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Toros en Buenos Aires

Corrida de toros en Buenos Aires


Como ocurre con casi todas las cosas, también los deportes mueren. Hay algunos que alcanzan en un
momento dado un gran favor en el gusto del público y luego, por diversas razones, son olvidados. En
nuestro país esto ocurrió con las corridas de toros. Directamente importadas de España, las lidias
tuvieron en nuestro país el favor (y el fervor) que todavía convocan en su tierra de origen y en algunos
países latinoamericanos; pero hacia 1820 empezaron a decaer y todo el siglo XIX asistió a su progresiva
declinación. Hoy, las corridas de toros son virtualmente desconocidas en nuestro país y el entusiasmo que
ese gallardo y viril deporte despierta en España ha sido sustituido por otros que tienen, desde hace
muchos años, una orgiástica presencia popular. ¿Morirá también el futbol alguna vez? ¿Morirá el boxeo,
las carreras de automóviles, el rugby, el polo? No lo sabemos. Pero conviene –incluso como una
advertencia- recordar como nació en la Argentina el culto del toreo, cómo llegó a su cenit y cómo murió.
No para que los cultores de otros deportes pongan sus barbas en remojo… sino para evocar un aspecto de
nuestro pasado poco conocido.
De romanos y toros
El origen de las lidias o corridas de toros –que de ambos modos puede llamarse- participa de dos aportes
culturales aunque no puede establecerse con precisión la contribución de cada uno. Fue Roma la que creó
el gusto por los grandes espectáculos circenses, a veces crueles, incluyendo los combates entre fieras y
seres humanos. Y fueron los árabes los que iniciaron el rito del encuentro entre toros y hombres,
montados éstos a caballo.
Cuando los moros invadieron España (711) y trajeron a la península su cultura, sus modos de vida y sus
costumbres, también importaron las luchas contra los toros, que practicaban a manera de ejercicio de
virilidad. Se sabe que sus adversarios, los caballeros cristianos a cuyo cargo estuvo la Reconquista
durante siete siglos también, emularon a los moros en lides taurinas y hay quien opina que también en
esto fue el primero Rodrigo Díaz de Vivar, el “Cid Campeador”. Lo cierto es que, moros o cristianos, el
deporte era cosa de nobles; dato de distinción, de limpieza de sangre y valentía. Luego, la imitación, la
ansiedad de distinguirse y mostrarse valiente hizo que también los mozos de pueblo y villanos
compitieran en esta clase de faenas. Finalmente, andando los siglos, se generalizó tanto la costumbre de
lidiar toros, que el rey Felipe V –que no estimaba esas fiestas- prohibió a los hidalgos y nobles participar
de las corridas de toros. Y entonces, naturalmente, el pueblo quedó dueño absoluto de “la fiesta”.
Desde entonces, la tauromaquia se convirtió en una pasión española; a través del toreo, hombres surgidos
de los ambientes más bajos podían llegar a la fama y la riqueza; todo lo relativo a los toros, a su manera
de matarlos, a sus manías, sus colores y los ganaderos que los crían, fue materia de discusión y
permanente diálogo. Se construyeron grandes plazas de toros y lo taurino fue un meridiano permanente
de lo español; algo que dio color y carácter al pueblo hispano. Por supuesto, la técnica de la lidia varió
mucho y sufrió modificaciones sustanciales, en primer lugar la de poner al “matador” a pie, frente a frente
con el toro.
Esto ocurrió a mediados del siglo XVIII. Ya para entonces las lidias habían pasado a nuestro continente.
Toros en América
Se dice que la primera corrida de toros en América tuvo lugar el 24 de junio de 1526 en la ciudad de
México. Si es así, nadie puede negar a la tierra azteca su vieja tradición tauromáquica, que todavía
conserva. En nuestras regiones, mucho menos ricas que las de México o Perú, el toreo tuvo menos brillo
y menor antigüedad; recién el 11 de noviembre de 1609 –casi veinticinco años después de la segunda
fundación- se realizó la primera corrida de toros en Buenos Aires, en conmemoración de la festividad de
San Martín de Tours, patrono de la ciudad.
La primera lidia en tierra argentina fue precedida de nerviosos preparativos. Lo demuestra el acta del
Cabildo del 26 de octubre de ese año.
“… En este Cabildo se trató como de presente el día del Señor San Martín de Tours, patrón de esta
ciudad, y que las calles de esta dicha ciudad están llenas de yerbas y muchas barrancas y para que se
limpien se encarga mande a todos los vecinos y moradores limpien y aderecen las dichas calles dentro de
un término breve poniéndoles pena, lo que le pareciere, los cuales no sean exentos y asimismo de aviso al
obligado de las carnicerías para que el dicho día del Patrón traigan los toros que se han de correr en la
plaza pública de ella…”
No es de extrañar que el sangriento rito taurino y las pacíficas celebraciones religiosas se
complementaran; era la fiesta por antonomasia, la que rubricaba el júbilo general. Lo que no quiere decir,
tampoco, que no hubiera opositores al toreo, como el obispo de Buenos Aires fray Sebastián Malvar y
Pinto, que en plena época del virrey Vértiz se presentó a las autoridades manifestando su protesta porque
las corridas de toros “distraen al pueblo de sus deberes religiosos”. Naturalmente, las plásticas figuras de
matador y torero no inspiraban reflexiones religiosas y Vértiz, ante la presentación del Obispo, debió
meditar no poco. Quedó en paz con su conciencia y bien con el pueblo ordenando que lo que se
recaudase en esas oportunidades fuera entregado a beneficio de la Casa de Expósitos. Desde ese
momento, las lidias no eran más que “kermeses de caridad” –diríamos hoy….
Originariamente, las corridas de toros porteñas se hacían en la Plaza Mayor, hoy Plaza de Mayo, en el
costado oeste, para que las autoridades pudieran asistir a ella desde el balcón del Cabildo. Al principio
fueron gratuitas lo que, por supuesto, conspiraba contra la calidad de los toreros, que ya eran
profesionales en España. Solía atarse un toro a un poste para que los vecinos más corajudos se divirtieran
con él, arriesgándose a recibir alguna cornada. En 1790 el carpintero Raimundo Mariño propuso al virrey
construir una plaza de toros permanente en el hueco de Monserrat, para evitar el gasto de armar y
desarmar el tinglado cada vez que había función.
La propuesta fue aceptada pero, para no restar jerarquía a la Plaza Mayor, se acordó que en ella se
siguieran realizando las corridas llevadas a cabo en celebración de fiestas reales –cumpleaños del rey,
coronación, etc.- y que tuvieran carácter gratuito. La de Monserrat sería más comercial, más
profesionalizada.
La plaza de toros de Monserrat se construyó aproximadamente en la manzana que hoy toma la avenida 9
de Julio entre Belgrano, Moreno, Lima y Bernardo de Irigoyen. Allí se había construido en 1781 un
edificio para hacer un mercado, a fin de evitar al vecindario del barrio el viaje que significaba llegarse
hasta la Plaza Mayor; pero no llegó a funcionar.
En 1791, la plaza de toros construida por Mariño, con capacidad para 2.000 personas, empezó a
funcionar. Las autoridades solían ubicarse en los balcones de la casa de la familia Azcuénaga, sobre la
llamada “Calle del Pecado”. Pero el sugestivo nombre existía por algo; el barrio era poco recomendable y
la vecindad de la plaza de toros, con sus profanos espectáculos y el cortejo de vagos, apostadores y
malentretenidos, desprestigió ante la sociedad colonial las reuniones. Se decía que el lugar era un antro
de maleantes y –esto ya no se decía sino que se padecía- había todo un basural en las inmediaciones,
agravado por la parada de carretas del interior que por allí pernoctaban. Y otro elemento más que jugó en
contra de la permanencia de la plaza de toros de Monserrat: los toros mismos, bestias bravas traídas desde
Chascomús, que a veces se espantaban y provocaban terror entre los vecinos. Al fin, las quejas de éstos
llegaron al virrey Avilés y se resolvió demoler el malhadado estadio. El 22 de octubre de 1799 empezó la
“piqueta del progreso” (suponemos que alguien la habrá calificado así en ese momento) su labor, que
terminó en julio de 1800. Sólo ocho años había durado pero en ese lapso se habían realizado 114 corridas
dejando de beneficio $ 7.096, cantidad por cierto no despreciable.
Pero la demolición de la plaza de toros de Monserrat no significaba que el toreo estuviera en baja; todo lo
contario. El circo había permitido más corridas y de mejor calidad y existía ahora cierto profesionalismo
entre los matadores, ciertas exigencias en los aficionados. Contemporáneamente a la demolición, el
Cabildo resolvió hacer edificar una nueva y definitiva plaza en el Retiro.
Una plaza de las buenas
Fue el capitán de navío Martín Boneo quien construyó la plaza de toros de Retiro. Era de forma
octogonal y mantenía el estilo morisco en sus vasos de barro cocido, en la parte alta de las paredes; las
ventanas ojivales, alumbradas por una línea de faroles, dejaban ver las anchas galerías y las entradas
independientes. Tenía capacidad para diez mil espectadores: ¡no en vano la construcción costó $42.000!
La nueva plaza tenía todas las comodidades exigidas por los toreros: guardabarreras, burladeros y hasta
una capilla para encomendarse a Dios.
Por afuera, mampostería revocada con cal; por dentro, maderas adornadas con gallardetes reales, y palcos
en la parte alta. Era realmente una fastuosa plaza, comparable a las mejores de España. Y, por supuesto,
era cara: la entrada valía dos y hasta tres pesos, cuando la de Monserrat había permitido ver el espectáculo
por quince centavos. Pero el beneficio anual también era más elevado: casi $6.000.
Naturalmente, los matadores eran, en Retiro, de mejor calidad que los de Monserrat. En la plaza nueva
perdió la vida un torero tan famoso como “El Ñato” –que para muchos tuvo un merecido final, pues no
sólo era asesino de toros sino también de hombres… Allí lidiaron otros diestros como Pedro Cuadra,
Roque Chiclana (el “Gitano”), Matías Pavón, Juan de Villa, “el Indiecito” Laureano de Jara y “el Tripas”.
Pero la plaza de Retiro no sirvió solamente para intenciones deportivas. En ocasión de las invasiones
inglesas se peleó en sus inmediaciones y el círculo edificado sirvió de refugio a muchos vecinos; en 1810
se usó varias veces para concentrar la caballada de los regimientos criollos. Y a partir de la Revolución,
la plaza de Retiro fue sede de los espectáculos que se hacían para festejar las efemérides patrias o para
celebrar los triunfos patriotas.
Sin embargo, el advenimiento de los gobiernos patrios empezó a marcar la declinación de las corridas de
toros. En realidad, la lidia nunca había sido en el Río de la Plata una pasión demasiado fervorosa; tal vez
nos faltaban los oles de España, que dan brillo y color a las funciones taurinas. Quizá el ganado no era
todo lo bravo que debería ser, acostumbrado como estaba a la frecuentación de los jugosos pastos de
nuestras pampas. El caso es que el bello sexo de Buenos Aires, ya en tiempo de la colonia, se mostraba
renuente en concurrir a las lidias. Había que ir porque el virrey y la virreina iban, pero en realidad parecía
más divertido mirar el ir y venir del público que el espectáculo mismo. Además, era obvio que en esas
reuniones abundaban los orilleros, esos extraños seres llamados “gauchos” y toda clase de gente
desconocida.
Pero después de 1810 la lidia de toros fue decayendo por otro motivo: la reacción antiespañola que se fue
acentuando a medida que la revolución se hacía más dura y comprometida, arrastró también a los usos y
costumbres de la Madre Patria. Todo lo español parecía repudiable; y ¡qué más español que la “fiesta”,
con su despliegue de barbarie y de inútil coraje! En consecuencia, se empezó a tener en menos a las
corridas de toros. Ahora estaba de moda lo europeo, lo inglés… El 4 de diciembre de 1818 el Cabildo
acordó dar las últimas funciones en la plaza del Retiro, por una especial concesión del Director Supremo.
Y el 23 de enero de 1819, en acuerdo extraordinario, el mismo cuerpo municipal nombró a los regidores
José María Bustillo y Miguel de Riglos para que inspeccionaran el estado de la plaza e iniciaran su
demolición. En 1820 la Plaza del Retiro ya no existía, el deporte taurino en el Río de la Plata había
recibido el golpe más fuerte, el golpe mortal…
Pero después…
Sin embargo, seguían existiendo sectores cuya afición por los toros no decaía. En Barracas, por ejemplo,
funcionaba un precario corral desde 1789; allí no se cobraba entrada y el espectáculo se hacía por el solo
gusto de torear. Bien entrado estaba el siglo cuando las autoridades resolvieron clausurar esa suerte de
“plaza clandestina” donde el arte de la lidia se practicaba con absoluto desinterés, por el placer estético y
espiritual de hacerlo.
En el interior también sobrevivieron las corridas de toros un tiempo más a Buenos Aires. Damián Hudson
relata que la noticia de la Declaración de la Independencia se festejó en San Juan, en 1819, con corridas
de toros. Es conocida también la anécdota atribuida al general San Martín, cuando organizó una corrida
de toros para que se lucieran los oficiales de sus tropas, en Mendoza. Fue entonces cuando, a un
comentario de su esposa, que en algún momento expresó su asombro por los alardes de valor de los
improvisados matadores, dijo San Martín: “Si…. son locos…. ¡Pero de estos locos precisa la Patria!
En Salta fue José Ignacio Gorriti, hacia 1823, el que prohibió las corridas de toros. Y en Buenos Aires,
Martín Rodríguez, por decreto del 4 de enero de 1822 prohibió hasta las lidias con toros “embolados”, es
decir, con bolos de madera o cuero en las astas, que evitaban que el torero fuera herido.
Desde entonces, las lidias fueron decayendo verticalmente. Sin una sede para realizar el espectáculo con
todo esplendor, perseguida por las autoridades, despreciadas por las clases altas, “la fiesta” se redujo a
algunas corridas clandestinas sin mayor belleza ni relevancia.
Alguna vez, de tarde en tarde, llagaba al Río de la Plata algún torero español, buscando revivir el antiguo
entusiasmo. Ninguno tuvo éxito. Manuel Domínguez, “el Desperdicios” (cuyo mote habría sido puesto
por el famoso Pedro Romero, que al verlo actuar en una novillada dijo: “este chico no tiene desperdicio”)
llegó en 1845. En realidad venía contratado para actuar en Montevideo pero le fue tan mal que debió
trabajar como capataz en los saladeros de Juan Manuel de Rosas. Cayó prisionero en la batalla de
Caseros –de la que ha dejado unas vívidas memorias- y regresó a España a fines de 1852.
Todos los esfuerzos para revivir el arte tauromáquico en nuestras tierras fueron inútiles. En 1870 un
empresario se presentó ante el juez de paz de San Fernando solicitando permiso para organizar algunas
corridas, ofreciendo destinar parte de la recaudación a las obras públicas del partido. El juez de paz elevó
la petición al gobierno provincial; el doctor José María Moreno, fiscal de Estado, hizo de su dictamen un
alegato demoledor contra las corridas de toros, que calificó de perjudiciales para la moralidad y buenas
costumbres de un pueblo civilizado. El gobernador, Emilio Castro, desestimó la presentación y esto sentó
jurisprudencia.
Y además, allanó el camino para la sanción de la ley 2786 de protección a los animales, gestionada por la
Sociedad Protectora de los Animales, que denunció que todavía en 1883 se hacían corridas en Rosario.
Sólo un recuerdo
Las corridas de toros han pasado para siempre en nuestro país. Sólo han asistido a ellas los que han
viajado a España o a algunos países latinoamericanos donde todavía se practica ese “deporte”. Lo cierto
es que los toros son historia vieja en Argentina. En 1947 alguien solicitó reabrir la vieja plaza de Salta,
también en 1951 se inició un movimiento similar en Chascomús. Y alguna vez, sobre todo en romerías
españolas o en alguna fecha grata a la colectividad hispana, se han improvisado corridas de toros.
Las corridas de toros pertenecen al pasado, en el Río de la Plata. Otros espectáculos de masas menos
cruentos están aposentados en el favor de los grandes públicos.
Fuente
Efemérides – Patricios de Vuelta de Obligado
Guerrero, Gilda – Toros en Buenos Aires.
Portal www.revisionistas.com.ar
Todo es Historia – Año III, Nº 26, Junio de 1869.

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Plaza Montserrat

Plaza Montserrat
Fue otra víctima del progreso, devorada por la Avenida 9 de Julio. Corazón del barrio homónimo, fue una
de las más famosas de la ciudad y protagonista de multitud de hechos de la “petit-histoire” de La Trinidad
y luego Buenos Aires. Lafuente Machaín, muy acertadamente, hace una aclaración sobre el término
“Plaza”, el cual significa algo muy diferente en La Trinidad, a lo que hoy llamamos así. Plaza era el sitio
destinado a la parada de carretas donde se vendía todo tipo de mercaderías que éstas traían; era pues un
“Alto de carretas” pero con mercado. Eran los mercados mayoristas y minoristas de los productos del
país; de ahí su nombre de “Mercado de Frutos” –no de “frutas”- que significaba todo tipo de objetos o
productos de origen vegetal, animal, mineral o manufacturados en el país. En el diccionario de Ramón
Joaquín Domínguez de 1864 leemos: Plaza, s. f. Local más o menos ancho, más o menos espacioso,
dentro de las poblaciones, donde se venden géneros comestibles y de otras clases, se tiene el trato común
de los vecinos y comarcanos, se celebran ferias, mercados, fiestas públicas, etc.
Allí pululaban los compradores, vendedores y gente de toda laya; blancos, mulatos, negros e indios. Era
un “maremagnum” de gente, mercadería, animales, bichos, y toda clase de suciedad y basuras.
Lafuente opina que de allí pudo salir la frase “comerciante de tal o cual Plaza” y “precio de Plaza”.
La Plaza Montserrat nace como “Plaza”, “Mercado de carretas”; debe su origen a la donación de los
vecinos, antes de 1780 de media manzana, esto es un solar de 70 varas de este a oeste, por 140 de norte a
sur. La mitad de la manzana, lado este, de Belgrano – Lima – Moreno y Bernardo de Irigoyen.
Fue donada pues los vecinos tenían dificultades en conseguir alimentos y deseaban un mercado.
Pero el Cabildo les pide 140 varas por 87 ½, más 11 varas para las calles a fin de establecer allí un
“pósito” (depósito) y construir una recova con tiendas. Se provoca así una discusión entre el fiel ejecutor,
Gregorio Ramos Mexía, el regidor Juan de Elía, y el vecino Isidro Lorea (el tallista del retablo del altar de
la Catedral). Los vecinos aducen que el terreno es mayor que el de la Plaza Amarita, argumento que
finalmente inclina el triunfo a su favor y logran la Plaza.
Sobre el lado oeste de la Plaza, una calleja la unía con la calle Lima, y era sitio de pulperías.
La Plaza, con sus carretas, animales, mercado, gentes, olores, boliches y bailongos era una vecindad poco
recomendable. A ello añadamos el camposanto de Montserrat en Lima y Belgrano, esquina noroeste.
Todo esto hizo arrepentirse un poco a los vecinos de su donación e insistencia para que se instalara la
Plaza; se pensó así, que si se construía allí una Plaza de Toros, la Plaza de Carretas desaparecería, el
barrio elevaría su nivel, y acrecentaría su comercio.
En 1790 Raimundo Mariño y un grupo de vecinos solicitan y logran la erección de una Plaza de Toros.
La media cuadra sur del callejón que la unía con Lima, estaba ocupada por una casa de dos plantas, con
recova y balconada en la planta alta, perteneciente a la familia Azcuénaga; era conocida como La Recova
o La Balconada de Montserrat y subsistió hasta 1912, año en que fue demolida.
Esta balconada se aprovechó para palcos y el resto se levantó en madera; de la casa de Azcuénaga, partía
un arco de cal y ladrillo que cruzaba el callejón y servía como ornato de entrada a la Plaza de Toros. Este
arco estaba adornado con cornisones y perillas de barro vidriado.
La calleja sirvió de toril (1), por lo que se la conocía como calle del Toril.
La Plaza se hizo con capacidad para dos mil espectadores y comenzó a funcionar en febrero de 1791. El
20 de enero de ese año, el virrey Nicolás de Arredondo designa al regidor Martín de Alzaga y al capitán
Félix de la Rosa como veedores e inspectores del espectáculo y la recaudación, la que se destinaba a las
obras de empedrado de las calles.
Pronto se vio que era peor el remedio que la enfermedad; por un lado los animales que traídos el día
anterior, no sólo daban malos olores sino que hacían un ruido insoportable; por otro las aglomeraciones
que alteraban la paz del barrio; y finalmente la cantidad de gente aventurera e indeseable, ya al servicio de
la plaza o del delito, que sentó sus reales en el barrio. Pulularon las pulperías y las casas de mala fama; se
jugaba, se bebía y se bailaba más que nunca. Las peleas eran cosa de cada momento. Además la Plaza
ocupaba todo el sitio y las casas quedan prácticamente sobre ella, lo que las desvalorizó completamente.
Se revertieron entonces las gestiones, y se dirigió un memorial al virrey, con fecha 9 de octubre de 1798,
donde expresaba el vecindario los inconvenientes que traía la Plaza al barrio, la falta de tranquilidad, la
inseguridad que permitía la frecuente fuga de toros con el consecuente peligro, la suciedad, los olores, etc.
etc. Pero el pedido era indudablemente justo, y tanto que así lo comprendió el virrey Antonio de Olaguer
y Feliú quien expidió el decreto del 22 de octubre de 1799, por el cual se ordena su demolición. Esto se
inicia en enero de 1800 y termina en junio. Nace así la Plaza de Toros del Retiro.
En la Plaza Montserrat, ya libre de los toros, juraron parte de los miembros de los Regimientos de Pardos
y Morenos durante el período de las invasiones inglesas. Por eso se la llamó “Plaza de la Fidelidad”.
La vieja calle del Toril se llenó de pulperías y casas de mala fama por lo que recibió el nombre de “Calle
del Pecado”.
Entre 1830 y 1852 su reputación empeoró ya que – según los enemigos de Rosas- era usada por los
mazorqueros para ultimar allí a sus víctimas; esto era en realidad más fantasía que verdad; lo cierto era
que elementos de mal vivir que pululaban en las pulperías y lenocinios (2) la eligieron como escenario de
peleas y hechos de sangre.
El barrio, cuando los vecinos se alejaron debido a la Plaza de Toros, se fue llenando de negros, mulatos e
indios. Se agrupaban en “naciones” con sus “reyes” y “reinas”; estaban los Camundá, Muñolos,
Banguelas, Congos, Guineas, Casancha, Cabindá y varias más. De allí el nombre de “barrio del tambor o
del candombe” que se le dio.
Los negros, por cualquier motivo: Semana Santa, Carnaval, fiestas religiosas, fiestas patrias o lo que sea,
organizaban procesiones, bailes o mascaradas cuyo principal escenario era la Plaza.
Manuel Bilbao nos trae el recuerdo de la “Loca Pandereta”. Entre 1839 y 1845 en la calle del Buen
Orden (hoy Bernardo de Irigoyen), cerquita de la Plaza –entonces “Hueco de la Fidelidad”- estaba el
cambalache “El Hijo Pródigo” de Rocamora, quien en esos tiempos anteriores al Banco Municipal de
Préstamos, era conocido como el Padre de los Pobres. Trinidad Tabares era una mulata criada en casa del
Dr. Rivera, esposo de una hermana de Rosas y abuelo de Bilbao. Era muy piadosa, bonita y muy
charlatana; y cuando pasaba por la recova de la calle del Pecado, se persignaba para no caer en tentación.
Era asimismo muy amiga de la diversión pero sus escasos recursos y su vida honesta no la dejaban
disfrutar mucho de ella.
Un día se anunciaba una gran fiesta de candombe, con sortijas, y palo enjabonado cuyo escenario era el
Hueco de la Fidelidad. La pobre Trinidad andaba escasa de dinero y quería sobresalir en la fiesta. Un
vecino no tuvo mejor idea que decirle que bailara con una pandereta. Y Trinidad termina en lo de
Rocamora quien le vende una pandereta a cuatro veces su costo. Llegando su turno en la Plaza la linda
mulata comenzó su baile acompañándose con la pandereta y con tan poca gracia que recibió un manteo,
debiendo salir corriendo para evitar daños mayores. Cuando pasó por lo de Rocamora entró como una
tromba y le tiró la pandereta a la cara, insultándole de arriba abajo y exigiendo le devolviera el importe.
Como aquél se negó, entró a romper todo; vino la policía, y Trinidad terminó presa. Trinidad se ganó el
mote de “la Loca Pandereta” y Rocamora tuvo que cerrar el cambalache.
Las procesiones que los negros organizaban en Navidad eran majestuosas y en la Plaza se hacían pesebres
vivientes con ángeles, pastores y Reyes Magos. En ese día elegían sus reyes y reinas y luego de adorarlos
y rendirles pleitesía venían los bailes, las representaciones y las oraciones.
En las procesiones, el lugar de honor era para Nuestra Señora de Montserrat, la Virgen Morena y San
Benito de Palermo, el santo negro.

Juzgado de Paz de la época de Rosas, frente a la Plaza Montserrat.


En las fiestas tronaba el candombe, con tambores y matracas; se invitaba a las autoridades, siendo
conocida la frecuente concurrencia a las fiestas del gobernador, el brigadier general don Juan Manuel de
Rosas y su familia, los que eran adorados por la gente del barrio.
Las fiestas de Montserrat, subsistieron hasta principios del siglo XX.
La calle del Pecado fue también asiento de saladeros, de barracas de cueros y de frutos y hortalizas, las
que se descomponían y daban un hedor insoportable. Si a ello sumamos el hedor de los desperdicios que
allí se arrojaban, el de los animales muertos y el de las inmundicias, no sólo de animales sino de humanos
que la usaban como baño público, no deja de ser una ironía el nombre que se le impuso el 27 de
noviembre de 1893, de “Pasaje Aroma”. En realidad conmemoraba la batalla homónima librada el 15 de
noviembre de 1810 entre el coronel Esteban Arce y el coronel realista Fermín de Piérola de Arhuna.
Cuando el Ferrocarril del Sud –hoy Roca- instaló su línea de tranvías para unir la flamante estación
Constitución con el centro, una de sus líneas venía por Lima, tomaba por la calle del Pecado y terminaba
en la Plaza donde había un apeadero.
Tuvo diferentes nombres: nació como Mercado de Frutos de Montserrat o Plaza de Montserrat; en 1791
pasó a ser Plaza de Toros de Montserrat; en 1800 vuelve a ser Plaza de Montserrat, pasando en 1806 a ser
conocida como Plaza o Hueco de la Fidelidad; en 1822 recibe, de la calle aledaña el nombre de Plaza del
Buen Orden; en 1826 algún obsecuente de turno –siempre los hay- logra que le pongan el nombre de
Plaza del Restaurador, nombre que por orden del propio Juan Manuel de Rosas es cambiado en 1838
volviendo a ser del Buen Orden; en 1852 pasa a ser Mariano Moreno; en 1856 San Martín; en 1874
General Manuel Belgrano; en 1905 recupera el nombre de Mariano Moreno, para recibir de nuevo su
primitivo nombre de Plaza Montserrat después de 1910 y hasta ser barrida por la Avenida 9 de Julio.
De todos estos nombres merece aclararse el de “Buen Orden”. Nace éste en 1822 durante el gobierno de
Martín Rodríguez y por decreto de Bernardino Rivadavia, como reconocimiento a la conducta de los
Colorados del Monte, de Juan Manuel de Rosas, quienes entraron en 1820 a la ciudad por dicha calle; al
llegar a la calle Caseros –esquina de Pérez- su Jefe, Juan Manuel de Rosas, ordena al comandante de los
Colorados, Vicente González “Carancho del Monte”, que las tropas deben comportarse con corrección y
entrar en “buen orden” a la ciudad. Tanto lo hicieron que asombró a la población su conducta, ya que
estaban lamentablemente acostumbrados a las depredaciones, saqueos, desórdenes y violaciones, que eran
comunes con las demás tropas.
Francisco L. Romay supone en cambio, que el nombre puede deberse a que en 1821 se formó el
regimiento de milicias “Amigos del Orden” los que hacían ejercicio en la Plaza.
El 21 de setiembre de 1881 se colocó en la Plaza la piedra fundamental del Monumento a la Imprenta y
de otro a Bernardino Rivadavia, los que nunca llegaron a erigirse. ¡Qué montaña se haría con las piedras
fundamentales que nunca “brotaron” y que están enterradas en el suelo de nuestro querido Buenos Aires!
En 1910 con motivo del Centenario se erigieron los monumentos a los integrantes de la Primera Junta
(que fue la segunda), tocándole en suerte a la Plaza Montserrat cobijar al de Hipólito Vieytes, obra de José
Llanes. Fue inaugurado el 8 de julio. Con posterioridad se lo trasladó a la Plaza Vieytes.
La plaza tiene 6.372 metros cuadrados de superficie.
Su nombre, Plaza Monserrat, se ha perdido para los porteños, pero el del Pasaje Aroma, en cambio,
persiste allá por el Barrio Varela en otro pasaje que nace en Esteban Bonorino, el que fracasa en su intento
de llegar a los cien metros, y no alcanza a Rivera Indarte.
Referencias
(1) Sitio donde se tienen encerrados los toros que han de lidiarse.
(2) Casas de prostitución.
Fuente
Bilbao, Manuel – Tradiciones y recuerdos de Buenos Aires – Buenos Aires (1934).
Efemérides – Patricios de Vuelta de Obligado.
Lafuente Machaín, Ricardo – Buenos Aires en el siglo XVIII – Buenos Aires (1946).
Lagleyze Luqui, Julio – Las Plazas de Buenos Aires.
Portal www.revisionistas.com.ar
Todo es Historia – Año VIII, Nº 90, Noviembre de 1974.

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LAS CORRIDAS DE TOROS EN BUENOS AIRES (11/11/1609)

Continuando la tradición hispana, los conquistadores llevaron a las colonias americanas su pasión por las corridas
de toros, pero el pueblo de Buenos Aires no tuvo la densa y vibrante experiencia de otras ciudades de América
española, pero no pudo ser ajeno a este fenómeno popular y aplaudió corridas durante más de dos siglos (1609 a
1819), debiendo constar que este cuestionable espectáculo de las “corridas de toros”, fue presentado por primera
vez en Buenos Aires 11 de noviembre de 1609, cuando un grupo de toreros españoles, en un improvisado rodeo
armado en la Plaza Mayor, frente al Cabildo, realizaron “su faena” como parte de un espectáculo presentado
cuando HERNANDO ARIAS DE SAAVEDRA, era teniente gobernador de la ciudad. Más tarde, durante todo el
siglo XVIII, las coronaciones, los cumpleaños de los reyes y otras fiestas importantes daban motivo para la lidia de
toros. Por ejemplo, en 1759, en homenaje a Carlos III, se realizaron seis días de toreo en los que se mataron 150
toros.

El toreo, considerado hoy en el ámbito hispanoamericano, como una actividad reprobable y cruel, era un
espectáculo secularmente tradicional, de clamorosa resonancia popular y núcleo de un rico complejo folclórico
cuya “cultura” comenzaba con el empleo de un vocabulario propio y se gestaba en las haciendas rurales
dedicadas a la cría de los animales de lidia, para irrumpir con una explosión de sonidos y colores en la ciudad.

Se cantaba a la audacia de los toreros y a sus técnicas y “pases”. Se aplaudía al toro que se negaba a amansarse,
Se contenía el aliento cuando “el espada” se preparaba para el golpe mortal y explotaba en vítores, aplausos y
revoleo de almohadones, cuando la estocada certera, derrumbaba esos 600 kilos de coraje. El espectáculo y sus
“condimentos” no eram propiedad de una clase social. Ricos y pobres se emocionaron, gozaron, rieron y lloraron
con las corridas.

La primera Plaza de Toros de Buenos Aires.

El centro neurálgico del espectáculo taurino, era sin duda, la plaza misma. Efervescente mundo donde se
muestran los protagonistas del espectáculo, con las suertes y técnicas, la baquía y el arrojo, la elegancia y el
constante riesgo de la vida. Las ondas folclóricas abarcan también los más dispares campos, desde la
indumentaria a las supersticiones, de los cantares a los refranes, y se extienden a vastos sectores, no sólo
populares, como lo prueban, por ejemplo, las “proyecciones” artísticas en niveles poéticos y plásticos.
En 1791, el virrey NICOLÁS ARREDONDO llevó los toros a la nueva Plaza de Monserrat, y ésta fue la primera
Plaza de Toros que tuvo Buenos Aires. Fue construida por el carpintero RAIMUNDO MARINO, en el llamado
“hueco de Monserrat”, actual manzana comprendida entre las calles Belgrano, Lima, Moreno y Bernardo de
Irigoyen (Barrio de Monserrat). Tenía capacidad para dos mil personas y las autoridades se instalaban en los
balcones de la casa de la familia AZCUÉNAGA. Alrededor de este circo se fueron estableciendo pulperías, casas
de juego y posadas frecuentadas por carreteros, changarines, negros esclavos y libertos, a los que pronto se
sumaron malvivientes, vagos y prostitutas que poblaba las noches de sus alrededores, tormando el lugar, de
pintoresco a muy peligroso. No por nada el pasaje que conducía a la plaza, era conocido como la “calle del
pecado”. Los toros, bestias bravas que eran traídas desde Chascomús, muchas veces se espantaban y
provocaban corridas entre los vecinos del lugar, hasta que en 1799, la repetición de estas molestias, decidieron al
virrey Avilés la demolición de esta primera plaza de toros.

Pero recién en 1801, siendo ya virrey, JOAQUÍN DEL PINO, el Cabildo, viendo el mal estado en el que estaban
estas precarias instalaciones, utilizando parte de los fondos destinados al empedrado de la ciudad, resolvió hacer
edificar una nueva y definitiva plaza de toros y se le encargó el trazado de los planos correspondientes al
arquitecto y marino español MARTIN BONEO (1745-1806). A principios de mayo de ese año, se dispuso la
construcción de una nueva Plaza de Toros. Esta será la segunda que se instalará en Buenos Aires y las obras se
iniciaron ese mismo año. Estaba ubicada en la Plaza del Retiro, hoy Plaza San Martín, en el espacio comprendido
entre las calles Maipú y Esmeralda, el mismo lugar donde hasta 1739, había funcionado el mercado de esclavos.

Desde lo alto del edificio se dominaba la ciudad y la calle Florida, ya empedrada en esos tiempos, era el camino
más utilizado para llegar a la plaza. Tenía capacidad para 10.000 espectadores (que resultaba escasa para todos
los que querían ingresar a los espectáculos que allí se ofrecían) y tuvo un costo de 42.000 pesos, usándose los
fondos inicialmente destinado al empedrado de la calles de la ciudad. Era una imponente construcción de forma
octogonal, con el exterior de mampostería revocada en cal y de estilo morisco. Disponía de todas las comodidades
de sus similares de España: palcos en la parte alta, guardabarreras, burladeros y hasta una capilla. La entrada
para presenciar “las corridas”, costaba entre dos y tres pesos. El interior era de madera, incluyendo los palcos y
las gradas, que además estaban rodeadas por una ancha doble galería, que con la barrera interior, también de
madera, formaba una circunferencia. Algunos de esos palcos estaban reservados para familias “distinguidas” y
para garantizarles su privacidad, tenían puertas y llaves para su exclusivo uso. Un documento de 1805 informa
que “la Plaza de Toros de Buenos Aires excede en hermosura y firmeza a cualquiera de Europa” y allí, a metros de
la hoy Plaza San Martín, fue donde actuaron toreros argentinos y algunos famosos llegados de España y otras
ciudades la América española.

Finalmente, el 14 de octubre de 1801, se hizo la inauguración, evento para el que se organizó una gran fiesta en
honor del príncipe de Asturias que cumplía años ese día y durante años constituyó uno de los mayores centros de
reunión de los porteños y allí concurrían asiduamente SAAVEDRA, MORENO, PASO y otros miembros de la
Primera Junta en 1810. De algunas características del espectáculo da idea este anuncio publicado en el “Telégrafo
Mercantil”: “El jueves 12 del corriente, en celebridad del cumpleaños del Rey nuestro Señor, se dará una corrida
de toros, habiendo ido a MARIANO PONCE a buscarlos a más allá del salado, de donde siempre han salido
buenos. Se lidiarán 12 toros si el tiempo lo permite.”
En 1807, durante la segunda invasión de los ingleses, esa Plaza de Toros fue escenario de duros combates. Sirvió
como baluarte para los defensores de Buenos Aries y fue allí donde se rindió el general Whitelocke. Las huellas
del enconado combate la dejaron maltrecha. Sus muros quedaron en muy mal estado y desde entonces comenzó
su decadencia que, sumada a las críticas de los opositores a estos espectáculos, auguraban su inminente
desaparición. Destino final que le esperaba, no sólo por la crueldad de los espectáculos taurinos que allí se
ofrecían, sino, porque la descomunal construcción, había convertido algunas calles en callejones destinados al
pasaje de las bestias hacia el toril (cuyas estampidas, pese al pánico fugaz, gozaban los vecinos), por la noche,
adquirían una auténtica, pero sórdida fisonomía, aptos para medro de un mundo digno de la novela picaresca.
Vagos y truhanes, ladrones y “mujeres de vida aireada”, vivían como en su salsa a la sombra y en los recovecos
de la Plaza de toros ((por algo se conoció a ese lugar, como “la Calle del Pecado”),

Reparacion de la plaza de toros (1807).

Sin tener en cuenta las críticas que demandaban el fin de estos espectáculos, en 1807, el Cabildo de Buenos Aires
ordenó la reparación de los desperfectos sufridos en la Plaza de toros del Retiro, donde se atrincheraron
españoles y criollos durante la segunda invasión inglesa y en recuerdo del triunfo sobre los británicos, se dio a la
plaza el nombre de “Campo de gloria”. Así, pese a las críticas, se le hicieron algunas reparaciones y siguieron las
corridas. El 11 de marzo de 1817 hubo corridas gratis para el pueblo, en celebracíón del triunfo de Chacabuco y
concurrieron seis mil personas. Finalmente, en 1818 el Cabildo decidió volver a demoler la plaza como reacción
antiespañola y la orden del Director Supremo JUAN MARTÍN DE PUEYRREDÓN, que en 1819 las suprimió a
instancias del gobernador-intendente interino EUSTAQUIO DÍAZ VÉLEZ, invocando el estado ruinoso en que se
hallaba y la falta de dinero para hacerlo, fue la sentencia de muerte de la plaza de toros del Retiro. Según la
opinión de BONIFACIO DEL CARRIL (“Corridas de toros en Buenos Aires”), en rigor, las razones que se tuvieron
para ello eran políticas y no de seguridad. La Revolución de 1810, no toleraba la existencia de “cualquier vestigio
de la barbaridad española” y la Plaza del Retiro era según FÉLIX LUNA, “un monumento al oprobio”.
El 10 de enero de 1819 se realizó la última corrida y el día siguiente comenzó la demolición. En 1820 ya no existía
la Plaza de Toros de Buenos Aires, aunque la actividad siguió desarrollándose en forma clandestina. Bartolomé
Mitre expresó: “Las corridas de toros, condenadas por la civilización, fueron abolidas por la revolución argentina,
como la inquisición, el tormento y otras costumbres abusivas”.
También en las provincias, las corridas de toros siguieron en forma clandestina, realizándose sobre todo en la
provincia de Buenos Aires. En estancias y campos del interior, se reunían los aficionados sin preocuparse
demasiado ante la presencia de la autoridad policial, que hacía la vista gorda y no las impedía, hasta que el 4 de
enero de 1822, el epitafio legal lo firmó el gobernador de Buenos Aires, coronel MARTÍN RODRÍGUEZ, cuando
dispuso por decreto, la prohibición absoluta de las corridas de toros en todo el territorio de la provincia de Buenos
Aires, bajo severas penas que se aplicarían tanto a los actores, como a los espectadores y aún a los propietarios
del lugar donde éstas se desarrollaban.

Fin de las corridas de toros.

En 1856, una Ley que lleva la firma del Senador JOSÉ MÁRMOL y que fue promulgada por DALMACIO VÉLEZ
SARSFIELD, estableció la erradicación definitiva del toreo en estos territorios, expresando en sus considerandos,
en un todo de acuerdo con los enérgicos reclamos de SARMIENTO y MITRE, que no es de pueblos civilizados
estimular esta bárbara costumbre, que afecta la dignidad del hombre y muestra una extrema crueldad hacia los
animales.
Legisladores y gobierno coincidían con la enérgica opinión de Sarmiento y de Mitre. Sin embargo, no podemos
apreciar, por falta de testimonios la conmoción que en el ánimo del pueblo de Buenos Aires habrán suscitado las
prohibiciones de de 1819 y 1822, pero podemos imaginarnos que ahora con esta prohibición, que será la
definitiva, podemos descontar protestas y con certeza nostalgias, evocaciones y recuerdos. Muchos habrán
exaltado los rasgos populares y tradicionales que hacen del toreo, el delirio de las multitudes en España y América
hasta nuestros días, aunque todos sus panegiristas sin duda reconocerían la decadencia de la plaza del Retiro.

Finalmente, en 1879, DOMINGO FAUSTINO SARMIENTO, siendo Presidente de la Sociedad Protectora de


Animales, frenó un intento de reimplantar las corridas. En 1883, BARTOLOMÉ MITRE volvió sobre el tema y dijo:
“son condenadas por la civilización argentina. Como la Inquisición, el tormento y otras costumbres abusivas”. En
1946, un “matador de toros” nacido en Buenos Aires, llamado RAÚL ACHA ROVIRA gestionó ante JUAN
DOMINGO PERÓN la posibilidad de traer a dos famosos toreros de aquella época, “MANOLETE” y “DOMINGO
ORTEGA”, para que torearan ante el público argentino. Confiando en la aprobación de su proyecto, compró toros
en Cádiz y con el traslado ya organizado y casi comenzando las instalaciones que le serían necesarias, le llegó la
negativa presidencial, inspirada por gestiones que había hecho la Sociedad Protectora de Animales en tal sentido.

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PLAZA DE TOROS del RETIRO
Se inauguró el 14 de octubre de 1801, en el Retiro (hoy Plaza San Martín), construída por el marino Capitán
Martín Boneo en homenaje al cumpleaños del Príncipe de Asturias, heredero del trono de España. El rey era
entonces Carlos IV y el virrey don Joaquín del Pino.

Más de 40.000 pesos costó su construcción, capaz de albergar a casi diez mil espectadores. Era de forma
octogonal, construida con ladrillos, y se asemejaba a las mejores plazas de la España peninsular. Sus tribunas
altas estaban hechas de tablones (como las viejas canchas de fútbol). Por una galería se ascendía a los palcos,
separados unos de otros por tabiques de madera. Constaba con todas las dependencias de las grandes plazas:
corrales, toril, enfermería y hasta la tradicional capilla en la que el torero, antes de salir al ruedo, se encomendaba
a la Virgen y sus santos predilectos. También contaba con dos cuartos con rejas, que funcionaban como cárcel
donde se encerraban a los rateros y mal entretenidos, en especial a los espontáneos. ASí se llamaba a los
espectadores que, por sorpresa, se lanzaban al ruedo a torear al toro o novillo destinado a las corridas. En
aquellos tiempos había también quienes, desde las graderías, tiraban piedras, palos, huevos o tomates, cuando no
les agradaba el espectáculo.

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