos autodes-tructivos que conducen de nuevo al servilismo. Sin
autonomía afectiva —capacidad de buscar y encontrar sin conflicto el alimento
emotivo—, el adulto jamás tendrá autonomía intelectual ni logrará adentrarse en la
aventura del conocimiento para reconstruir, desde un sesgo peculiar, el legado de
la cultura. Conflictualizar la dependencia afectiva es la mejor manera de educar
para el servilismo, formando contingentes de autómatas anhelantes de las migajas
de los poderosos. Un niño que ha vivido plenamente la dependencia sabrá con
claridad en el momento de la rebelión adolescencial contra quién se debe levantar
y qué formas simbólicas necesita destruir, acometiendo con astucia y prontitud los
cambios que le urgen.

Hemos dicho que la dependencia no es explicable ni justificable. Es un imperativo


y como tal subyace en la vida de la familia y la pareja, telón de fondo que da el
tono de tensión o armonía a la convivencia primal. Ella puede ser patetizada cual
imagen titilante que señala el límite a la autonomía de la conciencia, cuyos rasgos
cabe recuperar en la escena de la fantasía sirviéndonos de la mimesis, la metáfora
y el disfraz. Explicarla es obligarla a hablar un lenguaje que le es extraño, negando
sus características peculiares mientras quedamos atrapados en la ilusión de la
objetividad. Es además paralizarla —todo análisis supone detener el movimiento—
quitándole su fuerza nutricia y cayendo en la manipulación del afecto en beneficio
de una construcción lingüística o un esquema ideológico. Más que someterla a

Oscar Torres Duque 330


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discusión, la dependencia debe ser escenificada, convertidos nosotros mismos en


mimos de la representación. Entrometer la racionalización en el medio familiar es
colocar diques a la vivencia afectiva para reglamentar los movimientos de la
conciencia. Por eso, tanto como aquellos padres que quieren convertir a sus hijos
en redentores de sus frustraciones y esterilizan su capacidad creadora para
mantenerlos bajo su control, son censurables quienes, cargados de culpas,
temerosos de imponer a sus hijos el arbitrio que de todas maneras les imponen,
les conceden una supuesta libertad, invitándolos a opinar y discutir como si
pudieran tomar determinaciones al respecto. Antes de la adolescencia, más que
concesiones tramposas y autonomías delegadas que esconden la mayoría de las
veces temor al compromiso afectivo, lo que el niño necesita es disposición
corporal; él sabrá ejercitar su libertad.

Que el espacio familiar sea un lugar para la urgencia y el silencio, para las miradas
y el calor de los cuerpos, para la intimidad y la monotonía. Que en él pueda el niño
construir un tablado interior para su fantasía, un espacio propio y singular donde
hacerles trampa a las imposiciones de los adultos y poner en suspenso la realidad
sin tener que explicar sus necesidades o justificar racionalmente sus anhelos. Un
espacio interior que no se colapse ante la presencia de tiranos y poderosos, donde
pueda resguardar, en épocas oscuras de terror, el sagrado derecho a la rebeldía.
La fantasía, franja de libre movilidad que amortigua las demandas de eficiencia e
impide que el sujeto termine apabullado en el juego interpersonal, podrá bailar allí
su danza de posibilidades y, conservando su carácter anfibológico, desplegarse
sin enfrentar la dicotomía de perecer apabullada por la censura o convertirse ipso
facto en realidad. Escena sin retoques que disimulen sus connotaciones agresivas
o exigencias que recorten su desafuero en un marco de orden, unidad y pureza,
porque el ser humano necesita de un magín interior donde tenga cabida el
sinsentido y pueda ser espectador del caos simbólico, reconociéndolo como la
fuente brutal y peligrosa de donde nace su fuerza.

Oscar Torres Duque 331


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William Ospina

Los cien años de Walt Whitman

William Ospina Buitrago (nacido en Padua, Tolima, en 1954) es uno de los poetas
más destacados de las últimas generaciones y ha logrado también constituir un
auditorio de lectores, más o menos grande, en torno a sus libros de ensayos.
Estos libros (salvo el que escribió y seleccionó sobre Aurelio Arturo) no son más
que mapas de sus amores literarios, acompañados en algún caso (Es tarde para
el hombre —1994—) de declaraciones ideológicas sobre la historia y el mundo
moderno. Por lo demás, su actividad de ensayista se ha ido acrisolando en textos
sin pretensiones de crítica literaria, textos agradecidos y que exaltan la maravilla
del mundo estético (el mundo bello, que no es este mundo), y textos en que brillan
el talento y la elegancia de un prosista clásico, de ideas muy claras (casi que
tipificadoramente reaccionarias) y de medido ritmo poético.

Aunque Ospina se afianzó como ensayista en algunas publicaciones culturales —y


paralelamente al surgimiento "social" de su imagen como poeta—, desde hace
tres años viene publicando libros que recogen su trabajo publicado e inédito; es
decir, es uno de los pocos ensayistas que en nuestro país puede darse, digamos
el lujo, de publicar libros de ensayos (no un solo ensayo) conformados en buena
parte con materiales inéditos que van saliendo directamente de su rincón de
alquimista de las palabras a la imprenta y la encuadernadora. Es un importante
antecedente, pues esta manera de "producir" libros es valiosa en cuanto el autor
tenga un carácter prosístico y una personalidad intelectual definidos y de alto nivel
literario. Y William Ospina los tiene, no importa qué tan discutibles (o mejor,
gracias a ello) resulten sus ideas o sus visiones de otros autores.

El ensayo sobre "Los cien años de Walt Whitman" pertenece al libro Esos extraños
prófugos de Occidente (1994).

• Bibliografía ensayística:

— Aurelio Arturo. Bogotá, Procultura, 1990.

— "Poesía indígena", "Poesía de la Conquista" y "Poesía de la Colonia". En:


Historia de la poesía en Colombia. Bogotá, Casa de Poesía Silva, 1991.

— Es tarde para el hombre. Bogotá, Norma, 1994.

— Esos extraños prófugos de Occidente. Bogotá, Norma, 1994.

— Los dones y los méritos. Cali, Universidad del Valle, 1995.

— Un álgebra embrujada. Bogotá, Norma, 1996.

Oscar Torres Duque 332


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Los Cien Años de Walt Whitman

William Ospina

En alguna de sus páginas personales, John Milton sostuvo que el poeta lírico
puede permitirse tomar vino, pero el poeta épico sólo agua, y tal vez fue Bernard
Shaw quien dijo que la naturaleza se burla de la necedad de los hombres ya que
el agua no sólo es mucho más sutil y deliciosa que el vino sino considerablemente
más barata. Walt Whitman, el infatigable y cósmico hijo de Manhattan, no habría
dejado de aprobar ambas afirmaciones. Sabe que el mundo está lleno de
maravillas pero siente que su deber principal es celebrar la pureza de los
elementos; no alabar las cosas por su rareza, como suelen los hombres, sino por
su abundancia y su frecuencia; cantar, tal vez, lo extraordinario, pero sólo después
de divinizar lo común.

ésta es la hierba que crece donde hay tierra y hay agua,

éste es el aire común que baña el planeta.*

Por eso, casi al comienzo de su "Canto a mí mismo", escribe que las casas están
cargadas de perfumes, pero que esas fragancias podrían intoxicarlo. A la densidad
opresiva de las atmósferas del hombre, él opondrá el deleite del aire puro:

El aire no es un aroma, no huele a nada.

Desde el principio ha sido destinado a mi boca,

estoy enamorado de él.

No deja de ser sorprendente que en tiempos de Baudelaire, y de otros


sensualistas del perfume y las joyas, de los muebles y el vino; y nacido también en
las segundas oleadas del romanticismo, este sensualista prefiera el neutro sabor
del agua pura y el olor apenas matizado de hierba del aire que se desata en brisa
y viento.

Whitman ni siquiera sabe muy bien que él también es un romántico, porque su


vitalidad, que está como la de Byron o la de Keats en conflicto con el presente, no
se inclinará a la veneración de los preciosos monumentos del pasado, las
enmarañadas piedras góticas o las urnas de mármol pobladas de cortejos
ceremoniales, sino a la invención de un futuro deseable o posible para la especie.
América está comenzando. Es verdad que durante siglos, vistosos e industriosos
pueblos habitaron esos territorios y con flechas y gritos asediaron sus horizontes;
es verdad que los colonizadores ingleses y españoles y franceses mucho tiempo
guerrearon por sus fronteras y dieron nombre a bestias y aguas corrientes y
campamentos.

Oscar Torres Duque 333


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Pero América no es el mero territorio, ni las discordes razas que lo pueblan, sino el
encuentro, en un espacio lleno de promesas, de una nación con una idea. Y
Whitman procurará ser, entre otras cosas, la encarnación de esa idea, del ideal
democrático que Grecia había intuido, que el cristianismo había predicado, que la
Ilustración había razonado y que finalmente fue formulado como propósito
colectivo por "el buen pueblo de Virginia", antes de ir a ennegrecer las bocas de
los cañones franceses y a enrojecer la hoja de sus guillotinas.

Lo que está comenzando no es un territorio sino un ideal, y ese ideal carga los
días de Norteamérica con el desconocido sabor de las frutas del paraíso. El primer
efecto importante de un gran propósito, de esos que abarrotan y fatigan el
porvenir, es borrar o atenuar el pasado. Whitman apenas si les concede
importancia a las tradiciones que le ha dejado la cultura europea. Hace alguna
mención de las viejas doctrinas sólo para decir que se aparta de ellas; hace la
enumeración de los dioses antiguos, sólo para declarar acto seguido cesantes sus
funciones y vacantes sus puestos. Hasta insinúa que una oferta de alquiler
prolifere sobre los palacios del Olimpo y las rocas del Parnaso. Con evidente prisa,
Whitman despide a los héroes del pasado y a sus hazañas, con igual celeridad
despacha a sus colegas, los poetas antiguos, y apenas si tiene unas palabras de
aprobación para el lenguaje y el estilo de William Shakespeare.

Íntimamente, Whitman no menosprecia el pasado, y además lo conoce hasta la


erudición, pero la tarea que se ha propuesto excluye la veneración y casi la
consideración de esas culturas. Mientras recorre su jardín, Adán no puede
permitirse la excavación de su prehistoria ni la exhumación de reliquias. Más bien,
al uso de su modelo bíblico, debe proceder a imponer nombres a todas las cosas
del mundo.

Hay quien se pregunta por qué la profusión y por qué la minuciosidad de las
enumeraciones de Whitman. Hay quien ha dicho que éstas "no siempre pasan de
catálogos insensibles". Yo niego esa insensibilidad, en versos siempre alertas y
siempre conmovidos, pero creo entender el propósito casi religioso que mueve al
poeta. El espíritu nuevo que alienta en él tiene que ungir todo el orbe, nada debe
quedar sin ser nombrado, excluido de la bendición de este saludo renovador como
una lluvia. Whitman va vertiendo una especie de agua inaugural sobre todas las
cosas, dando a cada una su lugar en el nuevo universo.

De las obras literarias que intentan abarcar la totalidad de lo creado, ninguna lo


intenta de un modo tan explícito como Leaves of Grass (Hojas de hierba). Sin
duda su universo abarca menos que el de Dante, por donde no sólo discurren la
naturaleza y la cultura de la época sino el pasado de Florencia, sus sueños y sus
pesadillas; sin duda abarca menos que el de Shakespeare, quien en atmósferas
siempre memorables rastrea los matices de las almas exhibiendo las
innumerables formas de la crueldad, de la ternura, de la abnegación o la perfidia,
con un lenguaje continuamente imaginativo y apasionado; sin duda abarca menos
que el de Joyce, que incorpora a la exhaustiva exhibición de las complejidades del
espacio físico, las multiplicaciones de la percepción y de la memoria; pero en el de

Oscar Torres Duque 334


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Whitman cada cosa quiere estar de un modo protagónico, ninguna está allí para
servir de decorado, para subordinarse a otra.

Sus enumeraciones heterogéneas no se proponen meros efectos literarios; crear


contrastes, satisfacer o frustrar expectativas, establecer progresiones,
declinaciones o paradojas; quieren afinarnos para la percepción de la riqueza del
mundo, de su diversidad y de la irreductible singularidad de cada fenómeno y
criatura. Por eso la aparente sencillez del lenguaje de Whitman es engañosa. La
fluidez de sus palabras y la ausencia de un evidente aparato retórico produce la
ilusión de un poeta meramente impulsivo y espontáneo, un improvisador de
exclamaciones cordiales. Pero sólo no frecuentándolo se puede pensar así. Basta
demorarse en sus páginas para advertir un desvelado rigor. Todo Whitman está
hecho de entusiasmo, y ese entusiasmo jamás es un pretexto para la observación
apresurada y negligente, o para lo que hoy deprimentemente se llamaría escritura
automática. Whitman utiliza el matiz exacto para describir el plumaje de un pájaro,
los detalles circunstanciales que le dan vividez a cada imagen y a cada episodio.
Se aparta del lenguaje académico; utiliza, como Cervantes o Dante, el lenguaje
callejero para exaltar en él todo lo que descubre; y en principio no es más que uno
su tema: ha sentido como Schopenhauer que el hombre es la especie y que el
universo es uno de sus atributos. Lo que se despliega en sus páginas es el
sentimiento místico de que el observador es lo observado. Él parece decirse sin
cesar: el clíper yanqui avanza de entre las aguas junto a la orilla de juncos porque
yo tengo ojos para verlo; el halcón asciende hasta su nido en los peñascos porque
mi pensamiento lo sigue y se acomoda en el nido junto a sus polluelos; el suicida
está tendido en el piso ensangrentado porque yo digo que está allí, y porque
añado que sé dónde cayó la pistola.

Tal vez hay un mundo afuera, pero es en mí donde lo siento discurrir; es en mi


conciencia donde vuelan las nubes hacia el sur, donde gira por el aire nocturno la
bandada de patos salvajes, donde circulan los miles de paseantes por los andenes
de Manhattan, donde muerde la corteza el castor industrioso, y fuma su pipa el
indio taciturno. Es en mí donde están todas esas cosas que son el universo.

Ese yo se exalta para Whitman en el ámbito a través del cual se manifiesta el


universo, o en cuyo seno el universo ocurre. Ese yo centrado en un cuerpo dilata
sus orbes hasta más allá de la última estrella, hasta las honduras del pasado y del
futuro. Por eso por momentos es el universo quien habla en el poema, se ríe de la
fugacidad y de la muerte, menciona cuatrillones de años en el tono de quien
expone una demora casual o un proyecto, utiliza un tono íntimo para referirse a lo
infinito y a lo innumerable.

No será difícil pasar de allí a lo que Borges llamaría "Una mágica extensión del
principio de identidad", que por otra parte es posible encontrar en algunos
contemporáneos de Whitman como Emerson o Baudelaire.

También por la conciencia poética de Emerson pasó la idea de un ser que es


todos los seres, o al menos que puede ser entidades contrarias; de una numerosa

Oscar Torres Duque 335


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divinidad cuyas contradictorias facetas somos los seres y las cosas del mundo. En
el admirable poema "Brahma" dejó esta intuición. Palabra a palabra, su eficacia
sintáctica es mayor que la de Hojas de hierba, pero el libro de Whitman nos
transmite mejor el vértigo de esa vislumbre, tal vez porque ésta es menos un
concepto que un sentimiento, y porque un poema, para sugerir o contener el
universo, no puede evitar ser dilatado y copioso. Con menos suerte verbal que
Emerson, Baudelaire también jugó con e1 tema. En "L’Heauton-timorou-menos"
leemos:

Yo soy la herida y el cuchillo,

la bofetada y la mejilla,

yo soy los miembros y la rueda,

soy el verdugo y soy la víctima. *

Pero los encantos de esta estrofa se agotan en un contraste elemental y en la


reiteración por parte del poeta de su indeclinable afición a la desdicha.

Whitman suele ser descalificado por su propensión a la felicidad, ya que hace


tiempos se considera que un poeta tiene la obligación de ser desdichado y que
cualquier incumplimiento de ese precepto es una irresponsabilidad. Se diría que
una prueba del triunfo del Romanticismo es el hecho de que sus modelos, nutridos
de Villon o de Hamlet, se convirtieron largamente en cánones. El poeta rico, el
poeta saludable, el poeta sereno y razonable, el poeta feliz, perdieron el derecho
de existir.

También en esto Whitman es un romántico extraño: no nos ha dejado la imagen


de un ser desventurado a la ilustre manera de Edgar Allan Poe, y cuando alguien
se esfuerza por encontrar elementos patéticos en su biografía tiene que
conformarse con decir que no fue personalmente el héroe semidivino de Hojas de
hierba y que al final de su vida tuvo en la postración y los saqueos de la vejez sus
gotas de amargura.

Sin embargo, pocas cosas más triunfales que ese notable poema de despedida de
Whitman que se llama "Adiós", y que surgió de sus últimos años. Nada en él de
sometimiento a la aflicción, nada de deploración de la enfermedad y la vejez como
males atroces. Temprano había escrito esa buena consigna de vida:

Yo entono el canto de la exaltación y de la soberbia,

ya estamos hartos de plegarias y de zalamerías.

Y en esa ley se movió hasta el final. También allí declara, hablando de la muerte
inminente, que para ese fin se ha preparado sin tregua, y así acalla a todos los

Oscar Torres Duque 336


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que sugieren que su vitalismo y su vocación de felicidad son una negativa a mirar
los males de la existencia y los rigores de la condición humana.

Pareciera que Whitman no ve la red de catástrofes, crueldades y miserias de que


está tejido nuestro destino, y que artificial-mente se aplicara sólo a celebrar el
hemisferio claro de las cosas. Pero también esto es un error y ciertamente un error
que exige la mayor consideración. Porque si volvemos a sus poemas nos
sorprenderá encontrar con cuánta frecuencia Whitman incorpora y enumera males
y desgracias:

La verdadera o imaginada indiferencia de alguien que quiero,

la enfermedad de uno de mis parientes, o de mí mismo,

la falsía, o la falta o pérdida de dinero,

o el abatimiento, o la exaltación,

las batallas, el horror de la guerra fratricida,

la fiebre de noticias inciertas,

los acontecimientos azarosos...

O, en otra parte:

Al loco lo llevan al fin al asilo, no tiene cura

(no volverá a dormir en la hamaca del cuarto de su madre)

Y más adelante:

A los deformados miembros los atan a la mesa de operaciones,

lo que se corta cae de manera horrible en un balde.

Y también:

Muchas voces largo tiempo acalladas brotan de mí,

voces de las interminables generaciones de prisioneros y de esclavos,

voces de los enfermos y de los inconsolables,

de los ladrones y de los enanos,

voces de los ciclos de preparación y de crecimiento,

Oscar Torres Duque 337


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de los hilos que unen a las estrellas, y de los vientres,

y de la simiente paterna,

y del derecho de aquellos a quienes oprimen los otros,

de los deformes, triviales, simples, tontos y despreciados.

Lo que pasa es que Whitman no asume frente a estas cosas la actitud del que
piensa que el mundo es un valle de lágrimas y que el deber de los hombres es
considerar las desdichas como actos de justicia, y la enfermedad y la muerte como
el castigo por nuestras culpas.

Whitman no se entrega a la exaltación de la Antigüedad clásica pero se aplica a la


invención de una posibilidad que se le parezca. Su Grecia, llamémosla así, no es
una nostalgia, es un proyecto. El sueño de filósofos y poetas (¿no será posible
una Grecia sin esclavos?) es de algún modo la propuesta que alienta en sus
versos.

Él procura la restauración del paganismo. La recuperación del valor del universo


físico como morada de lo humano, contra la pretensión de que estamos aquí
brevemente desterrados de nuestra patria eterna. La recuperación del cuerpo
como posibilidad de dicha y fuente de gozo. La alianza con la naturaleza, la
recuperación de la fe en una divinidad impersonal de la que somos, como quería
Hölderlin, la conciencia y el lenguaje. La superación de una idea de la culpa que
convirtió por siglos la aventura humana en el mundo en una postergación
incesante de la vida, en la insensata esperanza de un premio ulterior o el más
insensato terror de un castigo. Para ello, Whitman sabe que lo más importante es
desenmascarar a la muerte. Mientras la civilización siga mirando a la muerte como
el mayor de los males y no sea capaz de crear un ámbito que le devuelva o le dé
por primera vez su condición de hecho natural, el hombre no se podrá reconciliar
con el mundo, un temor seguirá tiranizando a la especie y la barbarie seguirá
encontrando en el crimen su manera de dirimir los conflictos humanos.

Para ese fin me he preparado sin tregua, escribe Whitman al final de su vida. Que
no ha vivido cerrando los ojos a la certidumbre de la muerte, es lo primero que allí
parece decirnos, pero hay algo más. Whitman cree que la reconciliación con la
muerte dará al hombre la posibilidad de ser feliz y de gozar de los bienes del
mundo. Más allá de la muerte todo es misterio; ¿a qué asumir que tenemos alguna
certeza, a qué temer, como dijo Sócrates el último día, algo que desconocemos
por entero y de lo que no sabemos si es un mal o acaso el mayor bien imaginable?
Pero lo que causa temor es menos ese ámbito nuevo en el que ingresa quien
muere, que el sentimiento de una pérdida infinita, la prefiguración de un despojo
cósmico, la sensación de que dejamos atrás tantos seres o cosas entrañables y
habituales, y que perderemos, sin haber entrado en su posesión, tantas cosas
posibles. Pero es en la vida donde se dan las pérdidas, esa muerte es cosa de los

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vivos, esa muerte suele ser más bien una manera de vivir, hecha de temor, de
postergación y de privación.

La poesía de Whitman es una inmensa toma de posesión del mundo que no se


deja seducir por los encantos de la culpa y de la expiación. Aun en la enfermedad,
Whitman se esfuerza por ver un hecho natural, no la miserable manifestación de
una culpa.

¡Desnúdate! —exclama—. No eres culpable ante mí,

ni usado ni inservible.

Veo a través de la seda y el percal, aunque no lo quieras,

y soy cabal, tenaz, codicioso, incansable,

y no podrás librarte de mí

Y al enunciar sus propuestas o sus profecías en el poema de la despedida,


escribe estos dos versos, que sin duda son perfectamente equivalentes:

Anuncio una abundante vida vehemente, espiritual, audaz,

anuncio un fin que aceptará serena y alegremente su transición.

Una muerte serena y alegre. ¿Podría haber más bella promesa para una especie
sometida por siglos al terror de la muerte? Pero, ¿de qué manera podría el
hombre convertir en algo sereno y alegre lo que sólo se le muestra bajo la forma
del dolor y la soledad, de la desesperación y el despojo? Y Whitman parece
llevarnos a responder así: ¿y si ese dolor y esa soledad, si esa desesperación y
ese despojo no fueran realmente la muerte? ¿Si no fueran más que la forma como
asume la muerte una civilización? ¿Si la lucidez de Sócrates y la entereza de
Cristo en el tormento y la alegría de Novalis y la delicada perplejidad de Emily
Dickinson y la serena ironía de Henry James y la avidez de Borges y la curiosidad
de Marguerite Yourcenar fueran testimonios de que la muerte puede tener otro
rostro para los hombres, de que la especie podría encontrar una manera más
dulce de mirarla, una manera menos desesperada y desamparada de asumirla?

Es eso lo que subyace en aquellos famosos versos de "Rabbi Ben Ezra" de Robert
Browning:

Aún falta lo mejor, el final de la vida,

el motivo del principio.

Y, con todo, la reconciliación con la muerte sólo podría darse por la vía de una
reconciliación con la vida. Ya intentó el cristianismo hacer virtuoso al hombre por

Oscar Torres Duque 339


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el camino de la privación y de la amenaza, ofreciéndole como elemento central de


su culto la imagen de lo humano agonizando bajo los hierros del crimen, en el leño
del tormento. Es asombroso que después del Hermes de Andros y del Apolo de
Belvedere, la civilización hu-biera optado por esa imagen cristiana del tormento y
de la agonía, y que fueran los crucifijos con su joven cuerpo sangrante los objetos
de reflexión y glorificación del arte. Extraño que el cristianismo no intentara
eternizar a Cristo caminando sobre las aguas, triunfando del Demonio o visitando
en triunfo los reinos de la muerte, sino expirando en el infame patíbulo de los
tiempos antiguos. Curioso que la cruz, que debió ser el abominado símbolo de una
injusticia, un instrumento de tortura, se haya convertido en objeto de culto y en el
gesto que el cristiano traza continuamente sobre su pecho como signo de piedad.
Hay algo triste y cruel en todo ello, algo que hiere la sensibilidad y que
ensombrece la imaginación.

Por lo demás, no fue Cristo quien aconsejó ese culto, como no fue él quien
recomendó como instrumentos de purificación de los pecadores el potro del
tormento, ni los garfios de hierro, ni las piadosas hogueras de la Santa Inquisición
y nadie duda de que, predicador de la fraternidad y recomendador del perdón,
habría reprobado esas prácticas inciviles.

Pero mediante tales instrumentos fue construida la cultura que Whitman está
confrontando con esa voz torrencial llena de vitalidad, de sensualidad y de
espontánea simpatía por los seres humanos. Esa confrontación no siempre es
tácita. En el espíritu de Darwin, Whitman celebra la recuperación de nuestro
pertenecer a la tierra, la certeza de que somos parte del vasto cuerpo de la
naturaleza:

¡Durante cuánto tiempo nos engañaron!

Transmutamos ahora, nos apresuramos a huir como huye la

naturaleza,

somos la naturaleza, durante mucho tiempo estuvimos lejos.

Pero ahora volvemos,

nos convertimos en plantas, en troncos, en follaje,

raíces y cortezas...

Y en otros momentos muestra bien su actitud frente a las prédicas de la moral de


su mundo:

No sólo soy el poeta de la bondad, no me niego a ser también el

poeta del mal.

Oscar Torres Duque 340


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¿Qué palabreo es éste sobre la virtud y el vicio?

Me impele el mal y me impele la reforma del mal, no discuto,

mi actitud no es la del censor ni la del que todo lo niega,

humedezco las raíces de todo lo que crece.

El mundo estaba envejecido de doctrinas. El agua se había convertido en vino y el


vino se había convertido en sangre. Era preciso que un poeta volviera a darle al
agua su color y su sabor, y que incluso le devolviera su antigua condición mágica
o divina. No es que cansada de metáforas del agua debiera ser de nuevo sólo una
substancia, una inerte combinación química; eso es tal vez lo que menos es el
agua. Para Whitman el agua está viva y es aliada de la vida y parece comunicar al
hombre que la bebe parte de su claridad y de su luminosidad. Y ese retorno al
valor de las cosas elementales se multiplica con todo lo que Whitman mira y toca.
El mundo sale nuevo de sus manos, purificado de la tiniebla gótica que había
convertido al agua en un instrumento para lavar culpas y al fuego en un medio
para deshacerlas y la piedra en un tropel de bestias cuyo aullido insonoro afligía el
espacio.

Sensatamente, alegre, apacible, democráticamente, Whitman responde a las


jerarquizaciones de la humanidad con su cordialidad de amigo siempre
hospitalario, a las malformaciones del hábito con vigorosos versos que renuevan
el lenguaje de la poesía:

Creo que una hoja de hierba no es menos que el camino recorrido por las
estrellas,

y que la hormiga es perfecta, y que también lo son el grano de arena y el huevo


del zorzal,

y que la rana es una obra maestra, digna de las más altas...,

y que la zarzamora podría adornar los salones del cielo,

y que la menor articulación de mi mano puede humillar a todas las máquinas,

y que la vaca paciendo con la cabeza baja supera a todas las estatuas

y que un ratón es un milagro capaz de confundir a millones de incrédulos.

Es bello comprobar que Whitman no mistifica. Que la eficacia de sus versos nace,
por el contrario, del modo como devuelve a cada cosa su función natural y la
extrañeza que le corresponde. Ante la imposibilidad de decirnos qué son las cosas
y por qué suceden, el poeta se refugia en el gozo que le producen, en la belleza

Oscar Torres Duque 341


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que irradian para él. Y la verdad es que leemos a Whitman para contagiarnos de
ese entusiasmo por las cosas del mundo, de esa sensación de que todo está lleno
de dádivas inmediatas, no de promesas distantes. Pocas veces en la historia
alguien buscó tan cerca los materiales de su utopía. Pocas veces alguien adivinó
tan cerca el inexplorado Paraíso.

Tres grandes propuestas de mejoramiento de la especie surgieron en el siglo XIX.


La de Marx pretendió instaurar un paraíso sin Estado por el curioso camino de
fortalecer indefinidamente al Estado y de volverlo todopoderoso; la paz universal
por el camino de una violencia implacable.

Las otras dos eran más sutiles. Pero la de Nietzsche, quien siempre negó formar
parte del gremio de mejoradores del hombre, era menos una proposición que una
hipérbole. Basta oír la palabra superhombre para saber que no estamos ante una
idea sino ante un mero énfasis. En el fondo no creía en el hombre sino en la
necesidad de dejarlo atrás. Su ética es tan intolerante con la imperfección de los
otros que termina siendo fastidiosa. Además, ya se sabe: cuando la imperfección
reina en el mundo siempre hay lugar para la imaginación y para la indulgencia;
cuando el mundo cae en manos de los hombres perfectos también el horror suele
alcanzar la perfección.

Whitman nunca soñó con un superhombre, entidad que ha sido amenamente


caricaturizada por las historietas gráficas y monstruosamente caricaturizada por el
Tercer Reich. Whitman simplemente creyó en el hombre y en su milagroso
destino. No necesitó soñar con cielos maravillosos porque vio la maravilla en cada
gota de agua y en cada árbol y en cada rostro. Sintió el deleite de estar vivo,
mucho más asombroso que el peligro de estar muerto. Ebrio de cordialidad y de
asombro, fue el rey de su reino ilimitado y fugaz. Y recomendó la felicidad, y la
profesó, y tal vez no la ha habido mayor en la tierra.

Oscar Torres Duque 342


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J. Eduardo Jaramillo Zuluaga

4 años a bordo de mí mismo: una poética de los cinco sentidos

J. Eduardo Jaramillo Zuluaga (nacido en Cali, en 1957) es profesor universitario y


ensayista. Así no más, pues esa alianza define un tipo inusual de ensayista: aquél
cuyo trabajo se ha originado y ha medrado en el ámbito universitario; pero, a
diferencia de tantos otros, su "producto", esto es, el ensayo, está claramente
dirigido hacia afuera, hacia el libertario y autónomo mundo de la creación literaria.
Siendo un profesor, un riguroso y aplicado profesor, Eduardo Jaramillo no escribe
ensayos disciplinarios ni destinados al gremio.

Formado en Estudios Literarios en la Universidad Javeriana de Bogotá, realizó


estudios de posgrado en Washington University (St. Louis, Missouri) y actualmente
es profesor de español, cultura y literatura latinoamericanas en Denison University
(Granville, Ohio). Su obra la constituyen numerosos artículos publicados en
revistas, sus conferencias en Austria, Alemania, Perú, Colombia, Uruguay y
Estados Unidos, y un solo y extraordinario libro de interpretación histórica de la
literatura: El deseo y el decoro: puntos de herejía en la novela colombiana (1994),
constituido por cinco ensayos: tres de ellos corresponden a lecturas, muy
novedosas y creativas, de obras novelísticas concretas; los otros dos, preñados de
intuiciones y de la autoridad que brinda una extensa y exhaustiva investigación,
son de interpretación o de lectura histórica de la novela en Colombia, una
interpretación que no cae en las frías e insignificantes panorámicas que suelen
hacer los manualistas profesionales, amontonando nombres e inventando alguna
clasificación caprichosa, sino que urde una trama de relaciones riquísimas —
respetando la individualidad de obras y autores— en torno al tema inédito (antes
de El deseo y el decoro) de cómo se ha nombrado el cuerpo en la novelística
colombiana de los siglos XIX y XX.

El ensayo "4 años a bordo de mí mismo: una poética de los cinco sentidos"
pertenece al libro mencionado.

• Bibliografía ensayística:

— El deseo y el decoro: puntos de herejía en la novela colombiana. Bogotá,


Tercer Mundo, 1994.

4 Años a Bordo de Mí Mismo: Una Poética de los Cinco Sentidos

J. Eduardo Jaramillo Zuluaga

1. "Argumentum ornithologicum"

Un hombre cierra los ojos y ve una bandada de pájaros y no sabe cuántos pájaros
son. Supone con seguridad que no pueden ser menos de dos ni más de diez. Esta

Oscar Torres Duque 343


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seguridad de encontrarse ante una cantidad de pájaros que él no puede definir


pero que ciertamente corresponde a un número natural, le permite concluir que
Dios existe. El mecanismo silogístico es correcto y, sin embargo, las palabras que
le sirven de introducción son una confesión de incredulidad 1 : un hombre cierra
los ojos y ve una bandada de pájaros, cierra los ojos y lo que llamamos mundo se
desvanece, y en el espacio de su imaginación, en el espacio del lenguaje, la figura
de Dios asoma, ya no directamente, no como un gesto Suyo, como un acto Suyo,
sino como la correcta conclusión de un silogismo en que un número de pájaros es
a la vez finito e inconcebible.

Una ironía imperturbable gobierna la visión que acabo de describir: el hombre que
cierra los ojos y ve una bandada de pájaros es, además, un hombre ciego. La vida
entera de Jorge Luis Borges se repliega en el lenguaje. Lo único que el
"Argumentum ornithologicum" demuestra es la coherencia de su propia
articulación, y los ojos muertos de quien habla, los pájaros que ve, el Dios del
silogismo, aparecen como figuras de su introversión. Al lado de esta austeridad
admirable hay, al mismo tiempo, una felicidad del lenguaje, un "Argumentum
ornithologicum" en la historia de la novela colombiana que no se propone una
coherencia distinta de su propia sensorialidad, la demostración jubilosa de que el
mundo existe.

Treinta años antes de que Borges compusiera su "Argumentum ornithologicum",


en una noche bogotana de 1930, Eduardo Zalamea Borda redactaba aquella
escena en que el anónimo protagonista de 4 años a bordo de mí mismo 2 , recién
llegado a una población guajira que se llama El Pájaro, levanta sus ojos y
contempla de un solo golpe de vista, "sobre una blancura caliza, 14 alcatraces
inmensos [que] trazan la exactitud de su vuelo". El muchacho que camina tan
cerca del mar abre los ojos y ve 14 alcatraces. No ve 13, ni 12, ni 10. La seguridad
con que dice "14 alcatraces" demuestra la agudeza de sus propias percepciones
y, precisamente por eso, indica una desesperación de las palabras. El número es
el medio del que se vale para obviar lo genérico que hay en los nombres, para
evitar decir el bulto y expresar más bien el matiz y el espacio que hay entre matiz y
matiz. El protagonista levanta sus ojos y ve 14 alcatraces: ve un alcatraz y luego
otro y luego otro. Pero no los ve sucesivamente. Los ve a todos y a cada uno
simultáneamente. Y al mismo tiempo puede ver el espacio de aire que hay entre
un alcatraz y otro, la distancia que los separa en el vuelo. Los ojos del
protagonista van allá, a lo alto, y se pierden en el esplendor de cada ave porque
de cada una se ocupan, en la vista de cada alcatraz se complacen.

Los ojos que así se abren, que de ese modo perciben el mundo, minuciosamente,
prolijamente, abandonan por un momento los sistemas del número y del nombre
para sumergirse en la prolijidad de lo real, en ese espacio donde cada cosa, cada
ave, cada uno de los 14 alcatraces, resplandece con luz más viva, entra en
posesión de su único nombre, de su número único, de tal manera por ejemplo
(aunque dar un ejemplo es aquí un decir) que el séptimo alcatraz se apropia del
número siete para él solo, despoja al mundo del número siete. Pero, por supuesto,
el número que sólo puede aplicarse a un individuo ya no es un número. En los

Oscar Torres Duque 344


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primeros años del siglo XX, Bertrand Russell definió el número a partir de la teoría
de los conjuntos formulada por Jorge Cantor en 1870. A primera vista su definición
puede considerarse como una petición de principio: "Un número —dice— es lo
que representa el número de una clase" 3 . En otras palabras, un número es el
nombre de un conjunto: el número 2 es el nombre con que designamos los
conjuntos que se constituyen de un par de elementos, el número 3 es el nombre
con que designamos los conjuntos que se constituyen de un trío, y así
sucesivamente. Y no obstante, esta definición transparente de número deja sin
resolver los fenómenos de la individualidad y la pluralidad. Así por ejemplo,
cuando se dice "3 árboles" o "4 alcatraces" se implica que cada uno de esos
árboles o de esos alcatraces es idéntico a los otros, cuando en realidad es único.
Suponer que la pluralidad existe en el mundo implica desvanecer la especificidad
de cada uno de los seres, quitarles su existencia individual.

Hacia el final de su estadía en La Guajira y como para acompañar su viaje de


regreso a la ciudad, el protagonista de 4 años a bordo de mí mismo lee las
páginas iniciales de una obra de Federico Nietzsche que se titula El viajero y su
sombra y en la cual espera encontrar algunas directrices para su vida sensorial 4 .
Esa obra es la segunda parte del libro Humano, demasiado humano, en uno de
cuyos párrafos Nietzsche afirma que el número traiciona la especificidad de los
seres, y denuncia como ilusorio el concepto de pluralidad. Escribe Nietzsche: "El
descubrimiento de las leyes del número se hizo basándose en el error, ya reinante
en su origen, de que habría muchas cosas idénticas (aunque de hecho no hay
nada idéntico) [...] Sólo la noción de pluralidad supone ya que hay algo que se
presenta varias veces; pero aquí es precisamente donde reina ya el error" 5 .

2. La prolijidad de lo real

El protagonista de 4 años a bordo de mí mismo no ve 14 alcatraces idénticos. Él


ve —simultáneamente— el alcatraz número 1, el alcatraz número 2, el alcatraz
número 3, etcétera. Su mirada es enemiga y hermana de esa mirada
extraordinaria que Borges atribuía a Funes el memorioso: "Nosotros, de un
vistazo, percibimos tres copas en una mesa; Funes, todos los vástagos y racimos
y frutos que comprende una parra" 6 . Como consecuencia de esta percepción
hiperbólica e irritada, los números no quieren ser el nombre genérico de un
conjunto, sino un nombre propio que reposa sobre la piel de cada cosa. Borges
escribe que Funes había ideado un sistema de numeración según el cual, "en
lugar de siete mil trece, decía Máximo Pérez, en lugar de siete mil catorce, El
Ferrocarril; otros números eran Luis Melián Lafinur, Olimar, azufre, los bastos, la
ballena, el gas, la caldera, Napoleón, Agustín de Vedia. En lugar de quinientos
decía nueve. Cada palabra tenía un signo particular, una especie de marca; las
últimas eran muy complicadas..." 7 .

Presupuesto el hecho de que se trate de una simple coincidencia, el número siete


mil trece de la cita de Borges puede ofrecer aquí algunas reflexiones
prometedoras. En De sobremesa, la novela de José Asunción Silva, Máximo
Pérez es uno de los cuatro amigos a quienes José Fernández lee el diario de sus

Oscar Torres Duque 345


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días europeos. Silva describe a Pérez como un hombre introvertido, enfermo de


los nervios y con una gran afición al análisis de diversos estados del alma, afición
en la que sólo es superado por el mismo José Fernández. Las operaciones del
análisis pueden ilustrar el intento de Funes: partiendo de la base, establecida por
Locke, de que todas las ideas y pensamientos tienen un origen sensorial, el
análisis puede establecer cómo se combinan las sensaciones para producir un
pensamiento. En su Prefacio al libro de Lucrecio (1866), Sully Prudhomme afirma
que los seres humanos realizan dos actividades fundamentales: percibir y juzgar.
Por percibir entiende formar grupos o unidades entre diversas sensaciones; por
juzgar, establecer relaciones entre dichos grupos o unidades. Estas dos
actividades se realizan de manera espontánea, y sólo a través de la reflexión o del
análisis es posible designar las sanciones, es decir, darles un nombre, y, además,
definirlas, es decir, relacionarlas de manera explícita con otras sensaciones
previamente designadas 8 .

Es obvio que el interés (la fatalidad) de Funes no consiste en definir sus


sensaciones, sino, simplemente, en designarlas. Su pesadilla es una pesadilla de
nombres, esto es, un sistema de numeración o de lenguaje que, al abandonar su
dimensión relacional, no conoce una economía distinta de la prolijidad; el lenguaje
se convierte entonces en un universo tan infinito como el universo que designa, las
palabras se multiplican sobre las cosas y sobre cada cosa en cada instante.
Reduciendo al absurdo una idea de Locke, la de un idioma en que cada cosa
tendría un nombre propio, "Funes —dice Borges— no sólo recordaba cada hoja de
cada árbol de cada monte, sino cada una de las veces que la había percibido o
imaginado" 9 . Esta fatalidad es, en cualquier caso, la fatalidad de un introvertido:
las palabras, convertidas a la prolijidad de lo real, condenan a Funes al encierro,
se interponen entre él y el mundo. Y por el contrario, en lo que va del título de la
novela de Zalamea Borda —4 años a bordo de mí mismo— al subtítulo —Diario de
los 5 sentidos— puede advertirse una felicidad: la de quien, desde el lado de acá
de los sentidos sensoriales, quiere comunicar su vida en la inmediatez de sus
sensaciones y en el descuido de toda reflexión. En consecuencia, si Funes se
encierra en un cuarto oscuro, el personaje de Zalamea emprende un viaje a la
aventura. Si Funes concibe la vida como una exasperación de la memoria que es
necesario reducir o empobrecer, el personaje de Zalamea la concibe como una
pobreza que es necesario enriquecer de experiencias. Funes convierte su vida en
una pesadilla minuciosa de percepciones triviales; el personaje de Zalamea, en un
horizonte donde la sensorialidad puede desplegarse a su antojo. Funes le teme a
la prolijidad de lo real; el personaje de Zalamea sólo desea esa prolijidad como un
erotismo que corre en todas direcciones. En un momento de su viaje, cuando está
a punto de desembarcar en Riohacha, irrita su sensibilidad la monotonía con que
las olas golpean el casco de su embarcación. Y dice:

El mar es constante, pero sería mejor que callara en veces un poco, para dejar
esa respiración calmada que tiene en ocasiones. Pero, tan seguido, tan exacto,
tan igual, fastidia como una mujer a la que se ha besado 112 veces. La mujer en
sus 10 primeros besos pone partículas de alma que les dan un sabor indefinible.
Después, hasta los 50 apenas vienen pequeños brillos de pasión. Los 40

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siguientes, han ido acopiando fastidio, hasta no llegar a ser sino fugitivas uniones
de labios. Después, son apenas sombras, esbozos, remedos. Y, por último, los 2
finales no se realizan jamás. Son esos besos que damos a la primera mujer que
encontramos una noche en la calle y que nos lleva a su casa y a su sexo. De
manera, pues, que de una mujer los únicos besos utilizables son los 10 primeros y
los 2 últimos.10

El humor de líneas como éstas, podría decirse, consiste a primera vista en la


paradoja de que los dos últimos besos de una mujer, nunca se reciban de ella sino
de otra, o en la reducción al absurdo de una imagen tradicional —las olas que se
acercan a besar la nave— y que se convierte en pretexto para desarrollar una
opinión sobre el tema del beso, pero la irreverencia humorística del pasaje
procede, en realidad, de la misma disposición del narrador para el asombro, esto
es, en su habilidad para comunicar un hecho habitual en un lenguaje que se
caracteriza por una escrupulosa exactitud. Otros pasajes pueden ilustrar la
inclinación del narrador a llevar este tipo de contabilidades. Así por ejemplo,
cuando en una taberna de Cartagena el capitán del barco relata sus aventuras
amorosas, el narrador advierte en sus carcajadas "4 tonos de goce" 11 ; y más
adelante, en las playas de Riohacha, cuando el Capitán regresa del puerto a su
embarcación, el narrador afirma que bastaron "6 golpes de los 4 remos" para que
él pudiera distinguir su vestimenta de marino 12 . Entre todos estos ejemplos,
ninguno comunica un estupor más hondo que el que experimenta el mismo
narrador la noche de su viaje en Puerto Colombia cuando contempla en el cielo "3,
1, 7, 13 estrellas vacilantes" 13 . Esta numeración tan curiosa, esta numeración
desordenada, no sólo se proponer obviar deliberadamente los nombres de las
constelaciones; quiere, además, decir las estrellas más allá de esos nombres,
llevar una contabilidad del asombro y situarse en un punto del tiempo anterior a las
definiciones y las designaciones del lenguaje.

3. Sensacionalismos vanguardistas

Pero aún más, el ojo que percibe "3, 1, 7, 13 estrellas vacilantes", percibe también
una forma, una serie de relaciones únicas —tres estrellas aquí, una allá—, una
geometría que no se abstrae del mundo y que antes de instituirse en una disciplina
universal se convierte en el arte de una mirada específica. En las líneas que
vienen a continuación un cuerpo se dibuja entre las redes de una geometría, pero
no para que se reproduzca su figura de la misma manera, por ejemplo, como un
geómetra de Estambul puede reproducir el mismo triángulo que dibuja un
geómetra de Huancavelica, sino más bien para que la geometría exprese la
irrepetible perfección de ese cuerpo. Es una indígena. La primera mujer indígena
que el protagonista de la novela ha visto en su vida: "Geométricamente perfecta,
con su manta que la desnuda y la boca roja, tensa, ceñida, apretada en un
imaginario mordisco. Brazos en cilindros y en ángulos. Senos temblorosos y
duros, que perfuman la noche. ¡Cabellos lacios, duros, empapados en aceite de
coco!" 14 .

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La novedad en la visión de la muchacha no reside exclusivamente en su énfasis


erótico (la manta que la desnuda, el mordisco imaginario), sino también en que en
la erotización de su cuerpo confluyen elementos "naturales" (la noche, el aceite de
coco) y elementos "urbanos" por completo ajenos a la tradición de la
representación de la naturaleza (ángulos y cilindros). Así como los números
comunican el humor y la sensorialidad del protagonista, su búsqueda de una
forma en lo visto o, por decirlo de otro modo, su deseo de expresar la forma de lo
visto con elementos urbanos —la recta y la curva de la caricia, la sensualidad de
la geometría—, produce el efecto de una insolencia, de una visión irreverente de la
naturaleza y, en esa medida, constituye uno de los rasgos vanguardistas de la
novela. Admirando el mar de Cartagena y la tranquilidad de sus aguas después de
la tormenta de la víspera, el narrador declara caprichosamente: "Está tan cerca de
mí el horizonte, que cuando extiendo el brazo parece que se metiera en mi mano.
Pero no. Está allá. En su eterna posición vergonzantemente horizontal. Horizonte
sin paralelas. Solo, único. ¡Qué bello un horizonte vertical!" 15 .

Luis Vidales, en su libro Suenan timbres (1925), había desarrollado imágenes


poéticas que promovían esa misma insolencia. En su célebre "Oración de los
bostezadores" pedía a Dios que "el mundo gire al revés/ para que las tardes sean
por la mañana/ y las mañanas sean por la tarde" 16 . Años después, en el prólogo
a una edición posterior de su libro, el mismo Vidales precisaba que la iconoclasia
de su poesía no debía entenderse como el resultado de un programa estético
definido con anterioridad: "Cuando hice el cambio de mi poesía, y me arrellané en
la llamada ‘vanguardia’, hacia 1920, yo no había leído nada de los movimientos
poéticos del momento en el ancho mundo. Me habría invadido el Zeitgeist, como
llaman los alemanes al ‘espíritu de los tiempos"’ 17 . Algo semejante puede
decirse de la novela de Zalamea Borda: sus páginas no están penetradas a
conciencia por el espíritu de la Vanguardia; simplemente asumen algunos rasgos
que entonces se encuentran en el aire, pero sin que ello implique el desarrollo
sistemático de las consignas políticas o estéticas de un grupo 18 .

El origen del sensacionalismo que gobierna sus páginas debe buscarse más bien
en la crónica periodística que sirvió de base a la novela. En efecto, hacia fines de
abril de 1930 estalló una guerra entre dos tribus indígenas de La Guajira, los
epinayúes y los epiyúes. La guerra despertó la atención del gobierno y mereció un
cierto despliegue en la prensa. Zalamea Borda, que en ese momento lo consideró
oportuno, publicó en el periódico un poema titulado "Bahíahonda, puerto guajiro",
dedicado crípti-camente "A la señora condesa de Podewills". El poema apareció el
23 de abril de 1930 en el periódico La Tarde, un vespertino que se presentaba
como vocero de la juventud liberal, filial del periódico El Tiempo, que apareció
entre el 15 de marzo y el 30 de junio de 1930 bajo la dirección del joven Alberto
Lleras Camargo. El poema despertó el interés por Zalamea Borda, quien dos años
atrás había vivido en La Guajira desempeñándose como guarda de las salinas
marítimas de Manaure 19 . Aunque los versos de su poema son pobres llegaron a
ser considerados como una muestra novísima de poesía y con esa calificación
aparecen en la última página de la antología de Ismael Enrique Arciniegas,
Prosistas y poetas bogotanos (1938). En el siguiente fragmento puede advertirse

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la precariedad de las imágenes poéticas de Zalamea, pero también la minuciosa


intención sensorial que caracterizará más tarde a la novela:

¡Bahíahonda!

Suma de amor y tedio

dividida por el recuerdo!

Cuociente

el silencio.

Bahíahonda, mi retina te guarda entera,

íntegra en la inmensidad de tus colores

y la infinitud de tus detalles.

Terrosa y azulada, lejana Bahíahonda!

Tan lejos de mí con los dolores

cortantes de tus conchas

despiertas en la playa

y los filos de tus espinas.

Y lejos,

en la suavidad de las aguas.

diáfana, luminosa Bahíahonda!

De estas diversas circunstancias —de la guerra entre las tribus indígenas, del
hecho de que La Guajira fuera entonces casi desconocida, del poema de Zalamea
Borda—, surgió la idea de escribir una crónica sobre la península que se tituló "4
años a bordo de mí mismo (memorias de Uchí Siechi Kuhmare)" y que apareció en
doce entregas, entre el 10 de mayo y el 5 de junio de 1930, en La Tarde. Esa
crónica, que ocupaba la totalidad de la página 4, que venía acompañada de
ilustraciones y fotografías llamativas, y que prometía para el día siguiente un
nuevo y excitante capítulo, manifestaba el deseo constante de mantener la

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atención del público lector. Algunos de los titulares que publicitan la crónica dicen
así: "La ciudad de las 125.000 mujeres y los 1.500 automóviles"; "Un capítulo
extraordinario y matemático como un vuelo de submarinos, 2x2, 4 —2x3, 6— 2x4,
8. El número es la clave del mundo, la exactitud de la belleza se compendia en
una remota posibilidad, 2x2, 3".

Si Zalamea Borda criticaba duramente la literatura tradicional y la retórica que


dominaba a la llamada generación de "El Centenario" (1910), su inclinación por un
lenguaje moderno y de sabor futurista lo distanciaba, aún más, del proyecto
literario que había dominado la década inmediatamente anterior y cuyos escritores
se habían propuesto indagar o agotar las diversas posibilidades que en tierras
americanas ofrecía el tradicional dilema de la civilización y la barbarie. En una
reseña a la segunda edición de la novela, Félix Fuenmayor había rechazado la
comparación de 4 años a bordo de mí mismo con La vorágine (1924), de José
Eustasio Rivera, por considerar que "su sentido y su escenario son completamente
distintos" 20 . Este juicio resulta más evidente en la comparación de Doña Bárbara
(1929), de Rómulo Gallegos, con la obra de Zalamea Borda, en la que, como ya
se ha dicho, la naturaleza guajira aparece bajo el lente de una cosmovisión
urbana. Así pues, mientras en las primeras páginas de Doña Bárbara hay "Un sol
cegante de mediodía llanero [que] centella en las aguas amarillas del Arauca y
sobre los árboles que pueblan sus márgenes" 21 , en La Guajira, en cambio, el sol
tiene "velocidades de hélice o calores de llanta" 22 , o bien "sale pálido,
trasnochado [...]. Fatigado por la vista de otros lugares donde hay demasiadas
luces, excesiva civilización" 23 . De acuerdo con Gallegos, las indias de la región
"confeccionan la pausana para inflamar la lujuria y aniquilar la voluntad de los
hombres" 24 , de acuerdo con el protagonista de 4 años a bordo de mí mismo,
tienen los brazos cilíndricos y angulados, y si no fuera por ellas, que son "buenas,
fáciles, generosas, sería imposible vivir en La Guajira" 25 .

Llevado por su actitud modernizante, Zalamea introdujo otras innovaciones en la


narrativa colombiana: abandonó los puntos suspensivos y escribió "mierda" con
todas sus letras 26 , copió la lista de graffitis que se encontraban en las mesas de
las tabernas de Cartagena —" ‘Manuel García, noviembre 13 de 1921’, ‘El Juan
Torre es un pendejo y ladrón’, ‘te quiero besar, Susana preciosa’ " 27 —, o empleó
recursos expresivos como "la corriente de la conciencia". El siguiente es uno de
los primeros monólogos interiores de la novela colombiana. En medio de una
borrachera de ginebra, el narrador se hunde en el torbellino de una enumeración
caótica:

Vida cinematográfica, rápida, rápida, como un pensamiento, como un


arrepentimiento. Y todo se va confundiendo en mi cerebro. Mescolanza arbitraria
que hace la ginebra en las cavernas cerebrales: crímenes por dinero, adulterios,
parlamentos. Venizelos, Disraeli, el Káiser, Lenin, don Marco Fidel Suárez
—¿por qué nunca diremos "Marco Fidel Suárez" sino "don Marco Fidel Suárez"?—
, cables, dancing, goletas, bofetadas, mordiscos, París, Bogotá... Bogotá... La
Guajira. La Guajira...

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La embriaguez danza en torno mío, gira la embriaguez, loca, revuelta, cortante,


confusa, espesa. La india... El amor de Meme... Polita, policroma... política...
Polinesia... Polvareda28.

Aunque se encuentran apenas en estado embrionario, estas innovaciones son


meritorias y con ellas Zalamea Borda adelanta el trabajo que realizarán de manera
más completa escritores de los años 50 y 60 como Álvaro Cepeda Samudio y
Gabriel García Márquez, para quienes 4 años a bordo de mí mismo representa
una verdadera apertura en el ámbito de la literatura nacional 29 .

Ahora bien, si el humor, la visión urbana del mundo, el monólogo interior y la


representación de diversos lenguajes en la novela, le merecen a Zalamea Borda
un lugar destacado en la historia de la novela colombiana, su contribución más
importante radica, sin embargo, en su deseo de decir la sensorialidad. Todos sus
recursos verbales no tienen otra razón de ser. Lo importante no son sus
desplantes contra los poetas tradicionales, ni los monólogos interiores, ni las
sinestesias; lo importante es que la risa de Meme sea azul 30 y que la piel guarde
memoria de la frescura 31 ; lo importante no son los primeros planos que la
literatura aprendió del cine, sino que al mirar en la distancia una espalda desnuda
se pueda apreciar "un lunar grueso en el omoplato izquierdo" 32 y que al mirar de
cerca el rostro de una mujer que dos hombres se disputan a muerte, pueda verse
que "por una ojera, tal vez la derecha, corre una venita azul, como un riachuelo
sobre campos cubiertos de ceniza" 33 .

El único argumento de 4 años a bordo de mí mismo es la sensorialidad. Lo demás


son circunstancias, pretextos, ocasiones en las que se hace una apología de los
sentidos sensoriales: la noche de Puerto Colombia, la embriaguez de Cartagena,
el cuerpo de la indígena que encuentra en Riohacha, la vista de los alcatraces y el
anuncio de la muerte en El Pájaro, el mundo submarino en las playas del cardón y
la blancura tediosa de Manaure. En esta última población el personaje vive
durante unos meses como empleado de las salinas. En un comienzo lo deslumbra
la geometría de las montañas de sal, pero luego los días se suceden
monótonamente, se repiten unos tras otros sin que se diferencien en nada; es
como si en el espacio polar de la sal no se pudiera distinguir entre matiz y matiz,
como si los sentidos sensoriales se fueran adormeciendo en la blancura y el
universo se hubiera convertido de pronto en un universo albino, enfermo, uniforme
como las calles de una ciudad blanca.

Un día, entre las brumas de ese horizonte de sal, ve un punto muy vago, una línea
oscura, una figura que va creciendo a medida que se aproxima, un cuerpo de
mujer envuelto en una manta roja, muy viva, en el que corren a hundirse en tropel
todos los sentidos sensoriales: los ojos se tornan omnividentes a lo largo de la
piel, el tacto se apresura a percibir un matiz distinto entre poro y poro, el oído
recoge los incontables tonos de esa voz, el olfato se desliza en el aroma del aceite
de coco y el amante la llama: "Kuhmare, Kuhmare, mástil del barco de mi vida" 34
.

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4. La sensorialidad del lenguaje

En ocasiones, el narrador dirige también sus sentidos sensoriales hacia esta


materia más rala, hecha como de un aire más pobre y que son las palabras, y por
un momento traiciona su propia historia para detenerse en las palabras con que
cuenta esa misma historia. Es en estos momentos privilegiados cuando el
lenguaje de la sensorialidad se vuelve de revés para enseñar su propio espesor: la
sensorialidad del lenguaje. Al llegar a La Guajira, por ejemplo, examina la
sexualidad masculino-femenina de la palabra "Río-hacha" 35 , y cuando admira la
primera mujer indígena que ha visto en su vida, busca para ella un nombre que
diga la sensualidad de su cuerpo, "uno de aquellos nombres dulces, mimosos
como Thérèse, que es casi una respiración" 36 , y siempre es como si el nombre
abandonara su naturaleza de nombre y existiera para los sentidos sensoriales de
la misma forma que existen las otras cosas en el mundo.

Junto a esta concepción del lenguaje que entiende las palabras —como las
cosas— dispuestas para una sensibilidad finísima e irritada, existe también en la
novela una comprensión del lenguaje que identifica las palabras y las cosas. Esta
segunda concepción puede explicar en parte la razón por la cual nunca se llega a
conocer el nombre del protagonista. Es evidente que Zalamea Borda prefirió dejar
sin nombre a su personaje para distanciarlo un poco de sí mismo, para
independizarse un poco de la actitud decididamente autobiográfica que
caracterizaba la crónica periodística. Pero también es cierto que hubiera podido
buscarle otro nombre. En la crónica del 5 de junio de 1930 dice refiriéndose al
nombre "Eduardo": "Ese nombre que me pusieron allá (en Bogotá), cuando me
bautizaron. Sin mi consentimiento. Para satisfacer una necesidad de clasificación.
Han debido ponerme otro nombre. Más de acuerdo conmigo mismo. Ese nombre
no dice nada. Lo llevan multitud de personas".

No es difícil aceptar con simpatía esta concepción del lenguaje que sueña con una
identidad de las palabras y las cosas. Y sin embargo, el extremo de esta
concepción, su deformación en alegoría, es lo que más aleja al lector
contemporáneo de la novela de Zalamea Borda. Así por ejemplo, nos resistimos a
compartir con el protagonista la idea de que el nombre de un hotel en Riohacha —
el hotel "Libertad"— pueda ser la clave de su destino 37 , o que le sea posible ver
en los ojos de un hombre taciturno, así, directamente, el rostro de la mujer que
ama 38 , o que la prolijidad vital de La Guajira sea designada, de un tajo, como "la
tierra de los cuatro planos. El cielo, el mar, la tierra, la vida" 39 . Quien puebla de
signos el mundo corre el riesgo de alegorizar cada gesto, de no ver ya más el
mundo 40 . El número deja de ser entonces el nombre inmanente e indisputable
de cada cosa y se convierte en la clave de una trascendencia: el 1 es Dios, el 2 es
el amor, el 3 es "el padre, la madre, el hijo. Los animales, los vegetales, los
minerales. El triángulo. El nacimiento, el vértice y la muerte" 41 . Y si todo lo que
existe contiene el número 3, se desvanece esa particularidad de cada cosa que en
otras ocasiones defendía la sensorialidad hiperbólica e irritada del protagonista. La
alegoría desaparece, desfigura la individualidad de los seres y las cosas. Puede
ser que Dick, el contramaestre holandés del barco que lleva al protagonista a La

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Guajira, sea descrito como un viejo marrullero; lo que parece excesivo es que en
la novela se presente también como una figura sacerdotal: "Dick —dice el
narrador— es el hombre faro [...] es la palabra misma. La palabra que habla, no
por su boca sino por sus manos" 42 . En ese sentido, Dick es el logos, y al mismo
tiempo, el falo, erecto y vigilante, pero a causa de la alegoría, lejos del mundo.

5. El escritor y el viajero

Tales instancias narrativas —el lenguaje de la sensorialidad, la sensorialidad del


lenguaje— permiten considerar la novela de Zalamea Borda como una obra
trabajada hasta las entrañas por el deseo. Casi todos los escritores escriben
guiados por el deseo, por un deseo erótico o artístico, o por ambos al mismo
tiempo; en este sentido, el caso de Zalamea Borda puede parecer un caso
especial, un caso dramático del deseo. Imaginemos por un momento la forma en
que escribió su crónica periodística (que después sería la base de la novela). En
ese entonces tenía 23 años y quería escribir algo que le había sucedido entre los
17 y los 21. Todas las noches llegaba a las oficinas del periódico, esperaba a que
todo el mundo se fuera y se sentaba frente a la máquina de escribir (dicen que era
el mecanógrafo más rápido de su tiempo) acompañado de varios termos de café,
paquetes de cigarrillos y una botella de aguardiente Néctar 43 . Lo difícil es
siempre comenzar a escribir, y un modo de hacerlo es comenzar por decir lo que
está más cerca de nosotros, lo que está sucediendo ahora. Zalamea está, pues,
solo en su oficina y comienza a escribir:

La noche está sola. Sola como la luz. Abandonada sobre el mundo, extendida
sobre muchas ciudades, muchos campos, bosques, islas, mares, aldeas. En la
ciudad la acompaña la otra soledad. La de las lucecitas pequeñas de las bombillas
eléctricas, la de los cigarrillos taciturnos, dormidos en las manos fatigadas de la
madrugada. Las lucecillas del cigarrillo malo del asesino, que se esconde entre su
sombra cuando siente pasos cercanos. Pero aquí en Puerto Colombia, está más
sola que en todos los lugares del mundo.

Para quien no conoce las circunstancias en que fue escrita la novela, la primera
frase —"La noche está sola"—, y la última
—"más sola que en todos los lugares del mundo"— se refieren básicamente a la
misma noche y sólo se diferencian por el tono categórico de la última frase. Y sin
embargo, para quien examine de cerca estas líneas, se trata de dos noches
completamente distintas aunque no exista solución de continuidad entre ellas. El
proceso que lleva de la una a la otra es imperceptible y frágil: es el proceso que
sigue el escritor al internarse paulatinamente en el espacio de su propia
imaginación. En él se combinan dos elementos deícticos complementarios 44 : de
una parte, la deixis implícita en toda narración en presente —como si la expresión
"la noche está sola" equivaliera a decir "esta misma noche"— y dentro de la cual el
narrador desarrolla una idea secundaria: la soledad de la noche en las ciudades; y
de otra parte, la deixis que señala el lugar desde el cual se habla —"Pero aquí en
Puerto Colombia..."—, que sorprende al lector con la noticia de que al narrador-
protagonista no se encuentra en la ciudad nocturna (como hubiera podido

Oscar Torres Duque 353


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pensarse) sino en un puerto desde el cual evoca esa ciudad. Tal es, pues, el
espejismo de la narración en presente y que en estas páginas produce el efecto —
para recordar el célebre relato de Julio Cortázar— de "una noche boca arriba": en
la noche de la ciudad un hombre escribe la historia de un joven que aguarda en la
noche el barco que lo llevará a La Guajira y que en su espera evoca la ciudad
donde un hombre escribe su propia historia.

Esto es lo que resulta más dramático de la novela y la razón de muchas de las


incoherencias que hay en sus páginas: el hecho de que en muchas ocasiones el
narrador no puede evitar dividirse, sentir que es dos criaturas enemigas, el yo de
quien vive y el yo de quien escribe, el viajero y el escritor, el uno deseoso de ser el
otro y viceversa, rivales ambos de deseos opuestos: por una parte, el deseo de
quien se esfuerza por revivir un pasado espléndido en sensaciones; por otra, el
deseo de quien se sabe viviendo un presente único, histórico, digno de ser
contado. Es el viajero quien se complace en la cálida amistad de Manuel, uno de
los habitantes del Pájaro; pero es el escritor quien decide hacerle un homenaje en
la novela: "a este amigo que había de ser tan fiel y duradero, ya que no en mi vida,
sí en mi memoria" 45 . Es el viajero quien escucha al Capitán cuando le pide que
desista de su viaje a La Guajira 46 , pero es el escritor quien evoca la figura del
Capitán casi al comienzo de la novela: "¡Capitán barbudo y risueño que fumabas
en tu pipa y siempre estás con ella en mi recuerdo!" 47 . Es el viajero quien se
extasía a la vista de dos pescadores "de músculos cuadrados, llenos de aristas y
de belleza" 48 ; pero es el escritor quien declara que el deseo "es impreciso,
redondo, gaseoso e informe, pero que, una vez cumplido, adquiere líneas netas
para poder fijarse en el recuerdo" 49 . Es el viajero, en fin, quien va llevando su
diario de los 5 sentidos, pero es el escritor quien lo ofrece como un hecho
cumplido en 4 años a bordo de mí mismo.

La voz del viajero prefigura la voz del escritor. La voz del escritor traiciona la voz
del viajero. En ocasiones, en muchas ocasiones, ambas voces se articulan al
unísono y no es fácil diferenciarlas. Al llegar a Riohacha el viajero, o bien, al
ocuparse del episodio de Riohacha el escritor, el uno o el otro, el escritor o el
viajero, piensa en la embarcación del Capitán y la llama "la goleta oscura que
golpean eternamente las olas como al rodillo los tipos de la máquina" 50 . La
comparación entre la goleta y el rodillo de la máquina de escribir establece una
ambigüedad, en el "como" confluyen dos instantes separados por años y no
sabemos si atribuirlo a un viajero o a un escritor que se esfuerza por describir con
precisión y con ayuda de lo que tiene más a mano, el movimiento de unas olas
que vio una vez en su adolescencia. El escritor es el rival del viajero, el uno
desearía ocupar el lugar del otro y viceversa, y simultáneamente ambos desean
internarse en lo más vivo de la sensorialidad y los nombres de la sensorialidad, en
un paisaje donde resplandecen 14 alcatraces inmensos.

6. Noticia

Cuando Zalamea Borda publicó su crónica periodística la tituló, como ya se ha


dicho, "4 años a bordo de mí mismo (memorias de Uchí Siechi Kuhmare)". El

Oscar Torres Duque 354


Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República

subtítulo, con el nombre que Zalamea había recibido de una indígena y que
correspondía al de un pájaro guajiro que silba, quería ser la relación de un viaje
por una península exótica o semi-bárbara. Pero en la novela el subtítulo es
distinto. Al llamarse Diario de los 5 sentidos, el énfasis ya no está en el recuerdo
de un viaje por un territorio exótico, sino en la expresión inminente de la
sensorialidad. Si en 1934 Tomás Galvis acusó a la novela "por su intensa y
constante voluptuosidad que culmina en insinuaciones vergonzosas y en frases de
repugnante crudeza" 51 , todavía a fines de los años 50 el prolífero Humberto
Bronx manifestaba que,

La novela de Eduardo Zalamea es malsana, por cuanto solamente muestra el lado


nauseabundo de la gente de La Guajira. En ella figuran hambrientos de goces
físicos; gentes que gruñen o braman de dolor y en quienes las facultades
intelectuales están subordinadas por completo a los apetitos materiales. Y con
fruición permanente, el autor se solaza y se deleita en pinceladas pornográficas52.

En 1952, cuando apareció en el periódico El Heraldo de Barranquilla la primera


edición de Isabel viendo llover en Macondo, había una nota que anunciaba
jubilosamente la aparición de La hojarasca y que decía que con ella se pondría "en
el exiguo terreno de la novela colombiana una línea divisoria parecida a la que
hace tiempo trazó 4 años a bordo de mí mismo" 53 . Conrado Zuluaga, que
atribuye esta frase a un amigo de García Márquez, considera las páginas de
Zalamea Borda como el intento más refrescante —hasta la publicación de Cien
años de soledad— por introducir en la narrativa colombiana recursos expresivos
propios de la modernidad 54 . En lo que a la labor literaria de Zalamea Borda se
refiere, estos juicios pueden servir de consuelo. 4 años a bordo de mí mismo fue la
única novela de su vida 55 . Está dedicada a Mimí, su esposa, pero ya entonces
Zalamea era viudo 56 . Nosotros lo hemos imaginado una noche, en la soledad de
su oficina, frente a una máquina de escribir. Es como si el periodista que fue,
hubiera vencido al escritor, como si el escritor hubiera vencido al viajero, y los
números, estos nombres que se posan sobre las cosas, sólo sirvieran para
documentar un hecho poco notable, pero íntimo y grande. Su obra, la única obra
de su vida, se cierra con una noticia.

Noticia

Comenzóse a escribir esta novela un viernes, día 9 del mes de mayo de 1930 a
las 9 de la noche, entre ruidos callejeros y en una máquina de escribir cuyo
número ignoro, marca "Continental". En las oficinas de "La Tarde", calle 14,
número 89.

Interrumpióse por mucho tiempo su elaboración y se concluye hoy, 24 de enero de


1932, a las 11 y 30 minutos de la noche, en la máquina "Underwood", número
A23679867. Calle 57, número 11. Noche oscura, gris y azul, sin estrellas y con
tiniebla. Viento SSW, nubes bajas, alegría, inmensa alegría! ¿Y para qué?

Oscar Torres Duque 355

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