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MI RELACIÓN CON BERTOLT BRECHT

(Texto leído en la Fundación Marx-Engels de Berlín en ocasión del 50


Aniversario del fallecimiento de Bertolt Brecht (1898-1956) y con motivo del
reconocimiento al autor por haber sabido aplicar en el cine las ideas del gran
dramaturgo alemán.)

En 1898 nace Bertolt Brecht.

En 1898 Cuba terminaba la guerra contra el colonialismo español.

Entre 1918 y 1945, es decir, entre las dos guerras mundiales, Brecht desarrolla
gran parte de su obra y de sus escritos teóricos.

En 1951 oigo hablar por primera vez de Bertolt Brecht.

De l951 a 1954 yo estoy estudiando cine en el Centro Experimental de


Cinematografía de Roma. Junto a nombres de cineastas como los de Rossellini,
De Sica, Visconti, Zavattini... descubro los de Stanislavski y Brecht. Eran ellos
hombres de teatro, pero hablaban de métodos de actuación. Las teorías de
Stanislavski podían aplicarse en el cine, pero no parecían igualmente aplicables las
de Brecht. Era Roma, en esos años, el centro del cine en el mundo. El
movimiento del neorrealismo italiano influía en todas las cinematografías. Para
mí, para los países pobres, para desarrollar una cinematografía nacional, era el
neorrealismo una opción ideal. De todas maneras, el teatro no era algo ajeno para
mí.

En los años 40, en los años de la Segunda Guerra Mundial, siendo yo apenas un
adolescente, había incursionado en el teatro. Había logrado crear una Compañía
Juvenil de Teatro Popular, la cual yo dirigía, e inclusive, en la que actuaba. El
teatro vernáculo en Cuba tenía una larga tradición y sus cómicos disfrutaban de
un gran prestigio en el pueblo. Era un teatro bufo, de vocación política y donde la
música, el baile, la pantomima, eran tan importantes como el diálogo, de fuerte
acento popular. Para mí, como para cualquier joven de un barrio popular, ese
teatro constituía un espacio legítimo en nuestra cultura. Sin embargo, no era así
para todo el mundo. Se me reveló que lo que se consideraba verdadera cultura no
tenía nada que ver con este teatro popular. La verdadera cultura se desarrollaba
con valores más profundos y era sostenida por minorías ilustradas. De todas
maneras, disfrutar a Bach o a Mozart, no me impedía disfrutar a los grandes de
nuestra música popular. Pero todo conducía a que nos desarrolláramos, más de
afuera hacia dentro que de adentro hacia fuera. Fue así que pensé que el cine
podía estar destinado a superar esta desdichada dicotomía. No obstante, siempre
me he considerado un deudor del teatro nacional.

Los años 50 no fueron todavía, para nosotros, los años de Bertolt Brecht. Fueron
los años en que, sin saberlo, preparábamos el camino que nos conduciría a
reencontrarlo en los años 60.

El neorrealismo italiano era nuestra gran bandera cultural en esos años 50.
Habíamos regresado de Italia en 1954, aunque Cuba estaba bajo una férrea
dictadura. Nos integramos al grupo presidido por Vicente Revuelta que pretendía
desarrollar un movimiento teatral de profundas raíces populares. Vicente ha sido
el teatrista más importante que ha tenido nuestro país. Lo primero que hizo el
pequeño grupo fue ponerse a estudiar marxismo. Estábamos empeñados en
conocer nuestra realidad, nuestra historia, nuestra cultura y nuestra relación con el
mundo. Y nada mejor que el marxismo que nos planteaba: «No solo se trata de
interpretar al mundo, sino de transformarlo».

Brecht hablaba de que nada era natural, que todo estaba hecho por los hombres y
que, por lo tanto, todo era transformable. También insistía en que el teatro con un
nuevo objetivo social, no solo debía llevarse adelante como lucha estética, sino
también como lucha política. Reclamaba un teatro de ideas. Decía «Las ideas son
como el dinero, son para gastarlas no para guardarlas».

En esos años difíciles se logró hacer algo en teatro y en cine. En teatro, Vicente
hizo Juana de Lorena, de Maxwell Anderson. Su hermana Raquel, una de las
actrices más grandes que ha dado nuestro país y la más popular de la televisión en
esos años, haría el personaje de Juana. Yo escribiría la adaptación a la realidad
cubana y Vicente haría una bellísima puesta en escena donde, de alguna manera, la
obra reflejara la lucha que en la Sierra Maestra libraban los barbudos de Fidel
Castro.

En cine yo haría, junto con Tomás Gutiérrez Alea (que también había estudiado
cine en Roma) y Alfredo Guevara (que años más tarde sería el presidente del
Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográficos, ICAIC), el corto titulado
El Mégano, que mostraba la vida miserable que llevaban los campesinos al sur de
La Habana.

Como era de esperar, tanto la obra de teatro, como el pequeño filme, no fueron
del agrado de la dictadura. Yo fui preso y tuve que entregar el negativo de El
Mégano. Era evidente que no podíamos lograr por las buenas, lo que nos negaban
por las malas. Nos dedicamos entonces a la lucha clandestina en la ciudad. Era la
forma más concreta de solidarizarnos con los que en la Sierra Maestra, mediante
la lucha armada, se enfrentaban a la dictadura.
En 1959 triunfa la Revolución Cubana. La primera ley de carácter cultural fue la
creación del Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográficos (ICAIC).

La Revolución nos revelaba que la guerra con España había sido una guerra
inconclusa. Los Estados Unidos sustituyeron a España y, disfrazados de buenos
demócratas, durante más de medio siglo, aplicaron un sistema neocolonial que
frenaba nuestro desarrollo e incrementaba la pobreza. Todavía hoy, la
Revolución, que pronto cumplirá cincuenta años, concentra sus mejores esfuerzos
en impedir que ellos se apoderen otra vez de Cuba y vuelvan a imponer su política
anexionista.

En el cine era también muy evidente esta situación. Una


producción nacional es imposible desarrollarla si no se
cuenta con el propio mercado nacional. Y ese mercado
obviamente no era libre, estaba controlado por las grandes
compañías del cine norteamericano. Hablamos con los
dueños de salas de cine.

En esencia se trataba de que los comerciantes


compartieran su libertad con los cineastas. No lo aceptaron. Nacionalizamos
entonces las salas y, en efecto, los cineastas pudimos disponer de nuestro propio
mercado.

Como era de esperar, las compañías norteamericanas se fueron. Ocurrió entonces


algo verdaderamente significativo. Abrir las pantallas a las cinematografías del
mundo, lejos de ahuyentar a los espectadores, estos aumentaron. Por primera vez,
se veían películas de América Latina, Europa, Asia y, por supuesto, también de los
propios Estados Unidos, que los buenos amigos nos hacían llegar. Las mejores
salas se abrieron para las buenas películas, sin importar de qué país venían.
Además, ver cine de todas partes del mundo, garantizaba a los espectadores el
derecho a elegir. Sin la libertad de los espectadores, no existía verdadera libertad
para los creadores.

Los años 60 fueron para nosotros los años de Bertolt Brecht. Vicente Revuelta
consolidaba su grupo y se creaba Teatro Estudio. El experimento en la escena iría
del brazo de los clásicos del teatro mundial. Y, por supuesto, Brecht ocuparía un
primerísimo lugar en su repertorio. No solo se estudiaron y expandieron sus
teorías sino que Vicente puso en escena algunas de sus obras más conocidas.
Madre Coraje y sus hijos, El alma buena de Sechuán, Galileo Galilei, resultaron grandes
éxitos de público y de crítica y permitieron que, al fin, las teorías de Brecht
también tuvieran para nosotros el lugar cimero que ocupaban en la cultura
universal.

En 1967 yo hice el filme Las aventuras de Juan Quinquín. Era mi tercera película.
Anteriormente había realizado otras dos siguiendo las pautas del neorrealismo
italiano. Eran no solo dos filmes desfasados en el tiempo, sino que representaban
una pobre, deslucida e ineficaz manera de contar una historia de contenido social.
Ahora, con Las aventuras… encontraba mi manera de contar. El filme resultaba
una especie de espectáculo de la destrucción del espectáculo. Comprendía que una
nueva dramaturgia no salía de la nada, sino de las cenizas de la vieja. El mensaje
político exigía una nueva respuesta estética si no quería terminar en un panfleto o,
en el mejor de los casos, en una pieza didáctica. Estas reflexiones vinieron a
posteriori, ya que no se realiza un filme, ni ninguna obra de arte, pensando en
aplicar una determinada teoría.

El ambiente brechtiano creado por Vicente y mis propias reflexiones me llevaron


en 1969 a escribir una especie de Manifiesto titulado «Por un cine imperfecto». En
el fondo, era una manera de rechazar la perfección reaccionaria que encerraba el
cine de Hollywood. En la primera mitad del siglo XX el cine norteamericano
había conquistado los corazones manifestándose como un auténtico cine popular.

Después de la Segunda Guerra Mundial, con honrosas excepciones, la fiebre


mercantil les había llevado a desarrollar un populismo refinado, una ideología de
clase media y a sustituir la fuerza y la riqueza de los personajes por el glamour de
las estrellas. Su triunfo mercantil resultaba ser su fracaso artístico. El público salía
de las salas de cine hablando más de los actores que de los personajes. En un
filme que denuncie la guerra, el espectador saldrá hablando de la belleza que tiene
la fotografía. Han separado la forma del contenido. El placer estético no se
encuentra más en las ideas, sino en la forma de narrar la historia. La consecuencia
más enajenante de esta estética es que neutraliza el espíritu crítico del espectador.
En la medida que iba leyendo a Brecht, sus teorías me resultaban más afines. No
se trataba de imitarlo, de copiar al artista. Todo verdadero artista es irrepetible.
Asumir sus teorías era encontrarme en los postulados de su propuesta
dramatúrgica.

Existía un problema: sus obras expresaban la realidad de una sociedad capitalista


y, además, estaban concebidas para el teatro. Nosotros hablábamos de cine y
estábamos en una sociedad socialista. Para mayor complejidad, no nos
identificábamos con la estética del Realismo Socialista promovida por la URSS.
Nos integrábamos al Nuevo Cine Latinoamericano, cuyo aliento se fundamentaba
en la lucha por la emancipación definitiva de toda la región.
En el socialismo no desaparecen las contradicciones. Conflictos hay, pero menos
anacrónicos. La sociedad nuestra se desarrolla internamente con situaciones
contradictorias. Pero, al mismo tiempo, debe afrontar, externamente, situaciones
antagónicas. En nuestro caso, las luchas de opiniones no son luchas por el poder.

Brecht decía que el teatro es teatro. También podíamos decir que el cine es cine;
es decir, ambos medios no son la realidad, son ficciones que nos ayudan a
entender mejor la realidad. Aparentar que son lo que no son resulta enajenante. El
rechazo al naturalismo se hace indispensable para tener con el espectador una
relación más productiva, desde el punto de vista estético. No tiene valor artístico
alguno que en un filme se gasten millones de dólares en recrear una época, en
detrimento de la idea que la sustenta.

El naturalismo también se hace evidente en las actuaciones. Los actores, decía


Brecht, copian los sentimientos como el naturalismo copia la realidad. Si en la
vida sentir y pensar no están separados, no deben de estar separados en la
actuación. Decía también que «no construimos personajes para meterlos en una
historia, sino que construimos la historia con los personajes». El famoso «efecto
V», el distanciamiento, que reclamaba Brecht para la actuación, a diferencia de
Stanislavski que proponía la identificación con los personajes, contribuía a activar
el espíritu crítico del espectador. El actor nunca pierde la conciencia de que él es
el actor y no el personaje. A la «idea central», al «superobjetivo de la obra» para
Stanislavski, debían subordinarse todos los factores. Actuación, escenografía,
vestuario, maquillaje, música, no estaban para servir al Director, sino para, al igual
que este, encontrar su propio sentido en la «idea central». Estos medios no deben
cumplir una función decorativa, sino que deben formar parte de la dramaturgia.

Lo cual no excluye su propia autonomía.

Una nueva dramaturgia en el cine, una dramaturgia


desalienante, que tienda a rescatar el espíritu crítico del
espectador, que le provoque placer no solo porque le hace
sentir sus emociones sino, sobre todo, porque le hace
sentir el despertar de su inteligencia, bien puede esa
dramaturgia aprovechar las lecciones de Brecht, aunque
para algunos Brecht esté pasado de moda. Es la actitud
tradicional de los que siempre ven los movimientos
artísticos como si fueran modas. Pero Brecht no es una
moda, nunca estuvo de moda porque nunca fue una
moda. Su arte, sus ideas, su pensamiento, marcaron un punto de giro en la cultura
universal y, como todo clásico, estará vigente cada vez que legítimamente se le
solicite. El teatro es producto de un largo proceso cultural. No es el caso del cine,
esclavo de un implacable proceso mercantil. El cine no ha tenido el nivel de
exploración artística que ha tenido el teatro. No es exagerado decir que hoy el cine
puede considerarse como la más atrasada de todas las artes. No se lo merece. El
cine, como nueva tecnología, surgió perturbando el concepto tradicional del arte.
Potencialmente sigue siendo el portador de una conciliación entre un arte culto y
un arte popular. Las teorías de Bertolt Brecht pueden contribuir mucho a que el
cine no siga confundiendo las innovaciones tecnológicas con las innovaciones
artísticas. Sus teorías pueden llegar a favorecer un destino mayor para el cine.

Decía Brecht en memorables versos:

«Ah, nosotros
los que preparamos el camino
de la amabilidad
no pudimos ser amables
entre nosotros.
Ustedes, sin embargo,
cuando lleguen los tiempos
en que el hombre sea
el amigo del hombre
piensen en nosotros
con indulgencia.»

Pensar en Bertolt Brecht es pensar en un artista que no renunció a su condición


de hombre político, que rechazó la idea de que el arte era más libre en la medida
que no se mezclaba con la política, que no aceptó ser un hombre fragmentado. Su
incansable lucha por la paz, su lucha contra el nazismo, contra ese régimen nazi
que tenía no pocos amigos entusiastas en países de Europa y de América del
Norte, lejos de empobrecer su arte, lo enriqueció para siempre.

Julio García-Espinosa Romero (La Habana, 1926), realizador y guionista.


Estudió dirección cinematográfica en el Centro Experimental de Cinematografía
de Roma. Autor, junto a otros cineastas, de El Mégano (1955), antecedente del
nuevo cine cubano. Fundador del ICAIC y de la UNEAC, así como Viceministro
de Cultura entre 1979 y 1982. Ha impartido seminarios y conferencias sobre cine
y medios de comunicación en diversos países. Es uno de los promotores del
Nuevo Cine Latinoamericano. Su filmografía incluye, entre otros, títulos como
Aventuras de Juan Quinquín (1967), La inútil muerte de mi socio Manolo (1989) y Reina y
Rey (1994). Actualmente dirige la Escuela Internacional de Cine y TV de San
Antonio de los Baños.
http://www.cubacine.cult.cu/sitios/revistacinecubano/digital04/centrocap16.htm

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