Académique Documents
Professionnel Documents
Culture Documents
Belchite
18 DE AGOSTO DE 1937
22 Y 23 DE AGOSTO DE 1937
24 DE AGOSTO DE 1937
25 DE AGOSTO DE 1937
27 DE AGOSTO DE 1937
29 DE AGOSTO DE 1937
30 DE AGOSTO DE 1937
3 DE SEPTIEMBRE DE 1937
4 DE SEPTIEMBRE DE 1937
6 DE SEPTIEMBRE DE 1937
7 DE SEPTIEMBRE DE 1937
9 DE SEPTIEMBRE DE 1937
11 DE SEPTIEMBRE DE 1937
He pasado la noche en una celda del
monasterio, compartida con el sargento. Por la
mañana, convenimos en no dejarnos ver
demasiado y permanecer en la habitación hasta que
nos llamen. Así sucede. Pronto se deja oír un
potente altavoz que ordena formar en el patio.
Estamos todos, pasados y prisioneros. Hay
expectación entre éstos. Leo en su rostros el
concepto que tienen de nosotros y llego a sentirme
incómodo, a pesar de mi verdadera y desconocida
situación.
Mi atención se desvía hacia un grupo de
milicianos, entre los que destaca el teniente que
los manda, que se acerca a nosotros. Ahora que ya
casi me consideraba a salvo, lo menos que podía
esperar era el sonido de aquella voz potente que
suena en mis oídos como un trallazo
—¡Alférez Izquierdo, acérquese!
Un pánico atroz, un miedo callado e impotente
invade todo mi ser. Las piernas me tiemblan y la
vista se me nubla. Parece que en el patio estamos
solos la voz y yo. Pero el miedo o el último
estertor de la resistencia, no lo sé, me impiden el
movimiento. Como si el nombre pronunciado no
fuera el mío me quedo completamente inmóvil en
mi sitio. Pero un prisionero que está cerca de mí
me apostrofa:
—Te están llamando. ¿Es que estás sordo?
Una mano se posa en mi hombro y me empuja.
Ya no me resisto. Sigo el camino que la mano me
traza con su presión. Sólo el estupor y el miedo, no
sé exactamente a qué, son en mí verdaderos. Pero
al punto me contradigo. No temo, ni pienso, ni
siento, ni presiento. Por primera vez, el pánico que
se apodera de mí me impide discurrir y, sin
embargo, o quizá precisamente por eso, también
por primera vez dejo de temerle a la muerte.
A los pocos segundos me encuentro en
presencia del teniente. Miro su uniforme nuevo,
intento adivinar su edad. Es joven. ¿En dónde
nació? ¿En dónde ha vivido? Lagunas...
preguntas... estupor... De repente, advierto quién
me ha denunciado. Ha sido el corneta de una
compañía de Belchite, un mequetrefe que no debe
tener más de diecisiete años.
—¿Conque pasado? Ya te pasaremos aquí,
pero en agua hirviendo.
Siento en mi carne la fusta del teniente pero a
pesar del dolor aguanto impávido el castigo
porque tengo que edificar mi fortaleza a partir de
mi miseria. El miedo desaparece paulatinamente.
¿Qué pueden hacerme? ¿Matarme? ¿Torturarme?
Hay que mirar el lado bueno... o el menos malo.
¿No creí, en varias ocasiones, morir de sed? ¿No
pensé, cada noche pasada en el Arco de San
Roque, que al despuntar el día una bala o un obús
enemigo acabarían conmigo? Intento hacer acopio
de valor y sugestionarme con mis propósitos. El
teniente, de quien no espero ninguna explicación,
me empuja hacia la pared y me hace quedar allí en
posición de firmes. Al poco rato traen al sargento,
tengo que suponer que denunciado también por el
corneta de marras. ¡Si lo pillara!
Pierdo la noción del tiempo. No sé si he estado
así minutos u horas, pero me han parecido siglos.
Lo siento por el sargento, pero si tenía que ser
descubierto en otro lugar, prefiero que haya sido
aquí. ¡Querido compañero! Tanto batallar, tanto
discurrir, tantas fatigas, para terminar frente a un
piquete de ejecución. Mis pensamientos son
sombríos y tengo ganas de llorar, pero estoy
resignado.
No sé cuándo, quizás en el preciso momento en
que nuestro agotamiento hacía ya imposible que
siguiéramos manteniéndonos en pie, viene a
buscarnos un soldado que nos conduce al cuerpo
de guardia. Nos toman declaración y veo que es
muy poco lo que quieren saber. Esto no augura
nada bueno. Pienso en los dos guardias civiles que
apenas tuvieron ocasión de contestar a dos o tres
preguntas estúpidas.
Pero tampoco en esta ocasión Dios me
abandona. El que ahora desvía la bala de su mortal
trayectoria hacia mi cuerpo es un capitán. Parece
buena persona y resultará serlo. Pero a pesar de la
buena impresión, recelamos. Habla, y lo que dice
tiene sentido. Esto tranquiliza. Es un hombre
correcto y educado que intenta hacernos ver que
escudarse en un engaño mientras se juegan y
entremezclan vidas, ideales, sentimientos y
personas es una acción deleznable. Hasta cierto
punto tiene razón y le hubiera interrumpido para
dársela, pero intuyendo que a partir de este
momento debo renunciar a mi propia personalidad,
me callo y sigo, imperturbable, escuchándole. Por
fin, compadecido de nosotros, nos manda reunimos
con los demás prisioneros. ¿Qué más podía haber
hecho por nosotros?
Así termina nuestra vida de milicianos, que ha
durado tres días escasos.
SEGUNDA PARTE
El cautiverio
MONASTERIO DEL PUIG
(VALENCIA)