La carta la escribí como la podía escribir cualquier
adolescente de aquellos tiempos: saludo formal, palabras de admiración e inquiriendo acerca de su bienestar y salud, lo que enseñaban en la escuela primaria y que era de rigor por aquellos lares. Adentrándonos más en el motivo de la misiva, recuerdo haberle escrito algo así: “Cuando escuché aquel reportaje que le hizo la televisión española, no pude dejar de notar el especial tono de voz con el que comentó que muchas veces se sentía solo a pesar de estar rodeado de un mundo de gente casi todo el día. Me conmovió tanto su mirada, es como si pudiera ver al hombre real y desprotegido detrás de la máscara, así fue que me decidí a escribirle, simplemente para hacerle saber que si un día necesita un amigo de verdad, cuente conmigo, no como fan, y libre de toda ambición y motivo egoísta” Lo Saludé afectuosamente y mientras cerraba el sobre pensaba algunas cosas que variaban entre la vergüenza, la ilusión y ese tan común sentimiento de haber perdido el tiempo otra vez. La suerte estaba echada y a los quince años, el fluctuar del estado de ánimo es moneda corriente. Mi mamá iba a ser la encargada de llevar la carta al correo de Lagos y Arijón y solo quedaba esperar quizás una carta de agradecimiento o nada, qué más da. Recuerdo haber estado pintando aquel sábado ya avanzado el mediodía, porque si en algo he sido constante, es en haberme perdido casi todas las mañanas de mi vida, ave nocturna me autodefino, ya que la noche tiene ese no sé qué, ilusión o algo así. Estaba solo en casa y siento que golpean la puerta, la puerta de la casa, que no es la misma que la del taller, aunque están al lado, pegadas una de otra, es que el taller no era más que el garaje convertido en. No salí por la puerta del garaje, que era lo esperado y el camino más corto porque yo tenía algunas mañas, como cualquier persona de 37 años, mañas que no solo conservo sino que además se van incrementando con el correr de los años, como todos, “como todos” dijo Monzón en el juicio por el asesinato de su esposa, a la pregunta de la jueza que quería saber si tomaba cocaína, a lo cual la misma jueza le respondió que ella no. Como sea, di la vuelta por atrás, entré al cuarto y de ahí al comedor y a la puerta de calle. Abro y plantado frente a mí, un señor en sus ‘60 y muy bien vestido pregunta con firmeza pero en tono sugestivo: “¿El señor José Luis?”. Me quedé de una pieza, un pedazo de carne bautizada, casi con la sensación que uno se imagina que sentiría poco antes de morir o mejor dicho, de estar muerto pero todavía con apenas consciencia. Lo reconocí de inmediato, sus ojos azules y su voz todavía eran inconfundibles a pesar de acompañar ese rostro incapaz de ocultar el paso del tiempo. Creo que alcancé a balbucear: “¿Camilo?”, con una voz tan aflautada que todavía me da vergüenza, aunque nadie fue testigo de eso. Se sonrió y con un gesto nos invitó, a él y a mí, a pasar y alcancé a entender que estaba de incógnito. ¡Qué vergüenza!, la casa no era digna de tamaño invitado, miles de cosas, preguntas que se cruzaban y chocaban y que no salían de mi boca. Como persona habituada a este tipo de reacciones, tomó la delantera, se sentó en una silla indigna de él, a mi juicio, y se cruzó de piernas, mientras me miraba con una tenue sonrisa en los labios y extrajo del bolsillo del saco una amarillenta pieza de papel que sutilmente deslizó sobre la mesa y depositó cerca de mí. ¡Sí!, era la carta, mi carta, y de nuevo, antes que pudiera salir palabra de mi boca, se apresuró a decir (quiero creer que vi sus ojos húmedos): “Esa carta salvó mi vida”. Pasado ya el susto inicial, mi primer estupidez dicha fue: “No puedo creer que Camilo Sesto esté en mi casa”. Sonrió nuevamente, adivino pensando en los millones de veces que le dijeron la misma pavada, y me corrigió: “Camilo Blanes, pero dime Camilo”. Supongo que ante un gesto mío de abrir un poco los brazos y girar las palmas hacia afuera, entendió que yo esperaba respuestas y me explicó que en un momento muy especial de su carrera, cuando se estaba replanteando su vida entera y hasta su muerte, su representante le hizo llegar, como habitualmente, las cartas del día, único medio que tenía la gente para comunicarse con su personaje admirado y que casi sin ganas alcanzó a abrir la última, solo porque le llamó la atención la letra, que reconocía era de una persona zurda como él y, que al leerla le sorprendió lo concisa de la misma y que carecía de pedidos habituales de fotos, dinero o ropa suya o su último Long Play autografiado y que, por sobre todas las cosas, pudo reconocerse en aquél adolescente de 15 años, cosa que de alguna manera lo sacó del estado suspendido en el que se encontraba. También me dijo que se juró visitarme lo más rápido posible para agradecerme, pero que como es normal, se fue olvidando y pasó el tiempo. Recordó también que en 1991, en ocasión de visitar la Argentina, hizo un tibio intento de contactarse conmigo pero no lo consiguió. Por supuesto yo seguía atónito, así que continuó el relato diciendo que hacía un tiempo atrás, al encontrarse nuevamente ante una encrucijada de su vida y a punto de dejar su carrera de cantante, recordó las palabras sinceras de aquél joven argentino que le hicieron tanto bien en aquel entonces y también recordó con mucha pena que no había cumplido su promesa de visitarlo. Lo demás de aquella charla y las fotos, lo guardo para mí, no solo porque me pidió por favor que mantuviera esta reunión en secreto sino también porque sería imposible describir los sentimientos y la alegría que produjeron en mí, que tantos años después mi ilusión adolescente se cumpliera. Debo decir también que me encontré con un amigo de verdad, un hombre real, que compartí un día con Camilo Blanes, un mortal como cualquier otro y excepcional a la vez. Creo que lo más grandioso e increíble fue cuando me preguntó si se podía quedar todo el día, porque no había rentado hotel y que al otro día regresaba a España. Sugirió también que lo llevase a conocer lugares de la ciudad, como amigos que se encuentran después de muchos años. Me cambié un poco, salimos a la calle y no podía creer que nadie lo reconociera y yo con aquellas ganas de gritarle a todos con quién estaba. Fue gracioso ver que había alquilado un vehículo chico y común en vez de una limosina, solo para pasar desapercibido, pero como yo que era el anfitrión no podía dejar pasar la oportunidad de llevarlo en mi Peugeot ’75, cosa que pareció agradarle. La recorrida tuvo de todo un poco: Monumento a la Bandera, el icono de mi ciudad, jugar al bowling en el Village (cosa que ninguno de los dos habíamos hecho nunca hasta ese momento), probar las pizzas de la “Santa María”, ver por fuera la casa de Pueyrredón 5760, desde dónde envié la carta y para terminar en un karaoke, en el cual cantamos a dúo “Enamórate de mí” y después él solo cantar Melina (Únicas dos que había en lista) ante la mirada estupefacta de los más adentrados en años, que lo aplaudieron a rabiar, mientras uno me preguntaba si mi amigo no sabía imitar a Joan Manuel Serrat. Se fue a eso de las 2 de la mañana, a devolver el auto y después a Ezeiza, no quiso que lo llevara, me dio un fuerte abrazo, otra vez me miró como rogando que no dijera nada, requerimiento que mantuve hasta hoy a pesar de mis deseos de contarlo a todos y explicar cómo este evento despertó en mí nuevamente esos ideales que se van apagando con el tiempo y la desilusión.