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Piedras,

huesos y cacharrería

El arqueólogo se interesa por las cosas y por las formas en que pueden ser
utilizadas para reconstruir los tipos de vida de los pueblos antiguos. Robert
J. Braidwood (1960)

No hay un campo más fascinante y extraordinario que la arqueología. Voy un poco
más allá, para la gente, cuando les hablamos de antropología, no hacen otra cosa,
sino pensar en la arqueología como disciplina y práctica. Eso es, para una gran parte
de la humanidad, la etnografía y la etnología no existen, sólo existe la arqueología, y
tal vez, la paleoantropología, aunque la confunden, y se comprende, con ella. Para
bien o para mal, la arqueología viene precedida de una fama de aventuras, hallazgos
extraordinarios y tesoros valiosos. De igual manera, le llega al público en los medios
de comunicación con la aureola de lo que yo llamo el síndrome de Indiana Jones:
todos los arqueólogos son estos hombre arrojados y temerarios que luchan contra
las fuerzas del mal para salvar ese tesoro o pieza valiosa. Poco saben, que el
verdadero arqueólogo en Indiana Jones, está representado en las escenas
transitorias en las que dicta clases sobre el desarrollo pre-urbano en Anatolia, o en
las que explica los detalles de la vida cultural de un pueblo a través de sus restos
materiales. Las escenas, una o dos por filme, son brevísimas, y sirven para darle
entrada al Dr. Jones a una serie de aventuras inverosímiles. Muchos estudiantes de
antropología (y de aquellas o aquellos que terminaron en la arqueología) llegaron a
este campo atraídos por esas aventuras, o por la vía deslumbrante de Karnak, o el
valle de los Muertos en el río Nilo. Otros, por las pirámides del sol, en el mundo
maya. No hay que dudar que los medios de comunicación, y la revelación en los
canales de historia, o en las revistas populares de geografía y ciencias, han servido
de carnada, de señuelo, para que cientos de jóvenes se enamoren de una disciplina
seductora por demás. ¡Y eso es muy bueno!

Pero tengo que decirlo, hay una gente para quienes la arqueología es una ciencia
miserable, interesada, de manera patológica, por las piedras, los huesos y la
cacharrería (objetos de alfarería) de los indios. Esto, no me lo he inventado, lo he
escuchado de la boca de mucha gente. Para ellos, esos materiales son un obstáculo al
progreso, a la construcción de una carretera, o al levantamiento de un centro
comercial en medio de un valle montano, o donde antes estaba un humedal.
Encontrarse con muchos cacharros significa tener que informar el hallazgo, detener
el proyecto, hacer más estudios y hacer algo por esos materiales. Sabemos quienes
son ellos, y no hay que nombrarlos. Lo que ignoran es que esos lugares con piedras,
huesos y cacharrería son páginas de nuestra historia que no hemos leído,
interpretado ni valorado. Si los destruimos, aceleramos nuestro desconocimiento de
la vida social y cultural en el país, a través del tiempo. Es decir, destruimos el pasado
como quien le pega fuego a las fotos y documentos de la familia. Tan sencillo como
eso.


¿Pero, qué es la arqueología, y porqué fascina a quien se sumerge en ella?

Sencillamente, la arqueología es el estudio de la sociedad, a través de sus restos
materiales y físicos (incluyendo los biológicos) y su interpretación. Ni más, ni
menos. Es posible pensar que la arqueología es una disciplina cuya visión y técnicas
contribuyen a expandir nuestro conocimiento de la historia humana, pues su objeto
son los restos materiales en el tiempo, y a través de ellos interpretar la acción
humana sobre el paisaje y su relación con otros grupos sociales. Es una manera de
mirar al pasado que se concentra, no en los documentos, ni la escritura (aunque
muy bien puede usarlas), y sí en la cultura material de la gente estudiada. A mi
modo de ver las cosas, no existe eso de la prehistoria, concepto usado para aquellas
sociedades antiguas, sin escritura, así como tampoco existe la protohistoria, etiqueta
que se le ponía a las sociedades que empezaban a tener algunas formas de escritura,
como las primeras civilizaciones. Como sugería Eric Wolf, ese modo de pensar
presupone que esos pueblos “antiguos” no tenían historia, y por ende existían previo
a la historia occidental, contada a partir de la Biblia o de otros textos fundamentales,
como Homero, las tragedias y los escritos filosóficos griegos. O tal vez desde la
escritura cuneiforme en Mesopotamia, y de los textos jurídicos, como el Código de
Hammurabi. Mi planteamiento consiste en insistir que de lo que se trata es de
estudiar la historia, que en algunos casos podemos hacerlo primordialmente desde
la palabra escrita, mientras que en otros casos, solo contamos con los restos
materiales dejados por esas sociedades. Esos restos pueden ser centros
ceremoniales en el bosque tropical yucateco, o tal vez son restos de maquinaria en
una hacienda cafetalera de principios de siglo XX. El rigor, la pasión y la técnica
arqueológica nos permite acercarnos a esas vidas y a la historia hecha por ellos,
sobre el planeta.

Como bien sabe una buena parte de la humanidad, la arqueología es asociada a una
de sus técnicas de estudio de campo más icónicas: la excavación. Esto se debe a que
el paso del tiempo, o para ser preciso, la acción constante e inmisericorde de los
procesos naturales sobre los artefactos de los humanos, los ocultan y se los tragan:
la lluvia, la erosión, el viento, la deposición de sedimentos sobre las estructuras, el
crecimiento de la vegetación, la desertificación, los terremotos, los tsunamis, las
inundaciones, los fuegos, hacen que un templo de varios pies de altura hace 500
años, sea hoy un monte espeso, irreconocible a simple vista. Para hallarlo y para
empezar a ver su forma, hay que desmontar, desyerbar y excavar. Pero antes de eso,
hay un proceso metódico extenso, que incluye lo siguiente: estudios de los escritos
sobre el área, entrevistas con colegas, entrevistas con arqueólogos amateurs y
anticuarios, visitas de campos, descripciones de viajeros, entrevistas con personas
de las comunidades, reconocimiento de la superficie para identificar restos de
cultural material (por ejemplo, herramientas de piedra o hueso, objetos de
cerámica) desperdigados sobre el terreno, reconocimiento aéreo en aviones para
observar los cambios en el terreno y las formas de la acción humana que se ocultan
bajo la “naturaleza”, imágenes satelitales para mirar en detalle esas formas y
cambios en los colores de la vegetación, expediciones para rastrear el área en detalle
y tal vez hacer unos pozos de prueba para conocer un poco sobre la posibilidad de la
existencia de restos de cultura material en ese lugar en específico. Sí, sé que se han
percatado de ello: antes de hacer un proyecto con excavaciones, hay una gran
cantidad de tiempo, esfuerzo y peritaje invertido en el proceso de identificar las
posibilidades de un lugar para llevar a cabo una investigación.

En esa larga lista no he incluido en luengo proceso de estudiar y conocer todo lo que
hay escrito sobre las culturas de esa región y lugar. Si a una arqueóloga le interesa
estudiar las sociedades indígenas de un municipio de Puerto Rico, como Cabo Rojo,
debe conocer muy bien la literatura arqueológica del Caribe y todos sus debates
sobre migraciones, evolución cultural, difusión de rasgos culturales, diferencias y
semejanzas en la cultura material (la cerámica, las herramientas de piedra, el ajuar
ceremonial, la forma de las aldeas, los adornos corporales), las formas de
producción (agricultura, pesca, caza menor), y el desarrollo de centros
ceremoniales. Los arqueólogos, en esencia, deben ser antropólogos. Debe conocer
los trabajos iniciales de Irving Rouse en esa zona (y leer sus notas de campo), el
trabajo de Gus Pantel sobre los pueblos de recolectores y cazadores armados con
herramientas de piedras, el estudio de Christopher Goodwin y Jeff Walker sobre la
ocupación de Villa Taína, las descripciones de los pueblos pre-taínos y su cultura
Ostionoide, o las recopilaciones y descripciones de Antonio Ramos Ramírez (Mao)
sobre las sociedades indígenas y coloniales.

Me explico, deben ser profesionales formados en la ciencia (o disciplina)
antropológica, y conocer los debates teóricos y las prácticas y metodologías de la
antropología, para aplicarlas al proceso de comprender e interpretar a las
sociedades, por medio del análisis de sus restos materiales. Deben también ser
artífices del conocimiento interdisciplinario, y hasta transdisciplinario. Los
arqueólogos deben manejar equipos de trabajo que cuentan con peritos en diversas
disciplinas: agrimensura (para medir el terreno, localizarlo en los mapas),
cartógrafos (para ubicar el lugar y los componentes culturales en un mapa),
fotógrafos (para documentar el proceso y los artefactos y demás hallazgos),
dibujantes (para las piezas arqueológicas, bocetos del yacimiento y reconstrucción
de la vida en una aldea), paleobotánicos (especialistas en botánica y la recuperación
de materiales vegetales que permitan conocer cómo era la vegetación del lugar),
geólogos y edafólogos (para entender las capas de sedimento y los procesos
naturales, así como los suelos), químicos especialistas en datación (para aplicar
técnicas de medición de tiempo, como Carbono 14), informáticos (para
procesamiento de datos, y para modelos de computadoras de cambio y
transformación de las sociedades) y arqueo-zoólogos (para reconstruir la fauna del
lugar, tarea que a veces requiere de diversos estudiosos: ictiólogos, especialistas en
mamíferos terrestres, y malacólogos –para animales marinos con concha—, entre
otros). A los arqueólogos siempre los he mirado como conductores de orquesta,
quienes se aseguran que la obra se interprete de la mejor manera posible, y para ello
hacen todo lo que está a su alcance, y maestría, para que todos los músicos y el coro,
desempeñen el papel que les toca. Todas y todos, trabajando en concierto, para
sumergirse en la historia y tratar de entender qué sucedió en la historia.

La materialidad es el meollo de la arqueología. Si hay alguna ciencia social
materialista (y no me refiero al asunto teórico), es la arqueología. En estos días, la
disciplina quiere ser más pensante, más simbólica y hasta entender los detalles de la
vida social, doméstica, productiva, política (el poder) y hasta lingüística de los
pueblos estudiados. Inclusive, hay toda una arqueología que analiza las diferencias
de género en la producción y apropiación de la cultural material. Conocer esas
dimensiones de la humanidad es vital para el gran proyecto arqueológico. Pero,
independientemente de las múltiples opciones de la arqueología , esta disciplina
sigue atada a lo material, como plataforma para entender lo que sucedió en la
historia. He repetido esa frase porque es el título de una obra clásica de Vere Gordon
Childe, arqueólogo australiano, que sintetizó mucho del conocimiento sobre las
sociedades en el pasado y lo que la arqueología sabía de ella. Childe, cuyo libro fue
una de las obras asignada por Eugenio Fernández Méndez, mi primer profesor de
antropología, en el curso de introducción a la antropología, fue una importante
figura de la arqueología por su visión abarcadora y su énfasis en las
transformaciones sociales, como la Revolución del neolítico y la Revolución Urbana,
acuñadas por el.

La obra de Childe tenía dos cosas que me impresionaron y que marcaron mi praxis
antropológica: una atención seria y metódica a la cultura material y su producción, y
la convicción de que en la gran escala del tiempo, en la larga duración, la historia
está construida por la acción multitudinaria de seres anónimos, de quienes no
conocemos nada, excepto su obra, y la materialidad de sus actos. Gente que se ha
hecho a sí mismos, y que no son el producto de las acciones de próceres o héroes
nacionales. No tenemos los nombres, ni la imagen de las caras, ni la historia de vida
de quienes fueron los artífices intelectuales y manuales de los templos, las murallas,
las ciudades, la orfebrería, la alfarería ceremonial y vistosa, los sarcófagos elegantes,
la arquitectura urbana y palaciega, las herramientas líticas (de piedra, de sílex) de
gran precisión, adornos hermosos de jade, las armas potentes como el lanzador de
proyectiles (el ataltl, por ejemplo, entre los pueblos de habla nahualt) los laberintos
dentro de los templos y las tumbas, y los sistemas hidráulicos para el riego y la
distribución de las aguas, entre tantas otras obra. Todos esos seres pensaron y
construyeron, por su libre albedrío u obligados por sistemas estatales, todas esas
cosas que decenas, cientos y miles de años después los arqueólogos desentierran,
mientras van dándole una lectura, de atrás hacia delante, a lo que nos tienen que
decir los yacimientos arqueológicos. Lo que nos tienen que decir las cosas… es
curioso, porque usamos mucho la prosopopeya, es decir, la personificación de los
objetos que hablan. Digo que es curioso, porque esas palabras susurradas al oído de
Childe, vienen de un arqueólogo cuya formación original fue en filología, en el
estudio del lenguaje, de los textos y el análisis del contexto cultural que los produce.
No nos equivoquemos, Childe sabía muy bien que la mayoría de las sociedades que
le interesaban a los arqueólogos de su época no conocían la escritura, pero su
legado, sus palabras estaban inscritas en los objetos que nos dejaron.

Hace mucho tiempo atrás, los arqueólogos vivían obsesionados con los estilos de los
objetos y su cronología, ¿Cuál era su forma, cómo se construyeron y cuándo? Cada
estilo representaba unas formas sociales y culturales diferentes a las otras, y cada
uno, en el tiempo, tenía su horizonte, es decir, su tiempo de prevalencia, desde el
que empezaba a desvanecerse o a transformarse en otra cosa. Pero la arqueología, o
tal vez debo ser más preciso, la llamada Nueva Arqueología, comenzó a preocuparse
por procesos de uso de la naturaleza, ocupación y transformación del paisaje, la
evolución de los sistemas sociales (de formas de organización relativamente
simples, a las complejas estructuradas en estados) y los procesos de poder,
desigualdad social (incluyendo el asunto del género) y la cultura simbólica. Una
herramienta no es un objeto manufacturado con un material específico, sino una
representación de las relaciones sociales, del conocimiento adquirido, de una
manufactura guiada por principios de edad, género y peritaje, de usos simbólicos o
utilitarios, o es un recipiente inadvertido de partículas vegetales que nos permiten
auscultar las variedades vegetales utilizadas en tiempos remotos. Es una
arqueología que vincula a los humanos con los ecosistemas, donde siempre hemos
pertenecido, a pesar de las aldeas, los asentamientos, las ciudades y la destrucción
sistemática de los hábitats que nos rodean.

Área Cultural (El Caribe)

Red de emplazamientos en una región (Aldeas en el


oeste de Puerto Rico)

Emplazamientos
(Villa Taína)

Hábitats
(Manglares y los arrecifes)

Casa / Unidad
doméstica
(Una vivienda en la
aldea)

Objetos
especíricos
(Objetos líticos
o de cerámica)




La arqueología es, entre tantas cosas, una herramienta para comprender un área
cultural, o vastas regiones y sus relaciones. El comercio y las relaciones políticas y
sociales de los pueblos que estudiamos van mucho más allá de las aldeas vecinas, al
otro lado de la montaña. Por medio de técnicas especializadas para el análisis del
lugar de origen de diversos materiales (la obsidiana, por ejemplo) podemos
localizar centros productores, rutas de comercio y lugares de intercambio de cosas y
mercancías. De esa manera la arqueología explora una diversidad de niveles de
complejidad cultural, a partir de un asunto que le interese. La gráfica anterior
representa la complejidad de niveles de estudio y análisis en los que pueden estar
insertados los arqueólogos.

No he tocado el tiempo, y es hora de hacerlo. La arqueología trabaja con gran
intensidad el asunto de precisar el período de tiempo, en el que esa sociedad vivió.
Los arqueólogos construyen períodos de ocupación de emplazamientos, el tiempo
en el que una cultura vivió, con sus características esenciales o con los cambios que
se produjeron allí, reflejado en el uso de la naturaleza, en las transformaciones en
los estilos de sus artefactos, o en la manera en la que consiguen su sustento. En un
yacimiento arqueológico pueden darse ocupaciones de diversos grupos, unos
primeros y otros después. Para entender eso, los arqueólogos han usado el
principio de la estratigrafía, basado en su aplicación en la geología. Esto es, sobre el
terreno, una cultura va depositando sus restos materiales en el tiempo, y en un
proceso lógico, los que se encuentran más profundos son los más antiguos y los que
se encuentran cerca de la superficie, los más recientes. En una excavación se
combinan, en ocasiones, depósitos en estratos o niveles de material geológico o
edafológico (de los suelos, sedimentos), con estratos de material cultural. Los
arqueólogos los demarcan y van de esa manera construyendo la historia cultural del
lugar y los elementos culturales que dominaron en sus horizontes. Para conocer el
tiempo específico, se usan diversas técnicas de datación y una de las principales lo
es el Carbono 14, que mide el tiempo de decadencia de ese radioisótopo, que es
común en material orgánico. El Carbono 14 tiene una media vida de 5,666 años. Eso
es, su radioactividad (con un valor de 14) se desgasta, a partir del momento en el
que muere ese ente orgánico (un animal, un ser humano, material vegetal), en su
mitad, cada 5,666 años. Después que han pasado esos años, el valor se reduce del
carbono se reduce a 7, y así sucesivamente. Es por eso que nos sirve para datar
materiales con una antigüedad de hasta 50,000 años. Hay otras técnicas
radioactivas (potasio-argón, para medir material radioactivo producido por
explosiones volcánicas y capaz de medir millones de años) y no-radioactivas (la
dendocronología, a través de los anillos de crecimiento de ciertos árboles y la termo-
luminiscencia, para la medición del tiempo en el que han quedado electrones en
objetos de cerámica horneados, o simplemente, la seriación: si sabemos la fechas de
unos materiales culturales, podemos estimar la fecha de materiales similares), para
conocer el tiempo en el que una sociedad ha ocupado un lugar en el tiempo. Algunos
son muy útiles para la arqueología de nuestra región, y otras no (potasio-argón,
dendocronología).

No quisiera terminar este extenso capítulo sin ubicar a la arqueología en una
situación difícil ante los ojos soñadores de muchas lectores y de numerosos lectores.
Como expliqué al empezar este recuento, muchos hemos llegado a la arqueología
(por muchos de nosotros empezamos por ahí, o trabajamos en eso) atraídos por el
sentido de aventura y fama que hace de la disciplina un farol al que se abalanzan las
libélulas. Muchos entran pero salen disparados al conocer que es una disciplina que
requiere mucho estudio, rigor, muchísimo trabajo y horas extensas en tareas
repetitivas que son el corazón de toda investigación. Yo pasé de joven casi dos años
en un almacén y laboratorio, midiendo y clasificando artefactos y material residual
hechos de lítica (sílex), y cuando me cansaba, tenía cantidad de objetos de cerámica
para documentar y almacenar. Alguien tenía que hacerlo. Luego me tocó trabajar en
las excavaciones e hice de todo: trabajar con la pala, extraer material de carruchos
del fondo de un pozo, organizar los trabajos de las cuadrillas, cernir el material
extraído de las excavaciones, guardar los materiales en bolsas y documentar el
proceso de la excavación. Luego, a repetir el proceso de procesar el material.
Muchos no ven una pirámide o un templo, o un enterramiento ceremonial, o
descubren un cemí, un aro lítico o una aldea. Pero la verdadera arqueología tiene
que ver, no con los grandes descubrimientos que hacen las primeras planas, ni los
documentales, sino con el proceso conocer la historia de un lugar con el método y
las herramientas teóricas de la arqueología. Con ellas nos enfrentamos al pasado
remoto, o lo aplicamos al estudio de los paisajes contemporáneos y entender la
ocupación humana en los últimos 50 años, para apuntar a un horizonte cercano. Me
voy a detener aquí, pero quiero consignar aquí, nuevamente, mi admiración por una
disciplina que nos permite ver más allá y penetrar el tiempo y sus avatares, para
poder reconstruir la historia. Una historia que hemos de escribir con las palabras
dejadas en los restos materiales de la cotidianidad de todos los pueblos.

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