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Alguien me está escuchando

Publicado por Carlos López

La vida de los otros, 2006. Fotografía: Wiedemann, Berg Filmproduktion / Bayerischer


Rundfunk / Arte / Creado Film.
Cada vez que descuelgas el teléfono lo notas. Unas veces es un ruido impreciso, como de
roedor, como de alguien que lija una madera marcando el ritmo. Otras escuchas el diluvio
universal. Y siempre, tu voz repetida en eco metálico, tus propias palabras que resuenan un
segundo más tarde y te confunden. Al principio no le das demasiada importancia. Supones que
le pasa a todo el mundo. Culpas a la calidad del servicio, a la operadora, a la saturación de la
red o a tu teléfono, que se ha quedado obsoleto y no ha vuelto a ser el mismo desde aquella
vez que te sentaste encima. Qué se le va a hacer. Un día lo cuentas a los que trabajan contigo
y resulta que ellos también lo sufren. Las llamadas se cortan con frecuencia, las voces suenan
amortiguadas, se oyen chasquidos y acoples. De pronto caemos en la cuenta: todo esto nos
sucede desde el día en que empezamos a trabajar en la serie y entre nosotros hablamos a diario
de yihad, de bombas, de venganzas y asesinatos. Desde ese día alguien nos está escuchando.

Es el momento de decir que soy guionista, que me gano la vida escribiendo guiones de cine y
de televisión. A menudo busco documentación en la red, sobre cualquier cosa que necesite
recrear. En esta serie, en la que ahora escribo, hay un atentado. Una célula. Alguien que se
convierte al islam. La amenaza de una masacre. Diversas combinaciones de estas palabras
figuran en mis favoritos de Google. Y lo mismo en mis correos y mis conversaciones telefónicas,
en las que debato con mis colegas las tramas de los capítulos, la conveniencia de matar a un
personaje antes o después o los detalles de un plan suicida. Vida de guionista. Supongo que
en algún momento saltó la alarma, no sé cómo funciona eso, pero en algún lugar que no sé por
qué imagino en penumbra, un trastero o un sótano en el que hay que entrar agachado, un
funcionario se vio obligado a tomar la decisión de pinchar mi teléfono y el de mis colegas. Y, a
partir de entonces, tomar buena nota de todo lo que decimos. Por si acaso.

Lo quieras o no, pronto te acostumbras a hablar acompañado de esos ruidos y ese eco. Y digo
acompañado porque cada vez que descuelgas eres consciente de que hay alguien al otro lado,
ahí, en alguna parte, haciendo su trabajo. Un día en el que las interferencias te impiden la
conversación y ya no puedes más, vas y se lo dices, por favor, haga usted lo que tenga que
hacer, pero déjenos hablar, que así no hay manera. O se lo explicas a alguien que te llama y se
sorprende del runrún de fondo: perdona el ruido, pero me parece que tengo a un señor
escuchando. A fuerza de hablar de él, de darlo por habitual, acabas por saludarle, por
educación, por no hacerle de menos. Tomas ese saludo por costumbre, de manera que cuando
respondes a una llamada lo primero es mencionar al que escucha. «Hola, Manolo», le dices,
porque algún nombre hay que ponerle. Y al llamarlo Manolo te lo imaginas entero, sentado a
una mesa, con sus auriculares puestos y la libreta a punto. Que seguro que se levanta de mal
café cuando me da por hablar a deshora, o cuando mis conversaciones le pillan a mitad de
bocata, que también se quejará de los ruidos porque no son culpa suya sino del material que le
han dado, un casete que se atasca a cada poco, un magnetofón en los que la cinta se lía
haciendo ochos y no hay más remedio que rebobinarla a mano, un lapicero al que saca punta
con la navaja. El pobre se pasa el día sentado en un taburete, pelado de frío, con bufanda y
mitones, rellenando una quiniela mientras me escucha. En resumen: como en aquella
película, La vida de los otros, pero con el filtro Gila.

Hay que imaginarse a Manolo cuando le da novedades a un superior, o cuando vienen a


relevarlo al final de la jornada y, al tiempo que se duele de los riñones, dice: «Nada, lo de
siempre, hablan de unas bombas y de uno que van a matar, pero no se han movido de casa,
nunca salen, ahí lo tienes apuntado». Manolo no se para a pensar si lo que hablamos es verdad
o mentira. No es su trabajo. Por deformación profesional tiende a pensar que fingimos, que
decimos que es ficción para despistar, que en realidad tenemos mucho peligro y seguro que
todo lo que decimos es verdad, y eso de que somos guionistas, nada. Ya se sabe que en la
cárcel todos dicen que son inocentes. A él le pagan, digo yo que le pagan, para que tome nota
de lo que hablamos. Punto. Él no ha decidido escucharnos. Por algo será. Y hasta le conviene
pensar que somos mala gente, asesinos en potencia, porque si un día resultara que somos
gente corriente lo pondrían de patitas en la calle. No, no. Siempre que le preguntan, Manolo
habla mal de nosotros, exagera nuestras discusiones, añade algo de su cosecha, algo que
justifique las horas que nos dedica. Mi madre decía que no se fiaba de los médicos porque son
los primeros interesados en que haya enfermos. Pues eso. Para los espías, todos somos
sospechosos.

No solo espiarán a guionistas. A todo el que hable de bombas, al que tenga antecedentes de
conducta peligrosa, al que pueda convertirse en enemigo en el futuro, aunque esto lo aplican
con manga ancha, claro, los jóvenes con barba entran todos en el saco, y los políticos que van
a manifestaciones también. Una amiga me ha contado que llamó a Gabriel Rufián por un
asunto editorial y también se escuchaba el eco. Rufián le dijo que, al menos en su caso, la
molestia solo afecta al primer minuto. Será que le graban el principio de las conversaciones para
llevar un listado, un control rutinario, o quizá es que eso es lo que duran las cintas, que no dan
para más. El caso es que dice mi amiga que Rufián parece un corderito en el primer minuto de
cada conversación, habla del frío que hace en invierno y lo rápido que ha pasado marzo, como
cualquiera de nosotros, y espera al segundo minuto para entrar en faena, cuando su Manolo ya
ha colgado.

Al mío le estoy cogiendo cariño. Bueno, no sé si cariño es la palabra exacta, pero qué más
puedo pedir si tengo a alguien que me escucha, diga lo que diga, pase lo que pase. Si me
levanto con el día torcido, me dan ganas de descolgar el teléfono, solo por comprobar que él
está ahí, esperándome. Las noches que llego tarde a casa, después de una cena con amigos,
me da por la travesura, por jugar al despiste. Me pongo a hablar de la temporada de patos,
repito tres veces seguidas que el gorrión ha abandonado el nido o que las margaritas son
blancas, me pongo intrigante para que Manolo eche humo y dude si despertar a su jefe. O solo
por marear repito del tirón las palabras malditas, todas seguidas, una detrás de otra, para que
reviente el escáner que dicen que las detecta. «Ahí van», digo antes de soltar una retahíla como
esta: «Bomba-atentado-yihad-mossos-titadine-tuitero-Carrero-rapero-borbón».

Solo me dura un rato, enseguida me compadezco. Manolo no tiene la culpa, me digo. En el


fondo me gustaría regalarle algo que compensara las horas de sueño que le robo. Un regalo.
No me refiero a enviarle una corbata, no sabría adónde, ni cuál elegir, hablo de regalarle un día
especial: que de verdad pareciese que estoy tramando algo, que soy ese incendiario que él
consigna en sus informes, algo que elevase a Manolo a la categoría de héroe, o al menos de
empleado del mes. Claro que, en lo que se deshace el malentendido, hasta que se comprobase
que todo era un ejercicio solidario por mi parte, a mí me mandaban a la cárcel. Y Manolo llevaría
al juez todas las grabaciones, en una caja de zapatos con mi nombre escrito a rotulador, y se
demostraría inequívocamente que todo formaba parte de un plan.

La perspectiva de la cárcel me devuelve a la realidad. A seguir la escritura de mi guion, que se


supone que es lo que estoy haciendo cuando este señor me escucha y me graba. A mi trabajo,
que es el suyo.

Para Manolo, que me estará leyendo. O, como él lo llama, desencriptando.

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