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François-Xavier Bellamy,

el valor de la tradición y la
experiencia en educación
Luis Rubalcaba, catedrático de la Universidad de Alcalá

Hace 10 días tuve la fortuna de participar en un excepcional congreso sobre


educación organizado por la plataforma Be-Education y un grupo de colegios
de España. Más que un congreso era un encuentro de gente que compartía su
pasión por las personas, los alumnos en particular, y su deseo de aprender y
vivir la vida en plenitud. La calidad del congreso y el nivel de los ponentes y
discusiones merecen la atención de cualquier educador. Aunque el entorno era
la educación escolar, algunos profesores universitarios también estábamos
presentes y pudimos beneficiarnos de estar allí. ¡Cuánto bien supone para los
profesores universitarios que nos recuerden que también nosotros somos
educadores!

Quiero solamente centrarme en lo que he aprendido del encuentro con


Francois-Xavier Bellamy, profesor de filosofía, político en Francia, y autor de un
libro recientemente publicado en España (Los Desheredados, Ediciones
Encuentro). Su historia merece la atención de cualquiera que tenga interés por
la educación. Representa la mejor expresión de una tradición educativa única
con la que vive y genera experiencias excepcionales en sus alumnos, hasta el
punto de conseguir que chavales con problemas de integración cultural y social
adquieran gusto por la lectura, la poesía, la educación en general, y más en
general aún, por su propia vida. Bellamy critica con mucha razón el sistema
educativo francés, basado en pedagogías modernistas, que ha desheredado a
los alumnos de las tradiciones culturales desde las que debía partir su camino
educativo de verificación/refutación. Pero lo interesante de Bellamy no es que
defienda una cierta tradición educativa, con la que se puede estar más o
menos de acuerdo, sino que representa, en acto, lo mejor de una tradición que
se hace viva y potente en su quehacer educativo y político, con iniciativas que
construyen realmente e integran a jóvenes de todo tipo, raza y condición.
Bellamy me parece que representa el valor de la tradición educativa más
auténtica, lo que creo que sirve al debate sobre las opciones de pedagogía
educativa. Los profesores estamos siempre entre la opción de educar desde
una cierta tradición que los de más edad conocemos bien (por ejemplo, a
través de la primacía de la transmisión de contenidos, y con apoyo de las
clases magistrales, la repetición y la memorización entre otros) y las modernas
pedagogías que se han impuesto a dicha tradición (por ejemplo, dando mayor
protagonismo a los alumnos en el aula y a las actividades prácticas, buscando
la formación de habilidades y competencias más que transmitir contenidos, y el
famoso “aprender a aprender” tan aclamado por unos como denostado por
otros). Y los profesores muchas veces acabamos en puntos intermedios que a
veces no acaban de convencernos. Lo de toda la vida parece que ya no sirve y
las modas pedagógicas son muchas veces un gran supermercado de nuevos
productos que tampoco sirven, como recientemente ha escrito en estas
Páginas Ferrán Riera. En la universidad, la aplicación de Bolonia sigue siendo
un problema y factor de incomodidad para muchos puesto que, en términos
generales, ha supuesto un movimiento del modelo tradicional hacia el
modernista, que no siempre es fácil ni está exento de problemas mayores.
Vaya por delante que no me gustan los extremos en este caso, ni menos las
posiciones que defienden los extremos desde dialécticas constructivistas o anti-
constructivistas. No confiero propiedades salvíficas a ninguna opción
metodológica por sí misma. A veces pienso que hay que adaptar la pedagogía
a los alumnos que tenemos delante y a nuestra forma personal de educar (lo
que resulte más útil al profesor y sus alumnos) y no al revés. Pero también
existen extremos buenos de los que aprender, que se producen cuando un
profesor genera una experiencia educativa verdadera, tenga la metodología y
posición pedagógica que tenga, como en el caso que nos ocupa.

Me quito el sombrero ante hechos como los que contó François Bellamy que
muestran la potencia de una aproximación plenamente humana y anclada en la
experiencia, y no en el discurso, para la tarea educativa. Bellamy nos ofrece
todo el valor posible hoy en día de las bondades de cierta metodología
tradicional (como ejemplificaba a través de la enseñanza del pensamiento
clásico o al proponer la repetición de poesías), en un mundo hoy donde eso
podría parecer imposible que pueda funcionar. Y desde ahí Bellamy muestra
cómo se hacen posibles experiencias educativas capaces de integrar a
chavales con dificultades varias, que pocos darían nada por que pudieran
funcionar con esas metodologías. Existe un gran valor en la tradición educativa
que Bellamy encarna, y que nos anima a todos a redescubrir: la unión entre el
valor de la persona y la transmisión de la herencia y la cultura como elemento
esencial de la educación. Este valor es tantas veces negado de modo absurdo
por ciertas corrientes modernistas, como si se pudiera educar fuera de una
cultura y de una tradición heredada. De Bellamy aprendemos la potencia de
este valor esencial, como también en otras ocasiones encontramos valor en
maestros que utilizan diferentes metodologías, las más modernas incluidas,
que no son necesariamente incompatibles con las tradicionales.
Desde mi punto de vista la clave no está en las metodologías (aunque nos
todas son iguales y las hay mejores que otras y algunas que pueden funcionar
en más casos que otras) sino en la persona y en los hechos, algo que a veces
olvidamos o damos por supuesto, arrastrados por el error de tener mucho
razonamiento y poca observación (según la cita de Alexis Carrel que utiliza
Luigi Guissani en su libro El Sentido Religioso). Explico lo que quiero decir con
un ejemplo de tipo personal. Tras el congreso yo estaba admirado de lo que
había visto y oído en los ponentes, Cesana, Luri y Bellamy en particular, y en la
fuerza que se trasmitía en la atmósfera del congreso. Pero también, un instante
después me separaba de ese asombro, me veía bloqueado en la búsqueda de
un juicio adecuado sobre el balance justo entre tradición educativa e innovación
educativa adaptada al mundo de hoy. Buscaba puntos intermedios que no me
llevaban a ningún lado, fuera del asombro que había vivido durante varias
horas. Afortunadamente, ese mismo día, una amiga me invitó a una cena con
Bellamy, en casa de un amigo común, y en esa cena tuve la ocasión de
descubrir toda la potencia de su humanidad y la de algunos amigos suyos que
también estaban presentes. Comprendí cómo la grandeza educativa nace de la
grandeza humana de ciertos maestros que imprimen huella, huella que
permanece indeleble de por vida, especialmente para los que luego nos
dedicamos al mismo oficio de por vida. Oyendo estas cosas recordaba a mi
profesor de Latín, Sr. Torrent, que me daba clase en segundo de BUP en el
Instituto Ramiro de Maeztu de Madrid, por la forma de enseñar, muy parecida
en su pedagogía clásica a la de Bellamy, y por su forma de mirarnos y de
pronunciar nuestros apellidos: en clase terminábamos hablando latín mejor que
inglés. La cena me mostraba en acto cómo los maestros cautivan,
especialmente cuando viven a su vez cautivados y del agradecimiento hacia
sus maestros, tal como Bellamy estaba agradecido hacia los autores clásicos,
los literatos y poetas, y hacia su abuelo que le enseñó a disfrutar memorizando
poesía. El asombro ante lo que estaba aconteciendo en aquella cena me
desbloqueó y me hizo volver al asombro valorando aún más la estatura
educativa de los profesores que estaban en esa cena, cuando se contaban
ejemplos de cosas que pasaban entre sus alumnos, y pasando a un segundo
plano las cuestiones metodológico-pedagógicas, más circunstanciales y
coyunturales. Un método pedagógico específico puede servir a algunos
alumnos y profesores y puede no servir a otros, pero una forma de mirar
apasionada a los alumnos sirve a todos. A partir de esa cena ha nacido en mí
el deseo de profundizar en el juicio cultural sobre la educación (incluido el
debate entre tradición e innovación) partiendo de lo que está en el origen de
nuestra experiencia en el ámbito educativo, y no de juicios separados de la
experiencia, los de mi dialéctica antidialéctica incluidos.
Mi conclusión es doble: 1) es un gusto poder aprender de la experiencia de los
maestros y ojalá vivan y crezcan las experiencias educativas auténticas que
ponen la persona en el centro, como las vistas en Bellamy y en tantos ponentes
del congreso propuesto por Be Education, como Cesana y Luri y otros, algunos
representando perspectivas pedagogías, sociales y políticas muy diferentes; y
2) Bellamy nos enseña que no es posible educar sin una trasmisión de la
cultura y la herencia recibida, donde poner a la persona en el centro es
inseparable de esa transmisión. Esto resulta esencial para cualquier método
educativo, dentro de lo cual, pienso, bienvenidos sean aquellos instrumentos
metodológicos concretos y pedagogías específicas, sean tradicionales o
modernas, que construyan, que sirvan instrumentalmente a que haya
experiencias educativas verdaderamente humanas y atractivas. En
instrumentos, libertad para examinarlo todo y quedarse con lo bueno, como
dice el Evangelio. La clave son las personas y los hechos. Por eso hay más
que ganar en juzgar sin separarse de las experiencias que en razonar dando
por supuesta, o como ya sabida, la observación de lo sucedido.

Será muy interesante poder trabajar el libro de Bellamy para aprender de sus
muchos certeros juicios y provocadores hechos, como es un gran reto el crecer
conjuntamente en la fascinante experiencia de educar educándose,
aprendiendo de otros.

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