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I

Abundan los estudios dedicados a recabar ejemplos acerca de las transformaciones acontecidas
en las sociedades occidentales desde fines del siglo XIX. Muchos de esos trabajos comparten
hipótesis y zonas de análisis: señalan que estamos en presencia de un cambio de época, aunque
debaten respecto de qué significa exactamente el que así sea. Algunos de ellos atribuyen estas
transformaciones a las relaciones entre el mercado y el estado, otras indican que el devenir
moderno o postmoderno halla su origen en los notables impactos de las tecnologías de la
información, otros en fin postulan que tales transformaciones no serían posibles a menos que
hubiera tenido lugar la desarticulación simultánea de las organizaciones nacionales propias de la
política moderna.
En lo que sigue exploraré una hipótesis alternativa y pretendo ligarla con algunos ejemplos
procedentes de la situación de la educación en Chile. Las razones de ello se deben al intento de
conferir sentido a la sensación tan común de estar viviendo un periodo arduo, un momento
histórico en que cohabitan aspiraciones rayanas en la anarquía e invocaciones al orden cívico, un
tiempo de delirios contestatarios y de raptos de disciplinamiento burocrático; una época, digamos,
de contradicciones palmarias: nos comportamos en ella tal como quien camina de la mano de un
maníaco depresivo (Bolaño, 2000: 57) –o peor, como quien es uno de ellos.
La hipótesis que pretendo esgrimir es en rigor una intuición. Procede del sentimiento de
que algo muy profundamente nuevo está aconteciendo y está motivada por lo que Herzog, el
personaje de Bellow, señala en una de sus delirantes cartas: “Pocos intelectuales han captado los
principios sociales que hay detrás de esta transformación cuantitativa” (S. Bellow, 2004:73),
refiriéndose al hecho de que los habitantes del planeta alcancen una cifra superior a 2.000 millones
de habitantes y que esta cifra sea por sí misma “una especie de milagro” que deje “anticuadas
nuestras ideas prácticas” (S. Bellow, 2004:73). Hacia lo que quiero llamar la atención es al estupor
contenido en la frase de Bellow, el mismo temple al que alude Zizek al referirse a la “forma
hegemónica del multiculturalismo” con el que dice que nos inunda hoy la prensa liberal, tratando de
hacer que nos olvidemos del problema real: la “despolitización de la economía” que es la “ideología
del actual capitalismo global” (Zizek, 2008: 11).
Más directamente dicho. Al mismo tiempo que nos asombramos de las cifras –
demográficas, delictivas, pero sobre todo económicas- nos quedamos silentes, por cuanto
presentimos que la brutalidad de estos guarismos está operando una mutación enorme que se
desplaza por debajo de nosotros, dejándonos en medio de la nueva situación sin poder hacer, sin
poder decir, sin poder siquiera ser. Las cifras parecen despojos de mensaje, sustraídas de su
entorno humano: el punto en el que Zizek coincide con Sennet, en la medida en que ambos indican
que lo que caracteriza un cierto momento de la evolución de las sociedades modernas
occidentales es un estado de “afasia”. Así, en tanto que para Zizek la cuestión reside en “politizar
la economía” (2008: 12) mediante un gesto que las traduzca al lenguaje de la ideología, para
Sennet (2007:27), aludiendo a las limitaciones de la manera en que Weber se representó la
sociedad, sobrevino un quiebre cuando la obediencia se transformó en interpretación (Sennet,
2007: 34), vale decir, cuando la sociedad construida sobre el modelo militar prusiano creció al
punto de necesitar interpretar las relaciones entre los individuos.

Aunque el título de mi presentación no sea lo suficientemente preciso, o justamente a


causa de ello, valga señalar que la política a la que se refiere es específicamente a la
política educativa. Ello por razones que además de las obvias –después de todo, éstas
jornadas tratan justamente ¡sobre educación!- son las que servirán de introducción al
contexto de la exposición.
En primer lugar, porque la educación chilena ha estado marcada desde mediados
de la década pasada por conflictos que han buscado corregir severos desequilibrios que,
teniendo su origen fuera del ámbito educativo, han impactado decisivamente a una
educación pública cuya profunda pauperización parece haber estado inscrita en el destino
de las transformaciones originadas durante la dictadura. Tanto es así que para
comprender este proceso, en segundo lugar, parece necesario remontarse a la reforma
del sistema educacional del año 1981, que implicó cambios en relación con su
organización institucional, su estructura normativa y los mecanismos de su financiamiento.
Tales cambios, en tercer lugar, respondieron a su vez a la transformación del rol
del Estado desde una concepción de bienestar a una que concibe su rol como subsidiario;
una concepción desplegada por la dictadura cívico/militar desde casi los inicios mismos
de su gobierno, a fin de alinear al sistema educativo con las políticas a las que venía
plegándose sin excepciones la vida nacional (Rodríguez, 2005).
Finalmente, las implicaciones de la metamorfosis del rol del Estado se
manifestarían tanto en cómo se comprende y en cómo se distribuye la educación
(Rodríguez, 2005), en un plexo de complejas relaciones, cuya descripción sería más o
menos la siguiente. La estabilidad del pacto social depende de aceptar que los actores
primarios son los individuos, cuya acción libre (“económicamente” libre, ha de entenderse)
suministra todo lo necesario para la vida social: bienes materiales -y, vamos a conceder,
que también bienes simbólicos. Cuando ello no sea posible –supongamos bona fide que
ello se produzca por justificadas limitaciones al emprendimiento privado, debidas a
insuficientes y/o malas regulaciones- el estado deberá proveer bienes y derechos básicos
de forma directa o subsidiándolos. Una consecuencia de la distinción del rol del estado
respecto del rol de los privados, para el caso de la educación será que, una vez
superados los estándares mínimos que deben ser asegurados por el estado, la educación
puede pensarse perfectamente como bien de consumo, es decir, no como un bien
público.
II
Parte de lo que he señalado puede servir de indicio respecto de cómo responder a la
crisis socioeducativa por la que atraviesa el país. Vale decir, hay algo muy profundamente
errado en el modo en que se ha gestionado la política educativa que nos ha conducido a
este desfiladero de problemas –un desfiladero que es, por cierto, tributario de la reforma
del 81 y continuado por la reforma de los 90. Pero no quisiera que ustedes me concedan
sin más la conclusión. Pretendo ofrecerles algunas razones para justificarla.
Ante todo, cabría preguntarse ¿Por qué se insiste tanto en la motivación que
conduce a explorar el efecto de soluciones reductivas en orden a mejorar el acceso, el
financiamiento, los procesos educativos en sí mismos, los resultados y, en fin, la
contribución que la educación hace o puede hacer al desarrollo social y al bienestar y el
florecimiento humano? Este proceder puede ilustrarse apelando a múltiples ejemplos de
política educativa. Ejemplarmente, según me parece, podría imputarse un tal proceder a
la verdadera distanasia –si se me permite esta metáfora médica: el ensañamiento o
encono- de la política educativa en función de hacer depender el juicio sobre su calidad y
equidad, del puntaje obtenido por los estudiantes en el Sistema de Medición de la Calidad
de la Educación (SIMCE).
Por supuesto, digo esto no tanto para expresar mi desacuerdo con las
evaluaciones estandarizadas; más bien pretendo decir que no puede ser correcto limitar la
calidad de la educación al SIMCE, a los puntajes promedios nacionales y, todo sea dicho,
a semáforos y mapas de establecimientos rojos, amarillos y verdes. Pese a mi manera de
decirlo, que tiende a hacer pensar que mi objeción es de índole política, es necesario que
lo veamos como un punto más bien conceptual -o filosófico, si quieren llamarlo así.
El punto conceptual sería entonces éste. Afirmo que casos como el de la exigencia
que impone SIMCE a la dinámica educativa, estarían construidos sobre la base del mismo
raciocinio que H. Putnam identificara como el proceder propio de “muchos economistas”
(Putnam, 1996: 13). Es decir, obedecería a la prescripción (positivista) según la cual
existiría una dicotomía entre hechos y valores, la que justificaría desconectar ambos con
la finalidad de priorizar los primeros en desmedro de los segundos. Usando este raciocinio
se lograría una suerte de triunfo cognitivo alcanzado al precio, no obstante, de exiliar de la
política educativa los valores a los que ella declara estar primariamente orientada
(Tedesco, 2008). Una victoria, digamos, tan positivista como pirrónica.

III
Permítaseme decir algo más sobre los efectos de este proceder, antes de explicar
con más detalle algunos de sus supuestos básicos.
Si la ventaja obtenida –lo que antes llamé “victoria” y la razón por la que la
califiqué de “pirrónica” y “positivista”- supusiera una pérdida en la capacidad o en el
alcance de la política educativa para estrechar la brecha de desigualdad, como creo que
es el caso -porque si hay algo que no hemos hecho es precisamente aminorar la
segmentación y, menos, la segregación-, podríamos mitigarlo con el consuelo epistémico
de haber logrado al menos un control cognitivo cabal sobre las variables que causarían
las anomalías que querríamos modificar, justificando la política así diseñada por medio de
la adopción de un fundamento metafísico que haría de la pérdida de los valores un efecto
irrelevante –una especie de “ruido metodológico”. A fortiori aduciríamos que este no sólo
es el único modo posible de progresar en la disminución de la desigualdad sino que
además sería el único correcto.
Todo pareciera estar en regla, salvo porque esta manera de pensar es de iure
cognitivamente incorrecta. Vale decir, irresponsable en aquél único respecto en relación
con el cual se suponía que era responsable; es epistémicamente irresponsable.
Irresponsable por falsa, por si alguien quisiera objetar mi atribución moral a un
procedimiento epistémico.

Y su falsedad deriva de la motivación por separar hechos y valores que están, al


decir de mismo Putnam (Putnam & Walsh, 2009), “entrelazados” (entanglement). Ello
equivale a decir que “[…] hay hechos […] que entran a la vista sólo a través de los lentes
de una perspectiva evaluativa” (Putnam, 2003: 396; traducción mía). El tipo de hechos
que nos interesa describir cuando nos embarcamos en el proyecto de representar el
mundo que vivimos qua seres humanos no puede ser señalado mediante palabras que
tienen una “parte descriptiva” y una “parte evaluativa”, por separado. Esta idea, que tiene
su origen en Iris Murdoch, obtiene su razón de ser del abandono del supuesto que
consiste en que mientras algunas palabras de nuestro lenguaje ético “describen”, otras
“valoran”. De modo que, siguiendo la exposición de Putnam (1996: 196):

Murdoch fue la primera persona en hacer énfasis en que los lenguajes tienen dos
clases muy diferentes de conceptos éticos: los abstractos [sutiles], como el “bien” y
el “derecho”, y los menos abstractos, más descriptivos [densos], como, por
ejemplo, cruel, petulante, desconsiderado, casto […] argumentó que no hay
manera de decir cuál es el “componente descriptivo” del significado de una palabra
como “cruel” o “desconsiderado”, sin usar un vocablo de la misma clase […]

Por su parte, McDowell (1978, 1979) argumentó que una palabra tiene que estar
vinculada a “ciertos intereses evaluativos” para funcionar de la manera en que una
palabra ética densa (descriptiva) funciona. Separar estas palabras en un “componente de
significado descriptivo” y un “componente de significado prescriptivo” fracasa a causa de
la imposibilidad de expresar cuál es el “significado descriptivo” de “cruel” sin usar la
misma palabra o un sinónimo.

El aporte de Murdoch, por otra parte, no se redujo a esto. También subrayó que
cuando nos enfrentamos a una situación que requiere una evaluación ética, las
descripciones que necesitamos -los motivos y el carácter de los seres humanos,
digamos- son descripciones en el lenguaje de un “novelista sensible”, no en el lenguaje de
una jerga científica o burocrática. El mundo que habitamos en tanto seres humanos no se
puede describir en términos de “neutralidad valórica”; no sin tirar los hechos más
significativos junto con los “juicios de valor”. El que así sea autoriza a pensar en una
economía y una ética sin dicotomías (Putnam, 2009), puesto que es el mundo en que
vivimos precisamente el que debe interesar al economista tanto como al filósofo moral y al
diseñador de política (Putnam, 2000):
El mundo en que vivimos […] no se divide claramente en “hechos” y “valores”;
vivimos en un mundo humano confuso en el que ver la realidad con todos sus
matices […] puede, en cierta medida, enseñarnos a verlo, y hacer “juicios de
valor” adecuados son simplemente habilidades no separables (Putnam, 1996:
197).

Finalmente, una consecuencia adicional de que Murdoch tenga la razón deriva de


ampliar el alcance de sus contribuciones más allá de la esfera puramente privada, en
cuyo contexto deben resolverse los asuntos de justicia social. Si se acepta que hechos y
valores están “entrelazados” en la vida individual, habría que mostrar casos en los que
algo semejante debiera ocurrir en la vida social. Putnam conjetura que es posible
mostrarlo, apelando a:

[…] casos hipotéticos en que dos personas “están de acuerdo en los hechos, pero
en desacuerdo respecto a los valores”, pero -agrega Putnam- en el mundo en que
crecí esos casos no son reales. ¿Cuándo y dónde estuvieron de acuerdo en los
hechos un nazi y un antinazi, un comunista y un socialdemócrata, un
fundamentalista y un liberal, o incluso un republicano y un demócrata? Aun cuando
se trata de un asunto político específico […] lo que se puede hacer respecto al
empeoramiento de la educación estadounidense o al desempleo, o a las drogas:
todos los argumentos que he escuchado han ejemplificado el entrelazamiento de
los hechos y lo ético (Putnam, 1996: 197)

Antes he señalado que mi manera de presentar el contexto de mi reflexión


señalaba ya cierto juicio acerca de cómo avanzar en resolver el problema al que nos
venimos enfrentando en educación en el país y estaba pensando precisamente en esto:
mientras que los economistas trabajan sobre la ilusión de que existiría una diferencia
ontológica fundamental entre hechos y valores, los filósofos y educadores, entre tantos
otros, tendemos a apoyar tal manera de pensar. Y lo hacemos al punto de hacer parecer
a los argumentos éticos algo que no son. Es como si al olvidarnos de cómo es una
discusión ética, no hubiésemos olvidado ipso facto de la ética.

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