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Plaza Montserrat
Plaza Montserrat
Fue otra víctima del progreso, devorada por la Avenida 9 de Julio. Corazón del barrio homónimo, fue una
de las más famosas de la ciudad y protagonista de multitud de hechos de la “petit-histoire” de La Trinidad
y luego Buenos Aires. Lafuente Machaín, muy acertadamente, hace una aclaración sobre el término
“Plaza”, el cual significa algo muy diferente en La Trinidad, a lo que hoy llamamos así. Plaza era el sitio
destinado a la parada de carretas donde se vendía todo tipo de mercaderías que éstas traían; era pues un
“Alto de carretas” pero con mercado. Eran los mercados mayoristas y minoristas de los productos del
país; de ahí su nombre de “Mercado de Frutos” –no de “frutas”- que significaba todo tipo de objetos o
productos de origen vegetal, animal, mineral o manufacturados en el país. En el diccionario de Ramón
Joaquín Domínguez de 1864 leemos: Plaza, s. f. Local más o menos ancho, más o menos espacioso,
dentro de las poblaciones, donde se venden géneros comestibles y de otras clases, se tiene el trato común
de los vecinos y comarcanos, se celebran ferias, mercados, fiestas públicas, etc.
Allí pululaban los compradores, vendedores y gente de toda laya; blancos, mulatos, negros e indios. Era
un “maremagnum” de gente, mercadería, animales, bichos, y toda clase de suciedad y basuras.
Lafuente opina que de allí pudo salir la frase “comerciante de tal o cual Plaza” y “precio de Plaza”.
La Plaza Montserrat nace como “Plaza”, “Mercado de carretas”; debe su origen a la donación de los
vecinos, antes de 1780 de media manzana, esto es un solar de 70 varas de este a oeste, por 140 de norte a
sur. La mitad de la manzana, lado este, de Belgrano – Lima – Moreno y Bernardo de Irigoyen.
Fue donada pues los vecinos tenían dificultades en conseguir alimentos y deseaban un mercado.
Pero el Cabildo les pide 140 varas por 87 ½, más 11 varas para las calles a fin de establecer allí un
“pósito” (depósito) y construir una recova con tiendas. Se provoca así una discusión entre el fiel ejecutor,
Gregorio Ramos Mexía, el regidor Juan de Elía, y el vecino Isidro Lorea (el tallista del retablo del altar de
la Catedral). Los vecinos aducen que el terreno es mayor que el de la Plaza Amarita, argumento que
finalmente inclina el triunfo a su favor y logran la Plaza.
Sobre el lado oeste de la Plaza, una calleja la unía con la calle Lima, y era sitio de pulperías.
La Plaza, con sus carretas, animales, mercado, gentes, olores, boliches y bailongos era una vecindad poco
recomendable. A ello añadamos el camposanto de Montserrat en Lima y Belgrano, esquina noroeste.
Todo esto hizo arrepentirse un poco a los vecinos de su donación e insistencia para que se instalara la
Plaza; se pensó así, que si se construía allí una Plaza de Toros, la Plaza de Carretas desaparecería, el
barrio elevaría su nivel, y acrecentaría su comercio.
En 1790 Raimundo Mariño y un grupo de vecinos solicitan y logran la erección de una Plaza de Toros.
La media cuadra sur del callejón que la unía con Lima, estaba ocupada por una casa de dos plantas, con
recova y balconada en la planta alta, perteneciente a la familia Azcuénaga; era conocida como La Recova
o La Balconada de Montserrat y subsistió hasta 1912, año en que fue demolida.
Esta balconada se aprovechó para palcos y el resto se levantó en madera; de la casa de Azcuénaga, partía
un arco de cal y ladrillo que cruzaba el callejón y servía como ornato de entrada a la Plaza de Toros. Este
arco estaba adornado con cornisones y perillas de barro vidriado.
La calleja sirvió de toril (1), por lo que se la conocía como calle del Toril.
La Plaza se hizo con capacidad para dos mil espectadores y comenzó a funcionar en febrero de 1791. El
20 de enero de ese año, el virrey Nicolás de Arredondo designa al regidor Martín de Alzaga y al capitán
Félix de la Rosa como veedores e inspectores del espectáculo y la recaudación, la que se destinaba a las
obras de empedrado de las calles.
Pronto se vio que era peor el remedio que la enfermedad; por un lado los animales que traídos el día
anterior, no sólo daban malos olores sino que hacían un ruido insoportable; por otro las aglomeraciones
que alteraban la paz del barrio; y finalmente la cantidad de gente aventurera e indeseable, ya al servicio de
la plaza o del delito, que sentó sus reales en el barrio. Pulularon las pulperías y las casas de mala fama; se
jugaba, se bebía y se bailaba más que nunca. Las peleas eran cosa de cada momento. Además la Plaza
ocupaba todo el sitio y las casas quedan prácticamente sobre ella, lo que las desvalorizó completamente.
Se revertieron entonces las gestiones, y se dirigió un memorial al virrey, con fecha 9 de octubre de 1798,
donde expresaba el vecindario los inconvenientes que traía la Plaza al barrio, la falta de tranquilidad, la
inseguridad que permitía la frecuente fuga de toros con el consecuente peligro, la suciedad, los olores, etc.
etc. Pero el pedido era indudablemente justo, y tanto que así lo comprendió el virrey Antonio de Olaguer
y Feliú quien expidió el decreto del 22 de octubre de 1799, por el cual se ordena su demolición. Esto se
inicia en enero de 1800 y termina en junio. Nace así la Plaza de Toros del Retiro.
En la Plaza Montserrat, ya libre de los toros, juraron parte de los miembros de los Regimientos de Pardos
y Morenos durante el período de las invasiones inglesas. Por eso se la llamó “Plaza de la Fidelidad”.
La vieja calle del Toril se llenó de pulperías y casas de mala fama por lo que recibió el nombre de “Calle
del Pecado”.
Entre 1830 y 1852 su reputación empeoró ya que – según los enemigos de Rosas- era usada por los
mazorqueros para ultimar allí a sus víctimas; esto era en realidad más fantasía que verdad; lo cierto era
que elementos de mal vivir que pululaban en las pulperías y lenocinios (2) la eligieron como escenario de
peleas y hechos de sangre.
El barrio, cuando los vecinos se alejaron debido a la Plaza de Toros, se fue llenando de negros, mulatos e
indios. Se agrupaban en “naciones” con sus “reyes” y “reinas”; estaban los Camundá, Muñolos,
Banguelas, Congos, Guineas, Casancha, Cabindá y varias más. De allí el nombre de “barrio del tambor o
del candombe” que se le dio.
Los negros, por cualquier motivo: Semana Santa, Carnaval, fiestas religiosas, fiestas patrias o lo que sea,
organizaban procesiones, bailes o mascaradas cuyo principal escenario era la Plaza.
Manuel Bilbao nos trae el recuerdo de la “Loca Pandereta”. Entre 1839 y 1845 en la calle del Buen
Orden (hoy Bernardo de Irigoyen), cerquita de la Plaza –entonces “Hueco de la Fidelidad”- estaba el
cambalache “El Hijo Pródigo” de Rocamora, quien en esos tiempos anteriores al Banco Municipal de
Préstamos, era conocido como el Padre de los Pobres. Trinidad Tabares era una mulata criada en casa del
Dr. Rivera, esposo de una hermana de Rosas y abuelo de Bilbao. Era muy piadosa, bonita y muy
charlatana; y cuando pasaba por la recova de la calle del Pecado, se persignaba para no caer en tentación.
Era asimismo muy amiga de la diversión pero sus escasos recursos y su vida honesta no la dejaban
disfrutar mucho de ella.
Un día se anunciaba una gran fiesta de candombe, con sortijas, y palo enjabonado cuyo escenario era el
Hueco de la Fidelidad. La pobre Trinidad andaba escasa de dinero y quería sobresalir en la fiesta. Un
vecino no tuvo mejor idea que decirle que bailara con una pandereta. Y Trinidad termina en lo de
Rocamora quien le vende una pandereta a cuatro veces su costo. Llegando su turno en la Plaza la linda
mulata comenzó su baile acompañándose con la pandereta y con tan poca gracia que recibió un manteo,
debiendo salir corriendo para evitar daños mayores. Cuando pasó por lo de Rocamora entró como una
tromba y le tiró la pandereta a la cara, insultándole de arriba abajo y exigiendo le devolviera el importe.
Como aquél se negó, entró a romper todo; vino la policía, y Trinidad terminó presa. Trinidad se ganó el
mote de “la Loca Pandereta” y Rocamora tuvo que cerrar el cambalache.
Las procesiones que los negros organizaban en Navidad eran majestuosas y en la Plaza se hacían pesebres
vivientes con ángeles, pastores y Reyes Magos. En ese día elegían sus reyes y reinas y luego de adorarlos
y rendirles pleitesía venían los bailes, las representaciones y las oraciones.
En las procesiones, el lugar de honor era para Nuestra Señora de Montserrat, la Virgen Morena y San
Benito de Palermo, el santo negro.
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Continuando la tradición hispana, los conquistadores llevaron a las colonias americanas su pasión por las corridas
de toros, pero el pueblo de Buenos Aires no tuvo la densa y vibrante experiencia de otras ciudades de América
española, pero no pudo ser ajeno a este fenómeno popular y aplaudió corridas durante más de dos siglos (1609 a
1819), debiendo constar que este cuestionable espectáculo de las “corridas de toros”, fue presentado por primera
vez en Buenos Aires 11 de noviembre de 1609, cuando un grupo de toreros españoles, en un improvisado rodeo
armado en la Plaza Mayor, frente al Cabildo, realizaron “su faena” como parte de un espectáculo presentado
cuando HERNANDO ARIAS DE SAAVEDRA, era teniente gobernador de la ciudad. Más tarde, durante todo el
siglo XVIII, las coronaciones, los cumpleaños de los reyes y otras fiestas importantes daban motivo para la lidia de
toros. Por ejemplo, en 1759, en homenaje a Carlos III, se realizaron seis días de toreo en los que se mataron 150
toros.
El toreo, considerado hoy en el ámbito hispanoamericano, como una actividad reprobable y cruel, era un
espectáculo secularmente tradicional, de clamorosa resonancia popular y núcleo de un rico complejo folclórico
cuya “cultura” comenzaba con el empleo de un vocabulario propio y se gestaba en las haciendas rurales
dedicadas a la cría de los animales de lidia, para irrumpir con una explosión de sonidos y colores en la ciudad.
Se cantaba a la audacia de los toreros y a sus técnicas y “pases”. Se aplaudía al toro que se negaba a amansarse,
Se contenía el aliento cuando “el espada” se preparaba para el golpe mortal y explotaba en vítores, aplausos y
revoleo de almohadones, cuando la estocada certera, derrumbaba esos 600 kilos de coraje. El espectáculo y sus
“condimentos” no eram propiedad de una clase social. Ricos y pobres se emocionaron, gozaron, rieron y lloraron
con las corridas.
El centro neurálgico del espectáculo taurino, era sin duda, la plaza misma. Efervescente mundo donde se
muestran los protagonistas del espectáculo, con las suertes y técnicas, la baquía y el arrojo, la elegancia y el
constante riesgo de la vida. Las ondas folclóricas abarcan también los más dispares campos, desde la
indumentaria a las supersticiones, de los cantares a los refranes, y se extienden a vastos sectores, no sólo
populares, como lo prueban, por ejemplo, las “proyecciones” artísticas en niveles poéticos y plásticos.
En 1791, el virrey NICOLÁS ARREDONDO llevó los toros a la nueva Plaza de Monserrat, y ésta fue la primera
Plaza de Toros que tuvo Buenos Aires. Fue construida por el carpintero RAIMUNDO MARINO, en el llamado
“hueco de Monserrat”, actual manzana comprendida entre las calles Belgrano, Lima, Moreno y Bernardo de
Irigoyen (Barrio de Monserrat). Tenía capacidad para dos mil personas y las autoridades se instalaban en los
balcones de la casa de la familia AZCUÉNAGA. Alrededor de este circo se fueron estableciendo pulperías, casas
de juego y posadas frecuentadas por carreteros, changarines, negros esclavos y libertos, a los que pronto se
sumaron malvivientes, vagos y prostitutas que poblaba las noches de sus alrededores, tormando el lugar, de
pintoresco a muy peligroso. No por nada el pasaje que conducía a la plaza, era conocido como la “calle del
pecado”. Los toros, bestias bravas que eran traídas desde Chascomús, muchas veces se espantaban y
provocaban corridas entre los vecinos del lugar, hasta que en 1799, la repetición de estas molestias, decidieron al
virrey Avilés la demolición de esta primera plaza de toros.
Pero recién en 1801, siendo ya virrey, JOAQUÍN DEL PINO, el Cabildo, viendo el mal estado en el que estaban
estas precarias instalaciones, utilizando parte de los fondos destinados al empedrado de la ciudad, resolvió hacer
edificar una nueva y definitiva plaza de toros y se le encargó el trazado de los planos correspondientes al
arquitecto y marino español MARTIN BONEO (1745-1806). A principios de mayo de ese año, se dispuso la
construcción de una nueva Plaza de Toros. Esta será la segunda que se instalará en Buenos Aires y las obras se
iniciaron ese mismo año. Estaba ubicada en la Plaza del Retiro, hoy Plaza San Martín, en el espacio comprendido
entre las calles Maipú y Esmeralda, el mismo lugar donde hasta 1739, había funcionado el mercado de esclavos.
Desde lo alto del edificio se dominaba la ciudad y la calle Florida, ya empedrada en esos tiempos, era el camino
más utilizado para llegar a la plaza. Tenía capacidad para 10.000 espectadores (que resultaba escasa para todos
los que querían ingresar a los espectáculos que allí se ofrecían) y tuvo un costo de 42.000 pesos, usándose los
fondos inicialmente destinado al empedrado de la calles de la ciudad. Era una imponente construcción de forma
octogonal, con el exterior de mampostería revocada en cal y de estilo morisco. Disponía de todas las comodidades
de sus similares de España: palcos en la parte alta, guardabarreras, burladeros y hasta una capilla. La entrada
para presenciar “las corridas”, costaba entre dos y tres pesos. El interior era de madera, incluyendo los palcos y
las gradas, que además estaban rodeadas por una ancha doble galería, que con la barrera interior, también de
madera, formaba una circunferencia. Algunos de esos palcos estaban reservados para familias “distinguidas” y
para garantizarles su privacidad, tenían puertas y llaves para su exclusivo uso. Un documento de 1805 informa
que “la Plaza de Toros de Buenos Aires excede en hermosura y firmeza a cualquiera de Europa” y allí, a metros de
la hoy Plaza San Martín, fue donde actuaron toreros argentinos y algunos famosos llegados de España y otras
ciudades la América española.
Finalmente, el 14 de octubre de 1801, se hizo la inauguración, evento para el que se organizó una gran fiesta en
honor del príncipe de Asturias que cumplía años ese día y durante años constituyó uno de los mayores centros de
reunión de los porteños y allí concurrían asiduamente SAAVEDRA, MORENO, PASO y otros miembros de la
Primera Junta en 1810. De algunas características del espectáculo da idea este anuncio publicado en el “Telégrafo
Mercantil”: “El jueves 12 del corriente, en celebridad del cumpleaños del Rey nuestro Señor, se dará una corrida
de toros, habiendo ido a MARIANO PONCE a buscarlos a más allá del salado, de donde siempre han salido
buenos. Se lidiarán 12 toros si el tiempo lo permite.”
En 1807, durante la segunda invasión de los ingleses, esa Plaza de Toros fue escenario de duros combates. Sirvió
como baluarte para los defensores de Buenos Aries y fue allí donde se rindió el general Whitelocke. Las huellas
del enconado combate la dejaron maltrecha. Sus muros quedaron en muy mal estado y desde entonces comenzó
su decadencia que, sumada a las críticas de los opositores a estos espectáculos, auguraban su inminente
desaparición. Destino final que le esperaba, no sólo por la crueldad de los espectáculos taurinos que allí se
ofrecían, sino, porque la descomunal construcción, había convertido algunas calles en callejones destinados al
pasaje de las bestias hacia el toril (cuyas estampidas, pese al pánico fugaz, gozaban los vecinos), por la noche,
adquirían una auténtica, pero sórdida fisonomía, aptos para medro de un mundo digno de la novela picaresca.
Vagos y truhanes, ladrones y “mujeres de vida aireada”, vivían como en su salsa a la sombra y en los recovecos
de la Plaza de toros ((por algo se conoció a ese lugar, como “la Calle del Pecado”),
Sin tener en cuenta las críticas que demandaban el fin de estos espectáculos, en 1807, el Cabildo de Buenos Aires
ordenó la reparación de los desperfectos sufridos en la Plaza de toros del Retiro, donde se atrincheraron
españoles y criollos durante la segunda invasión inglesa y en recuerdo del triunfo sobre los británicos, se dio a la
plaza el nombre de “Campo de gloria”. Así, pese a las críticas, se le hicieron algunas reparaciones y siguieron las
corridas. El 11 de marzo de 1817 hubo corridas gratis para el pueblo, en celebracíón del triunfo de Chacabuco y
concurrieron seis mil personas. Finalmente, en 1818 el Cabildo decidió volver a demoler la plaza como reacción
antiespañola y la orden del Director Supremo JUAN MARTÍN DE PUEYRREDÓN, que en 1819 las suprimió a
instancias del gobernador-intendente interino EUSTAQUIO DÍAZ VÉLEZ, invocando el estado ruinoso en que se
hallaba y la falta de dinero para hacerlo, fue la sentencia de muerte de la plaza de toros del Retiro. Según la
opinión de BONIFACIO DEL CARRIL (“Corridas de toros en Buenos Aires”), en rigor, las razones que se tuvieron
para ello eran políticas y no de seguridad. La Revolución de 1810, no toleraba la existencia de “cualquier vestigio
de la barbaridad española” y la Plaza del Retiro era según FÉLIX LUNA, “un monumento al oprobio”.
El 10 de enero de 1819 se realizó la última corrida y el día siguiente comenzó la demolición. En 1820 ya no existía
la Plaza de Toros de Buenos Aires, aunque la actividad siguió desarrollándose en forma clandestina. Bartolomé
Mitre expresó: “Las corridas de toros, condenadas por la civilización, fueron abolidas por la revolución argentina,
como la inquisición, el tormento y otras costumbres abusivas”.
También en las provincias, las corridas de toros siguieron en forma clandestina, realizándose sobre todo en la
provincia de Buenos Aires. En estancias y campos del interior, se reunían los aficionados sin preocuparse
demasiado ante la presencia de la autoridad policial, que hacía la vista gorda y no las impedía, hasta que el 4 de
enero de 1822, el epitafio legal lo firmó el gobernador de Buenos Aires, coronel MARTÍN RODRÍGUEZ, cuando
dispuso por decreto, la prohibición absoluta de las corridas de toros en todo el territorio de la provincia de Buenos
Aires, bajo severas penas que se aplicarían tanto a los actores, como a los espectadores y aún a los propietarios
del lugar donde éstas se desarrollaban.
En 1856, una Ley que lleva la firma del Senador JOSÉ MÁRMOL y que fue promulgada por DALMACIO VÉLEZ
SARSFIELD, estableció la erradicación definitiva del toreo en estos territorios, expresando en sus considerandos,
en un todo de acuerdo con los enérgicos reclamos de SARMIENTO y MITRE, que no es de pueblos civilizados
estimular esta bárbara costumbre, que afecta la dignidad del hombre y muestra una extrema crueldad hacia los
animales.
Legisladores y gobierno coincidían con la enérgica opinión de Sarmiento y de Mitre. Sin embargo, no podemos
apreciar, por falta de testimonios la conmoción que en el ánimo del pueblo de Buenos Aires habrán suscitado las
prohibiciones de de 1819 y 1822, pero podemos imaginarnos que ahora con esta prohibición, que será la
definitiva, podemos descontar protestas y con certeza nostalgias, evocaciones y recuerdos. Muchos habrán
exaltado los rasgos populares y tradicionales que hacen del toreo, el delirio de las multitudes en España y América
hasta nuestros días, aunque todos sus panegiristas sin duda reconocerían la decadencia de la plaza del Retiro.
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PLAZA DE TOROS del RETIRO
Se inauguró el 14 de octubre de 1801, en el Retiro (hoy Plaza San Martín), construída por el marino Capitán
Martín Boneo en homenaje al cumpleaños del Príncipe de Asturias, heredero del trono de España. El rey era
entonces Carlos IV y el virrey don Joaquín del Pino.
Más de 40.000 pesos costó su construcción, capaz de albergar a casi diez mil espectadores. Era de forma
octogonal, construida con ladrillos, y se asemejaba a las mejores plazas de la España peninsular. Sus tribunas
altas estaban hechas de tablones (como las viejas canchas de fútbol). Por una galería se ascendía a los palcos,
separados unos de otros por tabiques de madera. Constaba con todas las dependencias de las grandes plazas:
corrales, toril, enfermería y hasta la tradicional capilla en la que el torero, antes de salir al ruedo, se encomendaba
a la Virgen y sus santos predilectos. También contaba con dos cuartos con rejas, que funcionaban como cárcel
donde se encerraban a los rateros y mal entretenidos, en especial a los espontáneos. ASí se llamaba a los
espectadores que, por sorpresa, se lanzaban al ruedo a torear al toro o novillo destinado a las corridas. En
aquellos tiempos había también quienes, desde las graderías, tiraban piedras, palos, huevos o tomates, cuando no
les agradaba el espectáculo.