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El Mausoleo Iluminado
Antología del ensayo en Colombia
Oscar Torres Duque
Biblioteca Familiar Presidencia de la República
Agradecimientos
Como siempre sucede en este tipo de trabajos, nada sería posible sin el apoyo de
personas y entidades dispuestas (o constituidas) para generar el tiempo de la
investigación y hacer posible el acceso a las fuentes. Agradezco, pues, a
Colcultura, con el uso de una de cuyas becas (para emprender una historia del
ensayo en Colombia) pude pasearme por ese ingente mausoleo que es la
colección dispersa de obras de nuestros escritores de reflexión. Y, por supuesto,
agradezco a la Biblioteca Luis Ángel Arango, y en particular a todas las personas
que durante los últimos cuatro años han tenido a su cargo el eficaz y cálido
servicio para investigadores; con ellos (y ellas) he compartido esa alucinante
experiencia que consiste en rescatar los libros de los anaqueles más recónditos
para hacerlos hablar de nuevo en un cubículo, ya muy cercano al mundo.
O.T.D.
Introducción
Todo prólogo, toda introducción a una antología supone afinarse en el arte de dar
explicaciones. Y aunque darlas en materia literaria, o artística en general, suele
redundar en un empobrecimiento de la misma materia, ello es inevitable y decisivo
cuando se quiere figurar como responsable de una selección de textos de
cualquier índole. Sin duda, se tiene el compromiso moral, ante un lector posible,
de acreditar al menos tres esfuerzos, que ya casi son tres criterios: el histórico
(conocimiento de una cantidad razonable de textos en un orden cronológico); el
crítico (capacidad de valoración y jerarquización de esos textos); y el del gusto
personal (que también debe volverse tema de reflexión). Pero esos tres esfuerzos
no avalan el "buen éxito" de una antología, su relativa posibilidad de ser "acertada"
o, por lo menos, aleccionadora o representativa.
Son muchos los factores que pueden escapar del control del antologista, o no
depender de sus criterios axiales de selección; por ejemplo, la extensión y la
accesibilidad bibliográfica pueden convertirse, como ha sucedido en los
preliminares de este volumen, en restricciones automáticas para la inclusión de
algunos buenos escritos en el trabajo antológico propuesto. Pero si además de la
compleja labor de generar una antología medianamente respetable se habla de
una selección de ensayos, los problemas pueden crecer abrumadoramente. No
estamos ante un género claramente tipificado (aunque algunos piensen lo
contrario). Ensayaré, pues, algunas explicaciones. Contaré algo de mi destino fatal
de antologista.
Un escritor es una persona que escribe. Eso lo sabe un niño, pero uno deja de
saberlo cuando estudia literatura. En estudios literarios se enseña que los
escritores escriben novelas, poemas, cuentos, o que escriben dentro del
romanticismo o del modernismo; pero suele olvidarse el hecho primario y complejo
de que hay una persona que, por lo general, se sienta y escribe. Escribir novela o
escribir dentro o fuera del modernismo son asuntos de la historia literaria, pero lo
debe ser primeramente el hecho de que hay una persona que escribe. Y cuándo lo
que una persona escribe tiene la fuerza de una creación, es algo que nos ha
ejemplificado la poesía de todos los tiempos. Pues bien, el ensayo debe
considerarse algo tan esencial como la poesía: una creación surgida de una
persona que escribe "con todo su mundo", es decir, capaz de mostrar su relación
real con él. Esto es teoría literaria. Lo demás, es teoría de los géneros o historia
literaria, que es de lo que vamos a echar mano para introducirnos en el vasto y
problemático mundo de la producción literaria colombiana; para sonsacar de allí
unos hitos, unos mundos personales pero colombianos. Y espero no tener que
referirme una vez más a "lo literario" del ensayo.
Había también ––y hay–– una serie de trabajos y antologías, digamos, para-
ensayísticos, que se tocan con la historia del ensayo en tanto conforman una
historia de las ideas en Colombia: Las ideas liberales en Colombia y Las ideas
socialistas en Colombia, de Gerardo Molina; Antología del pensamiento político
colombiano en el siglo XIX, de Jaime Jaramillo Uribe, o su equivalente parcial
Antología del pensamiento conservador en Colombia, preparada por Roberto
Herrera Soto; sin perder de vista la selección de Rubén Sierra para La filosofía en
Colombia. De la misma forma, resultan particularmente significativas algunas
selecciones de ensayos publicados en revistas culturales de especial relevancia,
editadas por el Instituto Colombiano de Cultura en los años setentas, como las de
Voces, Revista de las Indias, Mito y Eco, sin duda importantes crisoles del
quehacer ensayístico en la medida en que constituyeron una nómina de
colaboradores de gran calibre intelectual. Estas nóminas ––a la postre convertidas
en listados estadísticos que permitían comprobar la reincidencia y constancia de
ciertos escritores de prosa de pensamiento–– me ayudaron a seguirles la pista a
muchos ensayistas relativamente desconocidos. Aunque finalmente, y por una
clara y aceptada restricción metodológica––de tiempo de lectura e investigación––
, opté por considerar para mi antología sólo los textos publicados en libros de
autor, fueran éstos títulos autónomos o recopilaciones. Al respecto, debo confesar
la inclusión aquí de una excepción: el ensayo "Ideas sobre la cultura nacional y el
arte realista", del filósofo e historiador Francisco Posada, publicado en la revista
Letras Nacionales; se trata de un magnífico análisis histórico que ilustra sobre las
posibilidades de un pensamiento marxista aplicado de manera personal (es decir,
con estilo propio y sin esquematismos) a un proceso cultural concreto. En este
caso, rendí mis armas al criterio de la ilustración, esto es, al de admitir en mi
selección el único texto, sin duda lleno de bondades estilísticas, que podía
ejemplificar un "tipo" de ensayo, el ideológico, sin parecer, como tantos otros de su
estirpe, una caricatura de su propio tema. De cualquier modo, Francisco Posada
no fue, ni mucho menos, un ensayista de revista, sino un investigador en extremo
riguroso y un escritor conciso pero de muchos matices.
¿Cuáles son los criterios de esta selección? Por supuesto, un marco teórico previo
sobre el concepto "ensayo". Pero éste fue apenas un punto de partida, y más bien
ampliaba antes que estrechar la parcela de los escritores y los textos que iba yo a
considerar; sin embargo, sí me sirvió de brújula para detectar "debilidades"
(cuando no incompatibilidades con el ensayo) que fueron fundamentales en el
proceso de descartación. Pocos lectores de antologías notan que tras la selección
está la descartación, a veces dolorosa o conflictiva; pues bien, muchos autores,
leída la totalidad de sus obras o buena parte de las mismas, no coincidieron con
Y así como hubo algunos criterios de selección propiamente dichos también los
hubo de descartación ––sin que esta labor implique, necesariamente tampoco, un
juicio de valor––. Por ejemplo, descarté por principio los textos demasiado
anecdóticos o autobiográficos, aunque no dudo de que con esos materiales puede
también construirse magníficos ensayos; igualmente, rechacé los que ofrecían un
evidente interés informativo o divulgador, o aquéllos que sólo buscaban presentar
un panorama demasiado general de cualquier materia; ya he tocado el tema de
cuán esencialmente concretos resultan los grandes ensayos (la visión panorámica
está tan alejada del ensayo como la visión del especialista).
Tal vez no sobre decir que no seleccioné por ideas, pues no siempre suscribo las
de algunos de los autores aquí presentes, y tampoco me importa que desde un
punto de vista meramente disciplinario muchas de esa ideas ––y obviamente, de
los datos que las soportan–– se encuentren hoy claramente superadas: lo que
realmente hace valiosa una idea es su coherencia, su capacidad de estar en
concordancia con un contexto dado, y ese contexto no es más que el mundo
propio (no sólo social) de su autor; de manera que a Gómez Dávila no podemos
pedirle más que sea un reaccionario, a Gaitán Durán un libertario, a William
Ospina un sacralizador, a Posada un marxista, a Gonzalo Sánchez un socialista o
a Alzate Avendaño un cuasi-fascista. Ellos han sabido serlo con talento, con
inteligencia y con formación.
Más fácil es rastrear toda la literatura que dejaron los criollos ilustrados de fines
del siglo XVIII y la de los precursores de la Independencia. Hombres de vibrante
inteligencia como Antonio Nariño (1765-1823) o como Pedro Fermín de Vargas
(1762- ca. 1812), educados en las buenas letras ––francesas e hispanas––, nos
ofrecen los primeros modelos de una prosa ensayística aplicada a aspectos
pragmáticos de la realidad virreinal o de la administración colonial borbónica. Y ya
en esa época es posible distinguir una división clara del "quehacer de la escritura",
entre los que se dedican a la traducción, a la glosa o interpretación, a producir (por
escrito), como Pedro Fermín, "pensamientos políticos", y los que se proyectan
como escritores públicos, autores de discursos, proclamas o manifiestos,
incluyendo aquí a los incipientes redactores de periódico. Un intelectual como
Manuel del Socorro Rodríguez (1756-1819), aun velado por la cortina del
anonimato periodístico oficial (fue director del virreinal Papel Periódico de la
Ciudad de Santafé de Bogotá, el primer periódico de nuestra historia ––1791-
1797––), se anima ya a frecuentar la crítica literaria, a la par con la crítica de las
costumbres y la difusión de conocimientos útiles, y lo hace de una manera ––para
algunos tosca–– personal y subjetiva. Decir que el periódico, en su calidad de
órgano público de información (para entonces aún no puede emplearse la
expresión "masivo"), supone una escritura impersonal y uniformada, no se
compadece con la realidad del redactor del Papel Periódico, quien, aparte de
escoger sus temas, sus "variedades", se permitía establecer sus propias
relaciones, poner en juego su formación ––nada desdeñable— y opinar, no
precisamente a nombre de la opinión pública. Por lo demás, el caso de Manuel del
Socorro sirve para ilustrar otro aspecto de sesgo historiográfico: Rodríguez era
cubano y había venido de La Habana traído por el recién nombrado virrey
Ezpeleta: ¿debe por eso eliminarse del estudio histórico de las letras
colombianas? Ello sería absurdo, pues sabemos que el ebanista y autodidacta de
Bayamo desempeñó un papel fundamental entre nuestros hombres de letras, que
vivió y sintió nuestra propia realidad nacional durante muchos años y que incluso
murió entre nosotros. Otro tanto podremos decir más adelante del venezolano
Simón Bolívar, del cubano Rafael María Merchán y del alemán Ernesto Volkening.
Ya desde esta época, el periodismo cobra una peculiar relevancia como espacio
fundamental de las expresiones ensayísticas; de hecho, escritores como Caro,
Ancízar, Arboleda o Azuero lo son en la medida en que periódicamente publican
sus artículos en la prensa, cada vez más politizada. El libro capital de Arboleda,
por ejemplo, La República en la América española (1869), se conforma por la
unificación de una serie de ensayos publicados en el periódico La República. Y
algunos continuadores de estos primeros polemistas políticos, como Miguel
Antonio Caro (1843-1909), "el Indio" Uribe (1859-1900), José María y Miguel
Samper (1828-1888; 1825-1899) o Camacho Roldán (1827-1900), con todo y
llegar a publicar libros ensayísticos autónomos (incluso folletos, como el de La
miseria en Bogotá [1867], de Miguel Samper), mantienen la actividad periodística
como base de su quehacer literario.
nuevos estetas, como José Asunción Silva (1865-1896), Diego Uribe (1867-1921),
Carlos Arturo Torres (1867-1911) y Ángel Cuervo (1838-1896), el maduro pero
cercano y afín amigo de silva. Es necesario acotar que este nuevo esteticismo
alcanza también a la prosa, y me parece que de manera más fundamental a la
prosa ensayística que a la prosa narrativa: es la época de poetas del ensayo como
Martí (1853-1895), Rodó (1872-1917) y Rubén Darío (1867-1916); y esa
conciencia estética que invade a la prosa de reflexión dará un carácter autónomo,
algo alambicado y barroco, a las páginas de los prosistas colombianos del
modernismo, desde Max Grillo y Sanín, pasando por Eduardo Castillo (1889-
1938), López de Mesa, Rueda Vargas (1879-1943) o Armando Solano (1887-
1953), hasta llegar, con especial énfasis, a algunos de los escritores del llamado
"renacimiento grecocaldense": Aquilino Villegas (1880-1940), Augusto Ramírez
Moreno (1900-1974), Silvio Villegas (1902-1972) y Gilberto Alzate Avendaño
(1910-1960); sin olvidar otros escritores de evidente intención verbalista, como
Jaime Barrera Parra (1892-1935), Darío Achury Valenzuela (n. 1906) y Hernando
Téllez (1908-1966).
El mausoleo iluminado
No deja de ser desconcertante, por decir lo menos, que obras capitales de nuestra
historia literaria, como La civilización manual y otros ensayos (1925) de Sanín
Cano o el Diario (1946) de Hernando Téllez, sean inconseguibles en el mercado
del libro. Es cierto que existen recopilaciones (a veces también inconseguibles) de
Sanín Cano y de Téllez, así como de algunos pocos de nuestros grandes
ensayistas. Pero en general, es un hecho que a la producción ensayística ––
auténticamente ensayística–– en Colombia no se le ha dado la necesaria
importancia, ni académica ni editorialmente. Nuestros ensayistas no existen en las
historias de la literatura colombiana y no existen en los programas de estudios
literarios, salvo muy contadas excepciones de cátedras sueltas.
¿Cuál es, pues, el espacio de estos escritores, aparte del quimérico que la
esperanza hace prever? El recinto de las bibliotecas públicas resulta para sus
obras más un pomposo mausoleo (el muy respetable y conservador concepto de
la "biblioteca patrimonial") que un espacio de servicio público para su difusión. Es
por eso que esta antología quiere ser una primera incitación al rescate de autores
y de obras que pueden ser mirados o remirados, sin ningún escrúpulo, como
testimonios de un quehacer y de una personalidad que, a despecho de su mucha,
poca o ninguna significación en la esfera de lo público nacional, son ante todo
indicativos irrefragables del rango literario de un país y, claro, de sus más altas
cuotas intelectuales.
Simón Bolívar:
Simón Bolívar
Observemos que al presentarse los españoles en el Nuevo Mundo, los indios los
consideraron como especie de mortales superiores a los hombres; idea que no ha
Así, pues, parece que debemos contar con la dulzura de mucho más de la mitad
de la población, puesto que los indios y los blancos componen los tres quintos de
la populación total, y si añadimos los mestizos que participan de la sangre de
ambos, el aumento se hace más sensible y el temor de los colores se disminuye,
por consecuencia.
La experiencia nos ha mostrado que ni aun excitado por los estímulos más
seductores, el siervo del español no ha combatido contra su dueño, y por el
contrario, ha preferido muchas veces la servidumbre pacífica a la rebelión. Los
jefes españoles de Venezuela, Boves, Morales, Rosete, Calzada y otros,
siguiendo el ejemplo de Santo Domingo, sin conocer las verdaderas causas de
aquella revolución, se esforzaron en sublevar a toda la gente de color, inclusive los
esclavos, contra los blancos criollos, para establecer un sistema de desolación,
bajo las banderas de Fernando VII. Todos fueron instados al pillaje, al asesinato
de los blancos; les ofrecieron sus empleos y propiedades; los fascinaron con
doctrinas supersticiosas en favor del partido español, y, a pesar de incentivos tan
vehementes, aquellos incendiarios se vieron obligados a recurrir a la fuerza,
estableciendo el principio: que los que no sirven en las armas del rey son traidores
o desertores; y, en consecuencia, cuantos no se hallaban alistados en sus bandas
de asesinos eran sacrificados, ellos, sus mujeres e hijos, y hasta las poblaciones
enteras; porque a todos obligaban a seguir las banderas del Rey. Después de
tanta crueldad, de una parte, y tanta esperanza de otra, parecería inconcebible
que los esclavos rehusasen salir de sus haciendas, y cuando eran compelidos a
ello, sin poderlo evitar, luego que les era posible, desertaban. La verdad de estos
hechos se puede comprobar con otros que parecerán más extraordinarios.
Estamos autorizados, pues, a creer que todos los hijos de la América española, de
cualquier color o condición que sean, se profesan un afecto fraternal recíproco,
que ninguna maquinación es capaz de alterar. Nos dirán que las guerras civiles
prueban lo contrario. No, señor. Las contiendas domésticas de la América nunca
se han originado de la diferencia de castas: ellas han nacido de la divergencia de
las opiniones políticas y de la ambición particular de algunos hombres, como todas
las que han afligido a las demás naciones. Todavía no se ha oído un grito de
proscripción contra ningún color, estado o condición; excepto contra los españoles
europeos, que tan acreedores son a la detestación universal. Hasta el presente se
admira la más perfecta armonía entre los que han nacido en este suelo, por lo que
respecta a nuestra cuestión; y no es de temerse que en lo futuro suceda lo
contrario, porque para entonces el orden estará establecido, los gobiernos
fortificados con las armas, la opinión, las relaciones extranjeras y la emigración
europea y asiática, que necesariamente debe aumentar la población.
La Conquista
Hijo del también conservador José Eusebio Caro, Miguel Antonio confiesa en
alguna página que no se sintió llamado a la política o a la vida pública sino cuando
vio amenazada la estabilidad de la iglesia Católica en Colombia (la "amenazaba"
la administración liberal que gobernó entre 1861 y 1880). No obstante, desde los
años sesentas lo vemos convertido en escritor de debate político —
particularmente en materia religiosa— y con clara proyección a la vida pública,
primero a través de su Partido Católico, luego como gestor de la Constitución de
1886 y finalmente como presidente de la República (1894-1898).
• Bibliografía ensayística:
Recopilaciones:
La Conquista
pero apenas habrá uno entre muchos en Inglaterra (por lo menos hace cuarenta
años, si hemos de estar al dicho de Macaulay) que dé razón de quién ganó la
batalla de Buxar, de quién ordenó la matanza de Patna, de si Smajah Dowlah
reinaba sobre el Uda o sobre Travancora, y otros puntos semejantes.
Así cantaba en 1806 el más brioso, el más popular de los poetas españoles de
aquel tiempo; y esas valientes estancias en que protestaba que los españoles de
entonces no eran los mismos españoles del siglo XVI, del siglo de la grandeza de
España, corrían en España con aplauso. Los tres siglos de servidumbre siguieron
sonando lo mismo en los ensayos históricos del célebre literato y estadista
peninsular Martínez de la Rosa (Guerra de las Comunidades de Castilla) que en
los escritos patrióticos de nuestro insigne Camilo Torres (Memorial de agravios).
Dijérase que españoles europeos y americanos, no contentos desde los albores
de 1810 con despedazarnos y desacreditarnos recíprocamente, sólo nos dábamos
la mano en el común empeño de ahogar las tradiciones de nuestra raza, y que con
desdén altivo, y aun con lágrimas que hacíamos alarde de verter 1 (y que si
alguno las vertió realmente, mejor se hubieran empleado en llorar pecados
Deplorable es, y lástima profunda inspira, la situación de una raza enervada que
por único consuelo hace ostentación de los nombres de sus progenitores ilustres.
¿De qué ha servido a los modernos italianos decir al mundo con palabras y no con
hechos, que descienden de los Césares y Escipiones? Pero es doloroso también,
síntoma de degeneración y de ruina, y rasgo de ingratitud mucho más censurable
que la necia vanidad, la soberbia y el menosprecio con que un pueblo cualquiera,
aunque por otra parte esté adornado de algunas virtudes, apenas se digna tornar
a ver a su cristiana y heroica ascendencia. El nacionalismo que se convierte en
una manía nobiliaria, es vicio ridículo; pero el antipatriotismo es peor. A la España
de ambos mundos en el presente siglo ha aquejado esa dolencia: esa
"conformidad ruin" con el desdén extranjero, "en sujetos descastados que
desprecian la tierra y la raza de que son, por seguir la corriente y mostrarse
excepciones de la regla". "El abatimiento, el desprecio de nosotros mismos",
añade el orador cuyas palabras estamos transcribiendo 2 , "ha cundido de un
modo pasmoso; y aunque en los individuos y en algunas materias es laudable
virtud cristiana, que predispone a resignarse y someterse a la voluntad de Dios, en
la colectividad es vicio que postra, incapacita y anula cada vez más al pueblo que
lo adquiere".
Muy lejos estamos de desconocer los méritos contraídos a fines del pasado siglo o
principios de éste por el diligente rebuscador Muñoz, por el sabio y virtuoso
historiador Navarrete, y en conjunto por la Real Academia de la Historia. Pero la
verdad es que quienes más han contribuido, no sólo por la forma literaria de sus
trabajos, sino por la imparcial procedencia de sus sufragios, a demostrar al mundo
la importancia de los anales de la conquista y colonización americanas, han sido
algunos hijos de este Nuevo Mundo, pero no latinos por su raza, ni por su religión
católicos. Convenía que así fuese, para que se hiciese la justicia fuera de casa, y
manos heterodoxas levantasen el entredicho impuesto por nosotros mismos a
nuestra historia colonial. Oportet haereses esse.
Con efecto, luego de que las colonias inglesas de la América del Norte hubieron
consumado su emancipación y entrado en el goce del self-government, no faltaron
naturales del país, descendientes de buenas y acaudaladas familias inglesas, que
estuviesen adornados de una educación clásica, y a los recursos materiales que
demanda la independencia literaria reuniesen la vocación y capacidad necesarias
para acometer extensas y variadas investigaciones históricas. Los anales de su
tierra nativa les eran campo estrecho e infecundo: no hallaban allí ni las uniformes
corrientes tradicionales que marcan el rumbo a la filosofía de la historia, ni los
animados episodios y sucesos particulares que constituyen la poesía de la
historia; y así, mal que les pesase renunciar a la escena nativa, convirtieron las
miradas al Mediodía, y cautivada su atención por el descubrimiento y la conquista
de la América Española, a esta región histórica se trasladaron, y a ilustrarla
consagraron con éxito afortunado sus vigilias; siguiendo en esta migración
intelectual la costumbre de las razas del Norte, que estimuladas por la necesidad
dejaron muchas veces sus nebulosos asientos, e invadieron los países
meridionales en demanda de climas más benignos y de tierras más fértiles y
hermosas.
Y no se crea que estos tributos valiosísimos que los literatos septentrionales han
rendido a la olvidada Musa de nuestra historia colonial, hayan procedido de
circunstancias violentas, de caprichos y aberraciones que los divorciasen de su
abolengo, de aquel antipatriotismo que sabe engendrar el desprecio de las cosas
propias, pero que no por eso mueve a ilustrar con paciente y sagaz investigación
las ajenas, porque ningún vicio es inspirador de virtudes. No se piense, por
ejemplo, que los citados escritores anglo-americanos fuesen despreciadores ni
despreciados de los ingleses, ni estuviesen reñidos con el público ilustrado de
Inglaterra. "Los americanos, siempre celosos de su independencia política —dice
un atento observador de las costumbres de aquel pueblo— y aborrecedores de
las instituciones británicas, se muestran sobremanera sumisos y sensibles al qué
dirán del público inglés. El hecho no es —añade— tan sorprendente como a
primera vista parece, porque no puede haber realmente más que un cetro para el
pensamiento inglés, para la literatura inglesa, la cual irradia y alcanza a
dondequiera que se hable inglés" 4 . Y el ejemplo que trae el autor de estas
observaciones viene como anillo al dedo a nuestro intento, porque se refiere
precisamente al biógrafo de los compañeros españoles de Colón.
Mr. Irving no alcanzó el crédito literario de que gozó en los Estados Unidos sino
después de que el editor inglés Murray le dio tres o cuatro mil guineas por una de
sus obras. No iban, pues, aquellos historiógrafos a formar haces de glorias
españolas para echárselas en rostro al pueblo inglés; ni tampoco fundaban
esperanzas de buen éxito para sus obras en la acogida que éstas pudieran
obtener del público español. Su público era el inglés, y no el cismarino, sino el de
ambos mundos. Sus obras corrían en inglés, y para que más tarde fuesen
traducidas en castellano y mereciesen precisamente asegurar su crédito en la
lengua en que se escribieron. El resultado ha sido que las ediciones inglesas se
han repetido en mayor número que las españolas; y aun la traducción castellana
del trabajo de Ticknor, que por su naturaleza especial es tal vez más español que
los históricos de Irving y Prescott, aunque enriquecida con valiosas notas y
apéndices, no se ha agotado en muchos años, ni compite en pureza y esplendor
tipográfico con las ediciones inglesas de Boston y Nueva York.
pluma en el escabroso proceso, y en vez de dictar final sentencia, dejará que los
lectores la pronuncien, comunicándoles previamente cuantos datos ha recogido,
para que pueda cada cual fallar según su leal saber y entender, con pleno
conocimiento de causa.
Por eso debemos recibir como marcados con la estampa de la más pura
imparcialidad los testimonios que ofrece en favor de aquellos a quienes Quintana
llamó, y muchos con él, "bárbaros y malvados". ¿Quién era el conquistador?
¿Eran todos los aventureros gente vulgar, criminal y vagabunda? Más bien
pertenecían al tipo del caballero andante de siglos heroicos. "Era un mundo de
ilusiones el que se abría a sus esperanzas, porque cualquiera que fuese la suerte
que corriesen, lo que contaban al volver tenía tanto de novelesco que estimulaba
más y más la ardiente imaginación de sus compatriotas, y daba pasto a los
sentimientos quiméricos de un siglo de caballería andante" [...] "La fiebre de la
emigración fue general y las principales ciudades de España llegaron a
despoblarse. La noble ciudad de Sevilla llegó a padecer tal falta de habitantes que
parecía hubiese quedado exclusivamente en manos de las mujeres, según dice el
embajador veneciano Navajero, en sus viajes por España" (1525). ¿Era la
crueldad el rasgo característico del conquistador? "Su valor estaba manchado por
la crueldad"; pero "esta crueldad nacía del modo como se entendía la religión en
un siglo en que no hubo otra que la del cruzado". Y en cuanto al valor de aquellos
descubridores intrépidos, considérese que la desproporción entre los combatientes
era tan grande como aquélla de que nos hablan los libros de caballería, en que la
lanza de un buen caballero derribaba centenares de enemigos a cada bote. "Los
peligros que rodeaban al aventurero, y las penalidades que tenía que soportar,
apenas eran inferiores a los que acosaban al caballero andante. El hambre, la sed,
el cansancio, las emanaciones mortíferas de los terrenos cenagosos, con sus
innumerables enjambres de venenosos insectos; el frío de las sierras, el sol
calcinador de los trópicos: tales eran los enemigos del caballero andante que iba a
buscar fortuna en el Nuevo Mundo. Era la leyenda realizada. La vida del
aventurero español constituía un capítulo más, y no el menos extraordinario, en
las crónicas de la caballería andante". ¿Era la codicia su único móvil? "El oro era
estímulo y recompensa, y al correr tras él su naturaleza inflexible pocas veces
vacilaba ante los medios. Pero en los motivos que tenía para obrar, se mezclaban
de una manera extraña influencias mezquinas con las aspiraciones más nobles y
lo temporal con lo espiritual" 5.
Nuevo Mundo; siendo de notar que en este punto las exigencias de la verdad
acallaron el espíritu de secta, y el imparcial historiador inclina la balanza con todo
su peso en pro de los misioneros católicos. No de otra suerte el ya citado
Macaulay dejó escrito el más explícito testimonio en favor de la inmortalidad del
Papado. Pero ni uno ni otro osaron o supieron señalar las causas de los hechos
que reconocían de buen grado; no echaron de ver que el catolicismo es el árbol
que vive y florece alimentado por savia sobrenatural, y que las sectas disidentes
son las ramas que se secan y mueren desgajadas del tronco materno. ¡Flaqueza
humana que así presenta unidas, cuando falta el don de la fe, las más lúcidas
percepciones, con los juicios más ciegos y superficiales!
"Los esfuerzos hechos para convertir a los gentiles —dice con noble ingenuidad
Prescott—, son un rasgo característico y honroso de la conquista española. Los
puritanos con igual celo religioso han hecho comparativamente menos por la
conversión de los indios, contentándose, según parece, con haber adquirido el
inestimable privilegio de adorar a Dios a su modo. Otros aventureros que han
ocupado el Nuevo Mundo, no haciendo por sí mismos gran caso de la religión, no
se han mostrado muy solícitos por difundirla entre los salvajes. Pero los
misioneros españoles, desde el principio hasta el fin, han mostrado profundo
interés por el bienestar espiritual de los naturales. Bajo sus auspicios se
levantaron magníficas iglesias, se fundaron escuelas para la instrucción elemental,
y se adoptaron todos los medios racionales para difundir el conocimiento de las
verdades religiosas, al mismo tiempo que cada uno de los misioneros penetraba
por remotas y casi inaccesibles regiones, o reunía a sus neófitos indígenas en
comunidades, como hizo el honrado Las Casas en Cumaná, o como hicieron los
jesuitas en California y Paraguay. En todos tiempos el animoso eclesiástico
español estaba pronto a levantar la voz contra la crueldad de los conquistadores y
contra la avaricia no menos destructora de los colonos; y cuando sus
reclamaciones eran inútiles, todavía se dedicaba a consolar al desdichado indio, a
enseñarle a resignarse a su suerte, y a iluminar su oscuro entendimiento con la
revelación de una existencia más santa y más feliz. Al recorrer las páginas
sangrientas de la historia colonial española, justo es, y al propio tiempo
satisfactorio, observar que la misma nación de cuyo seno salió el endurecido
conquistador, envió así mismo al misionero para desempeñar la obra de la
beneficencia y difundir la luz de la civilización cristiana en las regiones más
apartadas del Nuevo Mundo" 6 .
III
Siendo esto así, los nuevos gobiernos americanos, tan celosos desde un principio
en reclamar a título de herencia el derecho de patronato concedido por la Santa
Sede a los Reyes Católicos, debieron igualmente haber tomado a su cargo las
consiguientes obligaciones, y ver de despertar el espíritu nacional y de adelantar
—por supuesto en forma pacífica, en sentido cristiano— la obra de la conquista,
que no llevada a término, quedó interrumpida con la guerra de emancipación.
¡Cuán profunda tristeza causa la idea de que en vez de haber dilatado la
civilización su radio, en muchas partes ha perdido terreno; que la cruz de misiones
antes florecientes, no abre ya sus brazos anunciando redención; que muchas
IV
¿Qué han hecho nuestros gobiernos para fomentar los estudios históricos? ¿Hase
fundado y dotado alguna Academia de la Historia? ¿De las recientes cuantiosas
erogaciones que en algunas repúblicas se hacen para sostener la instrucción
popular ha salido alguna pequeña suma para pensionar a algún erudito
historiógrafo, o para sacar a luz algunos manuscritos, como la parte inédita de la
crónica de Simón, que se conserva en nuestra biblioteca pública? Pongamos aquí
puntos suspensivos, en la esperanza de que el tiempo dará menos melancólica
respuesta a las preguntas precedentes. El gobierno de Chile ha sido el menos
olvidadizo en este punto, y a eso se debe en gran parte el vuelo que ha alcanzado
allí ese género de estudios universitarios: hay premios periódicos para Memorias
históricas; se hace escrupulosa censura de textos, y se adoptan los mejores para
la enseñanza del ramo, y las respectivas asignaturas se desempeñan por
personas de notoria competencia. En suma, el repertorio de obras históricas,
aunque ninguna de ellas, por razones que no es del caso apuntar, alcance la nota
de perfección clásica que señalan las de Prescott, es variado y extenso; y en
general, el chileno sabe la historia de su patria. Y obsérvese, en conformidad con
lo que dejamos expuesto, cuán bien confronta y se aduna esa tendencia a mirar
atrás, ese interés por la historia colonial, con los sentimientos patrióticos más
enérgicos, con el más ardiente celo por la independencia y el más exaltado orgullo
nacional, de que ha dado repetidas muestras el pueblo de Chile.
Esfuerzos particulares no han faltado, no, en las otras repúblicas, más dignos de
loa y de aprecio, por las mismas impropicias circunstancias que los acompañaron,
y sus fecundos resultados; esfuerzos aislados, faltos de apoyo y resonancia, más
bien que pasos de un progreso colectivo y regular. En la patria del ilustre Alamán
(cuyo nombre merece bien recordarse al principio de estas rápidas indicaciones),
la Conquista de México del historiador anglo-americano halló un docto adicionador
en el finado D. José Fernando Ramírez; y allí mismo el señor D. Joaquín García
Icazbalceta, tan cumplido caballero como investigador infatigable y escritor castizo
y elegante, ha dado a luz en tres grandes tomos en 4, impresos en gran parte con
sus propias manos, en edición nítida y correcta, preciosos documentos por él
colegidos, con preliminares biográficos y copiosas tablas alfabéticas. Pero, como
dice el diligente colector, la doble tarea de reunir materiales y aprovecharlos es
Y no es otro el servicio que desea prestar hoy a nuestro público el editor del
presente tomo, dándonos en él repetida la obra que compuso nuestro célebre
compatriota el Ilustrísimo D. Lucas Fernández de Piedrahíta, y que imprimió J. B.
Verdussen en Amberes, en 1688.
crónicas escaseen cada vez más y desaparezcan del país solicitados por el
extranjero. La Historia de Piedrahíta, que ahora se reimprime, figura en el último
catálogo formado por Leclerc (Casa de Maisonneuve, de Paris) y tiene señalado el
precio de 200 francos, el que, con motivo de esta reproducción, quedará
considerablemente reducido.
Ni ha sido caprichosa la elección que el editor hizo de esta obra para primer
ensayo en la empresa plausible de reimprimir a nuestros antiguos historiadores;
porque casi todas nuestras viejas crónicas son de órdenes religiosas, al paso que
Piedrahíta quiso dar a su libro un carácter más amplio y general, aprovechándose,
no sólo de aquellas relaciones ya publicadas, sino también, y con fidelidad
minuciosa según él mismo lo declara, de dos manuscritos que por desgracia no
existen ya, a saber, el Compendio historial del Adelantado Quesada, y la cuarta
parte de las Elegías de varones ilustres, escritas por Joan de Castellanos,
beneficiado de Tunja.
Los ensayos de crítica literaria de Merchán suelen ser extensos, lentos y de gran
finura, y a veces dedicados a escritores hoy bastante olvidados. Su crítica no es
sólo valorativa, sino en ocasiones implacablemente dura contra lo que considera
debilidad o pobreza. Escribió sobre griegos y latinos, sobre autores del Siglo de
• Bibliografía ensayística:
Mi ilustrado amigo:
Esta ingeniosa defensa sintetiza el escrito de usted, y muestra que data de muy
atrás la pugna aparente entre el fondo y la forma de la obra artística, pugna cuyos
primeros gritos vibraron en tiempos más lejanos aún.
Si se interroga: ¿qué vale más, arte sin genio o genio sin arte?, la respuesta no
puede ser afirmativa ni negativa en absoluto. En cada caso dependerá de los
resultados.
Pero la pregunta no está completa; debería redondearse así: ¿qué vale más, arte
sin genio, genio sin arte, o genio con arte?
Ahora desaparecerá toda vacilación. Es que hay tres tipos de producción artística:
lo mediano, lo bueno, lo mejor (lo malo no se cuenta, y en lo mejor incluyo lo
óptimo), y sólo se habían considerado los dos primeros, cuando el tercero
contiene la solución. El proverbio francés "lo mejor es enemigo de lo bueno", y el
español "más vale pájaro en mano que buitre volando" o "que ciento en el aire"
encierran una sana filosofía moral, en cuanto tienden a moderar las ambiciones
desapoderadas; pero son falsos si se los acepta incondicionalmente, porque
entonces, aniquilando la aspiración al progreso, producen en la humanidad el
vacío.
Toda obra humana es imperfecta, sin que podamos evitarlo, pero hay
imperfecciones de dos clases: unas inconscientes, causadas por la limitación de la
inteligencia y de los sentidos; otras voluntarias o semivoluntarias, debidas a la
pereza, o a lo contrario de la pereza: el exceso de trabajo.
Byron, Wordsworth, Pope, Hugo, Lamartine, Zorrilla, Lope de Vega, dice usted,
dejaron esparcidos malos versos hasta en sus mejores obras, y no por eso dejan
de ser admirados como grandes poetas (todos no, pero sigamos); si hubieran
aventado el polvo de sus monumentos, ¿se disminuiría su esplendor? ¿Los
dañaría un poco más de miel sobre sus hojuelas? ¿No convendría más, para el
arte y para ellos mismos, que con ser muy buenos, lo fuesen a toda ley? ¿Los
admira el mundo por sus imperfecciones, o a pesar de ellas?
Aunque una dama posea "un rostro de esos que sólo con verlo se vuelve uno
joven", según un novelista inglés, no debe, atenida a sus gracias, presentarse en
sociedad con el vestido hecho jirones y el tocado a sobre peine. En un sarao no es
la más bella la más celebrada, si se ha arreglado con mal gusto.
Así como la sociedad se rige por códigos civil, penal y otros, así las letras y las
artes están sometidas a los suyos. Al sentar principios, la ley tiene que ser
absoluta, porque la justicia en sí misma lo es; pero en su aplicación marca
gradaciones y señala las circunstancias atenuantes, que los jueces de derecho o
de hecho, los últimos sobre todo, discretamente ponderan; eso es la hermandad
de la clemencia con la justicia, porque, como lo dijo Byron en Marino Faliero, el
que quiere limitarse a ser justo, tiene que ser cruel. La justicia a secas es
espantosa: es Dracón, es el patíbulo: no seas demasiado justo, dice el
Eclesiastés. Mas entendámonos: la clemencia prueba que hubo falta, que por tal o
cuál consideración no se penó, pero que hubiera sido justo penarla. Cuando los
cuerpos legislativos condonan alcances, no dicen que los responsables nada
debían, sino que se les otorga la gracia de no hacerles pagar.
¿Qué son, en resumen, las leyes en jurisprudencia y los preceptos en el arte? Son
el fruto de la experiencia, legado por los que han aprendido más a los que saben
menos, para evitar males que ocurrieron ya, o para obtener provechos que otros
alcanzaron. Puede haber leyes y reglas perniciosas o inútiles; la fuerza misma de
las cosas hará que aquéllas se deroguen y que éstas se omitan. Recuerdo que
cuando el General Grant se encargó por primera vez de la presidencia de los
Estados Unidos, dijo estas sabias palabras: "Traigo una política que aconsejar,
ninguna que imponer... Estoy convencido de que el modo de hacer derogar las
leyes malas, es cumplirlas estrictamente".
Usted advierte que su ánimo no es exagerar; pero agrega que así como la hoja de
acero quebranta el forro que la cubre, la inspiración suele no caber en prefijados
límites.
No concibo que una espada de honor, una magnífica hoja toledana, de las que se
presentan como obsequio a los generales victoriosos, se encierre en vaina de
cuero, sino de metal primorosamente trabajado, y así no hay riesgo de ruptura.
Una espada común queda bien en forro ordinario; pero aun ésa, tampoco lo
rasgará si el fabricante le da holgura proporcionada, si sabe su oficio; ahora, si la
vaina es más pequeña y la punta del arma la perfora, el que la usa puede herirse
con ella y herir a los demás.
No pocos tienen hipo con los que liman mucho; pero repare usted si entre ellos
abundan escritores de estilo elegante o de estilo de hilván. Las abejas que no
saben hacer miel, me figuro que también burlarán con las que trabajan en las
colmenas. La aprobación que debe buscarse es la que decía Cicerón: laudari a
viro laudato. Ha habido improvisaciones irreprochables, pero ésa no es la regla, ni
Para decir cualquier cosa no hay sino un sustantivo que la exprese, un verbo que
la anime y un adjetivo que la califique. Es preciso buscar, hasta descubrirlos, ese
sustantivo, ese verbo y ese adjetivo, y no contentarse jamás con los aproximados,
ni recurrir a supercherías, por felices que sean, ni a piruetas de lenguaje, para
evitar la dificultad.
Ahora, si sólo se quiere que la crítica literaria no sea en todos los casos una
lapidación a lo Villergas, mi opinión es la suya; y esto, por razones de
conveniencia para el paciente y para el lapidador. Para el primero, porque el
objeto de la crítica no es humillar, sino propender al perfeccionamiento; no es
descuartizar al enfermo, sino curarlo; y la mordacidad que no engendra estímulo
sino desaliento puede arredrar hasta la inacción a ingenios que más tarde podrían
elaborar obras maestras. Y entiéndase que distingo entre la severidad y la irrisión:
la primera, que no es incompatible con la civilidad, sólo se vuelve perniciosa
cuando se acompaña de la segunda. Por lo que hace al crítico, como tiene que
limitarse a emitir opiniones personales, y nadie cuenta con garantías de acertar
siempre; como por mucho que un hombre sepa y eche de la gloriosa, hay siempre
otros que saben más que él, su propio ludibrio lo expone a ratos amargos el día en
que le prueben que se equivocó, como le sucedió a Villergas con D. Joaquín Pablo
Posada y D. Ramón Ignacio Arnao, entre otros.
Mientras que nada es más sencillo ni más honroso que confesar un error cometido
en servicio del arte y con una buena intención que, si no fue feliz, tampoco debe
convertirse en expiación de una fatuidad que no se tuvo.
No hablo ahí sino de los errores o defectos en que incurren los autores de cuenta,
los principiantes deseosos de acertar, todos, en fin, los que trabajan de buena fe;
pues respecto del reconocidamente necio, que sobre lo de necio tiene algo o
mucho de díscolo, vamos... ahí me lavo las manos y me río. Pascal, en la
undécima de sus Provinciales, trata muy bien este punto, aunque refiriéndose sólo
a la religión, y con su donaire genial cuenta que el primer discurso irónico que se
pronunció en el mundo, fue el del Padre Eterno cuando arrojó del Paraíso al
primer hombre: "¡Ahí tienen ustedes a Adán, que ha llegado a ser como uno de
nosotros!". Agrega que no menos duro estuvo Jesucristo con Nicomedes: "¡Cómo!
¿Eres maestro en Israel e ignoras estas cosas?". Lo mismo los profetas y los
padres de la Iglesia. Y autorizado con estos ejemplos, pasa a burlarse de la oda
en que un Le Moine dijo que los querubines están compuestos de cabeza y de
pluma, y que de sus alas hacen abanicos cuando se acaloran ellos mismos o los
acalora el fuego del amor de Dios...
Pero hay que precisar: si la didáctica actual contiene trabas en exceso, venga la
reforma; pero dígase, eso sí, cuáles reglas entorpecen, y con cuáles han de ser
sustituidas; pues no hemos de dar a las artes del bien decir, por síntesis la
anarquía y por primer canon la libertad del absurdo.
¡Falso! Lo que el genio hace es descubrir nuevas reglas o leyes, a las cuales él es
el primero en sujetarse. Los clásicos resistían a los románticos porque los veían
apartarse de las pautas tradicionales; pero como los fundadores del romanticismo
eran genios, demostraron prácticamente que muchas (¡no todas!) de las reglas
antiguas, verbigracia, la de las tres unidades, eran inútiles, y prescindieron de
ellas. A la larga se notó que los innovadores incurrieron en no pocas
extravagancias; que si introdujeron licencias laudables, no pudieron demoler todo
el viejo edificio; y los sucesores de los unos y los otros los aceptamos y
repudiamos respectivamente a todos, lo que la experiencia insinúa que debe
acogerse o desdeñarse. Hasta el naturalismo, cuando pase, dejará algo duradero.
De Edison se ha dicho que si hubiera sido lo que se llama un sabio, habría sabido
que no podía inventar el fonógrafo; pero lo inventó; tarea de los sabios sería
ponerse luego de acuerdo con el invento; y eso no quiere decir que el "brujo de
Menlo Mark" violara leyes de la naturaleza, como no las violó Newton. Quede para
el Instituto Weldon, de Robur el Conquistador, sostener que el pájaro vuela contra
todas las leyes de la mecánica, según cuenta el irónico Julio Verne.
Eso de que los genios no admiten cortapisas, debería en todo caso proferirse en
voz muy baja, pues a todo pregón, el populacho íntegro de copleros hará
ostentación de su flujo de simplezas hasta fastidiarlo a usted mismo, alegando que
Lamartine también improvisaba, que Shakespeare también fue incorrecto, que
Byron también escribió ripios, que Hugo también fue extravagante. Que canten
como ellos, si son iguales a ellos; que los imiten en sus grandezas, si nos quieren
repetir sus debilidades. Que arrojen lavas como los volcanes, y no se contenten
con parodiar sus rugidos.
El título de "genio" ha de ser expedido por los otros; cuanto al artista, debe
siempre trabajar figurándose que no lo es, aunque en realidad lo sea; eso no mata
la inspiración, sino la realza; un poco de modestia nunca hace daño ni a los
espíritus más eminentes, y los ímpetus del genio son tan irresistibles, que la
modestia misma no podrá detenerlos.
La Poesía
No sé si a Calderón o a Garcilaso
Veamos cuáles serían los resultados de la indulgencia que usted predica. Primera:
los poetas eximios no se afanarían por extraer de sus obras las incongruencias
que, a modo de agua regia, han de producir tarde o temprano su disolución.
Segunda: los medianos los imitarían, porque, ¿cómo convencerlos de que no son
eximios? Y sería el caso de repetir con Gray:
A los cocineros no se les exige que vayan al estrado a recibir visitas; pero
cocineros y todo, cuando tengan que dirigirnos la palabra pueden presentarse sin
tiznes y hablarnos con respeto; no se les pide más. No dar asidero a la crítica es
cualidad negativa, dijo Víctor Hugo; pero no sé yo por qué ha de tener razón Víctor
Hugo en todo cuanto dijo.
La crítica que sólo se fija en los defectos, y la que sólo estudia las bellezas, se
llaman, respectivamente, diatriba o censura, y apología; serán crítica a medias, no
cabal. Y cuando uno quiera saber qué enseña la ciencia acerca del sol, de las
variaciones de su actividad, del maximum de la misma, que ocurre cada once
años, de las manchas que proceden a ese maximum y de sus relaciones con la
vida de la tierra, pues recientemente se ha dicho que las manchas no son extrañas
a las crisis mercantiles, por la influencia de la actividad solar sobre las cosechas;
el que quiera saber esas cosas, consultará las obras de un astrónomo, no las del
que desdeña uno de los principales fenómenos del astro. ¿Qué pensaríamos del
P. Secchi si en vez de observar las manchas, hubiese dicho que a él no le
gustaban sino las fáculas? ¿Se trata de gustos, o de análisis de hechos? También
Víctor Hugo manifestó que él no criticaba a los genios. "Yo admiro como un
bestia", exclamó; pero eso fue una voz que hizo correr Víctor Hugo con el fin de
que a él, que era genio también, no se le hiciesen reparos. Para elogiar o motejar
sin discernimiento, el vulgo basta; para juzgar hay que elevarse un poco, y cuando
uno es benemérito de las letras, no tiene el derecho de formar en la masa del
vulgo.
Dice usted que porque Voltaire calificó de bárbaro a Shakespeare, y Paul de Saint-
Victor lo divinizó, la crítica queda desautorizada.
acabar con el arte, porque sin el aguijón de aquélla, el poeta, el pintor, el escultor,
el músico, el arquitecto, perderían de vista los ideales. Escribir un poema y darlo a
la publicidad, es reconocer la necesidad y autoridad de la crítica, pues equivale a
decir: he pergeñado esta obra, y la presento a ustedes para que me digan si vale
algo. El pintor que comienza un cuadro, no pondría en actividad su talento si no
contase con que se lo celebren o compren, y el comprador, o es crítico, u obedece
a las indicaciones de la crítica; de lo contrario, no abriría la bolsa. El arquitecto,
que es el más indispensable de todos los artistas, no construiría palacios si no
fuera por la crítica, esto es, por la esperanza del elogio, que es el impulso tanto
suyo como del magnate que le ordena el trabajo; y en rigor, casuchas higiénicas y
cómodas bastarían para la materialidad de la vida; la evolución de la habitación
humana, desde caverna hasta monumento, es consecuencia de la crítica. Querer
agradar, querer ser útil, es rendir homenaje a la crítica, sea cual fuere el ramo de
que se trate, y ese homenaje es el reconocimiento de su autoridad.
Lo que hay es que el mundo está "abandonado a las disputas de los hombres", y a
esta hora de la ciencia son pocos los juicios que pueden llamarse irrevocables.
Vea usted en medicina: los doctores Freyre, Carmona, Finlay y Delgado opinan
que el micro-organismo de la fiebre amarilla reside en la sangre; los doctores
Tamayo, Sternberg y Gibier sostienen que encuentra su medio natural de cultivo
en el tubo intestinal. Nadie por eso deja de llamar facultativo cuando siente en
peligro la salud. Y así en todas las ciencias.
En crítica no hay sentencias que causen estado, por más que el vulgo aguarde
siempre la voz de un oráculo para rabiatarse tras él. Cada crítico parte de
principios propios, y juzga conforme a ellos. Pueden los principios de dos
juzgadores ser opuestos entre sí; entonces los fallos parecerán contradictorios, y
no obstante, acaso en todos haya parte de verdad, según los fundamentos con
que se hayan dictado, que es lo que ocurre con Voltaire y Saint-Victor. Puede
suceder también, y ha ocurrido en muchas ocasiones, que un crítico desacierte, no
por falta de ingenio ni de saber, sino por pasión o prejuicio, y esto es más común
tratándose de aquilatar el mérito de los contemporáneos. Cuando varios críticos
eminentes, de distintos países y épocas, coinciden en una misma apreciación, lo
más probable es que hayan dado en el hito. Si luego sale otro, también de cuenta,
a refutarlos, no hay que desdeñar la crítica, sino rehacer todo el proceso, para ver
si tenemos que habérnoslas con un iconoclasta o con un reparador. ¿Dice John
Morley que llueve, y Menéndez Pelayo que el tiempo está magnífico? Pues
abramos nosotros mismos la ventana y veamos cómo está el cielo; y si no
podemos, por ser ciegos, sordos, o paralíticos, entonces no digamos que queda
desautorizado el lenguaje humano.
Agrega usted que el autor de Don Juan había sido considerado como poeta
esencialmente romántico; que el señor Menéndez Pelayo destruye ahora esa
opinión común, y lo coloca entre los clásicos.
Todos sus gustos y aficiones lo llevaban a formar en las filas de la escuela poética
que desaparecía, y en contra de la que se inauguraba.
...
Lord Byron fue también el mediador entre dos generaciones, entre dos sectas
poéticas hostiles.1
romántica se destaca sobre todos sus cuadros clásicos, pudo otro crítico francés
escribir que Byron es "un alma romántica con la rica vestidura de un clásico del
gran siglo de Isabel".
Esto, suponiendo que la teoría fuera inobjetable, que no lo es. Ahí tengo
apreciaciones sólidas, y a veces humorísticas, de escritores franceses y de otros
países, formuladas desde que la inició Sainte-Beuve, y en las cuales se demuestra
lo incompleto de su base, lo acomodaticio de sus procedimientos, lo falaz de
muchos de sus resultados; pero me abstengo de aducirlas, no tanto porque deseo
terminar, cuanto porque, lejos de proponerme desacreditar el método, sigo con
interés su desarrollo, me preocupan sus alcances futuros, y deseo, sin esperarlo
en mucho tiempo, que descubra leyes psicológicas tan incontrastables en su
generalización como en sus aplicaciones.
Véase una prueba de esa falta de estudios. Un paisano de usted censuró como
falto de medida este verso de una poesía famosa:
Si sólo se cuentan diez sílabas, será porque en vía no hay más que una; en ese
caso, el endecasílabo se completaría de este modo:
Lo cual sí sería disparate. ¿Pues no hubiera sido mejor saber que to-da-ví-a es
voz tetrasílaba? Y cuando hay mentores que ignoran estas trivialidades, ¿no será
conveniente que las recuerden algunas personas, y siendo nuestras deficiencias
tales, qué papel haría entre nosotros la gran crítica a lo Taine?
De lo exótico
Los tres ensayos seleccionados pertenecen a tres libros diferentes así: "De lo
exótico" (Divagaciones filológicas)¸ "Versos y prosa" (Tipos, obras, ideas), y "Mark
Twain o la verdad en escorzo" (El humanismo y el progreso del hombre).
• Bibliografía ensayística:
Recopilaciones:
De lo exótico
estos sistemas, y son envidiables. Olvidan que Milton hizo versos en otros
idiomas, para mal ejemplo de Gladstone.
Los críticos suponen que pueden decir, al tomar una obra, dónde acaba lo que es
fundamentalmente castizo, dónde empieza el influjo de lo extranjero o de lo
exótico, por qué el autor se vuelve hacia el Norte, o por qué torna, según el caso,
sus miradas hacia el Sur. Sí lo dicen, aunque no resulta muy verosímil el que ellos
lo crean así como lo dicen. En el momento actual de la civilización es casi un
imposible conservar una literatura sana de todo influjo extranjero. Baste un
ejemplo. En las páginas tan llenas de jugo y de inteligencia en que Jorge Brandes
ha rastreado el influjo de Goethe en la literatura danesa, observa que después del
año de 1870 hubo en aquellas latitudes reacción contra lo alemán en política, en
filosofía y en las letras. Los daneses de aquella generación quisieron olvidarse de
Goethe, el ídolo que fue y el director espiritual de varias generaciones anteriores.
Cuando les pareció que lo habían olvidado, creyeron tal olvido justificado por ser
Goethe de tierra alemana. Quitaron los ojos de aquella literatura y se pusieron a
estudiar la francesa con mucho amor inteligente. Brandes, con aquella sagacidad
con que descubre el rumbo de las corrientes literarias y las sondea, nos muestra a
los jóvenes daneses inficionados, afortunadamente, del autor de Fausto por el
intermedio de Taine, de Sainte-Beuve y de otros escritores franceses. Con citar
este caso basta para tachar de ineptos los esfuerzos que quieren hacer algunas
personas, muy bien intencionadas, por otra parte, para extender uno como cordón
sanitario alrededor de las provincias literarias.
Los poetas de Roma crearon la literatura patria imitando, ya se sabe cómo, a los
poetas griegos. Cervantes enriqueció su lengua agregándole modos de decir
italianos que hoy son rema-tadamente castizos, y enriqueció la literatura patria sin
imitar a ningún autor español. Parece que a narrar le enseñaron Boccaccio, el
Ariosto, los trecencistas italianos, más bien que los autores españoles de aquellos
días. No tengo a la mano documento ninguno con que probar que a Cervantes lo
tacharon en vida de imitador o que le tuvieran por hablista poco castizo. Puede ser
que no se lo dijeran. La crítica no era entonces un mal endémico universal, como
ha venido a serlo con el tiempo, ni había invadido con tanta arrogancia el campo
de los demás géneros literarios. Hubiera vivido Cervantes en este final de siglo y
ya verían ustedes que le habíamos hecho la lista de sus adquisiciones literarias o
ideológicas de sabor extranjero. Sin embargo, ya en tiempo de Quevedo, en
España había prevención contra el contagio extranjero. La crítica no pasaba de lo
superficial, se paraba en las frases y en los vocablos solos, según lo deja ver este
ingenio en su Libro de todas las cosas. El contagio era evidente: en las obras de
Quevedo se puede ver todo el bien y el poco mal que la lengua española derivó
entonces del cariño con que éste y otros autores (muy pocos sin duda) leían libros
franceses o italianos y se ponían a verterlos a su romance. De tales ejercicios
sacó el autor del "Gran Tacaño" aquel vocabulario pintoresco riquísimo, uno de los
más ricos de entonces. La agilidad y elegancia de sus períodos provienen del
mismo estudio. Lo afectado, de que tiene su poquillo, le viene principalmente de
querer imitar a Tácito. De ello es una muestra el "Marco Bruto", en que hay
páginas de lo mejor que conservará la prosa castellana, y conatos de estilo
tacitiano justamente reprobables. En tiempo en que el sentido histórico era nulo en
la mayoría de los escritores y rudimental en inteligencias muy contadas, Quevedo
le tenía bueno para su edad, adquirido sin duda en el trato de Maquiavelo y del
Señor de la Montaña, como él nombraba al autor de los Ensayos.
Importaría saber en qué consiste, con toda certidumbre, el hacer obra nacional,
genuina, libre de mácula extranjera. Habemos menester que se nos diga si ello
consiste en el asunto tratado, en la manera de tratarlo, en los autores más o
menos servilmente imitados. Es justo que nos digan, de una vez, si para ser uno
autor nacional ha de tener ciertas cualidades del espíritu, aquéllas, en efecto, que
la gente reconoce como virtudes y atributos fundamentales del alma nacional, y
que están como vinculadas en la raza. Los patriotas de la literatura suelen tener
en los labios, cuando se dirigen a la juventud, frases parecidas a éstas: "No imiten
ustedes lo extranjero. No vayan a buscarse temas en países remotos, ni se
pongan a describir comarcas que no han visto o países que no pueden ustedes
querer con amor patrio", todo lo cual me parece muy recomendable. Siento mucho
decir, eso sí, que no zanja la dificultad en que me hallo. Porque el escribir uno
sobre Colombia o sobre España, sobre las maravillas históricas y naturales de
ambas regiones, no es, rigurosamente, enriquecer la literatura nacional. Alejandro
de Humboldt no aumentó, que nosotros sepamos, con haber publicado su viaje a
las regiones equinocciales, el caudal literario de estas comarcas. Los dramas de
Corneille y el de Schiller, que ruedan sobre asuntos de historia española, no les ha
dado mayor esplendor a las letras castellanas; no nos hace falta, diría Menéndez
Pelayo. Sin contar con que la verdad histórica, si acaso existe, se ha quedado con
esos y otros dramas e historias donde mismo estaba. De modo que no es el
asunto lo que adscribe una obra literaria a cierta denominación geográfica.
Acaso el hacer obra nacional consiste en difundir en ellas las cualidades con que
esa nación se ha distinguido de las otras del globo. Esta conclusión es ridícula. En
primer lugar tales cualidades dominantes no son más que una bella ilusión
antropomórfica. Tú ves, o quieres ver, y necesitas que los demás reconozcan en
tus ciudadanos aquellas virtudes que más admiras. Pero supongamos que sea
obligación de la literatura nacional ensalzar aquellas virtudes, aunque sean pura
falacia. Pues entonces la obra de crítica de costumbres no sería perteneciente a la
literatura patria. El Quijote no sería español y Los refractarios serían arte alemán,
una cosa así.
¿Hay otro modo de entender el asunto? ¿El hacer obra nacional consiste en que
el autor tenga aquellas cualidades que todos les cuelgan a los escritores y a los
libros clásicos de aquella nación? No es menester, observará alguno, que las
tenga todas ni que las posea en grado eminente. Basta que tenga un poco de
ellas, la marca nacional, como si dijéramos. El francés que escriba obra literaria ha
de poseer la verve gauloise. La tradición le exige una alegría de vivir ancha y
ruidosa como la del graso Rabelais. Ha menester mucho método, un cierto rigor
docente, claridad, medida y no poca elegancia. Todo esto dizque es genuinamente
galo. No hay sino que al empezar la clasificación con este patrón en la mano,
tendríamos que suprimir entre los clásicos nada menos que a Pascal, y en lo
moderno a Stendhal, a Bourget, a casi todos los representantes de un bello grupo
literario. Éstos son tristes, con tristeza inteligente y comunicativa; abominan el
esprit y encabezan contra él una reacción meditada. Otros le niegan al arte el
derecho de ejercer la labor docente; los de más allá enmarañan las frases y
oscurecen con muchísima pretensión el pensamiento dándoles tormento a las
Hay que ver, además, cómo las grandes apariciones literarias no fueron nunca
fundamentalmente regionales. El Werther ya saben ustedes de quién era, y no
ignoran, probablemente, que una escuela literaria alemana juró por esa novela. El
influjo de Rousseau sobre el Goethe del Werther es más que palpable. Hermán y
Dorotea resulta ser un idilio bellísimo, estilo neoclásico, siglo dieciocho francés en
grado excelente. Las poesías del Diván pretenden los honores del estilo oriental.
Las Metamorfosis de las plantas y de los animales, un ejemplo entre muchos, nos
hacen pensar en Lucrecio y en Virgilio revividos por un Darwin que tuviera hasta lo
excelso el sentido poético. La Ifigenia es para Taine arte hecho sin mezcla y sin
mancha. El Fausto es un microcosmos, como lo fue su autor, el que vaticinó el
advenimiento de la literatura universal y la preparó con su ejemplo.
Ya estamos un poco lejos de la teoría de los medios cuando decimos que talentos
como el de Goethe no fueron nunca regionales. Pero nos iremos apartando más,
si resulta cierto que uno de los caracteres distintivos de aquellas inteligencias es
un género de actitud que parece reacción contra el medio.
El principio vital de las escuelas literarias que van alternando en el dominio de los
espíritus es una actitud semejante. Los críticos apesadumbrados predican siempre
que se manifiestan nuevas escuelas, cómo los representantes de ellas olvidan la
tradición nacional. Los románticos alemanes y los franceses se olvidan, si hemos
de juzgarlos por lo que de ellos dijeron las generaciones que les iban dejando el
campo, de la pura tradición nacional y clásica. Los románticos sobrevivientes han
dicho que a Zola y al naturalismo se les debe, entre muchas cosas nefandas, el
haber hecho lo posible por destronar las cualidades fundamentales y, según ellos,
tan hermosas del genio francés. Ahora dicen France, Wyzewa, los de su edad y
sus gustos, que estos jóvenes simbolistas están echando a perder la tradición
literaria francesa, porque entenebrecen el concepto. Lo cual no impide que en una
revista donde escriben Camilo Mauclair, Carlos Maurras, et encore, haya un
artículo en que afirma un cronista literario que las "dos cualidades esenciales" de
la raza, o sea de la nación francesa, "son el sentido lógico y el de los símbolos". Si
esto no es un síntoma grave, ya no valen nada las indicaciones literarias. Rémy de
Gourmont afirma en su libro sobre la Estética de la lengua francesa que el origen
de las lenguas está en el símbolo.
La disputa de las escuelas que van expirando y de las que se creen llamadas a
renovar el arte dura siempre y es una fortuna; es un espectáculo, además, que no
carece de bellezas ni de enseñanzas. El que los más viejos reclamen el honor de
conservar la tradición nacional es fácil averiguar de dónde arranca. Es una ilusión
que ellos mismos hicieron por crear, y que ahora respetan como si estuviera fuera
de ellos. Las cualidades que recomendaron a los comienzos de su carrera, que tal
vez entonces no les parecían tan raizales y castizas, después de estar veinte años
propagándolas ya empiezan a parecerles cosa genuinamente nacional. Los que
empiezan a revolver ideas nuevas o los que preconizan como tales formas
desusadas desde hace siglos, abren lucha contra lo que les precede
inmediatamente y se dejan echar en cara, no sin un poco de vanidad, que están
desconceptuando la tradición literaria. Andando el tiempo, para defender sus ideas
no vacilan en ponerlas gravemente en la categoría de los valores patrios. Cuando
Rubió y Lluch se duele pomposamente de que avance el mal en su patria con
rapidez y con fuerza, les hace coro a muchos colegas suyos. En Francia los
espíritus quejumbrosos reniegan de la novela rusa, del drama noruego, de cuanto
ha venido a invadir el país bello que habitan. En Alemania, una generación que va
pasando, la de los idealistas empedernidos en que están Heyse, Julio Wolff, Ebers
y otros, deplora que Dios haya azotado a la patria con el influjo que en las letras
alemanas están ejerciendo ahora Ibsen, Zola, Tolstoi..., Björstern Björnson. Estos
críticos no han visto las cosas muy claras. Los ha ofuscado el amor patrio.
Tampoco las han tomado de tan atrás como era de esperarse. El culto de sus
propios ideales los tiene reducidos en el tiempo y en el espacio. Esas cosas,
tomémoslas nosotros de más atrás. No es fuerza retroceder más que medio siglo.
Tolstoi, el novelista ruso, no es un producto espontáneo, no es una aparición
literaria sin precedentes. Como analista fino y penetrante de la sociedad
contemporánea, sus paisanos le consideran, con razón, discípulo digno de
Stendhal. Hay mucho de Beyle en los cuadros de las bellezas que a Tolstoi le
debe la literatura contemporánea. Como pintor de costumbres recuerda a Balzac;
la observación amplia, y la habilidad con que conduce a sus personajes, parecen
aprendidas en la Comedia humana. Los que en Francia lo adoran, los que a
sabiendas y con amor lo imitan, siguen la tradición de la escuela psicológica
francesa, siguen a Pascal, a Prévost, a Constant. Ibsen ha venido a ser un
endriago para los críticos de teatro en Inglaterra y en Alemania. Ha pocos días un
inglés curioso y diligente hizo un libro de todas las invectivas que la prensa diaria
les ha lanzado a Ibsen y a los ibsenitas, como dicen en Inglaterra. Jamás se ha
acumulado tanto improperio sobre un autor de dramas. El vocabulario de la
difamación parece agotado. Este libro bastaría para desacreditar la crítica del
periódico diario, si no estuviera de sobra la formalidad. Pero lo que voy a decir es
que los ingleses han olvidado que las teorías traídas por Ibsen a escena son las
teorías de Darwin, las de Mill, las de Spencer; nombres ingleses y muestras todos
ellos del espíritu práctico de la raza. Hay contradicción, o parece que la hubiera,
en dejar andar las ideas por libros y revistas y en cerrarles con obstinación las
puertas de los teatros. El novelista, el escritor de dramas que pretende hacerse oír
de sus contemporáneos, pone en sus obras las ideas vivas de la época, las que
circulan en el ambiente. Es privilegio de los talentos grandes el acertar con las
ideas modernas que deben pasar al drama o a la narración novelesca, o al poema
lírico. Las ideas sirven para eso, para infundirles vida nueva a los géneros
literarios. Ellas contribuyen, además, a renovar las formas; las amplían y las
acomodan a los ambientes. Lo cual no quiere decir, como lo pretende Zola, que la
novela y el drama sean tratado científico. La poesía divaga, cuanto a lo primordial,
por el campo de los sentimientos. Las ideas no pasan en su estado científico a la
obra literaria. Entran a ella como sentimientos, cuando ya empiezan a influir en la
vida o en las costumbres.
Oigan ustedes que hay dos géneros de exotismo: dos géneros que corresponden
a diversos gustos literarios y distintos temperamentos. Hay el exotismo de las
formas, de los colores, de los ambientes maravillosos, de los paisajes
inverosímiles. Hay además el exotismo de las ideas, el de los estados del alma, de
los sentimientos inexplorados. Por el primero se desvivieron Gautier, Hugo, casi
todos los románticos. De esta escuela fue uno como canon riguroso el naturalizar
en las letras francesas lo oriental y lo del Mediodía. Pero lo exótico, esa escuela lo
tomaba como un recurso literario, como una manera inteligente de llamar la
atención fatigada de los lectores dados a la obra puramente ideológica y no poco
descolorida del siglo XVIII o al clasicismo nuevo y falso de principios del XIX.
Entonces inventaron el colorido local de que usaron los unos y abusaron los otros
hasta fatigarse y fatigarnos irremediablemente. Hoy el amor a lo exótico es algo
más trascendental. El hombre moderno que traduce, en Francia y que representa
las obras de Hauptmann no anda en busca de colores. Tiene la nostalgia de
aquellas regiones del pensamiento o de la sensibilidad que no han sido
exploradas. Cuando se mueve en busca de mundos nuevos va a renovar sus
sensaciones estudiando las que engendra una civilización distinta. Para eso viaja
Loti. Sus libros reproducen la tristeza infinita y multiforme de la raza humana en
todas las latitudes. Los modernos que dejan su tradición para asimilarse otras
literaturas se proponen entender toda el alma humana. No estudian las obras
extranjeras solamente por el valor que en sí tienen como formas o como ideas,
sino por el desarrollo que su adquisición implica. Lo otro, la imitación ciega, lo han
hecho los humanistas, los letrados de todos los tiempos.
En los siglos pasados los pueblos estaban muy ufanos, cada uno, de sus
literaturas. Las cultivaban aparte, con mucho esmero, y ponían cuidado muy prolijo
en que aquellas ideas y sentimientos de que se decía que formaban uno como
fondo de valores intelectuales propios del país, no se fueran a confundir con los de
otros. Tenían las naciones su tradición. Creían en la absoluta diferencia de razas.
Miraban como fenómenos perniciosos la mezcla de la sangre de unas razas con
otras. Cada nación tenía un porvenir determinado ya por la historia. Todas se
esforzaban por llegar a esa meta. Las literaturas estaban ahí para servir a dicha
causa, para ir preparando el advenimiento de aquel porvenir. La diferencia tan
bien especificada entre una literatura y otra, era entonces muy explicable; parecía,
además, muy necesaria. Las naciones vivían aisladas y se figuraban con orgullo
muy laudable que podían bastarse a sí mismas. Se trataban, por regla general,
con el rigor que gastan los viejos rivales. Una literatura dada servía para dar
público testimonio de las virtudes de un pueblo y de los vicios de que adolecían
sus vecinos, o los que habitaban en regiones más apartadas.
Atrasadilla ponen hoy la fecha esos que pretenden conservar aquellas diferencias.
Las ideas y los ideales se propagan con grande prisa. Es insensato el pueblo que
quiera hacer de los suyos patrimonio exclusivo. Es insensato, si pretende que los
extranjeros no vengan a mezclarse con los propios. El tráfico intelectual se activa.
Si a ti te dijeran que en ciudades, como Bogotá, aisladas materialmente del resto
del mundo, hay colonias intelectuales donde es fomentado el espíritu moderno, no
lo hallarías inverosímil: te parece necesario. No sería raro que en esas colonias
hubiera individuos preocupados con los males del pueblo ruso o que se sintieran
atraídos por la esfera moral hacia la cual gravita un moralista francés o tal
pensador escandinavo. Sin que haya riesgo de que una funesta nivelación vaya a
producirse, las ideas andan más rápidamente que los trenes. No hay razón para
que ellas reconozcan fronteras: sería abominable que las hiciesen guardar
cuarentena. El modo de exterminar las ideas, es dejarlas que se propaguen.
Llenan su oficio, sirven un tiempo, son pesadas en la balanza de los siglos y
reciben sentencia definitiva. Así pasan a la historia, si acaso lo merecen.
No hay por qué aturdirse si hallamos hoy en Paul Margueritte lo que Tolstoi había
puesto hace poco en la Sonata a Kreutzer. Esas maneras de ver la sociedad
moderna están en el ambiente. Puede que haya propósito deliberado de imitación,
puede que el dominio intelectual de ciertos autores sea insuperable. No hay que
tachar lo uno, ni hay razón alguna plausible para rebelarnos contra lo otro. Son
cosas necesarias. ¿Habría algo artificial y estudiado en aquella tristeza que se
difundió por todo el mundo europeo a principios del siglo? ¿Era resultado de
convención empalagosa el que espíritus de tan diversa grandeza como Leopardi,
como Chateaubriand y Pushkin, manifestaran en diversas latitudes aquella
melancolía tan honda, tan comunicativa, tan noble en el primero, tan elocuente en
el autor de Los mártires?
Las letras no pueden vivir seguidamente de los mismos valores. Si cambia por
causa de la experiencia acumulada, o en razón de hipótesis científicas más o
menos plausibles, la manera de entender el universo, la de apreciarlo, deben
modificarse también las perspectivas morales. Los valores éticos se van
alternando. Es preciso ir haciendo una revisión de ellos a medida que las ideas
cambian. Parte del malestar que se siente hoy por donde quiera, nace de que
ciertas conclusiones de la ciencia se han impuesto brutalmente en la vida, al paso
que el código de los valores morales sigue siendo el mismo, el que corresponde a
otra visión del mundo y a otra etapa de los conocimientos. Hay necesidad, como
dijo el filósofo inmisericorde, de revaluar todos los valores. Prepararnos para
tamaña empresa es uno de los oficios que ha de llenar, sin precipitación, el
estudio de las literaturas extranjeras.
la del Sur, puede ocupar nivel distinto, especialmente del de los pueblos de
Europa. Sin embargo, la superioridad aparente de la mentalidad europea no es tan
manifiesta. Cuando Joaquín Nabuco, nacido y educado en el Brasil, publicó en
París su primer libro, de título Ma formation, críticos franceses del momento
creyeron encontrar en ese libro las virtudes literarias de un gran escritor francés.
El autor no había vivido en Francia.
En Buenos Aires, en Chile, en Lima, las gentes se agolpan a ver cómo bailaban y
luchaban los gauchos, los araucanos, los incas. En Colombia ese interés no ha
surgido aún sino ente los arqueólogos, pero todavía no suscita la curiosidad
premurosa de las clases altas, porque todavía nos sentimos un tanto sumergidos
en ese género de vida. En el sur ya lo americano primitivo es una cosa exótica. En
el franco trópico nos sentimos todavía muy cerca del pasado. Todavía por acá no
somos lo exótico.
Mark Twain nació en noviembre de 1835. Según sus mismas indiscreciones, con
él nació el mismo día a la misma hora un hermanito de tal parecido con el
primogénito que su misma madre no lograba diferenciarlos sino por medio de
señales puestas con ese fin. Según Mark Twain esa semejanza indescifrable
tendió sobre la casa paterna una sombra de misterio y fue causa al mismo tiempo
del carácter elusivo, de la actitud de reserva del gran humorista ante los hombres
y ante la vida toda. Mark Twain y su hermano, ha dicho el mismo autor a quien nos
referimos, crecieron y las semejanzas entre los dos se acentuaban por días para
confusión de propios y extraños. Cuando empezaron a caminar, antes de adquirir
el uso de la palabra, salieron juntos sin que la nodriza se diera cuenta de su
ausencia, y fueron a dar al borde de una alberca. Uno de los niños cayó
inopinadamente en las aguas de la piscina, donde perdió la vida ahogado, y añade
Mark Twain que para su horror y desdicha nunca se pudo fijar la personalidad del
ahogado: el célebre humorista llegó a la tumba sin saber si el ahogado había sido
Mark Twain o su hermanito.
Esta anécdota acaso explique las cualidades salientes de la obra literaria de Mark
Twain. No estando seguro de su propia personalidad, su actitud ante el mundo
había de ser una de profunda y estudiada reserva, como de quien espera que de
un momento a otro se presente la persona que haya de descifrarle el enigma de
su existencia. Por esta razón no pudo nunca mirar el mundo en serio, creyéndose
él sin poderlo evitar una posible mistificación. De aquí arranca sin duda su actitud
ante la mentira. Para él esta forma de verter y de ocultar el pensamiento estaba
justificada por las condiciones generales de la vida y por lo ambiguo de su propia
existencia. La mentira es en gentes sanas el resultado de una incapacidad para
hacer coincidir los hechos con las palabras. Es una flaqueza de frecuente
ocurrencia en personas, por otra parte, de una conciencia rígida y exigente. Entre
lo visto y lo narrado hay siempre una diferencia no sólo de grado sino de esencia.
El órgano visual recibe impresiones para cuya reproducción resulta incompetente
o desleal la palabra humana, porque las funciones del aparato visual no son del
mismo género que el hablar o el escribir. La palabra, el lenguaje, por su propia
naturaleza es un procedimiento de simplificación, en muchos casos de
eliminación. No pudiendo la palabra reproducir todos los matices y detalles de lo
visto, el discurso, la frase se limitan a reproducir apenas una parte, con el ánimo
de que sea lo principal, entre lo observado. Pero en el paso de la observación a la
descripción hay una serie de eliminaciones que tiñen con la personalidad del
observador los sucesos narrados. De esta incapacidad de la organización cerebral
del hombre nace la mentira involuntaria. Cuando dos personas de buena voluntad
narran un mismo suceso observado por ellas, las eliminaciones evidentes de lado
y lado mueven a suponer intención de ocultar la verdad o desfigurarla y aquí
empieza la sospecha de que una voluntad mentirosa intervenga en la eliminación
de detalles más o menos importantes. El hombre muchas veces se miente a sí
Mark Twain defiende la mentira con cierta efusión aunque con escasa novedad en
un boceto titulado "El fallo divino". La mentira está en la naturaleza de su arte, de
todas las artes; y él se ve forzado a usar de ella con métodos poco velados para
acomodarse al temperamento de sus lectores.
Un redactor de un diario le pidió una vez que lo recibiera para publicar el coloquio.
Accedió Mark Twain. Una de las preguntas del redactor versaba sobre el día del
nacimiento de Mark Twain. Éste dio la fecha precisa: el 30 de noviembre de 1835.
Era un paso falso, un caso inesperado de adhesión estricta a la verdad. Más
adelante preguntó el redactor: "¿Cuáles son las personas más notables que usted
ha conocido?". Mark Twain concedió: "El General Washington". El periodista
incurrió en la debilidad de observar: "Pero señor Clemens, el General Washington
murió en 1799 y usted me ha dicho que usted nació en 1835". "Mire —replicó Mark
Twain con mucha serenidad—, si usted sabe más que yo, ¿para qué viene a
entrevistarme?". Este incidente ilumina el procedimiento general del humorista. A
La liviandad del contenido hace sospechar a quienes no han leído a Mark Twain
en su propia lengua que el humorista de El diario de Eva era un escritor, como
escritor solamente, se entiende, de poca altura. Mark Twain no recibió educación
clásica; pero al asumir el oficio de escritor quiso llenarlo cumplidamente y hay
páginas suyas de tono serio, en que se reúnen al razonamiento preciso, la
exposición metódica y la distribución juiciosa de los conceptos en concordancia
con la bella frase. En esos momentos, no era un grande, pero sí, seguramente, un
buen escritor.
Carlos Arturo Torres (Santa Rosa de Viterbo, Boyacá, 1867, Caracas, Venezuela,
1911) es recordado hoy ante todo como poeta y por su obra Idola fori, conjunto
sistemático de ocho ensayos tendientes a plantear una crítica social radical
referida a la situación de todas las naciones del mundo, pero con algún énfasis en
las naciones americanas, a comienzos del siglo XX. Ferviente defensor del
positivismo finisecular, Torres aboga por una poesía de fondo histórico que
acompañe al progreso del hombre; pero también advierte que ese progreso sólo
tendrá sentido, guiado de la mano de una intelligentsia culta y sensible, gobernado
por ella.
El ensayo seleccionado es el capítulo sexto de Idola fori, que puede ser leído
perfectamente como ensayo independiente, porque de hecho así fue concebido.
La expresión latina "idola fori" —los ídolos del foro— la toma Torres de Francis
Bacon (eminente antecedente suyo en esto del ejercicio ensayístico) para aludir a
esos mitos colectivos que producen las sociedades para poder instalarse
cómodamente en una época o una situación y negarse al cambio.
• Bibliografía ensayística:
Querer allegar un átomo de razón a esas impulsiones instintivas sería tanto como
pretender discutir con el terremoto o convencer al ciclón; discernir un prestigio
moral a esas energías primitivas o hacer a la multitud árbitro de sentencias
inapelables, o medir el valor de una acción, o el mérito de una actitud por el
aplauso, o el vituperio de esa deidad caprichosa y versátil, es desconocer la íntima
inconsciencia de sus juicios, la impulsividad de sus actos, el simplismo de su
criterio, su ductilidad a las peores sugestiones y su veleidad en los más
trascendentales propósitos.
Jorge Brandes plantea esta fórmula algebraica: "La turba no es 1-|- 1-|- 1-|- 1
hasta la suma total de las unidades, sino 1-|- 1-|- X; X, es decir, bestialidad que se
desarrolla en los individuos cuando se convierten en turba"1 . En las épocas en
que se solicitan sus sufragios como la más alta sanción y se la adula como la
deidad más poderosa, la razón vela ante el tumulto la faz pudibunda, y sólo
imperan en el mundo los dictados delirantes de la pasión. Puede afirmarse que si
hay en la multitud un espíritu y una conciencia, esa conciencia y ese espíritu,
cualitativamente inferiores en muchos grados a los de cada uno de los individuos
que la componen 2, son un espíritu informe y una conciencia oscura y primitiva de
donde la verdad y la justicia no emanan sino rara vez, en ráfagas momentáneas,
en inspiraciones tornadizas y efímeras como las olas del sentimiento popular que
una palabra inflama y otra palabra desvanece.
abrumadora adversidad del medio, la que niega el aire y la luz, la que aísla en una
suerte de cuarentena moral a los audaces que denuncian el prejuicio universal y
sacuden, arrojando indiscretas chispas, la antorcha de la verdad sobre el espeso
manto de tinieblas en que las multitudes se envuelven obstinadamente para negar
la luz. Si los hombres de genio o de inspiración hubiesen cedido, en su tiempo, a
las presiones de la opinión de entonces, habríase retardado centuria tras centuria
el advenimiento de la mayor parte de las grandes reformas religiosas y políticas,
de los grandes descubrimientos geográficos, de las revelaciones científicas, de los
maravillosos inventos industriales, de los sistemas filosóficos, de las creaciones
artísticas, de las concepciones literarias, de todo cuanto forma el superior acervo
de la civilización contemporánea.
Porque la opinión dominante en una época, hostil a todo eso por su instintivo
conservatismo, no la compone siquiera el promedio de las inteligencias, que
siempre es vulgar, sino algo todavía menos elevado que ese promedio. Todo paso
decisivo en el avance humano obra es de las voluntades incólumes y de las
mentes superiores que se han atrevido a tener razón contra los demás, sabiendo
hacer suya la altiva divisa del viejo romance castellano: "Yo contra todos y todos
contra yo".
representante colombiano, pero estaba firmado; no era ni con mucho todo lo que
el patriotismo podía ambicionar, pero era acaso lo más que la dura realidad de las
cosas permitía obtener; el deber supremo de la representación nacional no era el
reproche retrospectivo, siempre fácil y siempre estéril, sino la confrontación firme y
serena de la situación real ya creada y el buscar dentro de ella la vía que
asegurara a la República el máximum de ventajas, o si se quiere el mínimum de
males; no era lamentar lo que podía haber sido, pero no era, sino el descubrir,
dentro de lo que era, la mejor solución, no deseable, sino posible. Si había lugar a
sanciones contra los creadores de tal situación (cuestión por demás compleja) no
se podían gastar en eso los preciosos momentos que la patria reclamaba para su
salvación.
En el ánimo de los congresales, dicho sea en honor suyo, pesaban sin duda las
consideraciones de celo patriótico y de respeto a su concepto del estatuto
nacional; pero pesaban más, dicho sea en honor de la verdad, las consideraciones
políticas y las pasiones del momento; las primeras hubieran podido en rigor
conciliarse y encontrarse al fin un temperamento que armonizara los fueros de la
integridad nacional con los intereses eminentes de la otra potencia signataria y la
imposición de las circunstancias; las segundas fueron inconciliables e
irreductibles. Juzgóse que el desventurado pacto implicaba un interés primordial
del gobierno, y se enarboló su negativa como flamante bandera de oposición; para
los congresales —todos ellos individualmente personas respetables— la
consideración del incalculable mal que podía sobrevenir al país desapareció ante
los dictados del odio banderizo; llegaron a imaginarse, por una de esas
alucinaciones tan frecuentes en los momentos de exaltación, que el daño que
podía resultar de su actitud alcanzaba al presidente y no a la patria; no se
detuvieron a reflexionar que el mandatario, hombre anciano, rico y sin ningunas
ambiciones, nada perdería personalmente con ello y que a la República sí podría
colocársela al borde de un abismo, exponiéndola a las humillaciones y a la
mutilación; procedieron como la tripulación que para hacer mal al capitán hundiese
el barco que los llevase a todos, y el mal se consumó.
El creer que muchos pueden interpretar una idea política, defender un sentimiento
y comprender los intereses públicos mejor que unos pocos, es una alucinación de
la democracia tan difícil de desvanecer, como el más arraigado de los prejuicios
religiosos; los dogmas políticos, pesados en la balanza y hallados faltos, no dejan
por eso de imponerse todavía luengos años al espíritu esclavizado por la
plasmante presión de la creencia unánime. La ligereza de los fallos colectivos, que
crean o destruyen reputaciones y endiosan o inmolan personalidades con la
misma pavorosa inconsciencia, es un fenómeno mórbido que la ciencia tiene ya
estudiado y calificado.
alienados o los fatuos o los niños, es decir, aquellas personas de capacidad cívica
inferior, no lo son. Y la libertad no puede tener otro límite que el derecho de los
demás, pero es necesario que lo tenga y que ese límite sea una muralla
infranqueable y sagrada como las de la ciudad de metal de la leyenda árabe. Pues
bien, esa institución vive muchas veces en el real interdicho y se alimenta sólo de
las violaciones de lo que debería ser inviolable: la dignidad de las personas.
No es extraño, pues, que tal correlación suela ser parte a identificar ante la
distinción y la delicadeza de un criterio superior las consagraciones de la
popularidad con los estigmas inequívocos de la vulgaridad. Si, como lo declara Le
Bon, por el solo hecho de hacer parte de una muchedumbre, un hombre
individualmente culto desciende varios grados en la escala de la civilización, el ser
verbo aplaudido o intérprete genuino de esa muchedumbre son presunciones
poderosas a graduarle de instintivo, pues nunca será ídolo de las masas quien
como ellas no sienta y piense y quien hable un lenguaje superior al de las
elementales capacidades colectivas.
Si los pueblos tienen una personalidad moral, si existe una conciencia nacional,
ella no aparece en los movimientos reflejos de las masas turbulentas; se elabora
silenciosamente en el retiro de los hombres de estudio, en la cátedra discreta, en
el perseverante y modesto esfuerzo de las clases medias, en que conviven las
jornaleras labores de las profesiones liberales, de los agricultores, de los
industriales, de los pequeños comerciantes. La acción de presencia de todos ellos,
por mesurada e invisible que sea, forma a fuer de sana y vigorosa, el carácter de
una nación, pero de allí no brotan las iniciativas políticas y en su seno no se forja
el rayo de las revoluciones, históricos sacudimientos de donde suelen la
premeditación y la coordinación estar ausentes y faltar, lastimosa-mente a veces,
la justicia y la oportunidad.
Los pueblos no se indignan contra las tiranías seculares que ellos, las más de las
veces, han provocado con sus extravíos o hecho posibles con su pasividad;
reservan su alta indignación para los gobiernos que inician la era de las
reparaciones, para los gobiernos que escuchan, para los gobiernos que ceden. La
vara de hierro no suscita indignación sino cuando ha sido depuesta; el despotismo
no los subleva sino cuando principia a dejar de serlo; Luis XIV hace pesar durante
setenta y dos años el más depresivo de los absolutismos y Luis XV durante
cincuenta y nueve la más corrompida de las tiranías, sin que a sus oídos llegue
otra cosa que el himno sempiterno de la alabanza cortesana, que los opresores no
se cansan de oír, y mueren tranquilos en su lecho y satisfechos de su obra.
Adviene Luis XVI, y por un complejo cúmulo de circunstancias que no infirman la
observación general que aquí se consigna, él, el rey bueno, el rey bien
intencionado, tan apartado de la irritante soberbia de Luis XIV como de la
repugnante disolución de Luis XV, ve desencadenarse contra sí la más grande y la
más trágica de las revoluciones, y muere en el cadalso. Los pueblos reservan su
altivez para los gobernantes débiles o benévolos y ceden ante la mano de hierro
de los domadores de hombres; decapitan a Carlos I y entronizan a Cromwell;
toleran a un Enrique VIII y matan a un Enrique IV; Alejandro II de Rusia cumple,
con raro valor, una de las revoluciones más intensas de la historia, la
emancipación de los siervos, y es fulminado... ¿por los reaccionarios cuyos
intereses vulneraba y cuyas preocupaciones hería? No: por los revolucionarios
cuyas quejas oía y cuyas aspiraciones realizaba. De suerte que en las
revoluciones hay un fondo de injusticia aberrante que hiere nuestros más
arraigados principios de elemental equidad.
En nuestras repúblicas ella ha sido, por dicha, más una marea de verbalismo
intemperante que una positiva actuación social, pero si el espíritu y la intención
fuesen norma evidente para la apreciación de los bandos y de los hombres, podría
señalarse en la túrbida elocuencia de la plaza o en las hojas del innoble libelo más
de una larva de agitador que aspiró a Saint-Just y sólo alcanzó a Hebert. En
Hispanoamérica, el espíritu demagógico, sin apreciable influencia en los serios
debates de la política, va a confundirse y perderse como burbuja en el Maelstrom
hervidor, en el vórtice de las guerras civiles.
Las guerras, cualesquiera que sean su bandera y sus propósitos, no hacen sino
agravar los males permanentes de la víctima colectiva, carne de reclutamiento y
de cañón, blando plasmo para todas las expoliaciones. En la mayoría de los
casos, las guerras civiles americanas no han sido ni serán sino la proyección
sobre el campo de batalla de los conflictos de ideas o de intereses de los
profesionales de la política, cuando es un principio o la suerte de un partido lo que
se remite a esos juicios de Dios; o una simple caza del poder público, cuando es la
rapaz ambición de un jefe lo que entra en juego. Es, en uno y otro caso, asesinato
de inocentes, organizado en provecho de unos pocos y aplaudido con pasmosa
inconsciencia por los demás. No será el autor de estas líneas quien niegue a
algunas de nuestras guerras civiles su audacia y su tenacidad; empero muy más
digna de admiración encuentra, por fecunda y por valerosa, la actitud de un
Murillo, por más que no tomara en sus manos otro acero que el de su pluma
luminosa, que no el que pueda desplegar el más arriscado guerrillero, en
campañas de salto de mata, o domando el mulo bravío, trabuco en mano por esas
breñas, mitad prócer, mitad merodeador.
En cambio, se ven guerras en las cuales sobre las charcas de sangre no brilla el
iris de ninguna doctrina política ni las banderas simbolizan principio alguno... ¿Y
qué valdría la santidad de una causa ante el hecho brutal del número de
batallones enemigos? Algunos metros más de alcance en las armas de fuego, una
línea de mayor precisión en la puntería de los artilleros, y sucumbe una causa,
desaparece un pueblo y dejan de valer unos principios.
Hoy se identifican, para su común demolición, las doctrinas de Cristo con los
principios de los modernos demócratas y se condena a ambos como una
convergencia de todas las inferioridades y la exaltación del hampa de los míseros
y de los degenerados contra la falange de los fuertes y de los dominadores. Acaso
para los apóstoles de la dureza, sea flacidez de tristes deprimidos y actitud de
parias y degenerados lo que lanzó "los cruzados al Oriente y los conquistadores al
Occidente"; lo que ha fundado la civilización occidental y el derecho público
moderno y hace que con la azada en la mano, terciada al hombro la carabina
Enfield y la Biblia bajo el brazo, el colono y el farmer británicos hayan creado en
los desiertos naciones como Australia y Nueva Zelandia, el Canadá y el Cabo; lo
que desbrozó ayer un continente para erigir en él las formas más vigorosas del
progreso humano y somete hoy a un puñado de funcionarios 300 millones de
hombres en el semillero de las razas arias. Indudablemente la moral cristiana y el
ideal democrático son exclusivo lote de los débiles, de los cobardes y de los
esclavos.
Maximiliano Grillo
Maximiliano Grillo (Marmato, Caldas, 1868, Bogotá, 1949), más conocido como
Max Grillo, es también más recordado como poeta de la primera generación
modernista. Sin embargo, Grillo llegó a ser un reseñista agudo y un crítico literario
muy original, además de castizo y de elegante prosa. También intentó el ensayo
histórico, y en sus textos sobre Santander o sobre la guerra de los Mil Días no
deja de regalarnos páginas de extraordinaria e intensa penetración intelectual.
• Bibliografía ensayística:
— El Hombre de las Leyes: estudio histórico y crítico de los hechos del general
Francisco de Paula Santander en la guerra de la independencia y en la creación
de la República. Bogotá, Imprenta Nacional, 1940.
son a pesar de que parecen ignorarlo. Innumerables han sido las definiciones que
se han dado del romanticismo; diferentes unas de otras, y con todo, exactas. No
intentaré repetirlas. Para mí (y perdóneseme el rasgo de humor) el romanticismo
fue el culto de los cabellos largos. Por esto su grito de guerra fue: ¡abajo las
pelucas!
Entonces las mujeres sólo cortaban un rizo de sus cabellos de oro o de ébano (¿la
metáfora puede aceptarse todavía?) para enviárselo a sus novios. Los hombres
cuidaban con esmero de sus melenas exuberantes, en donde ponía la luna, "la
luna pálida", nimbo misterioso. En la peluca del señor Voltaire anidaron las
cornejas; en la melena de Musset, que semejaba en su adolescencia un Apolo al
salir del baño, hicieron nido los ruiseñores. (¡Oh romanticismo, cuán lejos estás, y
cuán hermoso eras!). Entonces —en 1830— se fabricaban relicarios para guardar
el mechón de pelo de la madre muerta, o de la amada que yacía en su ataúd de
raso. Cuando murió Chateaubriand, su peluquero cortó los blancos cabellos del
príncipe del romanticismo; distribuyó algunos mechones entre los amigos íntimos
del autor de El genio del cristianismo, y conservó los restantes para construir en
miniatura, naturalmente, la alcoba en donde había nacido el poeta de Atala. No
satisfecho con este tan romántico homenaje de admiración, el peluquero,
Monsieur Paques, compuso un libro de recuerdos con el título de El peluquero de
Chateaubriand, consiguiendo por tal modo que su nombre fuera citado en los días
de rememoraciones románticas.
En las solemnes horas de su vida aparece Víctor Hugo, ora como el adolescente
de la hermosa cabellera dorada, ora con las barbas floridas de emperador del
romanticismo. Antes que "bandidos del pensamiento" y "salvajes del arte" son los
románticos los hombres de las largas cabelleras. Son ingenuos y radiantes. El
primero entre todos, Hugo. "Sus ojos de gris azul tienen un brillo magnético; su
tez, ya muy pálida, ya muy de rosa, tiene una delicadeza femenina. Alrededor de
la frente, asombrosamente amplia, hermosos cabellos sedosos, de color castaño
claro, extremadamente finos". Tales son las palabras que emplea Raimundo
Escholier para describir al corifeo del romanticismo en la mañana de su vida. Y
Saint-Valéry, quien lo conoció en esa hora de sol naciente, dice: "En su amplia
frente se descubría la luz del genio; algo de fuerte, de poderoso y de inspirado,
revelaba en la menor de sus palabras... Yo quedé seducido, fascinado por tanta
pureza, gracia e imaginación aliadas a un genio tan franco y tan vigoroso; la
admiración desarrolló en mí un sentimiento de amistad y un entusiasmo casi tan
vivos y tan apasionados como el amor mismo".
Nada hay más interesante que la vida de los grandes hombres. En esta gloriosa
de Hugo su biógrafo, quien según su propia declaración no ha pretendido escribir
una biografía novelada, nos presenta al poeta desde la hora de su nacimiento
hasta la hora de su muerte, nimbado por una aureola de grandeza que apenas
deja entrever discretamente los errores del hombre. Es cierto que éste fue siempre
un "niño sublime", profundamente ingenuo, que vivió para embriagarse de amor y
de gloria.
El señor Pablo Valéry, el antirromántico por excelencia, dijo alguna vez que Hugo
era, "desgraciadamente", el mayor poeta de Francia. El crítico prescindió de
explicarnos su síntesis. Sería fácil encontrar los elementos de que se compone.
El único nombre que podría grabarse en esa cumbre excelsa sería el de Víctor
Hugo. Quienes releen su producción lírica, sus dramas y sus novelas, quedan
desilusionados. Su trompa épica ya no despierta entusiasmo. Fatiga su
maravilloso don para acumular metáforas deslumbrantes. Enriqueció el idioma,
dióle al verso una flexibilidad antes desconocida; sorprendió ciertos aspectos de la
belleza, con intuición pasmosa, pero dilapidó sus fuerzas, porque se empecinó en
ser siempre revolucionario.
Goethe ama a la mujer, sin dejarse encadenar por el amor. Hugo se rinde a Adela
cuando apenas contaba veinte años de edad, y con una deliciosa pureza le
escribe antes de casarse con ella: "No consideraría sino como mujer vulgar (es
decir, bastante poca cosa) a una joven que casara con un hombre sin estar
moralmente cierta, por los principios y el carácter conocidos de ese hombre, no
solamente de que es juicioso sino también [y] empleo adrede la palabra propia en
toda su plenitud, de que es ‘virgen’, tan virgen como ella misma".
El amor llena la vida de Hugo. A los veinte años de edad contrae nupcias con
Adela, su prometida por pacto de familia antes de que nacieran los futuros
esposos. Corren los días de su mocedad radiante entre las alegrías del hogar y las
luchas, las batallas románticas. El joven dios, tan fuerte como bueno, parece
predestinado a ser siempre dichoso. Adela es ya madre amorosa, que ama
entrañablemente a su poeta. Aquella felicidad es de las que no perturbarán los
vientecillos de las calles. Pero...
a menudo, ignora su nombre. Sin embargo, un día se entera de quién es. "¿Ese
joven?, dice alguien. Se llama... Se llama Sainte-Beuve".
Este solapado vecino siente también las ambiciones literarias, compone versos,
menos románticos que los hugonianos, y como es de temperamento reflexivo, se
dedica a la crítica. Pronto Sainte-Beuve encuentra manera de introducirse en las
relaciones del poeta de las Odas y de Hernani. Desde entonces se atraviesa en el
camino triunfal de Hugo, hasta llegar a convertirse en su "crítico satán". Al
principio adula al poeta; complace todos sus deseos: contribuye a propagar su
fama. A medida que Sainte-Beuve crece en el concepto de sus compañeros en las
letras, crece en su corazón el deseo incontenible de perturbar la paz hogareña de
su grande amigo. ¿Envidia? Escholier no vacila en atribuir ese sentimiento a la
pasión del crítico. Sólo ha quedado, clara como el día, la perfidia del autor de
Voluntad y de Libro de amor.
Cuando se halla cerca de los ochenta años, un doctor le observa que, como a
Tricis, "ya es tiempo de retirarse"... de los placeres eróticos.
Amar es obrar.
Quienes admiramos la potente visión objetiva y las líneas precisas, casi rectas, de
la poesía de José Eustasio Rivera, nos hemos quedado sorprendidos en presencia
de las virtudes auditivas que revela en las páginas de su novela La vorágine. Es
mucho ver bien, dibujar con nítida certidumbre el contorno de las cosas, tener las
cualidades del pintor, pero aún más admirable es oír, escuchar las armoniosas
complicaciones de las voces inarticuladas de la naturaleza, sentir dentro de
nosotros el árbol y la selva, la fuente y el océano y aun las mismas estrellas
remotas, a las cuales las almas suelen acercarse.
tormentosa y oscura, propia de los demonios que señorean los grandes ríos
tropicales.
Pasa por La vorágine como un soplo del estilo de los grandes épicos de la novela
eslava. Quizá por extraña asociación de ideas, comparo el infierno de las selvas
amazónicas, ardientes y húmedas, con la torturante visión de la Siberia, helada y
solitaria, que nos han transmitido los rusos. A la manera de estos máximos
creadores de almas, en un ambiente torturado, Rivera diseña personajes con un
solo rasgo y los conduce en caravana trashumante a través de las selvas hostiles.
Los abandona en mitad del incierto camino, o los ve morir entre las más violentas
asechanzas de la naturaleza, o de la fiera humana.
pasiones del Cosmos, misteriosas e inconscientes, pero tan reales como la vida
misma del espíritu.
Los griegos y los artistas del Renacimiento eran demasiado sanos, gozaban de
una perfecta salud, para sentir la emoción estética que consiste en hallar instintos,
alma y hasta pensamiento en las fuerzas ciegas del mundo.
José Eustasio Rivera, quien en sus versos parecía extraño a esa modalidad
estética y dinámica, revélase en La vorágine discípulo convencido de los
escritores que transportaron a las cosas sus estados de alma. Arturo Cova es en
tal sentido, un discípulo de Jorge Peralta.
Habituado a las inclemencias de las llanuras sin lindes y de las selvas hostiles,
José Eustasio Rivera estaba llamado a darnos a conocer la vida atormentada de
los aventureros, que se internan por las comarcas maravillosamente crueles del
Orinoco y del Amazonas. En las soledades de estos grandes ríos, el hombre, aun
quien era antes manso y pulcro, conviértese en tirano, imitando a la naturaleza
violenta.
Cuando apenas era adolescente, se fue mar adentro de la selva, desafiando los
peligros del árbol que canta y el pájaro que habla. Alma de soñador en cuerpo de
atleta, componía versos de una fuerza de líneas insuperable, en las horas de
siesta mientras descansaba de las cabalgatas a través de la llanura, o de las
cacerías de jaguares en los grumos de los bosques semejantes a oasis, que
interrumpen la monotonía ardiente de las praderas inmensas.
Cábeme decir aquí, con Araquistain, que por hablar del hombre he dejado de
hablar del libro: "¿Pero de qué sirve un libro si no es para conocer al hombre que
lo escribe, su visión del mundo y de la vida? ¿Qué es el Quijote sino autobiografía
Son soberbias las descripciones de las selvas amazónicas que se hallan en las
páginas de La vorágine. Nos recuerdan, por momentos, los magistrales cuadros
de Euclydes da Cunha, el mayor de todos los escritores brasileños. Sólo que el
autor de Os Sertöes y de Terra sem historia, era un enorme sociólogo y su
imaginación obedecía más al freno del pensamiento que a las alas de la poesía.
Da Cunha penetra en los Sertöes —voz que carece de una correspondiente en
castellano— no a la manera del novelista, sino con ojos y espíritu de sabio que es
a un mismo tiempo un literato. Él nos muestra al Amazonas formidable, a
semejanza de un mar, enemigo del Brasil, que con su enorme caudal va
destruyendo la tierra, con cuyos despojos, parece que ha de crear más tarde un
nuevo continente. "Es un extraño adversario, consagrado noche y día a la tarea de
robarse su propia tierra". Da Cunha puede, hasta cierto punto, hacer suyas las
palabras del profesor Federico Hart, quien estudió la geología amazónica: "Nao
sou poeta. Falo a proza de minha ciencia. ¡Revenons!". En cambio, Rivera
persigue en la mañana amazónica las pasiones humanas, el dolor del cauchero, el
crimen sugerido por la misma naturaleza brutal y perversa de las selvas. Para
Euclydes da Cunha "el hombre es allí un intruso impertinente, que llegó sin ser
esperado, ni querido, cuando la naturaleza se hallaba arreglando su más vasto y
lujoso salón". Todo en esas selvas es de una imperfecta grandeza; "los fetos
arborescentes compiten en altura con las palmeras, y los árboles de troncos
rectilíneos y pobrísimos de flores, producen la sensación angustiosa de un
retroceso hacia remotas edades, como si de pronto apareciese una de aquellas
mudas florestas carboníferas, adivinadas por la visión retrospectiva de los
geólogos".
La vorágine ha nacido de pie como las obras destinadas a vivir. Así condenso mi
juicio acerca de la novela del poeta colombiano.
Trópico bravo
Jaime Barrera Parra (San Gil, Santander, 1892, - Medellín, 1935) existe en la
historia del periodismo en Colombia, gracias a la edición de sus Notas del Week-
end (1933), colección de sus columnas en el diario El Tiempo, así como otros
importantes prosistas (hoy reconocidos como importantes): Armando Solano, con
su Glosario sencillo, y Luis Tejada, con sus Gotas de tinta. Y así como Solano y
Tejada, Barrera Parra debe ser reivindicado como un columnista de proyección
ensayística, introductor de un lenguaje de pirotecnia verbal que se apoya en una
inmensa formación literaria, especialmente francesa, y en el manejo hábil de una
información noticiosa al día. También al igual que Solano y Tejada, Barrera Parra
representa un hecho coyuntural en la historia del ensayo en Colombia: la irrupción,
con la brevedad y la aparente ligereza temática del esbozo periodístico, del humor
y la ironía. Verdadera irrupción, si evocamos la larga tradición del ensayo solemne
y patético que caracteriza a la inmensa mayoría de nuestros ensayistas.
• Bibliografía ensayística:
Recopilaciones:
Trópico Bravo
El paisaje francés ha acariciado como una mano sabia el espíritu de Solano. Más
atento a la tierra que al esplendor de los palacios que soporta, el hombre de Paipa
siente la fascinación de los cultivos, y al encontrar en ellos las mismas condiciones
de mesura en el color, en el movimiento y en la línea que antes había advertido en
la cultura artística de Francia, al mismo tiempo que en su excepcional rendimiento,
no puede menos de expresar su sorpresa.
"Nuestras tierras bravas, cerreras, dan frutos ásperos". Es ésta una verdad que no
da tregua.
La suavidad, que ahora cautiva en sus mil formas europeas a Armando Solano, no
es, en último término, sino la expresión máxima de la civilización humana. La
esperanza, que solemos tomar como una demostración vital no es sino la forma
inferior y extraviada del ímpetu. La fruta cerrera y el hombre atravesado son dos
productos equivalentes.
Europa es una tierra domada. Desde los reyes bárbaros hasta nuestros días,
sobre el tambor del Occidente han cabalgado todas las violencias, pero el laboreo
de la tierra les ha dado a sus pueblos el sentido de la selección y del gusto.
La cultura del paladar es una de las más largas y afortunadas empresas que haya
podido realizar el hombre blanco a través de los siglos. Para que la pera y el
espárrago que ahora deleitan, con su fragancia delicada, a Armando Solano,
hayan podido alcanzar su perfección presente, fue preciso que generaciones
enteras de reyes, de diplomáticos y de cocineros estimularan al hortelano.
Dentro de savias extravagancias, mordido por las resolanas del Ecuador, hirsuto y
bello como un volcán, el Trópico seguirá siendo por muchos años la mejor escuela
de intransigencia.
Pero bajo la tierra, cuya capa limita las vanidades fachendosas de la floresta, los
frutos cuajarán acidulados, como espolines de la hiperestesia racial.
Achury fue durante buena parte de su vida un discreto empleado público que fue
acumulando algunos pequeños honores dentro de la fauna intelectual del país:
miembro del grupo artístico-literario conocido como Los Bachués, jefe de
Publicaciones de la Contraloría, jefe de Comunicaciones del Ministerio de Guerra,
por tanto director de la Revista del Ejército, co-fundador del Instituto Caro y
Cuervo, miembro de la Academia Colombiana de la Lengua, director de Extensión
Cultural del Ministerio de Educación, director de la magnífica colección Biblioteca
Popular de Cultura Colombiana...
Aquí incluimos dos de sus textos más representativos: uno de los "Comentarios" a
los Afectos espirituales de la monja tunjana (se hubiera podido escoger cualquier
otro; todos son exquisitos) que se van intercalando al final de cada uno de los
"Afectos" en la edición titulada Análisis crítico de los afectos espirituales de sor
Francisca Josefa de la Concepción de Castillo (1962); y la indagación erudita
sobre el más famoso verso de Guillermo Valencia, que termina con la expresión
"recamado viso" (¿o "recamado biso"?), y que figura en su libro Palabras con azar
(1975).
• Bibliografía ensayística:
Pasto. Esta palabra del evangelista —interpretada por Sor Francisca como la
Eucaristía en cuanto es alimento sobrenatural y sobresustancial de las almas, y en
este caso particular como fuente y origen del simbolismo que en este Afecto
despliega la autora—, la palabra pasto —decíamos— produce en su memoria una
íntima y clara resonancia de acento pastoral, asociada a las palabras del salmista:
"El Señor Dios es mi pastor; nada me faltará. En lugares de delicados pastos me
hará yacer y conducirá a las aguas donde puedo hallar solaz" (Ps., 22, vv. 1 y 2).
En este texto bíblico halla Sor Francisca una cabal expresión de su estado de
alma. La idea de escape se hace aquí extremadamente notoria: evadirse del
mundo mínimo en que padece y todo le falta, para ir a sestear, a la sombra de
Dios, en verdes prados de grasos y abundantes pastos —que Francisca asocia a
la idea eucarís-
tica—, irrigados por las aguas "que saltan hasta la vida eterna". La grata
sensación de sosiego y solaz que emana de estos versículos del salmo 22 es
como el contrapunto del desasosiego y el tedio que anublan y oscurecen las horas
de su vida conventual.
Pausa. En este punto de su Afecto espiritual, Sor Francisca hace una pausa,
inserta un hiato de exclamaciones efusivas, como si el repertorio de símbolos se le
hubiese agotado. Es un momento de indecisión en el acto de la creación literaria.
Cordero. Este "cordero" de Isaías, enviado al soberano del país, desde la piedra
del desierto al monte de la hija de Sion, es una reminiscencia de aquel pasaje del
Libro de los Reyes, donde se refiere que alguien invitó a los fugitivos de Moab a
que enviasen al dominador del reino en donde se habían refugiado, el tributo de
cien mil corderos y cien mil carneros, que antes pagaban al rey de Israel, tributo
que debía enviarse precisamente desde el desierto pétreo de Selah a la montaña
de la hija de Sion (Cf. IV. Rg., 3, 4).
Vara. El cordero del tributo se transmuta ahora en "vara de virtud", enviada, como
aquél, a la montaña de la hija de Sion, la misma del versículo isaíaco. Vara de
virtud que, a poco de andar el símbolo, se trueca en vara de rigor que castiga "los
pueblos que se amotinan y piensan vanidad". Como se ve, "la montaña de la hija
de Sion", con su nueva resonancia, sirve de puente de transición entre el símil del
cordero y el de la vara punitiva.
Con vara de rigor vapula Yahveh a los reyes y príncipes de la tierra que en sus
asambleas y consejos se confabulaban con Él y su ungido, contra Él que reina
desde Selah —desierto de piedra— hasta Sion —monte de santidad—. Ungido de
Yahveh, a quien éste ha prometido darle cuanto pidiere, inclusive "quebrantar a
sus enemigos con vara de hierro y desmenuzarlos como vaso de alfarero" (Ps., 2,
9).
Reposo y síntesis. Al llegar a esta parte del Afecto 2º, el lector experimenta la
necesidad de tomar aliento. El ascenso ha sido penoso y al coronar la cima de los
símbolos, el espíritu y la atención reclaman un breve reposo para recobrar sus
fuerzas. Parece que Sor Francisca —fatigada también, y ella más que nadie— lo
hubiese comprendido así. Aprovecha entonces esta pausa para darnos,
entretanto, una síntesis de todos los símbolos de que hasta ahora se ha valido
para figurar a Cristo Eucarístico, refugio donde su alma, atribulada por las
criaturas que con ella conviven, ha encontrado la paz anhelada y el consuelo
deseado. Cristo, como arca de salvación, como prado de abundantes y delicados
pastos, como Cordero inmaculado que quita los pecados del mundo, como pan
sobresustancial que tiene toda dulzura, como casa de sapiencia suma, como
piedra y collado de la hija de Sion, y, finalmente, como vara de rigor y cayado que
guía.
su Señor, donde ella quisiera vivir todos los días de su vida. Todo esto no nos lo
dice Francisca con palabras, ni siquiera lo sugiere, pero se adivina. Recuérdese, a
propósito, que ella inicia este Afecto con el símbolo del arca y de la casa,
sirviéndose de él como de una evasión y como de un escape de su contorno vital,
del cual sólo le llegan a su alma incitaciones que la conturban y alteran, que muy
de raro en raro le permiten ensimismarse, vivir dentro de sí y para sí. Al llegar a
esta cima de su Afecto, el subconsciente hace aflorar en su recuerdo el símbolo
de la casa, que ahora viene engastado en un versículo del salmo 26: Unam petii a
Domino, hanc requiram, ut inhabitem in domo Domini omnibus diebus vitae ut
videam voluptatem Domini et visitem templum eius. Con esto entiende Francisca
como si le dijeran: Si el alma se aparta de Dios, se extravía; y saliendo de Él,
encontrará la muerte. Entonces "sólo una cosa pide y ansía obtener: que le sea
dado morar con el Señor en su casa, en todos los días de su vida; que pueda
contemplar su hermosura y visitar el templo donde Él mora".
Después de haber lanzado tamaña hipótesis, Sor Francisca debió de quedar algo
desquiciada. No de otra manera logra uno explicarse el porqué del enmarañado y
confuso estilo del pasaje subsiguiente. Tal confusión proviene, aparte de las frases
incidentales que en serie interminable va incrustando la Hermana Francisca en el
cuerpo de la proposición principal, de la defectuosa puntuación de los períodos,
atribuible, no sabemos si a ella misma o a su sobrino, el señor De Castillo y
Alarcón, el paciente copista de los manuscritos originales y celoso guardián de la
póstuma gloria literaria de su venerable tía.
Epitalamio. Retorna al mundo de los símbolos. Pondera el gozo del alma que por
sus obras se hace acreedora a la soberana merced de que el Esposo la atraiga al
retiro de su amor. Una susurrante brisa de epitalamio pasa ahora por las cláusulas
en que Sor Francisca describe al alma conducida por el amado a "la cámara del
vino, enarbolando sobre ella la bandera del amor": Introduxit me in cellam
vinariam, ordinavit in me charitatem (Cn., 2, 4). El idilio va cobrando mayor
intensidad: "Yo soy de mi amado, y hacia mí tiende su deseo" (Ego dilecto meo, et
Cristo innovador. Sin transición alguna, sin puente de comunicación, Sor Francisca
hace surgir ahora del fondo de su simbología la imagen de Cristo —restaurador,
de Cristo— innovador, para lo cual acude a las fuentes del Apocalipsis: "Y
enjugará Dios toda lágrima; y la muerte no será más; y no habrá más llanto, ni
clamor, ni dolor; porque las primeras cosas son pasadas. Y el que estaba sentado
en el trono, dijo: He aquí que hago nuevas cosas... Al que tuviere sed, yo le daré a
beber gratuitamente de la fuente del agua de la vida" (Ap., 21, 4-6). Las cosas
nuevas que anuncia el Señor es el advenimiento de la Jerusalén celeste, nunca
antes vislumbrada ni soñada: "nuevo cielo y nueva tierra", esposa de Cristo,
eterna como eterno es el amor que la une a su amado. Y en ese nuevo reino
celeste no habrá ya muerte, ni duelos, ni llanto. Entre las muchas cosas que
anuncia y promete este supremo innovador, hay una que, aunque Sor Francisca
no la enuncia, le llega a las entrañas de su alma porque coincide con el estado de
ánimo que en aquella ocasión vive. En efecto, acosada por las tribulaciones
causadas por los desprecios de sus hermanas en religión, se acoge a Jesús
sacramentado, quien le hace comprensibles, entonces, sus promesas de excelso
Reformador; entre otras, la de que sólo Él puede saciar la sed inmensa de
felicidad que atormenta al corazón humano: Ego sitienti dabo de fonte aquae vitae
gratis (Ap., 21, 6).
Agua viva. El tema del "agua viva" es aquí una reviviscencia y prolongación del
tema, o más bien, del Leitmotiv de la Eucaristía como "pasto de las almas". Sor
Francisca lo retoma o reasume al percibir como un eco las palabras del salmista
citadas al principio de este Afecto 2º, según las cuales, el pastor, que es Dios,
promete al alma llevarla a yacer en amenos y delicados pastos y a la fuente del
agua donde puede hallar solaz. Y esta fuente del salmo 22 brota de nuevo en este
pasaje del Apocalipsis como una de las promesas de renovación que desde su
trono hace el Cordero: Et spiritus et sponsa dicunt: Veni. Et qui audit dicat: Veni. Et
qui sitit veniat. Et qui vult accipiat equam vitae gratis (Ap., 22, 17). Al reclamo
invitatorio del espíritu y la esposa, el alma que escucha con oído atento, repite:
"Ven". Entonces el esposo le aclara amorosamente su promesa vivificadora al
alma sedienta para que acuda a tomar de balde del agua de la vida, la misma
agua viva ofrecida por Jesús a la Samaritana en el brocal de la fuente de Jacob,
en Sicar: agua saludable, símbolo del Espíritu Santo, que apaga la sed para
siempre, que sacia íntimamente el alma, que brota como un surtidor de un
inexhausto manantial y comunica vida eterna: Omnis qui bibit ex aqua hac sitiet
iterum, qui autem biberit ex aqua, quam ego dabo ei, non sitiet in aeternum; sed
aqua, quam ego dabo ei, fiet in eo fons aquae salientis in vitam aeternam (Jo., 4,
13-14).
Hasta Sor Francisca llega entonces también el eco de las altas voces que dio
Jesús en el último día de las Fiestas de los Tabernáculos, después de que una
Sor Francisca, que pasa por una crisis de sequedad en la oración y por una etapa
de íntimas tribulaciones que la inducen a acogerse a la soledad, escucha entonces
como un eco de las palabras de Isaías, otras del mismo profeta, que anuncian
extraordinarios prodigios, "porque aguas han brotado en el desierto y torrentes en
la soledad": quia scissae sunt in deserto aquae, et torrentes in solitudine (Is., 35,
6). No se ha apagado aún el eco de tales palabras en los oídos de Francisca,
cuando ya resuena en ellos el vaticinante clamor que viene a aclarar el sentido
simbólico de aquellas aguas vivificantes. Omnes sitientes, venite ad aquas, et qui
non habetis argentum, properate, emite e comedite. ("¡Ay, sedientos todos, venid a
las aguas; y los que no tenéis dinero, venid, comprad y comed!") (Is., 55, 1). Pero
no se interrumpe aquí esta cadena de ecos mesiánicos, porque en el ámbito del
alma de nuestra clarisa resuena ahora, con vibrante claridad consoladora, una
nueva promesa, la de que la gracia del Señor, al descender sobre ella, la dejará
"como huerto regado y cual hontanar de aguas, cuyas linfas no traicionan". (Et eris
quasi hortus irriguus et sicut fons aquarum, cuius non deficient aquae) (Is., 58, 11).
Es ahora Ezequiel quien viene a prefigurar en el agua que brotará del nuevo
templo, aquello que el Señor, desde su trono, anunció: Ecce nova facio omnia.
("He aquí que hago nuevas todas las cosas". Ap., 2l, 5). El texto de Ezequiel le
sirve a Sor Francisca para retornar al tema de "Cristo innovador", enlazándolo a la
vez con el del "agua viva". Yahveh ordena a su profeta que torne a la puerta del
templo, bajo cuyo umbral brotaba el agua, en dirección Este. Explica Ezequiel que
la fachada del templo daba al oriente. Aquellas aguas descendían, soterradas,
hacia el sur del altar, después de haber pasado por debajo de la pared lateral
derecha de la casa del Señor (Ez., 47, 1). Sor Francisca se explica estas palabras
de Ezequiel considerando como templo nuevo, irrigado de reconfortantes aguas, el
alma del justo que teme a Dios, en cuya casa crecerá la vid, que simboliza a la
Esposa, y se congregarán sus hijos —renuevos de olivo— en torno de la mesa
familiar.
Vid. Insensiblemente, Francisca efectúa una transición del tópico "agua viva",
eslabonado con el del "templo nuevo", al tema de "la vid", valiéndose para ello de
la cita del texto del salmo 127, en sus tres primeros versículos, parafraseados en
el estilo que a ella le es peculiar: "Bienaventurado todo aquel que teme al Señor y
sigue las sendas trazadas por Él. Porque has de comer el trabajo de tus manos,
bienaventurado serás y te irá siempre bien. Tu esposa será como vid fructífera
dentro de tu casa; tus hijos, renuevos de olivo, alrededor de tu mesa".
Amor renovador. En este pasaje Sor Francisca pondera la virtud mágica del amor
que le hace obrar portentos, renovando cuanto se acerca a su llama vivificadora, y
que hace andar al alma, transida del temor santo, por los caminos de la cruz.
Encomia luego la caridad por los frutos y obras que de su ejercicio provienen:
preferir el honor de Dios a todos los tesoros terrenales y amar al prójimo en y por
Dios.
Agua viva. Pulsa aquí Sor Francisca la cuerda hímnica del salmo 64, que es una
jubilosa acción de gracias a Yahveh por haber irrigado la tierra con el caudaloso
torrente de sus ríos, abasteciéndola de trigos candeales, y haciendo rezumar de
grosura las carretas que pasan por los caminos, y aljofarando de rocío los pastos
del desierto, y ciñendo de alegría las colinas, y vistiendo las campiñas con la
arcada lana de las ovejas y haciendo que por doquier resuenen vítores y cantos.
Visitasti terram et inebriasti eam, multiplicasti locupletare eam (Ps., 64, 10).
Síntesis final. El gozoso acento hímnico se apaga en una síntesis que es como la
clave de todas las imágenes empleadas por la autora a partir de la síntesis
anterior, que marca el promedio de este Afecto, y a la cual nos referimos
pertinente y oportunamente. En efecto, Sor Francisca compendia, en este pasaje
final, los temas de la segunda parte que ella ha sabido enlazar y reemplazar,
mediante un prudente y coherente sistema de concordancias y repeticiones —que
tienen cierta resonancia de eco— en todo el discurso de este Afecto. Es así como,
en raudo vuelo, nos muestra la caridad bajo la especie de los renuevos del olivo,
el alma sin caridad como tierra yerma, el temeroso de Dios como campo irrigado y
fructífero.
Retorno al motivo inicial. Para terminar este Afecto 2º, Sor Francisca vuelve al
episodio de su vida trivial que lo ha motivado, o sea, a las tribulaciones que la
afligen, ocasionadas por el trato humillante que recibe de sus hermanas en
religión, tribulaciones que ahora ya no la mortifican, porque dice haber hallado
consuelo en las consideraciones que en este Afecto refiere y describe en un
lenguaje cargado de símbolos y rico en esencias metafóricas.
Los libros del Antiguo Testamento más citados por Sor Francisca son, en su
orden, los siguientes:
Antiguo Testamento: Génesis (13), Éxodo (8), Levítico (1), Deuteronomio (10),
Josué (1), Jueces (5), Paralipómenon (1), Tobías (4), Judith (2), Esther (1),
Proverbios (9), Eclesiastés (6), Sabiduría (9), Ezequiel (4), Daniel (1), Oseas (2),
Joel (2), Jonás (5), Miqueas (1), Nahum (6), Habacuc (3), Zacarías (7) y Macabeos
(6).
No se han registrado citas de los Números, Ruth, Esdras, Amós, Abdías, Sofonías,
Ageo y Malaquías, entre los libros del Antiguo Testamento. Entre los del Nuevo
Testamento no se han observado citas de las Epístolas de san Pablo a los
Tesalonicenses, a Timoteo y Filemón, ni de la Epístola de san Judas.
5. Los textos, con sus paráfrasis respectivas, se suceden unos a otros, como
queda dicho, pero casos suele haber en que este proceso de eslabonamiento se
ve sustituido por el de "reenlace", o sea que, ya en plena fluencia el discurso
Cierto día, el doctor Eduardo Guzmán Esponda reclamó mi atención para que
releyera el primer alejandrino pareado del poema "Leyendo a Silva", de Guillermo
Valencia, tal como fue transcrito en las dos primeras ediciones de Ritos: la
impresa en Bogotá (1899) y la hecha en Londres (1914), y tal como aparece en las
ediciones posteriores a aquéllas, sacadas a luz, ya en Bogotá, ya en Madrid.
El doctor Guzmán, sin dejar su tono malicioso como de persona que tiene sus
razones bien guardadas, o a lo menos sus conjeturas de algo presuntivamente
cierto, me replicó al momento:
Me limitaré, pues, a transcribir las que considero más pertinentes a mis propósitos
de dilucidación. A cada acepción transcrita seguirá el correspondiente comentario
de mi exigua cosecha.
"Viso (del lat. visus)... 2ª acep. Superficie de las cosas lisas o tersas que hieren la
vista con un especial color o reflexión de la luz". Teniendo en cuenta el adjetivo
calificativo de viso y su significado, o sea "recamado", que equivale a "bordado de
realce", queda excluida la idea de superficie lisa o tersa que hiere la vista por
reflexión luminosa. Lo realzado se opone precisamente a lo liso por definición,
toda vez que, según la Academia, liso es lo que carece de adornos y realces.
3ª acep. de viso: "Onda de resplandor que hacen algunas cosas heridas por la
luz". Si se lee detenidamente el pareado inicial del poema "Leyendo a Silva", no se
da en él detalle o cosa alguna del traje de la dama lectora, yacente en el diván,
capaz de difundir o emitir una onda luminosa, ya que el mismo poeta dice que
tanto el traje como sus voluptuosos pliegues son "de un color indeciso", o sea de
un color incierto, confuso, vago, que es todo lo contrario del resplandor que
irradiará el traje como todo o el viso como parte, al ser heridos por la luz.
Por cierto que "dar visos" tiene aquí el significado de "dar apariencias". Los
"transparentes visos" ilustran cabalmente la definición académica citada en este
aparte.
Hacer visos —dice el Diccionario oficial— es frase que se dice "de ciertos tejidos
que según los hiere la luz, forman cambiantes tornasoles". Para conformarnos con
esta definición, sería necesario que en el pareado de Valencia se diera expresa la
locución "hacer visos", que como tal tiene la acepción apuntada; pero, aun
subentendida aquélla, no se avienen, como antes se anotó, los deslumbrantes
visos del traje con el color apagado de sus "voluptuosos pliegues". Al margen de la
definición que de la frase "hacer visos" da el Diccionario de la Academia, cabe
observar que tal frase se dice no sólo de los "tejidos que según los hiere la luz,
forman cambiantes o tornasoles", sino que ella es extensiva a grandes masas de
agua, como, por ejemplo, el mar, un lago, etc. Ilustran suficientemente nuestra
observación los siguientes versos del Viaje del Parnaso, de Cervantes:
Biso
Los diccionarios de tales idiomas registran las tres acepciones que generalmente
se le dan a la palabra biso, a saber: las dos primeras, usada en el lenguaje
textorio: 1ª: lino muy fino, y 2ª: la tela o género que con su fibra se fabrica y por
extensión "ropaje, vestidura o traje que se hace con esta tela". El tercer significado
En primer lugar, vemos cómo el siracusano Teócrito nos muestra, en el idilio Las
hechiceras, a la linda Simeta en medio de los elementos de que se sirve para sus
ensalmos y en el momento en que comienza a contarle a la señora luna en qué
circunstancias vio por vez primera al esbelto atleta Delfis y cómo súbitamente se
prendó de él, del mancebo ingrato que no tardará en abandonarla. Simeta se
encamina a una procesión que en esos momentos desfila hacia el santuario de
Artemisa. Dice aquélla que una vecina suya, la nodriza Teucáridas, la ha invitado,
"y yo, infeliz, me dispuse a acompañarla ataviándome con hermosa veste
rozagante de lino fino (byssoio) (Farmakeytrie o Las hechiceras, versos 72-74).
Esquilo en su tragedia Los persas (VIII, 80-81) nos muestra a Atosa, la viuda del
rey Darío, seguida de un coro de doncellas que lamentan y lloran la derrota de su
pueblo por los atenienses. Las doncellas aparecen en escena vestidas de amplias
y plegadas túnicas faldularias, a las que Esquilo da el nombre de byssinos o sea
"túnicas de biso".
Plutarco de Queronea nos cuenta en sus Obras morales (Ethica) cómo sus
compatriotas solían emplear la voz biso en el sentido metafórico de "palabras o
frases gratas pronunciadas al oído de los reyes orientales".
purpura pudiciae o sea "vestíos con la veste de seda de la probidad, con el biso de
la santidad y la púrpura del pudor".
El biso en la Biblia
El Génesis nos cuenta (cap. 41, 42) cómo Faraón, al investir a José con la
dignidad de primer ministro de Egipto, "lo atavió con una ropa talar de lino
finísimo" (byssina).
En cuanto a las vestiduras sacerdotales, Yahvé ordena que el efod debe hacerse
"de lino (bysso) retorcido con labores de bordado de distintos colores" (Ex. 28, 6),
que la túnica debe ser "de biso (bysso), la tiara de lo mismo (byssinam) y el cinto
del sumo sacerdote tiene que ser con labor de recamado" (opere plumarii); que el
pectoral del juicio, al igual que el efod, se hará con lino (bysso) fino torzal
delicadamente bordado en realce (Ex. 28, 15).
El libro segundo de los Paralipómenos (cap. 5, vers. 12) refiere que cuando
Salomón trasladó de Sion a Jerusalén el Arca del Testamento, "todos los levitas
cantores, lo mismo que sus hijos y hermanos", lucían vestidos de biso o lino
(byssinis) de extrema finura.
El Evangelio de san Lucas inicia el relato de la parábola del rico Epulón y Lázaro
(cap. 16, 19) con estas palabras: "Hubo cierto hombre rico, que se vestía de
púrpura y lino finísimo (bysso) y tenía cada día espléndidos banquetes".
San Juan, en su Apocalipsis (cap. 19, 14), dice cómo seguían a Dios "los ejércitos
celestiales, vestidos de lino finísimo blanco y puro (byssino albo et mundo)
cabalgando caballos blancos". En el capítulo 18 del Apocalipsis, en el que san
Juan profetiza la caída de Babilonia, se menciona al biso como una de las
mercaderías que la ciudad execrada ofrecía a los mercaderes (vers. 12), que
luego lloran la extinción de la ciudad ramera así: "Ay, ay de la ciudad grande, que
andaba vestida de lino delicadísimo" (bysso). Finalmente, en el mismo libro de la
escatología cristiana, precisamente en su capítulo 19, 8, su autor anuncia la boda
del Cordero y cómo la novia se dispone a las nupcias con estas palabras: "Y se ha
dado (a la esposa) que se vista de tela de lino finísimo (byssino). Cuya tela
finísima de lino (byssinum) son las buenas acciones de los santos".
Justiniano Justino en sus Historiae Philippicae comparte con Lucano el empleo del
plumatus auro a la par que Plinio el Viejo en su Historia naturalis, al ponderar el
primor de los estofados egipcios, se divide con Marco Vitruvio Polión, autor del
tratado De architectura, y con Plauto, los honores que otorga el uso del plumatilis
fastuoso.
De lo dicho en este aparte se deduce claramente que un biso adornado con opere
plumarii era sencillamente un traje de lino fino con recamados o bordados en
realce que no daban visos. En cambio, el biso exornado con opere polymito, o
simplemente plumatus auro era un vestido de delicado lino que lucía bordados o
recamados brillantes que, al ser heridos por la luz, daban visos o tornasoles.
Ahora bien, estos recamados realzaban y adornaban, no todo el traje, sino parte o
partes de él, por ejemplo, el cuello, el cinto, las bocamangas, la orla u orillo.
Entonces, y perdóneseme la reiteración, lo que daba visos eran sólo las partes
recamadas del traje y no éste en su conjunto, mejor, la tela de lino de que estaba
hecho. Conviene no perder de vista que hay muchas variedades de lino, cuyo
color proviene del que tiene la fibra con que se teje, el cual es generalmente de
tonos apagados: azul pálido, pajizo, amarillo desvanecido, marfil, primando sobre
todos el blanco, que si bien es un color claro, no puede catalogarse entre los
llamados colores vivos. Además, entre los linos albos hay algunas variedades o
matices que difuminan su blancor como el blanco quebrado y el blanco de cera.
También influye un tanto en la indecisa coloración de ciertos linos, el género de
operación que se emplea para obtener su fibra o hilaza: enriado, agramado,
espaldillado y rastrillado o peinado. Pero esto es ya lino o biso de otro bisal y
desemboquemos, por fin, a una primaria conclusión, que tanto se ha hecho
esperar: conclusión que por tan obvia es pura perogrullada. Y es ésta: la dama
que leía el libro de Silva, tendida en un diván de terciopelo rojo, vestía un traje o
biso de lino, suelto adornado con algunos bordados (ignoramos si labrados con
hilos de colores vivos y brillantes o simplemente de tonos apagados), traje, en fin,
de voluptuosos pliegues de un indefinido o dudoso color.
Sólo que en lugar de la preposición "en" hubiera sido mejor emplear la preposición
"de": de "voluptuosos pliegues", etc.
El biso en la pintura
Sería cosa de nunca acabar, citar aquí los nombres de los pintores flamencos,
alemanes, franceses, italianos y españoles que pintaron con maestría inigualable
personajes revestidos de recamado viso y de recamado biso. A los ejemplos
citados agregaremos algunos de los más conocidos.
Ostentan recios trajes de recamado viso: Santa Inés leyendo la Biblia, del maestro
Bartolomé Altars; los santos Erasmo y Mauricio, de Grünewald; el retrato de Sibila
de Freilag, de Bernhard Strigel. Ejemplo de traje de deslumbrantes tornasoles es
el suntuoso retrato del Duque Guillermo IV de Baviera, pintado por Hans
Wartinger. Entre los flamencos, Rubens se lleva la palma de pintor de trajes de
recamado viso; basta con citar como ejemplo su famoso autorretrato, en que él
aparece al lado de su primera esposa, Isabella Brant. Le sigue en realismo Van
Dyck, con una excepción que luego indicaremos.
El biso y la patología
Pocas palabras tan ricas en acepciones como esta de biso: lino delicado y fino,
tela y vestido que de él se hace, banda para ceñir momias embalsamadas de
faraones o para vendar heridas, algodón de la India, tintura de linaza, secreción
glandular de los pelocípedos, cuyos filamentos se emplean para urdir una especie
de lino, y, finalmente, en sentido metafórico, palabra para halagar oídos de rey.
¿En qué abismos poéticos pescaría el maestro Valencia este biso? (empleamos
intencionalmente la palabra abismo, porque, a través del latín, viene del griego
abissos, que, ya se ha visto, tiene que ver mucho con el bissos, secreción
glandular de ciertos lamelibranquios, depositada en las profundidades marinas).
Como excelente traductor que fue de poetas italianos y portugueses, no es
abusivo suponer que en alguno o algunos de sus poemas, Valencia hubiera
descubierto serendípticamente el aportuguesado o italianizado bisso, que él, a su
turno, españolizó bajo la forma de biso. Pero si no fueron aedas de tales lenguas
quienes inopinadamente le brindaron el feliz vocablo, no iríamos muy
descaminados al mencionar la Biblia como la fuente más segura de su hallazgo
feliz. Valencia cursó humanidades en el Seminario de Popayán en los años de su
juventud. Desde entonces contrajo el hábito de leer la Vulgata, que vino a ser uno
de sus libros predilectos. En la Biblia bebió, efectivamente, su inspiración para
escribir los más hermosos de sus poemas: "Las dos cabezas", "La parábola del
monte", "Patmos", "Moisés", "El caballero de Emmaus", "Job", etc. En los dos
primeros libros del Pentateuco, en el tercero de los libros históricos
(Paralipómenos o Crónicas), en el sapiencial de los Proverbios, en el Evangelio de
Lucas y en el Apocalipsis, se encuentran a cada paso, como ya se vio, la voz
byssus y sus derivados y complementos. Valencia la vistió de galano ropaje
castellano y la usó con acierto ejemplar. Sólo dos veces la empleó en su poema
"Leyendo a Silva" y no volvió a utilizarla, temeroso de que sus lectores e
impresores la confundieran, como real e infortunadamente sucedió, con su
homófona, aunque no homógrafa, la palabra viso.
Como hay todavía mucho lino o biso que cortar y yo me considero ya incapaz de
continuar su corte, resigno aquí mis mohosas tijeras para que las tomen manos
expertas en el arte sartorial, y una vez convenientemente afiladas, rehagan lo que
yo torpemente eché a perder.
• Bibliografía ensayística:
Recopilación:
La poesía es, pues, primordialmente, un oficio divino. Los antiguos dieron al poeta
el rango de los profetas y de los sacerdotes. Era él el encargado de establecer el
contacto con lo desconocido y los seres misteriosos que lo habitaban; en su
palabra, como en un globo de cristal, los pueblos descifraban sus destinos.
en el vértigo de la sangre
la palpitación de su fuerza.
Todas estas ideas tienen una cabal aplicación en la poesía de Eduardo Carranza,
cuya primera etapa —canciones para iniciar una fiesta— constituye el éxito
poético más prominente en la breve historia literaria de mi generación. Todos los
elementos que se acervan en este libro están seleccionados y ordenados según
tal finalidad defensiva y expectante. Góngora está en la raíz del poeta. Pero el
gongorismo de Eduardo Carranza es un gongorismo espontáneo, no elaborado en
las retortas y los tubos de un laboratorio de palabras: le fluye, le nace con la
naturalidad con que un gajo se desprende de su tronco para mecerse en el viento
y en lo azul:
El precioso soneto que copio arriba me pone en contacto con otro tema poético
moderno: el neoclasicismo. Hay ahora un resurgimiento de lo clásico. No hay
poeta nuevo que no posea un hondo conocimiento de los clásicos de su lengua. Si
en las aguas líricas de Gerardo Diego, de Altolaguirre, de García Lorca, de la gran
familia de poetas españoles contemporáneos, se remozan Fray Luis, Góngora,
Garcilaso, Calderón, estamos indudablemente en presencia de un fenómeno
literario y de la cultura que debe estudiarse con detenida conciencia. En los
romances de García Lorca yo he encontrado el ancestro del trovador del Mío Cid;
en Gerardo Diego se encuentra el recuerdo de ese aire nítido, que viste las cosas
de una beatitud inefable, en que respiran los poemas de Fray Luis como criaturas
vivas.
eternidad es una circulación del espíritu a través de todos los hemisferios del
tiempo, es una calidad transferible. De ello proviene aquel concepto popularísimo
de que la historia se repite; pero no es que se repita propiamente, sino que la
historia posee la virtud de actualizar antiguas experiencias: lo mismo la historia
social y política que la historia literaria y estética.
Poesía y declamación
• Bibliografía ensayística:
Recopilaciones:
No me parece fácil hablar sobre los Estados Unidos después de una permanencia,
más o menos breve, en el territorio de la Unión. Sin embargo, hay una autorización
previa para hacerlo en el hecho de que muchos de los viajeros oficiales de ese
país, rumbo a Latinoamérica, gastan muy poco tiempo para visitar veinte países o
informar cuidadosamente sobre cada uno de ellos, a la Secretaría de Estado o al
presidente de los EE. UU. Cierto es que Bogotá o Lima o Quito, pueden conocerse
en un día, bien aprovechado. En cambio, Nueva York, por ejemplo, necesita una
vida. Y Nueva York, le dicen a uno las gentes que presumen de cuidadosas en sus
juicios, "no es los Estados Unidos". No comparto y, en cierta manera, me irrita esa
opinión, que estimo completamente falsa. Nueva York sí son los Estados Unidos y
sí los representan. Los representan ejemplarmente, con un simbolismo que me
permito calificar de clásico porque esa ciudad significa la creación más vigorosa,
más expresiva, más vehemente del espíritu norteamericano. En otras palabras:
Nueva York es la obra maestra de ese mismo espíritu. Ninguna otra se le parece,
en el mundo. Es una obra inimitable. Es el fruto espléndido de un cierto sistema de
vida, de un determinado proceso histórico, de una especial idea del progreso, la
civilización y la cultura. Lo significativo de los Estados Unidos, aquello que
auténticamente los expresa en el proceso histórico, no sería, de ninguna manera,
cuanto pudiera hacer creer que ese país es una copia agrandada de uno o varios
países de Europa. En este sentido, Nueva York no es sólo una rectificación al
espíritu europeo, sino la máxima creación original del espíritu americano, como tal.
Inútil tratar de buscarle semejanzas. Ni Londres, ni París, ni Berlín, ni Roma,
tienen mucho que ver con Nueva York. Las pocas generaciones de hombres que
la han hecho, que la siguen haciendo todos los días, han obedecido y obedecen a
las leyes de un proceso histórico sin semejanza con el proceso histórico que formó
a las ciudades europeas. Ese proceso es el específico proceso de la historia de
los Estados Unidos. De esta suerte, me parece una tontería crítica, hija de la
pereza, señalar a Nueva York como un fenómeno que queda por fuera del proceso
estadinense, como un hecho aparte de la masa global de hechos que configuran
el desarrollo histórico del país. Casi como una insólita monstruosidad, de la cual,
en cierta manera, hay que excusarse y decir: "no se engañe usted con este
gigante. Tenemos unos enanos que no van a asustarlo. La vida norteamericana no
es esto, sino aquello... Tenemos unas pequeñas ciudades, unas aldeas como las
suyas. Esto de los rascacielos, de las grandes concentraciones urbanas, de las
avenidas tan largas como carreteras y de las carreteras tan largas que, en
realidad, no terminan sino por caer en el mar, es por despistar. Nueva York es una
equivocación que le rogamos nos perdone. Y Chicago también. Y Detroit. En
cambio, vea usted a Washington, vea usted a Boston, visite ciertos lugares de la
Nueva Inglaterra, ciertos sitios perdidos para los turistas. Ahí sí estamos
representados. Ésa es Norteamérica, ésos son los verdaderos Estados Unidos...".
Pues bien. En mi modesta opinión, nada de eso es cierto. Por lo menos no es tan
cierto como lo creen muchos hijos de los Estados Unidos y casi todos los turistas.
Trataré de explicar por qué me parece falsa tan popular y difundida opinión. Lo
característico de los Estados Unidos es un sistema de vida y un concepto especial
de esa vida. Ese sistema y ese concepto son una consecuencia, como lo anoté
antes, del proceso histórico. Si los Estados Unidos hubieran tenido un proceso
paralelo o idéntico, digamos, al de Inglaterra o al de Francia, las diferencias con
cualquiera de estas dos naciones serían imperceptibles o muy débiles. El proceso
fue diferente, como lo saben muy bien sabido todos ustedes. Tan diferente que,
con Inglaterra, de donde vinieron los primeros colonizadores, hasta el idioma los
separa. Muchas mayores posibilidades tengo yo de ser entendido, en mi inglés
macarrónico, por un chofer de bus de la Quinta Avenida, que Aldous Huxley en su
inglés oxforiano. Probablemente, en los designios de los colonizadores europeos
que llegaron al territorio de la Unión para fundar un negocio, cuya casa matriz
estaba en Londres, y, de paso, matar a los nativos que se les pusieran por
delante, no figuraba el de crear un país completamente diferente del país inglés
que habían dejado más allá de los mares. Pero es que la historia, como dijo el
señor Spengler con todo acierto, no procede de acuerdo con nuestros deseos sino
por equivocación. La historia es una aventura superior a la voluntad de los
hombres. Claro está que los colonizadores iban a fundar, además del negocio de
marras, un país. ¿Pero cómo les iba a salir ese país? Eso no lo sabían. Ni siquiera
podían saber cómo les iban a salir sus hijos y los hijos de sus hijos, porque ahí
estaban, por una parte, un puñado de ingleses, un puñado de holandeses, un
puñado de africanos, un puñado de franceses, un puñado de españoles, y más
tarde, muchos puñados de italianos, de alemanes, de escandinavos, de polacos,
etc. Semejante mezcla no podía determinar ninguna unidad normal como
cualquiera otra. Ni soñarla, si es que la soñó, cada uno de los grupos inmigrantes.
Esa estupenda variedad debía, a la larga, resolverse en un cierto tipo humano,
fruto cabal de las mezclas raciales y del ambiente físico y social. En un cierto tipo
humano de síntesis cuya actitud ante la vida y el concepto de ella misma, y no la
Por otra parte, y dadas las características psicológicas que la síntesis racial tenía
que producir, a los Estados Unidos le correspondió tomar en su mejor curva de
desarrollo el proceso del capitalismo o de la democracia capitalista o del
liberalismo burgués, que todos estos nombres sirven para el mismo fenómeno
económico, político, social, cultural, científico y técnico. Claro está que si ese fruto
de síntesis que es el hombre norteamericano no hubiera tenido las condiciones
que lo hacían apto para continuar el desarrollo del proceso de la civilización
capitalista a que me refiero, pues hoy no sería el amo del mundo occidental, y los
Estados Unidos no serían lo que son como nación. El inmenso territorio de la
Unión se habría parcelado en pequeñas naciones y la síntesis geográficas, y
cultural correspondiente a la síntesis racial y sicológica no se habría producido. El
mérito superior de ese pueblo consiste, en mi modesta opinión, en haber estado
históricamente, "a la altura de las circunstancias", como dicen las señoras.
Naturalmente, el hombre norteamericano se vio ayudado por la historia, por la
propia historia de sus mezclados orígenes y de su aventura, para salir airoso en el
trance. Un compuesto sintético de muchos pueblos, pero principalmente de los
mejores pueblos europeos y, por añadidura, la ocupación de un territorio
magnífico, tenía que dar excelentes resultados.
Pero Europa no podía físicamente con todo el proceso. Éste requería, también
históricamente, un ensanche y un trasplante. ¿A dónde? Pues a América. ¿A cuál
América? A la del Norte, puesto que en la del Sur ni las condiciones geográficas,
ni las económicas, ni las culturales, ni las políticas, eran las adecuadas. De
manera natural, de acuerdo con sus leyes, la historia escoge sus propios
escenarios. La civilización capitalista, la civilización burguesa, la civilización liberal,
debía culminar en los Estados Unidos. Y así ocurrió, como lo están ustedes
viendo, aun sin necesidad de visitar a los Estados Unidos. De esta suerte, lo
primero que ustedes pueden ver y lo primero que yo vi allí, fue ese tipo de
civilización capitalista, dentro de la cual, como fruto de la ciencia, de la técnica, del
maquinismo, del industrialismo, de la producción en serie, lo más natural es que
uno se tropiece con cosas como Nueva York y lo más antinatural es que uno se
tropiece con cosas como el pueblecito de Ray, vecino a Nueva York. Lo expresivo,
lo ejemplar del sistema no es Ray, sino Nueva York; no es el coche de punto que
ustedes pueden alquilar a cinco dólares la hora en la placita de la calle 59 para
pasear por el Central Park, sino el sub-way que pasa por debajo de las aguas del
Hudson, atestado de humanidad, a muchos kilómetros de velocidad; no es la
romana quietud del Cementerio de Arlington, en Washington, sino la inquietud de
Time Square, en Nueva York; no es la estampa pickwickiana del viejo zapatero
remendón, que en la calle 157 del West me arreglaba los zapatos a golpes
personales de martillo, con sus propias manos, sino la estampa antipickwickiana
del obrero de Ford; no es la cabaña del Tío Tom sino el centro Rockefeller. Me doy
cuenta de que al insistir en los contrastes, ustedes terminarán pensando que si los
hay tantos y tan agudos, lo significativo del sistema de la vida estadinense y del
rumbo de esa civilización no es precisamente lo que pudiera tomarse como
expresiones del capitalismo. Me apresuro a rectificar esa posible objeción, y a
insistir modestamente en mi tesis. Todo lo gigantesco, lo descomunal, digamos lo
que parece estar por fuera de la medida humana, pero que es consecuencia de la
tarea humana, representa en los Estados Unidos el sistema que ha hecho posible
esas creaciones. A mí me parece absurdo asegurar que la producción en serie o
las cadenas de periódicos, de almacenes, de hoteles, o los inmensos bloques de
apartamentos o los rascacielos o los trust industriales o la concentración de
grandes masas urbanas, son una arbitrariedad que no expresa la auténtica forma
de vida de los Estados Unidos. Y que, como resultado de todo esto, que es
prodigioso en sus proporciones, la civilización y la vida norteamericanas
estuvieran expresadas auténticamente por un sistema anticolectivo de
económico, cultural y social son allí casi inexistentes, esas dos clases se
estabilizan con un poder masivo del que no hay muchos ejemplos en la historia del
mundo. A esa estabilización de las dos clases mencionadas tenía que
acomodarse, transformándose, el sistema capitalista. ¿Podía aparecer una forma
de vida, una organización social anticolectivista dentro de tan grande experimento
de concentraciones anónimas de trabajadores? Es claro que no. Desde el punto
de vista social no se realiza impunemente la producción en serie, no se crea la
sociedad anónima. La ilusión de los individualistas se hace pedazos con sólo salir
a la calle, así sea en domingo, en cualquier ciudad o en cualquier aldea de los
Estados Unidos. No hay cómo tomar una determinación que no esté sancionada
colectivamente, originada en la masa, creada por ella, autorizada por ella. La
noción de que lo individual debe ceder socialmente ante lo colectivo, opera allí con
una facilidad funcional enteramente orgánica. La anarquía individualista, el poder
individualista, el predominio individualista, no tienen ya campo histórico en ese
país. No lo pueden tener porque han desaparecido las bases económicas y
sociales sobre las cuales podía florecer. La dimensión de la vida estadinense es la
del más agradable, el más completo e igualitario de los anonimatos, la del imperio
de la masa, la del imperio de lo colectivo. Por eso dije en otra oportunidad que los
Estados Unidos son el paraíso de la clase media, con todas sus cenicientas y
todas sus Madame Bovary en realidad y en potencia. El paraíso de una poderosa
clase media, a la cual, en rigor, está incorporada la clase obrera, que profesa la
misma filosofía del éxito y cree en la misma mitología social de su clase vecina.
De ahí que, por ejemplo, los ricos colombianos no se "amañen" demasiado en los
Estados Unidos. Un rico colombiano en los Estados Unidos es un hombre
cualquiera con los mismos zapatos, el mismo sombrero y el mismo vestido del
chofer que lo lleva en el taxi. Con una desventaja para el rico: que el chofer es allí
mucho más importante y representa un poder social mucho mayor que el del rico.
El igualitario anonimato y el vigor de lo colectivo lo enervan y lo humillan. Mejor
volver donde las gentes lo señalan con el dedo.
Esa colectivización de los hábitos, de las costumbres, de las modas, del trabajo,
de la producción, del consumo, determina, con la libertad política, con el respeto a
las decisiones de las mayorías, un fenómeno sui generis, un fenómeno
extraordinario, que no estaba previsto en las profecías de los grandes intérpretes
del desarrollo histórico. El obrero de los Estados Unidos es una creación especial
del sistema, una creación que no parece conformarse al diseño marxista de ese
tipo de trabajador social. Linda estrechamente, como he afirmado antes, con la
clase media. Yo me atrevería a decir que es clase media pura y simple, tanto por
su calificación económica como por su situación social. El resultado de todo esto
es una nivelación de las clases por la línea media. Una nivelación que será más
perentoria, más extensa y de mayor equilibrio, en la medida en que el capitalismo
estadinense siga inteligentemente intervenido, socialmente frenado a través del
mecanismo estatal de los impuestos. Es decir, en la forma en que debe ocurrir
cuando ya ha llegado a su cúspide el capitalismo.
Desde luego, en una generalización de conceptos como ésta, quedan por fuera
todas las excepciones y todas las sombras del cuadro. Pero no creo exagerar, tal
como quedan señaladas, al fijar las constantes más notorias del pueblo
norteamericano. Faltaría agregar el sentido del orden, de la organización, y la
eficacia, implícita en el tecnicismo y la especialización. Esta última, llevada a
extremos realmente peligrosos para la cultura, es una primera consecuencia del
éxito fabuloso de la técnica industrial, de la producción en serie y del maquinismo.
La cultura, al diversificarse en servicio del sistema, queda sujeta a la
especialización. Pero hay un defecto de criterio al juzgar este hecho: el de valorar
el desarrollo de los EE. UU. de la misma manera como se valora el proceso del
desarrollo europeo. Los Estados Unidos no estaban obligados, históricamente, a
producir un humanismo en el sentido europeo de la palabra, sino a producir los
técnicos, los especialistas correspondientes, a la hora en que surgió como pueblo
y se estructuró como sociedad, dentro de la corriente en que iba el proceso
capitalista. Por eso sólo hasta ayer, después de formada esa estructura social,
empezaron a florecer un gran arte literario y un principio de filosofía. Y esto no
tiene nada de extravagante. Los filósofos griegos llegaron después de los
guerreros, de los soldados, de los fundadores de ciudades, de los hacedores de
pueblos y de sociedades.
Pero el tema de la cultura en los Estados Unidos daría para otra conferencia, y no
me parece justo prolongar más allá de sus términos naturales las dimensiones de
esta charla. Quisiera agregar, apenas, esto otro: la educación y la cultura en los
Estados Unidos no son un monopolio, como entre nosotros, de las clases
económicamente privilegiadas. No hay analfabetos en Estados Unidos. Las
escuelas, las universidades, los museos y las bibliotecas, representan por su
organización, sus servicios, su orientación, algo respecto de lo cual Europa,
acostumbrada a mirar por encima del hombro los experimentos educacionales y
culturales de ese joven país americano, ha empezado a observar con respeto y
con saludable envidia. Lo mejor como muestra del arte universal lo encuentran
ustedes en los Estados Unidos, trasplantado allí y adquirido con el dinero del
capitalismo. ¿Pero alguna vez habrá tenido mejor empleo ese dinero?
los Estados Unidos, no tiene, en verdad, otro propósito que el de agradecer, muy
defectuosamente, desde luego, la gentil invitación que el señor director del Centro
Colombo-Americano me hizo para que hablara ante ustedes y para incitar a mis
amigos y compañeros que no han visitado ese país, a que no se pierdan, por
ningún motivo, de semejante experiencia. En los Estados Unidos hay, según la
frase popular, de todo y para todos. Inclusive hay libertad, a pesar del
macarthismo y de la discriminación racial, tendida aún como una sombra sobre
esa espléndida democracia. Pero esa libertad será cada día más perfecta, porque
debemos esperar que no fueron escritas en vano las palabras que aparecen
grabadas en la lápida de la Estatua de la Libertad: "Dadme vuestros cansados,
vuestros pobres, vuestras compactas multitudes que anhelan libertad, el humano
desecho de vuestras playas llenas, los que vagan sin amparo, los que azota la
tempestad. En mis manos levanto la lámpara que alumbra los portales de oro por
donde pasarán...".
Poesía y Declamación
Hernando Téllez Sierra
¿Por qué superchería? Por esto: porque la estética del poema no demanda
ninguna exégesis teatral, ninguna exégesis del artificio representativo, ninguna
exégesis de acto público. Las condiciones del recitador son fatalmente teatrales,
inexorablemente elocuentes, puesto que nacen del convenio ineludible,
inescapable entre él y su público. Y este convenio es un convenio agonal, aun
cuando se cumpla en el recinto cerrado de un teatro, porque el recinto cerrado, en
estos casos, es apenas una acotación, una limitación, entre cuatro muros, de la
plaza pública, del aire libre. Un convenio agonal y recíproco entre el público y el
recitador. El recitador no puede obligarse a un exceso de templanza, de
contentación y de mesura en su tarea de mensajero verbal, de transmisor de
signos verbales, pues es a través de ellos como busca producir un efecto especial
de conmoción, anhelado por el público. Un exceso de austeridad verbal, de
austeridad representativa e interpretativa, anularía la eficacia y el éxito de su
misión. El intérprete ya no sería, por sí solo, un espectáculo. Dejaría de ser un
recitador. Faltaría a su tiránica vocación de elocuencia. El público lo encontraría
por debajo del mínimo nivel teatral, por debajo del mínimo nivel de la farsa —en el
buen sentido de la palabra— que demanda, como necesidad implacable, todo acto
escénico.
El recitador, para que lo sea, tiene que acceder a ese nivel. O sobrepasarlo, según
sus condiciones. El recitador está adscrito, inmerso en un cierto ámbito de
demagogia teatral de la palabra y del gesto, de la actitud humana. De ese ámbito,
no puede escapar sino para cambiar de oficio. Por consiguiente, resulta
críticamente injusto solicitarle que no sea lo que tiene que ser, que no actúe como
tiene que actuar. Aceptadas, pues, las leyes imprescindibles de su tarea, la
cuestión es definir si la estética del poema admite o soporta una estética de la
recitación —y representación— del poema mismo; si el poema como realidad
intrínseca permite ese trabajo adventicio, extraño y adicional a él mismo, que
consiste en elaborar sobre sus sílabas, sobre sus palabras y sobre sus silencios,
un cierto tipo de estrategia que aspira a ser nada menos que una interpretación
pública y de significado colectivo, de su propia reconditez o de su propia claridad.
El propósito parece temerario. Y parece, además, que implica una arbitrariedad de
La tarea del recitador cumple, pues, como diría todo marxista ortodoxo, una
función social. Lo problemático o cuestionable de esa tarea empieza cuando se
trata de establecer o definir su validez artística. Esa validez, ¿qué categoría
alcanza? Ésta es la cuestión.
Una de las ilusiones más firmes de la conciencia burguesa opera sobre esta falsa
certidumbre: el desarrollo capitalista, en los Estados Unidos, no genera ninguna
forma social o política del colectivismo. La regimentación social no aparece
todavía clara a esa conciencia. Pero un ligero análisis de las formas de vida, las
más elementales o las más complejas, en esa sociedad, podría destruir tan
cándida ilusión. Larvado o explícito, el colectivismo progresa allí triunfalmente a la
sombra de un automatismo, una uniformidad y una estandarización sin obstáculos
objetivos de ninguna clase, y sin ningún género de resistencias subjetivas o
intelectuales. Gracias a la prodigiosa tecnificación de la vida física y al prodigioso
conformismo de la vida espiritual, el colectivismo en los Estados Unidos tiene
despejado el horizonte. Un colectivismo de esencia burguesa. Esto parecerá a la
ortodoxia marxista un estúpido contrasentido. Empero, no está demostrada
todavía la imposibilidad histórica de hacer una sociedad colectivista de burgueses.
En rigor, ése parece ser, hasta ahora, el síntoma social más agudo del proceso
estadinense. La proletarización de la clase burguesa, etapa histórica profetizada
por Marx, no se ha cumplido en ese país. En cambio, avanza la del
aburguesamiento de la clase obrera. Al mismo tiempo el ímpetu de las formas
colectivistas va reduciendo paulatinamente la gran burguesía, para integrar una
sociedad de pequeños burgueses, satisfechos con el reparto equitativo de la
mediocridad que la economía de la producción en serie y la mitología política
correspondiente les ofrece como expresión de la felicidad.
Los burgueses leen a Flaubert y les parece insípido. Leen a D. H. Lawrence y les
parece impúdico. Leen a Mauriac y les parece mentiroso. Montherlant es
intolerable para las jóvenes burguesas. Una profunda corriente de abominación
contra este autor subleva esas almas y esos cuerpos. "Nos conoce demasiado
bien", parece decir, sin decirlo, la protesta femenina. Qué contrariedad tropezar
con El Testigo y El Adivinador. La insolente lucidez de Montherlant les asegura la
derrota. He aquí alguien que no dimite ante la mujer, ante el problema femenino, y
que, insertándose en él, lo traspasa y descompone elementalmente: "Vosotras
sois animales de placer, instrumentos para el goce momentáneo".
Es posible que la gran burguesa las tolere en su alcoba, o las propicie. Pero en la
obscuridad del cine, sufriría un ataque de dignidad. Promovería un escándalo,
pues es conveniente que las gentes sepan que ha sido ofendida. La diferencia
entre la actitud de la pequeña y la gran burguesa tal vez es ésta: a la primera
interesa que un hombre crea en su pudor; a la segunda, que el público se entere
de que ella cree en el suyo.
El burgués considera que la muerte (de los demás) es una oportunidad que le
brinda el destino para exhibir la excelencia de sus sentimientos. De esta suerte, no
se niega jamás la revancha, y la satisfacción, que para él significan los duelos y
los entierros: por fin puede aparecer como magnánimo y misericordioso ante el
cadáver del enemigo, del adversario, del competidor, del pariente pobre y del
pobre diablo. Esta póstuma piedad con el hatillo de huesos inservibles que va en
la caja mortuoria es muy bien vista y sumamente celebrada por los demás
burgueses que acechan y envidian una oportunidad semejante. Sin embargo, qué
reconfortante prueba de sinceridad antiburguesa nos da alguien que ante la
muerte de un enemigo, de un adversario, de un ser detestable, insignificante o
mediocre, no vacila en expresar su júbilo, su desdén o su indiferencia.
Ernesto Volkening
Sus análisis literarios son de una a veces exasperante minucia, cuyos puntos
claves revientan de pronto como revelaciones insospechadas. Es un explorador. Y
lo era con no pocas armas teóricas, las cuales no aplicaba ingenuamente como
paradigmas de interpretación, sino como instrumentos iluminadores de relaciones
antes nunca previstas en obras literarias muy conocidas o en situaciones
históricas eternamente comentadas.
Fue colaborador de muchas revistas culturales del país desde los años cuarentas,
especialmente de la revista Eco (1960-1984), y esa obra dispersa sin duda es
mucho más extensa de lo que sus publicaciones han podido abarcar.
"La Celestina enfocada desde otro ángulo" fue escrito en 1967 y publicado en la
revista Eco. Figura en el segundo volumen de la selección de Ensayos de
Colcultura.
• Bibliografía ensayística:
Ernesto Volkening
Mas una vez que nos hayamos empapado de esa verdad, también lograremos
captar mejor el sentido de otro apunte no menos asombroso en que dice Pinder
que nuestra comprensión de una época en manera alguna queda determinada por
la distancia que de ella nos separa. Lo mismo sería aplicable a una confrontación
de las dos obras magnas de la literatura española. Sin faltarle al respeto a
Cervantes, me atrevo a decir que La Celestina, a pesar del mayor lapso
transcurrido desde su presumible primera publicación en 1499, halla una
resonancia más honda en el sentimiento vital del hombre moderno, lo que, dicho
sea de paso, no implica ningún juicio apreciativo, sino que apenas se funda en la
comprobación de un hecho sicológico, quizás inaceptable, ya que no por eso
menos tangible, para los admiradores del manchego. El hombre de nuestros días,
Esa conciencia del vivere pericoloso que apenas se manifiesta al principio en una
que otra impresión cogida al vuelo, un olfato, un leve estremecimiento, un no sé
qué de crípticas alusiones, luego va compactándose a medida que progresa la
acción, y por fin culmina en una como erupción de lava candente, halla su
complemento en el saber no menos profundo que posee Celestina de los
laberínticos senderos del amor carnal. Habrá quien interprete su sabiduría como
fruto de los conocimientos adquiridos en los largos años del ejercicio de su oficio.
En ese caso no se podría hablar de los arcanos, ni mucho menos de los misterios
de la concupiscencia, los cuales, contrariamente a lo que da a entender el autor,
quedarían reducidos a una mera colección de secretos profesionales de la vieja
alcahueta que sabe dónde aprieta el zapato a Juan y Juanita, qué resortes hay
que mover para poner en marcha el mecanismo de los impulsos eróticos, y cómo
sacar pingües utilidades de tales experiencias. Celestina sería, pues, una experta
en sicología de amores, quizá precursora de la legión de sicoanalíticos de moda
cuya perspicacia se agota en la exploración de la zona infraumbilical. Ciertamente,
hay en la tragicomedia de la carne inquieta e insaciable detalles de sobra, que
pudieran tentar a no pocos lectores a conformarse con semejante interpretación
un tanto simplista y modernizante. Cabe preguntar, sin embargo, si no se esconde
en la efigie de Celestina algo más inescrutable que ese conocimiento más o
menos periférico que la deja relegada al margen de los eventos, a la vez que le
permite dirigir la pieza sin tomar parte en ella. Entre paréntesis, no parece del todo
desatinada la idea de una Celestina situada más allá del Bien y del Mal, ajena al
dulce frenesí de quienes se hallan aprisionados en las redes de la voluptuosidad,
y, por lo mismo, capaz de poner en escena la eterna comedia cuyo desenlace
inevitable conoce la divina directora de teatro tan a fondo como sus peripecias mil
veces repetidas.
Mas por muy fascinante que a primera vista nos parezca la Celestina, convertida
en una especie de soberano e imperturbable spiritus rector de un conjunto en el
cual no se le ha asignado ningún papel, la concepción adolece de un defecto, así
fuese tan sólo por haber dejado de un lado la circunstancia de que en la vejez no
desaparece, como por arte de birlibirloque, el apetito, sino a lo sumo la posibilidad
de satisfacerlo. Es el insoluble dilema vital entre el deseo y la frustración el que
atormenta a Celestina y le hace sentir en carne propia que, aun cuando se
mantenga entre bambalinas, no ha podido romper todavía el círculo mágico de la
concupiscencia. De ahí que, después de haber facilitado la reunión de Parmeno
con Areusa (conforme a su plan de obligar al criado de Calixto), se despida la vieja
de la pareja con las palabras: "Quedaos adiós, que voime, sólo que me hacéis
dentera con vuestro besar y retozar. Que aún el sabor en las encías quedó, no lo
perdí con las muelas" (Acto séptimo). En fin, lo único que ha alcanzado la anciana
es el dudoso privilegio de identificarse en la imaginación con la mujer y el hombre,
lo que ha de proporcionarle doble placer y doble tormento. Esa misma
coparticipación hermafrodítica en algo que ya se sitúa allende la limitada zona del
Yo, si bien se halla confinado a la órbita de la realidad de primer plano, o sea a su
aspecto obsceno, ha de darnos la clave para la comprensión de la escena decisiva
(Acto cuarto) en la cual Celestina, haciendo de mediadora a favor de Calixto, visita
a Melibea y logra conmover el corazón de la altanera y melindrosa doncella
encerrada, como el gusano de seda, en el capullo de su virginidad.
Motivos les sobran a los admiradores de La Celestina para hacerse lenguas de las
sutilezas de esa escena clave, aun cuando no se den cuenta de lo que se esconde
en un ardid cuyo resultado deja perpleja a la protagonista misma. Puede ser ella
tan audaz y tiene su estratagema tan sorprendente éxito, porque se mueve con un
tino de sonámbula en regiones del alma de Melibea, inaccesibles a su conciencia
diurna como el cuarto vedado en el castillo de Barba Azul. Celestina sabe lo que ni
siquiera sospecha su víctima: la pasión se apoderó de ella en el mismo instante en
que por primera vez se encontró frente a frente con Calixto, y basta una chispa
para incendiar la casa. Mas esa sabiduría no es de origen mundano, ni se explica
por los conocimientos del ánima humana y la experiencia de la alcahueta versada
en su oficio, sino que tiene su raigambre metafísica en una suerte de participation
mystique, o sea en la identificación inconsciente con aquella capa profunda del
alma vital de donde brotan los instintos, y ese estrato primigenio no queda sujeto,
como los impulsos que allí nacen, florecen y luego se marchitan, a la ley
inexorable del tiempo. De ahí que el saber que, por emplear un término no muy
adecuado de Lévy-Bruhl, "místicamente" participa en tales profundidades
anímicas, también se caracterice por ese momento de atemporalidad, el cual
incluso se comunica a la que lo posee y saliendo de la apergaminada piel
culebrina de su existencia real, en cierto momento se nos presenta, ya no como
atroz vieja desdentada y caduca de brujeril semblante, sino rodeada de un halo de
esplendor inefable. En esa misma tenebrosa matriz parece tener su morada,
además de la concupiscencia que en la tragicomedia de Calixto y Melibea se
manifiesta de una manera extrañamente abstracta, cual apetito puro, desprendido
de sus raíces vitales, la Vida misma en su primordial estado perenne, amorfo e
indiviso que luego se densifica, se plasma, se desdobla cristalizándose en torno
de los polos del devenir y fenecer, de la generación y la muerte.
La muerte considerada como un fin —el telón cae irrevocablemente una vez
terminada la representación de una comédie humaine de gran estilo, con sus
esplendores y miserias, su belleza y sus inmundicias— quizá le parezca al
creyente una blasfemia o, siquiera, una prematura manifestación de aquel
materialismo futuro que en los tiempos del bachiller salmantino aún no andaba
arropado en su indumentaria de doctrina filosófica, sino antes bien, se expresaba
Aún así, se equivocaría quien concluyera que el autor sencillamente desfiguró sus
personajes, pues no se desfigura sino aquello para lo cual existen modelos, y al
creador de La Celestina le faltaban los moldes en que verter los nuevos
contenidos que tan irresistiblemente nos atraen. De ahí que a lo sumo se trate de
una suerte de realismo avant la lettre e imperfecto, si bien es indicio de una rara
visión creativa el que la imperfección misma, la contradicción, a veces enojosa,
entre la forma y el contenido no le quita a la figura de Celestina ni un ápice de su
verdad intrínseca.
Esa verdad permanece inaccesible a la sonda del análisis, a todo el aparato crítico
tomado de los arsenales del arte realista, porque arraiga en otros dominios; es,
por emplear un término quizá no del todo inadecuado, de origen suprarrealista. A
veces se pregunta uno a qué habrá de atribuirse la insólita fuerza sugestiva que
emana de La Celestina y, desde el barroco hasta nuestros días, ha seguido
irradiando, tal vez por vía de una tradición subconsciente aún no suficientemente
explorada, cuyas manifestaciones son observables sobre todo en el ámbito de la
literatura austríaco-bohemia. Por citar ejemplos, ni Zerlina en Die Schuldlosen (Los
inocentes) de Hermann Broch, un personaje que conserva muchos de los rasgos
siniestros de su endemoniada predecesora ibérica, ni la Funzengruber, partera,
alcahueta y yerbatera, en la barroca y deliciosamente absurda evocación de la
Viena imperial de los tiempos de Metternich que nos ofrece Fritz von
Herzmanovsky-Orlando bajo el título de Der Gaulschreck im Rosennetz (algo así
como El espantacaballos atrapado en una red de rosas), ni Denkwürdigkeiten von
Gibacht (Cuentos memorables de Gibacht) del genial narrador Johannes Urzidil,
en cuyas páginas figuran dos encarnaciones de la Celestina, una brujeril y otra de
perfil proxeneta, parecen concebibles sin su prefiguración arquetípica en la obra
de Fernando de Rojas que ha ejercido sobre las letras europeas una influencia,
quizá no menos profunda que el Quijote o La vida es sueño de Calderón. Dicho
sea de paso, hasta en una cinecomedia poco trascendente del sueco Ingmar
Bergman, intitulada Sonrisas de una noche de verano, topamos con un personaje
del cuño de aquella anciana dama aristocrática que, aun cuando a su ingenio
rococó sean ajenas las malas artes y mañas del modelo, se nos antoja ser una
intérprete encantadoramente maliciosa de su filosofía erótica.
Quién sabe si no está ahí, precisamente, la clave del enigma que nos tiene
intrigados. Como se sospechaba desde el principio, La Celestina representa algo
más de lo que se nos revela cuando, siguiendo el ejemplo de los historiadores de
literatura del siglo pasado, nos fijamos exclusivamente en el lado realista de la
personalidad de Celestina. Al enfocarla desde ese ángulo, tan sólo logramos
captar un aspecto de su ser, en tanto que el otro, o se nos escapa perdiéndose en
un misterioso claroscuro, o apenas se transparenta, verbigracia, en las palabras
que ella dirige en el Primer acto a Parmeno: "...el que verdaderamente ama es
necesario que se turbe con la dulzura del soberano deleite que por el Hacedor de
las cosas fue puesto por que el linaje de los hombres perpetuase, sin lo cual
perecería. Y no sólo la humana especie; mas en los peces, en las bestias, en las
aves, en los reptiles y en lo vegetativo algunas plantas han este respeto, si sin
interposición de otra cosa en poca distancia de tierra están puestas, que hay
determinación de herbolarios y agricultores ser macho y hembras...".
La revolución a la derecha
Pero, una vez más, estamos ante un escritor y un intelectual (aunque es difícil
concebir a un intelectual de acción, y Alzate lo era). Me atrevería a decir, incluso,
que Alzate fue primordialmente un escritor (sus íntimos dijeron alguna vez que
había sido un poeta magnífico pero arrepentido). Repasar la extensa colección de
los artículos, editoriales y manifiestos que fue publicando a lo largo de su
militancia política —es decir, de su vida— así lo corrobora, y en esa experiencia
también asistimos a un grato banquete verbal, al espectáculo bien proporcionado
de una cultura universal y al surgimiento de un idealismo de lúcida concepción. La
relación de su vida con su obra escrita sólo tiene un parangón: el caso de Bolívar;
esto es, el de concebir la escritura, una escritura plena de estilo y de arrogancia,
como un instrumento de comunicación con la historia.
• Bibliografía ensayística:
La Revolución a la Derecha
crisis verbal y una anemia de vocabulario, sin que la inquietud del tiempo presente
encuentre las metáforas nuevas, el verbo que la encarne.
Una a una las palabras que han significado los cambios, la esperanza, la promesa,
la buena nueva, han perdido sus jugos vitales. Las palabras comparten la suerte
de la cosa que designan. No ocurrirá en forma distinta con la palabra revolución.
Su decadencia comenzó desde que la revolución pasó de la mística a la política,
del símbolo a la existencia, de los ideales a los hechos.
El mito del siglo XX no se halla al lado de la revolución, sino más allá de ella. No lo
distinguimos aún porque nadie lo ha designado ni le ha dado un nombre. Pero
está en cada hombre que pasa, en cada máquina que se construye, en cada
pensamiento que se forma, esperando su bautismo.
Muchos otros espíritus alertas, como Emmanuel Berl, confiesan que la palabra
revolución, que suscita entre una generación más resonancias que ninguna otra,
se encuentra deshonrada, siendo menester renunciar a su empleo, pues ninguno
de sus compañeros tiene derecho a aferrar su vida a ella. Es un fetiche idiomático,
rodeado por un parapeto reverencial, pero cuya oquedad sonora no representa
una actitud vital ni un designio coherente.
Sin embargo, a pesar de esa ofensiva contra ella, la palabra conserva su halo
mágico, su fuerza explosiva, su dinámica pasional en el alma de las masas. Hay
signos verbales desgastados por el uso, que mantienen empero cierta carga de
energía, vigor emotivo y prestigio mitológico. Así pasa con la revolución, un
vocablo rampante, con penacho, que ha inspirado a las gentes un terror
supersticioso y que suele tenerse como monopolio literario de las izquierdas.
Quienes piden que se sepulte piadosamente un léxico difunto, para que no
embarace el tráfico mental, incorporando la "revolución" entre las palabras claves
que deben retirarse del servicio activo, por corresponder a un mito fraudulento,
desportillado y caduco, no advierten que ese término delirante, ese viejo cliché de
propaganda, no ha sido reemplazado por otro que le aventaje en eficacia y todavía
retiene su clientela política, su atracción magnética, su fuerza de reclamo.
Parece que riñeran un poco entre sí esos dos términos, tradición y revolución,
implicando un contraste entre un pasado yacente y un azaroso salto en el vacío.
Los primeros escolios fueron publicados en la revista Mito en 1956, bajo el título,
modesto, de "Notas". Finalmente, al amparo de su inmensa biblioteca (donde
pululaban miles de ediciones en las lenguas originales), Gómez Dávila concibió su
gran obra como un diálogo con sus propias lecturas. ¿Ensayos? Sin duda: está el
pensamiento, único y coherente, que lo sustenta (el pensamiento reaccionario),
está la minuciosa elaboración literaria, la formación humanística y la mirada
asistemática sobre sus temas.
• Bibliografía ensayística:
La escolástica misma causó el desastre, aplicando una noción originaria del cielo
platónico al mundo sub-lunar del aristotelismo.
Bastaba, sin embargo, el dogma del pecado original para que el pensamiento
cristiano sólo buscara el orden tras las cosas, así como buscamos las estructuras
lógicas detrás de la materia empírica de la psicología.
Ordo es lo que se transparenta en el mundo sin hacer parte de él, como las
normas, las estructuras, los valores.
— Habiendo resuelto previamente que las formas religiosas no son más que
etapas de un progreso, la filosofía de la religión, desde Lessing, limita la religión
auténtica al respeto que se tenga por la dirección atribuida a ese supuesto
progreso.
>A esta solución desabrida se opone el catolicismo, que integra tanto el rito
mágico como la contemplación mística, tanto el comportamiento ético como el
raciocinio teológico.
— Los cánones estéticos nunca fueron más rígidos que en nuestra época.
Sino fin.
— Nada más aventurado que figurarnos saber en qué momento de la historia nos
hallamos.
— Llámase comunista al que lucha para que el Estado le asegure una existencia
burguesa.
Las perversiones se han vuelto parques suburbanos que frecuentan en familia las
muchedumbres domingueras.
— La erudición tiene tres grados: erudición del que sabe lo que dice una
enciclopedia, erudición del que la redacta, erudición del que sabe lo que una
enciclopedia no sabe decir.
— El filósofo ambiciona uncir bajo el mismo yugo dos tendencias divergentes del
espíritu: su fuga hacia el concepto, su avidez de lo concreto.
— Lo único que el Yo puede probar es que exista; lo único que puede refutar es
que sea Dios.
— Las categorías sociológicas facultan para circular por la sociedad sin atender a
la individualidad irremplazable de cada hombre.
— El político nunca dice lo que cree cierto, sino lo que juzga eficaz.
La universidad es su tumba.
Menos ésta.
Elisa Mújica
Llegada a Bogotá a los ocho años, su primera educación es católica, pero ella
valora más el mundo cotidiano que la rodea que el dogmático de la formación
religiosa; además, tiene que empezar a trabajar a los catorce años, lo que le
posibilita un contacto más directo con las realidades sociales cotidianas. En 1942
viaja al Ecuador del indigenismo, como asistente de la embajada colombiana, y es
quizás allí donde asimila el ideario marxista al que habrá de adherirse desde
entonces hasta su conversión (o reconversión) al catolicismo. Bajo la insignia del
marxismo publica su primera novela, Los dos tiempos (1949). Luego viaja a
España y se relaciona con algunos escritores ibéricos. En especial establece los
contactos fundamentales para publicar con la prestigiosa editorial Aguilar su
segunda novela y la edición crítica de uno de sus amores de juventud: las
Reminiscencias de Santa Fe y Bogotá de Cordovez Moure. A su regreso a
Colombia, en los años sesentas, y después de mucho verse atraída por la figura y
la literatura de santa Teresa de Ávila, se convierte al catolicismo, coyuntura que ya
se advertía en el final de Catalina. En la actualidad, Elisa Mújica es bibliotecaria y
miembro de número de la Academia de la Lengua. Sus ensayos, así como sus
prólogos, son minuciosas joyas de estilo y de morosa apreciación estética, así
como de paciente investigación; ni más ni menos como las de su semejante Darío
Achury Valenzuela.
• Bibliografía ensayística:
— Las altas torres del humo. Bogotá, Procultura, 1985. Introd.: "Raíces del cuento
popular en Colombia".
El cuento popular no es tan ingenuo como parece. Tampoco tan sencillo. En todos
los países y todas las culturas, entre los celtas, indostanes, persas, árabes, así
como chinos, germanos y vikingos, se ha cultivado desde la antigüedad más
remota, desbordante de un placer de vivir que sobrepasa cualquier propósito
didáctico deliberado, y con sorprendente identidad en los temas y los tratamientos.
En el Reino de la Nueva Granada, a la llegada de los conquistadores españoles, la
mentalidad de los nativos flotaba aún en el ciclo cosmogónico, bañado en
ocasiones de grandeza y en otras de pavor, sin desarrollar el grado requerido por
esta forma de narración, profunda en el fondo pero ligera y juguetona en la
superficie. Quienes nos la trajeron fueron los invasores, convertidos en
encomenderos a raíz de la fundación de Santafé de Bogotá, en la parte central del
territorio a que se refiere este trabajo. Sin dejar de combatir a tribus como la de los
valientes muzos que les presentaban resistencia, vertieron en los oídos ya
entregados su religión, sus costumbres y su lengua y, como instrumento precioso
de acercamiento y comunicación, utilizaron los cuentos. Los mismos que, más o
menos modificados por el tiempo, escuchamos también nosotros, de niños, y que
desde entonces nos acompañan como si hubiéramos entrado a formar parte de su
trama.
En España los habían contado las abuelas a sus nietos en las noches de invierno,
sin sospechar seguramente que al poblar la imaginación de los pequeños con
seres brillantes y fabulosos: genios, gigantes, ogros, duendes, princesas
encantadas y encantadoras, abonaban el terreno para que ellos los encontraran
en persona, cuando desembarcaran en América. Aquí no era sólo la naturaleza
exótica y desbordada la que fingía a sus ojos las figuras insólitas. ¿Acaso los ex
soldados de las guerras de Italia, labradores extremeños, artesanos andaluces,
escuderos castellanos, no reproducían rasgo por rasgo a los héroes de los relatos
infantiles, inspiradores igualmente de muchas novelas de caballería? Habían
obedecido una voz interior que les mandaba abandonar lo seguro y conocido para
Boccaccio fue uno de los autores que, sin desvirtuarlos, aprovechó argumentos
contenidos en la Disciplina clericalis, prefiriendo los más atrevidos como las
historias "en triángulo" o el de la suegra que sugiere astucias a su nuera para
burlar al marido (a la Edad Media puede atribuirsele todo, menos la timidez y la
hipocresía). Derivaciones del libro del judío español se perciben así mismo en las
famosas "fablillas" francesas, donde hablan los animales para diversión
humorística que no excluye lo erótico, no para aconsejar prudentemente a los
humanos al modo del Calila y Dimna o de las Fábulas de Esopo, vertientes del
relato breve, distintas del folclórico —no olvidemos que "folclor" significa ciencia
del pueblo—, como lo son también los apólogos y las vidas de santos.
Fray Pedro Simón en sus Noticias historiales brinda una muestra muy diciente de
la fusión de los dos elementos, el foráneo y el autóctono, a fin de elaborar un
nuevo fruto participante de ambos. Mientras desempeñaba en Sogamoso y Tunja
su labor doctrinera, y explicaba el misterio supremo de la Encarnación del Hijo de
Dios, se enteró de una historia corriente entre los nativos, sobre que dos hijas
vírgenes del cacique de Guachetá habían adoptado la costumbre de subir, apenas
comenzaba a amanecer, a una de las colinas que rodean el pueblo, donde
esperaban mirando al oriente los primeros rayos del sol, de modo que brillaran
sobre ellas. Al cabo de varias semanas el demonio, por permiso de Dios, cuyos
juicios son inescrutables —comenta fray Pedro— hizo que una de las doncellas
quedara embarazada y declarara que por el sol. A los nueve meses dio a luz "una
grande y valiosa ‘guacata’, que en su lenguaje es una esmeralda". Envuelta en
algodón la colocó entre sus senos, donde se transformó al poco tiempo en una
criatura viva.
En el relato chibcha de El niño de oro, escondido por los últimos mohanes en las
cuevas del Furatena para mejor librarlo de la codicia de los extranjeros, aún se le
oye llorar por los vericuetos de aquellas montañas, testigos un día de las súplicas
de muiscas y caribes a sus dioses. Con su llanto desorienta a los buscadores de
fortuna, pero si un guaquero consigue atraparlo y le traza una cruz en la frente,
pronunciando las palabras rituales del bautismo católico, el niño se trasmuta en
tunjo de oro. Con criterio racionalista podría interpretarse esa anécdota como
marcada por la desgraciada circunstancia de haberse derramado a la vez sobre
nuestras tierras el sacramento de la vida y la rapacidad blanca. No es así, sin
embargo, como me lo enseñó el profesor Mario López, conocedor de estas
cuestiones. El llanto infantil no implica la existencia del niño, mera ilusión
fantasmal que asusta en las horas nocturnas y enmudece a la salida del sol. Al
oírlo los que viven en el campo se persignan y se ponen a rezar.
Tales invenciones se emparentan con las de las ánimas en pena, y aun con las del
diablo que celebra pactos por la venta del alma, prodigadas en Occidente desde la
Edad Media. A las primeras se adscribe aquella tan acerba de "María Mandula,
que volvió de la otra vida por sus asaduras", recordada por muchos con el
escalofrío de placer y terror que nos recorrió cuando la escuchamos por primera
vez. O la del jinete montado en un caballo negro, a quien una vieja pide candela
para encender su chicote, que, cuando se marcha, deja en el aire el reflejo
metálico de su sonrisa de dientes de oro, por la cual nos enteramos de que es el
enemigo. Pero a algunos cuentos de este tipo no les falta un delicado y hasta
tierno toque de humor, como el del muchacho valiente que se queda a dormir en
un cementerio donde gana la amistad de un esqueleto, al que decide alimentar. El
esqueleto se ve obligado, para no decepcionar a su amigo, a tragar la comida, que
naturalmente se le escapa en seguida por las costillas.
Con fundamento en la narración criolla sería tal vez posible sacar a luz una
fisonomía de nuestra gente muy distinta a la melancólica que solemos atribuirle.
Esos hombres y mujeres a quienes topamos por caminos y mercados, o
asomados a la puerta de sus ranchos, doblegados y miserables, que, si sus
patrones les formulan una pregunta, responden con el evasivo "¡Quién sabe!" y no
vuelven a desplegar los labios —así lo verificó hace más de un siglo don Manuel
Ancízar en su peregrinación por los parajes que enmarcan estas páginas, y no han
variado las cosas—, son sin duda dueños de un universo interior maravilloso. Lo
habitan seres vestidos de esmeraldas, paladines de la justicia, la gracia y la
ternura, dotados de alegría de estirpe boccacciana y rodeados de animales
parlantes, lagunas encantadas y palacios resplandecientes. Como el cuento fue su
maestro insuperable de español, y éste era el del Siglo de Oro, guardan los giros y
vocablos y, sobre todo, el sabor de esa edad, más genuino entre más alejada de
los centros poblados sea su vivienda, en regiones montañosas y de difícil acceso.
Su gusto por las palabras que les cuesta trabajo pronunciar y con las que riegan
sus descripciones, nace probablemente de que les suenan con la repercusión de
fórmulas mágicas. Las repeticiones, frecuentes por otra parte en la narración de
viva voz —que necesita apoyarse en esas muletas—, se distinguen de la
reiteración ritual, como la de las tres pruebas a que se somete indefectiblemente el
héroe, o la del siete, número de medida y conjuro (por ejemplo, en las botas de
siete leguas). El protagonista principal ha de ser hijo único o el menor de tres
hermanos, o padecer de alguna debilidad física —recuérdese al patito feo—, en lo
cual se revela la marca misteriosa de un destino superior.
Los personajes de Margarita Parra, antes de librar una batalla decisiva utilizan
frases convencionales como: "¡Ah malhaya un vaso de agua, un bocado de pan
caliente y el beso de una doncella para matar a esta serpiente!", que se interpreta:
a fin de vencer al espíritu del mal, representado por la culebra, hay que ponerse
de parte de la vida, emblematizada en el agua, el fruto de la tierra y el amor de
una virgen. En cuanto al "¡Ah malhaya!", es una interjección en desuso
equivalente a "¡Ojalá!". Entre docenas de voces de esa laya empleadas por los
campesinos boyacenses se destaca "pena de la cabeza" con la acepción de "pena
de muerte". La utiliza Casiodoro de la Reina en su traducción al español de la
Biblia, efectuada en 1569 y leída aún en las iglesias protestantes.
Es clásico en nuestro folclor comenzar las historias con la fórmula "Había un par
de casados", que se completa por el anuncio de la categoría de la pareja,
generalmente de reyes como corresponde a la importancia del mensaje que va a
Podrían multiplicarse los vínculos con los moldes seculares, pero aquí quiero
referirme sólo a uno. Como lo han establecido los estudiosos, durante el siglo X
los bardos célticos que emigraron de Irlanda al continente europeo, crearon, con la
divulgación de sus romances y leyendas, el clima propicio para el fortalecimiento
del cuento occidental, que sirvió de base al ciclo artúrico. Pues bien: en esa fuente
germinal son comunes, lo mismo que en Las mil y una noches, las metamorfosis
del héroe para engañar a sus enemigos y escapar de sus persecuciones. He
comprobado que la serie de mutaciones contenidas en un cuento galés tomado de
un manuscrito del siglo XIII, transcrito por Joseph Campbell en su obra El héroe de
las mil caras, efectuadas las respectivas equivalencias coincide casi exactamente
con las de una de las historias recolectadas por mí. Dice así la del país de Gales:
"Las altas torres del humo", el primero de los cuentos incluidos en el presente
tomo, recuerda en su comienzo varias historias de Las mil y una noches, en las
cuales la figura del pescador —tan repetida en los cuentos orientales al decir de
Cansinos Assens, prologuista y traductor de esa obra en la colección de la
Editorial Aguilar— simboliza a quien, comunicado con el más allá, se dispone a
recibir lo que éste quiera mandarle. Para el de "Las altas torres" se repite por tres
veces, como es lo usual, la oferta que le promete la riqueza. El pescador indaga
qué debe entregar en cambio, ya que todo logro implica un pago. Los
encantadores que ofrendan tesoros por la posesión de un ser humano abundan
así mismo en Las mil y una noches.
Pero es que además la simbología del parricidio, como imperativo para romper
con el pasado y emprender vida nueva, desde mucho antes de Freud se registra
en los relatos arcaicos. Campbell anota en El héroe de las mil caras:
Para terminar los apuntes sobre esta narración hay que señalar la gracia de
expresiones gráficas, que le confieren una nota persuasiva y realista: "Buscó
debajo de la cama y encontró que la plata era tanta que empujaba p’arriba las
tablas", "Si la quiere vaya cójala usté misma porque yo no voy a buscar a un
animal resabiao de la montaña", etc.
fueros de la justicia, tan mal parada por la conducta del que no sólo ha intentado
una vez la perdición del otro, sino que demuestra contumacia en su pasión.
En los convenios llevados a cabo entre el compadre pobre y los "reyes" de los dos
poblados, a fin de instalar el servicio de agua y mejorar la salud de la princesa, se
nota el recelo característico de los aldeanos, que los induce a tomar precauciones
y dejar desde el principio bien aclaradas las cosas. Sobre los alimentos y su
preparación, Margarita, como cocinera que es primordialmente, cita hasta el
tiempo requerido por la cocción. En cambio olvida el nombre de la planta que
devuelve la vista al ciego y sana a la princesa, dato consignado en una de las
versiones de León. Es la "suelda consuelda", citada por Mutis en su Diario de
observaciones y usada todavía en medicina popular en Colombia.
En tan breve relato se destaca la práctica sabiduría del pueblo, trasmitida por
algún casi contemporáneo de Don Juan Manuel a sus oyentes de tierras
americanas, que éstos asimilaron con el transcurso del tiempo hasta injertarla en
la mollera de un simple "maestro" de albañilería. Simple sin duda pero deseoso de
zanjar su problema por medio de un procedimiento enérgico y a la vez indirecto y
diplomático, para corregir el mal sin perjudicar su matrimonio, que quiere salvar a
toda costa.
Por comentario del doctor Eduardo Mendoza Varela he sabido que en Guateque
circula una variante del mismo argumento de Don Juan Manuel, sobre la mujer
brava y el animal expiatorio. Ésta, con el papel desempeñado por la gata, no se
encuentra en ninguna otra colección colombiana.
Una primera lectura de "La Mayorcita" lleva a suponer que, por su sencillez, no
hay lugar a muchos comentarios. Pero, después se revela su interés, empezando
por la sagacidad narrativa con que Margarita menciona en un principio y como de
pasada la belleza de los "cabellos de oro" de la niña, clave del relato, para
continuar acentuándola en un crescendo muy bien graduado, hasta conseguir que,
desplegados al sol en la laguna, adquieran su definitivo prestigio a los ojos del
príncipe.
Los perfiles míticos de "El príncipe peliador", el cuento más notable de esta
colección, se manifiestan desde el primer momento por las aventuras del príncipe
que lucha contra los animales, como lo hizo en el comienzo el hombre nómada,
obligado a vivir de la caza. Luego viene la prohibición de abrir una de las puertas
del palacio donde habita el gigante, la que corresponde al cuarto ocupado por
éste. Vetos semejantes se encuentran en los mitos más antiguos, en los que
también figuran seres descomunales que se relacionan con los orígenes de
nuestra especie.
Cuando surge la pasión amorosa de la madre del príncipe con el gigante, hay un
detalle de belleza que impresiona: el corazón de la mujer palpita con más fuerza
en el momento en que el hijo se acerca a la casa desde una distancia de siete
leguas. El gigante capta el fenómeno sin parar mientes en su poesía, pero
A los anillos se les atribuye el poder de favorecer a quien los porta. La sortija más
famosa es la que fue propiedad del rey Salomón. Entre ésta y la que Margarita
muestra en "El bobito" hay la curiosa coincidencia de haber sido perdidas ambas y
reencontradas en el vientre de peces de color blanco y negro. En lo tocante a la
sortija de Salomón, suministra el informe. Cansinos Assens, a quien ya cité como
prologuista y traductor de Las mil y una noches.
Otro relato, "El mago de los libros", se distingue del famoso "Aprendiz de brujo",
aunque su tema es similar, gracias a que el poder adquirido por el neófito al
adueñarse de los secretos de su amo no se utiliza en beneficio propio ni para
divertirse a costillas de otro. Quizá por esto el muchacho triunfa en su empresa de
ayuda filial, al revés de lo que ocurre al pícaro aspirante, en la leyenda tradicional.
hablar a un caballo (se lo explica diciéndose simplemente que el animal tiene sed),
y que, acto seguido, pierda su figura corporal y se metamorfosee en un anillo.
Cuando el zorro se traga al gallo, Margarita utiliza los verbos castizos y exactos:
"Cuando el gallo estiró el pescuezo, se lo zampó el zorro".
El hijo del par de casados que figura en otra de las narraciones, la titulada "El
jugador y el diablo", encarna a quienes, aunque dueños de brillantes cualidades,
escogen la línea más fácil y se entregan a un vicio. Pero la rudeza del camino que
les toca recorrer los corrige y les enseña a trabajar y encontrar la felicidad.
Como en los demás de la serie tipificada por los hijos que abandonan la casa
paterna para buscar fortuna, en "El jugador y el diablo" abundan las aventuras,
aquí un tanto desperdigadas aunque siempre vistas desde un ángulo medroso y
cuajado de premoniciones, que no cede hasta el fin. El diablo es el dueño de una
finca en la que se emplea el muchacho. Al igual que todos los personajes
encumbrados de estos relatos, vive como gamonal del pueblo y se "echa a dormir"
a continuación de un viaje que le ha acarreado buenas utilidades. Pero se halla
casado con mujer que se compadece del joven al que desea ayudar por lo cual le
muestra la manera de burlar las tretas urdidas por el terrible caballo de su marido.
Del cuento "El Sirenito" surgen, no obstante su ingenuidad, algunas ideas como
las siguientes:
La fórmula inicial: "Había un par de casados que eran reyes", común a casi todas
las narraciones aquí presentadas
—como se detalla al comienzo de estas páginas— concuerda con una creencia al
parecer muy arraigada en la contadora y tal vez unánime en los campesinos: la de
que toda pareja de hombre y mujer unida en verdadero matrimonio es como si
ocupara un trono real. En "El Sirenito", la confirmación de que se trata de un hogar
bien constituido y feliz la dan las doce hijas y el hecho de que "las pusieron a
todas en el colegio", anhelo recóndito este último de la gente de campo, que por
desgracia pocas veces se realiza.
con ella sus inmersiones. Por su manera de ser dulce y simpática merece el
diminutivo que cariñosamente le aplica Margarita. Su hermosa fórmula para
proponer matrimonio: "¿Tienes gusto y voluntad de casarte conmigo?", quizá es la
que emplean en sus declaraciones amorosas los aldeanos.
"Los niños y la virgen", el cuento que viene a continuación, es otra variante de "El
pájaro que habla, el árbol que canta y la fuente de oro", una de las narraciones
más poéticas y divulgadas de Las mil y una noches.
Curiosamente, pues, y vale la pena hacerlo resaltar, la mujer sin pulimento y casi
primitiva que es Margarita Parra, menciona sin omitir ninguna, las tres armas
principales utilizadas en el pasado por sus hermanas de sexo, con el fin de ejercer
sobre sus compañeros el sutil dominio que daba a éstos la sensación de mandar y
de que todo marchaba como era debido, para el logro perfecto del bienestar
hogareño.
Sin embargo, en esta versión no faltan las incoherencias. Se ignora por ejemplo el
motivo que impulsa a la comadrona y a la "muchacha de servicio" a atentar contra
la reina y sus hijos. Si obran por consejo de las envidiosas hermanas, éstas ya
han desaparecido de la escena por esas calendas. Al involucrar en el crimen a la
criada, la contadora Margarita parece ser víctima de una influencia del medio
ambiente, que ella acepta sin beneficio de inventario en perjuicio de sí misma y de
su clase.
Las pruebas impuestas por el jardinero del palacio a los niños son típicas de
muchos relatos populares que todos recordamos. Pero con ellas el adversario de
los chiquillos obtiene un resultado contraproducente para sus malas intenciones.
La presencia de las víctimas y la gratitud por los servicios que le prestan
despiertan en el rey el cariño paternal aun antes de ocurrir la revelación, que aquí
compete a la Virgen y en el cuento de Las mil y una noches al pájaro encantado.
Esa preparación para lo que va a suceder constituye un acierto psicológico,
ausente de las demás versiones, incluidas las que contienen El pueblo relata, de
León Rey.
"El mago de la peña", el último de los cuentos de la colección, empieza con las
consabidas proposiciones matrimoniales, formuladas en este caso por un mago
negro a tres hermanas. La menor —como siempre ocurre— acepta. El
pretendiente es un hombre misterioso. Vive completamente solo en la montaña.
Que además sea negro puede indicar cierta discriminación hacia la raza de color,
latente en la región boyacense, si bien es cierto que la conducta posterior del
mago, al regalar a su mujer un traje de oro y, luego, la varita de las virtudes,
proclama su esplendidez y que se halla por encima del nivel común de la gente.
Sade contemporáneo
De las retóricas
• Bibliografía ensayística:
Recopilación:
Sade Contemporáneo
En el universo de Sade cada criatura trata de realizarse sin comunicarse con las
otras. Cada personaje afronta el mundo de los destinos imaginarios. El Sacerdote
y el Moribundo no dialogan nunca. Uno y otro prosiguen, aislados, sus discursos.
Sus pausas no implican el acto de escuchar: son los momentos en que el ser se
repliega sobre sí mismo, antes de continuar su solitario alegato. Los héroes de
Sade no comunican con la carne que zajan, no le dan al otro el placer, se niegan a
fundirse en el nudo carnal; están perpetuamente aparte, tensos dentro de un
proyecto que los depasa. En su aislamiento magnífico parecen afirmar que el
negocio es entre ellos y una trascendencia que no alcanzan, pero tampoco
rechazan. Sus discursos no son la búsqueda de Dios, sino del sitio que Dios ha
dejado al desaparecer. La gran flaqueza de Sade es su incapacidad de asumir el
vacío. Hay testimonios de que la sola mención de la muerte lo espantaba. En su
alergia ante la nada 5 radica el hecho de que nunca haya sido un verdadero ateo.
De la misma manera que la revuelta de Nietzsche dimite ante la concepción de los
ciclos eternales, el divino marqués transige con lo absoluto. Imposibilitado para
descubrir el ser en los otros e incapaz, no sólo de ser lo que es, un ser para la
muerte, sino también de negar toda trascendencia inhumana, solo dentro de un
mundo hostil y solo ante un cielo adverso. Sade testimonia por sí mismo y contra
todo, testimonia por cada hombre de carne y hueso, aislado, ambiguo e impotente,
y contra el orden de la especie. Es entonces que, desterrado de la ciencia del ser,
entra por la puerta falsa al reino moral. Si para esquivar la nada, Sade ha alienado
su libertad; si por abdicar ante lo absoluto, ha renunciado a lo que hubiera podido
ser la más extraordinaria aventura metafísica, no es menos cierto que ha aceptado
pagarlo con su propia destrucción y que ha vivido hasta lo último, hasta el
aniquilamiento, sus contradicciones, sus traiciones, sus debilidades. "Encontramos
—dice Albert Camus— una idea desarrollada por Sade: el que mata debe pagar
con su persona. Vemos claramente que Sade es más moral que nuestros
contemporáneos". En última instancia, Sade ha corrido el mayor de los riesgos:
asumir la condición real de un hombre y no una condición humana ideal. Al
testimoniar así, zapa los fundamentos de una ética generalizadora; al rechazar los
esquemas de una conducta, la peculiaridad de su ambición moral comienza a
tornarse válida para los otros hombres. A Sade podemos aplicarle lo que escribe
Camus, refiriéndose a Nietzsche: "La moral tradicional no es para él sino un caso
especial de inmoralidad". Llegados a tal punto, nos sorprendemos: fascinados por
el espectáculo de su descomposición, se nos había escapado que el Marqués ha
sabido oponerle una figura auténtica al tiempo. Ahora nos damos cuenta de que
su empresa ha superado las propias contingencias de su época. El hecho de que
una tentativa aniquile a su autor, no significa que necesariamente ella cese de
existir como tentativa. La de Sade toma importancia reveladora precisamente en
nuestro tiempo porque, implicando el desacuerdo entre un destino humano
proyectado hacia lo absoluto y la temporalidad de formas sociales dadas, la
percibimos incorporada a nuestra situación en un instante en que las apariencias
morales de un orden, condenado como el de los años anteriores a 1789, entran en
crisis y se disocian de nuestra ambición ontológica. De ahí que un fracaso
histórico pueda alcanzar la ejemplaridad.
de los cargos más graves que el Marqués retiene contra Jesús de Galilea es el de
sedicioso. Indudablemente la calidad más resaltante que para un no-cristiano
anticonformista tiene la personalidad histórica de Cristo es la de revolucionario —
tanto en el sentido moral como en el sociológico—, y resulta sorprendente ver al
sedicioso ético que es Sade denigrándolo por ello 8. La contradicción nos asombra
en el primer instante porque los comentadores de Sade no han subrayado
suficientemente su oportunismo, ni mucho menos el hecho —rico en
perspectivas— de que se trata de un oportunismo dramático. Realista bajo el rey,
republicano bajo la república, ¡el Marqués es encarcelado por el rey y por la
república! Hay momentos, desde luego, en que Sade acepta utopías sociales
avanzadas —los grandes sueños estructurales eran el tema de su época—; pero
el movimiento de su espíritu y de su vida no parecen indicar que esto obedezca a
una intencionalidad entrañable. Camus anota al respecto:
Sin duda Sade ha soñado en una república universal, cuyo plan nos los expone a
través de un sabio reformador, Zame. Así nos muestra que una de las direcciones
de la revuelta es la liberación del mundo entero. Pero todo en él contradice este
sueño piadoso. No es amigo del género humano. Odia a los filántropos. La
igualdad de que habla a veces es una noción matemática; la equivalencia de los
objetos que son los hombres, la abyecta igualdad de las víctimas. La República de
Sade no tiene la libertad como principio, sino el libertinaje.
De las Retóricas
poeta de asumir su humanidad, expresar, no una idea del hombre, sino a los
hombres, y renunciar a servir de intérprete o intermediario ante los dioses, resulta
más consciente, angustiosa y condenada al fracaso que nunca. El poeta debe
responder por sí mismo y responder también por los otros.
Los poetas que les suceden, y cuyo eje es el medio siglo, se hallan, pues, frente al
equívoco. Herederos y víctimas de las retóricas, ninguna de las cuales es hoy
respuesta a su situación, en muy raras ocasiones intentan evadirse de una mortal
alternativa: aceptación ciega o desaparición. Nadie puede otorgarles
generosamente la libertad; ellos mismos deben ganarla, contra un lenguaje
omnipotente. Su problema es la transformación del poema, tal como hoy lo
entendemos; su fuerza, la conciencia de su condición ante la palabra.
• Bibliografía ensayística:
mancha de aceite. Pero esta Grecia estética no dejaba de ser por eso
ejemplarmente política. El poeta Reyes compartía en su praxis literaria la
observación que hizo Aristóteles en su Poética, esto es, que, a diferencia de la
historiografía, que narra lo que ha acontecido, la poesía narra lo que podría
acontecer y que por ello la poesía es "más filosófica y más significativa" que la
primera
(cap. 9). No solamente la Grecia de Reyes era ejemplar y poética, sino toda su
obra. Y es esa sustancia poética la que determina la tersa elegancia de su estilo y
la manera tenue y casi accidental con la que Reyes expone concisamente
reflexiones e ideas de hondura y densidad. Esa serenidad hace imposible todo
patetismo, y ello explica por qué su obra y especialmente su imagen de América
tropezaron en sus patrias, y aún tropiezan, con ese silencio y esa aversión, franca
o hipócritamente indiferentes, que engendran el dogmatismo y, una de sus
secuelas, el rencor.
Jorge Luis Borges puso en boca de sus Averroes en su narración "La busca de
Averroes" esta frase sobre "la tierra de España": "en la que hay pocas cosas, pero
donde cada una parece estar de un modo sustantivo y eterno" (Obras completas,
Buenos Aires, 1974, p. 582). Pues precisamente contra este estatismo y esta
regresión que han dominado la historia de Hispanoamérica y de España se dirige
el principio de la Utopía de Alfonso Reyes. No invita a organizar y a sustituir un
régimen por otro, con lo cual evita el peligro de caer en un nuevo dogmatismo y en
un nuevo estatismo, que se ha reprochado a todas las Utopías realizadas en la
historia. El principio de esa Utopía parece, a primera vista, vago y simple, pero
visto de cerca es más concreto y eficaz que tantos programas abstractos que tras
una máscara de detalle y organización se alejan de la realidad. El principio de la
Utopía de Reyes contiene un postulado moral que debe ser y es realmente
anterior y presupuesto de cualquier programa concreto. Ese principio rechaza
abiertamente la pretensión de quienes abrigan la esperanza, y pretenden
cumplirla, de convertir las peculiaridades de América en la base exclusiva de una
"nueva cultura". En su conferencia "Posición de América", de 1942, Reyes apuntó
que "esto de figurarse que las cosas humanas pueden ser absolutamente nuevas
causa ya de por sí una falta de cultura y una ausencia de sentido humanístico"
(Obras completas, t. XI, p. 255). Esto significa prácticamente que toda novedad o
renovación que se proponga o se pretenda no puede renunciar a la tradición. Pero
la tradición no es para Reyes un peso muerto: es una creación pasada "que debe
ser renovada constantemente, porque nace y muere constantemente" (op. cit., p.
256). Pero esa permanente renovación de la tradición implica una adecuación
permanente de la tradición a las nuevas realidades. Y frente a la realidad del
mundo contemporáneo, que es un mundo de "incoherencia y efervescencia", el
único "medio de salvación" de la "crisis moral" que han ocasionado estas
conmociones "consiste en intensificar la transmisión por comunicación y
aprendizaje. ¿Qué significa esto?", pregunta Reyes, a lo cual responde: "Esto
significa democracia. Sólo la democracia puede salvarnos, por cuanto ella importa
la plena y cabal circulación de la sangre, con todos sus nuevos acarreos, por todo
el organismo social" (op. cit., p. 261). Además de la democracia, Reyes apunta
que, "prescindiendo de las indecisiones y contingencias con que la historia de
América haya podido tropezar desde sus orígenes y en su evolución propia", un
examen de las posibilidades actuales de América concluye en que "las
posibilidades americanas se reducen a una posibilidad de armonía continental"
(op. cit., pp. 261 y ss.). ¿Quién se atrevería a negar que estas comprobaciones del
poeta Alfonso Reyes, que esta Utopía dinámica, pensadas hace más de cuatro
decenios, siguen siendo un desafío moral y político a la inercia centenaria y al
dogmatismo que la ha causado, y que acosó a Simón Bolívar cuando dijo: "Estos
países caerán infaliblemente en manos de la multitud desenfrenada para pasar
después a las de tiranuelos casi imperceptibles, de todos los colores y razas,
devorados por todos los crímenes y extinguidos por la ferocidad"? A la
desesperanza y la desilusión que expresó Bolívar en una frase famosa de una
carta de 1830 al general ecuatoriano Juan José Flores —"el que sirve una
revolución ara en el mar"—, replicó el poeta Alfonso Reyes, casi un siglo después,
con su Utopía de América, que era precisamente una renovación de la tradición
bolivariana y martiana.
"Los astros y los hombres vuelven cíclicamente", escribió Borges en su poema "La
noche cíclica". Y Henríquez Ureña impelía a que hay que trabajar en "aquellas
tierras de cizaña". En el año del primer centenario del nacimiento de Alfonso
Reyes apareció la novela de Gabriel García Márquez El general en su laberinto.
Novela de madurez y sabiamente poética, ella expresa la nostalgia del proyecto
democrático y continental de Bolívar, que hicieron fracasar rencorosos y
dogmáticos. Pero la novela no sólo recuerda la Utopía bolivariana que Reyes
reactualizó y enriqueció, sino trae a la memoria un aspecto esencial de la vida y la
acción "humanísticas" del poeta regiomontano y de sus compañeros de la Escuela
de Altos Estudios y del Ateneo de la Juventud. No cabe duda de que el empeño de
reinstaurar la "cultura de las humanidades" y la "americanería andante" de Alfonso
Reyes partieron de un hecho de la historia cultural y literaria hispanoamericana y
se propusieron superarlo. Esa situación podría caracterizarse con el título de un
ensayo siempre actual de Pedro Henríquez Ureña, "El descontento y la promesa",
de sus Seis ensayos en busca de nuestra expresión (1928), cuyo párrafo final
resultó profético: "Si las artes y las letras no se apagan, tenemos derecho a
considerar seguro el porvenir. Trocaremos en arca de tesoros la modesta caja
donde ahora guardamos nuestras escasas joyas, y no tendremos por qué temer al
sello ajeno del idioma en que escribimos, porque para entonces habrá pasado a
estas orillas del Atlántico el eje espiritual del mundo español" (Obra crítica, México,
1960, p. 253). Las artes y las letras no se apagaron, pese a la incoherencia
política, porque, como advirtió Alfonso Reyes a los intelectuales europeos, ellos no
saben lo que cuesta al intelectual hispanoamericano "llegar al fin con la antorcha
encendida"; es decir, porque los intelectuales hispanoamericanos mantuvieron la
"antorcha encendida". Pero en el fuego que llevaba esa antorcha ardían los
impulsos del descontento y las esperanzas de la promesa con los que Alfonso
Reyes, Pedro Henríquez Ureña y Antonio Caso habían inaugurado el siglo
presente, renovado y enriquecido la tradición continental y cosmopolita que
fundaron en el pasado Bolívar, Andrés Bello, Sarmiento, Martí y Manuel González
Prada, entre otros. El estallido, si así cabe decir, de la literatura hispanoamericana
a partir de la década de 1960 no fue, como creen los europeos y no pocos
hispanoamericanos afectados por la "peste del olvido", un suceso adamítico. Fue
el resultado de un proceso y de ejemplos de quienes "saltaron etapas", como
Rubén Darío, o el crisol en el que se amalgamaron todos los estratos históricos del
castellano, esto es, Juan Montalvo o José Martí. Uno de los momentos más
densos y ricos, más exigentes y a la vez más serenos de ese proceso lo
representa Alfonso Reyes. No sería falso decir que sin Alfonso Reyes y sus
compañeros mexicanos e hispanoamericanos de empresa, como Jorge Luis
Borges, no hubiera sido posible ese estallido, el sorprendentemente llamado
"boom", en el que descuella Gabriel García Márquez.
Y como el "boom" fue un club heterogéneo que sus apologetas presentaron como
una flor silvestre, desaparecieron de sus interpretaciones las más elementales
referencias históricas. Mientras vivió, se incluyó en el club de los notables a
Leopoldo Marechal, pese a su antigua adhesión a Perón y posiblemente sólo por
Cuando García Márquez y Juan Carlos Onetti, por ejemplo, trazan su árbol
genealógico y destacan en él la figura de Faulkner, no hacen otra cosa que, pese
a la legitimidad de la autointerpreta-ción, prolongar esa tradición de nuevos ricos
hispanoamericanos de fin de siglo que azotó a París, en donde se los llamó
rastaqouère, en una palabra, simuladores, es decir, los que querían aparecer
como lo que no son. Puede ser que Faulkner haya suscitado en ellos temas o
estilos. Pero si así fuera, si no hubieran descubierto esta influencia a posteriori, lo
cierto es que para que ella hubiera fructificado en estos supremos Adanes ma non
troppo, fue necesario o tuvo que ser necesario que existiera previamente una
situación de receptibilidad de tales influencias.
Esta situación la crearon, entre otros, Alfonso Reyes, Pedro Henríquez Ureña, el
inspirador de los dos, esto es, José Enrique Rodó, Rubén Darío y más
inmediatamente Eduardo Mallea y lo que representó la revista Sur —horribile
dictu—, juzgada global-mente de manera tan provinciana por quienes cambiaron
el catecismo del Padre Gaspar Astete, del siglo XVI, por el catecismo de Lenin.
Este grupo de Sur, burgués como todos los autores que inspiraron a Marx, no hizo
otra cosa que lo que hicieron Marx y Lenin: conocer el mundo, ponerse al día,
ampliar el horizonte. ¿Qué revolucionario ruso le hizo el reproche a Lenin de que
en vez de ocuparse concretamente con el "alma rusa" o con los cosacos tratara de
descifrar la Lógica de Hegel? Lo uno no excluye lo otro.
La recepción de Faulkner por Onetti y por García Márquez, que aún está por
precisar, pesa menos que el largo proceso de la literatura hispanoamericana,
iniciado por Andrés Bello y Domingo Faustino Sarmiento en el siglo pasado,
planificado por José Martí y Rubén Darío y ya en la aurora del siglo presente por
José Enrique Rodó, y que por encima de las vanas disputas entre los "hispanistas"
como José de la Riva Agüero y los "indigenistas" continuó en Alfonso Reyes y
Pedro Henríquez Ureña, en Mariano Picón Salas y Eduardo Mallea, en Jorge Luis
Borges y Agustín Yáñez entre otros más.
Lo mismo ocurrió con la crítica a España de la llamada "Generación del 98" y con
la reivindicación "teutonista" del pasado nibelúngico en el Nacional-socialismo o
con el anti-intelectualismo terrígena de Maurice Barrés. Las novelas "clásicas"
hispanoamericanas surgidas bajo el signo de la convergencia de un prejuicio, esto
es, el de que América es naturaleza y de una reacción antihistórica, es decir, de la
"huida de la civilización" en la naturaleza: La vorágine (1924) de José Eustasio
Rivera, Don Segundo Sombra (1926) de Ricardo Güiraldes y Doña Bárbara (1929)
de Rómulo Gallegos, corroboraron, bajo el pretexto de la autenticidad, el miedo
ante el futuro. Era, aunque parezca paradójico, un miedo ante el presente.
postulaba el retorno pleno al Incario, en tanto que en La ruta cultural del Perú
(1945) predicaba la integración de los indios en la sociedad moderna. Igual
posición sostenía Ciro Alegría en el prólogo a la décima edición (1948) de El
mundo es ancho y ajeno (1941), galardonado significativamente con un premio
norteamericano. Como en Europa, estos irracionalismos contribuyeron a fortalecer
la idea de que Hispanoamérica no está madura para la democracia que
sostuvieron arrogantemente "los de arriba" y los de "en medio", lo cual implicaba la
"necesidad" del "hombre fuerte".
Como todas las dictaduras, como las de Hitler y Mussolini, las hispanoamericanas
trataron de legitimarse con una ideología "nacional", para lo cual raptaron
nociones y postulados de todos los campos del pensamiento, falsificándolos tanto
por incomprensión como por conveniencia. Pero no solamente los dictadores
hispanoamericanos cometieron esos abusos. La algarabía seudo-revolucionaria
que despertó la anunciación de la Indoamérica como programa, si así cabe
llamarlo, de la "Alianza Popular Revolucionaria Americana" (fundada en 1924) se
nutrió de una de las más delirantes confusiones intelectuales que conoce la sufrida
historia de Hispanoamérica: la de Víctor Raúl Haya de la Torre, quien mezcló a
uno de los más fervorosos precursores del Nacional-socialismo, Spengler, con
retazos de Marx y especulaciones sobre Einstein. Como a Stefan George y Ernst
Jünger en Alemania, que fueron malentendidos y explotados por el Nacional-
socialismo, ocurrió a Mallea algo semejante con el peronismo: éste devastó toda
concepción de renovación nacional y hasta alcanzó a infiltrarse en la "izquierda"
revolucionaria.
No deja de ser curioso apuntar que en el país en el que se inició el ciclo de esa
evolución, en la patria de Don Quijote, la novela se atrofió progresivamente.
¿Resulta improbable suponer que esa atrofia pudo comenzar ya en el siglo XVIII,
con esa depotenciación de las figuras centrales del Quijote que realizó el ambiguo
Baltasar Gracián con su ingeniosa novela El criticón? La historiografía literaria
hispánica no tolera dudas. De ahí el que tampoco se haya preguntado si la
"primera novela" de América, El Periquillo Sarniento (1816), del mexicano José
Joaquín Fernández de Lizardi (1776-1827), en vez de ser la "primera" novela no
es más bien la continuación de esa atrofia, que le transmitió Diego de Torres
Villarroel y que no logró equilibrar con las suscitaciones de Clavijo y Fajardo, "El
pensador matritense".
Tal fue la tarea que inauguró el denostado cosmopolitismo que postuló Rubén
Darío. Lo que hoy se sigue reprochando en él, las llamadas "japonerías", el
"galicismo mental", los "Jardines de Versalles" y tanto mote más de quincalla
filológica, era en realidad sólo un intento logrado de recuperar "mundo", esto es,
de sobrepasar la vieja norma barroca, enemiga del mundo, que había impedido
por principio la consideración de lo "humano, demasiado humano", para poder
"crear" literariamente. "Mundo", pues, no como uno de los enemigos del alma, sino
como la realidad natural del ser humano.
Pero los dos hicieron más que eso. Siguiendo la tradición de Sarmiento, de Bello,
de González Prada, crearon una prosa despojada de toda tradición barroca, es
decir, refutaron tácitamente dos prejuicios que habían pesado mortalmente sobre
Hispanoamérica: el de la medida normativa de la prosa dorada que, degradada a
"casticismo", había sofocado las fuerzas históricas mismas del lenguaje; y el de la
exuberancia geográfica y racialmente "ontológica" de las letras del Nuevo Mundo.
Ya en sus ensayos sobre Juan Ruiz de Alarcón habían señalado los dos la
diferencia de talante entre este "criollo" y sus contemporáneos peninsulares.
por el suyo propio, que, siendo el revés del modelo dorado, permitía dibujar con
destreza plástica la superficie de "lo vulgar".
Al otro lado del Atlántico hicieron una inversión semejante a la del "pequeño
filósofo", Enrique Larreta (1873-1961) con La gloria de Don Ramiro (1908) –
superficialmente llamada "modernista"– y el uruguayo Carlos Reyles (1868-1938)
con El embrujo de Sevilla (1922), entre otros. Respondían con folklore peninsular y
gitanesco al folklore de los indianistas e indigenistas, pero tenían de común la
creencia en que con pasado se puede hacer futuro, con pintoresquismo literatura.
En este ejercicio fácil y, sin duda alguna, lucrativo, la crítica y la historia literarias
del famoso "boom" perdió de vista el horizonte histórico del que surgió y dentro del
que es cabalmente comprensible dicha literatura.
• Bibliografía ensayística:
Recopilación:
El Cónsul
Bajo el volcán, de Malcolm Lowry, es la novela más rica y más total de los últimos
veinte o veinticinco años, es decir, en el transcurso casi de una generación. Me
refiero al libro aislado; esos mismos años han visto la aparición y la desaparición
Ahora bien: ¿al hablar de Bajo el volcán podemos hablar también de "gran novela"
o de "obra maestra"? No sé; no sé siquiera si hay un modo de saberlo. Pero de
dos cosas estoy seguro. Primero, de que Lowry tuvo la ambición y el esfuerzo de
escribir un libro perdurable. Segundo, que en él hay elementos
—como la tensión, la organización estructural, la concreción del tiempo y la del
espacio, el espesor de algún personaje— que muy rara vez se encuentran
reunidos en una sola obra. Lowry quiso hacer algo semejante, o algo equivalente,
al Infierno, o al Quijote, o a Fausto. Evidentemente, pues, un caso de hybris; un
desafuero castigado con el fracaso y la muerte; pero una desmesura respetable,
conmovedora y también trágica, porque a veces sentimos cómo, desde el "pozo
insondable", las manos de Lowry, las yemas de sus dedos arañan, rozan,
manchan esas alturas fuera de su alcance, para las que no había nacido, y de las
que su tiempo
—la historia, y también su biografía— lo iba separando más y más.
La vida de Lowry fue incierta, movida, inquieta, difícil. Clarisse Francillon 4 relata
una permanencia de Lowry en París, y hace ver cómo en él se sucedían y se
alternaban períodos de alcoholismo con otros de trabajo y de total (o relativa)
sobriedad. Es decir, que el universo del cónsul Geoffrey Firmin, el protagonista de
Bajo el volcán, distaba de ser algo ajeno o desconocido para Lowry. Creo que
estos datos —en el caso de que no sean superfluos del todo— son suficientes. Lo
que nos interesa es una obra; Lowry descansa en paz; no así el Cónsul, ni
nosotros.
I
"De golpe las vio, las botellas de aguardiente, anís, jerez, Highland Queen, los
vasos, una babel de vasos —hacia arriba, como ese día el humo del tren—
subidos hasta el cielo y cayendo luego, los vasos quebrados, los vasos volcados
cuesta abajo por los jardines del Generalife, las botellas rotas, botellas de oporto,
tinto, blanco, botellas de Pernod, Oxygenée, ajenjo, botellas destrozadas, botellas
descartadas que caen sordamente en parques, debajo de bancos, de camas, de
sillas de teatro, escondidas en los escritorios de los consulados, botellas de
calvados soltadas y quebradas, o vueltas trizas, arrojadas en los basureros,
lanzadas al mar, al Mediterráneo, al Caspio, al Caribe, botellas flotando en el
océano, escoceses muertos en las colinas del Atlántico
—y ahora las veía todas, las olía todas, desde el comienzo mismo—, botellas,
botellas, botellas y vasos, vasos, vasos, de bitter, Dubonnet, Falstaff, rye, Johnny
Walker, Vieux Whiskey Blanc Canadien, los aperitivos, los digestivos, los medios,
los dobles, el noch ein Herr Obers, el et Glas Araks, las botellas, las botellas, las
hermosas botellas de tequila y las calabazas, calabazas, los millones de
calabazas de hermoso mescal...".
provoca; luego, junto a un árbol situado frente a la cantina, le descarga tres tiros.
En noviembre de 1939, Laruelle, próximo a regresar a Europa, evoca, en una larga
caminata por Guanajuato, algunos de esos hechos; pero su relación corresponde
al capítulo primero del libro.
augurio de que no podía durar, un augurio que era también como una presencia",
etc. Yvonne, se dice el Cónsul, "fue un intermedio".
Intermedio: ¿qué había antes, qué hubo después? Como es obvio, el catálogo de
las botellas. Mas Lowry sólo lo insinúa, y oscurece más la relación de los
personajes al decir que Yvonne fue amante de Laruelle y de Hugh, y al no añadir
nada sobre las circunstancias de esos episodios. ¿Por qué el rencor de Geoffrey
con Yvonne? ¿El abandono? ¿La infidelidad? Es un enigma; y no menos
enigmático es el otro factor, el del amor absoluto, total y desesperado que le
profesa Yvonne a ese individuo lamentable en que se ha convertido, o que ha sido
siempre, el Cónsul.
Y del propio Firmin se sabe menos aún. También la infancia, niñez en Inglaterra,
unas vacaciones en Francia donde conoce a Laruelle (y Lowry se complace en
establecer vínculos, recurrencias, esquemas, patrones en la trama de las vidas,
como esos viejos novelistas que abusaban de las "coincidencias"), la guerra del 14
y un turbio episodio, mezcla de heroísmo y de cobardía, cuando el Cónsul servía
en la marina real. Luego un velo total; nombres de ciudades; un libro en estado de
vaga ejecución; unas frases de Laruelle: "El oficio del pobre Cónsul era sólo una
retirada ya que inicialmente trató de ingresar al Servicio Civil de la India pero, por
una u otra razón, entró al Servicio Diplomático, sólo para ser rebajado a
consulados cada vez más remotos, y finalmente a la sinecura de Quauhnahuac,
un cargo en cuyo ejercicio era poco susceptible de convertirse en un estorbo para
el Imperio".
Por supuesto, hay que tener en cuenta la muerte de Firmin, la insensata gallardía
con que golpea al truhán que quiere despojarlo de las cartas (sin abrir) de Yvonne.
Mas, ¿no estaría el Cónsul, en ese instante y una vez más, en ese estado de la
bocharrera que se denomina amnesia o, más técnicamente, laguna? Firmin no
quería morir así, en ese momento, ni por esas razones; Firmin, acaso, nunca supo
que iba a morir. De todas formas, había muerto ya muchas veces, en simulacros
acaso tan terribles como la terrible muerte verdadera. A Lowry no lo intimidan los
lugares comunes y subraya pesadamente el modo de la muerte del Cónsul: como
un perro. Pero no hay nada ejemplar ni excepcional ni exaltante en ese momento
II
Esta última cita nos sitúa en una zona central del estilo de Lowry. He tratado de
decir lo evidente: que Geoffrey Firmin, y los otros personajes, y sus situaciones
respectivas (o su inter-situación) son ante todo creaciones literarias, y que de la
literatura emana su coherencia y su necesidad. Firmin, extraído de la prosa de
Lowry, es un personaje irrisorio; demarcado por ésta, encarnado en ésta, su
peripecia escapa totalmente a la banalidad. O sea que tenemos que llegar a la
verdadera dimensión del asunto: el problema del Cónsul no es un problema de
psicoanálisis; es un problema de estilo.
Firmin tampoco veía nada fuera de las vastedades o las minucias de su mundo
exclusive. A un ser retraído de la realidad, interesado sólo en la realidad propia
que se había construido, no podía mostrársele en otra forma que por medio de
esos soliloquios en los que si bien no aparece el sentido de la intimidad del
Cónsul, sí se ve al menos, negativamente, su alejamiento del mundo. Envuelto en
Hay otro recurso que Lowry exacerba también, y lo exacerba hasta tal punto que
se convierte en originalidad. Me refiero al bilingüismo. A veces es detestable
(Revolution rages too in the tierra caliente of each human soul), pero
habitualmente opera para acentuar el efecto de alucinación, de desarraigo: la
ciudad de Guanajuato, los mexicanos, se vuelven tan irreales como el Cónsul y
viven sólo en ese recinto estrechísimo, claustrofóbico, en que Lowry ha metido a
su personaje:
Naturalmente", Dr. Vigil said. "But think if you are very serious about your
progresión a ratos you may take a longer journey even than this proposed one" [...]
"Me too unless we contain with ourselves never to drink no more. I think, mi amigo,
sickness is not only in body but in that part used to be call: soul". "Soul?"
"Precisamente", the doctor said [...] "But a mesh? Mesh. The nerves are a mesh,
like, how do you say it, an eclectic systemë". "Ah, very good", the Consul said,
"you mean an electric system". "But after much tequila the electric systemë is
perhaps un poco descompuesto, comprenez, as sometimes in the cine: claro?
Aquí el español sirve para acentuar la caricatura. Otras veces los nombres son
signos o símbolos. Así, el de la Calle de Tierra del Fuego o el de la cantina de El
Farolito. Cuando viajan a Parián el Cónsul hace una exégesis muy aguda sobre el
sentido verdadero de la palabra pelado (pelado es una de las últimas palabras que
escucha antes de morir. La otra es compañero). La sima de la borrachera consular
de ese día la marca la lectura de un folleto sobre Tlaxcala, redactado en ese inglés
especial para uso de los turistas, del que sólo puede dar idea un folleto genuino o
una parodia como la de Lowry.
Los nombres, los letreros, las leyendas sufren, dentro de la óptica de Lowry,
sucesivas traducciones. "Las manos de Orlac. Con Peter Lorre": el anuncio del film
nunca se limita en su función a ser eso, anuncio: siempre delata, siempre insinúa
algo más a los protagonistas que lo van leyendo sucesivamente. Los nombres se
transmutan, se vuelven fláccidos, ambiguos: de ahí el permanente empleo del
juego de palabras, de ahí la transmutación (en el idioma personal del Cónsul) de
La parte de los murales que estaba viendo representaba, como él bien lo sabía, a
los tlahuicanos, que habían muerto por el valle en que vivían. El artista los había
representado con sus trajes de batalla, con máscara y pieles de lobos y de tigre.
Mientras las miraba era como si estas figuras se fueran concentrando
silenciosamente. Ahora se habían convertido en una sola figura, una figura
inmensa, malévola, que lo miraba fijamente. Súbitamente, esta figura pareció
adelantarse, y que hacía luego un movimiento violento. Podría ser —lo era,
evidentemente— que estuvieran ordenándole marcharse.
Esta nota se alargaría demasiado con un análisis, aunque fuera muy breve, de la
deformación del tiempo y del espacio, o mejor dicho, de la presencia de una
temporalidad y de una espacialidad peculiares, en el mundo de Geoffrey Firmin.
Me limito, pues, a anotarla, y a señalar que, también, como estilo y como método
proviene de una tradición ya establecida en la novelística actual en la fecha de
publicación de Bajo el volcán. Pero tal deformación no es exclusiva del Cónsul; el
trasmundo, la gesticulación, la advertencia, el guiño de las cosas llegan también a
los demás individuos que habitan la novela, y a cada uno de ellos con su lenguaje
propio. Y, más aún: precisamente esa super-realidad es uno de los recursos que
le confieren coherencia estilística a la novela.
creación verbal, y era necesario entonces darle una ojeada a las características
más evidentes de ésa su existencia. Lowry quizás lo conoció, o lo soñó; de todas
formas, lo escribió. Ésa es, por de pronto, una realidad suficiente; y es así mismo,
hasta cierto punto, una realidad irreductible a otro tipo de consideraciones.
III
La realidad de Firmin está ahí, en Under the volcano, conclusa y al mismo tiempo
interminable. Pero no es fácil detenerse en ella; tal fue el cónsul Geoffrey Firmin
pero nosotros, los lectores, constituimos su posteridad. Como toda creación
literaria tiene, pues, esta existencia adicional, que no es tanto la de la fama como
la de la curiosidad o la crítica. No se trata de un juicio, sino de una proyección: los
repudios o las simpatías, las certezas o los enigmas que nos sigue proponiendo
un personaje como el Cónsul.
Eso es el Cónsul, ¿es sólo eso? Pues Lowry veía en su personaje, por más que
no le fuera posible decirlo explícitamente, algo excepcional y, en ese sentido,
ejemplar.
En algún día, tan confuso como todos sus otros días, y mientras iba de un sitio a
otro en su habitual, desordenada trayectoria, el Cónsul comenzó a escribir una
larga carta para Yvonne. "Sin intención y, posiblemente, sin capacidad para el
adicional esfuerzo táctil de echarla en el correo", anota Lowry. En algún momento
de la carta, Firmin escribe: "No, mis secretos son de la tumba y debo
guardármelos. Y es así como a veces pienso en mí mismo como en el gran
explorador que ha descubierto un país extraordinario, del que nunca puede volver
para darle cuenta al mundo: pero el nombre de este país es, infierno". Mas esto es
sólo retórica, y como tal la utiliza Lowry: como un efecto retórico para subrayar la
inestabilidad de los ánimos del Cónsul, sus oscilaciones entre la humildad y la
arrogancia. No podemos pensar en el personaje como un buscador o un
buceador; entre otras cosas, el gran fracaso de Firmin reside en que, si acaso
Mas no es esta viltà exaltada el principal enfoque que adopta Lowry para sugerir
algo más que curiosidad o menosprecio frente al Cónsul. Injustificable
individualmente, irredimible como ser autónomo, como persona, Lowry lo envuelve
en una compleja estructura de destino, y esta armazón apretada en que
transcurren sus últimas horas lo magnifica —sin él o a pesar de él— al insertarlo
en la realidad, o, mejor, al rescatarlo para la realidad. Porque la gran fuga de
Firmin, su volverles la espalda a los hombres y al mundo, se vuelve también, en la
novela, una empresa vana, pues Firmin muere mientras el mundo lo vigila, lo
acompaña y lo rodea:
Pero entonces el mescal dio una nota discordante, luego una sucesión de
desacordes quejosos a cuyo son parecían bailar los sinuosos surtidores, entre
elusivas sutilezas de franjas de luz, entre distantes jirones de arcoiris flotantes. Era
una danza fantasmal de las almas, despistadas por estas combinaciones
engañosas, pero buscando aún permanencia en medio de lo perpetuamente
evanescente, o de lo eternamente perdido. O era una danza del buscador y de su
meta, el cual aquí persigue los colores alegres que ya ha asumido sin saberlo, o
que lucha allá por identificar una escena, la mejor de todas, acaso sin darse
cuenta de que él mismo era ya parte de ella...
Éstas son visiones de Firmin ante una cascada en los jardines de un hotel; en
esas palabras está tal vez, tan explicítamente como resulta posible, la relación del
protagonista con la realidad.
La irrisión (y bajo ésta, la pobre esplendidez) del destino del Cónsul reside en que
mientras más determinada es su escapatoria, mientras más ciega su negativa,
más lo envuelve Lowry en la prolija, omnipresente mirada de la realidad. Es
posible que ciertos recursos del escritor parezcan excesivos, y que a veces el
magnífico realista que era Lowry descienda a las laxitudes de la alegoría y conjure
al destino con un reprochable talante místico, en lugar de hacerlo en la frialdad y la
suficiencia que suelen aguardarse de un escritor de nuestro tiempo. Yvonne y el
Cónsul ven un jinete por la mañana; vuelven a verlo después, en una de las calles
que dan a la plaza de Quauhnahuac; hallan más tarde, camino a Parián, al caballo
sin jinete: éste yace muerto, asesinado al lado de la carretera. Cuando el Cónsul
sale de El Farolito a enfrentarse con el hombre que lo va a matar, desata un
caballo, el mismo caballo, con un número siete en la grupa, que unos minutos
después ha de pisotear a Yvonne. Evidentemente, parece demasiado; demasiado,
sobre todo, en cuanto parece implicar una confusión del destino con el azar, y
erigir al destino en puro misterio, en incomprensible arbitrariedad.
Sin embargo, esta especie de molde en que Lowry va intercalando la muerte del
Cónsul —esa paciente acumulación de detalles, de nimiedades, de circunstancias
insignificantes, ese repetirse de la realidad, con un sentido nuevo, a medida que
avanzan los acontecimientos del día y que el protagonista de la novela se
encuentra al fin con la nada que tan frívolamente había buscado—, esa trama, esa
organización, digo, son menos irracionales que la ausencia, el no estar, el no vivir,
que Firmin ha elaborado programáticamente como su destino propio. El Cónsul,
en la tarde, dialogó con un perro vagabundo, en alguna de las cantinas donde
estuvo; y junto a su cuerpo alguien lanza el cadáver de un perro a la cuneta. En
Parián, cuando van al Salón Ofelia, ven a un indio viejo y cojo que carga en sus
hombros a otro indio más viejo o más decrépito todavía que él. Y es un miserable,
un pobre hombre similar a aquel otro el que le musita al Cónsul agonizante la
palabra "Compañero", cuando el Cónsul sube vertiginosamente todas las cumbres
de todas las montañas, tras las cuales no hay nada.
Tal vez lo que quiso hacer Lowry en Bajo el volcán fue una refutación del "morir la
propia muerte" de Rilke. El destino propio que el Cónsul quiere hacerse
desemboca en una trágica futilidad, y Lowry acentúa con nitidez lo inútil, lo
lastimoso del empeño. Porque Firmin ha coqueteado con la muerte y la nada, la
muerte y la nada son su castigo, al final de una trayectoria en la que no encontró
ni el sosiego, ni la sabiduría, ni la gloria. Todos los sitios, todos los personajes
están confusa pero inextricablemente vinculados en la novela; mas esa
vinculación es especialmente significativa en lo que se refiere a la pareja Yvonne-
Geoffrey. Los dos, a su manera, han edificado un amor absorbente y destructor.
Yvonne sueña, y sueña en voz alta, con devolver al Cónsul a un paraíso
doméstico trivial, a la casita solitaria de los enamorados, al norte, frente al mar y
frente al frío de la Columbia Británica, y es con esa pretensión con la que,
seriamente, vuelve en búsqueda del Cónsul. Éste, por su parte, ama o ha amado a
Yvonne con intensidad similar, y precisamente una de las manifestaciones, la
principal, de su extravagante empeño consiste en la renuncia a ella, en la renuncia
al amor, en el que ve él tersamente un escape del círculo, de la espiral en que se
ha envuelto. Es un vórtice sin salida; y Firmin, que proclama que ama a Yvonne
"con todo el amor del mundo", hace de ese amor algo cada vez más remoto y más
abstracto, y lo aniquila al erigirlo en destino. "No tenemos sino dos cosas: la
esperanza o el destino", dice Cesare Pavese. La Yvonne real queda abolida y no
queda de ella sino un fragmento inmutable de pasado; inmutable porque es ya
destino, porque el Cónsul no sueña ya con revocarlo, ni con darle una
metamorfosis nueva con una proyección nueva sobre la realidad.
Pero Firmin no puede morir una muerte propia. Muere, como todos los hombres,
una muerte en la que el mundo participa. Tal es lo que Lowry muestra en Bajo el
La vieja abre la puerta a los dos criados y los acoge con una cansada e
indestructible broma: "¡Bobas! Andad aquí abajo, presto, que están aquí dos
hombres que me quieren forzar". Bajan Elicia y Areusa y Celestina procede a
entonar el elogio del vino. Inmemorial también; un encadenamiento casi de
proverbios y de creencias folclóricas, con una conclusión no menos duradera: "No
tiene sino una tacha: que lo bueno vale caro y lo malo hace daño".
reconciliación que la vieja los exhorta a que tengan cuidado, no vayan sobre el
amor y las personas enamoradas. Llega Lucrecia, a derribar la mesa. Viene un
discurso —semejante en sus características aparentemente anónimas,
impersonales— de la criada de Melibea; antes, olvidadas las querellas, las
muchachas han discurrido sobre la pesadumbre de la condición servil.
Orígenes
El hecho sólido (¡y cómo!) es el libro; pero se trata de una obra tan reiteradamente
asombrosa que hay la muy natural tendencia a explicar ese asombro, en parte al
menos, por la ignorancia. La historia social del período es, pese a su abundancia,
deprimentemente vaga; algunos entusiastas, conscientes de esa nebulosidad,
tratan de reconstruirla. Su fuente es la Celestina, en forma casi que exclusiva, y se
ha configurado por lo tanto un círculo vicioso. Un documento —la comedia—
sustituye a todos los otros documentos; y no hay manera así de contar la vida de
la Celestina con la otra vida, aquélla de la cual el libro es eco, modulación, crítica
(lo que se quiera) pero jamás, como puede decirse de toda otra obra de semejante
altura, transposición de datos en beneficio de historiadores o de sociólogos
incuriosos.
Alcahueta
Acto noveno
Pero ni "la hambre" como preceptora vital ni las observaciones posteriores de las
muchachas sobre lo afligente de la servidumbre, constituyen un enfoque original al
repertorio de la literatura dramática o narrativa. Inclusive, ni siquiera es
"renacentista". Son todas perspectivas de antigua data, acuñadas en el muestrario
de saber popular o libresco que Rojas despliega y que en forma indistinta pone en
boca de todos los personajes. Hay, es cierto, un intento de caracterización parcial
por medio del lenguaje, notorio hasta cierto punto en este acto noveno; pero en
general se entremezcla el habla hipotética de las clases altas con la igualmente
hipotética de las bajas. Celestina dice en un momento: "Bien sé que subí para
descender, florecí para secarme, gocé para entristecerme, nací para vivir, y viví
para crecer, crecí para envejecer, envejecí para morirme": un catálogo de
moralidad anónimo a fuerza de repetido, pero en forma alguna "popular", como no
lo es tampoco una glosa de Petrarca enunciada por Areusa.
tierras en la memoria. Que harto es que una vieja como yo, en oliendo cualquier
vino, diga de dónde es".
Picaresca
¿Qué acontece en ese acto nueve, dentro de una obra que se encamina al fin de
cuentas a referir una acción? Nada, en verdad. Muchachas y criados se han
hartado de hablar y de comer y se hartarán luego de holgar; Celestina se ha
achispado por un momento y ha condescendido a la confidencia añorante. Pero
para la trama de la obra el acto es superfluo; no ha habido acontecer alguno que
en forma alguna incida sobre la suerte de los protagonistas, llámense Calisto y
Melibea o llámese Celestina. Los comensales han exhibido sus pasiones; sus
quejas, sus anhelos, sus resentimientos, sus apetencias; pero todo se ha ido en
palabrería pura. Ni concatenación, ni peripecias, ni anticipos: tan sólo tiempo
muerto.
Novela
El deleznable festín del acto noveno —todos sus atisbos de saber y sus
indicaciones de metodología— se reencuentran en la novela de finales del siglo
XIX y de la primera mitad del XX, en un clima soberbio que también parece
crepuscular. El teatro mismo ha de adoptarlo en la opaca y perfecta joyería del
desoeuvrement de Chéjov. La ronca voz, avinada y senil, de Celestina enuncia
Francisco Posada Díaz (Bogotá, 1934-1970) fue uno de esos intelectuales que
produjo la mejor actitud revisionista y humanística del marxismo europeo de los
años cincuentas y sesentas (Garaudy, Merlau-Ponty). Pues siendo muy joven,
Posada viajó a Europa, concretamente a Francia y Alemania, para complementar
sus estudios de Filosofía, después de haber pasado por la Universidad Nacional
de Colombia y de haber estudiado Derecho en la Universidad del Rosario.
Pero sin duda el espacio propio de Posada fue la agitada universidad pública de
los sesentas, que en parte le presta un carácter, nada esquemático, a sus
investigaciones y ensayos: el rigor académico, la carga ideológica y el sentido
crítico. Pero ni el rigor ni el compromiso ideológico se convierten, en los trabajos
de Posada, en lastres que escamoteen el carácter ensayístico de su propuesta:
una lucidez a toda prueba y una voluntad de elaboración prosística, unidas a una
indudable afirmación personal (aun en el manejo de los datos objetivos) presiden
sus investigaciones históricas, pioneras en la aplicación cuidadosa de los métodos
de la sociología militante marxista, en particular sus estudios sobre la historia de
Colombia: sobre los chibchas, sobre los Comuneros o sobre todo el movimiento
social-agrario en el siglo XX.
El ensayo "Ideas sobre la cultura nacional y el arte realista" fue publicado por la
revista Letras Nacionales, dirigida por Manuel Zapata Olivella, en el número de
enero-febrero de 1965.
• Bibliografía ensayística:
Incluso los mejores intentos por examinar la cultura del país en un período, o en
varios, de su existencia, han supuesto ese colonialismo cultural como bueno. Es el
caso de la Historia de la literatura colombiana de Antonio Gómez Restrepo.
Esos intentos están condicionados por un error metodológico; dejan de lado los
factores económicos y sociales que han determinado el desenvolvimiento global
del país y de sus producciones intelectuales y artísticas. De ahí que se agoten en
analogías y comparaciones entre las creaciones brotadas en Colombia y aquellas,
sobre todo europeas, pero hoy un poco las de Norteamérica, que les han servido
de modelo o, al menos, de neta inspiración. La investigación pierde toda la
objetividad científica, porque este método analógico resulta de una elección
eminentemente subjetiva.
El feudalismo colonial
La sociedad instituida por los conquistadores fue una sociedad feudal, pero no
feudal "pura". Los señores de la tierra (encomenderos, hacendados, etc.) y los
usufructuarios de las minas tenían que repartir los beneficios con el aparato
feudal-absolutista español.
Esta doble explotación produjo su cultura; la religión fue uno de los elementos
fundamentales. Ante todo, ella sirvió para garantizar la relación directa de
sometimiento. La alienación económica en una sociedad feudal se ve claramente,
a diferencia de la sociedad capitalista, en donde se encubre por el hecho de que
las relaciones entre los hombres parecen como si fueran relaciones entre las
cosas. De ahí que una sociedad feudal necesite, inevitablemente, proyectar esa
alienación a un más allá sacralizado para poder consolidarse, lo que no siempre
requiere una sociedad capitalista. La Colonia colombiana (neogranadina) bebía
religión con prisa y sin pausa. La filosofía, obviamente, tuvo el carácter de sierva
de la religión. La ciencia no era estimulada; cuando más permitía la práctica del
derecho, y de la medicina por pura necesidad. Aquellos desarrollos científicos de
que se tuvieron noticias, como por ejemplo el sistema copernicano,
deliberadamente fueron tergiversados y "refutados" por los eruditos coloniales.
Pero no sólo eso. En materia artística la Expedición Botánica estimuló una pintura
rigurosamente naturalista y para uso de la enseñanza, no exenta de una esquiva
pero vívida belleza, en la cual halla un reflejo el profuso y multitonal colorido del
trópico. Aparece y se desarrolla el periodismo. La poesía desciende a la tierra.
Con Fernández Madrid, por ejemplo, no son sólo exaltados los héroes, sino con
ellos los objetos de la vida cotidiana. Las primeras manifestaciones dramáticas las
debemos a su pluma. Vargas Tejada cultivó igualmente estos nuevos tipos de
literatura. Su obra teatral fue mucho más crítica y combativa.
Don Juan de Castellanos nos da con sus Elegías de varones ilustres de Indias la
narración de algunos episodios del Descubrimiento y la Colonización. Ésta es una
vasta crónica, en verso, de escaso valor literario. Carece de unidad, de un
desenvolvimiento, de personajes verdaderos, etc. Es la "pura" realidad, sin plan
poé-tico. Éste es un producto épico en el sentido más elemental del vocablo.
Con Domínguez Camargo la poesía colonial alcanza cierta altura artística. Este
gongoriano utilizó las complicadas formas de su maestro para aplicarlas a la
expresión de un mundo netamente épico. Su poema más famoso es una especie
de biografía de Ignacio de Loyola, en donde se cuentan, a veces con hermosura
innegable, las peripecias de la vida del santo. Otros poemas suyos son cánticos a
los seres naturales. Domínguez Camargo se siente bien en el orden cerrado de los
estamentos medievales. Sin la inquietud y la zozobra inherentes a los hombres de
civilizaciones individualistas. La devoción naturalista de Domínguez Camargo no
es materialismo, es el anhelo de que la naturaleza tenga un lugar dentro del
sistema de la Creación.
interior con sus leyes y sus prerrogativas. La Madre Castillo fue un caso místico, y
en la mística no sólo todo lo personal desaparece para ir hacia Dios, sino que la
realidad por excelencia es la divina y no la personal. En la mística el movimiento
es extático, fuera de sí, no hacia el interior como el del lírico. De ahí que el poeta
místico no sea la negación del universo del medioevo. Es, por el contrario, la mejor
cristalización de este universo. La mística repudia la individualidad porque busca
la identificación con la plenitud de Ser, con la Divinidad.
Un poco más adelante Barba Jacob representó casi una revolución. Hay algo que
Barba Jacob añora: el hombre integral. Sus poemas nos muestran un hombre sin
fuerza, ni firmeza, un hombre desconcertado y ondeante, que es ciertamente, para
él, el hombre en general. Barba Jacob lo sabe y lo reconoce. Pero no lo acepta. El
constante dejo de melancolía y de insatisfacción, la amargura que destilan sus
obras, nos señalan que el poeta no logra salir de un escondido estupor, el que le
produce "esa llama al viento". Barba Jacob nos deja columbrar a través de su
delicada sensibilidad, los increíbles destrozos que la sociedad capitalista efectúa
en ese hombre integral.
Luis Carlos López es el más grande crítico social dentro de la poesía colombiana.
Con saña y con exquisita finura, su diatriba contundente la orienta contra el
provincianismo y sus mitos. Lleno de goce, cada poema suyo es un retrato o una
situación. El conjunto de su obra estructura un gran fresco, en donde vemos toda
El arte del relato adquirió con Tomás Carrasquilla una altura inusitada en la
tradición colombiana. Su pluma está animada de un constante espíritu satírico.
Pero a veces sus obras adolecen de falta de unidad, y son como una sucesión de
estampas. Su tema mayor fue, como el de Luis Carlos López, el de la provincia.
También Carrasquilla llegó a pintarnos los tópicos de la transición del feudalismo a
los primeros gérmenes de capitalismo.
La llamada Generación de los Nuevos, que surge en los años 20, dio una serie de
importantes escritores y artistas. Entre los últimos tenemos por ejemplo a los
poetas León de Greiff, Jorge Rojas y Jorge Zalamea.
Jorge Rojas —un poco después— repugnado ante el mismo espectáculo resuelve
mostrarnos su mundo interior, lleno de sorpresas, de paisajes; toda una
espléndida geografía poética que recuerda a veces la sobria y limpia belleza de la
Sabana de Bogotá.
discusiones alrededor de los temas que trató y del método que usó. La vida
intelectual de Nieto sufrió, a partir del 9 de abril de 1948, un notorio y considerable
viraje. Huérfano su horizonte intelectual de la perspectiva revolucionaria que
aporta el leninismo, incapaz de interpretar esta catástrofe popular en sus
verdaderas dimensiones, alarmado y desesperanzado, se va alejando del
marxismo para adoptar una posición fenomenológica. De ahí en adelante sus
trabajos son menos una distribución estructural y dinámica de datos que
descripciones tendientes a acercarse a la esencia de una realidad, en términos
intemporales y ahistóricos (v. gr. su estudio "Ontología de lo social").
La pintura
La pintura estuvo durante mucho tiempo al servicio del gusto "estético" de los
latifundistas. La miseria del campesino y del campo colombianos, por la falsa
magia de una relativa habilidad en el oficio, fue transformada en primorosos y
apacibles paisajes que, como indica acertadamente Barney Cabrera, "siempre
tendrán sus pedazos de aguas quietos y azulinos, sus trojes y montones de espiga
dorada, o los trigales a la luz del sol de los venados. Y tres o cuatro sauces o
eucaliptos, ya en primero, ya en segundo plano, mientras las serranías se cortan
en el horizonte en V y al fondo la hopalanda de nubes". Este verismo pictórico no
enfrentó el trópico, sensual, terrenal y palpitante, a la religiosidad de las artes
confeccionadas para suscitar el culto. Fue apenas la otra cara de la Colonia que
se perpetró en la República. Tampoco es la exaltación del hombre que trabaja la
naturaleza como en un Millet o un Corot; son los campos titulados y con escritura
en una notaría.
Otra variante de este arte conformista fue la del retrato, en el cual el sello del
medio social sobre el alma o la humanidad del modelo no aparecía en las líneas
del rostro y del traje. El retrato era la imagen grandilocuente que el poder de la
herencia o la riqueza le había dado a un afortunado hijo de nuestra sociedad
feudal.
Luis Alberto Acuña deja el tema social y busca más bien el tema indígena. Los
mitos chibchas, los hombres chibchas, incluso las figuras de la religión católica
con forma chibcha. En medio de indudables aciertos, hallamos, sin embargo,
cierta inautenticidad que no es casual: todo indigenismo hacia atrás tiene el sello
de lo extravagante.
Situación actual
No estoy en posibilidad de responder, siquiera con algunas ideas, a la
problemática que encierra el arte colombiano todo en la actualidad. Voy, por eso
mismo, a referirme sólo a algunas manifestaciones.
Pero como la gran burguesía quiere tener en sus casas obras de arte, y como no
puede comprar por su excesivo costo las de las grandes pintores de fuera, se ha
producido un espontáneo estímulo para el artista plástico.
Obregón nos dio en 1957 la más certera visión de lo que fue la dictadura, de lo
que llegó a ser, con su Cuatro de mayo. En el primer plano, dos avecillas
destrozadas, que bien son los estudiantes que cayeron, pero que bien podrían ser
el símbolo universal del crimen injustificado. Pero tras esos elementos se perfilan
los volúmenes de la violencia mecanizada, moderna, propia de la organización
capitalista. El contraste entre la vida ya casi muerta de los pájaros y los tanques, y
al fondo la ciudad, nos da una conciencia de repulsa ante la iniquidad instalada.
Quisiera referirme, para finalizar con el tema de Obregón, a sus tres últimas y
mejores producciones: Violencia, Genocidio y El Caballero Mateo. La violencia en
Colombia ha sido una tragedia de espantables y colosales proporciones. La
reacción criolla, usufructuando el gélido clima de la post-guerra, desató una vasta
ofensiva armada contra el pueblo y el movimiento de masas, entre otras cosas
para frenar su ascenso. Gaitán cayó asesinado el 9 de abril de 1948. Este crimen
fue el boquete por donde la vorágine se desbocó: en la ciudad y en el campo las
masacres no perdonaron a los adversarios del régimen, y a los descontentos,
mientras que sus validos y los "caciques" políticos hicieron pingües negocios.
Como es usual en su arte, y ya lo comprobamos, Obregón no pretende describir o
relatar este horror: lo muestra a través de un símbolo apropiado. Pero mostrar la
violencia en Colombia no es sólo mostrar la muerte o la destrucción. Y esto lo
sabe muy bien el artista. La violencia en Colombia fue el método para hacer
abortar una gran perspectiva, para impedir un gran cambio social. La violencia de
Obregón es un lienzo unido y desgarrado por un tenaz antagonismo: una mujer sin
rostro definido, grávida, yace recién abatida. Su embarazo se destaca
espectacularmente; el fondo, color sin formas para dar la sensación de pleno
aislamiento. El contraste entre lo que pudo haber sido y la presencia contundente
de la muerte, este contraste, es lo que le otorga a la creación su realismo
irreprochable. De una gradación de grises maestramente dispuestos surge la
imagen de la frustración, pero no, como críticos esquemáticos lo han declarado,
de la desesperación o de la derrelicción. La violencia de Obregón comprueba que
la pintura colombiana puede ser realista sin ser verista, y menos vulgar, que puede
Grau es otro de los grandes pintores vivos. Lo mejor de su obra son acaso su
primera madurez y su plena madurez de hoy. En su primera madurez se ideó una
hermosa iconografía de la bondad y la pureza, de todo aquello que el joven
costeño vio ausente de la sociedad, aun cuando defendido y afirmado de la
manera más cínica. A la hipocresía, Grau le opuso la sinceridad. Después de un
desafortunado vagabundaje, Grau retorna, hacia 1961, a la mejor pintura, en plena
posesión de sus espléndidas dotes. Pero su regreso no es el de la afirmación de
determinados valores, como ya lo había hecho en un comienzo, y con éxito, sino
ante todo el del denuesto y el de la crítica. Grau toma a la mujer como tema
pictórico casi obsesivo, y a través de ella nos quiere enseñar la ambigua falsedad,
a veces ridícula y grotesca, de una comunidad en decadencia y en
descomposición. En ocasiones son sus cuadros adolescentes, que, como
iluminados, evocan un mundo de sueños, opuesto al mundo real. Pero Grau no les
saca del mundo real, sino que allí mismo, en su desnudez o en la total apropiación
Los dos más importantes pintores abstractos de Colombia son Eduardo Ramírez
Villamizar y Wiedemann.
Edgar Negret nos conduce a una imaginería cósmica. Sus esculturas de metal
insinúan nítidamente un mundo extravagante, insólito y deshumanizado. Con
Negret la sociedad capitalista no halla, como con Ramírez, un anticapitalismo
aparente y una protesta. Negret, más bien, idealiza la inhumanidad de dicho orden
social, y nos invita a vivir allí sin reato alguno de conciencia. Sus formas son un
lenguaje apenas simbólico de una realidad de máquinas, de robots, de burocracia,
de todo eso que hace años Lorca denunciaba en su Poeta en Nueva York. Negret
es el cómplice de esta realidad. No la ha analizado ni menos criticado.
Roda es uno de los pintores más interesantes. Este artista, contra sus expresas
intenciones, se realiza mejor en las sugerencias. Su Retrato de Felipe IV posee
todos los elementos para indicar la mórbida degeneración del noble.
Hernando Tejada, quien era antes muralista, ha resuelto pasearse por temas más
fáciles con notorio éxito. La defensa de la alegría de vivir, así podría sintetizarse
su más reciente producción.
La novísima generación se está orientando por el camino peligroso del éxito fácil,
del arte de moda.
La literatura actual
El escritor joven más destacado es sin lugar a dudas Gabriel García Márquez. Con
él la épica nacional se ha colocado en un plano similar al que tuvo con La vorágine
y con los mejores cuentos de Carrasquilla.
Desde el punto de vista del contenido García Márquez nos ha dado un fiel reflejo
de lo que hoy es Colombia. Las tremendas contradicciones sociales no resueltas
condujeron al país a un impasse del que únicamente una violenta conmoción de
estructuras políticas y económicas, querida y comprendida por los necesitados,
puede sacarlo. El país se halla estancado por consecuencia de tal impasse. El
progreso que florece en uno u otro enclave capitalista no vencerá jamás el
exagerado ritmo de crecimiento de hombres y necesidades, el atraso campesino y
sus escuelas. Incluso cabría sostener que Colombia es en la actualidad menos
evolucionada globalmente que hace 30 años.
Es bueno anotar el tino del autor al escoger el género más acorde con sus
intenciones y con los temas que trata: el de la novela corta. La existencia social en
Colombia ha sufrido un tal encogimiento y se ha petrificado hasta tal punto, que
todo es repetición, continuo retorno. La vida pierde abundancia y se ha vuelto
esquemática, casi muerta. Una novela de grandes proporciones no sea acaso
posible como caracterización de un país así, aun cuando pueda serlo de grupos o
sectores sociales un tanto localizados y periféricos. La novela corta y el cuento
parecen más propios para captar la esencia de una nación detenida y solidificada,
cuyas yertas estructuras caben en el espacio que les es inherente. Pero para que
el dibujo no sea anémico y pobre, se requiere un prosista de grandes dotes.
Entre la primera obra de García Márquez, La hojarasca, y las últimas, hay una
distancia innegable. La hojarasca se sirve de una técnica relatística inapropiada.
Allí el monólogo interior de los personajes centrales (entre ellos, el de un niño
pueblerino) trabaja por constituir el drama de la ruina de un individuo y de una
comunidad. Pero el monólogo interior se adapta al flujo vivo de la conciencia
personal y no a la realidad seca y adusta del estancamiento colombiano.
Entre los jóvenes autores de novela y cuento merecen destacarse Álvaro Cepeda
Samudio y Antonio Montaña. Este último es así mismo autor de teatro, con obras
del género del absurdo, como Trotalotodo, terca distorsión de la realidad en la que
ella aparece como algo sin cambios ni mutaciones, sin tiempo, casi sin espacio,
abrumada por el tedio. La mejor obra de la última generación es la de Fanny
Buitrago, El hostigante verano de los dioses.
Los nadaístas
He aquí una muestra textual de sus "teorías", que podría causar risa si no se
manejaran temas tan decisivos e importantes: "Hemos añorado en calidad de
hombres libres [sic] el retorno implacable de la inquisición, de las persecuciones y
de las pestes mortíferas que han azotado a la Humanidad para que el espíritu sea
ungido por la sangre y los sufrimientos". Son estas palabras del pontífice del
grupo, Gonzalo Arango. ¿Y qué pestes mortíferas le gustan a Arango? Su gusto
es fuerte, porque a renglón seguido, con la locura más inconcebible, dice: "Hemos
identificado las profecías del Apocalipsis con la guerra atómica, y nos lamentamos
de la cobardía de nuestros jefes de estado. Somos partidarios de las guerras
termonucleares y de las armas radioactivas", etc. A veces Gonzalo Arango cambia
de posición y se vuelve partidario de los "grandes" valores burgueses, y proclama
entonces entre lloriqueos: "Hoy comparto mi vida con el dolor de los hombres, la
luz que cae del cielo", las avecillas del campo, etc., etc.
Otro nadaísta escribió un "poema" que en alguna de sus partes dice así: "yo/
tengo/ ombligo/ yo no creo que el ombligo/ tenga menos importancia/ que la
cabeza. la cabeza es velluda", etc. El autor, que seguramente tiene ombligo pero
no cabeza, se firma Amílkar U., y recogió en un título la mejor caracterización del
grupo: "Yo no era nadie: ahora soy nadaísta". Estas confesiones no son insólitas
en el frecuente strip tease moral del Nadaísmo.
una actitud de falsa rebeldía, que por desgracia ha confundido a mucha juventud
con inclinaciones avanzadas. El confundirla le conviene a esta misma burguesía.
Otras artes
Dina Moscovicci puso en escena el difícil y famoso Liliom de Molnar. Esta tragedia
del desadaptado y de su irremediable desgracia en un mundo que ni lo comprende
ni lo puede comprender, fue trabajada por Dina Moscovicci en el sentido de
despojarla de todo elemento adventicio y convertirla en una especie de biografía
típica del individuo moderno. La aventura de Liliom transcurre sin pausa, y como
en una curva inexorable, en medio de una estilizada escenografía, muy limpia, que
ayudó a darle la sobriedad necesaria para no caer en el melodrama.
García ha presentado dos obras como director del Teatro Estudio: El abanico de
Goldini y El triciclo de Arrabal. Dos universos diferentes. García, muy dentro de su
ya peculiar estilo, procuró hacer de los personajes seres eminentemente sociales,
La fotografía es cultivada en nuestro medio por artistas de talento, cada uno con
su propia orientación: Hernán Díaz, quien desvía su formalismo hacia un territorio
densamente poético; Nereo, cuyo realismo escueto y vigoroso nos ha alcanzado a
mostrar rasgos típicos del pueblo colombiano; Guillermo Angulo, para quien la
materialidad de las cosas y los seres es también expresión. Angulo ha dirigido dos
cortometrajes (Pintura colombiana y Boyacá).
Arte y revolución
Marta Traba quizás se refirió a los impactos que en el arte han tenido las grandes
revoluciones del siglo XX. ¿Pero, por ejemplo, la Rusia soviética no produjo un
enorme despliegue artístico, dentro y fuera del país? ¿De dónde salieron
Maiakovski, Pudovkin y Eisenstein? ¿No es conocido por todos el saludable influjo
de la lucha del proletariado en artistas como Aragon, Paul Eluard, Picasso,
Thomas Mann, Brecht, Johannes R. Becher, O’Casey? Y si hubo estancamiento
en el arte soviético, o al menos en varias de sus manifestaciones, ello fue el
resultado no de la época de la Revolución, sino de la compleja problemática
posterior a ella, inherente a la construcción del socialismo en un solo país.
Por otro lado, Marta Traba, como lo decíamos, tampoco está de acuerdo con ella
misma:
Freud y Rank sostenían lo siguiente: "El artista busca, en primer lugar, su propia
liberación y la consigue comunicando su obra a aquellos que sufren la
insatisfacción de iguales deseos". Uno de los principales estéticos dentro del
Psicoanálisis —Ernst Kris— desarrolla sus ideas en la misma dirección
expresivista y determina la relación entre artista, obra de arte y público en los
siguientes términos: "Como creador el artista controla el mundo. Con sus
imágenes ejerce un poder sobre la mente de su público y es admirado por sus
semejantes por esta extraordinaria aptitud [...]. El público se pone a sí mismo, al
menos por un momento, en el lugar del artista, se identifica inconscientemente con
él". La objeción que salta a la vista es decisiva: ¿el mero hecho de expresar el
subconsciente hace de una obra, obra de arte? ¿La literatura rosa, es arte? ¿El
cine comercial, es arte? ¿Los comics, son arte? Y nadie podría desconocer la
identificación que miles de hombres ignorantes o confundidos logran alcanzar con
este tipo de producción; como tampoco nadie podría negar que la literatura rosa,
el mal cine o las revistas pornográficas no sean una expresión —¡y qué
expresión!— de la subjetividad de sus autores.
Goldmann cada clase social posee una visión del mundo, coherente y cerrada, la
cual se manifiesta tanto a través de la filosofía como del arte. La nobleza de toga
con su visión trágica a cuestas se habría encontrado a sí misma en los
pensamientos de Pascal y en algunas piezas de Racine. La nobleza de corte
podría haber dicho su epicureísmo con Gassendi, "sobre el plan filosófico" o con
Molière, "sobre el plan literario". Estas identificaciones no sólo son abiertamente
forzadas, y a veces un poco extravagantes, sino que, de hecho, remiten la filosofía
y el arte al terreno del más estrecho subjetivismo de clase, quitándole fluidez y
espontaneidad al curso dialéctico del proceso social.
Marx y los marxistas no han pretendido nunca que todas las superestructuras
fueran simplemente expresiones de la clase sin ningún contenido objetivo. Según
una formulación ya clásica, el arte, como una de dichas superestructuras, tiene
como función el dar conciencia a los hombres, en un determinado momento, sobre
las condiciones en que se efectúa su trabajo y sobre la índole de éste, es decir,
sobre las relaciones que se establecen entre ellos para la producción y la
distribución de la riqueza social.
¿Qué relaciones existen y podrían existir entre las dos últimas tendencias del arte
de nuestro tiempo? En este punto se ubica una de las más debatidas cuestiones
de la estética actual. Ante todo es indispensable señalar que el realismo, el de hoy
y el de mañana, no puede copiar un canon, ni seguir servilmente ningún modelo
del pasado. El producto realista, el que aprehende fiel y lúcidamente su hora y su
momento en términos universales, es el resultado de lo mejor de las tradiciones y
de lo nuevo. Su meta es la complejidad del mundo, la dialéctica de los seres; por
eso cuando, como en ciertas escuelas del arte contemporáneo, se identifica la
realidad con un aspecto o dimensión de ella (expresionismo: subjetividad
fetichizada; naturalismo: meras superficies y apariencias; surrealismo; lo onírico,
etc.) y se quiebra o se desglosa el complejo dialéctico, la producción artística
puede desvalorizarse o perder toda su calidad. Ahora bien, la realidad es variada y
contradictoria, no es idéntica a sí misma, es permanente innovación. Así el
creador tiene que esforzarse constantemente por dar las soluciones que faciliten la
aprehensión de los más dispares contenidos. Y ello sólo es posible a través de
nuevas formas. Tal ha sido, por lo demás, la práctica de los mejores artistas
humanistas del siglo XX. Baste recordar a Picasso, a Brecht, a Thomas Mann, a
Prokofiev, a Maiakovski. Ellos han utilizado técnicas y logros formales del llamado
arte de vanguardia y para lograr el reflejo de dimensiones más profundas de la
realidad. De este "arte moderno" Aragon dijo, y con razón, que algo quedaba. Y
algo ha quedado. La contradicción que él implica está siendo integrada y superada
en obras de primera magnitud. El teatro épico de Brecht (que es la Aufhebung del
teatro expresionista, de elementos del teatro tradicional de Oriente, de las distintas
formas de teatro épico que le antecedieron o le eran coetáneas, etc.) es una
brillantísima continuación y superación del teatro tradicional que rebasa sus
naturales y explicables "insuficiencias"; pero también es una respuesta al
antiteatro de un Beckett o un Ionesco. El universo religioso o metafísico del
antiteatro, con su linealidad y su innegable depuración, que recoge muchos
elementos del gusto contemporáneo, es roto por la visión decididamente
desmistificadora y objetiva de Brecht, sin perder ninguna de sus conquistas; más
aún: aportando nuevos ingredientes formales.
¿Responde el arte abstracto a las necesidades del nuevo realismo que el arte
colombiano hoy imperiosamente requiere? No responde, a nuestro modo de ver.
¿Pero sus influencias y su vigencia en el país pueden ser "suprimidas", la
inquietud que ha promovido en muchos artistas de talento abolida sin reemplazarla
por algo superior, y retrotrayendo el arte, por una prédica absurda, a niveles
anteriores ya desuetos? No. Los esfuerzos deben proyectarse hacia adelante,
apropiándose de lo que se ha creado en los momentos o épocas de crisis,
elaborándolo e integrándolo.
Germán Colmenares
Germán Colmenares (Bogotá, 1938-Cali, 1990) fue uno de los iniciadores del
fenómeno disciplinario conocido como "Nueva historia", agenciado por un grupo
de historiadores jóvenes (en los años setentas) y bajo la orientación y el mensaje
crítico de Jaime Jaramillo Uribe; esto es, un grupo de historiadores que formula un
nuevo estilo y un nuevo método en el manejo de los datos y de los documentos
históricos, opuesto al academicista y patriotero que ya era tradicional en Colombia,
y que involucra el análisis socio-económico en la interpretación de los hechos.
• Bibliografía ensayística:
Gólgotas y Draconianos
Pasaban por gólgotas Francisco Javier Zaldúa, Antonio María Pradilla, Januario
Salgar, Justo Arosemena, Ricardo Vanegas, José María Vergara Tenorio y
Victoriano de D. Paredes. Hombres mucho más maduros como Florentino
González, Murillo Toro y el general Herrera hacían alternativamente el papel de
mentores. Un draconiano en derrota después de 1854, Pedro Neira Acevedo,
refiriéndose a la juventud y a la inexperiencia de los nuevos legisladores, nos
transmite un testimonio elocuente del fenómeno gólgota, extraña mezcla de
vehemencia desorbitada y de cálculo interesado: según él, "una reunión de
hombres enteramente desprovistos de experiencia política, llenos de exaltación y
la mayor parte sin luces de ninguna especie absorbieron la representación
nacional; y como los legisladores no se improvisan ni basta el justo conocimiento
de los intereses privados para conducir bien los negocios públicos y facilitar la
marcha de la constitución, resultó de allí una asamblea llena de confusión y
tumulto".
Había pues que perfeccionar la obra. Nada más adecuado que suprimir el ejército,
esa institución que "es entre nosotros un contrasentido con la República, porque
[...] organiza una oligarquía vitalicia que tiene a sus órdenes una multitud armada y
obligada a obedecerle ciegamente".
Una crítica como ésta de Samper sólo era posible a raíz de una nueva actitud
hacia la independencia y de una revaloración del concepto de libertad. A la base
de estas nuevas ideas se encontraba la convicción de que la independencia no
había encontrado un eco entre las masas, lo que invalidaba sus resultados, y de
allí la necesidad de invitarlas a intervenir activamente en el proceso político.
Así lo reconoce, desde una posición oficial, Victoriano Paredes, para quien
Es bien sabido el papel que jugó en Francia la guardia nacional como sostenedora
de la burguesía durante la corta vida de la Segunda República proclamada en
1848. Frente a los ejércitos regulares de la monarquía —y de aquí viene la
confusión de Florentino González, para quien el ejército granadino es una
En este sentido puede decirse que los draconianos, que representaban los
aspectos tradicionales del liberalismo, actuaban frente a los gólgotas por razones
de carácter político y pretendían mantener una actividad económica tradicional
que ya había entrado en plena decadencia o se apoyaban simplemente en los
artesanos, cuyos intereses se veían amenazados por ciertas medidas que tendían
a favorecer a los comerciantes. Puede concluirse, no sin razón, que la defensa de
los artesanos no significaba en modo alguno un interés concreto de conservar
ciertas formas de producción o de preservar una manufactura nacional contra la
amenaza de la competencia de artículos extranjeros, sino más bien que los
draconianos confiaban en la fuerza política de un sector social o temían desafiarla.
...la ley de aduana es vital en el estado de penuria en que quedó el país. Por Dios,
abandonen la teoría del comercio libre, quiero decir, de que todos los productos y
manufacturas extranjeras deben ser introducidos sin restricciones ni recargos de
derechos. La práctica de todas las naciones maestras en comercio está en
oposición a tales teorías [...] protejan, pues, nuestras miserables fábricas y artes,
no excluyendo absolutamente sino poniendo restricciones a los artefactos y
productos extranjeros que nosotros también producimos o podemos a poca costa
producir.
La oposición de los interesados, y aun de aquellos que nada tenían que ver con el
comercio, se apoyaba en consideraciones muy particulares, pues derivaban del
conocimiento minucioso de las condiciones relativas a las mercancías que debían
ser transportadas desde la Costa. El secretario de Hacienda pretendía que cada
bulto proveniente del exterior fuera examinado por los funcionarios de aduana.
Una precaución excesiva, se le objetaba, si se tenía en cuenta el volumen del
comercio de importación frente a la exigüidad de los empleados dignos de
confianza a los que se asignaba la tarea.
Recordar este curioso debate puede servir de introducción para analizar uno
mucho más importante, en el que ya no estaba en juego la lógica sino los
principios (la lógica de la ciencia y los principios alternaban de una manera
habitual, según el estado de ánimo de los ciudadanos diputados a la Cámara en
1850).
Con todo, J. J. Nieto pudo insinuar que la práctica inglesa era diferente y que los
ingleses protegían a los artesanos y fabricantes de su país. Parecería entonces,
como si "todos esos bellos pensamientos que nos mandan de Europa son para
que se practiquen aquí pero no para que se ejecuten allá". Esta maliciosa
observación se vio rechazada en el debate por Manuel M. Mallarino, casi con
indignación: "...se me dirá que esos principios son buenos en unos casos y no en
otros; pues yo rechazo desde ahora y para siempre, rechazo absolutamente la
diversidad de climas y de latitudes para los principios de la ciencia, para las
verdades eternas que son iguales en todas partes".
Hay un matiz diferente en todos los argumentos aducidos que sería muy útil poder
reproducir a cabalidad. Se trataba, casi, de una representación teatral. Las barras
se hallaban atestadas de artesanos que expresaban su aprobación o su repulsa y
frente a tales manifestaciones resultaba difícil reprimir las buenas intenciones. El
diputado Manrique, por ejemplo, es aplaudido cuando expresa el punto de vista de
los artesanos con suficiente nitidez: "...¿qué es lo que se sanciona entre nosotros?
La tiranía en contra del pobre, el favoritismo en favor del rico: esto es lo que está
entronizado en esta tierra".
4. Reflexiones
Otro rasgo que caracterizaba la controversia era la actitud de las dos fracciones
del liberalismo respecto a las relaciones con el exterior. Pedro Neira Acevedo, un
draconiano, pensaba que la ayuda financiera de los ingleses durante las guerras
de la independencia había dado como resultado que la Gran Bretaña se apoderara
de nuestro naciente e insignificante comercio. Los capitales nacionales se habían
visto devorados por la ambición del imperio sin reportar ventaja alguna para el
país: a cambio de oro y plata los ingleses se habrían limitado a remitir géneros que
sólo servían para fomentar el lujo, sin que por otra parte se hubiera fundado un
solo establecimiento industrial. Según él, "hay comercio libre para acabar de
arruinar con artículos de un lujo costoso y de primera necesidad que echan por
tierra (siendo más baratos) los de nuestras nacientes fábricas".
Es cierto que con ello se prescinde del examen (que sería en todo caso hipotético)
de otros intereses sociales. Se descarta por ejemplo la eventualidad de que los
artesanos granadinos hubieran asumido el papel directivo que desempeñaron los
comerciantes. Pues desde un punto de vista opuesto quiere imaginarse que en
este caso improbable el país habría entrado por las vías de la industrialización,
reduciendo el problema a los términos de una preocupación puramente
contemporánea. Un proceso de industrialización resulta sin embargo demasiado
complejo para contemplar su posibilidad (en el pasado) en términos de una simple
evolución del trabajo artesanal. Aun si suponemos la existencia de talleres
diseminados no podemos atribuirles la virtualidad de transformarse en
establecimientos industriales. Los problemas que implica la acumulación de capital
y la acción clasista que favorece la industrialización eliminan la posibilidad de una
evolución parecida.
Nuestro aislamiento nos preservaba de los efectos de las crisis periódicas del
capitalismo en desarrollo y los únicos que podían tener una experiencia directa de
este fenómeno eran los comerciantes, sometidos como estaban a las restricciones
del crédito internacional para sus operaciones cuando una crisis se presentaba.
• Bibliografía ensayística:
— Ensayos de historia social y política del siglo XX. Bogotá, El Áncora, 1984.
Incluye tres ensayos publicados anteriormente: "Los bolcheviques del Líbano",
"Bandoleros, gamonales y campesinos" y "Raíces históricas de la Amnistía".
Ningún estudio serio puede olvidar u omitir una reflexión sobre esta dimensión de
la Violencia, que por algo fue la que dejó el más duradero impacto en la memoria
colectiva de los colombianos. Esta dimensión de la Violencia es la asociada
primordialmente al sectarismo, a la dimensión político-partidista de la Violencia,
que parecería constituirse al margen de lo social pero que en realidad va más allá:
ha invadido todo lo social y es la que, de hecho, impone su dinámica peculiar al
conjunto. La Violencia es de alguna manera terror concentrado.
Ahora bien, para que se aclare el alcance de nuestro enunciado según el cual este
terror concentrado es la supresión de la política, es imperioso recordar el carácter
último de nuestros partidos históricos y de su enfrentamiento. Se trata, en efecto,
de partidos que responden ante todo a la dinámica de las solidaridades
comunitarias, es decir, que pertenecen propiamente hablando al orden de lo
arcaico y prepolítico y que —como lo han señalado Malcolm Deas y David
Bushnell— llegaron a las gentes y a las localidades antes que el Estado o el
sentido de nación 1 .
No se trataba, en efecto, del terror como una práctica ocasional, sino de algo más
estructurado, de una verdadera política que incluía aspectos tan diferenciables
como los siguientes:
— Hay una estrategia y una programación del terror cuyo objetivo se encuentra
sintetizado en una patética frase, repetida sin descanso por Laureano Gómez
antes de acceder a la presidencia: "Hay un millón ochocientas mil cédulas falsas".
La frase equivalía a despojar de la ciudadanía al partido mayoritario
del país.
— Hay unos agentes del terror, a menudo policías, patrullas del ejército o fuerzas
combinadas que se dedican a asolar pueblos inermes.
— Hay unas organizaciones del terror, constituidas por bandas de fanáticos que
ejecutan la muerte por encargo: los tenebrosos "pájaros". Actúan éstos a sueldo
de políticos, terratenientes y comerciantes, o por cuenta propia, pero en todo caso
con la tolerancia o complicidad de las autoridades y la impotencia de las víctimas
desprotegidas. En el relato ya clásico de Gustavo Álvarez Gardeazábal 4 , todos
los dirigentes políticos de una localidad, públicamente notificados de su muerte
próxima por los secuaces de "El Cóndor", caen acribillados uno a uno y en orden
preestablecido sin que haya poder que se movilice para evitarlo.
— Hay unos rituales del terror, una liturgia y una solemnización de la muerte, que
implican un aprendizaje de las artes de hacer sufrir. No sólo se mata sino que el
cómo se mata obedece también a una lógica siniestra, a un cálculo del dolor y del
terror. El despojo, la mutilación y la profanación de los cuerpos son una
prolongación de la empresa de conquista, pillaje y devastación del territorio
enemigo. Los cuerpos mutilados, desollados o incinerados parecerían inscribirse
en el orden mental de la tierra arrasada. Hay un despliegue ceremonial del
suplicio, expresado a veces en actos de estudiada perversión como el
cercenamiento de la lengua (la palabra del otro), la eventración de mujeres
embarazadas (eliminación de la posibilidad de reproducción física del otro), la
crucifixión, la castración y muchos otros, dirigidos no sólo a eliminar a los
doscientos mil muertos o más del período sino, adicionalmente, a dejar una marca
indeleble en los millones de colombianos que quedaban. También importa
entonces saber cómo se transmite el mensaje de intimidación y cómo se disponen
los elementos del mensaje, cómo se construye el escenario del terror: si los
muertos se dejan amontonados o esparcidos en toda una vereda, por ejemplo. A
veces el mensaje es eficaz porque choca a primera vista; otras logra su eficacia en
la medida en que resulta indescifrable. El escenario del terror debe ser, por otra
parte, visible. Por eso hay ciertas preferencias espaciales: el cruce de caminos, el
paso de los ríos, los montículos reconocidos en la región o el vecindario. El dolor
en estas circunstancias no puede ser íntimo; tiene que ser aleccionador 5 .
— Hay unos instrumentos del terror. No impactan de igual manera los muertos a
bala que los que lo han sido a machete, ahorcados o a garrote. El arma de fuego
puede resultar demasiado expedita si lo que se busca es la dosificación del dolor.
No hay que olvidar tampoco que en el trasfondo de este panorama hay banderas
partidistas. Que se trata de un enfrentamiento entre dos facciones políticas no muy
nítidamente diferenciadas en su reclutamiento, que se necesitan la una a la otra,
que se saben solidarias del mismo orden social pero que, sin embargo, arrastran
"odios heredados" y sus diferencias reales se encuentran por tanto en un pasado
casi mítico, difícil de precisar. En tales condiciones la Violencia tiende a revivir el
drama de la tradición bíblica y greco-romana de los hermanos enemigos (Caín-
Abel; Esaú-Jacob; Rómulo-Remo). De hecho, en una literatura muy amplia y en la
retórica política, la Violencia fue caracterizada durante buen tiempo como una
guerra fratricida, y en consecuencia, posteriormente, el Frente Nacional (acuerdo
bipartidista que pone formalmente término a una primera etapa de la Violencia)
será enaltecido como una reconciliación entre hermanos, entre miembros de la
gran familia colombiana, a la sombra de la Santa Madre Iglesia.
Mirada a través del prisma del terror, la Violencia nos ha dejado una literatura
defensiva y derrotista, tanto que, en contraposición al mito de la revolución
mexicana, se la ha definido como una gran vergüenza nacional que, por lo demás,
no tuvo "ni caudillos, ni batallas, ni ideales, ni gloria" 6 . No obstante, dado su
carácter desestructurador de lo social y lo político, tal vez sería mejor definirla —
tomándole un término prestado a Michel Wieviorka— como un "antimovimiento
social" 7 .
Vista así, la resistencia viene a llenar un vacío dejado por el terror que no sólo ha
suprimido lo social sino también lo político como espacio de intermediación entre
el nivel de expresión de lo social y el Estado. No se puede en consecuencia
olvidar que en Colombia las guerrillas de los años cincuentas surgen al principio
como una forma de organización forzada para confrontar el terror y no como parte
de un proyecto político-insurrecional para la toma del poder, del Estado o del
gobierno. "Las guerrillas las hizo la Violencia", dirían los campesinos del sur del
Tolima, y cualquier liberal de la época podría hacerles coro.
Por eso, a diferencia de las guerras que se declaran formal y solemnemente, que
tienen ritos inaugurales, la Violencia no tiene un comienzo claramente
identificable. Cuando se toma conciencia de ella, ya está instalada en todos los
contornos de la sociedad.
No es del caso hacer aquí una geografía social de estas guerrillas, que con
frecuencia se entrecruzan con otras formas más confusas y subterráneas de
acción armada.
Pero no podemos dejar de mencionar los principales frentes guerrilleros que, con
sus jefes-símbolos, se multiplicaron tanto en zonas de evidente continuidad de
luchas agrarias como en nuevas zonas de colonización dinamizadas por la propia
Violencia. Como zonas de tradición agraria e implantación guerrillera cabe
destacar, en primer lugar, el área del Sumapaz, bajo el liderazgo indiscutible de
Juan de la Cruz Varela, un migrante llegado a la región durante los agitados años
veintes, admirador de Gaitán y reclutado en los tiempos difíciles de los años
cincuentas por el partido comunista; en segundo lugar, el sur del Tolima, cuna de
la guerrilla colombiana actual, en donde las guerrillas liberales de Mariachi y las
comunistas de Isauro Yosa, al tiempo que huían de las fuerzas gubernamentales,
competían entre sí por las mismas bases campesinas. Como ejemplos del
segundo tipo de zonas, las de colonización y refugio, recordemos primero las
guerrillas que conducía Rafael Rangel en las vertientes de los ríos Carare-Opón y
Magdalena medio, en el departamento de Santander, provincia de una
inestabilidad política secular en donde las fronteras entre guerras civiles y
Violencia son particularmente borrosas: escenario principal de la guerra de los Mil
Días (1899-1902); de la virtual guerra civil regional entre 1930-34, al iniciarse la
transición de la hegemonía conservadora a la república liberal, y del despunte
temprano de la Violencia hacia 1944-45. Por último, last but not least, la región de
los Llanos Orientales, que es en realidad la de mayor fusión entre la organización
militar y la organización civil de la población, cuyo jefe, Guadalupe Salcedo, el más
genuino símbolo de la guerrilla colombiana de entonces, amnistiado bajo el
gobierno militar de Rojas Pinilla, habría de caer asesinado luego en la transición al
Frente Nacional. Su asesinato será el fantasma de todo guerrillero amnistiado.
Por otro lado, hay que subrayar que tales guerrillas están sujetas a los mismos
problemas de constitución, conservación y reproducción de cualquier guerrilla, y
que dentro de esta perspectiva, la incorporación a una de ellas tiene implicaciones
como las que a título de simple ilustración enunciamos:
— En suma, todo el problema de inventarse una nueva vida que, dicho sea de
paso, vuelve a plantearse otra vez con todo su dramatismo cuando llega el día de
dejar las armas. He aquí un sinnúmero de elementos para una sociología de la
guerrilla.
No creo trivializar los alcances de este proceso al postular que es innegable que
para muchos niños y adolescentes colombianos entre 1949 y 1965 (para poner un
límite que hoy ya resulta arbitrario), o sea, para toda una generación, su espacio
de socialización no fue la calle, el barrio, la familia o la escuela sino la guerrilla.
Las Farc se precian de tener en su Estado Mayor al más antiguo dirigente
guerrillero del mundo, Manuel Marulanda Vélez, "Tirofijo", iniciado en las guerrillas
liberales a comienzos de los años cincuentas. Para muchos colombianos, ser
guerrillero se convirtió incluso en una opción de vida, como para otros dicha
opción podría ser cura, abogado o zapatero. Casi podría decirse sin caer en la
hipérbole que la guerrilla es no sólo una categoría política sino también un lugar
en la estratificación social. Una rutinización de estas proporciones no deja de tener
onerosas consecuencias sobre la Colombia de hoy.
Pero, vuelvo a insistir, no hay que hacerse exageradas ilusiones sobre el nivel de
articulación o estructuración de los dispositivos de la resistencia. Por un lado,
porque en última instancia cada localidad libraba su propio combate y, por otro
lado, porque aun en el caso de que pudiera hablarse de un proceso global de
resistencia, ésta estaba inmersa constantemente en un entorno de violencia difusa
o —para ponerlo en términos de Hobsbawm— en formas de violencia prepolítica,
como el bandidaje y la simple criminalidad y delincuencia.
Uno estaría incluso tentado a compararlo con dos textos pilares de la revolución
mexicana: el "Plan de San Luis de Potosí", de Madero, y el "Plan de Ayala", de
Zapata, probablemente conocidos por los inspiradores de las Leyes del Llano.
Pero en tanto que los campesinos de Morelos iban más allá de la letra, el conjunto
del movimiento armado colombiano y los hechos mismos estaban muy a la zaga
de una normatividad revolucionaria. Además, quedaría esta diferencia sustancial:
en la revolución mexicana, el terror estaba claramente demarcado en la lucha
revolucionaria, estaba políticamente controlado; es más, el terror aparecía casi
que exclusivamente como la forma de actuar del poder (de los porfiristas, de los
huertistas, etc.,) y no de la rebelión. La resistencia colombiana, en cambio, no
escapaba (o sólo muy marginalmente) a la lógica del terror.
Por supuesto que uno podría interrogarse hoy si realmente esas fronteras
inestables entre las guerrillas y el bandolerismo se clarificaron definitivamente
algún día. Uno podría preguntarse igualmente con razón si la mercantilización de
la política vía el narcotráfico, que le ha dado nuevo impulso al clientelismo (y a
veces visos empresariales), no ha tenido también como contrapartida, vía el
secuestro, una bandolerización contagiosa de la llamada oposición armada en
Colombia. Ninguna guerrilla en el mundo ha practicado el secuestro en
dimensiones tan aberrantes como la colombiana. Y este componente de la lucha
armada, que merecería un análisis muy serio, no puede escudarse en la también
real lumpenización de sectores vinculados a los aparatos armados del Estado.
Detrás del plano impactante del terror y del menos visible de la resistencia, hay un
proceso de profundidad que afecta la propiedad, los espacios productivos y las
relaciones sociales.
Los efectos más álgidos en el plano social, cabe recordarlo, no fueron resueltos ni
por la colonización, dirigida por el Estado o espontánea, ni por los planes de
reconstrucción diseñados por el Frente Nacional 10 .
Bajo esta óptica de los múltiples efectos sociales encontrados, tal vez resulta más
clara la caracterización que hizo Hobsbawm hace más de veinte años cuando
estimó que la Violencia era una especie de revolución frustrada, porque a decir
verdad, mirando retrospectivamente el panorama descrito, se siente como si en un
mismo movimiento todo hubiera sido removido, sin que nada hubiera cambiado.
La taberna de Auerbach
Después de ese primer libro, y tras haber realizado una brillante carrera
novelística, Moreno publicó un segundo libro de ensayos en 1991: Taberna in
fabula. La experiencia leída. Pero su incesante quehacer de lector y de intérprete
literario ha ido dejando a lo largo de estos años innumerables artículos,
conferencias y ensayos publicados en revistas, periódicos y volúmenes colectivos,
incluyendo dos títulos independientes (publicados como folletos) sobre las obras
de Juan García Ponce y William Styron. En su libro Como el halcón peregrino
(1995) se intercalan aquí y allá fragmentos ensayísticos, pero ése es ante todo un
libro de crónicas, de entrevistas y de memorias.
• Bibliografía ensayística:
La Taberna de Auerbach
S e invoca para la presente reflexión una taberna como otros consultarían una
enciclopedia. Las razones son tan múltiples como las páginas de la segunda o los
especímenes humanos que frecuentan la primera, aunque una suerte de filiación
cultural hace que taberna y enciclopedia se confundan. La taberna de Auerbach
constituye no sólo un espacio cerrado donde se ventilan las glorias y miserias de
la condición humana a través del humor y el vino, de la broma y la rencilla, sino
que constituye también lo más parecido al espacio de un libro. El libro que registra
en sus paredes el testimonio más fidedigno del tránsito de un doctor Fausto de
carne y hueso por los ámbitos de este mundo.
En efecto, cuenta la tradición que el doctor Johann Fausto real —mito engendrado
en vientre de mujer— frecuentaba la taberna de Auerbach, sita en la ciudad de
Leipzig, y que un día, en medio de la algarabía de los estudiantes, merced a un
acto de magia hizo aparecer a Homero, tras lo cual, y ante el estupor general, se
marchó cabalgando sobre un tonel de vino. Estos hechos fueron grabados en las
paredes de la taberna y siglos después el joven Goethe, cuando cursaba estudios
de derecho en Leipzig, pasaba largas veladas en el recinto compartiendo con sus
alegres camaradas la visión de las hazañas del doctor, al tiempo que pulsaba la
sugestiva atmósfera que sobre una base histórica dio forma a la leyenda. Las
paredes de la taberna como las páginas de un libro —les murs ont la parole—
registran el texto de una larga tradición cultural, que muy bien puede ser la más
elocuente tradición del humanismo alemán. Taberna y enciclopedia devienen de
esta forma una unidad de sentido que se prolonga desde las postrimerías de la
Edad Media hasta el holocausto de la Segunda Guerra Mundial a través de la
ubicua presencia de Fausto en la taberna de Leipzig y en el campo de
concentración de Buchenwald.
por lo que la reacción de Mefistófeles contra los beodos es casi una redundancia:
los traslada mágicamente a viñedos espléndidos que no son otros que las narices
de los propios compañeros de farra.
Diotima, Effi Briest y la mujer sin sombra. ¿Quién no se ha conmovido ante ese
supremo ejemplo de ecuanimidad cosmopolita —vale decir, universal— de
Thomas Mann, cuando en la declaración de amor más entrañable y célebre del
mundo hace que el joven alemán Hans Castorp se enamore en un sanatorio suizo
de la hermosa rusa Claudia Chochard y que prescinda de las lenguas alemana y
rusa y emplee, en cambio, el francés como idioma idóneo para la confesión de sus
sentimientos? Lo que Brander en la taberna decía del vino francés parece
corroborarlo Castorp con su gramática sentimental y es eso precisamente lo que
han hecho los expresionistas con su estética, plural y lancinante, irreconciliable.
II
¿Por qué los nazis se volcaron con tanta furia contra una tendencia cultural a la
que calificaron de "entartete Kunst", es decir, "arte degenerado"? ¿Por qué a sus
pintores les aplicaron con todo su rigor el "Malverbot" (la prohibición de pintar), a
sus escritores el auto de fe y a sus filósofos, músicos y cineastas, el silencio o el
exilio? Para nadie es un secreto que el expresionismo conlleva un estigma en la
bien maquillada placidez del orden institucional: una vehemente rebelión contra el
sistema marcial del Káiser, primero, y luego una abierta denuncia contra los
errores de la equívoca democracia weimariana. Tras las llamas del Reichstag, de
la colectiva quema de libros y de la hoguera continental, adviene la sombra. Es la
premonición de las tinieblas que casi todos los artistas de la época expresaron sin
pudor, porque gracias precisamente a la falta de pudor resulta más auténtica la
crítica que revelan sus cuadros, sus poemas, sus novelas, sus películas: la misma
cruda disección humana que reflejan los cuerpos tendidos en la morgue del doctor
Gottfried Benn, similar a la radiografía social que ofrece el doctor Alfred Döblin.
Ciertamente, algo más que un largo doctorado va del doctor Fausto al doctor
Caligari o al doctor Mabuse, el mismo tránsito que va de la taberna de Auerbach a
esa taberna expresionista que en el colmo de la ironía Georg Grosz llamó "Stützen
der Gerellschaft", es decir, "soporte de la sociedad", aunque a la vista de la fauna
que inunda el recinto —nazis, judíos, agitadores, nostálgicos del orden guillermino,
Sin embargo, algo más que una perturbadora mise en scène ocurre entre la
taberna de la novela de Mann y la del film de Von Sternberg y es la manifestación
del más rico repertorio cultural que haya contemplado el siglo. En efecto, en ese
breve lapso coexisten nombres como los de Kokoschka y Broch, Kubin y Kafka,
Kirchner y Trakl, Klee y Musil, Schönberg y Gropius, Lang y Mies van der Rohe,
meras cifras de un vasto catálogo que corre el riesgo de tornarse irritante a causa
de su ilustre exhaustividad. Lo que cabe constatar aquí es el abrupto cambio de
clima, evidente en dos versiones estéticas sobre una misma anécdota. Entre la
atmósfera sensual que se desprende del comportamiento de Rosa Fröhlich en la
novela de Mann y la ronca voz y las fascinantes piernas de Lola-Lola en el film de
Von Sternberg hay algo más que un mero cambio de nombre en la protagonista:
una guerra mundial, una revolución obrera que cambió la historia, una inflación sin
precedentes, el crack de un orden económico, el ascenso del fascismo al poder y,
sobre todo, el auge de las vanguardias estéticas. Lo que va desde el lento
envilecimiento del Profesor Basura en la novela de Mann a la apretada sordidez
que se precipita en la película de Von Sternberg es el mismo clima de deletérea
descomposición que contempla el siglo en los dos tiempos de un mismo proceso:
el que en una primera etapa (1905-1918) convierte al Profesor Unrat en El súbdito
Diederich Hessling, del propio Mann, y el que, en una segunda parte (1919-1931)
metamorfosea al híbrido anterior, cuya mejor imagen es el doctor Caligari (el film
homónimo de Robert Wiene data de 1919, fecha que inaugura la República de
Weimar) y que cuando se estrena El Ángel Azul ya ha encontrado en Hitler el
mejor intérprete de sus sórdidos proyectos. En esta segunda etapa, más que por
nombres individuales el catálogo está compuesto por los logros colectivos que
representan el Institut für Sozialforschung —más conocido como la Escuela de
Francfort—, cuya influencia aún hoy se hace sentir a través de sus teorías y
protagonistas (Adorno, Horkheimer, Marcuse, Benjamin, Neumann), la Bauhaus, el
Instituto Psicoanalítico de Berlín o el Instituto Warburg. Como si la presencia de
Fausto en la taberna hubiera transformado los hábitos, ésta se convierte en aula
de conocimiento pero también en antro extremista.
Pero hay en todo esto algo mucho más interesante y es el hecho de que Jenny la
de los piratas, que canta apocalípticamente mientras lava los vasos de los
borrachos en la taberna, le sirve a Ernst Bloch de pretexto para formular una
sugerente y al mismo tiempo preocupante teoría: la profecía de la destrucción de
la ciudad —Berlín, el mundo—, ínsita en los versos de la mujer. ¿De qué forma
esa "innocente plaisanterie" se convierte en presagio del derrumbe inminente?
Bloch afirma que, según la partitura de Kurt Weill, el ritmo en cuatro tiempos de la
canción de Jenny cantada por Polly la noche de sus bodas se convierte en
"marcha fúnebre": algo así como eros y tanatos unidos en la marginalidad de una
ciudad condenada a la desaparición total. El papel de la música es aquí más
importante de lo que a primera vista parece: "Un orchestre de jazz est sur une
scène, qui tient le milieu entre le bar et la cathédrale, et la musique est également
entre le bar et la cathédrale; une cathédrale sous l’aspect d’un bar, on ne peut pas
faire la distinction". De todo esto extrae Bloch una extraña teología: "Dans le pays
de Weill-Brecht non seulement la piété est vulgarisée, mais le blasphème devient
orthodoxe...". Además, el filósofo del Principio Esperanza advierte: "le côté
mauvais, souterrain de la femme, sa secrète complicité avec la subversion qu’elle
apelle et attend". Jenny sería entonces una avanzada del "terror rojo", un heraldo
de la revolución triunfante. Todos, borrachos y espectadores, ríen y celebran la
canción de Jenny, aunque no advierten, como dice Bloch, la verdadera "potencia
de ese pasaje cargado de dinamita": no es el canto de una amante nostálgica sino
la certeza del apocalipsis que se cierne sobre todo el mundo.
pepino podrido". En cualquier caso, esta madre curtida por la experiencia está
convencida de que casarse es ya una "inmoralidad", a lo que su hija responde con
una frase contundente: se casa porque "el amor es más sublime que el culo
caliente". Como se ve, ésta es toda una lección romántica, así se viva en los bajos
fondos. La sorprendente moralidad de la madre de Polly contrasta con "La balada
de la servidumbre sexual", que canta mejor que nadie y donde expone las
hazañas del frecuentador de prostíbulos, y no hay que olvidar aquí que las dos
ocasiones en que capturan a Mackie Puñales es en sendos burdeles, traicionado
por las prostitutas.
En la obra de Kafka las figuras femeninas han sido concebidas en cierto modo
como prostitutas; las relaciones entre ellas y el protagonista son de tal índole que
no pueden conducir al matrimonio, sólo se establecen en estado de inconsciencia
y son seducciones en un lugar extraño; de esta forma satisfacen el ideal soñado
por Kafka: ceder al anhelo de comunicación bajo circunstancias que excluyesen la
posibilidad de una comunidad que, cosa de la que Kafka estaba firmemente
convencido, hubiese significado el abandono de la escritura... Esas mujeres son
fiel reflejo de la conmovedora y suicida lucha por la pureza que llenó la existencia
de Kafka durante los diez últimos años de su vida.
Así mismo, las prostitutas que habitan los cuadros de Max Beckmann ilustran
plásticamente a las que se guarecen en La caja de Pandora, de Frank Wedekind,
y ello le da sentido al aserto de quien dijo que "el artista ve lo humano en las
prostitutas y lo divino en las fábricas y vuelve a situar a cada uno de los
fenómenos en el conjunto del mundo". El sexo, en gran medida visualizado a
través de criadas y prostitutas, de adúlteras y alcahuetas, alcanza en tan breve
período una de sus más profundas y ricas interpretaciones, con lo que la
psicología, por vías de la libido, alcanza rangos estéticos nuevos y sugerentes.
Desde las motivaciones de Lulú o el circuito erótico de La ronda, de Schnitzler, la
sexualidad revela aspectos hasta entonces escamoteados por la pudibundez
decimonónica. Broch, con "El relato de la criada Zerline" —en Los inocentes—,
bucea "desde abajo" en las intimidades de una clase social, distante y orgullosa,
pero que se revela igual cuando no inferior a los demás mortales a la hora del
encuentro amoroso. La criada, como en las mejores novelas del siglo XVIII, le da
un vuelco a la situación al punto de salvar a un asesino. ¿No es el asesinato de
una prostituta lo que pone en marcha la implacable crítica ínsita en El hombre sin
atributos, de Robert Musil? ¿Qué es Moosbrugger sino la enferma lucidez de un
siglo asesino? ¿Qué otro sentido se oculta tras la obra de Kokoschka Asesino,
esperanza de las mujeres? ¿No es ésa la suerte que Jack el destripador encarna
en la compulsiva vida de Lulú? En otro relato de Broch —"Balada de la
alcahueta"— la ya conocida Zerline despliega sus artes y hace que la desnuda
ofrenda de Melita, a quien corrompe, se convierta en una revelación de su propio
ser. Es lo que la súbita desnudez de La señorita Elsa, de Schnitzler, precipita: un
conocimiento que va más allá de lo que ocultan las prendas y un verdadero asalto
a la conciencia de protagonistas y testigos. Broch, que había definido al artista
como "un ser agonizante", indaga en torno a la sexualidad llevado por una certeza:
la de que "al hombre en quien las dimensiones del Ser se disuelven no le será
permitido acostarse con una mujer". Todas estas inquietudes cobran forma y
buscan su expresión en un escenario, de ahí que en la taberna, más que en el
burdel, la prostituta halle un lugar más idóneo para su papel social pues la
intimidad del burdel lo reduce todo a los apremios de la libido mientras que en la
taberna la prostituta (como el mendigo, el borracho, el demente o el conspirador)
está en "sociedad": la taberna, una vez más, es la tribuna de la reflexión social.
que se rescatan voces como las de Hölderlin, Von Kleist y Büchner, convertidos en
patronos ilustres de los premios que algunos de los escritores más notables de la
época recibieron. La taberna sigue siendo el teatro mundi donde coincide el
profesor Basura con el profesor Kien, el patético personaje de Auto de fe, de
Canetti. ¿Es casual que la taberna "El Ángel Azul", donde se centra la anécdota
del libro de Mann, contemple la misma degradación que vivirá el profesor Kien en
el antro llamado "El Cielo Ideal"? ¿Cómo ignorar, así mismo, el carácter de fácil
combustión evidente en los apelativos Unrat (basura) y Kien (leña resinosa)? Para
nadie es un secreto que el orbe monstruoso de Auto de fe está inscrito en la
estética de lo grotesco, expresionista hasta en la antología de muecas de los
personajes, y que el mismo título del libro anuncia y ratifica el clima social de la
época: el incendio de bibliotecas enteras en plena calle por las hordas nazis, como
el desgraciado profesor de Canetti hace con la suya propia. ¿Influencia? Más que
nada consanguinidad, la misma que se advierte entre la novela de Mann y Der
Tolle Professor, de Hermann Sudermann, publicada en 1926, y donde un
irreprochable caballero, arrastrado por sus más oscuros instintos, se sumerge,
como Unrat y Kien, en la degradación. Además, el "insensato profesor" de la
novela de Sudermann ventila sus humores cuando ya para nadie es un misterio el
horror que está a punto de precipitarse. Está visto que para el expresionismo el
destino de los profesores es la entropía y el envilecimiento.
Este recurrente tema del profesor, con preocupaciones casi explícitas frente a lo
que representa la época, se advierte también en el texto titulado "Construido
metódicamente", que forma parte de Los inocentes, de Broch, y que el autor
ambienta deliberadamente en el coyuntural año de 1913. El sesudo profesor
Zacarías, seguro del orden del mundo, teme, empero, la irrupción en tal orden de
lo no mensurable: la actitud femenina, por ejemplo:
y si te ves alguna vez encinta...") su vida comienza a rodar cuesta abajo, hasta
que al final, el propio Lohmann, que contempla la ruina de su maestro, convertido
en frustrado asesino, teoriza sobre su suerte: "Basura, el interesante anarquista
había llegado al crimen. Ahora bien, el anarquista era una singularidad moral y un
extremo comprensible, y el delito una intensificación nada extraña de los afectos e
inclinaciones generalmente humanos".
Gottfried Benn, que con Morgue incrementa el carácter revulsivo del tiempo que le
correspondió vivir, titula "Taberna Wolf" a uno de sus más brillantes textos
mientras que cuatro años después el Kabarett Voltaire abre sus puertas al
escándalo gracias a Hugo Ball y desde el día de su debut el local es considerado
el epicentro del sismo dadaísta aunque a él se vinculen autores y artistas que
luego serían expresionistas de pro como George Grosz y Erwin Piscator. ¿No es
la taberna, en fin, donde mejor se advierte todo ese vórtice espiritual que Döblin
recogerá en Berlín Alexanderplatz? ¿No es también ahí donde un par de testigos
de excepción contemplan la atmósfera nazi, Christopher Isherwood a través del
Kabarett, en Adiós a Berlín, y Thomas Wolfe, a través de un viaje en tren, en
Tengo algo que deciros? ¿No es ésa la taberna que Grosz pintó en 1926 y que
bajo el título Stützen der Gesellschaf cobija la fauna de quienes van a protagonizar
el genocidio? Nazis, judíos y agitadores le dan a ese cuadro, a esa taberna, a esa
ciudad, a ese orbe todo el pathos de lo irremediable.
La taberna de Auerbach y el Café des Westens, donde retozaban los artistas más
delicados, son a la postre la misma cosa: La Morgue de Benn es la taberna del
horror como el Salón de Diotima en la novela de Musil es la taberna perfumada de
la alta clase social a punto de ver periclitados sus privilegios. No en vano el cuarto
secreto del internado de Las tribulaciones del estudiante Törless contempla la
aparición de alumnos como Reiting y Beineberg, que, como Musil anota en su
Diario, ya en los tempranos días de 1906, cuando todo se torna revulsivo social,
preanuncian los rostros totalitarios de Hitler y Stalin. Por otra parte, en el repertorio
de figuras del expresionismo destaca una que define elocuentemente el medio y la
época y es la del idiota. Moosbrugger como Biberkopf dan idea, en las novelas de
Musil y Döblin, de la sinrazón individual apoyada o tolerada por la razón social.
Tampoco falla en tal iconografía el espíritu lacayo, sea éste tan sórdido como el
"neoteutón" que Heinrich Mann pintó inmejorablemente en El súbdito y donde
Diederich Hessling encarna el placer de la obediencia, a costa de la más
oprobiosa humillación, aunque también están los súbditos colectivos de La otra
parte, de Alfred Kubin, novela publicada en 1908, en la que Kafka se inspira, sin
duda alguna, para la conformación de su homo domesticus, y que nos remite a
otros súbditos no menos patéticos: los personajes de Robert Walser en sus
novelas El ayudante y Jacob von Gunten, piezas claves del mosaico servil que la
época exhuma sin piedad ni mesura.
En este mismo orden de contravención filial, no hay que ignorar la burla cruel de
Agathe sobre el cadáver de su progenitor, en la obra de Musil, y, sobre todo, como
reciente proyección y contrapartida de esa atmósfera, El padre de un asesino, de
Alfred Andersch, donde el padre del carnicero Himmler ilustra el horror inminente (
la anécdota ocurre en 1928), al cebarse en un alumno que, como el personaje de
Canetti, se apellida Kien: un leño más para alimentar las llamas. Es como si con
personajes así se estimularan desde las aulas los autos de fe que purificarán al
régimen. En medio de tal ambiente y con semejantes protagonistas, el doctor
Caligari cierra con triple llave su gabinete, ese particular recinto donde la algarabía
y la disidencia de antaño dejan paso a las compulsiones del espanto: el campo de
concentración donde las cámaras de gas le darán su justificación a ese nuevo
orden que nació con la intención de reinar durante mil años.
III
Una sola anécdota, convertida en una de las más crueles paradojas de la historia
europea, basta para ilustrar la sinuosa trayectoria que, en un punto muy sensible
de la conciencia alemana —Weimar—, une la humanidad de Goethe con el sueño
genocida de Hitler.
Weimar, en efecto, es la urbe donde todos los Universales se dan cita bajo la
égida del Consejero Áulico. Capital de las artes y las ciencias, esta ciudad fue el
escenario privilegiado donde confluyeron Cranach el Viejo y Bach, Wieland y
Herder, y donde lo espiritual se hizo real a través del cotidiano diálogo de Goethe
y Schiller. Y no menos ilustres que sus habitantes son los viajeros que
secularmente dieron testimonio de la grandeza cultural de esta pequeña localidad
de Turingia. Por todo esto, Weimar fue entronizada como el símbolo de la
recuperación alemana tras la derrota del Káiser en 1918 y allí se proclama la
República que lleva su nombre. Sin embargo, la gran paradoja mencionada es un
hecho que la historia ha despojado de su cariz más valioso al punto de convertirlo
en una broma sórdida: alrededor de los árboles de Weimar, a cuya sombra Goethe
y Eckermann dialogaron para la posteridad, los nazis construyeron el campo de
concentración de Buchenwald. En ese mismo campo estuvieron confinados León
Blum, autor de unas Nuevas conversaciones de Goethe con Eckermann,
publicadas en 1901, y Jorge Semprún, que en su novela Aquel domingo evoca su
cautiverio y el cruel sinsentido que rodea los hechos.
De ahí que, como expresivamente se desprende del título del célebre libro de
Kracauer —De Caligari a Hitler—, tal atmósfera sirve para trazar la cronología de
la breve y conflictiva experiencia de la República de Weimar. Decir "De Caligari a
Hitler" es tanto como decir: de la locura a la locura. Sin embargo, una pregunta se
impone a la heterogénea cantidad de contradicciones y extravíos: ¿qué convirtió
una era de riqueza cultural tan amplia como la que registró Alemania entre 1918 y
1933 en una era de vergüenza sin precedentes? ¿Qué hizo que, bajo el auspicio
de la ciudad de Goethe, se invirtieran los términos y la espiritualidad deviniera
barbarie? Ni la sociología ni la política y menos aún la lógica alcanzan a explicar el
fenómeno y en esa pregunta no resuelta radica el interés de una era, que un ya
adulto expresionismo recreó con aire premonitorio desde décadas atrás. Musil, en
la segunda versión de "El otoño más nebuloso de Grauauge"
—Fragmentos de prosas póstumas—, dice algo que con cruel ironía ilustra toda
esa época: "La fantasía había sido estropeada por el miedo a la Matemática, como
cosa de gente débil, y donde acababa el saber empezaba hoy la ópera...".
una pregunta define la situación: "¿Hasta qué punto puede dar la cultura de
Weimar orientación a la presente nación alemana? ¿Hasta qué punto puede
convertirse en un contrapeso cultural, en una fuerza resistente a la prusianización
del espíritu germánico?". La respuesta para el porvenir encierra las mismas
expectativas pero también los mismos enigmas que encerró para quienes se
apoyaron en Weimar el encomendarle la suerte alemana a partir de 1919. Ante los
extravíos de la historia, Weimar a lo sumo debe ser considerada lo que siempre
fue: una metáfora del espíritu alemán.
En una fase que bordea lo frívolo, Peter Gay, un divulgador de los faits más
socorridos de la época, arriesga en La cultura de Weimar una curiosa
homologación: "Con su intriga de pesadilla, su apuesta expresionista y su
atmósfera lóbrega, Caligari continúa encarnando el espíritu de Weimar para la
posteridad, tan palpablemente como los edificios de Gropius, las abstracciones de
Kandinsky, los dibujos de Grosz y las piernas de Marlene Dietrich...". ¿No
ejemplifica esta sinopsis el clima tabernario, evidente desde los prodigios iniciales
del doctor Fausto? Sin embargo, el pathos que define el auge cultural de Weimar
multiplica las preguntas y relativiza cuando no anula la pretensión de una
respuesta. En Weimar la invocación de lo cualitativo (Goethe y la tradición clásica,
lo genuinamente alemán, la eclosión cultural) se ve incrementada por el acervo
cuantitativo de obras, autores, tendencias, logros, recuperaciones; pero, de pronto,
tan insólito florecimiento se autoinmola en tierra patria, naufraga o se difumina en
la diáspora. ¿Qué es lo que falla en esta ecuación dialéctica en la que por primera
vez calidad y cantidad marchan al unísono? Como un barco que navega hacia lo
desconocido, la comunidad alemana desarbola la nave y precipita el desastre.
¿No es eso lo que hermana al poema "Demolición del barco ‘Oskawa’ por su
exultante, y por otra, el anciano consejero que reflexiona en un jardín que Hitler
convertirá en matadero y el filósofo demente traicionado por su hermana y
envilecido por la presencia del genocida. La taberna y Weimar son pues el centro
del mundo, el caleidoscopio donde la realidad se vivisecciona sin duda alguna y
que, a tenor de conciencias directrices como las de Goethe y Nietzsche,
desemboca en el horror. La frase "soy cosmopolita, es decir, soy weimariano",
después de la conflagración se puede traducir por "soy un hombre de mi tiempo,
es decir he estado confinado en Buchenwald". Ahora bien, ¿en qué momento
ocurre la metamorfosis entre el jovial doctor Fausto y el mefistofélico doctor
Caligari? ¿En virtud de qué experiencia el festivo contertulio de la taberna se
transforma en el lóbrego experimentador de gabinete? Lo que en la obra de
Goethe se dice del espíritu que "todo lo niega" puede aplicársele, con plena
contundencia, a Caligari: "Tú que eres del Norte,/ y naciste en la edad nebulosa,/
en el caos de la caballería y del poder clerical,/ ¿cómo quieres tener la visión
clara?/ Si sólo en las sombras estás en tu elemento...". De Auerbach a Weimar, de
la taberna al gabinete, de la Hofbräuhaus al campo de concentración: tal es el
breve trayecto que ilustra la metamorfosis de Fausto, del intelectual, del profesor,
del artista que no tuvo claras las perspectivas de su instinto.
Por otra parte, ¿es casual que tras la catástrofe surja otra vez la esperanza,
aunque sea a título de una feroz autocrítica colectiva? Con los ojos enardecidos
por la fiebre de ver el solar de Goethe convertido en campo de exterminio y el
archivo de Nietzsche mancillado por el Führer, el doctor Fausto levanta la mirada y
vuelve a apoderarse del ambiente. ¿No resulta casi providencial que sea 1945 el
año en que aparece la novela Doktor Faustus, del "apolítico" hermano del autor de
El súbdito? Está visto que la lección humanista que Fausto conlleva desde los
albores del Renacimiento recobra sobre las ruinas de nuestro tiempo su vigencia,
tal vez para recordarnos que, mito nacido de vientre de mujer más que de la
imaginación del hombre, su suerte es nuestra suerte y su origen indisociable de
nuestro destino. Maestro y hermano, rebelde y a la vez esclavo de nuestra feble
condición, también en esto Fausto demuestra ser nuestro contemporáneo.
El ensayo "Las delicias del tiempo perdido" fue incluido en el volumen Letras de
esta América (1986); y "Los múltiples Daríos", escrito en 1990, figura en su libro El
coloquio americano (1994).
• Bibliografía ensayística:
"Los españoles, también, van conociendo cosas. El pan cazabe, maíz, chicha,
tabaco, la enfermedad de las bubas, hamacas, yuca, canoas, flechas, bancos de
perlas, guerras, cocodrilos, mares, bosques en donde cada árbol es distinto de los
árboles de España, cada pájaro canta una nueva canción, cada alborada muestra
una montaña desconocida, cada lucha una experiencia deslumbrante, más
deslumbrante que el oro que antes nunca vieron y que ahora pesa en el cuenco de
sus manos temblorosas".
En los viejos cafés bogotanos —luces biliosas, humo de cigarrillos, meseras que
distribuyen, en admirable equilibrio, las numerosas tazas de tinto (café negro y no
vino rojo, como podrían creer españoles y argentinos)— los hombres encontraban
la posibilidad de acceder al único tiempo que parecía válido: el tiempo perdido.
En una de las aproximaciones más agudas para comprender un país sui generis
de América Latina, como es el caso de Argentina, el novelista triniteño V. S.
Naipaul escribía, en 1972, en su crónica "El regreso de Eva Perón":
sólo con mucha atención podemos distinguir los matices. No se entiende nada
pero allí está reunida gente que habla. Oigámosla, comencemos a percibirla.
Los españoles gritan, los italianos vociferan, los argentinos —a pesar de que la
historia insiste en demostrarles lo contrario— todavía creen en sí mismos: hablan
duro. En los momentos de sincera autocrítica no dejan de hacernos saber que
ellos, ¡asombro!, han alcanzado el mayor índice de inflación del mundo. Pero
quizás la dicotomía ya no sea posible establecerla entre el énfasis y la sordina.
Rubén Darío hablaba, en el siglo pasado, del abate mexicano y el vizconde
porteño, es decir, enfrentaba, en el casi imposible equilibrio latinoamericano, al
indio ambiguo y fino y al inmigrante fuerte y prepotente, mejorado quizás ahora, en
este invierno de su descontento. Sólo que hoy en día todos somos indios,
colonizados por Europa, y que buscan en aquellas raíces —en su razón, en su
técnica, en su religión y su política— los motivos no de su actual sino de su
sempiterna indigencia. Pero al llegar a ella, a esa Alemania, por ejemplo, donde
los hijos de los obreros son fascistas y los hijos de los ricos terroristas, todos sus
profetas pregonan una cantinela semejante: soledad y desempleo, emigrantes y
ecología. No diferimos del Tercer Mundo. Todos somos periferia y el centro no
existe. ¡Que viva el irracionalismo!
No quedó entonces más remedio que volvernos a mirar a nosotros mismos; a este
continente rico en expectativas no cumplidas y pobre en sus afligentes realidades
inconmovibles, en el cual la vida política anda a tumbos; la autocensura, no sólo
mental, resulta un recurso perfectamente válido para conservar la vida y su única
institución sólida, el ejército, sigue siendo fiel a quienes lo moldearon en sus
comienzos: instructores prusianos.
Idioma, religión, códigos, formas de pensamiento: todo nos vino de Europa y todo,
afortunadamente, fue adulterado en el Nuevo Mundo. De un Trópico idílico
pasamos a ser una pesadilla exuberante. De la distancia mágica con que se nos
contemplaba nos convertimos en la voracidad feroz con que devorábamos todo
cuanto estaba a nuestro alcance. Con razón en Brasil se creó el movimiento
"antropofágico". Teníamos derecho a consumirnos a nosotros mismos, luego de
haber asimilado todo cuanto Occidente ponía a nuestra disposición. Pero éstos
eran puntos límites. ¿Alcanzaríamos algún día una comprensión real, a la vez
sobria y desencantada? Quizás sí. Bastaba hablar de lo que fuimos, asumiendo
una memoria perdida. En primer lugar, la del genocidio indígena.
sino posterior a toda civilización, por más endeble que ésta haya sido. La selva
invadirá, cómo no, estas ciudades corroídas por la mugre, deficientes en sus
servicios públicos y circundadas por rostros oscuros que echarán por tierra, es
inevitable, el aburrido mito de una blancura distinguida. Las ciudades son la nueva
selva sucia. ¿En ella qué éxtasis, qué revelaciones son posibles?
Es común afirmar de nuestro país que es un país muy nuevo, en el sentido ufano
de la palabra. Pero no es menos en otro; en el de desusado, torpe e inmaduro.
Después de cuatro siglos de "conquista" el hombre es todavía un intruso en estos
confines de América. Yo afirmo —sin remilgado temor ni novelero amor de la
paradoja— que solamente los países nuevos tienen pasado; es decir, recuerdo
autobiográfico de él; es decir, tienen historia viva. Si el tiempo es sucesión,
debemos reconocer que donde densidad mayor hay de hechos, más tiempo corre,
y que el más caudaloso es el de este inconsecuente lado del mundo. Yo no he
sentido el liviano tiempo en Granada, a la sombra de torres cientos de veces más
antiguas que las higueras, y sí en Pampa y Triunvirato, insípido lugar de tejas
Los alemanes, tan bien educados (en apariencia) temen, como una peste, los
riesgos de la intromisión. Es cierto que gracias a dicha asepsia pueden vivir (y
morir) en paz, evitándose molestias y manteniendo una formativa autosuficiencia:
cada cual debe valerse por sí mismo. Pero debido a ello, recortan de sus vidas el
encantador tejido, a la vez superficial y complejo, de las relaciones a flor de piel.
No dominar algo: dejarlo que suceda. Llegue, y haga. Nos destroce, inermes; o
pase de largo, olvidadizos y negligentes. En los latinoamericanos hay al mismo
tiempo un elemento de caos y otro de indolencia. Seres que actúan ante un influjo
externo, prontos y arrebatados, y luego se sumergen en una plácida somnolencia.
Nunca la continuidad. Nadie puede sacarlos de allí. No hay ningún imperativo
moral que conminándolos los obligue a actuar. Se trata de una instintiva confianza
en los destinos de la propia vida como una fuerza, más lúcida y avasallante, que
sabe lo que hace. Como no hay término medio entre la realización o la catástrofe,
todo es un don, y ella nos lo otorga. ¿Para qué entonces el esfuerzo sobrehumano
de intentar orientarla si, en definitiva, estamos hechos con su propia materia, y ella
la amolda a su antojo? Prodigalidad que no cesa y que vuelve fácil el duro oficio
de vivir despojándolo, por cierto, de ese carácter de hazaña y sacrificio que el
europeo, en tantas ocasiones, pretende atribuirle. Las jóvenes promesas
latinoamericanas fracasan muy pronto y se tornan irónicas y desencantadas.
Aprenden a vivir, siendo a la vez indulgentes y rapaces. Son cínicos. Los jóvenes
ambiciosos europeos, por tener tres empleos y cumplir los horarios a tiempo,
mueren de infarto a los 33 años. La vida, para ellos, como algo hecho por el
hombre y que a veces engaña al hombre: tragedia. La vida, entre nosotros, como
un pacto sucio, hecho con la vida misma, y que no parece lícito tomar demasiado
en serio, pues a la vida, es bien sabido, le encanta hacer bromas: melodrama.
Borges, viejo de siglos y a la vez todavía tan sorprendente-mente joven como para
continuar escribiendo poesía, dice en uno de sus últimos poemas:
Sé que he perdido tantas cosas que no podría contarlas y que esas perdiciones,
ahora, son lo que es mío.
...
...
Nuestras son las mujeres que nos dejaron, ya no sujetas a la víspera, que es
zozobra, y a las alarmas y terrores de la esperanza.
Una vez terminada la botella miran los relojes, se despiden y se van. En ese
momento quedé estupefacto: eran demasiado tacañas con su tiempo. Conscientes
de haberlo invertido bien, no podían dilapidarlo. Se corría el riesgo de ser mucho
más felices, de encontrar, gracias al estímulo combinado de la atmósfera y el
alcohol, una verdad, aún no conocida, o una nueva desilusión. En Colombia, en
cambio, me dije, todo hubiera sido distinto. Éramos un país tan pobre que lo único
que teníamos en exceso era el tiempo, tiempo para botarlo y regarlo y
malemplearlo. Tiempo que debía ser entregado a manos llenas, ocultando con ese
derroche el remordimiento inevitable pero en el fondo dichoso por el margen de
arbitrariedad que nos habíamos concedido.
No cumplimos con nosotros mismos, con lo que nuestra conciencia nos dicta, sino
con esa ley mayor que nos rige, y que es indescifrable en sus últimos designios:
las cosas había que llevarlas hasta su límite aun sabiendo que, quizás, en ese
arrebato extremo sólo hallaremos, de nuevo, la frustración de la cual pretendíamos
alejarnos. El deber inexorable que intentábamos, tahúres candorosos, engañar
con tal estrépito. Habíamos perdido, de nuevo, un día; se nos había ido la vida,
pero también, quién lo duda, habíamos sido felices. La frustración que es la otra
cara de la dicha.
Los hombres que beben en las cervecerías de Munich —las mismas donde Hitler
pronunció sus primeros discursos— y que conservan, en aparadores de metal, el
jarro con su nombre y el pequeño barril con su cerveza preferida, se hallan, por su
parte, cumpliendo también una rigurosa misa laica: están perdiendo el tiempo.
Gritos exuberantes y el sentimentalismo fácil de la orquestica, la cual con sus
melodías monótonas y sus sincopadas marchas militares, llena todo el ámbito.
Así, todos ellos, se hallan entregados al cumplimiento de un ceremonial milenario.
Ceremonia que sobrevive incluso a las infamias del turismo pero que debido
precisamente a su vetustez, ya se ha hecho rígida. Es una defensa, no una
apertura. Un último refugio.
En algo que parece una novela, pero que es en realidad un ensayo —Respiración
artificial, de Ricardo Piglia, 1980— este autor argentino demuestra cómo Kafka y
Hitler, en febrero de 1910, se encontraron en el café Arcos, de Praga, y
conversaron largamente. Pero esta verdad poética es apenas metáfora de otra
realidad más concreta: ¿por qué todo lo europeo, al llegar al trópico, se disuelve y
se degrada, convirtiéndose en su más acerada parodia?
Comencemos por limpiar el escenario y descartar una idea fácil. Rubén Darío no
fue un cantor de princesas, cisnes y jardines de Francia. No. Rubén Darío, hay
que decirlo desde el comienzo, fue el más importante poeta americano. El más
vigoroso, el más diverso, el de mayor sensualidad y música incomparable. El que
con mayor clarividencia penetró en el misterio de las cosas y el que con mayor
intensidad logró transmitirnos su reacción sensible y exacta.
José María Vargas Vila, el colombiano que escribió un libro sobre él, contaba
cómo este mestizo nicaragüense, llevado por la marea del alcohol, desembocaba
en una especie de piélago mediúmnico, de estancamiento sonámbulo, del cual
iban aflorando las imágenes claves de sus memorables poemas. En su forma de
componer había algo de trance, como lo recordó otro colombiano, Eduardo
Carrasquilla Mallarino, quien fuera su secretario.
Como en cualquier otro poema de Darío, en estos catorce versos, elegidos al azar,
se encuentran varios de los caracteres que se le han atribuido. Su interés por el
pasado clásico, su lectura atenta de los románticos franceses, en este caso
Nerval, el transfondo ocultista —"los astros me han predicho la visión de la
Diosa"— la fluida elegancia, la alusión a la Bella Durmiente medieval; y sin
embargo, más allá de esta superficie, ensamblada y taraceada con primor, surge
la conturbadora presencia de unos versos inmóviles en su belleza:
Núcleo vital que da paso, en los versos siguientes, a la perpetua carrera de este
Aquiles detrás de la tortuga quimérica: la poesía.
Aquí están ya esos cisnes, tan vilipendiados luego, que él enaltece como una
encarnación en la tierra del enigma de la naturaleza.
Muchos de estos disfraces son los que utiliza el propio Darío, en pos de esa
verdad última, e íntima, que bien podía simbolizarse con el tópico del "vino de
oro". Vitalidad cordial que impregna sus textos y les otorga una alegría creadora
imposible de comparar con ningún otro poeta de su época y de su lengua.
Luminosidad insólita, capaz de abarcar el mundo con su mirada e incorporarlo al
ritmo de sus latidos verbales: "Es incidencia la historia. Nuestro destino supremo
está más allá del rumbo que marcan fugaces las épocas. Y Palenke y la Atlántida
no son más que momentos soberbios con que puntúa Dios los versos de su
Augusto Poema". (De "Salutación al águila").
Hay que pensar entonces en que varios de sus poemas fueron escritos por
encargo, y sujetos a un tema específico. Hay que tener en cuenta también que
muchos otros fueron versos de ocasión para álbumes de señoritas o señoras,
brindis en banquetes o culminación de festejos más o menos patrios. Otros, cómo
no, solicitudes de amigos para engalanar con su firma las primeras páginas de sus
libros, todo ello en una época en que el poeta formaba parte del escenario cultural
de repúblicas recién hechas, retrocediendo en importancia pero conservando aún
ciertas prerrogativas, más de adorno que reales.
Con su poesía pagaban sus puestos públicos. Así lo honró Rafael Núñez,
nombrándolo cónsul colombiano en Buenos Aires, y así lo reconoció Darío
dedicándole un poema en vida y otro con motivo de su muerte. Pero lo insólito no
es esto, sino la capacidad de Darío para llevar la poesía mucho más allá del lugar
en que había quedado: "No se tenía en toda la América española como fin y objeto
poético más que la celebración de las glorias criollas, los hechos de la
independencia y la naturaleza americana: un eterno canto a Junín, una inacabable
oda a la agricultura de la zona tórrida, y décimas patrióticas". (De Historia de mis
libros).
Contener es imposible
Primero buscó en vano las viejas musas, en una compenetración admirable con
sus azules cielos y "las balsámicas brisas del Egeo". Pero en una época donde los
parnasianos tallaban, sin pausa, el marfil de sus camafeos helénicos, Darío no
vaciló en escribir: rodaron las estatuas de los pórticos/ y enmudeció el oráculo de
Delfos. El viejo templo de mármol, donde los neoclásicos se ajustaban la toga,
estaba vacío. A Darío sólo le quedaba él mismo. Su fuente interior. Lo expresó de
modo admirable: Yo tenía quince años: ¡un estrella en la mano! Ya estaba yo
nutrido de Oviedo y de Gomara.
Rasgo típico de una época sincrética, que no vaciló en echar mano de múltiples
pasados, del medieval al renacentista, y del coquetón y almibarado siglo de
Watteau a Nietzsche. Como lo señaló Giovanni Allegra, al hablar del "modernismo
como antimodernidad" 2 , dicho movimiento cuestionaba el progreso, y a la opinión
pública, masificada y burguesa, con su retorno elitista y utópico a una idealidad
aristocrática. La misma, de otra parte, que anima el Ariel, de Rodó, con su
dicotomía latina-sajona, y su balanza inclinada a favor del triunfo del Espíritu y no
del Calibán pragmático y materialista.
Pero lo que era un planteo ideológico se convertiría en Darío, con los años, en
encarnaciones vivas y palpitantes, como en el poema titulado, por cierto,
"Pegaso". El caballo mitológico se había vuelto su propio arrebato creador: ya era
uno con él. Esa capacidad de metamorfosis para ser todos los hombres, y
ninguno, toda la historia, y la suya propia, se torna aún más valiosa,
por su laconismo, en un hermoso poema de 1893 titulado "Metempsicosis":
Rubén Darío soñaba y era tal la intensidad de su sueño y la fidelidad a él, que se
convertía en Rufo Galo. Un hombre, como todos, que conoció el placer y la gloria
y que desaprovechando el instante cayó a tierra, como todos.
Del mismo modo que Shakespeare fabricó su Italia, su Dinamarca o su Roma, así
Darío se inventó su Oriente, su Egipto o su Francia. Gracias a ello la literatura
latinoamericana conquistó una libertad insospechada. Esos escenarios armados
sólo con el fuego de su palabra le sirvieron para manifestar, con una "inteligencia
sensitiva", una modulación, un tono, un habla inconfundi-blemente nuestra, que
podía ir de la España del Cid a los Luises de Francia sin descartar a Moctezuma o
los centauros. Todo cabía en sus páginas, pues todas ellas eran escritas por el
mismo hombre; en búsqueda de su expresión.
Ya el hosanna
Pero no sólo era la dulzura nemorosa del Garcilaso lo que Darío y sus pares
buscaban. Ni tampoco la sabia "frase de fuego", llena de "sagrado encono", con la
cual Quevedo llevó a cenizas últimas el esplendor barroco de nuestro idioma. Era
algo más: una lengua propia.
Lo que Darío propugnaba en estos sus primeros versos, al elogiar tanto a Víctor
Hugo como a Juan Montalvo, era un reconocimiento de lo americano por parte de
"la cansada Europa". Sabía que si "por boca de Platón habla Dios mismo",
también volverá a sonar y a conmover el mundo/la ruda carcajada de Cervantes.
Su idealismo tenía ahincados los pies en la tierra. Podía partir en su arriesgado
viaje. Lo vio Baldomero Sanín Cano en su nota necrológica de 1916:
Poema americano
Cantó así lo americano con un entusiasmo juvenil, donde todo era posible:
"¡América es el porvenir del mundo!". Y esa sincera confianza no se extinguiría
nunca, por más que las tierras de los chibchas, Cuzco y Palenque hayan visto
"engalanadas a las panteras", en la grotesca sucesión de dictadores tropicales. Y
comenzará a sentir las depredaciones de Estados Unidos, como fue el caso de
Cuba, en 1898, y la pérdida del Canal de Panamá, en 1903, que incidieron, de
modo decisivo, en la conciencia política de la generación modernista, tanto en
América como en España. La carencia de una vida civil estable terminaba por
envilecer la prosa.
Como auténtico poeta no hay que olvidar, entonces, cuanto de simple juego y
deleitable artificio hay en toda su obra. Otro síntoma de su grandeza era su
capacidad para entregarse a lo mínimo e intrascendente, con felices resultados.
Un poema, por ejemplo, titulado "Fioretti". Allí una bella pecadora parisiense va a
la iglesia, se confiesa y no da señales de arrepentirse en exceso. El tema, por un
romántico, podría haber sido tratado a lo patético y el castigo, por sus devaneos,
resultar un tremebundo infierno. Darío prefiere decir apenas: Pecaditos de rosa y
seda/ ¿qué mal te van a hacer, Señor?
Había algo encantador y afable en su mirada, que, en otro caso, viendo bailarinas
algo gordas, le hacía exclamar: y aunque es un poco jamona / muy bien que se
zarandea. O reconociendo un pájaro, lo caracterizaba en esta forma "chismoso y
petulante, charlando va un gorrión".
O el gran poeta erótico, que también en pequeños poemas como sus Dezires,
layes y canciones, obtiene joyas perfectas y turbadoras, como al final de este
"Loor", donde su elogio de la carne ya no requiere ni de la ambrosía o el néctar
como mediadores. Aquí es directo y mágico a la vez:
adormecida:
rosa armiño,
a la vida.
viene Eros
Fin
y tendida
va; en él llego
a tu campaña florida.
No se podía decir más con menos. Pero este hombre exaltado por el cuerpo
femenino era el mismo hombre que se asomaba al pozo inexorable del desgaste
vital y que, aun así, ante esa real hecatombe, la conjuraba con versos exactos.
Haremos danzar/ al fino verso de rítmicos pies. Muestran ellos, si se quiere, la
transición entre su gentil galantería y su madurez asumida, con resultados que son
gloria de nuestro idioma.
Nocturno
de mi meditación.
hacia la inmensidad
de la única Verdad.
Cuando un poeta como Darío ha pasado por una literatura todo en ella cambia. No
importa nuestro juicio personal, no importan aversiones o preferencias, casi no
importa que lo hayamos leído. Una transformación misteriosa, inasible y sutil, ha
tenido lugar sin que lo sepamos. El lenguaje es otro. Variar la entonación de un
idioma, afirmar su música, es quizá la obra capital del poeta.
• Bibliografía ensayística:
— Libertad y locura. Bogotá, Ego Puto Editores 1983. Reeditada en 1991 por la
Universidad Nacional y en 1995 por Arango Editores.
Te amaré al amanecer
cuando el sol no salga,
cuando empieces a oler
a fragancia de mañana.
Me deslizaré sobre ti
como el que hurta,
trashumante que busca su alimento
en tierra extraña.
Maitines a Juana.
los caminos del cuerpo se generan, que los amantes pierden con frecuencia esta
batalla, quedando atrapados en el dilema de la muerte o la posesión: cuando no
logramos convocarlos al interior de la vivencia erótica, haciéndolos participar de la
plurivalencia y la transformación, los fantasmas se convierten en amos exigentes
que transforman en farsa exigua la plenitud vital que la relación amorosa nos
ofrece.
En este medio llegan los hijos. No han elegido nacer, ni tampoco las convicciones,
religión o política de sus padres; no han elegido la geografía que los acoge ni el
Estado que registra su nacimiento. El entorno y la cultura —fuerzas que querrán
moldearlos a su manera— surgirán como imperativo, una cara más de esa
arbitrariedad inicial que cual telón de fondo acompaña todas las escenas de la
vida familiar. Si no podemos negarla, si está allí como la trama misma de la
vivencia interpersonal, ¿por qué ocultar la arbitrariedad que es soporte de nuestra
existencia? Aquellos que han caído en la manía explicativa e intentan demostrar
razonablemente lo que no es más que voracidad e imposición, pretenden que en
la vivencia íntima la urgencia de cariño se revista de discursos que den justeza y
validez argumental a su pretensión. Intento falaz, pues la dependencia afectiva
sólo accede al lenguaje de la escenificación y del conocimiento implicativo,
constructos cognitivos que encuentran su entable modular en la fantasía y la
patetización.
Esta urgencia de cuerpos que se atraen, que intentan fundirse pero se frustran y
desesperan al evidenciar la torpeza de sus movimientos, aparece en la conciencia
como turbión de fantasías ambivalentes, porque ambivalente es el protoplasma
afectivo en que se asienta nuestra relación. Imágenes que nos seducen y
aterrorizan, escenificando tanto nuestro gozo como nuestro infierno, ante las
cuales el intento explicativo no suele ser más que una defensa, un
empobrecimiento o una nueva forma de dominación.
la vida social y del cual todos pueden nutrirse, metabolizando cada cual el
alimento en su conciencia donde lo transformará en su elección, única e
inalienable. Para que florezca la libertad —producto que sólo germina en la
conciencia singular—, es necesario que exista un clima de intercambio simbólico y
sensorial donde puedan nutrirse sin chantaje las conciencias. Cabe por eso
diferenciar entre la arbitrariedad de la urgencia afectiva —soporte emotivo de toda
comunidad humana— y la arbitrariedad impuesta por un código moral, una forma
de convivencia o determinado ejercicio de poder. Confundir una y otra,
tornándolas indistinguibles, es treta favorita del autoritarismo, haciendo que la
avidez afectiva
—similar a la que sienten las plantas por el agua, la luz o los nutrientes de la
tierra— sólo pueda ser satisfecha si el niño se pliega a los modelos de desempeño
social impuestos por los padres. Por nuestra parte, consideramos que dar y recibir
afecto debe ser una constante de la convivencia grupal, sin condicionar la caricia y
cercanía corporal a que el otro tome como dogma nuestros caprichos.
La entrega de cariño debe ser una entrega silenciosa, tal como silenciosa circula
la sangre por arterias y venas al compás de un ritmo monocorde e incesante. El
espacio para el cariño es un espacio para la monotonía donde la conciencia debe
poder descubrir las diversas tonalidades de lo cotidiano, la sinrazón de lo
razonable, el caos y el azar que acompañan la existencia diaria. En un ambiente
donde se entregue afecto sin cortapisas, se podrá fantasear a libertad, en silencio
frente al otro. Llevará el hijo hasta el absurdo las convicciones de sus padres, en
un ejercicio de exploración de la intersubjetividad que no tiene por qué convertirse
en causa de alerta familiar; fantaseará la agresión hacia su hermano y el deseo
hacia la madre, labrándose paso a paso un espacio para los sueños. Los padres,
seguros de su necesidad y del afecto que entregan, no conflictualizarán su actitud
—que es también su gozo—, dejando que el niño diferencie entre demandas
corporales y construcciones lingüísticas, entre la inmanencia espacial y las
metáforas del tiempo. El criterio de realidad que los padres transmiten tomará
como paral gestos y movimientos, pues la seguridad que el niño necesita sólo
puede ser comunicada con el cuerpo. Las palabras, creencias, valores e
ideologías, no serán arquetipos fijos e inmutables que terminen doblegando y
tiranizando al diálogo tónico, sino mediadores simbólicos que se construyen y
diluyen al calor de la relación, sin convertirse jamás en avales de verdad o criterios
definitivos de certidumbre. Llenando el nicho afectivo de tacto y de cuerpo e
impidiendo que el lenguaje abandone su forma juguetona y se torne rígido,
directivo y causalístico, contará el niño, cuando lo necesite, con un aval de
seguridad, pudiendo a la vez desorganizar en su conciencia incipiente las formas
simbólicas que se le entregan sin que ello implique el abandono o la segregación.
Entrenado sin chantajes en la dinámica metafórica de la conciencia, podrá un día
acceder a la elección y a la construcción de una nueva verdad.
Para ejercer la libertad hay que saber vivir la dependencia. Cuando la rebeldía
contra la autoridad se realiza sin calor interior, sin capacidad de buscar y encontrar
alimento afectivo, no se tendrá la fuerza necesaria para romper con aquello que
nos limita, añorándose la protección del poder con el resentimiento de no haber
recibido de padres y adultos el calor que en su momento demandamos; situación
que configura un movimiento circular que dilapida esfuerzos y nos condena a
ciegos caminos autodes-tructivos que conducen de nuevo al servilismo. Sin
autonomía afectiva —capacidad de buscar y encontrar sin conflicto el alimento
emotivo—, el adulto jamás tendrá autonomía intelectual ni logrará adentrarse en la
aventura del conocimiento para reconstruir, desde un sesgo peculiar, el legado de
la cultura. Conflictualizar la dependencia afectiva es la mejor manera de educar
para el servilismo, formando contingentes de autómatas anhelantes de las migajas
de los poderosos. Un niño que ha vivido plenamente la dependencia sabrá con
claridad en el momento de la rebelión adolescencial contra quién se debe levantar
y qué formas simbólicas necesita destruir, acometiendo con astucia y prontitud los
cambios que le urgen.
Que el espacio familiar sea un lugar para la urgencia y el silencio, para las miradas
y el calor de los cuerpos, para la intimidad y la monotonía. Que en él pueda el niño
construir un tablado interior para su fantasía, un espacio propio y singular donde
hacerles trampa a las imposiciones de los adultos y poner en suspenso la realidad
sin tener que explicar sus necesidades o justificar racionalmente sus anhelos. Un
espacio interior que no se colapse ante la presencia de tiranos y poderosos, donde
pueda resguardar, en épocas oscuras de terror, el sagrado derecho a la rebeldía.
La fantasía, franja de libre movilidad que amortigua las demandas de eficiencia e
impide que el sujeto termine apabullado en el juego interpersonal, podrá bailar allí
su danza de posibilidades y, conservando su carácter anfibológico, desplegarse
sin enfrentar la dicotomía de perecer apabullada por la censura o convertirse ipso
facto en realidad. Escena sin retoques que disimulen sus connotaciones agresivas
o exigencias que recorten su desafuero en un marco de orden, unidad y pureza,
porque el ser humano necesita de un magín interior donde tenga cabida el
sinsentido y pueda ser espectador del caos simbólico, reconociéndolo como la
fuente brutal y peligrosa de donde nace su fuerza.
William Ospina
William Ospina Buitrago (nacido en Padua, Tolima, en 1954) es uno de los poetas
más destacados de las últimas generaciones y ha logrado también constituir un
auditorio de lectores, más o menos grande, en torno a sus libros de ensayos.
Estos libros (salvo el que escribió y seleccionó sobre Aurelio Arturo) no son más
que mapas de sus amores literarios, acompañados en algún caso (Es tarde para
el hombre —1994—) de declaraciones ideológicas sobre la historia y el mundo
moderno. Por lo demás, su actividad de ensayista se ha ido acrisolando en textos
sin pretensiones de crítica literaria, textos agradecidos y que exaltan la maravilla
del mundo estético (el mundo bello, que no es este mundo), y textos en que brillan
el talento y la elegancia de un prosista clásico, de ideas muy claras (casi que
tipificadoramente reaccionarias) y de medido ritmo poético.
El ensayo sobre "Los cien años de Walt Whitman" pertenece al libro Esos extraños
prófugos de Occidente (1994).
• Bibliografía ensayística:
William Ospina
En alguna de sus páginas personales, John Milton sostuvo que el poeta lírico
puede permitirse tomar vino, pero el poeta épico sólo agua, y tal vez fue Bernard
Shaw quien dijo que la naturaleza se burla de la necedad de los hombres ya que
el agua no sólo es mucho más sutil y deliciosa que el vino sino considerablemente
más barata. Walt Whitman, el infatigable y cósmico hijo de Manhattan, no habría
dejado de aprobar ambas afirmaciones. Sabe que el mundo está lleno de
maravillas pero siente que su deber principal es celebrar la pureza de los
elementos; no alabar las cosas por su rareza, como suelen los hombres, sino por
su abundancia y su frecuencia; cantar, tal vez, lo extraordinario, pero sólo después
de divinizar lo común.
Por eso, casi al comienzo de su "Canto a mí mismo", escribe que las casas están
cargadas de perfumes, pero que esas fragancias podrían intoxicarlo. A la densidad
opresiva de las atmósferas del hombre, él opondrá el deleite del aire puro:
Pero América no es el mero territorio, ni las discordes razas que lo pueblan, sino el
encuentro, en un espacio lleno de promesas, de una nación con una idea. Y
Whitman procurará ser, entre otras cosas, la encarnación de esa idea, del ideal
democrático que Grecia había intuido, que el cristianismo había predicado, que la
Ilustración había razonado y que finalmente fue formulado como propósito
colectivo por "el buen pueblo de Virginia", antes de ir a ennegrecer las bocas de
los cañones franceses y a enrojecer la hoja de sus guillotinas.
Lo que está comenzando no es un territorio sino un ideal, y ese ideal carga los
días de Norteamérica con el desconocido sabor de las frutas del paraíso. El primer
efecto importante de un gran propósito, de esos que abarrotan y fatigan el
porvenir, es borrar o atenuar el pasado. Whitman apenas si les concede
importancia a las tradiciones que le ha dejado la cultura europea. Hace alguna
mención de las viejas doctrinas sólo para decir que se aparta de ellas; hace la
enumeración de los dioses antiguos, sólo para declarar acto seguido cesantes sus
funciones y vacantes sus puestos. Hasta insinúa que una oferta de alquiler
prolifere sobre los palacios del Olimpo y las rocas del Parnaso. Con evidente prisa,
Whitman despide a los héroes del pasado y a sus hazañas, con igual celeridad
despacha a sus colegas, los poetas antiguos, y apenas si tiene unas palabras de
aprobación para el lenguaje y el estilo de William Shakespeare.
Hay quien se pregunta por qué la profusión y por qué la minuciosidad de las
enumeraciones de Whitman. Hay quien ha dicho que éstas "no siempre pasan de
catálogos insensibles". Yo niego esa insensibilidad, en versos siempre alertas y
siempre conmovidos, pero creo entender el propósito casi religioso que mueve al
poeta. El espíritu nuevo que alienta en él tiene que ungir todo el orbe, nada debe
quedar sin ser nombrado, excluido de la bendición de este saludo renovador como
una lluvia. Whitman va vertiendo una especie de agua inaugural sobre todas las
cosas, dando a cada una su lugar en el nuevo universo.
Whitman cada cosa quiere estar de un modo protagónico, ninguna está allí para
servir de decorado, para subordinarse a otra.
No será difícil pasar de allí a lo que Borges llamaría "Una mágica extensión del
principio de identidad", que por otra parte es posible encontrar en algunos
contemporáneos de Whitman como Emerson o Baudelaire.
divinidad cuyas contradictorias facetas somos los seres y las cosas del mundo. En
el admirable poema "Brahma" dejó esta intuición. Palabra a palabra, su eficacia
sintáctica es mayor que la de Hojas de hierba, pero el libro de Whitman nos
transmite mejor el vértigo de esa vislumbre, tal vez porque ésta es menos un
concepto que un sentimiento, y porque un poema, para sugerir o contener el
universo, no puede evitar ser dilatado y copioso. Con menos suerte verbal que
Emerson, Baudelaire también jugó con e1 tema. En "L’Heauton-timorou-menos"
leemos:
la bofetada y la mejilla,
Sin embargo, pocas cosas más triunfales que ese notable poema de despedida de
Whitman que se llama "Adiós", y que surgió de sus últimos años. Nada en él de
sometimiento a la aflicción, nada de deploración de la enfermedad y la vejez como
males atroces. Temprano había escrito esa buena consigna de vida:
Y en esa ley se movió hasta el final. También allí declara, hablando de la muerte
inminente, que para ese fin se ha preparado sin tregua, y así acalla a todos los
que sugieren que su vitalismo y su vocación de felicidad son una negativa a mirar
los males de la existencia y los rigores de la condición humana.
o el abatimiento, o la exaltación,
O, en otra parte:
Y más adelante:
Y también:
y de la simiente paterna,
Lo que pasa es que Whitman no asume frente a estas cosas la actitud del que
piensa que el mundo es un valle de lágrimas y que el deber de los hombres es
considerar las desdichas como actos de justicia, y la enfermedad y la muerte como
el castigo por nuestras culpas.
Para ese fin me he preparado sin tregua, escribe Whitman al final de su vida. Que
no ha vivido cerrando los ojos a la certidumbre de la muerte, es lo primero que allí
parece decirnos, pero hay algo más. Whitman cree que la reconciliación con la
muerte dará al hombre la posibilidad de ser feliz y de gozar de los bienes del
mundo. Más allá de la muerte todo es misterio; ¿a qué asumir que tenemos alguna
certeza, a qué temer, como dijo Sócrates el último día, algo que desconocemos
por entero y de lo que no sabemos si es un mal o acaso el mayor bien imaginable?
Pero lo que causa temor es menos ese ámbito nuevo en el que ingresa quien
muere, que el sentimiento de una pérdida infinita, la prefiguración de un despojo
cósmico, la sensación de que dejamos atrás tantos seres o cosas entrañables y
habituales, y que perderemos, sin haber entrado en su posesión, tantas cosas
posibles. Pero es en la vida donde se dan las pérdidas, esa muerte es cosa de los
vivos, esa muerte suele ser más bien una manera de vivir, hecha de temor, de
postergación y de privación.
ni usado ni inservible.
y no podrás librarte de mí
Una muerte serena y alegre. ¿Podría haber más bella promesa para una especie
sometida por siglos al terror de la muerte? Pero, ¿de qué manera podría el
hombre convertir en algo sereno y alegre lo que sólo se le muestra bajo la forma
del dolor y la soledad, de la desesperación y el despojo? Y Whitman parece
llevarnos a responder así: ¿y si ese dolor y esa soledad, si esa desesperación y
ese despojo no fueran realmente la muerte? ¿Si no fueran más que la forma como
asume la muerte una civilización? ¿Si la lucidez de Sócrates y la entereza de
Cristo en el tormento y la alegría de Novalis y la delicada perplejidad de Emily
Dickinson y la serena ironía de Henry James y la avidez de Borges y la curiosidad
de Marguerite Yourcenar fueran testimonios de que la muerte puede tener otro
rostro para los hombres, de que la especie podría encontrar una manera más
dulce de mirarla, una manera menos desesperada y desamparada de asumirla?
Es eso lo que subyace en aquellos famosos versos de "Rabbi Ben Ezra" de Robert
Browning:
Y, con todo, la reconciliación con la muerte sólo podría darse por la vía de una
reconciliación con la vida. Ya intentó el cristianismo hacer virtuoso al hombre por
Por lo demás, no fue Cristo quien aconsejó ese culto, como no fue él quien
recomendó como instrumentos de purificación de los pecadores el potro del
tormento, ni los garfios de hierro, ni las piadosas hogueras de la Santa Inquisición
y nadie duda de que, predicador de la fraternidad y recomendador del perdón,
habría reprobado esas prácticas inciviles.
Pero mediante tales instrumentos fue construida la cultura que Whitman está
confrontando con esa voz torrencial llena de vitalidad, de sensualidad y de
espontánea simpatía por los seres humanos. Esa confrontación no siempre es
tácita. En el espíritu de Darwin, Whitman celebra la recuperación de nuestro
pertenecer a la tierra, la certeza de que somos parte del vasto cuerpo de la
naturaleza:
naturaleza,
raíces y cortezas...
Creo que una hoja de hierba no es menos que el camino recorrido por las
estrellas,
y que la vaca paciendo con la cabeza baja supera a todas las estatuas
Es bello comprobar que Whitman no mistifica. Que la eficacia de sus versos nace,
por el contrario, del modo como devuelve a cada cosa su función natural y la
extrañeza que le corresponde. Ante la imposibilidad de decirnos qué son las cosas
y por qué suceden, el poeta se refugia en el gozo que le producen, en la belleza
que irradian para él. Y la verdad es que leemos a Whitman para contagiarnos de
ese entusiasmo por las cosas del mundo, de esa sensación de que todo está lleno
de dádivas inmediatas, no de promesas distantes. Pocas veces en la historia
alguien buscó tan cerca los materiales de su utopía. Pocas veces alguien adivinó
tan cerca el inexplorado Paraíso.
Las otras dos eran más sutiles. Pero la de Nietzsche, quien siempre negó formar
parte del gremio de mejoradores del hombre, era menos una proposición que una
hipérbole. Basta oír la palabra superhombre para saber que no estamos ante una
idea sino ante un mero énfasis. En el fondo no creía en el hombre sino en la
necesidad de dejarlo atrás. Su ética es tan intolerante con la imperfección de los
otros que termina siendo fastidiosa. Además, ya se sabe: cuando la imperfección
reina en el mundo siempre hay lugar para la imaginación y para la indulgencia;
cuando el mundo cae en manos de los hombres perfectos también el horror suele
alcanzar la perfección.
El ensayo "4 años a bordo de mí mismo: una poética de los cinco sentidos"
pertenece al libro mencionado.
• Bibliografía ensayística:
1. "Argumentum ornithologicum"
Un hombre cierra los ojos y ve una bandada de pájaros y no sabe cuántos pájaros
son. Supone con seguridad que no pueden ser menos de dos ni más de diez. Esta
Una ironía imperturbable gobierna la visión que acabo de describir: el hombre que
cierra los ojos y ve una bandada de pájaros es, además, un hombre ciego. La vida
entera de Jorge Luis Borges se repliega en el lenguaje. Lo único que el
"Argumentum ornithologicum" demuestra es la coherencia de su propia
articulación, y los ojos muertos de quien habla, los pájaros que ve, el Dios del
silogismo, aparecen como figuras de su introversión. Al lado de esta austeridad
admirable hay, al mismo tiempo, una felicidad del lenguaje, un "Argumentum
ornithologicum" en la historia de la novela colombiana que no se propone una
coherencia distinta de su propia sensorialidad, la demostración jubilosa de que el
mundo existe.
Los ojos que así se abren, que de ese modo perciben el mundo, minuciosamente,
prolijamente, abandonan por un momento los sistemas del número y del nombre
para sumergirse en la prolijidad de lo real, en ese espacio donde cada cosa, cada
ave, cada uno de los 14 alcatraces, resplandece con luz más viva, entra en
posesión de su único nombre, de su número único, de tal manera por ejemplo
(aunque dar un ejemplo es aquí un decir) que el séptimo alcatraz se apropia del
número siete para él solo, despoja al mundo del número siete. Pero, por supuesto,
el número que sólo puede aplicarse a un individuo ya no es un número. En los
primeros años del siglo XX, Bertrand Russell definió el número a partir de la teoría
de los conjuntos formulada por Jorge Cantor en 1870. A primera vista su definición
puede considerarse como una petición de principio: "Un número —dice— es lo
que representa el número de una clase" 3 . En otras palabras, un número es el
nombre de un conjunto: el número 2 es el nombre con que designamos los
conjuntos que se constituyen de un par de elementos, el número 3 es el nombre
con que designamos los conjuntos que se constituyen de un trío, y así
sucesivamente. Y no obstante, esta definición transparente de número deja sin
resolver los fenómenos de la individualidad y la pluralidad. Así por ejemplo,
cuando se dice "3 árboles" o "4 alcatraces" se implica que cada uno de esos
árboles o de esos alcatraces es idéntico a los otros, cuando en realidad es único.
Suponer que la pluralidad existe en el mundo implica desvanecer la especificidad
de cada uno de los seres, quitarles su existencia individual.
2. La prolijidad de lo real
El mar es constante, pero sería mejor que callara en veces un poco, para dejar
esa respiración calmada que tiene en ocasiones. Pero, tan seguido, tan exacto,
tan igual, fastidia como una mujer a la que se ha besado 112 veces. La mujer en
sus 10 primeros besos pone partículas de alma que les dan un sabor indefinible.
Después, hasta los 50 apenas vienen pequeños brillos de pasión. Los 40
siguientes, han ido acopiando fastidio, hasta no llegar a ser sino fugitivas uniones
de labios. Después, son apenas sombras, esbozos, remedos. Y, por último, los 2
finales no se realizan jamás. Son esos besos que damos a la primera mujer que
encontramos una noche en la calle y que nos lleva a su casa y a su sexo. De
manera, pues, que de una mujer los únicos besos utilizables son los 10 primeros y
los 2 últimos.10
3. Sensacionalismos vanguardistas
Pero aún más, el ojo que percibe "3, 1, 7, 13 estrellas vacilantes", percibe también
una forma, una serie de relaciones únicas —tres estrellas aquí, una allá—, una
geometría que no se abstrae del mundo y que antes de instituirse en una disciplina
universal se convierte en el arte de una mirada específica. En las líneas que
vienen a continuación un cuerpo se dibuja entre las redes de una geometría, pero
no para que se reproduzca su figura de la misma manera, por ejemplo, como un
geómetra de Estambul puede reproducir el mismo triángulo que dibuja un
geómetra de Huancavelica, sino más bien para que la geometría exprese la
irrepetible perfección de ese cuerpo. Es una indígena. La primera mujer indígena
que el protagonista de la novela ha visto en su vida: "Geométricamente perfecta,
con su manta que la desnuda y la boca roja, tensa, ceñida, apretada en un
imaginario mordisco. Brazos en cilindros y en ángulos. Senos temblorosos y
duros, que perfuman la noche. ¡Cabellos lacios, duros, empapados en aceite de
coco!" 14 .
El origen del sensacionalismo que gobierna sus páginas debe buscarse más bien
en la crónica periodística que sirvió de base a la novela. En efecto, hacia fines de
abril de 1930 estalló una guerra entre dos tribus indígenas de La Guajira, los
epinayúes y los epiyúes. La guerra despertó la atención del gobierno y mereció un
cierto despliegue en la prensa. Zalamea Borda, que en ese momento lo consideró
oportuno, publicó en el periódico un poema titulado "Bahíahonda, puerto guajiro",
dedicado crípti-camente "A la señora condesa de Podewills". El poema apareció el
23 de abril de 1930 en el periódico La Tarde, un vespertino que se presentaba
como vocero de la juventud liberal, filial del periódico El Tiempo, que apareció
entre el 15 de marzo y el 30 de junio de 1930 bajo la dirección del joven Alberto
Lleras Camargo. El poema despertó el interés por Zalamea Borda, quien dos años
atrás había vivido en La Guajira desempeñándose como guarda de las salinas
marítimas de Manaure 19 . Aunque los versos de su poema son pobres llegaron a
ser considerados como una muestra novísima de poesía y con esa calificación
aparecen en la última página de la antología de Ismael Enrique Arciniegas,
Prosistas y poetas bogotanos (1938). En el siguiente fragmento puede advertirse
¡Bahíahonda!
Cuociente
el silencio.
despiertas en la playa
Y lejos,
De estas diversas circunstancias —de la guerra entre las tribus indígenas, del
hecho de que La Guajira fuera entonces casi desconocida, del poema de Zalamea
Borda—, surgió la idea de escribir una crónica sobre la península que se tituló "4
años a bordo de mí mismo (memorias de Uchí Siechi Kuhmare)" y que apareció en
doce entregas, entre el 10 de mayo y el 5 de junio de 1930, en La Tarde. Esa
crónica, que ocupaba la totalidad de la página 4, que venía acompañada de
ilustraciones y fotografías llamativas, y que prometía para el día siguiente un
nuevo y excitante capítulo, manifestaba el deseo constante de mantener la
atención del público lector. Algunos de los titulares que publicitan la crónica dicen
así: "La ciudad de las 125.000 mujeres y los 1.500 automóviles"; "Un capítulo
extraordinario y matemático como un vuelo de submarinos, 2x2, 4 —2x3, 6— 2x4,
8. El número es la clave del mundo, la exactitud de la belleza se compendia en
una remota posibilidad, 2x2, 3".
Un día, entre las brumas de ese horizonte de sal, ve un punto muy vago, una línea
oscura, una figura que va creciendo a medida que se aproxima, un cuerpo de
mujer envuelto en una manta roja, muy viva, en el que corren a hundirse en tropel
todos los sentidos sensoriales: los ojos se tornan omnividentes a lo largo de la
piel, el tacto se apresura a percibir un matiz distinto entre poro y poro, el oído
recoge los incontables tonos de esa voz, el olfato se desliza en el aroma del aceite
de coco y el amante la llama: "Kuhmare, Kuhmare, mástil del barco de mi vida" 34
.
Junto a esta concepción del lenguaje que entiende las palabras —como las
cosas— dispuestas para una sensibilidad finísima e irritada, existe también en la
novela una comprensión del lenguaje que identifica las palabras y las cosas. Esta
segunda concepción puede explicar en parte la razón por la cual nunca se llega a
conocer el nombre del protagonista. Es evidente que Zalamea Borda prefirió dejar
sin nombre a su personaje para distanciarlo un poco de sí mismo, para
independizarse un poco de la actitud decididamente autobiográfica que
caracterizaba la crónica periodística. Pero también es cierto que hubiera podido
buscarle otro nombre. En la crónica del 5 de junio de 1930 dice refiriéndose al
nombre "Eduardo": "Ese nombre que me pusieron allá (en Bogotá), cuando me
bautizaron. Sin mi consentimiento. Para satisfacer una necesidad de clasificación.
Han debido ponerme otro nombre. Más de acuerdo conmigo mismo. Ese nombre
no dice nada. Lo llevan multitud de personas".
No es difícil aceptar con simpatía esta concepción del lenguaje que sueña con una
identidad de las palabras y las cosas. Y sin embargo, el extremo de esta
concepción, su deformación en alegoría, es lo que más aleja al lector
contemporáneo de la novela de Zalamea Borda. Así por ejemplo, nos resistimos a
compartir con el protagonista la idea de que el nombre de un hotel en Riohacha —
el hotel "Libertad"— pueda ser la clave de su destino 37 , o que le sea posible ver
en los ojos de un hombre taciturno, así, directamente, el rostro de la mujer que
ama 38 , o que la prolijidad vital de La Guajira sea designada, de un tajo, como "la
tierra de los cuatro planos. El cielo, el mar, la tierra, la vida" 39 . Quien puebla de
signos el mundo corre el riesgo de alegorizar cada gesto, de no ver ya más el
mundo 40 . El número deja de ser entonces el nombre inmanente e indisputable
de cada cosa y se convierte en la clave de una trascendencia: el 1 es Dios, el 2 es
el amor, el 3 es "el padre, la madre, el hijo. Los animales, los vegetales, los
minerales. El triángulo. El nacimiento, el vértice y la muerte" 41 . Y si todo lo que
existe contiene el número 3, se desvanece esa particularidad de cada cosa que en
otras ocasiones defendía la sensorialidad hiperbólica e irritada del protagonista. La
alegoría desaparece, desfigura la individualidad de los seres y las cosas. Puede
ser que Dick, el contramaestre holandés del barco que lleva al protagonista a La
Guajira, sea descrito como un viejo marrullero; lo que parece excesivo es que en
la novela se presente también como una figura sacerdotal: "Dick —dice el
narrador— es el hombre faro [...] es la palabra misma. La palabra que habla, no
por su boca sino por sus manos" 42 . En ese sentido, Dick es el logos, y al mismo
tiempo, el falo, erecto y vigilante, pero a causa de la alegoría, lejos del mundo.
5. El escritor y el viajero
La noche está sola. Sola como la luz. Abandonada sobre el mundo, extendida
sobre muchas ciudades, muchos campos, bosques, islas, mares, aldeas. En la
ciudad la acompaña la otra soledad. La de las lucecitas pequeñas de las bombillas
eléctricas, la de los cigarrillos taciturnos, dormidos en las manos fatigadas de la
madrugada. Las lucecillas del cigarrillo malo del asesino, que se esconde entre su
sombra cuando siente pasos cercanos. Pero aquí en Puerto Colombia, está más
sola que en todos los lugares del mundo.
Para quien no conoce las circunstancias en que fue escrita la novela, la primera
frase —"La noche está sola"—, y la última
—"más sola que en todos los lugares del mundo"— se refieren básicamente a la
misma noche y sólo se diferencian por el tono categórico de la última frase. Y sin
embargo, para quien examine de cerca estas líneas, se trata de dos noches
completamente distintas aunque no exista solución de continuidad entre ellas. El
proceso que lleva de la una a la otra es imperceptible y frágil: es el proceso que
sigue el escritor al internarse paulatinamente en el espacio de su propia
imaginación. En él se combinan dos elementos deícticos complementarios 44 : de
una parte, la deixis implícita en toda narración en presente —como si la expresión
"la noche está sola" equivaliera a decir "esta misma noche"— y dentro de la cual el
narrador desarrolla una idea secundaria: la soledad de la noche en las ciudades; y
de otra parte, la deixis que señala el lugar desde el cual se habla —"Pero aquí en
Puerto Colombia..."—, que sorprende al lector con la noticia de que al narrador-
protagonista no se encuentra en la ciudad nocturna (como hubiera podido
pensarse) sino en un puerto desde el cual evoca esa ciudad. Tal es, pues, el
espejismo de la narración en presente y que en estas páginas produce el efecto —
para recordar el célebre relato de Julio Cortázar— de "una noche boca arriba": en
la noche de la ciudad un hombre escribe la historia de un joven que aguarda en la
noche el barco que lo llevará a La Guajira y que en su espera evoca la ciudad
donde un hombre escribe su propia historia.
La voz del viajero prefigura la voz del escritor. La voz del escritor traiciona la voz
del viajero. En ocasiones, en muchas ocasiones, ambas voces se articulan al
unísono y no es fácil diferenciarlas. Al llegar a Riohacha el viajero, o bien, al
ocuparse del episodio de Riohacha el escritor, el uno o el otro, el escritor o el
viajero, piensa en la embarcación del Capitán y la llama "la goleta oscura que
golpean eternamente las olas como al rodillo los tipos de la máquina" 50 . La
comparación entre la goleta y el rodillo de la máquina de escribir establece una
ambigüedad, en el "como" confluyen dos instantes separados por años y no
sabemos si atribuirlo a un viajero o a un escritor que se esfuerza por describir con
precisión y con ayuda de lo que tiene más a mano, el movimiento de unas olas
que vio una vez en su adolescencia. El escritor es el rival del viajero, el uno
desearía ocupar el lugar del otro y viceversa, y simultáneamente ambos desean
internarse en lo más vivo de la sensorialidad y los nombres de la sensorialidad, en
un paisaje donde resplandecen 14 alcatraces inmensos.
6. Noticia
subtítulo, con el nombre que Zalamea había recibido de una indígena y que
correspondía al de un pájaro guajiro que silba, quería ser la relación de un viaje
por una península exótica o semi-bárbara. Pero en la novela el subtítulo es
distinto. Al llamarse Diario de los 5 sentidos, el énfasis ya no está en el recuerdo
de un viaje por un territorio exótico, sino en la expresión inminente de la
sensorialidad. Si en 1934 Tomás Galvis acusó a la novela "por su intensa y
constante voluptuosidad que culmina en insinuaciones vergonzosas y en frases de
repugnante crudeza" 51 , todavía a fines de los años 50 el prolífero Humberto
Bronx manifestaba que,
Noticia
Comenzóse a escribir esta novela un viernes, día 9 del mes de mayo de 1930 a
las 9 de la noche, entre ruidos callejeros y en una máquina de escribir cuyo
número ignoro, marca "Continental". En las oficinas de "La Tarde", calle 14,
número 89.