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INTRODUCCIÓN.

lia determinado uniones duraderas y fijas, el dogma de la hospitalidad


engendra otra especie de prostitución, que debe ser igualmente ante-
rior á las leyes religiosas y morales. La hospitalidad no era sino la
aplicación de este precepto, innato quizás en el corazón del hombre, y
procedente de una previsión egoísta, mas bien que de u n a generosidad
desinteresada, que ha hecho después la caridad evangélica: «Haz por
otro lo que quieras que hagan por tí.» E n efecto, en medio de los
bosques en que vivia, el hombre sintió la necesidad de hallar, siempre
y en todas partes sitio en el hogar y en la mesa de sus semejantes,
cuando sus correrías vagamundas lo conducían lejos de su cabana de
ramas, y de su lecho de pieles: era u n a condición general que vino á
hacer de la hospitalidad u n dogma sagrado, u n a ley inviolable. El
huésped en todos los pueblos antiguos era acogido con respeto y ale- -
gría. Su llegada era de buen augurio, y su presencia traia la dicha
al seno del hogar que lo abrigaba. En cambio de esta dichosa influen-
cia que él llevaba consigo y dejaba por donde quiera que iba, justo
era esforzarse en complacerlo, y cada cual lo hacia en proporción de
sus medios. De aquí la solicitud y cuidados de que era objeto. El
marido cedia de buena voluntad su lecho y su mujer al huésped b e -
néfico que los dioses le enviaban, y la mujer dócil á u n a costumbre
que lisonjeaba su caprichosa curiosidad, se prestaba gustosa al acto
mas delicado y esquisito del trato hospitalario. Verdad es que no se
prestaba desinteresadamente, sino con la esperanza de u n agasajo,
que el estranjero solía hacer el dia siguiente á su amada de la noche,
al tiempo de saludarla en despedida.
No era esta sola la ventaja que la mujer sacaba de su prostitución,
autorizada, prescrita aun por sus padres y por su mismo esposo, sino
que también corría la suerte ó probabilidad de recibir las caricias de
u n dios ó de un genio que la hicieran madre de u n a ilustre y gloriosa
descendencia; porque en todas las religiones, lo mismo en las de la
India que en las de la Grecia y Egipto, era creencia universal el trán-
sito y hospedaje de los dioses entre los hombres, bajo u n a trasforma-
cion h u m a n a . Este viagero, este mendigo, este ser diforme y d e s -
graciado, que hacia parte de la familia desde que salvaba el umbral de
la casa ó de ia tienda, y que en ella se instalaba como dueño á título
de la hospitalidad ¿no podia ser Brama, Osiris, Júpiter, ó cualquiera
otr© dios disfrazado, que hubiera descendido entre los mortales por

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