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Máster Universitario de Derecho Constitucional Universidad de Valencia
Los partidos políticos son elementos centrales del sistema democrático, por eso su estudio
va unido inevitablemente al de las democracias contemporáneas. Cuando nos acercamos
a ellos solemos hacerlo desde dos perspectivas de análisis: la de su comportamiento
"hacia el exterior", es decir, frente (o junto) a los poderes públicos, el resto de partidos o
la sociedad; y la de su vida interna, a saber, su organización y funcionamiento "hacia
dentro". Nosotros vamos a abordar en este módulo el segundo de los aspectos,
concretamente el relativo a la democracia interna de los partidos, su necesidad, su
presencia histórica, su evolución y, principalmente, su actualidad.
Lo que nos dice el rasgo democrático es que el Estado es la expresión del poder del
pueblo, y su reflejo en el articulado se advierte tanto en la parte dogmática de la
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En los sistemas políticos contemporáneos, se entiende que los partidos políticos forman
parte del núcleo del sistema democrático. Ellos (su régimen jurídico y su
funcionamiento), junto a los procedimientos destinados a crear jurídicamente la voluntad
del cuerpo electoral, (es decir, el sistema electoral), a los instrumentos de participación
ciudadana (rendición de cuentas, iniciativa legislativa popular, etc.) y a los derechos
políticos, determinan el grado de democracia que caracteriza a cada concreto Estado de
Derecho. Puede entenderse, en consecuencia, que al ser los partidos políticos elementos
esenciales del sistema democrático, parece razonable exigir que su comportamiento no
difiera en exceso de aquellos principios fundamentales del sistema al que sirven.
En este marco, y centrándonos ya al mundo de los partidos políticos, debe indicarse el
lugar destacado que en las democracias pluralistas corresponde a la libertad de
asociación, libertad que está en el origen del derecho de creación de organizaciones de
carácter político. El derecho a asociarse, y en concreto el derecho a crear un partido
político (que no es sino un específico tipo de asociación), se plasma tanto en la libre
elección por parte de los promotores de los fines asociativos, como en la disponibilidad
de organizarse libremente, sin otro tipo de condicionamientos que los dimanantes de los
límites mismos que al efecto prevea el ordenamiento jurídico.
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1. Evolución histórica
Podría decirse que existen “los partidos” o grupos similares desde el momento en que
más de un grupo concurre en la lucha para ejercer el poder. Pero es evidente que esos
grupos con intenciones políticas han experimentado una evolución importante a lo largo
de los siglos. Los partidos que hoy conocemos se transforman desde las facciones,
fundamentalmente a causa de la idea de representación política sin mandato imperativo y
el desarrollo del sufragio.
Durante un tiempo existió confusión entre lo que se entendía por partido y por facción,
pero, poco a poco, se fue estableciendo una distinción cada vez más clara entre ellos.
Según esta distinción, los partidos no habían de ser necesariamente malos para la
sociedad, mientras que las facciones sí, por vincularse éstas irremediablemente con los
intereses personales. En realidad, durante la primera época del Estado liberal, ambas
figuras eran consideradas un mal político, pero así como el primero ya se admitía por
algunos como irremediable (por ejemplo Madison en El Federalista), la facción nunca
perdió su connotación negativa.
El paso adelante, es decir, la consideración de los partidos como algo positivo y necesario,
lo da Burke (en 1774), para quien
“Un partido es un cuerpo de hombres unidos para promover, mediante su labor conjunta,
el interés nacional sobre la base de algún principio particular acerca del cual todos
están de acuerdo”.
Desde esta perspectiva los partidos políticos serían los medios adecuados para permitir a
los ciudadanos poner en ejecución sus planes comunes; serían instrumentos para obtener
beneficios colectivos; y serían órganos funcionales de un todo (el Estado, por ejemplo) al
que tratarían de servir realizando los fines de este todo. En la medida en que su
comportamiento no se adecuara a estos objetivos, sino al beneficio propio, se habrían de
considerar facciones.
La aparición de los partidos, tal y como hoy los conocemos, coincidió la apertura de las
sociedades hacia el pluralismo, la tolerancia, la disidencia, la diversidad, y, hasta puede
decirse, hacia “lo constitucional”. Sin embargo, el propio movimiento constitucional
(Locke, Montesquieu, El Federalista ...) no los apoyó en un principio, pues en aquel
momento no los necesitaba.
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2. Naturaleza
¿Qué naturaleza presentan los partidos? Los partidos políticos son asociaciones que
tienen la función constitucionalmente atribuida de servir de cauce fundamental para la
participación política y son, por tanto, vehículos del pluralismo político en tanto a su
través se forma y manifiesta la voluntad popular. Son, pues, asociaciones privadas de
relevancia pública.
De una parte, su naturaleza privada de libertad pública implica una limitación a las
intromisiones, sobre todo de parte de los poderes públicos, que puedan realizarse sobre el
ejercicio de su autonomía. Pero de otra, su relevancia pública y su vinculación al buen
funcionamiento del sistema democrático, exige establecer sobre ellos (su organización,
su funcionamiento) una especial atención, más allá de la que se presta a cualquier
asociación.
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3. Por qué deben ser democráticos. Funciones de los partidos. Su marco normativo:
ubicación constitucional, legal y estatutaria.
Siendo los principales actores políticos de los sistemas democráticos sería contradictorio
y reduciría la calidad democrática del sistema el hecho de que estuvieran estructurados y
dirigidos de forma autoritaria, sin posibilidad de discusión política interna y sin
posibilidad de alternativa y alternancia frente a quienes ejercen el poder en ellos en un
momento determinado. Puede decirse, en consecuencia, que el reconocimiento
constitucional de los partidos políticos y las funciones que efectivamente llevan a cabo,
en particular en lo relativo a los procesos del mecanismo democrático, explican la
exigencia de que su estructura y funcionamiento se avengan al principio democrático.
Dicha exigencia se crea con el objetivo de evitar la de falta de conexión entre la voluntad
declarada por las instituciones representativas (parlamentos y gobiernos) y la voluntad
popular, concretamente la de los afiliados y simpatizantes de los principales
configuradores y portavoces del pluralismo político, los partidos. Dicho en sentido
positivo: dicho objetivo tiene una vocación teleológica, la efectividad del sistema
democrático.
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En todo caso, si nos fijamos en las funciones que ejercen, se entiende perfectamente la
importancia de que exista esa pluralidad interna en los partidos.
1. Funciones
a. Postulan proyectos políticos de carácter global. Con esto queremos decir que los
partidos (llámense de ésta u otra manera) son los únicos que se presentan como posibles
gestores de todos los ámbitos que la comunidad requiere, con programas que atienden de
modo global a las necesidades de la sociedad.
c. Orientan los órganos políticos del poder. Pues ellos mismos forman parte de las
instituciones del Estado, en realidad hasta confundirse con ellas.
Es cierto que la evolución de los partidos políticos, desde su origen como partidos de
notables, pasando por los denominados partidos “de masas”, hasta llegar a los conocidos
como partidos “atrapalotodo” (definido por Kircheimer), el partido profesional-electoral
(analizado por Panebianco), y los llamados “partidos cártel” (Katz y Mair), ha matizado
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de manera ostensible algunas de las funciones que clásicamente los partidos llevan a cabo.
Sea como fuere, lo que parece claro es que el debilitamiento general de la consistencia
ideológica de muchos partidos se acompaña de la pérdida de importancia de la militancia
y del reforzamiento de la elite dirigente, además de por la aparición de grupos externos
que influyen decisivamente en la agenda programática de las organizaciones.
Por ello es importante entender que no sólo se trata de la conveniencia de distinguir entre
las actividades que tradicionalmente dicen los partidos que llevan a cabo o que se les
asocia inopinadamente y los resultados objetivos de las mismas; ahora es necesario paliar
la brecha abierta entre las demandas políticas de la sociedad y la oferta partidista
anquilosada...
Sin embargo, no deja ser cierto que la importancia de los partidos en cada uno de los
sistemas no es muy distinta entre estos Estados, y que la acusación de ser organizaciones
que se alejan del pueblo y que privatizan la política es común en todos ellos. A nivel
constitucional, la diferencia más marcada -que en la actualidad no tiene gran relevancia,
pues se ha vuelto inoperante el problema que se planteaba con la organización de los
partidos comunistas, y menos en relación con la democracia interna-, es la relativa a la
disolución de los partidos antidemocráticos (Francia y Alemania, el Partido Fascista en
Italia, o los vinculados a organizaciones violentas o terroristas, como en España), pues en
el resto de materias son las relaciones de fuerzas internas las que marcan las pautas. Así,
sean considerados órganos del Estado o asociaciones sin personalidad jurídica, la posición
real de los partidos en los sistemas democráticos es la misma, pues no parece que sean
más privilegiados o cumplan más funciones públicas en Alemania que en Italia o en
España.
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Sin embargo, a todas estas dificultades para el control jurídico de los partidos hay que
contraponer otros argumentos que ejercen un indudable contrapeso.
detallada que facilitase una fiscalización judicial constante sobre los partidos, en todos
sus ámbitos internos de actuación, y dicha fiscalización fuera constante y eficaz, el temor
quizás estaría justificado. Pero probablemente una legislación de ese tipo podría incurrir
en inconstitucionalidad por afectar al contenido esencial del derecho de asociación
(obviamente, dependiendo de cómo este derecho y los partidos políticos hayan sido
configurados en el texto constitucional concreto), y además, sería dudoso que a partir de
ella los tribunales pudiesen resolver los conflictos intrapartidarios satisfactoriamente,
tanto desde la perspectiva jurídica como de la política.
Obviamente, lo que al sistema constitucional interesa, sobre todo, son partidos eficaces,
que lleven a cabo la principal función a la que como instrumentos fundamentales de la
participación política se obligan: ser sujetos vertebradores del sistema democrático.
En último término, y para finalizar este punto, cabe preguntarse; ¿Es una ley de partidos
el instrumento que hará que las organizaciones políticas se comporten democráticamente?
La respuesta ha de ser negativa, pero matizada. Una ley por sí sola no creará la democracia
interna en los partidos, pero eso no significa que necesariamente deba prescindirse de
ella, pues su vigencia puede comportar efectos positivos.
En esta dirección, puede apreciarse que las notas negativas que pueden acompañar a una
legislación sobre partidos -una legislación no reglamentista- no suponen perjuicio para el
sistema democrático; en cambio, los aspectos positivos de la misma, aunque muy
limitados, pueden favorecer el papel que el Derecho se reserva sobre la materia; papel
que, de forma genérica, puede resumirse diciendo que consiste en evitar que la
arbitrariedad de los dirigentes de los partidos anulen los derechos de participación de los
afiliados.
De esta forma, la ley de partidos no debe ser una norma ficticia que mantenga la
apariencia de democraticidad de los partidos, lo que puede ser más grave que la propia
carencia. Ha de establecer un procedimiento, unas normas mínimas -unas reglas del
juego- democráticas que deben ser aplicadas. La ley de partidos no será el instrumento
que impida su burocratización, pero puede ser una de las piezas -del complicado
rompecabezas- que ayude a intensificar el grado de democracia de un sistema político.
Para ello es necesario que concrete algunos mecanismos democráticos y fundamente la
existencia de algunos derechos subjetivos para los miembros de la organización.
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Las leyes que regulan la libertad de asociación y el derecho de partidos suelen exigirlos
formalmente (aunque hay excepciones como en el Reino Unido, donde, por ejemplo, los
tory se organizan y funcionan mediante usos y reglamentos ad hoc), así como un
determinado contenido mínimo en ellos. Este contenido mínimo abarca sus fines,
denominación, los órganos de representación, gobierno y administración (así como el
procedimiento de elección de sus componentes y atribuciones), el procedimiento de
admisión de los afiliados, sus derechos y deberes, el régimen disciplinario, etc.
Los estatutos de los partidos, como el resto de normas internas que suelen desarrollar
algunos de sus artículos, deben poder ser conocidos, es decir, deben ser públicos.
Habitualmente las legislaciones no suelen abordar este aspecto, y en realidad no resulta
fácil hacerse con las normas de algunos partidos. Sin embargo, debe exigirse la
posibilidad de conocer las reglas internas que los organizan, tanto por parte de los
afiliados como por parte de los electores.
En relación con los fines de los partidos, el límite a los mismos suele estar determinado
por su licitud penal. Suele suceder que las declaraciones de objetivos de los partidos en
sus estatutos son muy abstractas, y suelen hacer énfasis en la realización de los principios
democráticos. En todo caso, se trata casi siempre de declaraciones generales sin valor
normativo.
Un punto importante en relación con los estatutos de los partidos, a la hora de resolver
conflictos internos, trata de su interpretación. Quién está facultado para hacerlo y qué
principios deben presidir esa interpretación. En muchas ocasiones, los propios estatutos
establecen cuáles son los órganos competentes para la interpretación, integración o
acomodación de sus normas en los casos concretos. Sea como fuere, para mantener una
buena sintonía con la idea de democracia interna dos elementos no deben faltar en
relación con estos órganos. En primer lugar, deben ser órganos independientes de los de
dirección del partido; en segundo lugar, deben actuar conforme a principios tales como
equidad, proporcionalidad e interdicción de la arbitrariedad.
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instituciones del Estado. Puede decirse que estos “momentos” de los partidos políticos,
es decir, la relación de los partidos con sus afiliados y militantes, o con los órganos que
lo componen (centralizados o descentralizados, verticales u horizontales) guarda un cierto
paralelismo con la relación entre el los ciudadanos y las instituciones del Estado. Por ello,
siempre que no se haga de forma rígida, sin tener en cuenta las peculiaridades de aquéllos,
cabe en ellos una cierta la aplicación por analogía de los principios democráticos exigibles
al Estado de Derecho.
A partir de aquí, si sobre esta base incorporamos la idea de democracia interna podremos
afirmar que los partidos deben organizarse y funcionar de tal manera que sus órganos de
dirección ejecuten la voluntad del partido (es decir, la voluntad de sus afiliados, y por
extensión, de su cuerpo electoral), y no el partido la voluntad de sus órganos.
En la práctica, y reduciendo a lo básico los objetivos de ese tipo de organización y
funcionamiento, la articulación de esos momentos estático y dinámico de los partidos
tienen que dirigirse a que sus afiliados y militantes (al menos ellos, cuando no los
votantes) estén en condiciones de participar con garantías, al menos, en estas tres vitales
áreas de decisión interna:
- el diseño del programa del partido político.
- la selección de los candidatos a liderar o dirigir el partido.
- la selección de los candidatos para puestos públicos.
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organización, pues normalmente se parte de la premisa de que los partidos, en los distintos
niveles, no pueden llevar a cabo políticas independientes del resto de agrupaciones en
materias desarrolladas por el programa común. Aún así, se trata de un tema delicado, cuyo
análisis requiere la atención concreta en cada país, cada partido, y cada momento político
del mismo.
b) En relación con la organización, puede decirse que los partidos políticos se dotan
de una “maquinaria institucional” propia para funcionar correctamente. Esa idea de
“aparato” o “máquina” conlleva, obviamente el demérito o las inconveniencias de la
burocratización. Sin embargo, si un partido político (o cualquier otro grupo) quiere
mostrarse eficaz, debe estructurarse en órganos especializados de acción y expresión,
dirigidos por personal competente. En realidad, los partidos ofrecen a los electores un
potencial organizativo que sea capaz de llevar a cabo las funciones que describíamos en
un punto anterior (# III.1), es decir, su capacidad de articular y representar demandas
de interés del electorado, y la expectativa de que su programa (que en principio responde
a tales demandas) se realice en proporción al éxito electoral obtenido.
Los “Congresos”.
Los Congresos o Asambleas Generales son los órganos supremos del partido, y están
constituidos por el cuerpo de sus afiliados, que pueden actuar directamente o, lo que es
más frecuente, a través de sus compromisarios o delegados.
En principio los Congresos son la máxima instancia decisoria del partido, allí
donde se fiscaliza el trabajo de la directiva saliente; donde se aprueban las normas de la
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- los Congresos provocan una atención mediática muy considerable. De ahí que
en ellos se subraye la intención electoral, la imagen ante la opinión pública y las consignas
a los votantes.
- los Congresos son utilizados por los partidos (al menos esa es su intención y
ponen en ello mucho empeño) como instrumentos para demostrar ante el cuerpo electoral
la fuerza y cohesión de la organización o, más concretamente, la fuerza y control sobre la
misma, de aquellos o aquel que la dirige.
Una mención especial requiere el programa del partido. Éste, si bien no tiene valor
jurídico (no puede impugnarse su incumplimiento ante los tribunales) ni posibilita base
alguna de reclamación que no sea política, tiene su importancia, pues se trata de la
declaración de intenciones de la organización política. En ese sentido el programa es un
documento importante por lo que atañe a la identificabilidad de las posiciones políticas
de los partidos (en México la legislación requiere una identificación estricta de la
ideología del partido en sus estatutos). Sin embargo, en la actualidad, en la mayoría de
países, la renuncia por parte de los partidos a incluir en sus programas enunciados
políticos materiales e ideas concretas -el «amable cuadro unitario» que describe
Abendroth- provoca un retroceso democrático en el proceso de la formación de la
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voluntad del partido, a la vez que contribuye a la despolitización de los miembros de los
partidos y de los electores en general.
Pueden ser de carácter colegiado o unipersonal. Los más relevantes son el máximo órgano
colegiado de los partidos entre Congresos y el órgano unipersonal (presidente,
coordinador general, secretario general…), que los preside. La realidad es que de ellos
depende el grado de realización del principio democrático en el tiempo que transcurre
entre las reuniones de la Asamblea General (una media de 2 ó 3 años).
Así, una cosa es que, tanto por razones de imagen y efectividad (muy imbricadas) como
por la propia dinámica de los partidos, los Congresos no sean el foro real donde se aportan
ideas de la base y se discute y toman acuerdos consecuentes; y otra, también frecuente,
es que los órganos directores acaparen formalmente, es decir, tengan la cobertura
estatutaria para asumir, todas o muchas de las funciones esenciales del partido sin
participación ninguna de la base. En este sentido debería entenderse que los estatutos son
contrarios al principio democrático y a los derecho de asociación y participación en los
asuntos públicos de los afiliados, si permiten por ellos mismos una concentración
excesiva de poder en pocas manos. Es cierto que los órganos directores tienen a su alcance
mecanismos para obviar la ley y los estatutos, pero al menos deben saber que cuando los
utilizan están ignorándolos.
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sus relaciones con las organizaciones políticas, y cuya eficacia determina el grado de
funcionamiento democrático de éstas.
a. En la incorporación al partido
En relación con el derecho de los ciudadanos a afiliarse a un partido político, éste goza,
en el ejercicio de su derecho de asociación, de una amplísima libertad, tanto para regular
la admisión de afiliados a la organización como para llevarla efectivamente a cabo. Sin
embargo, al establecer los requisitos al efecto, los partidos se topan con el límite genérico
de la Constitución y los derechos de los demás, pues también las personas gozan de modo
individual de los derechos de asociación y participación en asuntos públicos, derechos
que pueden ser ejercitados o no -ya que nadie puede ser obligado a afiliarse a una
asociación.
b. En la permanencia en el partido
Una vez en el partido los ya afiliados no pierden sus derechos y libertades, aunque los
ven matizados por el hecho de concurrir colectivamente en una asociación que tiene el
objetivo de alcanzar el poder para realizar su programa.
Como hemos dicho más atrás, la puesta en práctica del principio democrático en los
partidos supone para ellos una limitación a su autonomía y libertad de autoorganización,
e implica que ni sus órganos podrán actuar de forma arbitraria ni impedir que los afiliados
participen en ellos como sujetos de derechos y obligaciones.
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Cosa diferente, lícita y legítima, es poner límites al ejercicio de esa libertad "hacia el
exterior", si bien debe indicarse que tales restricciones deben tener como fundamento el
interés de la organización, su estabilidad e imagen externa, pero no el interés particular
del grupo dirigente de no verse criticado (aspectos que, en la práctica, debe reconocerse,
son muy difíciles de diferenciar).
En cuanto a la libertad de información, debe subrayarse que uno de los aspectos que
todo proceso de comunicación comprende es el de recibir información. Sin ella no hay
libre formación de la voluntad partidaria y, en consecuencia, no hay democracia interna
en la organización. No obstante, a pesar de su carácter esencial para la aplicación efectiva
del principio democrático, la información es uno de los elementos de la vida partidaria
más sujetos a la política invisible. Frente a ello, asumidos los intereses que esa actitud de
los órganos directivos defienden al actuar con prudencia y secreto, debe considerarse que
vulneran frontalmente aquel principio los acuerdos adoptados a espaldas de la base que
la misma no llega a conocer.
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En este punto se muestra esencial el funcionamiento del Congreso, así como la etapa
previa al mismo. Sin embargo, a pesar de su importancia, y a pesar de que en estos
procesos el uso del "voto de trueque" elimina la representación, los ordenamientos
jurídicos no suelen entrometerse demasiado. En cualquier caso, y con carácter general,
podrían incurrir en inconstitucionalidad -por ser contrarias al principio democrático y al
derecho de participación de los militantes- aquellas hipotéticas normas estatutarias o
aquellos actos que impidiesen una elección periódica de la directiva, o que discriminasen
injustificadamente la candidatura a la misma de algún miembro; que cegasen, en
definitiva, la posibilidad de alternancia entre los grupos o corrientes internas. Después,
todo aquello que se refiere a la articulación de sistemas electorales, listas abiertas o
desbloqueadas, primarias..., son posibilidades que normalmente caen en el ámbito de
acuerdo interno (de la libertad autoorganizativa), y cuya opción permite, eso sí, situar a
un partido en la escala que le acerca o aleja del ideal democrático.
Así, por ejemplo, en países con partidos fuertes cuya dirección controla con mano de
hierro el comportamiento de los representantes en las cámaras legislativas (España, Gran
Bretaña), no sería incoherente la previsión de que la elaboración de las listas de candidatos
a esas cámaras fuera competencia de la dirección del partido. Fundamentalmente porque,
vista la relación de absoluta obediencia entre los parlamentarios y el órgano director del
partido, la elección descentralizada de aquéllos sólo implicaría un "reparto de poder"
cercano al patronage, pero no una ventana a la voz de las distintas autonomías
representadas.
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Por otra parte, la vigencia del derecho de asociación en los partidos responde a la
necesidad de que la tutela de las minorías, -que son el reflejo del principio del pluralismo
político vigente en un Estado democrático- sea efectiva en ellos. Implica asimismo que
debería considerarse contrario al principio democrático tanto la prohibición absoluta de
las corrientes de opinión en la organización como las actividades encaminadas a
suprimirlas.
Los órganos que dirigen los partidos suelen controlar el ejercicio de los derechos
fundamentales de los afiliados a través de mecanismos disciplinarios, desarrollados al
amparo de su derecho de auto-regulación. Sin perder de vista que la aplicación de
sanciones en los partidos viene impuesta la mayor parte de las veces de forma material -
aunque carente de cobertura formal-, el ordenamiento jurídico obliga a que, cuando se
utiliza dicha cobertura formal, las reglas estatutarias al efecto sean consecuentes con los
valores que informan la Constitución. Todo lo cual significa, de forma genérica, el
rechazo a todo ejercicio arbitrario de dicha potestad.
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El control debe ejercerse en primer lugar sobre los estatutos: comprobando en sede
registral (control administrativo) que éstos se adecúan a los requisitos legalmente
establecidos. Así, habitualmente, la Administración es competente para comprobar la
adecuación formal a la Ley de la documentación que presenten los promotores de un
partido, y es correcto desde la perspectiva de la protección de los derechos fundamentales
(la creación de un partido es expresión del derecho de asociación) que su control se reduce
a esa función.
Una vez inscrito, si los estatutos del partido o alguno de sus actos ignoran la dignidad o
los derechos fundamentales de los afiliados, se abre la vía judicial (y en muchos casos
constitucional, vía recurso de amparo) para la reclamación por posible vulneración del
derechos (asociación, expresión, igualdad…).
Ante los conflictos intrapartidarios, por lo general (aunque lo casos difieren según los
países) los tribunales con funciones constitucionales han manifestado la necesidad de
ponderación entre derechos de los afiliados y el bien jurídico que para el partido supone
su derecho a autoorganizarse. De esta forma, debe existir una ponderación continua,
porque ambos intereses -el de los afiliados y el de la organización- son jurídicamente
vinculantes.
Sin embargo, ni los jueces constitucionales ni los jueces ordinarios han sido por lo
habitual propensos a resolver el fondo de los conflictos que afectan a la estructura y
funcionamiento de las organizaciones políticas, prefiriendo en la abrumadora mayoría de
los casos que sean los propios órganos internos de los partidos los que decidan la solución
que debe adoptarse. Se trata, por otra parte, de una inhibición común en el Derecho
comparado (aunque con excepciones importantes, como sucede en el caso mexicano),
incluso allí donde existe una legislación sobre partidos más detallada, como demuestra el
caso alemán.
Los motivos que avalan esta "práctica inhibitoria" son claros: es discutible que un tribunal
u órgano constitucional puede tener competencia decisoria sobre las actuaciones
partidarias de carácter político (siempre, claro está, que no incurran en ilícito penal). Es
decir, dichas actuaciones no pueden formar parte de la ratio decidendi de la resolución en
sede judicial de un conflicto intrapartidario. Es en este caso donde la libertad
autoorganizativa del partido como asociación privada despliega toda su fuerza.
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Sin embargo, aunque es indudable que todos los conflictos internos de los partidos
albergan aspectos de estrategia interna y de marcado carácter político, algunas
actuaciones o decisiones de los órganos directivos pueden violentar de forma inadmisible
los derechos de los afiliados. Estos casos, si llegaran a manos de los jueces, deberían ser
resueltos en su fondo, desde luego con arreglo a estrictos criterios jurídicos.
En segundo lugar, el control sobre el aspecto dinámico, es el que supone una mayor
dificultad. Nos encontramos en el caso de impugnación de acuerdos o decisiones que no
son formalmente contrarios a la ley o a los estatutos, al haberse adoptado cumpliendo
todos los trámites previstos en ellos. Pese a ello, los afiliados afectados entienden que han
sido adoptados aplicando erróneamente la norma estatutaria correspondiente.
En estos casos, la tensión se plantea por la dificultad para el juez de definir y valorar los
hechos sujetos a la disciplina de partido. Por ejemplo, la decisión sobre si un acuerdo
sancionatorio del partido a un afiliado (la suspensión o expulsión) es excesivo o
desproporcionado, es una decisión problemática en manos de un juez, incluso en aquellos
casos que muestran una apariencia claramente arbitraria. En todo caso, y a pesar de estas
dificultades, como punto de partida, debe defenderse que ante una acción ostensiblemente
irregular que afecte a un derecho fundamental del afiliado, no puede renunciarse a priori
a su tutela judicial efectiva.
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En la actualidad, los partidos dominan el Parlamento y, por lo general (no sucede así,
por ejemplo, en Estados Unidos), mantienen coactivamente la disciplina de los
parlamentarios, cuyo papel acaba reduciéndose al de meros delegados del partido. Así las
cosas, no cabe esperar una formación democrática en el seno de los grupos
parlamentarios. A lo más, un respeto a la dignidad del diputado, reflejada en su libertad
de conciencia, y la garantía jurisprudencial (fruto de la teoría dominante del mandato
representativo) de que, al menos hasta las siguientes elecciones, no será removido de su
puesto por el propio partido.
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intentar imponerle cadenas artificiales y sin eficacia real. La relación que existe entre un
diputado y su partido no es de naturaleza jurídico-constitucional, sino jurídico-partidaria,
y por ser ésta -en este caso- contraria a aquélla, el partido no puede exigirles judicialmente
el cumplimiento de las obligaciones a las que se sometieron cuando se presentaron como
candidatos por sus listas.
Por otra parte, la disposición del sistema representativo actual (con las leyes electorales
vigentes y la posición preponderante de los partidos) da fuerza a la justificación de las
sanciones partidarias a los diputados desobedientes, realidad que tiene una gran
importancia política. Pero en este caso, el problema se traslada a las mismas
organizaciones partidarias. Es decir, en la práctica, mientras el grupo parlamentario sea
un órgano “dependiente” del partido, la respuesta a la democraticidad de sus decisiones
se transfiere al funcionamiento interno de los partidos. Con todas las contradicciones que
esta realidad lleva consigo.
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