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María Camila Fonseca Caro

Trabajo final - SFC Hermenéutica

Políticas del reconocimiento: Un diálogo entre Taylor y Honneth


“(…) Este hecho, al volver a su memoria, lo llenó de zozobra haciéndole
comprender que un tambor podía significar, en ciertos casos, algo más
que una piel de chivo tensa sobre un tronco ahuecado. Los esclavos
tenían pues, una religión secreta que los alentaba y solidarizaba en sus
rebeldías. A lo mejor durante años y años, habían observado las
prácticas de esa religión en sus mismas narices, hablándose con los
tambores de calendas, sin que él lo sospechara. ¿Pero acaso una persona
culta podía haberse preocupado por las salvajes creencias de gentes que
adoraban una serpiente? … (…)”

Alejo Carpentier, El reino de este mundo

El ‘multiculturalismo’, el ‘pluralismo’ y aquello que ha sido llamado la ‘reificación’ son


conceptos de los cuales ciertas filosofías políticas contemporáneas se han servido para
entender la actualidad global de nuestras sociedades y los conflictos que en ellas tienen
lugar. Probablemente estos conceptos no hagan referencia a fenómenos exclusivos de
nuestra época, sin embargo, se hacen hoy más centrales e importantes pues permiten ver
con claridad el carácter poroso, inestable, complejo y dinámico de nuestras sociedades.
Además de la fáctica y cada vez más evidente y notoria diversidad de nuestras sociedades,
de vernos conviviendo y compartiendo con otras culturas, de la emergencia de grupos
sociales que se afirman y exigen el reconocimiento de una identidad particular y
diferenciada, del empoderamiento de grupos oprimidos que reclaman continuamente una
ampliación de sus derechos y una ‘solidaridad’ y ‘empatía’ por parte de los otros, además
de todo ello, no resulta desatinado pensar que desde la reivindicación y centralidad que
en la modernidad se le da al ‘individuo’, se convierte en casi una demanda para la filosofía
política el observar con una mirada más sensible y detallada hacia la diversidad y
porosidad en la que se juega siempre el dinamismo político y social.

Atendiendo a aquella demanda, los filósofos Charles Taylor y Axel Honneth, cada uno
desde su propia tradición, recurren al concepto de ‘reconocimiento’ para comprender las
luchas sociales, sus exigencias y repercusiones; y, además, para proponer, desde algo así
como una política del reconocimiento, una orientación hacia la cual debe encaminarse la
política. Por su parte, sirviéndose de la hermenéutica gadameriana y evaluando
críticamente dos vertientes en principio opuestas respecto a su posición frente al
multiculturalismo y/o pluralismo (a saber, por un lado, las políticas universalistas y, por
el otro, las políticas del reconocimiento de la diferencia), Taylor propone un modelo
dialógico con el cual se hace posible una mirada no etnocentrista, y, sin embargo, no
cohibida a establecer juicios de valor. Es decir, un modelo que entiende el contacto con

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la otra cultura (y en general, con la alteridad) a modo de un diálogo en el cual ambas
culturas se ven interpeladas, es decir, incitadas a reevaluar sus convicciones, prejuicios,
presupuestos, posiciones, etc., y a integrarlas en un punto de vista más elevado que
reconoce a la alteridad previamente no incluida. Hay que admitir que, aunque este modelo
tiene bastante valor, no deja de presentar oscuridades y ausencia de desarrollos como
veremos más adelante al compararlo con el estudio que nos presenta Honneth. Por su
parte Honneth acude al concepto de reconocimiento inspirado, en primera instancia, no
tanto en el multiculturalismo, sino más bien en una experiencia quizás más básica, pero
presente en esferas de distinto nivel, una experiencia que nace de una tensión irresoluble
entre una mirada objetivadora hacia al otro en la que yo me concibo en ‘completa’
autonomía, y una mirada ‘simbiótica’ en la que yo me hallo implicado en el otro. Al igual
que Taylor, Honneth también deja varios puntos sin desarrollar, entre ellos el enfoque
hacia el multiculturalismo y con ello la falta de un desarrollo conceptual que permita
entender el reconocimiento no solo dentro del dinamismo de una sociedad más o menos
cohesionada y estable, sino en medio de la confrontación de dos sociedades que, entre
otras cosas, poseen un espacio jurídico-normativo diferente. Así pues, son dos
aproximaciones en principio apartadas, con distintos enfoques y en unos casos con
diferencias irremediables, pero que, como veremos, pueden, complementarse
mutuamente.

He dicho que pueden complementarse ya que salta a la vista un lugar común al que acuden
ambos filósofos, a saber: la relación entre ‘identidad’ y ‘reconocimiento’. En ambos
casos, para hablar de aquella relación, se dirigen a la obra de Hegel, en la cual el
reconocimiento aparece como un ser uno a través del otro, o, en otras palabras: como la
necesidad del otro en tanto agente moldeador y formador de la propia identidad. Es decir,
se trata aquí no de una identidad que desde mi propia interioridad formo, sino de una que
nace precisamente en la interacción con un alguien (¿algo?), que me moldea, pero a quien
yo también moldeo. En últimas, la relación en la que deviene la identidad es una relación
de reconocimiento reciproco, como acertadamente la denomina Honneth.

Relación entre reconocimiento e identidad en Charles Taylor


El estrecho vínculo entre el reconocimiento y la formación de la identidad es crucial para
varias teorías políticas contemporáneas, pues entienden que la falta o no de
reconocimiento determina y moldea la identidad de cada sujeto; así, por ejemplo, ante un
caso de ausencia de reconocimiento aquel que es víctima termina por adoptar una imagen
distorsionada y despectiva de sí mismo, y, en últimas, terminan por propiciarse actos
negativos de discriminación y de exclusión. (cf. p. 53-54, Taylor). Aunque desde la
psicología (tal como lo hace Honneth) puede darse evidencia de aquel vínculo, Taylor lo
tratará desde un punto de vista histórico-conceptual.

En su obra El multiculturalismo y las políticas del reconocimiento, Taylor realiza un tipo


de genealogía del concepto del ‘reconocimiento’, en la cual se muestra cómo este ha
pasado de ser un concepto secundario y poco central en el pensamiento, a ser uno de
especial centralidad y preocupación para la política. Aquella centralidad deviene en la
modernidad a partir de dos cambios en la realidad social y la comprensión de la misma.

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El primero, que deviene con el derrumbamiento del mundo feudal, corresponde a la
suspensión de las jerarquías sociales que estaban a la base del valor del honor. Hay que
destacar que aquí honor tiene un claro tinte de desigualdad: “Para que algunos tuvieran
honor, (…) era esencial que no todos lo tuvieran.” (p. 55, Taylor) Es así que, conforme a
esta pérdida, un nuevo valor va asentándose, a saber, la ‘dignidad’ en su fuerte carácter
universalista e igualitario. A diferencia del mundo feudal en el que estaba ya
preestablecido el lugar y la labor de cada persona en la sociedad, y, por ende, en el que la
distinción entre estamentos era la base de la desigualdad y las distinciones, en el mundo
moderno aparece el nuevo ideal, situado ya desde Kant, de la dignidad como un valor
universal que podríamos traducir como la exigencia de respeto intrínseco hacia todos los
seres humanos; una exigencia legítima ya que todos compartimos de algo así como un
mismo ‘status’. Si lo vemos de manera cronológica podríamos decir, por lo tanto, que de
este primer cambio desembocan las políticas de reconocimiento igualitario universalistas,
pues lo que en ellas está en juego es la idea de que, sin importar las diferencias, en esencia
todos merecemos un igual reconocimiento ante la ley, y que se nos reconozcan de igual
manera nuestros Derechos.

Con base en lo anterior, ¿cómo es que se hace central la idea de la identidad y su relación
con el reconocimiento? La respuesta a esta pregunta se ubica en el segundo cambio. Con
Rousseau, Herder, y en general con el romanticismo, la atención empezó a ser prestada
hacia la particularidad del individuo. Lo que inició en Rousseau como una moral que
hallaba su fundamento en la particularidad íntima de cada ser humano, a saber: en su voz
interior, luego se desarrolla hasta llegar a la idea de autenticidad en Herder, idea según la
cual cada ser humano tiene un modo original de ser. (cf. p. 59, Taylor) En pocas palabras,
el cambio significó una acentuación y rescate de la diferencia por medio de aquel ideal
moral de autenticidad, el cual se presenta en medio de la tensión entre el contacto con la
propia naturaleza interna y el peligro de perderse debido a una exterioridad o a adoptar
una actitud instrumental hacia uno mismo. (cf. p. 60, Taylor) Ya que el camino de aquella
moral corresponde con la fidelidad a la propia originalidad, y siendo que eso es algo que
solo cada quien puede articular y descubrir, entonces el articularla significa un continuo
autodefinirse de corte monológico, o, en otras palabras, implica que lo que es cada uno
solo puede venir y ser determinado por su interior y no por factores externos como su
posición social o la convivencia con los otros.

En este punto ya podemos vislumbrar dos consecuencias distintas surgidas de ambos


cambios. Por un lado, con el primero hablamos de un reconocimiento que versa solo sobre
lo que está universalmente presente en todos los seres humanos, pues, con su carácter
igualitario y universalista, al cual subyace la exigencia del reconocimiento de una
dignidad, solo nos es permitido reconocer aquello que nos hace iguales, como por ejemplo
lo que actualmente es el ideal de los Derechos Humanos. Por su parte, con el segundo lo
que interesa reconocer es precisamente la diferencia, la originalidad de cada quien. Sin
embargo, así como en el segundo hablamos de un carácter monológico, en el primero no
es claro si la identidad es pensada como una construcción dialógica, pues lo que aquí
interesa no es tanto la identidad diferenciada de cada quien, sino más bien el
reconocimiento en un suelo común preestablecido que tiene como fin evitar la

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discriminación. En ambos casos el vínculo entre reconocimiento e identidad no es del
todo claro, pues se habla de un reconocimiento como condición básica para el desarrollo
de la identidad, mas no como la manera en que ella se construye. Es decir, no es a través
del reconocimiento que se va originando aquello que se llama identidad, sino que la
identidad, por ejemplo, en el primer caso, se entiende como algo preestablecido: por el
simple hecho de ser seres humanos tenemos identidad; y en el segundo caso como algo
que solo nace desde dentro de nosotros mismos. Ello es quizás contrario al mundo feudal,
en el que era evidente que lo exterior, como la posición social y las relaciones con los
otros, determinaba la propia identidad.

Así pues, para entender lo que realmente implica el vínculo entre identidad y
reconocimiento es necesario entrever un rasgo decisivo de la condición humana que, aun
queriendo ocultarse, ya sea en aquella corriente monológica de la modernidad o en la
universalista, no dejó nunca de estar latente; este rasgo es el carácter fundamentalmente
dialógico de la condición humana. (cf. p. 62, Taylor) Ello significa que nuestra identidad
nace de una constante negociación con nuestro entorno. Nuestra relación con el entorno
y los otros, nuestro continuo entendernos con ellos, representa también un continuo
realizarnos y, por ende, un definirnos y reconocernos en aquellas relaciones. Lo que es
cada uno de nosotros no es algo preestablecido, ni tampoco algo que deviene de nuestra
interioridad, sino algo que negociamos en relación con los otros, quienes nos devuelven
una imagen de nosotros mismo y de ese modo moldean nuestra identidad.

Hoy día el carácter dialógico es bien reconocido y mucho más familiar de lo que era en
la modernidad. Afirma Taylor: “En un plano íntimo, todos estamos conscientes de cómo
la identidad puede ser bien o mal formada en el curso de nuestras relaciones con los otros
significantes. En el plano social, contamos con una política ininterrumpida de
reconocimiento igualitario.” (p. 67, Taylor) Es decir, la importancia del reconocimiento
en tanto que formador de la identidad puede verse desde dos niveles, uno íntimo y otro
social o político; en el caso de Taylor, él se concentra en el segundo de estos niveles, y
desde allí desarrolla su política del reconocimiento inspirada en el multiculturalismo.

Diálogo intercultural y fusión horizontica: un estudio cultural comparativo


Para Taylor la política del reconocimiento igualitario ha tenido dos desarrollos que se
fundan en los dos cambios devenidos en la modernidad y ya previamente mencionados.
Por un lado, tenemos las políticas universalistas, por el otro, las políticas de la diferencia.
Ambas, en algún sentido contrarias, pues las universalistas, con el ánimo de evitar la
discriminación, postulan leyes y derechos que todos deben compartir sin ninguna
distinción, caso contrario a las políticas de la diferencia que defienden el reconocimiento
de las diferencias para un adecuado desarrollo de la identidad. Así es que, en su
contrariedad, las universalistas critican el potencial discriminatorio de las de la diferencia,
y las de la diferencia la ceguera etnocentrista de las universalistas.

Es claro que caracterizarlas y distanciarlas de este modo es algo extremo, pues ambas
vertientes tienen sus propios matices que en unos u otros casos aparecen como puentes
entre ambas. Un ejemplo en el caso de las políticas universalistas se halla en los ideales

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liberales. En él podemos distinguir dos vertientes, una que, aunque no se propone cancelar
o anular las diferencias, concibe leyes y derechos, en algún sentido no sustantivos, pero
que tienen como fin propiciar condiciones adecuadas para un libre desarrollo de la
identidad en un campo social libre de discriminaciones. Esta idea se encuentra
desarrollada en Dworkin, quien
“(…) establece una distinción entre dos tipos de compromiso moral. Todos tenemos
opiniones sobre los fines de la vida (…). Pero también reconocemos el compromiso de
tratarnos recíprocamente en forma equitativa e igualitaria, cualquiera que sea el modo en
que concibamos nuestros fines. A este último tipo de compromiso podemos llamarlo
‘procesal’, mientras el compromiso con los fines de la vida es ‘sustantivo’” (p. 94, Taylor)

Sin embargo, esta vertiente del liberalismo encuentra su contraparte en sociedades en


donde los individuos comparten una misma meta, fin o bien para la vida. Es cierto que
existen bienes que le competen solo al individuo particular, como, por ejemplo, en
nuestras sociedades, la decisión de estudiar alguna profesión, o de ser padre, o de
perseguir alguna riqueza, pero existen otro tipo de bienes que requiere que se les busque
en comunidad, bienes que en algún sentido requieren ser asunto de la política pública,
como por ejemplo la supervivencia cultural (que es el caso de los quebequenses, pero
también de muchas comunidades indígenas de aquí, de Colombia). En respuesta a estas
nuevas exigencias, se nos presenta un liberalismo un poco más flexible que admite la
‘politización’ de aquellas metas, siempre y cuando no se atente contra ciertos derechos
‘fundamentales’. “Estas modalidades de liberalismo están dispuestas a sopesar la
importancia de ciertas formas de trato uniforme contra la importancia de la supervivencia
cultural, y optan a veces en favor de estas últimas.” (p. 100, Taylor)

Si tenemos en cuenta estos matices debemos conceder que el abismo entre ambas políticas
ya no es tan hondo. Además, vistas las cosas desde el lado de las políticas de la diferencia,
ellas también reconocen una cierta universalidad que puede llegar a la altura de los
derechos universales defendidos por el liberalismo: la política de la diferencia se
fundamenta también en un potencial universal “(…) a saber: el potencial de moldear y
definir nuestra propia identidad como individuos y como cultura.” (p. 75, Taylor) Sin
embargo, la tensión entre ambas persiste, y probablemente no se resuelva ya que en el
fondo esta tensión es la tensión que deviene en el encuentro con la alteridad. Desde
nuestra tradición, la cual incluye el liberalismo, nos vemos confrontados con otras
culturas que nos devienen muchas veces contrarias y con las cuales debemos dialogar y
negociar.

Taylor pone por delante, precisamente, la necesidad actual de pensar la política y los
conflictos sociales como una lucha por el reconocimiento, o por modificar la autoimagen.
En sus palabras: “(…) lo nuevo es que la demanda de reconocimiento hoy es explícita. Y
se ha hecho explícita (…) debido a la difusión de que somos formados por el
reconocimiento.” (p. 105, Taylor) Muchas veces, nos dice él, lo que subyace a las
exigencias de justicia, equidad, respeto, es la exigencia de un reconocimiento, en el que
el otro no nos devuelva una falsa imagen, o una imagen degradada de nosotros mismos.
Surge entonces la pregunta: ¿cómo llevar aquel reconocimiento? ¿En qué consiste?

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Con la política de la diferencia algo se vislumbraba de la respuesta a aquella pregunta.
Ellas defienden la importancia del reconocimiento de las diferencias, pero, en su
desarrollo más extremo defienden a su vez que aquellas diferencias son siempre y
efectivamente igual de valiosas y no simplemente en potencia. Este es un pensamiento un
tanto peligroso (piénsese por ejemplo en si admitiríamos las prácticas de ciertos
extremismos religiosos), pero que nos conduce a la propuesta de Taylor.

En cierto sentido es justificado exigir que se reconozca un igual valor a todas las culturas,
pues los actos discriminatorios y peyorativos tienen su raíz en juicios de valor que ponen
al otro debajo de la posición hegemónica. Sin embargo, es evidente que no todas poseen
un mismo valor, y en algún sentido afirmar ello corresponde con una actitud etnocentrista,
que lo que en realidad hace es ocultar lo significativo y particular de cada cultura. Más
bien, lo adecuado es pensar aquella igualdad de valor como un supuesto que debe estarse
confrontando en un continuo diálogo con la otra cultura. Es un supuesto o hipótesis que
nos sirve para estar abiertos y dejarnos interpelar por la otra cultura, pero que en cualquier
caso solo es un primer paso a algo más significativo que es a lo que Taylor, acudiendo a
Gadamer, denomina fusión de horizontes.
Lo que propone con ello Taylor es algo así como un diálogo entre culturas, en el que,
poniendo en suspenso nuestros ideales, es decir, convirtiendo nuestros ideales en
posibilidad y no en verdad o respuesta, nos desplacemos a un horizonte más vasto, donde
ambas culturas se hallan abarcadas y se ponen en contraste. Según su propuesta:
“La fusión de horizontes actúa mediante el desarrollo de nuevos vocabularios de
comparación, por cuyo medio es posible expresar estos [los contrastes que devienen de la
comparación entre ambas culturas] contrastes. De modo que, en caso de encontrar un
apoyo sustantivo inicial, será sobre la base del entendimiento de lo que constituye un
valor, entendimiento del que carecíamos al principio. Si hemos logrado formular un
juicio, ello se deberá en parte a la transformación de nuestras normas.” (p. 108-109,
Taylor)

En este pasaje se pone delante lo que se gana tan pronto se entra en diálogo con la otra
cultura, a saber: una inevitable transformación y ampliación de nuestro horizonte, de
modo que realizar en ese momento un juicio de valor hacia la otra cultura, implica hacerlo
ya no solo desde nuestros propios preceptos normativos, sino desde unos más amplios.
En una palabra: lo que esta fusión horizontica exige es un estudio cultural comparativo.
(cf. p. 116, Taylor)

Reificación y reconocimiento
En Honneth podemos identificar dos modos de aproximarse a la cuestión del
reconocimiento, por un lado, una exposición positiva del concepto con la que identifica
tres formas de reconocimiento reciproco: la dedicación emocional, el reconocimiento
jurídico y la adhesión solidaria (cf. 116, 1992); por el otro, una exposición negativa y
quizás más básica en la que se comprende el reconocimiento a la luz de la reificación.
Debido al carácter más básico y original de aquella segunda exposición, partiré de ella y
me centraré en los puntos más contrastables con respecto a la teoría de Taylor.

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Para Honneth la reificación no es un problema ni teórico, ni simplemente moral, sino que
es una forma de praxis que se deslinda de una práctica más originaria que corresponde
con el reconocimiento. Aunque el concepto de reificación viene principalmente de
Lukács, para hablar de la tensión generada entre reificación y reconocimiento, Honneth
acude a Heidegger, quien considera que la relación objetiva con la realidad es derivada
de una más primaria de implicación con el mundo.

De acuerdo a la lectura de Honneth, el concepto de sorge heideggeriano hace referencia


a la estructura de la relación práctica del Da-sein con su mundo, con un mundo que nos
deviene como un campo de significaciones ya dadas. Aquella relación se presenta opuesta
a la relación objetiva con la realidad, pues ella implica que el hombre se abre paso en
medio de un mundo ya dado y en ese abrirse paso a él le viene su ser. Así pues, no se trata
de un sujeto teórico, en sí mismo cerrado, que se dirige hacia las cosas de manera
distanciada, sino de un Da-sein que entiende y realiza su ser en medio de esa praxis de su
estar-en-el-mundo. Esta oposición entre la relación objetiva con el mundo y la sorge es
un lazo del cual se sirve Honneth para entablar la relación entre el sorge heideggeriano y
el concepto de implicación en Lukács. (cf. p. 40-41, 2007) En efecto, en medio de ambos
autores se encuentra la idea de que a toda actitud objetivadora subyace una relación
existencial-ontológica con el mundo.

Hay que tener presente que ‘sorge’ o ‘implicación’ significa “(…) más que lo que lo que
en la actualidad se designa como ‘perspectiva participativa’ (…) Normalmente, los
sujetos humanos participan en la vida social situándose en la perspectiva de quienes tienen
enfrente, cuyos deseos, actitudes y reflexiones han aprendido a comprender como razones
de su accionar.” (p. 48, 2) Los conceptos que usan ambos autores parecen significar no
solo ello, sino también un tipo de relacionabilidad afectiva, pues antes que apuntar a
actitudes teóricas, a lo que apuntan es a actitudes pre-teóricas en las se manifiesta una
inclinación existencial no del todo racional, sino una “(…) predisposición positiva
ausente de la idea de la comprensión de las razones de actuar.” (p. 49-50, 2007)

Al incluir la idea de afectividad nos es permitido tejer un lazo entre los dos conceptos de
‘sorge’ e implicación trabajados arriba, y el concepto de reconocimiento aludido por
Dewey. En efecto, entiende el reconocimiento como una experiencia también primaria
que deviene con un carácter holístico. Según él “(…) los datos situacionales siempre están
bañados por la luz de una cualidad de vivencia determinada, que no admite diferenciación
en elementos emocionales, cognitivos o volitivos (…)” (p.54, 2007), así pues, en nuestra
experiencia con el mundo siempre estamos incluidos y la imagen que tenemos de él nos
devuelve (de manera especular) la nuestra incluida. A esta idea podemos contraponer
(como también ocurre en Heidegger y Lukács) esa actitud teórica-objetivadora que
Dewey hace explícita en la estructura del lenguaje enunciativo, pues en él distinguimos y
escindimos el predicado del sujeto, pareja que en principio no deviene escindida.

En este punto empieza ya a surgir un primer contraste con el análisis de Taylor, pues lo
que en él no había alcanzado de manera explícita un carácter ontológico, Honneth lo sitúa
al mismo nivel de un existenciario en Heidegger. Es claro que Taylor no se proponía
pensar el reconocimiento en su nivel más básico, pues de entrada nos informa que su

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atención será prestada solo al nivel de lo social. El inicio en ambos ha sido distinto, lo
que Taylor reconstruye de manera genealógica (-histórica), Honneth lo reconstruye desde
un nivel antropológico y/o ontológico.

Por otro lado, ya en este punto debemos también reconocer que las relaciones
conceptuales que hace Honneth entre Heidegger, Lukács y Dewey son en cierta medida
sospechas, pues parecen ignorar varios matices que hacen más difícil empatar los tres
conceptos de los que él se sirve. Por ejemplo, en el caso de Heidegger, no es del todo
claro hasta qué punto está comprometido con el término sorge. En efecto, en el problema
que al final de su texto se le presenta respecto a el reconocimiento de objetos naturales,
pareciera estar pensando esa experiencia de reconocimiento como una experiencia que se
da solo en tanto se establecen relaciones intersubjetivas; a diferencia de Heidegger para
quien sorge era inherente a cualquier experiencia (ya sea en relaciones intersubjetivas o
con cosas naturales).

La lucha por el reconocimiento


Relación entre reconocimiento e identidad diferenciada en Axel Honneth
Honneth trata la experiencia del reconocimiento en tres distintos niveles, a saber: la
‘esfera afectiva o del amor’, la ‘esfera jurídica’ y la ‘esfera de la solidaridad’; sin
embargo, es en las dos últimos donde nos es posible realizar un mayor contraste con la
propuesta de Taylor.

El primer nivel del reconocimiento recíproco corresponde con la esfera del amor. En esta
esfera madre e hijo se reconocen como seres de necesidad. Ellos son recíprocamente
dependientes y están en un estado de simbiosis hasta que el niño llega a cierta edad en la
que adquiere algo más de autonomía y se encuentra con un mundo externo que en algún
sentido es independiente de él. Esta es una fase conflictiva pero necesaria. En ese
momento se experimenta una violencia hacia su madre, pero es una lucha de
reconocimiento reciproco, y afirmación como sujeto. Así es que llegamos a un
reconocimiento reciproco, pero enmarcado en un distanciamiento y diferenciación de su
ser. A partir de ese momento inicia algo así como un ‘mantenimiento mutuo’ que no es
ni la plena simbiosis, ni la pura afirmación individual, sino que lo fundamental es la
tensión permanente entre ambas cosas. En este punto, el niño aprende que hay algo
(madre) que lo está limitando y que él nos es omnipotente. Mundo (madre) lo limita. Hay
que tener en cuenta que esta dimensión del amor se seguirá cumpliendo en cualquier
relación afectiva ya sea la amistad o las relaciones de pareja, y que lo que representa es
más bien un arco de tensiones intersubjetivas en que permanentemente estamos
afirmando una autonomía y una fusión. (cf. p. 126-127, 1992)

Ya en este primer nivel nos es posible entrever la relación entre reconocimiento e


identidad, que en últimas es algo explícito en Taylor, pero no tanto en Honneth. El papel
que juega la madre de agente limitador y normativo ejerce un rol fundamental e inicial en
la formación del niño, pues el niño se empieza a reconocer e identificar a partir de aquellas
limitaciones.

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Por su parte, el segundo nivel corresponde a la esfera jurídica. Aunque ya no se trata aquí
de una simbiosis afectiva, ella sigue estando a la base de la participación autónoma en la
vida pública pues crea la medida de autoconfianza individual. (cf. p. 113, 1992) El
reconocimiento en esta esfera consiste en la aceptación individual de un derecho que nos
implica a todos los miembros de la sociedad, él limita nuestra forma de ser, pero nos hace
posible nuestro accionar singular. Así pues, la relación entre identidad y reconocimiento
ya se puede leer entre líneas: “(…) no podemos llegar al entendimiento de nosotros
mismos como portadores de derechos, si no poseemos un saber acerca de qué
obligaciones normativas tenemos que cumplir frente a los otros ocasionales.” (p. 133,
1992) En otras palabras, aceptar los derechos y entenderse como sujeto de derechos
implica entenderse en medio de una base normativa a la cual obedezco, una base
normativa que en un sentido constriñe y moldea nuestra identidad, pero que por ello
mismo la potencializa y hace posible.

A las características de esta esfera jurídica también se le adiciona el hecho de que pensar
en un sujeto de derechos implica en un gran sentido pensarlo como indeterminado. La
esfera de los derechos con los cuales cada sujeto se identifica es una esfera abierta, ya que
no hay manera alguna de pensar en una cantidad suficiente y necesaria de derechos pre-
dados con los cuales siempre, sin importar el caso, todo ser humano se identificará y podrá
realizarse de modo completo. La esfera jurídica es muchas más abierta y orgánica, de
modo que siempre admitirá la ampliación de sí misma. Por tal razón, en esta esfera tiene
lugar una lucha por el reconocimiento, que se refleja con la continua ampliación de los
derechos previamente concebidos. En palabras de Honneth: “(…) desde la inicial
indeterminación de lo que constituye el estatus de una persona responsable, resulta una
apertura estructural del derecho moderno a paulatinas ampliaciones y precisiones.” (p.
136, 1992)

Ahora bien, ¿se trata aquí de la misma lucha por el reconocimiento de la que habla Taylor
con respecto al multiculturalismo? El que Taylor ponga como ejemplo al liberalismo, y
nos lo presente en su sentido más flexible, nos llevaría a pensar que sí. Sin embargo, si
vamos un poco más a fondo resulta la presentación de esta esfera bastante insuficiente
para tratar el tema del multiculturalismo. Aunque su análisis permite entender la
ampliación de la esfera de derecho en casos como la lucha de género, pues admite
considerar la validez de aplicación de cada derecho a cada situación particular (cf. p. 139,
1992), no obstante, este solo incluye luchas que vienen de dentro de la sociedad, de
sujetos que ya se comprenden como sujetos de derecho, y que se entienden dentro de la
lógica de la misma esfera, o en casos en los que el reconocimiento de la diferencia está
en un plano excesivamente formal (para la muestra, nuestra Constitución Política define
a Colombia como una nación pluriétnica y multicultural, pero ¿vive ese concepción en
nuestra cotidianidad e interacción social, es decir, el reconocimiento implicado es parte
de nuestra vida social?) Pero cuando se trata de un reconocimiento de otra cultura que no
se reconozca dentro de aquella esfera, este análisis se queda sin herramientas. No hay
manera de que exista un diálogo y negociación entre ambas pues para reconocerse en ella
se requiere ya estar incluido en ella.

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El paso a la siguiente esfera se obtiene de una distinción que ya desde la esfera jurídica
Honneth había realizado. Por un lado, en el plano jurídico lo que se reconoce es aquella
cualidad general que le constituye como persona, por el otro, en el de la solidaridad lo
que se reconoce son las cualidades particulares que le caracterizan a diferencia de otras
personas. (cf. p. 139, 1992) El reconocimiento propio de la esfera de la solidaridad
requiere de un marco de orientación simbólicamente ya articulado pero que es poroso y
abierto debido a la dinámica misma del reconocimiento intersubjetivo. (cf. p. 149-150,
1992) La valoración social de las personas proviene del autoentendimiento cultural de la
sociedad, ello es debido a que “(…) sus capacidades y actuaciones pueden ser
intersubjetivamente estimadas en la medida en que cooperan en la realización de valores
socialmente definidos.” (p. 150, 1992)

A manera de conclusión
En este punto ya podemos advertir -como un posible adelanto de conclusión- una
diferencia significativa con la perspectiva de Taylor. Honneth parce no dejar cabida desde
su perspectiva a algún criterio para regular o valorar los procesos interculturales, en la
medida en que para él toda valoración es de naturaleza endógena. Por contraste, en Taylor
observamos que su perspectiva nos permite disponer de un marco superior englobante
para interpretar y valorar la diferencia del otro sin que el otro resulte un otro
incomprensible; es decir, sin que esa diferencia nos lleve a una absoluta extrañeza del
otro o a una subvaloración en la medida en que nos suponemos como los detentadores de
los valores con base a los cuales juzgamos a los demás. Esto es posible desde la
perspectiva de Taylor ya que la posibilidad del diálogo y reconocimiento entre culturas
da sustento a un horizonte compartido en el cual se hacen visibles los contrastes. Dicho
interrogativamente: ¿Qué hace posible el diálogo de deferencias? Para Taylor, apoyado
en Gadamer, el diálogo surge del proceso simultaneo y correlativo de suspensión del
juicio de las partes y emergencia de un interrogante superior, más abarcante, y para el
cual nuestros juicios y perspectivas resultan insuficientes.
Bibliografía:
Ch. Taylor, “La política del reconocimiento” (1992). En: El multiculturalismo y la
política del reconocimiento, FCE, 2009.

A, Honneth, La lucha por el reconocimiento: Capítulo 5, Crítica, 1992.

A. Honneth, Reificación: un estudio en la teoría del reconocimiento: Capítulos II, III y


IV. Katz, 2007

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