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FE Y CULTURA

UN DIÁLOGO DIFÍCIL, PERO INDISPENSABLE

JESUS Mª ALEMANY
Centro "Pignatelli". Zaragoza.

1. El hombre y la cultura
Este verano se encuentra la geografía del país llena de manifestaciones culturales. Las
Universidades rivalizan en programas de seminarios y cursos con figuras estelares de las
ciencias técnicas y humanas. Se prodigan los festivales de música, teatro y cine. Las
exposiciones de arte despliegan un abanico impresionante de estilos estéticos. La moda ofrece
ya sus sugerencias para la próxima temporada. Y es que, desde que llegó la democracia, la
actividad cultural se ha convertido en una buena inversión para el prestigio incluso de las
entidades financieras, y en un objeto de consumo para los ciudadanos, que encuentran el
mercado ampliamente abastecido. Pero, aunque las actividades culturales se han introducido
quizá en demasía en el circuito de la razón económica que caracteriza nuestra situación, no
dejan de ser un bien noble y humano. Nuestra pregunta es, sin embargo, otra. Cuando hablamos
de fe y cultura, ¿pensamos sencillamente en la introducción de la temática religiosa en el
circuito de esas actividades culturales? No estaría mal, pero el tema que nos ocupa es más
hondo. Las actividades culturales tienen que ver con la cultura, está claro. Pero entendemos
ahora cultura en un sentido mucho más radical. Tan radical que es inseparable de la misma
existencia concreta del hombre. No es posible hablar del hombre en el espacio y en el tiempo sin
hablar de cultura.
La naturaleza del hombre sólo existe "pura" en teoría. Naturaleza sería aquello que el
hombre recibe como dado y, por lo tanto, se puede concebir como común a todo el género. Pero
en el momento en que la existencia del hombre se hace real y concreta, por su propia
"naturaleza" comienza un proceso creador. Por eso decimos que el hombre es y se hace,
Naturaleza es lo dado. Cultura es aquello que los hombres van construyendo con la dotación que
han recibido. Es su obra personal y colectiva. Los hombres son capaces de configurar el sentido
de su vida actuando sobre sus condiciones ambientales y cósmicas, organizando su convivencia
social, articulando su sistema de ideas y valores. Naturaleza y cultura no existen aisladas en la
realidad. No encontraremos la naturaleza si no es ya configurada como cultura. Y, a su vez, la
cultura es posibilitada y condicionada por la naturaleza. El progreso de la humanidad consiste
fundamentalmente en que la naturaleza sea más compañera y amiga del hombre en su proceso
creativo, y menos limitación despótica."Cultura es lo que configura el ámbito existencial de
cada hombre y aquello que el hombre -aceptando y prolongando esa tradición- crea como
específicamente humano mediante una acción libre y consciente en sí y en el mundo
circundante" (Karl Rahner). El hombre, por tanto, se empina, en un momento dado de la
historia, no sólo sobre su naturaleza, sino sobre la riqueza de una tradición cultural que el
esfuerzo libre de sus antepasados ha ido creando. Pero él mismo actúa y se incorpora a este
proceso cultural, prolongando, modificando, innovando el patrimonio acumulado.
Puede comprenderse que, si el "lugar" de las actividades culturales puede ser el teatro, el
cine, la biblioteca, la sala de exposiciones..., la cultura tal como la entendemos aquí desborda
ampliamente esos espacios y se cuela por todos los rincones y ámbitos de la vida humana. La
cultura se expresa en las pautas de comportamiento y en las escalas de valores, en las relaciones
familiares y sociales, en la configuración de las instituciones políticas, económicas o religiosas,
en el lenguaje, en los gustos, tendencias y estados colectivos de ánimo, en el tiempo de trabajo y
en el de ocio, en los movimientos del pensamiento, de la ciencia o del arte y en un largo
etcétera.
Desde una constatación fenomenológica, se pueden observar en un momento dado de la
historia una serie de datos en relación con el quehacer humano. Pero hay un valor añadido a los
datos empíricos cuando convergen y configuran los rasgos de una nueva sensibilidad cultural.
Es un objeto de la estadística cuantificar el número de televisores en relación a la población
existente. Pero llegamos a otro nivel cuando comprendemos que el papel central de la imagen es
un rasgo de la sensibilidad cultural actual, de manera que algunos han podido decir que lo que
no puede trasmitirse en imágenes, socialmente no existe. Cualquier anuario bien informado nos
pondrá al corriente del número y características de los sistemas políticos democráticos en
nuestro mundo. Pero estas observaciones alcanzan otra importancia cuando se llega a constatar
el sentimiento democrático como rasgo de la sensibilidad cultural actual. Y ello al margen de la
proporción real que haya entre sistemas democráticos o dictatoriales.
Las actividades culturales se programan concienzudamente. En cambio, un modelo
cultural, cuando ya no sólo es objeto del pensamiento, sino que forma parte de la sensibilidad
colectiva, se trasmite como por ósmosis a través de los medios más sencillos, en la conversación
del mercado, en el viaje de recreo, en el telefilm, en la publicidad de los detergentes, en la
propaganda electoral. Por supuesto, también en las manifestaciones de contenido más
intelectual, estético o científico.
Esta sensibilidad cultural que impregna la vida e instituciones humanas en un tiempo
histórico determinado es producto, como veíamos, de una larga tradición acumulada y, por otra
parte, de cambios, innovaciones e incluso rupturas introducidos en ese momento. Hay épocas
más o menos largas en las que el factor "tradición" tiene más fuerza que el de "innovación". En
otras épocas sucede lo contrario: el cambio es tan importante y tan acelerado que puede bien
hablarse de una revolución cultural. Es una sensibilidad con unos rasgos verdaderamente
sorprendentes que provienen de la creación del hombre y, a la vez, sacuden con fuerza su inercia
cultural. Dicen los expertos que nos encontramos en uno de estos momentos.
Pero ¿afecta a la fe y a la Iglesia el tema de la cultura? ¿No es el Evangelio un valor
absoluto y permanente más allá de la cultura y, sobre todo, de los vaivenes de una sensibilidad
cultural ligada a un tiempo determinado?
Pues bien, comprendiendo la cultura en el sentido en que la hemos tomado aquí, que no es
otro que el de la Gaudium et Spes (n. 53), Pablo VI afirmó:"La ruptura entre Evangelio y cultura
es, sin duda alguna, el drama de nuestro tiempo, como lo fue también en otras épocas" (E.N. n.
20). Rotunda declaración, que hemos de profundizar.

2. La inculturación de la fe
¿Por qué es un drama la ruptura entre fe y cultura?

a) La ley de la encarnación
Porque no hay elección posible. No existe la fe en el vacío. No se da la fe más que
inculturada. Es, en el fondo, la ley de la encarnación. Si no se puede hablar del hombre en
concreto sin concebirlo como cultura, cuando la Palabra de Dios se introduce en la historia
con Jesús de Nazaret, lo hace con todas sus consecuencias.
Se da la paradoja más sorprendente. Lo más universal, la Buena Noticia de salvación
ofrecida a todos, a través de lo más particular, el hombre Jesús y sus circunstancias de
pueblo, familia, mentalidad, lengua, educación, vecinos. En la persona, en las palabras y en
las obras de Jesús, ofrecimiento definitivo del Padre, encontraremos las huellas de la
cultura en sus coordenadas de lugar y tiempo. ¿Y cómo, si no, podría haberse introducido
en la historia la Buena Noticia?
También la fe en Jesús y su Buena Nueva es recibida en comunidades, con sus rasgos
culturales propios, dando origen a los Evangelios. Y en las cartas de Pablo es claro que el
rotundo testimonio apostólico utiliza como vehículo un modelo cultural determinado. Toda la
historia de la Iglesia es una muestra de cómo el mensaje de Jesús ha necesitado
mediaciones culturales para ser profundizado y transmitido, y la misma comunidad de
creyentes se ha institucionalizado socialmente a través de modelos que tienen un origen
cultural.
Si no son posibles ni la fe ni la Iglesia sino inculturadas, rechazar la inculturación de la fe
y de la iglesia no es sino un engaño. Es vivirla inconscientemente. Con un enorme peligro:
el de confundir la fe con sus mediaciones culturales y otorgar el valor de absoluto a éstas,
que, aun necesarias y valiosas, por ser obra cultural del hombre en crecimiento, tienen un
carácter limitado, efímero y provisional. Este es uno de los orígenes de los
fundamentalismos religiosos. La absolutización de las mediaciones culturales que, por
necesidad antropológica, encarnan la religión es muchas veces la paradójica consecuencia
del supuesto rechazo de la inculturación de la fe, de la ruptura del diálogo fe-cultura.

b) Pero ¿qué cultura?


Si no puede ponerse en duda sensatamente la inculturación de la fe, el problema se
traslada a otro lugar. ¿Qué cultura debe ser elegida como posibilidad de articulación del
Evangelio?
El discurso teológico habla de una tradición cristiana. ¿Significa esta expresión que se
entrega como patrimonio cristiano el mensaje de la fe indisolublemente unido a las
mediaciones culturales en que en algún tiempo se encarnó? ¿O que se nos trasmite el
precioso mensaje de fe en permanente diálogo con el hombre, cuyo proceso cultural
quedará siempre abierto por su propia naturaleza?
Cuando Pablo VI llama "drama" a la ruptura entre fe y cultura, podemos sospechar que
está pensando no en una fe no inculturada, sino en una fe inculturada en una cultura que
no es la del hombre de hoy. Una fe que no ha sabido permanecer abierta al diálogo con el
hombre en el incesante quehacer cultural que constituye su propia vocación. Pablo VI está
constatando que hay momentos de la historia ("épocas") en que existe un distanciamiento
entre la fe y la sensibilidad cultural dominante, entre la Iglesia y las instituciones sociales
nacidas de esa sensibilidad.
Existe miedo y angustia a perder la propia identidad en las nuevas culturas. Se dice
- que el Evangelio, valor permanente, no puede estar a merced de las culturas cambiantes;
- que el Evangelio se revela a los pequeños y sencillos, no a los sabios y prudentes, para
los que es un escándalo;
- que el Evangelio es santo, y que la obra del hombre, afectada por el pecado, puede, por
tanto, deteriorar la pureza de la fe.

Y, sin embargo, lo que no se asume no se salva. Y al hombre concreto no se le puede


separar de su quehacer existencial, la cultura.

c) El indispensable diálogo fe-cultura


Hay razones que pueden hacer difícil el diálogo con las nuevas culturas creadas por el
hombre en el devenir histórico, pero ninguna que invalide la necesidad de intentarlo dentro
de un paciente proceso de inculturación de la fe. ¿Cómo, si no es así, evangelizar?
Porque
- El Evangelio quiere ser entendido por los hombres de hoy. Para ello la Iglesia tiene que
compartir sus preguntas e inquietudes, hablar su lenguaje. Aceptar un lenguaje es mucho
más que aprender una gramática: significa una comprensión determinada del hombre y del
mundo, un código de pensamiento, una cultura. Pero, además, la misma fe nos dice que el
Espíritu vive en nosotros y "trabaja" en la historia. La cultura de nuestras gentes puede ser
un medio a través del cual se manifiesta el Espíritu. Hay ocasiones en que los signos de los
tiempos nos han ayudado a redescubrir dimensiones olvidadas del Evangelio, han
purificado de adherencias no evangélicas nuestra fe e incluso han llegado a colocarnos
ante la necesidad de explorar, en busca de nuevos horizontes, una comprensión demasiado
rutinaria del mensaje de Jesús.

- Los creyentes somos también hombres de hoy. Vivimos la dimensión religiosa inmersos
en la sociedad de aquí y ahora. No somos de otra galaxia, atemporales, asépticos o de
laboratorio. Nacemos, crecemos, vivimos, respirando en nuestros pulmones el mismo aire
que nuestros contemporáneos. Las contradicciones culturales que existen en el mundo
atraviesan también al creyente y se reflejan en la Iglesia. Por eso es inútil preguntarse si el
creyente o la Iglesia deben dialogar con la cultura actual. ¡Están ya confrontados con ella, a
no ser que se nieguen a respirar y a vivir! El diálogo no es sólo un puente hacia afuera,
sino que surge en el interior de cada creyente y de la misma comunidad, a menos que se
elija el camino de la esquizofrenia. El problema reside solamente en ser conscientes de las
posibilidades y riesgos de esa confrontación interior y exterior.

- El Evangelio habla inseparablemente de "otro Dios" y de "otra Humanidad". Es un Dios


distinto de aquel que era concebido como rival del hombre. Creer en Dios da nuevos
horizontes al quehacer humano. Es un fermento de trascendencia que se traduce en
quilates de esperanza y utopía. Dios y el hombre coinciden en el deseo de "otra
humanidad". El Evangelio no puede sustituir a la cultura. Pero necesita de la cultura como
mediación para ese trabajo de humanización a que Dios nos convoca. Y la cultura recibe,
en el don gratuito, una confirmación de su tarea. Ambos, fe y cultura, miran
incansablemente a un futuro que sea a la vez digno de Dios y digno del hombre. De ahí la
sorpresa de K. Rahner: "Es curioso que nosotros los cristianos, a
quienes incumbe el riesgo radical de la esperanza en lo indisponible del futuro absoluto,
hayamos incurrido en la sospecha de haber hecho de la voluntad de conservación la virtud
fundamental de la vida".

En resumen, la fe encuentra en la cultura la pluralidad de mediaciones necesaria para


encarnarse hoy. Las mediaciones culturales precisan permanentemente ser regeneradas y
reorientadas al servicio del hombre, y a esta conversión -al hermano- apela el Evangelio del
Padre. La renuncia a encarnarse en una cultura implicaría la inviabilidad histórica de la fe.
El rechazo de la dimensión religiosa por parte de la cultura empobrecería notablemente el
horizonte de ésta. El diálogo fe-cultura puede ser difícil, pero, en cualquier caso, es
indispensable. Ahora bien, ¿cómo concebirlo estructuralmente?
3. La dialéctica cristológica de la inculturación
Para los cristianos es Jesús punto de referencia indispensable. Por eso la Cristología es
base para la Antropología. Si la cultura la entendemos no como una actividad o conjunto de
actividades, sino como el hacerse creativo del hombre a lo largo de la historia, la
inculturación de la fe tendrá la misma estructura que el "hacerse hombre de Jesús". Y
deberá integrar dialécticamente los tres momentos de Encarnación, Muerte y Resurrección.
Es lo que expresa X. Pikaza cuando habla de adaptación, contraste y creatividad. Esta
estructura no debe entenderse en tres momentos sucesivos, como se dieron en Jesús, sino
que esos tres elementos no faltarán en el conjunto del diálogo entre fe y cultura, en el
proceso de inculturación de la Iglesia. Sería unilateral y peligroso un proyecto de
inculturación que no los contemplase en su conjunto. Ya que el discípulo no es más que su
Maestro, en la inculturación de Jesús debemos ver lo que ocurrirá a quienes le sigan.

- Encarnación o adaptación. La primera actitud del creyente no puede ser la defensiva, ni


menos la agresiva. Debe aceptar voluntariamente lo que es un dato físico: ser de su tiempo
y de su mundo. Hay que abrirse a ese tiempo y a ese mundo y recibirlo como algo
fundamentalmente positivo. Descubrir los valores como signos de los tiempos. Sumarse al
esfuerzo de los hombres que tienen hoy caracteres muy concretos. Impregnarse de la
sensibilidad cultural actual. Pasar mucho tiempo escuchando, preguntando, asimilando,
conviviendo. Dejarse poseer de una inmensa ternura hacia todos los que compartimos la
aventura humana precisamente hoy. El cristiano se va haciendo compartiendo el quehacer
cultural con que hoy se configura la sociedad humana.

- Cruz o contraste. Sólo desde la encarnación, desde dentro de la historia humana, la


muerte de Jesús fue salvadora. Pero, precisamente por compartir con amor la vida de los
hombres, llega el momento de la cruz. Es signo de conflicto, contraste, incompatibilidad.
Desde dentro dé la cultura, el creyente entra en conflicto necesariamente con lo que se ha
establecido como orden y es desorden; con lo que el sistema quiere ofrecer como liberación
y es explotación; con lo que es producto no de lo mejor del hombre, sino de su egoísmo y
pecado. Pero este conflicto o contraste es legítimo con unas condiciones: que proceda de
un discernimiento evangélico y no del automatismo o del miedo. Que se realice con amor,
sufriendo más que haciendo sufrir.
Y que sea autocrítico. ¡No son "ellos" los pecadores y "nosotros" los justos! No
discernimos "sus" ideas y "sus" instituciones a la luz de "nuestras" ideas y "nuestras"
instituciones. Como si la cultura en que se encarna la fe y las instituciones de la Iglesia
estuviera libre de la contaminación de pecado. No es así. Hacemos que la luz de la Cruz de
Jesús ilumine implacablemente las empresas humanas, las "suyas" y las "nuestras", aunque
mejor sería suprimir esta distinción para sentirnos todos solidarios en el pecado, con la paz
que da descubrirlo desde la gracia. El cristiano, desde la cruz, tiene algo de contracultural.

- Resurrección o nueva creación. Pero ni la cruz ni la protesta contracultural tienen la


última palabra. En Jesús resucitado la nueva humanidad ha comenzado ya, como primicias
de una enorme cosecha. Lo que es presente para el resucitado es utopía futura para el
resto de los hermanos. No una utopía alienadora del presente, sino enormemente creativa.
No puede ser la última palabra del cristiano en el quehacer cultural, la crítica, por fundada
que esté, sino la esperanza. Pero en la cultura no vale la esperanza teórica, sino la
esperanza creativa, la que hace surgir signos pequeños de lo que se espera.
Desde este punto de vista, el cristiano es transcultural, porque el futuro que espera no
está vinculado al completo éxito de ninguna de las culturas, pero de su esperanza saca
fuerzas para alentarlas creativamente a todas. Ninguna cultura llegará a la Justicia, a la
Verdad, al Amor. Pero la certeza del futuro en el cristiano le hará capaz de aportar siempre
nuevos signos de justicia, nuevos signos de verdad, nuevos signos de fraternidad. Si
comenzábamos diciendo que la cultura tiene un valor religioso, ahora hay que completarlo
afirmando que la fe, así comprendida, tiene un valor cultural. Una fe que es capaz, aunque
sea imperfectamente, de atreverse a trazar con el barro de esta historia los rasgos de la
vida futura.

4. El reto del pluralismo cultural


¿Tendrán que exiliarse los nuevos cristianos de sus culturas? ¿Tendrán que renunciar a
ellas para ser creyentes? (J. Martín Velasco). Este sería el dramático resultado de la
ruptura entre fe y cultura, de que ambas vivieran de espaldas la una a la otra. Pero, si la
Iglesia quiere asumir este reto, como razonablemente se puede esperar y desear, debemos
ser conscientes de que la cultura no es una y homogénea. Que una característica de
nuestro tiempo es el pluralismo y el "barajamiento" cultural. De ahí la imposibilidad de que la
inculturación sea uniforme y universal en la Iglesia, y el papel reservado a las Iglesias
locales, a los grupos y sectores eclesiales, a las diversas instancias de la comunidad.
Todos los cristianos tienen parte importante en el diálogo fe-cultura, porque cada uno,
individual y grupalmente, está situado en un contexto cultural, y su aportación enriquece el
patrimonio universal.
Dicho esto, y aceptado que el pluralismo cultural es mucho más amplio, los creyentes
tenemos que asumir al menos estas tareas:

a. La modernidad. Sigue siendo la gran tarea pendiente para la Iglesia. Ha sido tan
grande el malestar de los cristianos ante los rasgos característicos de la sensibilidad
moderna que no basta con que el Vaticano II abriera sus ventanas y dejara respirar su aire
en la Iglesia. Sigue siendo una asignatura pendiente de asimilación y discernimiento. Y sin
aprobarla no puede pasarse a esa nueva asignatura que constituyen las corrientes nacidas
desde la modernidad.

b. Diversificación de la modernidad. Hoy el proceso de la modernidad aparece fragmen-


tado al menos en tres culturas, que ha estudiado con acierto J. M. Mardones: la
crítico-liberadora, la neo-conservadora y la post-moderna. Muchos creyentes se hallan
situados en el campo de influencia de alguna de estas corrientes. ¿Cómo procesarlas
cristianamente?

c. El mundo de las subculturas. El fenómeno se complica cuando se es sensible a la


enorme importancia de las subculturas en la sociedad. Así, hay subculturas juvenil,
femenina, de la marginación, rural... ¡Cuántas veces somos extranjeros en su mundo!

d. Culturas extraoccidentales. Pero, sobre todo, no es la cultura occidental la única.


Inculturar la fe ha sido sinónimo muchas veces de occidentalizarla. Y la transmisión del
Evangelio ha ido acompañada casi siempre de la occidentalización. Hoy, la emancipación
de los pueblos colonizados, la nueva conciencia del valor de las culturas autóctonas y
otros fenómenos históricos han puesto de relieve algo que deberíamos haber descubierto
mucho antes teológicamente: obligar a los nuevos cristianos no occidentales a alienarse de
su cultura es no sólo una injusticia que perjudica la evangelización, sino que además
empobrece enormemente los horizontes universales de la Iglesia.

El diálogo de la fe con esta pluralidad de culturas es indispensable para la inculturación


del Evangelio y para la evangelización de las culturas.
(·Alemany-Jesús-Maria._SAL-TERRAE/89/09. Págs. 603-613)

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