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La Leche

de la
Loba
Novela

Miguel Ángel de Bernardi

1
1
Si las puertas de la percepción estuvieran limpias,
todo aparecería ante el hombre como es... infinito.
William Blake.

Me llamo Tirana. Ese es mi nombre y resulta paradójico, pero así me


bautizó mi padre y me encanto sólo con pronunciarlo. Los callejones del
aserradero de la sierra de Chihuahua, donde nací levantan polvo
celebrándome. Mi boca sabe a guanábana. ¡Me gusta mi nombre!

Cuando Rosendo, con voz reseca me dijo que sería trasladado al


almacén de Casas Grandes, sentí que se me formaba una lazada en la
garganta. Antes que me ganaran las lágrimas y yo fuera un mar, le dije:
“¡Llévame contigo, Rosendo! Quiero seguir siendo tuya, es la obligación
de mi corazón. El destino me lo dijo. Allá en Casas Grandes y si quieres,
hasta en el infierno sigo siendo tuya. Mi deber de mujer es seguir
perteneciéndote. No es cosa de mi mente, mi corazón es el que me gana,
y gracias a Dios, siempre hago lo que a mi corazón le da la gana. Él me
dice que te bese. ¡Qué me importa que se equivoque! Aunque eres un
hijo de puta, ya te amo. Todo es cosa que tú también quieras, porque el sí
quiero, ya lo te lo di”.

Así lo dije... y por Dios que me alcanza la pasión para sostener lo que
hablo y para trágame lo que callo. Si a Rosendo le importaba tanto
sentirse hombre, en cualquier pueblo existen hamacas o cualquier cosa
donde se puedan cumplir las necesidades del cuerpo, que en mi caso,
también son del alma, pues sé que mi cuerpo es uno de los tantos latidos
del Universo.

¡No soy modesta! Lloro de pie y con la cara al viento. Si les parece, bien,
si no, aquí párenle a la lectura. Esta historia es como yo digo, no como a
ustedes les guste. De una vez les informo que me encanta el sexo. Vivirlo,
sentirlo, desearlo, negarlo y darlo.

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En la pasión me siento libre y soberana. Así como dice el píe de página
de un documento oficial. Yo soy más que una frase hueca. No sé por qué,
pero en mí nace una electricidad que se siente en los canales del alma.
¡Mi cuerpo lo vivo, no lo sufro!

No me apena saber que cuando el deseo me gana, se me moja la


entrepierna. ¡Que me importa! Sé que de mis entrañas surge el líquido del
deseo. Soy mujer entregada y eso me llevó a desconocer la vergüenza.
No me da miedo lo desconocido. ¡Yo soy su química!

A la mejor por eso tuve que amar y odiar a tantos y de tantas formas.
¡Llévame contigo, Rosendo! ¡Llévame! No vas a arrepentirte ¡Si quieres te
lo juro..! Te lo suplico mientras dejo que me beses ahí donde te gusta. Si
con eso no te basta, te lo grito mientras me penetras. Tú sabes que
después de lamerme los pezones no puedo resistir ni un minuto sin que
tú estés dentro de mí. Si no aceptas mi propuesta, me la callo para
siempre. Sólo una cosa te digo: tú también te vas a arrepentir siempre.

Me desabroché los botones del vestido. Mis senos fueron mis palabras.
No la veía, pero la curva de mis nalgas se acentuaba. El cuerpo es más
cuerpo cuando se carga de electricidad.

Desnuda frente a ti. La sensación era... estoy frente a mi destino. Como


venga lo acepto. Mi vida es pasión y piel. A partir de ese momento, ¡así
juro! Mi cuerpo es mi firma y quien lo dude, se lo rubrico a chingadazos.

Que doloroso es el primer “¡no!” Que doloroso es el primer “¡no!” Que


doloroso es el primer “¡no!” De verdad es muy doloroso. La herida se lleva
en el alma. A lo largo de la vida se reciben muchos no, pero en todos
vuelve a presentarse el primero. Yo sabía que Rosendo me deseaba, que
él y yo nos pertenecíamos más allá de la hamaca. Hay cuerpos que se
necesitan sin antes llegar a un acuerdo. Entre nuestras pieles se forma
una corriente eléctrica que nos magnetiza. ¡Uno es para el otro! Tú para
mí... tú me enseñaste el egoísmo, ahora también yo soy para mí.

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Cuando Rosendo me dijo, ¡no!, y después argumentó lo de mi edad y lo
de su futuro en la compañía, mi pasión se hizo plomo, hoja de lata. El
miedo de los hombres es mucho más fuerte que su pasión. Es por eso
que sólo se dejan llevar por sus pinches caprichos. La pasión es un pastel
muy grande para sus boquitas asustadas. Nacieron para hablar y hablar,
no para besar. Rosendo... háblame al oído. De lo demás yo me encargo.

No supo qué decir... o lo que dijo, era miedo, y lo pronunció al viento. Lo


dejé hablando solo. Corriendo me fui a mi cabaña. Los senos todavía me
palpitaban y el alma me decía: no puede ser cierto. Ningún, no puede ser
cierto para el corazón que lo escucha. No sé el de otras, pero mi corazón
está acostumbrado a los sí.

Rosendo no quiso llevarme con él; de todos modos me iría conmigo, con
mi destino. Los mandatos de mi cuerpo los cumplo, aunque sea en
soledad. Arreglé un poco de ropa, después lloré...

Ya estaba decidido. Le escribí a mi padre un recado de despedida. Una


hora después, desde una troca de redilas vi como se alejaba el
aserradero; supe que la libertad exige amor y la tristeza se conforma con
la compañía.

Ya en la troca, traté de contener el llanto, pero mis ojos se convirtieron en


pinole que iba regándose por el camino. Me calaba saber que papá se
prendería de la botella. Aún así, yo ya iba decidida a no detenerme.

El pinole de mis ojos seguía regándose en el camino. ¡No me avergüenza


el llanto! Las lágrimas de quien sabe llorar se transforman en fertilidad.
Quise que el bosque me hablara. Ojalá ninguna otra mujer te regale una
lágrima, Rosendo. ¡Ojalá!

Uno de los pasajeros de la troca era Chirino, el brujo rarámuri que día y
noche recorría la sierra visitando espíritus y enfermos, reconociendo el
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destino de los recién nacidos. Muchos nunca lo han visto en persona, lo
consideraban una aparición. Los blancos piensan que el tal Chirino sólo
es parte de la mitología rarámuri.

Me miró con ojos de cristal. Su retina era gruesa: el vidrio de un garrafón.


Con una sonrisa hacia sí mismo me dijo: Mientras no encuentres el amor,
¡tú vida será venganza!

- Yo soy una chabochi. Yo no soy de tu raza, Chirino.


- La sangre cuando está enojada, encuentra eco en la montaña. ¡Tu
sangre está desesperada, mujer!
- ¡No es cierto, Chirino!
- A mí que me importa que seas blanca, que seas chabochi. Aunque
estés sentada aquí en la troca, horita estás volando en tu Cuarta
Dimensión. Lo que pienses o hagas, te acompañará por siempre.

Rió, rió, rió. Algo me decía que sus palabras repiten una Ley Eterna.
Nunca nadie me había dicho mujer. Ni siquiera Rosendo. ¡Ni siquiera yo!
Había sido una niña. Una escuincla chabochi entre rarámuris que al
crecer era más niña. Chirino con una de sus palabras me descubrió otro
mundo. Los ojos del indio me conectaban con una fuerza que jamás
había sentido. Con eso que él llama Cuarta Dimensión.

Me quedé dormida en el piso de la troca. Mi despedida de la sierra de


Chihuahua fue mientras soñaba. Cuando desperté, el indio ya se había
ido, aunque no su fuerza... esta ya vivía en mi pensamiento y en el sutil
de mi entraña.

Me gusta recordar aquellos tiempos. Aunque de eso han pasado diez


años, sigo teniendo presente los ojos del brujo Chirino. A veces pienso
que me tomó para vengarse de los chabochis. Para la venganza milenaria
de los indios rarámuris.

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Ahora mi vida es otra. Soy una señora. No muy decente, pero señora al
fin. Vivo entre el lujo. ¡Ya no quiero más pasado! En algún momento de
mi vida pensé en probar la cocaína, pero me aterra la dependencia.

Para dejar de recordar mi pasado, metí mi auto por entre la arboleda y


cuando estuve lo suficientemente alejada de la autopista, me estacioné
bajo un gran abeto. Mis pensamientos vagaban mientras el olor de los
pinos y la tierra mojada purificaban mi asco.

Antes de bajarme de mi Mercedes, puse la sinfonía número tres de


Brahms a todo volumen. La música se desperdigó entre la erección de los
árboles de ocote. Comencé a correr buscando el centro del bosque.
Cuando se nace en la sierra, muy pronto se descubre el vicio del agua
fría y el aire puro. Uno termina llevándose ese recuerdo hasta la tumba y
quién sabe si más allá. Apresuré el ritmo de mi trote. En todo me gusta
llegar hasta el sofoco.

Mi padre fue un violinista que prometía y que con el correr de los años la
promesa se le transformó en tortura. Quiso que la gente al escucharle
tocar se rindiera a sus pies. El alcohol comenzó a ser su inspiración y
“talento”.

Ana, mi madre, sí creyó en el “arte” de su Luciano. Tanto, que se casó


con él, con su maravilloso Luciano. Formaron una pareja inconfundible:
Un frustrado, que después de una copa se sentía Dios y una loca que lo
apoyaba en sentimiento.

Según los planes de mamá, su Luciano al tener la responsabilidad de una


esposa y una hija dejaría el alcohol para dedicarse de lleno a la música. A
lo que a él le gustaba. ¡Fue entonces cuando se produjo el milagro
esperado por Ana! Sus súplicas no fueron en balde. Luciano se dedicó en
“cuerpo y alma” al violín y a regodearse en la “inspiración”.

La pobre romántica de mi madre nunca se imaginó que sería peor.


Pobreza, frustración y desencanto. Mi madre por todos los círculos
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artísticos pregonaba que su marido ya había dejado el trago. Que ya era
un hombre responsable. Invariablemente le contestaban:

- No toma, pero tampoco toca. Su talento es de tertulia, que regrese a ella.


Ahí ni le estorban las borracheras ni la miseria, y lo que es mejor, ¡ahí es
estrella!

El tiempo le dijo a mamá que mi padre era una alucinación. Una bella
alucinación, sólo eso. Fue cuando la ansiedad la hizo llamar a su tío rico,
socio de varios aserraderos en Chihuahua y pedirle que la ayudara a
“cargar” con su marido “artista”.

Papá, que se moría de miedo y culpa, hizo un esfuerzo sobre humano


para convertirse por lo menos en un buen empleado del aserradero.
Cuando nací, papá ya era reconocido en la compañía por sus “méritos”
como segundo bodeguero.

Mi madre me amamantó durante dos meses. Esperó a que yo caminara e


inmediatamente después se suicidó lanzándose desde un puente hacia
un “romántico” precipicio en la Barranca del Cobre. Ella prefería a un
mediocre violinista que a un destacado bodeguero. Aunque me duele
admitirlo, ¡bendita sea tu elección, mamá, y también que benditos sean
tus sueños, papá!

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... si mañana o pasado te abandonara, para ser dichosa,
¿me lo reprocharías?
Carlos González Peña.

Mi viejo trató de ser un padre modelo. Me amaba con pasión y sin


reflexión, y en esos terrenos era un guerrero. Sin duda en la búsqueda
del triunfo como violinista algo le falló, pero estoy segura que no fue la
pasión. Ya sin ambiciones, su sensibilidad la convertía en cuidados a su
niña. Cambió a las musas por su escuincla. Cada día, yo me iba
convirtiendo en mujer, y él en niño.
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Hasta donde le era posible me chiqueaba. Gracias a eso aprendí a
perseguir mis caprichos hasta darles alcance. Importándole poco que
viviéramos alejados de la “civilización”, me educó como “niña de alta
sociedad”, igual que aquellas que conoció en las reuniones que
“amenizaba” con su violín.

Aprendí a usar los cubiertos mejor que una institutriz inglesa. Me inculcó
la buena lectura. Supuestamente él era amigo de todos los escritores que
leíamos, aún de los muertos. Era “pertinente” que yo los conociera, ya
que sin duda algún día a eso de las cinco de la tarde vendrían a la casa a
tomar el té con nosotros. Recuerdo que en aquel entonces me enamoré
de López Velarde.

Papá me llevaba al bosque a leer. Para que la caminata fuera doblemente


“sana”, me colocaba en la cabeza un libro. Él hacía lo mismo con su violín.
“Allá van los locos, la gente murmuraba”. Papá cerrándome el ojo me
decía: allá se quedan los pendejos.

Al llegar la noche, en medio de la arboleda realizábamos gimnasia y


danza clásica que él, muy a su manera me enseñó. ¡Fuiste un
desfachatado maravilloso, papá! Tú simplemente me decías: “Piensa que
eres muchas golondrinas; yo pienso lo mismo y es entonces que somos
parvada”.

Buen nostálgico. Un hombre de conversación apasionante. Sabía


amalgamar lo brutal con lo emotivo, la ternura con la crueldad; era un
alquimista de las emociones y un acróbata que audaz saltaba de una
conversación a otra causando asombro.

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Lo importante es ser capaz,
en cualquier momento,
de sacrificar lo que somos
por aquello en lo que podríamos convertirnos.
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Charles Dubois.

Ya nunca le ruego a nadie, porque al pinche de Rosendo sí le rogué.


¡Humíllalos, me dije! Me di a la tarea de humillar. “¡Humíllalos!, me dije.
¡Trátalos como si todos fuesen el ingenierito aquel”!

Cuando huí de mi casa me fui a Chihuahua. Por todos lados aparecían


mujeres guapas y garbosas, pero yo, a pesar de venir de la sierra, las
superaba en todo. Hasta en pendejez.

Se me antojaba un vaso de leche, un buen trozo de carne asada, unas


papas cocidas al vapor y una buena rebanada de queso asadero. Se me
antojaba todo. Cuando estás sola, todo se antoja.

Me fui a la estación de trenes. Quería irme lejos. Al llegar divisé un


matrimonio adinerado y “decente”. De inmediato me acerqué a ellos
fingiendo desolación.

Él se apellidaba Chequer y a los veinte años llegó a México procedente


del Líbano. Era el clásico matrimonio que a pesar del aburrimiento,
jugaba a ser feliz. Chequer se parecía al señor Gillette de las hojas de
afeitar. Era guapo, debo admitirlo. Yo ya era de carácter, y eso él, no lo
soportó.

Ella se llamaba Antonia. Llevaban más de quince años casados.


Alardeaba de su felicidad con desesperación, como si con ello lograra
obtener por lo menos un poco de tranquilidad. Mi rostro de “desolación”
dio resultado y Antonia inmediatamente se apiadó de mí.

- Pobre muchacha. Que se venga con nosotros. ¿Y cuándo fue que


asesinaron a tu padre?

La mentira funcionó. El “feliz” matrimonio me “adoptó”. Por lo menos


durante el viaje. Abordamos el tren a eso de las siete de la mañana. Yo

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no tenía previsto a dónde ir. Los Chequer venían rumbo a la ciudad de
México, ese también fue mi destino.

Durante las primeras horas del viaje les conté a mis “benefactores” la
historia de mi vida. Me harté de paisaje. Las mentiras me fluían solas.
Chequer me miraba tratando de ser “paternal”, aunque transmitía lujuria.
Así descubrí el recato seductor.

- A pesar de venir de la sierra, eres una muchacha con mucha clase,


Tirana. Sólo que tu nombre...
- ¡A mi padre le encantaba y con eso me encanto yo!

En el tren viajaban pasajeros gringos, cantoneses, alemanes, armenios,


ingleses, españoles y algunos despatriados que ya no sabían ni de donde
ni para qué eran. Todo género de “visitantes” a las riquezas de la Sierra
Tarahumara y sus preciosos bosques. Cada quien hablaba su idioma y en
el alboroto la mezcla resultaba un zoológico de palabras.

En cuanto fue la hora del almuerzo fuimos al carro comedor. En mi mente


se atribularon las ideas. Tintinear de vasos y copas, el ruido ahogado de
la loza encimándose al de la cuchillería. Arroz azafranado. No muy bien
sazonado, pero lindo a la vista. Un chícharo, un cuadrito de zanahoria,
perejil, fondo amarillo... mi cuerpo deseando conocerse y reconocerse.

Comimos con modales “sacros”, exactos: los brazos relajados, espina


dorsal recta, dominio de los cubiertos, tranquilidad al masticar, sintiendo
los nutrientes de cada bocado. Sonrisa aunada a la digestión. Charla
moderada. Mi cuerpo hervía ante el misterio de una nueva vida.

Como segundo plato, pescado a la plancha y una fuente de cristal azul


colmada de vegetales crudos. Sin duda Archimboldo la hubiera pintado.
Mantequilla que se deslizaba en el pan de centeno al mismo ritmo de la
conversación. Camarones gigantes traídos de Guaymas.

- ¿Consideras que la gula es pecado, Tirana?


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- Sólo cuando se piensa y no se practica… como ocurre con la pasión.

Vino blanco de Baja California. Meseros con filipinas blancas, aunque un


poco deslavadas. Cortesía estudiada, sintonía de los meseros con el
movimiento del tren. Buen apetito, mejor provecho. Es obvio que quien
inventó el sufrimiento nunca comió un flan napolitano. Nadie puede ser
feliz, si no a pedido que le repitan la ración de postre.

- ¿Ya te diste cuenta, Chequer? Tirana a pesar de sus buenos modales,


no es acartonada ni cursi. En mí, todo es estudiado, en ella brota, es
espontáneo... de lo más sencillo.
- Le agradezco el halago, pero pienso que exagera, señora.
- ¡No me contradigas!
- Mujer...
- Tirana. Yo podría ser tu madre. Sabes que no pudimos tener familia,
¿verdad? No importa. Nunca es tarde para empezar. Te voy a aprender
muchas cosas y espero no enseñarte ninguna... no me gusta mi manera
de ser. Te envidio.

Se puso a llorar. Chequer la calmó. Cinco tipos de tenedores, diez de


cucharas, cucharitas y cucharotas. Conversación “inteligente” relacionada
con el sabor y la procedencia de cada plato. Copas especiales para el
vino, otras para el licor que tomamos después de los postres. El dinero de
Chequer lucía. Humor discreto, poco agudo para no lastimar. Todo exacto.

Gracias a papá fui practicante de los buenos modales sin caer en la


cursilería de la alta sociedad mexicana. Papá me enseñó a degustar y
catar el café, el vino, el buen queso y hasta el coñac, cosa que para él
resultaba un sufrimiento, pues él con una gota enloquecía por lo menos
una semana. En verdad que le costó su abstinencia.

Antonia durante la comida nos “entretuvo” mencionando sus muchas


estancias en el hotel Waldorf Astoria de Nueva York. Nombró y presumió
los muchos platos “divinos” que comieron en el restaurante. Chequer, en
un ejercicio de solidaridad ya muchas veces practicado, la secundaba. Le
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recordaba fechas, platos y sucesos, para que ella pudiera continuar su
“encantadora” conversación.

El colmo fue cuando en un acto de “sabiduría” culinaria, me contó la


historia y la forma de preparar los ostiones Rockefeller y de ahí partió
para hablar, primero de lo fascinante y luego de lo hueco de las vidas de
los millonarios.

Mi padre, a sabiendas de su mediocridad, me obligaba a ser exactamente


lo contrario a él. Uno de sus juegos preferidos fue enseñarme a
contradecirlo. Enseñarme a ignorar la debilidad: “Ni odio ni aceptación.
Ignora mis estupideces, Tirana”. Gracias a esas lecciones, nunca he
sentido compasión por un mediocre.

Chequer, encendedor Cartier de oro, habano... café. Fumó con placer.


Era un sultán que ha conquistado más de un continente. Durante aquel
viaje aprendí que los seres humanos valoran sus logros más allá de sí
mismos. El hombre es artífice y espectador de su propio mito. Teje redes
a su alrededor. Es una araña. Después, paciente, espera a que en su red
caigan los mentecatos. ¿Dónde quedaron aquellos seres con los que tejí
mi vida? ¿Cuantos tejieron su red a partir de mí?

En todas las estaciones el libanés compraba fruta o alguna fritanga.


Gastar en tonterías lo apartaba del aburrimiento. Antonia y yo éramos las
niñas mimadas del harém. Por un momento sentí que la vida es halagos y
reproches.

Ya éramos una familia “hecha y derecha”. A Antonia se le encendían los


ojos al imaginarse que pasearíamos juntas en los alrededores del Castillo
de Chapultepec, yendo al cine o a un espectáculo al Palacio de las Bellas
Artes.

Cualquier cosa que yo le comentaba, ella la corregía y aumentaba.


Aunque miraba complacida, la envidia se le derramaba por la piel. Más,

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cuando caminábamos por el tren y los ojos de los hombres se posaban
en mí. Ella no era vieja, aunque por su soledad, se sentía anciana.

- Me evité los dolores del parto y que se me descompusiera el cuerpo.


¿Tú qué opinas, Tirana?

Al llevarme una manzana a la boca, procuraba que mis labios


mesuradamente exhalaran goce y mis ojos fueran fiel reflejo de mi vida
“trágica”. El bamboleo del tren fue mi cómplice. Era un arrullo.

Antes de llegar a Guatabampo, Antonia fue al baño. “Accidentalmente”


Chequer me tomó las manos. Nos quedamos viendo... ansiedad. Al
libanés se le encendieron los cachetes y sonrío descontrolado. Tal vez
pasen mil años y Chequer no olvide ese apretón de manos... el sudor
escurriéndole por su frente…

No le di importancia. Me puse a ver el paisaje a través de la ventanilla


para así dejar que Chequer me mirara el trasero y el respingo del perfil.
La fuerza de mis ojos posándose en la distancia. Traté de entender mi
cambio. Mi verdadera transformación no se dio durante las noches que
me pasé con Rosendo. Yo sé que él no me olvidará. Yo tampoco a él. Al
igual que en la hamaca: quedamos a mano.

Chequer me volvió a tomar la mano. Antonia todavía no regresaba del


baño. Él me penetró con su mirada y yo dejé que mis ojos fueran
tomados por sus pupilas.

- No te creo lo del asesinato de tu padre.


- Yo tampoco creo que el exceso de “virtudes” de Antonia lo haga feliz. Yo
miento por placer, usted por necesidad.

Sin bajar la vista me rodeé el cuello con los brazos desabrochándome


una medalla que me regaló mi padre cuando fuimos a la feria de Parral.
Se la lancé. Se quedó petrificado.

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- Para mí significa la presencia de mi padre. Usted confórmese con saber
que es de oro de dieciocho. Alcanza perfectamente para cubrir mis gastos.

Sus ojos de perro jarioso dejaron de emitir furia. Ya eran suplicantes,


lastimeros. Le di en el ego. Llegó Antonia. Él, avergonzado guardó la
medalla.

- ¿De qué hablan, chicos?


- De nada, mujer.
- Tú dímelo, Tirana. Chequer es muy mezquino para contar.
- De la dignidad, Antonia.
- ¡Que solemne tema, muchachos! ¿Y qué decían?
- Que sabiéndola llevar, está muy por encima del dinero.
- Interesante punto de vista. A mí nunca se me hubiera ocurrido...

Chequer sentía fastidio. El buen vino se traga hasta que se termina de


paladear, ¡mi desprecio es un buen vino que a la larga termina
emborrachando a cualquiera, por muy sobrio que pretenda ser!

Él era un hombre de negocios. Sabía contener su vergüenza ante


cualquier abuso cometido. Esa vez no fue así. Se sentía estúpido. Se fue
al carro bar en busca de un par de whiskys.

Que locura es meterse en el pasado. A veces la trama fue graciosa, otras


no. Brahms daba los últimos acordes. ¿Cómo será la nueva Tirana?, me
preguntaba mientras trotaba rumbo a mi Mercedes. Ya en el auto repetí la
“Tres” de Brahms. Me invadió el enojo. Mi padre no era tan mediocre
como él pensaba. Lo destruyó el romanticismo.

Hotel Nikko. Habitación 1786. Nada mejor para los nervios que toronja
con nuez y el periódico Reforma. Que grata sorpresa: Por la noche el
Presidente de la República y su séquito de lambiscones inaugurará una
exposición de Arte Precolombino en el Museo del Templo Mayor.
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Me tiré al piso sonriendo. Las coincidencias son milagros en los que Dios
permanece incógnito. Me metí a la ducha. Acto seguido, me vestí y
después tomé rumbo a las boutiques de Polanco.

Si el Museo iba a estar lleno de cotorronas luciendo sus últimos modelos


de vestidos y sus viejos modelos de acompañantes, yo iría vestida de otro
modo: ¡del mío! Me gusta que todo sea mío.

Falda Chanel azabache, blusa Armani malva y una capa de vellón negro.
En Scappino me hice de una corbata de seda con diferentes intensidades
de olivo. Mi moda es andrógina... Unas zapatillas negras de ante,
contrapunto de mi cabello suelto...

Todo estaba listo. Mi atuendo emanaba poder y esa es la nueva religión.


¡Poder! Regresé al Nikko cargada de “ilusiones”. Por teléfono pedí al
restaurante un poco de fruta y una ración de queso cottage. Al final me
regalé una siesta.

¡Y pensar que Chequer quiso humillarme! Soy demasiado mujer para


aceptarme inferior a un hombre. Tampoco me siento inferior a mí. Muchas
mujeres caminan por la vida sintiéndose inferiores a ellas. A lo que
pueden provocar, por abajo de lo que desean.

De eso ya han pasado años. La sierra sólo es un recuerdo. Por un tiempo


soporté ser la acompañante de Toña. Fuimos a infinidad de lugares. A mí
me sirvió. Después de todo adquirí mundo. Cuando estábamos a solas, el
árabe me ofrecía el oro y el moro, pero... los antojos pequeños son los
que impiden la realización de los grandes. ¡Teléfono!

- Señorita ya son las seis en punto.


- ¿En punto?
- Sí. Que tenga buena tarde.

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¡Vaya que la tendría! Me di otro regaderazo. Si por mí fuera viviría abajo
de la regadera. Ya relajada me puse la ropa interior. Al final me disfrute
frente al espejo. Bragas color champagne. ¿Sostén? ¡No! ¡Hoy no!
Terminé de vestirme. Todo irá bien, Tirana. No planees. Todo irá bien.

Cuando digo disfrutar, en verdad lo siento. Desde niña mi padre me


enseñó a disfrutar con la vista, no a ver. A saborear por encima de comer.
Una conversación la disfruto. Me fascina que me platiquen. No soy como
las damas de “sociedad” que están buscando cómo, dónde y cuándo
intercalar sus expresiones, babosadas y necedades. Lo que más admiro
es la inteligencia y esa también la disfruto.

Muchos hombres andan por la vida tratando de dar la facha de


inteligentes. No saben que una mujer de verdad huele la inteligencia, así
como se huele la sensualidad. No es cuestión de análisis. Es
circunstancia de vida.

Maquillaje sobrio. Un toque rubí sobre los labios. Mi cabello me obedece


tanto como un amante al que tan sólo con acariciarlo un poco adquiere
una forma tan natural que se confunde con la electricidad, un poco de
perfume que con el paso de los minutos se combinará con mi
transpiración, y ya. No necesitaba más.

Cuando atravesé el lobby del hotel, supe que yo era el centro de


atracción de empleados y turistas. Nunca necesité ese tipo de cabriolas
para sentirme bien, pero me reconforta ser vista, mirada y admirada. Los
ojos de los otros me dicen más que cualquier espejo. Quizá las miradas
que más disfrute sean las que provienen de las mujeres envidiosas. Las
de los hombres libidinosos no pasan de ser simples sobadas a mi ego, y
ese, a pesar de ser voraz, duerme tranquilo y despierta ansioso de ser
más grande. Cuando los de tu mismo sexo te admiran, los del opuesto te
comienzan a necesitar, es como una ley de rebotes.

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La energía que surge de mis pies, sube hasta mis ojos y de ahí viaja
hasta la sensibilidad de la gente. Es un “reglamento” de mi instinto. Quien
quiera conservarse vivo, ¡que descubra sus partes vivas!

Ya cuando tomé mi auto y comencé a circular por el Paseo de la Reforma


disfruté de la ciudad y me olvidé de vanidades femeninas. Cuando los
Limpia Parabrisas o los Traga Fuego me pedían dinero, yo permanecía
inmóvil. Tan quieta como una estatua. Sabía perfectamente que así era
como más atrapaba la energía de las miradas. Obviamente no me
interesaban ellos, pero para no perder la práctica...

Cuando rodeé El Ángel de la Independencia, se me antojó quitarlo de su


columna y colocarme yo en el pedestal. El pobre Ángel ya estaba caduco
a pesar de su recubrimiento de oro. Yo con mis senos le daría una nueva
textura al aire o por lo menos ese atrevimiento sensual que antecede a la
independencia.

Eran justo las siete y media de la noche. Por un extraño capricho del cielo,
había luna nueva y brillante, cargada con esa redondez a la que no se le
puede nombrar de otro modo que no sea maravilla. Estacioné mi auto,
tomé aire. Relajación. Adquiriendo energía me dirigí al evento con una
sensualidad propia de quien va en busca del amor.

El Presidente acababa de llegar al Museo. Por todas partes invitados


caminando de un lado a otro o mirando a la expectativa, como si fueran
actores inseguros que el día del estreno, con angustia, repasan sus
líneas y gestos antes de entrar a escena.

Cuando en la puerta le pidieron su invitación, Tirana simplemente levantó


los hombros y dijo muy segura de su inocencia: la dejé en casa, pero
estoy en la lista de invitados.

- ¿Su nombre, señorita?


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- ¡Si me sigue jodiendo me veré obligada a romperle los huevos! Tengo
que estar junto al Presidente, yo le voy a mostrar una de las salas.

Al parecer el guardaespaldas entendió. No lo dudé, pues parte de mi


enojo consistía en respirar agitada y eso le daba a mis pechos una
“levedad insoportable” y no tan aburrida como la de Kundera. De
inmediato un gorila muy bien trajeado y con la cabeza casi a rape, me
condujo a la sala principal. Cuando vi al Presidente y éste me vio
acompañada por uno de sus “lindos” guardaespaldas, intercambiamos
sonrisas y muy diplomáticamente me acerqué al “señor Presidente” sin
hacer ninguna caravana.

- Permítame acompañarlo, señor Presidente. Se supone que tengo que


explicarle parte del recorrido, pero uno de sus guardaespaldas se
encargó de detenerme...
- Discúlpelo, ellos sólo reciben órdenes.
- Discúlpelo usted.
- ¿Es usted antropóloga?
- Soy una vaga y háblame de tú.

Obvio, el Primer Mandatario sonrió como si estuviera en campaña y yo no


tuve que mentir. Más que hablarme de tú, como era de esperarse, se
dedicó a hablarme de él. Caminamos juntos por toda la exposición.
Mientras yo “inventaba” la procedencia de cada pieza, el Presidente habló
jerga diplomática con uno de sus Secretarios de Estado. Yo no supe ni lo
que dije, pero estoy segura de que él tampoco.

Nadie se atrevió a pensar que yo era una advenediza, pues el Presidente


me trataba como a una vieja conocida. Al terminar el recorrido me
despedí de él y le dije:

- Le mentí. No soy guía. Quise hacerme su amiga.

Él sonrió presuroso y me dijo que le dejara mi tarjeta. No tengo, le dije,


con la astucia que ameritaba el caso. Déjeme su teléfono con mi
18
secretario. De inmediato llamó al achichintle, y el gato muy servil con una
Mont Blanc apuntó mis “generales”. No soy de aquí. Por lo pronto me
hospedo en el hotel... Ya todo era cuestión de esperar. No existe mayor
don que el de saber para donde va la corriente.

Salí del Museo con la idea de relajar un poco mis nervios, aunque
conociendo mis exigencias, un poco siempre es mucho y a veces, ¡hasta
más! ¡Nada de plan tranquilo! Ya entrados en calor me metí por las calles
del “Centro Histórico” y sintiéndome triunfadora fui a dar hasta un nada
legendario cabaretucho en las calles de Tacuba.

La borrachera es un reino solitario donde la Nada se subleva y exige ser


otra cosa. Es entonces cuando descubre que Nada sólo puede ser eso:
Nada que se disfraza de lo que se le antoja y que no le importa que
mientras transcurre la noche el maquillaje se le convierta en tizne.

Para mi fortuna, en cuanto llegué a mi habitación del hotel Nikko, me


quedé dormida. Si la borrachera es extraordinaria, la cruda también.
Despertando bajé al baño de vapor. De inmediato jugo de piña helado,
masaje, mascarillas, etcétera y...

- La llaman señorita. Al parecer es muy importante.

Debido a la “magnitud” del caso, contesté todavía embadurnada de


aguacate y con un antifaz de gelatina. Era un achichintle del Presidente.
El Señor me esperaba al día siguiente, nada menos que en Los Pinos,
pues se daba una recepción a... no sé quien. Cuando se nace con suerte,
hasta las crudas más profundas encuentran su remedio y recompensa.

No dudé que para la semana posterior, por lo menos ya fuera Secretaria


de Educación. Tal vez no sea más bella que cualquier otra, lo que sí sé,
es que tengo la capacidad de reflejar lo bello, y en eso, nadie me supera.

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Tirana, eres espejo y por eso todos se quieren mirar en ti. ¡Más jugo de
piña que este espejo se está empañando!

Salí a caminar por los alrededores del Bosque de Chapultepec. Mi cabeza


no daba para más. Recordé cuando en mis ratos de ocio me dedicaba a
enlistar a todos los estúpidos que había conocido y a poner entre
paréntesis la mayor estupidez que hubieran dicho o cometido -puesto que
existen unos estúpidos de palabra y otros de acción-; los que conjugan
ambas “cualidades”, eran los que encabezaban mi lista, y en verdad
resultaba interesante el derby.

Después enumeraba los momentos bellos de mi vida. Gracias a eso me


di cuenta que también existen momentos bellos sólo de palabra, aunque
ninguna acción los avale. Tal vez las palabras atraigan o invoquen y sea
por eso que mi instinto no me permite hablar de otra cosa que no sea la
fuerza. Lo mejor sería meterme en la cama y esperar la recepción del día
siguiente. Aún así, disfruté la sonrisa de una cebra y un globo me hizo
mirar al cielo.

Cuando mandé a volar a la “familia” Chequer, Antonia no pudo contener


el llanto y la rabia. Me odiaba, pero su soledad era mayor. Si somos como
hermanas, me dijo. Yo también te quiero Toña, pero cada quien tiene que
seguir su destino. ¿Tienes idea de cuántos destinos han sido truncados
por una lágrima?

Déjate de frases, Tirana, ¿por qué no te vienes a vivir con nosotros? Me


puedes hacer compañía y mientras tanto estudiar lo que se te antoje, eres
joven e inteligente, ¿verdad, Chequer? Antonia, la verdad es que ya no
soporto las cuzquerías de tu marido. Muy oronda me di la vuelta y me
seguí “invicta”. De ahí en adelante esa sería mi medida para evitar
“ofensas”.

Pobre Antonia, su pecado es el más execrable que conozco: ¡la estupidez


combinada con la envidia! Y contra eso no existe ni infierno. Me imagino
que Chequer se arrepentirá toda su vida de haber dudado de mí y por
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haber estado tan seguro de mi entrega. Por fortuna no le di gusto ni en
una cosa ni en la otra. La venganza silenciosa es buen método para
fortificar el espíritu. Los resentidos y los que me envidian, solitos se dan
en la madre y solitos se quedan. Curiosamente, el saber que así era,
creaba en mí una especie de coraza que me protegía y a partir de ese
instante todos me respetaron como temiendo por su vida y con la ilusión
de ser aceptados por mí, aunque fuera como “amigos”.

Me imagino que Antonia ya no me odia tanto, pues en una ocasión me la


encontré en un almacén de cosméticos. Se me acercó por detrás y
tratando de darme una sorpresa me picó las costillas, la muy... niña. La
mejor forma de conocer los designios del destino es intentando dar una
sorpresa. Si funciona, adelante, la Vida te da visa; si no, jódete, porque te
colocó plomo en la sangre.

En lo que investigué quién era la de la “sorpresa”, yo ya le había vaciado


en la cara la polvera a la demostradora. Después del “incidente” y mil
disculpas de la señora Chequer, me invitó un café y me dijo estar
profundamente agradecida por la lección que le di. Según ella, a partir del
día que los mandé al carajo, dejó de ver a su marido como a su papá y ya
lo trataba como un pelao cualquiera, que si la hace, la paga. Allá ella y
sus métodos domésticos.

Mientras tomábamos el café, yo aproveché el tiempo haciendo las


cuentas de las compras del día, lo que Antonia tuvo a bien alabarme. “Se
ve que eres una mujer que no para, no sabes como te envidio”. Todo esto
me lo dijo mientras se llevaba a la boca el último bocado de su segundo
pastel de moca.

- Tirana, he pensado que tal vez yo no haya encontrado la verdadera


felicidad porque no la he buscado correctamente... yo pienso...
- ¿Qué me quieres decir, Antonia?
- Pienso que tal vez... no te vayas a enojar... tal vez no he buscado bien y
no sea con el hombre con quien deba buscar el amor, sino con la mujer.
Pienso que tú y yo nos llevamos bien, somos muy parecidas... por qué no
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intentamos ser pareja. Yo puedo darte toda esa ternura que tanta falta te
hace...
- A mí no me gustan las mujeres, menos las estúpidas y mucho menos
las estúpidas que confunden la ternura con el fracaso, si a eso le sumas
tu gordura, tus infortunios y tu falta de cerebro, vas a terminar buscando
el amor con una rana y ella te contestará lo mismo que yo... mejor
búscate una tarada igual que tú. Dile que los hombres son lo peor,
llévatela a vivir a tu casa, mantenla y luego le das “ternura”. Cuando se
vaya, ni llores ni te sientas víctima; se llama prostitución y se practica de
diferentes formas y te recuerdo que se prostituye quien da y quien recibe.
- No rechaces lo que no conoces. ¡Vamos a probar, a darnos un tiempo..!
Yo estoy segura que...
- Entiende que yo no ando buscando amor para aliviar mis frustraciones y
chascos. Soy un ser vital, no una masa de desgracias que ande
buscando “paz”.

Tratando de sacar algo bueno de aquel encuentro, me di cuenta que a


pesar de mi desprecio por los hombres y mi carácter directo, yo era
mucho más mujer que Antonia. Quizá eso se lleve en la sangre como un
instinto de supervivencia y los años lo vayan transformando en glamour.

- Está bien. Lo entiendo. ¿Cuándo te casas, Tirana?


- ¿Antonia, por qué todas las pendejas dicen y preguntan lo mismo?

No sé, me contestó alarmada. Eso es exactamente lo que después me


responden todas las pendejas a las que se los he reclamado. ¿Por qué
me ofendes, Tirana? Textualmente es lo tercero que dicen, Antonia.

Pagué la cuenta y me retiré. Antonia insistía en invitar. Que pena me da


la gente que sólo puede dar invitaciones. Yo simplemente le dije: Tu
marido ya me pagó el tren y me atiborró de fritangas, ahora me toca a mí.

A pesar de que Antonia me lo pidió, no le di ni mi teléfono ni mi dirección,


pues estaba por “cambiarme”, aunque ella sí me dejó sus datos para que
nos pusiéramos en contacto lo más pronto posible. En cuanto Toña se dio
22
la vuelta, tiré su tarjeta a la basura. Tal como lo presentía, me alcanzó en
el estacionamiento y me dijo: Sé que tiraste mi tarjeta, ten otra y llámame
por favor, me siento muy sola Tirana.

Así se sienten las pendejas, Antonia. El matrimonio es como una tarjeta


de crédito. Tan sólo firmando te da, pero hay que tomar en cuenta que
nada de lo que te da es gratis; se paga y desafortunadamente los réditos
te duran toda la vida y cuando menos te lo esperas, la tarjeta ya está
caduca o la tienes que compartir con la “Otra”.

- ¡No me regañes, apóyame! ¡Para eso somos las amigas!

Por eso procuro no encariñarme. Para no tener que andar apoyando a


nadie. Nuevamente tomé la cartulina con el teléfono, sólo que ahora sí la
tiré frente a mi “amiga”. No niego que me sentí mal, aunque mentiría si
dijera que el malestar me duró más de un minuto.

Ni dudar, no existe mayor placer que vivir sin culpas. El orgullo me


justifica y la vanidad me dispensa ¡y que los demás se frieguen!

- ¿Cómo es que seduces, Tirana?


- Me como una manzana. Dejo que su sabor se apodere de mi boca. La
convierto en parte de mí. Se convierte en mis tejidos, en mi piel.
- Yo me comido muchas manzanas y no me pasa nada.
- Antes de morderla siento que me pertenece. Es maravilloso poder
paladear lo que me pertenece, percibirlo con los cinco sentidos. Hay algo
que es muy importante, Toña: mi manzana es el mundo.
- Ahora me doy cuenta, mi marido fue una de las tantas manzanas que
has comido. Por lo visto a mí todo me lo tienen que explicar con
manzanas.

Quizá la consciencia sea la más dura de las realidades. Al mirar que le


escurrían las lágrimas a Antonia, sentí un gran amor por mi capacidad de
estar loca, de reírme de todo aquello que los demás santifican. Para
tranquilizarme pedí un flan napolitano y mientras lo llevaba a mi boca,
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recordé aquel día cuando nos conocimos en el tren. A pesar del tiempo
los sabores permanecen intactos, quizá ellos sean nuestra única verdad.
Es por eso que yo con la lengua saboreo mis instantes.

- ¿Cuál es el secreto del amor, Tirana?


- A todos los que me amaron, los hice sentirse hombres. Tu marido me
hizo sentir adorno y no me gustó nada el rol. Por lo visto, tú sí caíste en el
juego del señor Chequer y ahora eres una antigüedad que sólo posee un
valor simbólico. Amar es la posibilidad de ser lo que realmente eres. Es la
libertad de saberte en tu auténtica dimensión. Es Ser, sin ninguna otra
explicación.
- Tal vez a mí me educaron para creer en la mentira.
- Pues empieza por creer en ti.

Ante la sensibilidad me entrego, me erijo en senos y me atrevo a


cualquier cosa. Nací con furor por lo sensible y mi paradoja es que lo
encuentro sólo en instantes. Vivo en un rompecabezas vivo, formado por
seres, lugares y momentos. ¿Será que mi esencial radica en lo efímero?
¡Que sea lo que se le dé la gana ser! ¡Ni Dios es Dios, cuando pierde lo
sensible!

9
Y ya las cuatro primeras horas del día
habían quedado atrás,
y la quinta estaba al timón del carro del Sol...
Dante

Dormí hasta saciarme de sueños. Quise ir a la casa por ropa, ¿aunque


para qué? Fui otra vez a la boutique y... traté que mi look fuera muy
similar al usado en el Museo. Cuando se trata con gente paranoica, no
son muy pertinentes las sorpresas. Esas vienen después y de ambas
partes. No me asusto. ¡Lo que venga, vendrá!

De continuar en mi cabañita del aserradero, seguramente la mayor


sorpresa la protagonizaría el nacimiento de una nueva arruga o el cambio
24
de clima. También la vida sencilla guarda sus asombros, ¡pero esos a mí
no me interesan! Sé que el espíritu es tan noble, que hasta en lo
insignificante encuentra, pero... ya será en otros tiempos, no mientras me
sobre fuerza y coraje. La ambición es como el final del coito, entrega y
mucha habilidad.

Yo quise crecer, no únicamente tener. Para que fuera más emocionante


el juego, decidí no practicarlo en terrenos seguros... ¡pues que sea en los
de alto riesgo!, dije.

Bajé al restaurante con la intención de comer algo. Un poco de sushi


nunca está mal a pesar del molesto jolgorio que le hacen los japoneses y
los aspirantes a gourmetes, que confunden la moda con el gusto. Lo
exquisito de la comida, uno lo trae en la mente, todo lo demás es show, y
esos, ni en la cama. Pero que sea sushi.

Después de la frugal comida caminé un rato por las tiendas, vi revistas y


compré un libro de poesía: Carlos Pellicer. ¡Estupendo para un día de
galas! Nada se obtiene con sacrificio, Tirana. Relájate y espera que el
destino haga lo suyo. Seis de la tarde, el placer de Pellicer y un poco de
hambre. Está bien, así se me despierta el instinto. Tomé rumbo a Los
Pinos y...

Parafernalia, ostentación y... ¡qué me importa! Cada cual sus ritos, mitos,
mitotes y ridículos. Si me detengo a criticar, me quedo en la amargura y
ella tiene ya demasiados afiliados.

Cada vez me gustaba más mi look de Arreola. Claro que me compré una
nueva capa, una falda Chanel y blusa nueva, pues la otra quedó pa’l
arrastre. Capa azul marino y blusa celeste, que la corbata ahora sea en
tonos guindas. No vaya a pensar el señor Presidente que nomás tengo un
cambio pa’salir y decida regalarme ropa.

Después de mil exámenes de admisión, logré estar en el “ajo”. Se


celebraba el día del niño... no es verdad, aunque hubiera sido mejor. Los
25
Diplomáticos acreditados en el país -supongo que están desacreditados
en otra parte- se reunieron para felicitar al, bla, bla...

En cuanto me vio el Presidente me hizo un saludo inclinando la cabeza


muy a la Capitán de Meseros. Yo le contesté levantándola, muy al estilo
de mi tierra y de mi atrevimiento. Por dentro dije: ¡quiubogüey! Claro que
con sonrisa de, soy auténtica, y si quieres hasta patriota.

Inmediatamente vino a mí un tal Bermúdez. El clásico arribista. Sonrisa


hipócrita y casi automática, calvo y de ojitos crueles, que con mucho
esfuerzo pretendían ser simpáticos. Se suponía que el tal, iba a
entretenerme durante la reunión. Yo por dentro dije: no te molestes,
Bermuditos, el circo está muy interesante como para “intercambiar”
puntos de vista con un pelao como tú. Para clases de lambisconería,
mejor en el salón de belleza con mi peluquero que por lo menos jotea
simpático. En cuanto lo creyó pertinente, mi “chambelán” me acercó con
el Presidente.

- ¿Cómo se lo está pasando, Tirana?


- No “menos” peor que usted, señor Presidente.

Como no se trataba de esperar a que todo mundo se fuera para ver si al


rey se le antojaba volver a dirigirme la palabra, me disculpé y salí del
salón muy oronda, como si mi habilidad fuera zozobra. Bermúdez
inmediatamente salió a seguirme. Qué cuentas iba a entregarle a su
patrón, el pobre gato:

- ¿No le resulta interesante la plática?


- La vida no es lo que se dice, Bermúdez. ¡No seas pendejo!

Bermúdez se quedó de una pieza. Supongo que diario escuchaba el


adjetivo, pero no de desconocidos, y mucho menos de una vieja vestida
al estilo Arreola.

- Es usted muy bragada, señorita.


26
- ¿Y usted muy, señorito?
- Creo que está sobrepasándose.
- Mire que curioso. Lo mismo dijo el último marica al que le partí la cara.

Casualmente el amo del sexenio, en ese momento nos mandó llamar.


¿Dónde andaban metidos? Ya me iba, señor Presidente. ¿No me diga
que está aburrida, Tirana? Cuénteme qué está pasando y supongo que
no tendré queja, señor Presidente.

Durante cinco minutos se dio vuelo explicándome la diplomacia, bla, bla,


bla y otros pájaros negros.

- ¿Qué es lo que pretende, Tirana?


- Anteayer, conocerlo. Ahora asistir a su invitación. ¿Hay que pretender
algo, señor Presidente?
- Todos lo hacemos.
- ¡Eso es democracia!
- ¡Déjese de pendejadas!

Las cosas se pusieron al rojo vivo. ¡Así, como a mí me gusta! Cuando me


doy cuenta que el peligro acecha, mi frente es un cetro. Permanece en
calma, a pesar de presentir el caos.

10
Aunque sueñan,
no saben lo que están haciendo.
Chuang-tse

En cuanto mandé al demonio a los Chequer, me fui a alojar a una casa de


huéspedes de Coyoacan. Llevaba dinero como para sobrevivir quince
días, aunque ni cinco minutos más. A los dieciséis años puede hacerse
cualquier cosa y a la vez nada, es una paradoja sin antecedente. Una de
las muchachas que ahí vivía me invitó a hacer un casting para aparecer
sonriendo en un comercial de papas fritas. Fui y me quedé como “extra”,
lo cual ya era una ganancia, según me dijo Paty, que así se llama mi
27
amiga; por lo regular todas las amigas se llaman Paty, y esa no fue la
excepción.

Hice el dichoso comercial. Fue una experiencia interesante, como dicen


en la México city. Interesante quiere decir que no entiendes nada, pero no
te lo pasas mal. Después de doce horas de estar sonriendo y brincando,
cualquiera comienza a decir cualquier cantidad de pendejadas, lo
entiendo. Así les ocurre a las pobres modelos. Tienes futuro, me dijo el
Director. Yo le contesté con mi “humildad” habitual: ¿y tú?

- ¿Qué te crees, niña? - Me dijo con una voz chillona, y sin más, la niña,
al igual que José Alfredo Jiménez, se dio la media vuelta. El pobre
Director perdió su oportunidad de encamarme, porque el tipo me medio
gustaba, aunque ante su falta de imaginación, preferí irme sola a mi
“benigna” casa de huéspedes.

Como era de esperarse, al otro día Paty me regañó, porque según ella,
yo era una soberbia. ¡No soy, estoy soberbia! Soy soberbia, pero no del
carácter, lo soy del alma. Déjate de frasecitas, Tirana. Se veía que el tipo
estaba derretido por ti. ¿Y qué se debe hacer en esos casos, Paty?
Pues... ¿Soltar la nalga, Paty? No tanto como eso, pero por lo menos ser
más “atenta”, uno nunca sabe.

Gracias a Paty entendí la carrera de las amantes de segunda: esperar a


que alguien se les acerque y después ser atenta, y así, hasta que
comienzan los intercambios y negociaciones. Al final inventarse un gran
cariño mezclado con agradecimiento, para que así se modere la culpa.
¡Yo estoy hecha de otra pasta! A mí que me reten. No me gusta que me
den, sino que se desvivan por mantenerme presente, si no, me voy: Y... si
uno nunca sabe, hay que empezar por aprender, Paty.

Al siguiente comercial me tocó un Director “escaso” de atractivo, aunque


un poco menos miedoso. Además ya no tuve que trabajar como extra. Ya
aparecía comiéndome un yoghurt de mango y diciendo ¡humm! con una
de esas caras cachondas con las que se trata de ocultar la pendejez. El
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Director también se me acercó y me dijo: Tienes un gran futuro, échale
ganas.

Por lo visto en el show business no existe otra forma de ligar. Como era
de esperarse, yo le dije que me valía madre el futuro, que vivía en el
presente. El Director medio agarró la onda y para ser original, me invitó a
cenar a un restaurante de San Ángel donde la especialidad son las
crepas y los comensales de cuello estirado y alma apachurrada. Fingí
sorpresa, halago y poca hambre.

Una semana después mi acompañante me instalaba en un jodido


apartamento de Villa Coapa, aunque pagado por él, y yo sin soltar prenda.
Por lo menos me quedaba cerca Xochimilco.

Durante seis meses, así me la llevé: “virgen”. Hasta que mis nervios ya no
soportaron tanta súplica del directorcete y muy concisa lo mandé al carajo,
sin importarme lo romántico de las crepas del primer encuentro ni el
postizo glamour de la gente de San Ángel.

Para no dejar que los malos pensamientos me invadieran, esa misma


noche me salí en busca de un hombre, aunque confieso que no tenía
ganas de encamarme. A pesar de todo le guardaba fidelidad a Rosendo...
¡no es verdad!, la fidelidad me la guardaba a mí. Es maravilloso cuando
tus recuerdos te dicen que tu cuerpo le ha pertenecido a una ilusión.

Para no buscar mucho ni vagar a lo tonto, me metí a un bar de Coyoacan.


“El Hijo del Cuervo”, sin más árbol genealógico. Siempre he pensado que
la pose de los intelectualoides es el mejor remedio para olvidarse de la
estupidez propia. Desde que llegué al sitio, un junior muy vanguardista y
tratando de ser interesante me echó el ojo y para ventura de su vista, me
lo echó en las nalgas. En cuanto pudo me invitó una copa y después
como broma me propuso que nos fuéramos de reventón a Acapulco.
Acepté el ofrecimiento diciéndole: sólo que sea... ahora.

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Hubo descontrol, aunque después de terminarse su “Vampiro”, aceptó el
reto con un miedo que pretendía ser mundo y por lo tanto gritaba
silencios. En el camino me dejé manosear para “quemar” los dos
“desarmadores” que me había tomado. Su tacto no me resultó nada
“interesante”. Si el pobre “omnipotente” hubiera sabido de mis retos, se
habría largado a su casa llorando su impotencia. A mí el sexo sin otra
cosa, no me produce ni calambres.

Llegamos a un buen hotel, cinco estrellas, parafernalia, sonrisas serviles


y todas esas cosas que logra el crédito y sus múltiples tarjetas... Un
intento de coito que casi llega a buen puerto, otra negativa. Después de
nadar “lo hacemos”, le dije poniendo cara de yoghurt.

Con tal de que nadáramos lo más rápido posible, bajamos a la boutique


del hotel y el susodicho me compró un traje de baño de bastante buen ver.
Azul eléctrico para que contrastara con mi piel y breves líneas. Las nalgas
me quedaron más libres que el alma, y lo otro más descubierto que
América. Por fortuna soy buena para la “enseñanza”. Los rarámuris
aprendieron de mis letras, los estúpidos, de mis retos.

Por fin llegamos hasta la alberca. Mi junior no contaba con que minutos
antes, un gringo cincuentón me tiró la onda. Fingí un berrinche, mandé al
carajo al junior y me fui a fornicar con el horrible cincuentón. Un recuerdo
se borra con un trago de asco. Ya era mucho conservar la concha y
nunca está por demás practicar la indiferencia; los pobres rucos la
confunden con candor, aunque muchas terminan cayendo en la
“emboscada” y sacralizando su frigidez.

Por fortuna yo no soy de esas. Mi cuerpo está vivo, es por eso que para
mí el sexo no pasa de ser un juego y es ahí donde mis sentidos
encuentran su gozo y realización.

El gringo pensó que yo era una golfita de buen ver, pero se llevó un gran
chasco el muy pensante. Le dije que no me diera ni un dólar, pero que si
quería conservarme me paseara por todo México.
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Dicho y hecho. Durante un mes anduvimos errando por todo el país. Mi
apartamento de Villa Coapa y mis cosas se quedaron esperándome. Un
año después, en una fiesta me encontré con el Director. Me dijo: “Eres
una cabrona, Tirana”. Yo le contesté que sí. Él, muy “lindo” me contestó:
“Tengo tus cosas en una bodega, si quieres recogerlas...” Regálaselas a
tu gata, darling, yo ya vuelo más alto. Por supuesto que antes de darme
la media vuelta le dije: yo ya no te veo futuro, así que ni te preocupes por
echarle ganas.

11
Donde hay bueno, debe haber malo.
Lu Wang

Cuando el Presidente sacó la casta, lo cual no alcanza gran mérito


cuando se posee tanto poder, me di la vuelta y sin exagerar el contoneo,
me dirigí hacia la puerta de la casa presidencial.

No me dejaron salir. Un par de gorilas me llevaron hasta una habitación y


ahí estuve secuestrada toda la noche. Antes me quitaron la bolsa.
Supuse que me investigarían. No niego que me alarmé, pero ¿de qué
otra forma puede ser la vida de alguien que se lanza diariamente un triple
salto mortal? Recordé a Antonia, a Paty, a... ¡bendije mi cárcel!

Me pasé la noche con el ojo pelón y encerrada en el cuarto. Al otro día


llegó Bermúdez a visitarme a mi encierro. ¿Qué tal pasó la noche?, me
dijo en un tono sarcástico muy ad hoc con su jeta de arribista. Siguiendo
las reglas de mi buena educación, le contesté que muy bien.

Un sorpresivo cachetadón me puso en mi sitio. Ya sabemos que eres una


golfa. ¿En algún momento dije lo contrario, señor Bermúdez? Y no olvide
que antes de investigar a los demás, es bueno investigarse a sí mismo.
Se descubren cosas interesantes.

31
Como era de esperarse, sobrevino otro cachetadón, este con un poco
más de estilo, aunque con igual número de estrellas. ¿Qué pretendes,
Tirana? Porque así te llamas ¿verdad? ¿Lo leíste en mi licencia o en mi
credencial de elector? Otro cachetadón y admito que ya no me di cuenta
sin con el suficiente estilo. Para que no haya duda, digamos que fue
rutinario.

Era una forma muy estúpida de dejarme madrear, pero ni modo de que
me hincara ante el gato. ¿Qué no sabes dar otra cosa aparte de
cachetadas, Bermúdez? Esta vez se dio la vuelta y se fue. Al parecer
estaban de moda los ciento ochenta grados. ¿Qué puede dar quien nada
merece?

Una hora después llegó a visitarme el Presidente. Pensé que tocarían el


himno, pero todo continuaba en silencio. ¿Para quién trabajas, Tirana?
¿Y usted, me dirá quién soy, señor Presidente? No me gustan las bromas.
¡Contéstame! ¡Trabajo para mí! Tarde o temprano lo voy a saber, Tirana.
Quiero ser su amante, señor Presidente. Me atraen los hombres
poderosos. Ya lo sé, y por lo visto has tenido muchos. Nomás siete, señor.
Los otros cincuenta, no eran poderosos, aunque créame que algunos lo
aparentaban.

Al igual que Bermúdez, se dio la vuelta y se fue. Antes que él llegara a la


puerta le dije: ¿Y mi cachetada? El muy cabrón se regresó y me mandó
de nalgas de otra cachetada.

- ¡Señor Presidente! Sepa de una vez que existen mujeres que saben
llegar a la vida de un hombre en el momento justo y que cuando eso
ocurre, el destino no sabe dar marcha atrás. ¡Yo soy de esas! ¡Tirana es
de esas! Por favor nunca lo olvide. Le hará falta el dato cuando trate de
entender su existencia.

Dentro de mi muy personal manera de ver las cosas, el destino estaba


preparándome algo especial. Cuando se conjunta la cercanía de un

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envidioso con la posibilidad de jugar con el poder, un poquito de miedo y
otro tanto de risa…

Algo me dijo que el mundo se iba a poner a girar a mi antojo. Los


ingredientes del azar tan sólo los conoce la aventura, pues son tan
absurdos y despreocupados como ella, tan necesarios como ella, tan
vitales como ella... quizá yo sea ella... si quito el quizá, ¡ya soy ella..!

Media hora después me sacaron del cuarto y me subieron a una


ambulancia. Supuse que me llevaban al forense, pero no fue así. Me
trasladaron nada menos que al aeropuerto. Allí me subieron a un avión
del ejército. Una tipa vestida de soldado, con cara de foca y apariencia de
lesbiana me esperaba a bordo. Me dijo con voz marcial que me sentara y
no tuviera miedo. Hice lo que me dijo, no por sumisión, sino porque era lo
más cómodo.

El avión tomó pista y yo incertidumbre. “No pregunte nada”, me dijo la


lesbiana, que si no lo era, sí merecía la denominación. No acostumbro
hablar con desconocidas, señora y menos si tienen jeta de aburridas. Se
tragó el coraje y cinco minutos después de despegar, me ofreció un café.
¿Tiene sin cafeína? le dije. En broma me dijo que no. Que lástima, la
cafeína me quita el sueño. Me callé, no fuera a darle a mi aeromoza por
las cachetadas.

Antes de entrar en el silencio le pregunté: ¿Alguna vez ha leído a David


Hume? Como era de esperarse, no me contestó, pero di por hecho que
no lo conocía, así que le dije: Él dice que la identidad que nos
adscribimos es falsa. Si quiere saber más, pregúnteme... con confianza.
Como ella no preguntó nada, me dediqué a disfrutar del silencio. Cuando
puede disfrutarse de él, se puede poseerlo todo, aunque uno se conforma
con saberse libre... ¡y eso es más que todo!

Mi necedad por ser la amante de un Presidente, inició en el aserradero


cuando supe que un tal... ayudaría a los rarámuris. Nunca me importó
uno en especial: Guadalupe, Victoriano, Venustiano, Plutarco, Lázaro. El
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nombre era lo de menos. Mis caprichos tienen que ver conmigo, no con el
exterior.

Me han dicho que no me interesan los hombres, que sólo quiero


humillarlos. ¿Y quién no? Cuando uno no humilla, es el otro quien
comienza el juego, y así, hasta que las cosas explotan o hasta que llega
la resignación.

Después de una hora de vuelo, alcancé a distinguir el mar. Diez minutos


más tarde, aterrizábamos. Otra vez el mismo ritual. La lesbiana me tomó
del brazo ayudándome a bajar. Ahí dos gorilas me condujeron a mi cárcel
rodante. Ahora ya no era una ambulancia, sino una camioneta Vanet
negra con los cristales polarizados. Antes de despedirme, le dije a mi
sobrecargo... de conciencia: ¿Eres lesbiana? No hubo respuesta, pero yo
en un acto de integridad, le propuse que lo intentara, tal vez ahí
encontraría la solución a sus problemas castrenses.

Con mucha amabilidad los gorilas me treparon a la dichosa Vanet y


después de unos cuarenta minutos de camino, entramos a una villa de
ensueño con playa propia y todo el abuso que proporciona el poder.

El lugar estaba rodeado con una gran barda de piedra y más arriba con
alambre electrificado. Por todos lados se divisaban vigilantes. Una mujer
sesentona con uniforme de sirvienta salió corriendo a recibirme. Pase, la
estaba esperando; me dijo a manera de mayordomo de película de terror.

La camioneta en cuanto me dejó, se fue llevándose al chofer y a mi


“guardaespaldas”. Sólo quedamos la mayordomo, el terror y yo. Aunque
obviamente vigiladas desde una caseta, que a manera de atalaya todo lo
cubría.

Yo guardé silencio, pues no me gusta hablar a lo pendejo y menos con


pendejos. Me senté en una mecedora y la vieja, presta fue a la cocina por
una limonada con hielo. ¿Qué tal el viaje?

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- Mire señora, no sé quién es usted, ni porqué estoy aquí, ¿no se le hace
demasiada pendejada que nos pongamos a hablar trivialidades?

En ese momento supe que Poder, es sentir que todo lo que te rodea te
observa. Es estar en medio, al centro. También supe que el Poder se
busca para ser el observador del universo y que terminas siendo un vació
al que apuntan esas escopetas que nacen de todas las cosas.

La vieja ni se inmutó y me dijo: Claro que sabe porqué esta aquí, tenga
paciencia. Por lo pronto le recomiendo que se relaje y no trate de irse, los
guardias se lo impedirían. La casa es suya, disfrútela. Puede hacer lo que
se le dé la gana.

- ¿Puedo hablar por teléfono?


- Me imagino que sí, sólo que no hay.
- ¿Y ese que está ahí?
- Sólo es para comunicación interna. Pórtese bien y ya verá que todo sale
de maravilla. Si algo se le ofrece marque el número nueve, yo contestaré
a la hora que sea. En el refrigerador hay comida, pero si quiere algún
plato especial, pídalo, puedo prepararle lo que usted me indique. Hasta
luego y bienvenida.

La vieja se dirigió a un bungalow que estaba aproximadamente a cien


metros. Supuse que ahí vivía, como si suponer lo obvio fuera gran cosa.
Por lo menos descubrí a donde iban a parar mis impuestos.

Ya estando sola revisé el lugar. No estaba nada mal. Alberca, gimnasio...


el refrigerador de la cocina estaba más que surtido. En la recámara había
un servibar, también perfectamente acondicionado como para una
borrachera regia, un jacuzzi para removerme las culpas... frente a mí, una
playa de ensueño. ¿Qué más quería? Por lo pronto dormir. Me tiré sobre
una bella hamaca de hilo de algodón. No recordé ni a Rosendo ni recordé
nada. Me dediqué a dormir sin interés de soñar.

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35
En todas partes
encuentro hombres hablando de sus recuerdos
en vez de hablar de su entendimiento.
Emerson.

Cuando desperté ya era de noche. Como supuse que mi reclusión iba


pa’largo, metí mi Cartier en el cajón de un buró decidida a vivir de
acuerdo a los horarios de la Naturaleza. Se me antojó nadar en cueros,
pero temí que al Señor eso le pareciera mal. Después de todo yo poseía
“algo” que él querría disfrutar en la intimidad y si ya antes lo conocían
todos los guardias, el misterio se volvería chacota.

Como si fuera una niña bien portada, me descalcé y me fui corriendo a la


playa. La tensión, la noche en vela y el viaje me entumieron. El agua
estaba casi tibia y las olas con ganas de acariciarme... nos acariciamos.
Me sumergí en el mar olvidándome del encierro y la madriza. Sentí como
el agua poco a poco me rejuvenecía la libertad.

En la atalaya se veía luz tenue. Un punto en el horizonte que indica que


por apartado que estés, siempre hay unos ojos acechándote. Esperando
cualquier yerro. Seguramente los guardias me vigilarían día y noche. Muy
a lo lejos alcancé a ver la luz de un poblado, después supe que se trataba
de Huatulco.

Aproximadamente a un kilómetro de la playa estaba estacionado un yate


Guardacostas. Diez pelados prietos y armados hasta con cañón, nomás
para que yo no me escapara, o en su defecto, para que nadie se atreviera
a tocarme.

¿Cuánta diferencia existe entre una distancia y otra? En Huatulco


seguramente se bailaba bendiciendo a la Vida, o por lo menos al
desmadre, mientras yo me dedicaba a ser yo y a esperar un destino tan
seguro como un clavo ardiendo, pero a la vez tan grandioso como la
misma Vida. No por lo que fuera a ocurrir con el “señor” Presidente, él era

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lo de menos. ¡Soy yo, y mi atrevimiento!, ese no reconoce al tiempo
pasado. Sólo es presente y alcanza a ver muy lejos.

La playa resultaba más emocionante que mis reflexiones. Nadé hasta


quedar exhausta. Desde la atalaya me seguían vigilando, no lo puedo
asegurar, pero en ese momento lo presentí y para mí un presentimiento
es una verdad audible. Qué importa que se compruebe hoy, mañana o
hasta después de mi muerte.

A los de profesión fisgona, les regalé un pequeño show anatómico.


Pobres vigilantes. Tan seguros de sus ojos y tan lejanos de poder ver.
Muy recatadamente me acariciaba los senos como en un acto íntimo,
sabiéndome sola. Después de todo estaba sola y la gente a solas realiza
y descubre infinidad de secretos.

No me sobrepasé para que nadie sospechara de mi juego. Nunca sabré


si mi numerito exhibicionista funcionó. Después de todo, la vida no es
únicamente conocimiento. Si me gusta tanto aprender, no veo nada de
malo en “enseñar”. Que mi placer se cargue con la duda, que esa,
cuando encuentra nuevos juguetes, olvida sus antiguas interrogaciones.

Corrí un rato por mi playa y cuando ya no pude pedirle más fuerza a mis
piernas, respirando hondo me fui a mi prisión a darme un loco baño en el
jacuzzi. Hasta ese momento me di cuenta que no había comido.

Por fortuna, “mi” refrigerador estaba bien provisto y los víveres eran de
primera. Sé apreciar lo bueno más allá de las marcas y los precios. Un
poco de melón, dos nueces y san se acabó. Me tiré a dormir con más
languidez que un gato persa...

Al otro día, en cuanto me levanté llegó hasta mi cama la vigilante. Me


preguntó cómo había pasado la noche. Revisó el refrigerador y después
me dijo que en cuanto yo saliera de la casa, ella lo arreglaría todo.
También me llevó un paquete con trajes de baño, toallas íntimas, ropa
interior, cinco shorts, diez camisetas, tres vestidos y un par de jeans.
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Además me preguntó si se me ofrecía algo. La esperaba de smoking, le
dije. Como ya era costumbre, “se dio la media vuelta y se fue con el sol”.

Salí y pude ver que dos hombres me observaban desde la atalaya. El


sentir las miradas me fortalecía. No existe mayor afrodisíaco que el que
proviene de los ojos que nos desean. A cambio de su curiosidad, les
pagaba con mi íntimo acto de exhibicionismo nocturno en la playa. Nunca
lo hice a la misma hora ni en el mismo sitio para mantenerlos en
suspenso. Dos días los castigué quedándome “en casa”. Fue un placer
sádico y saludable.

Así pasaron quince días. Una tarde sonó el teléfono. Una voz impersonal
me dijo que no me preocupara ni por mi auto ni por mi casa. El auto
estaba guardado en un estacionamiento y “cargaba” con tres infracciones
de tránsito que ya estaban pagadas. Mi casa ya se había vendido y el
dinero estaba depositado en una cuenta corriente a mi nombre. Que pena
que mi cuenta haya sido corriente, pero...

Por lo visto en servicio de espionaje no somos tercermundistas. La voz


también me informó que mis tarjetas de crédito estaban pagadas y mi
cuenta en el banco no tenía problemas. En pocas palabras, mi vida
estaba resuelta. De igual forma la voz me preguntó si se me ofrecía algo
en especial. Muy segura de mí, le dije que una pizza de salami con
pimiento y un helado de ron con pasas. Para mi sorpresa dos horas
después llegó la pizza, un litro de helado y una colección de poetas
universales. De haberlo sabido, ¡pido un submarino y un Picasso!

Llamé a la vigilante y le pregunté acerca de los perros que los guardias


usaban para cuidar mi prisión. Únicamente levantó los hombros y se dio
la vuelta. No se vaya... quería saber si me pueden prestar uno para
platicar. Fíjese que no me gusta ver la tele. Escuche música, me dijo. ¿Es
una orden o simple sugerencia, señora mayordomo? El único que me
gusta es Brahms y no lo tienen. Se fue girando los acostumbrados ciento
ochenta grados sin decir más.

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Por la noche volvió a sonar el teléfono. ¡Era él! Nada menos que el señor
Presidente al habla. ¿Cómo estás, Tirana? Bronceada y durísima de las
nalgas, señor Presidente. Aquí o se hace ejercicio, se traga, se asolea o
se discute con la servidumbre. ¡No hay de otra!, soy una fodonga. ¿Cómo
supieron que me gusta la poesía? Muy fácil. En tu cuarto del hotel
encontraron un libro y en tu tarjeta de crédito varias compras en “Un
Lugar de la Mancha” y si no me equivoco, ahí es librería...

- También venden buenos pasteles.


- Pero tú compraste libros.

Y yo que pensé que tan sólo por el look me había captado la


intelectualidad. Para su información señor Presidente, también compro
calzones de seda en Dior y no me mandaron ninguno. Ya me encargaré
de que te los surtan, Tirana. Mañana te voy a visitar. Oiga, dígale a su
ayudante que cuando salí de la casa se me olvidó apagarle a los frijoles.
La llamada se cortó.

Una hora después llegaba mi vigilante con un cachorro de pastor alemán


y una colección de CDs de Brahms. Buen detalle, le dije y de inmediato
me puse a jugar con mi nuevo capricho, aunque confieso que ese si era
un antojo querido. Brahms se quedó esperándome y a mi cachorrito lo
bauticé como “Suerte”. Un rato después nos quedamos profundamente
dormidos.

A pesar de que el Señor me dijo que vendría, yo no cambié mi rutina. En


pocas palabras, hice lo que se me dio la gana, exactamente como los
otros días. Me llevé a mi Suerte a nadar al mar y te confieso Neruda, que
con lo vivido, me divertí como perra.

Al otro día, a eso de las cuatro de la tarde llegó un helicóptero de la


armada. De él bajó el señor Presidente y el armatoste de inmediato se fue
en busca de otros aires. El ruido producido por el artefacto es mejor no
relatarlo. El señor Mandatario con un atuendo muy primaveral se acercó

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al bungalow y desde afuera me dijo: Hola, sonriendo diplomáticamente.
¿Qué tal las vacaciones?

Estúpidas, señor Presidente. El lugar es bello, pero está rodeado de


fantochada. ¿Por qué no dejas tus irreverencias para una mejor ocasión,
Tirana? Me dio un paquete. ¿Usted alguna vez ha dejado su poder?, no
me pida que yo deje el mío, señor.

Abrí el paquete. El Presidente no me quitaba la vista de encima, como si


con su truco pedestre intentara intimidarme. Lo miré fijo mientras le decía:
la fuerza está en los ojos, no en el truco.

- Me dijiste que querías ser mi amante, aquí estoy a tus órdenes.

Eran calzones de seda. ¿Piensas que después de la madriza que me


“obsequiaron” tú y tu chambelán sigo interesada en ti? Lo supuse, me dijo
secándose el sudor de la frente. Pues en vista que estás a mi órdenes, a
partir de este momento te hablaré de tú. Como rúbrica me puse un calzón
en la cabeza.

Como si esa acción hubiera sido la llave mágica, él se me acercó. A


modo de buen tímido comenzó por acariciarme el cabello fingiendo
sensibilidad. Pobre diablo aquel pobre diablo que pretende poseer lo que
no merece. Sus sentidos terminan destruyéndole. El señor Presidente es
de los que esconde su timidez bajo un halo de ternura, digamos que
autosuficiente. ¡bingo! ...y que flojera.

A sabiendas del antecedente, me resigné a esperar el show. Fue al


refrigerador, abrió una botella de champagne. Con elegancia de mesero
sirvió dos copas, brindó por nosotros, etc. A mí me correspondía sonreír
complacida por el discurso. Fue al aparato musical y puso a mi Brahms,
como si el genio del Maestro pudiera servir de música de fondo a su
seducción.

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A partir de ese día me da mucha flojera la música del Maestro. Ojalá
algún día pueda superar el trauma.

Por fin se decidió a besarme. Cartón y fingido atrevimiento. Como el ritmo


del romance estaba letárgico decidí tomar la iniciativa. Claro que muy
discretamente. A los hombres les asustan las lobas y tienen razón, son
mucho para ellos. Cuando en el sexo se muestran “habilidades”, es
porque el fluido no fluye.

Como el cachorro no dejaba de jalonearle los pantalones al Presidente,


como si en complicidad conmigo tratara de desvestirlo, tuve que encerrar
en el baño a... mi Suerte.

Con muchos trabajos, el señor Presidente “aguantó” cinco minutos


fingiéndose pasional y hasta jugándole al maniático. Los supuestamente
poderosos piensan que comportarse como maniático es una de las partes
ocultas del poder.

Después del “clímax” me miró tan satisfecho como si en verdad estuviera


satisfecho. Tengo que irme, Tirana, estoy muy ocupado. Ciérrese la
bragueta y hasta luego, Señor. A veces pienso que mi vagina es como un
caracol que da entrada a una dimensión a la que los hombres penetran
sintiéndose reyes y retornan siendo esclavos. En el interior de toda mujer
vive un misterio tan alucinante, que cuando el hombre lo toca, cierra los
ojos.

- ¡Tirana, de verdad me tengo que ir!

- ¿Y quién te detiene? Si piensas que me quedé con ganas de más, te


equivocas, tal vez me haya quedado con ganas de menos, pero no de
más. Para conocer el final de las cosas, es bueno conocer sus principios.

Me gusta tu estilo, Tirana. Si tú quieres puedes llegar muy lejos. ¿Alguna


vez has dirigido comerciales, querido Presidente? No pero tengo amigos...
no seas inocente, no me iba a acostar contigo para pedirte que me
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ayudaras a aparecer en un comercial anunciando lo excitante que es
tragar papas fritas. Pensé que algún día habías sido director de
comerciales por el estilo “tan” seductor con que te manejas.

En este medio todo cuesta, Tirana. Si algo quieres, es que algo das a
cambio, así es la política. Que interesante, señor. ¿Aquí me voy a quedar
toda la vida? Estás a prueba, Tirana. Descolgando el teléfono,
mágicamente pidió que pasaran por él. Diez minutos después llegaba el
helicóptero. Suerte no dejaba de llorar. Pobre cachorrito, pero así es la
política.

Antes de irse, el Presidente se despidió dándome un beso. Tal vez así


trató de decirme que me disfrutó y que en el fondo también podía ser
“tierno”. ¿... podría ser tierno..? ¡Verde quizá!

Es el último día que paso en este maldito sitio. No sé si los guardianes


tengan orden de matarme, pero me voy. Acuérdese que no soy agachona
ni miedosa. ¡Tranquila, Tirana! ¿Qué te falta? ¡Libertad, señor! Le parece
poco. Esa ni yo la tengo, Tirana. Por supuesto que no la tiene, o ¿qué?
¿Pensaba que lo veía como a un puédelo todo que hace lo que se le da
la gana? No soy tan infantil, señor Presidente. Si usted disfruta su cárcel,
yo no tengo porqué gozar la mía. No somos iguales, Señor. ¿Te sientes
superior o qué, Tirana? No soporto los sacrificios y usted vive en una
sociedad que se mueve a base de ellos. Pues vas a tener que
acostumbrarte, Tirana. Esa es su filosofía y por lo tanto quien se va ir
acostumbrando es usted... Ya veremos, Tirana. ¿Por qué me hablas de
usted? ¡Porque mi cuerpo lo desconoció!

El helicóptero ya había descendido ¿Se te ofrece algo? Quiero a mi


chambelán. ¿A quién? A Bermúdez, no sabe como lo extraño. Ya estás
pensando en la venganza, ¿verdad? Lo que se me ofrece es Bermúdez,
si me lo puede remitir, ¡hágalo!, si no, olvídese de mandarme obsequios.
Toda esa poesía la traigo aquí, le dije tocándome la sien y la música aquí,
lentamente baje mi mano sobre mi pecho hasta llegar a mi bajo vientre.

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No soy una señora menopáusica que lee poesía después de descubrir su
incapacidad ante el sexo y el macramé.

El helicóptero detenía su hélice. Mi amante se dio la vuelta y se fue quizá


pensando en la Reforma Agraria o en el presupuesto... ¡Lo lograste
Tirana!, y tan sólo fue por el placer de sentir algo nuevo. Soy ambiciosa y
por lo tanto no deposito mis aspiraciones en nadie.

Me comenzó a gustar el juego. Él no. Era mi nueva vida, mi incertidumbre.


Superar la incertidumbre es una de las pruebas más duras a las que se
somete el carácter. Quizá por eso muchas la aprueben después que el
marido las engañó mil veces... y la superan con resignación o
sobreprotegiendo a los hijos.

Le llegaba hondo con mi carácter. Al momento de ponerme bronca, algo


en él revivía. ¡Adiós amor!, lástima que seas un... incapaz de sentir. Una
mujer debe llegar a la vida de un hombre en el momento exacto y si es
necesario, también dejarlo exactamente cuando debe ser. No antes, no
después. No resignación, no apresuramiento. Es un código de “moral”
que nunca olvido.

En cuanto se fue el helicóptero me puse un lindo traje de baño blanco y


comencé a nadar con un placer casi “inmoral”. Nadé y nadé mar adentro.
Al despegarme demasiado de mi prisión, de inmediato vino a mí el yate
guardacostas. Con habilidad guerrera bajaron una lancha de motor y un
par de marineros más prietos que mi alma, en unos segundos estaban
junto a mí rogándome que dejara de nadar.

A jalones me sacaron del agua; confieso que por culpa mía, pues ellos
trataron de ser amables. Me subieron a la lancha y más tarde al yate. Ahí,
por hacer algo tuve que actuar pataleta y cansancio.

En el fondo de mi poca consciencia estaba feliz y más fortalecida que


nunca. Mis piernas casi reventaban fuerza y gritaban brío. El Capitán me
dijo: tranquilícese señora. Me quedé mirándolo en silencio. ¿Cómo es que
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a un verdadero hombre se le identifica tan sólo por el tono de una de sus
palabras, de sus miradas?, qué importa que lo que diga ya se haya
escuchado mil veces.

Me recosté sobre la cubierta y el Capitán me revisó. Yo me dediqué a


relajarme entre sus manos. Me dio agua y después con sensibilidad
eléctrica masajeó mis brazos y piernas. Yo simplemente le dije: ya estoy
bien, con una sinceridad que me abarcaba el alma y un millón de
hormonas. Yo sé que su tacto se incendió con la canícula de mis piernas...
¡yo sé!, mi cuerpo es sabio.

El yate lentamente se acercó hasta “mi” bahía. Capitán, ¿me deja


observar un momento mi cárcel? Adelante, me dijo sonriendo. Dejé que
mis ojos rasgaran el aire. Quise imaginarme en esa reclusión siendo una
amante de lujo. Miré al mar, mis manos, los dedos de mis pies; sentí la
respiración de mi pecho y los caprichos que latían en él. Vi la fuerza del
Capitán: íntima y como si estuviera reservada para él, para mí. Percibí su
aire entero, sus fosas nasales expandiéndose en un calibre semejante al
de sus ojos olivo. La vida es un instante de enamoramiento.

Cuando usted guste, Capitán, le dije mirándolo satisfecha. Dejándome ir


en él, navegando en él. Cuando él es algo más que él, el lenguaje
adquiere condiciones bastas. Soy una mujer que exige placer, pero
cuando lo recibe sabe mostrar dicha. Odio la frigidez emocional. Quien no
sepa enseñar la dicha, ¡mejor será que no enseñe nada!

El Capitán con una cortesía más humana que formal, me ayudó a


subirme a la lancha de motor. El acto duró unos minutos, pero perdurará
en mí con intensidad. El par de prietos, ya con cara sonriente se
encargaron de llevarme hasta mi playa. Les pedí que se apresuraran para
así sentir aunque fuera por unos momentos la conmoción de la velocidad.
Ellos me obedecieron gustosos. La lancha fue una lengua que se
deslizaba por entre las vellosidades del océano.

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Cuando me dejaron en la playa, quise tirarme en la arena y dejar que por
un rato los sentidos se me destorlongaran de risa, pero me acordé que
Suerte estaba encerrado en el baño.

Corrí a sacarlo. En cuanto le abrí la puerta, él corrió a mis brazos como


una pertenencia viva. Nunca más te sientas encerrado, Suerte. Tú eres
tan libre como yo. Por hoy ya está bien de playa y ejercicio. Lo que queda
del día yo lo dedicaré a la poesía y tú a jugar con el paquete que contiene
mis calzones nuevos.

Me recosté con Suerte. A mi perrito le gustaba dormir sobre mi vientre y


con su oreja oír la locomotora que traigo dentro. Antes, Suerte se sació
con leche pasteurizada y yo con un jugo helado de tomate y apio. Me
gusta sentir como circulan los líquidos por mi interior. Que me recorran y
saquen de mí los deshechos de la combustión de mis pasiones.

Me dejé llevar por el sueño. Ahí, en lo cerrado de mis ojos vi a un grupo


de osos muy similar al que una vez rondó el aserradero en busca de
bellotas para con el aceite de los frutos ir reforzando su organismo y así
poder soportar la hibernación.

Ya en el sueño sentí que me abrazaba... conmigo misma, pues el Capitán


del guardacostas vivía en mi mente gracias a mí... Mi mente es capaz de
apoderarse de cualquier cosa que le produzca placer. Quizá por eso esté
tan enamorada de la Vida.

Los sueños son monótonos porque no nos atrevemos a que sucedan


durante la vigilia. Los queremos moldear de la misma manera que
hacemos con nuestra cotidianeidad, y así ¡nomás no!

Cuando forniqué con el gringo de Acapulco ni me di cuenta. Yo estaba


pensando en otra cosa y mi cuerpo fue capaz de acompañarme en
imaginaciones. En el juego del amor es necesario aprender a ser ubicuo.
Fue con Linares -un comerciante en computación que se sentía magnate-,
con quien descubrí el verdadero asco. No quiero olvidarlo, pues tan sólo
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por ser mías, las experiencias adquieren valor y no me gusta despreciar
las cosas a las que yo misma les he dado extensión y valía.

A Linares lo conocí en una fiesta en el club de industriales donde la


faramalla era el tema, la forma y el fondo de toda conversación. El tal
Linares, discutía y discutía con su esposa como si su mundo fuera
arreglarse con palabras. Cuando me dijeron que el tipo era millonario,
antes que la cosa llegara a más, me acerqué a los rijosos pretendiendo
ser la abogada del diablo. Ella inmediatamente respingó y él, como buen
rabo verde se sintió halagado con mi intervención. Cuando ella se dio
cuenta que su espantajo no me interesaba para nada, se hizo mi amiga.
Dos o tres tardes tomamos café en Gino’s y una hasta nos permitimos
una pequeña parranda por los bares de Polanco.

Me convertí en el paño de lágrimas de la pobre mujer -digo pobre por no


decir…-. Linares estaba feliz que su mujer por fin conociera a una amiga
que de veras valía la pena. En el fondo las intenciones de don esqueleto
eran encamarme y lo logró el muy hijo de puta.

¿Será que todos los hijos de puta, tratan que cualquier mujer sea su
madre? La captura ni siquiera fue con regalos o habilidad, fue con una
pregunta: ¿Has sufrido mucho, ¿verdad, Tirana? Sin que me diera cuenta,
se me descosió la boca y por primera vez en mi vida entendí que antes
de cualquier cosa existió el sufrimiento, y ese, no es muy glamoroso que
digamos. En mí concurren placeres a los que debo conocer
profundamente, pues sólo una vez es válido sentirlos, ¡más destruyen!

Suerte ya había desgarrado todos mis calzones. Sus travesuras se


convirtieron en mi única risa. Eres un adelanto del tiempo, Suerte. Así es
como terminan las pasiones fallidas. No te apures cachorrito, sé cuidarme
y lo que me sobran son calzones y por si fuera poco, también sé andar
a’raiz.

Como era su costumbre, la vigilante llegó en cuanto me desperté. En el


momento que vio el desgarriate que había dejado Suerte, casi grita de
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espanto. Aparte de los calzones de seda, mi cachorrito había devorado a
Whitman, Nerval, Efraín Huerta y a Amado Nervo.

- Que barbaridad, ¿qué es esto?


- No fue el Presidente en un rapto pasional, se lo aseguro mayordoma.
- Vamos a tener que amarrarlo.
- Tú que lo amaras y yo que te quemo el culo.

No se dio la vuelta ni me sonrió complacida. Se puso a recoger el tiradero


y queriendo hacerse mi amiga me dijo: Ya ve que todo era cosa de
paciencia. ¡Bendito sea Dios!, le dije. Ella asintió. Yo tenía la orden de no
hablar con usted, pero si quiere podemos ser amigas, digo… si usted
quiere.

- Oiga “mayordoma” ¿le gustan las películas inglesas?


- Casi no voy al cine señorita.
- Pues vaya y vea unas cuantas a ver si así aprende cómo deben
comportarse los mayordomos. Por lo pronto cállese el hocico y también
es una orden.

Se dio la media vuelta, pero esta vez no se fue con el sol y sí con la cola
entre las… culpas. Nunca se imaginó que por la noche la invitaría a
emborracharse y terminaríamos siendo comadres.

Después de la comida llegó Bermúdez. ¡Hola chambelán! ¿Cómo estás?


Antes que nada, déjeme decirle que yo sólo recibo órdenes, Tirana. Te
ordeno que te sirvas un mango, Bermúdez. El chambelán obedeció de
inmediato. Por lo visto sabes cumplir con tu trabajo. Son de Manila.
Disfrútalo, no sea que te vayas a atragantar. Sé que me guarda rencor y
no la juzgo. Por supuesto que no me juzgas, nadie te lo ha ordenado.

En cuanto me le acercaba, el muy… cerraba los ojos esperando el


chingadazo. Comer mango cuando se está nervioso es un verdadero
martirio, ese día pude comprobarlo. Cuando me cansé de jugar con mi
frutal suplicio, le pedí a Bermúdez que me destapara una cerveza.
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- De botella, para tomármela a pico.

Obedeció de inmediato. Los sumisos son felices recibiendo órdenes. Les


resulta un placer. Quizá su único placer. Le di un trago a mi Sol y
después se la quebré en la calva. Si alguien lo hubiera filmado, juro que
sería una estupenda publicidad para la cervecería. El “hombre” cayó al
suelo e inmediatamente lo rodeó un charco de sangre. Marqué el nueve y
le pedí a mi “mayordoma” que fuera a limpiar.

Diez minutos después despertó Bermúdez. En cuanto tuvo conciencia le


dije: puedes retirarte, chambelán. Si te llego a necesitar otra vez, te llamo.
Me imagino que no te duele, pues nadie te ha ordenado que te duela.

Se fue deteniéndose la sangre. ¡Bermúdez!, el trapo con el que te vas


limpiando la sangre es mi calzón preferido. Bajó la mano y pudo
comprobar que efectivamente era uno de mis calzones, no el preferido,
pero eso era lo de menos. Se quedó estupefacto. No te preocupes:
¡Cortesía de la casa! Puedes llevártelo.

La “mayordoma” en silencio limpió la sangre.

- ¿Cómo te llamas?
- Benemérita Niebla y soy de Acaxochitlán Hidalgo, señorita.
- Bonito nombre y supongo que bello pueblo.

Se sabe mucho de la gente sintiendo los sonidos de su nombre, el amor a


su tierra. Lo mismo pienso yo, pero a todos les causa risa. Mi papá era
muy raro. También el mío Benemérita. Me gusta tu nombre y más que
provengas de lo raro.

- Gracias. ¿Usted cómo se llama, si no es indiscreción?

Tirana… ¡y claro que soy indiscreción! Yo no me refería a eso señorita…


Muy bien Benemérita Niebla. En cuanto termines de limpiar la sangre del
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cerdo, destapas otras dos cervezas y relajadita y con buena disposición
te sientas a brindar conmigo. Busca las más frías, que con este calor bien
vale la pena. Escarchas los vasos con limón y sal.

- Sí “señora”, ya casi acabo.


- Sonriendo y moviendo el culo Benemérita Niebla.
- ¡Sí señora, ya casi acabo!

Con miedo y todo, Benemérita Niebla se sentó a brindar conmigo.


Después de la tercera chela y seis puños de pistaches, tomó confianza.
Bendito sea Dios, pues en el fondo sí necesito de alguien para charlar
aunque sea pendejadas. Por fortuna muy de vez en cuando, pero cuando
se juntan los “de vez en cuando”, uno termina hablando hasta con la
inmortalidad del cangrejo.

La vieja sirvienta me contó su historia. Era idéntica a la de cualquier otro


pobre diablo que asciende. Según ella, poco a poco fue “haciéndole” la
lucha, hasta que una comadre de su mamá, esposa del primo de un
señor muy importante, la ayudó para que entrara a la Escuela Militar de
Enfermería. Al terminar sus estudios, tuvo suerte de enrolarse en el
Estado Mayor Presidencial y... ¡a agachar la cabeza cuando era
necesario y tirar la tarascada cuando se presentaba la oportunidad!

Todos los pobres diablos del mundo tienen la misma historia. La


diferencia es que en la vida de la mayor parte de ellos no se cruzó el
primo de un Señor importante. Cuando me tomé la cuarta cerveza, supe
que yo también me le había cruzado a un pobre diablo, aunque este fuera
Presidente y yo no fuera “prima” de nadie.

Ya entradas en copas pusimos discos de Javier Solís, Pedro Infante y


“San” José Alfredo. Ninguno de ellos estaba en mi colección, aunque sí
en la de mi comadre “mayordoma”. A pesar de la borrachera procuré no
decir nada comprometedor. Hablamos de frivolidades, entre ellas, de la
filosofía de Benemérita, que orgullosamente la llamaba: Filosofía de
servicio. Léase sumisión, abyección y corrupción, tan, tan.
49
Al parecer en los ambientes cortesanos, para poder escalar, es requisito
indispensable despojarse de la sensibilidad. ¡Salud, comadre alpina!

Benemérita se fue a su bungalow cantando “Albur de Amor” y haciendo


unas cuantas “eses” a eso de las cinco de la mañana. Es obvio que la
reportaron los de la atalaya. Entre serviles, denunciar es gimnasia. Ese ya
no era mi problema. Ella podría decir que yo le exigí compañía, pero...
eso resultaba lo de menos. Aunque admito que Benemérita me cayó bien.
Puedo decir que comencé a estimarla.

A las siete de la mañana, lo digo porque lo alcancé a ver en el reloj de


uno de los guaruras, me despertaron y con lujo de violencia me treparon
en la Vanet. Otra vez rumbo al aeropuerto, otra vez la avioneta, otra vez
la lesbiana y la incertidumbre.

- Chicos, ¿sabían que guarura en idioma Tarahumara quiere decir


gobernador?

No hubo respuesta. Nunca hay respuesta cuando ya de ante mano


conocemos la respuesta. La misma rutina. Otra vez jeta de la sobrecargo,
por lo que deduje, se trataba de un numerito para intimidarme…

¡Y vaya que lo fue! Por fortuna a mí no me intimida ni el diablo. Las


lágrimas de Benemérita Niebla cuando se dio cuenta que los guardias me
sacaban a jalones, me daban mal presagio. ¿Por qué será que el cariño
sabe leer los malos presagios? Tal vez por lo mismo que la pasión sabe
caminar por encima de todo.

Desde la Vanet alcancé a despedirme de mi comadre Benemérita Niebla.


Tendrían que pasar tres años y muchas águilas por el mar para que nos
volviéramos a ver las caras.

13
Pon lo natural en el fondo de tu alma.
50
Todo lo demás te vendrá por añadidura,
aunque tú le llames como se te dé la gana.
Tirana

Mí nueva “residencia” no era nada calurosa. No tuve ni la menor idea de


dónde estaba. Lo único que supe, es que el aeródromo se encontraba
solitario y lleno de niebla y no precisamente de la del apellido de mi
comadre. Mi sobrecargo, a manera de despedida me dijo adiós llena de
sarcasmo. De inmediato dos guaruras me bajaron de la avioneta y me
subieron en una Suburban llevándome a una especie de fortaleza en
medio de la montaña.

Ahí me encerraron en una celda totalmente vacía. ¿O era un vació


rodeado por paredes con un techo y un piso que me oprimían? Lo cierto
es que todo lo que ahí se suscitaba era idea recurrente. Para donde yo
apuntara mis pensamientos, mi mente me decía: ¡No eres libre, Tirana!

Lo único que rompía con lo monótono de las paredes era una pequeña
puerta metálica color negro con una diminuta ventanilla en la base que
retaba al patetismo. El mobiliario constaba de: una “placentera” plancha
de piedra, me imagino que para dormir. En el rincón, un diminuto retrete
de cemento sin agua, en el techo una lámpara para que todo se iluminase
con bella luz cenital y… párale de contar.

Lo austero en pleno. ¿O será que la arquitectura disfraza las paredes


para disimular el terror que producen los encierros? Vivienda digna para
los mexicanos: Enganche mínimo, subsidio para que el patrón pueda
negociar y cómodas mensualidades. ¿Cuántas cárceles necesita el Poder
para poder?

Supongo que pasaron tres días y mis “anfitriones” ni pan ni agua me


habían dado. El hambre es una dieta más efectiva que cualquiera de esas
que rimbombantes se anuncian en las revistas femeninas. El hambre es
una dieta milagrosa que hace perder vida, y cada instante de ella pesa
más de cien toneladas. ¡Cien toneladas de abdomen!, ¡cien toneladas de
51
mente!, ¡cien toneladas de ilusiones..! “y sin embargo se mueve”, pues
quien es Universo, pesa más que cualquier hambre.

En una celda, a pesar de la nube de fatalidad, se piensa, se reflexiona y


si es necesario se adquiere convicción. Uno se convierte en acompañante
de sus ideas, pues éstas son las que desesperan. El encierro es la más
poderosa de las armas del tiempo. Un minuto es tan largo, que aquello
que considerábamos eterno, se transforma en algo que de tan nebuloso,
se duda.

La garganta se me cerraba y los huesos me temblaban dentro de los


músculos. Mi cuerpo era una caja de cerillos que se sacude para ver si
hay algo dentro. No sé si haya sido idea mía, pero el frío aumentaba a
cada momento como si por obra y gracia del encierro estuviera
acercándome al Polo Norte, al Sur o al Polo Centro de mis
contradicciones. Si a alguien se le antoja saber cómo es el Polo Norte o el
Sur, pienso que es lo de menos, quizá yo estaba en el polo de mi
glaciación interna. ¡Que frío! ¡Pero no me quejo, porque entonces me rajo!
Sé que soy fuerte y que todo eso lo hacían para debilitarme. Nunca se les
va a hacer el gusto, ¡eso lo juro!

Para mi “fortuna”, una mosca que volaba de un lado a otro me


acompañaba en el encierro, me confería gramos de vida. Me dejó de dar
asco, pues con su vuelo me daba existencia. Sus alas eran un vitral Art
Noveu donde se desesperaba la luz, y el movimiento se convertía en
zumbido que terminó siendo sinfonía. Gracias a mi “compañera” de celda,
supe que la música es la búsqueda de aquellos sonidos primordiales que
yacen en el fondo de nuestro abismo.

El primer día sí lo sufrí porque la furia contra el “chambelancillo” me ganó.


Hablaba mi instinto, no yo. Esa parte interna que más que a nosotros,
pertenece a la misma Vida. Pensé en venganza, en desollarlo o en
cualquier cosa cruel con la que se le pueda joder a un ser vivo que atenta
contra nuestra Vida.

52
Unas horas de encierro logran que las entrañas revivan su instinto de
libertad y que uno sea la alegoría de todas las generaciones. Unas horas
de encierro nos hacen animales instintivos o nos reducen al estado
mineral. Nos dan reencarnación... cuando en mi pensamiento lo desollaba,
invariablemente sentía deseos de beberme su sangre y después ver
como su cuerpo se pudría esperando a los buitres.

Era la sed la que me hacía caer en esos excesos “intelectuales”. Mi


reclusión la viví como pesadilla, aunque la registro como una inmersión a
los bajos mundos de mi destino, de ese que está por encima de mí y
gracias a la tortura pude conocer. A pesar de todo, con una objetividad
gélida, anoté en mi mente cada una las visiones como un explorador que
se aferra a su bitácora de viaje.

Ya al otro día desperté un poco más calmada, aunque tiritando de frío,


pues ni siquiera cobija me dieron. Después de medio día de tembladera,
mi mente se fue asentando como un manantial que fue revuelto por las
patas de una jauría.

Jamás pensé en rendirme. Me dejaba conducir por mi ser interno. Por ese
que me retumbaba en las confidencias de la piel. Mi instinto es mi mejor
rector y cuando él se extinga, es que para mí ya no existe nada.

Por fortuna aún hay, aún estoy, ¡y el hijo de puta que me humilló sigue
vivo, y en su decadencia, al encerrarme, me ha mostrado lo que es la
muerte!

Desee que hubiera agua en el escusado y bebérmela sin importarme


sacar subsistencia de los detritos. Si el Presidente me penetró, ¡que el
pito se le queme igual que se queman mis interiores! Antes mi oráculo era
mi belleza, ella era la que me indicaba los pasos a seguir; a partir de ese
momento y gracias a mi sed, mis premoniciones nacen de mis entrañas.

Por la noche me llevaron un poco de agua. Por primera vez se abrió la


“ventanilla” de la base de la puerta. Tan sólo un pocillo de agua. En el
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mundo ríos, lagos lluvia y yo tan sólo con un pocillo. A pesar de la
ansiedad, la fui racionando con mi lengua. Sentía que cada gota llegaba
hasta mi cerebro y éste me exigía beber todo de un trago, ¡por lo menos
un trago!

Después de un pequeño sorbo, me obligué a pensar que mi lengua era


un popote o más bien una esponja y que por ella absorbería el resto del
agua. Cuando no podía más, bebía un traguito, pequeño y tan
insignificante como un suspiro que trata de evitar un adiós. Las gotas de
agua que bebí, como un topetazo, me regresaron a mi realidad.

Junto con el agua también me llevaron… el cadáver de Suerte. Mi


cachorrito ya estaba en estado de descomposición. ¿Por qué no me
ladras, Suerte?, ¿Jugamos a que te duermes sobre mi vientre?
¿Nadamos en el mar o prefieres jugar con mis calzones de seda? ¡No me
importó! Me abracé de mi Suerte y sentí que yo estaba pudriéndome junto
con él.

Durante horas inventé oraciones. ¿Será que los perritos al morir terminan
siendo las mascotas de Dios? Estaba en cuclillas. Los huesos de las
costillas se recargaban en mis muslos. De mis senos surgía electricidad,
una vibración sacrosanta.

El placer del agua y la oración me obligaron a apuntar con mi nariz hacia


el cielo. Quizá mi respiración fue lo único que permanecía vivo. Tal vez mi
respirar, por unos minutos se convirtió en el centro del Universo. Tirana,
eres el ojo de una galaxia, la nariz de un cometa… los labios del sol, ¡la
vagina de la luna!

Se respira hondo en el amor y también en el sufrimiento. Al parecer el


oxígeno es el combustible de las emociones, ¿o es que las emociones
son pura combustión? ¡Cada gota de agua al resbalar por mi garganta
resultaba un golpetazo de vida y muerte para mi cerebro! Yo fui un reptil,
un pájaro… un narval varado en la alberca de un burócrata que alcanzó el
poder.
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Cuando bebí la mitad de agua del pocillo, decidí guardarlo por un
momento, como si el contenido del trasto fuese un tesoro momentáneo
que escondía bajo la losa de piedra que fingía ser mi cama. Algo en mi
mente me dijo que dejara de encoger mi cuerpo. Comencé a estirarme, a
extender cada uno de mis músculos hasta sentir que se reventaba. Jugué
a ser arco y flecha, a lanzarme por el cosmos. Mi espina dorsal fue el
arco y mi vientre la cuerda, la tirante cuerda… ¡Mi alma una flecha!

Después de cada estiramiento tenía que regresar por un sorbo de agua…


un pequeño trago, no más… ni siquiera un poquito más. Mientras tanto el
mundo continuaba existiendo sin importarle Tirana, sin importarle un
carajo. Suerte seguía pudriéndose y sentí que su descomposición
seguiría por los siglos de los siglos como una prueba segura de nuestra
existencia.

Una hora después llegaron hasta mi encierro con un pedazo de pan duro.
La ventanilla se abrió de golpe y una mano imprecisa me arrojaba el
“alimento”. Ni siquiera pude ver a mi “benefactor”. En ese momento supe
que “alimento” es una esperanza lejana que aún así nutre y da vida.

Tragué el pan lentamente, muy lentamente; así como había hecho con el
agua. Seguí practicando los estiramientos. Seguí siendo arco y flecha,
blanco y tirador. Puedo decir que yo en ese momento era una larva
tratando de nacer. La pestilencia de Suerte fue una ayuda para menguar
el hambre. ¡Gracias Suerte! Aún siendo cadáver continúas dándome
sobrevivencia, vida… ¡amor!

Por obra y gracia de la locura de mi mente, el dolor comenzó a


transmutarse en placer, en unas alas de mariposa negra que aleteaban
por la celda tratando de disolver su encierro. Ahora que han pasado los
años, mi sensibilidad no identifica y puedo elegir indistintamente entre
placer y dolor, entre alma y cuerpo, entre ser mujer y ser fantasma.

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Apenas había comido medio pan cuando gracias a una patada se abrió la
puerta produciendo un estruendo bruto, la antítesis de la música de
Brahms. Tratando de enmarcarse con el orificio de la Libertad, apareció
Bermúdez. No lo miré. Quise hacerme transparente y aunque no lo logré,
sí lo sentí. Lo digo así, pues ese fue mi pensamiento.

El chambelán llevaba una gran venda en la cabeza. Sus ojos, a sí


mismos se inyectaban sangre. No soportó la hediondez de Suerte, le
pidió a uno de sus dos achichintles que se llevara los despojos de mi
única compañía. El “esclavo” mostró más servilismo que asco y de
inmediato cumplió la orden. Con el jalón se reventó el vientre de mi
cachorro, de mi Suerte. En el piso fue derramándose un líquido hediondo
que me decía que existen despedidas, que de tan puras ni la nausea es
capaz de trastornar.

!Adiós Suerte! ¡Tú sabes que se dice adiós cuando se percibe que más
allá de nosotros… encontraremos el reencuentro!

Bermúdez se quedó mirándome. Otra vez la rueda de la fortuna dio una


vuelta, me dijo con sorna. No sé si por lucidez o locura, en ese momento,
un relámpago en mi mente esclareció el secreto del Poder: Es coger el
instante en que la rueda nos tiene en lo alto. No fue un relámpago, fue un
gran trago de agua llegando a mi estómago y de ahí percutiendo su
líquida pretensión hasta mi instinto.

- ¿Te gustó el agua Tirana? La revolví con mis orines.

¿Qué se hace cuando la rueda está abajo, cuando la fortuna no es


fortuna? ¡Contéstame interior y te prometo un río y después manjares!
¡Te prometo un oasis donde yo seré la odalisca! La respuesta no fue
líquida. Apareció como un chapopote hirviente que se me impregnaba en
las entendederas.

Cuando la rueda está abajo es el tiempo en que se presentan todas las


respuestas y todas dicen: ¡impotencia!, imitando con sus gruñidos a la
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escala tonal. Abajo es el mundo de los deseos, arriba el del Poder. Mi
instinto me hizo decirle a Bermúdez: ¡Estoy feliz!

14
El tiburón no era un accidente.
Había surgido de la profundidad
cuando la nube oscura de la sangre
se había formado y dispersado en el mar...
Ernest Heminway

El chambelán habló, pero mis oídos escucharon silencio. Tuve oídos y no


oí. Así vas a estar hasta que te consumas, me dijo Bermúdez con voz que
retumbaba en las paredes a manera de eco y mortificándose descendía
por el orificio del retrete. Mi interior me gritó: ¡serás más fuerte, Tirana!
¡Más fuerte!

Como si su instinto hubiera percibido lo que ocurría en mi interior,


Bermúdez y sus “niños” se fueron. La puerta metálica se cerró con otro
porrazo sádico. Mi hambre había desaparecido y la sed era fuego en el
interior de una armadura de hierro que me protegía en una Cruzada hasta
mi Tierra Santa.

Unas horas después me llevaron un bote de agua y un plato de frijoles


negros llenos de gorgojos. Comí y bebí lentamente; ya estaba por encima
de mi cuerpo. Estuvo bien, pues aún no había pasado lo peor.

Pasaron horas. Me causaba risa pensar en mi solitaria sobremesa.


Conversando, tratando de seducir a mi desesperación para que se
transformara en fuerza, otra vez apareció Bermúdez acompañado por
otros gorilas. Eran dos y se sincronizaban como empleados de circo.
Bermúdez miraba como un domador de fieras.

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De una viga del techo colgaron una cuerda. Me amarraron a ella y
después me izaron como si fuese la bandera de mi existencia. No me
opuse, pues tenía bien claro que mi repulsa sería interna.

Bermúdez con sus manitas infantiles, a manera de maníaco recién


liberado, me arrancó la ropa a jalones; deseándome como si de mí
emanara un poder desconocido para él. Aún recuerdo los crujidos de la
tela de mi blusa rompiéndose. Lo demás ya no lo escuché. Fue una
película muda en la que nunca apareció Charles Chaplin.

El chambelán primero me olió durante muchos minutos, durante siglos


que el segundero de su Rolex se negaba a registrar en su real dimensión.
Parecía como si el bruto estuviese reservándose los placeres del tacto.
Mis costillas formaban la nave de una catedral gótica coronada por la
agujas de mis pechos; torres en busca de cielo. ¡Por mis pechos de loba!

El chambelán le pidió su macana a uno de los gorilas que lo


acompañaban. Se aterró cuando abrí las piernas retándolo. Yo era un
altar frente a un ateo. Cuando ya no soportó la angustia, con un golpe
brutal me penetró. En ese momento mis piernas se cerraron de tal forma
que la macana quedó aprisionada en mí y durante unos segundos no
pudo moverla.

Las burlas e injurias de mi torturador aumentaban mi fuerza. La vista se


me comenzó a nublar. El letargo me santificaba como a un San Sebastián
ante las flechas. El dolor profundo me hizo advertir la llegada de la
espiritualidad. ¡Mi Fe parte del dolor de mi vientre! ¡Mi Fe fue una
maternidad de fuerza!

Después de penetrarme con la macana, Bermúdez comenzó a lamerme.


Su lengua era arena, lija, uñas de una de las tantas brujas que aparecen
en las pesadillas de los niños. Los ojos de los gorilas fueron cuatro
túneles hacia el infierno.

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El sólo contacto de la lengua del chambelán fue más doloroso que la
penetración de la macana. El ver mi rapto y mi sonrisa lo enfureció. ¡Lo
enfureció, lo enfureció, lo enfureció...! La macana se estrellaba en mis
costillas y espalda haciendo de mí un gran eco. De pronto mi vista se
blanqueó. Me imaginé vestida de novia, con una gran velo que volaba
entre los azules del viento. Comencé a gritar y girar siendo un tornillo que
así penetraba en la espiral de sí mismo. Sin querer, Bermúdez me
desposaba con el vacío. Tal vez el matrimonio sea una metáfora del
encierro o… una alegoría de la Nada.

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Como en la sacra soledad del templo,
sin ver a Dios, se siente su presencia.
Así en el mundo presentí yo tu existencia
y como a Dios, ¡sin verte te adoré!
Manuel M. Flores

Desperté en una cama de hospital, lo supe por el adormecimiento del aire,


por el blanco vacío de las paredes que se escurría entre mis lagrimales.
Lo supe porque cuando las cosas van mal, algo se presiente. Aún no
abría los ojos y ya sospechaba que había estado en coma durante
muchos meses, quizá años… siglos.

¿Sería ya una anciana pasita que pasó la mayor parte de su vida


inconsciente? Lo que sí era seguro fue que durante mi “viaje” por el suelo
de la muerte pude percibir la línea divisoria. El río que nos separa del más
allá. Una línea horizonte muy parecida a la que en amaneceres y tardes
observaba en Chihuahua. Aunque esta línea resultaba ajena al paisaje.
Pertenecía a los mundos del éter y la carne.

Supe que si seguía recordando lo que me ocurrió en el coma, regresaría


a la muerte. Preferí insertarme en mis recuerdos terrenos. Debe ser bello
el mundo más allá, pero yo aún quiero estar en éste. ¡Vivir con los vivos!

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El letargo de mis ojos me hizo volver a mis dieciséis años, a ese antes
que me obligó a entregarme a Rosendo. La vida es una espiral, a veces
excéntrica, en caprichos concéntrica, que cuando cambia de sentido nos
muestra las otras caras de la Naturaleza. Nos dice que también nosotros
somos Naturaleza y por lo tanto en el centro de nuestro ser, llevamos el
germen, el gen del esplendor.

En cada segundo se esconde toda la memoria del universo, y aunque el


tiempo siempre camina, en ese segundo donde de igual forma se atesora
nuestra existencia, se amalgama el segundero de lo que inútilmente
llamamos presente.

Cuando regresé al “presente”, supe que la pasión es un baño eléctrico


que nos desentumece el alma. Una cubetada de agua que nos echa Dios
para que revivamos, un masaje que comienza en el vientre y se extiende
hacia el Cielo.

Los ojos del Presidente me miraban horrorizados. Me acarició los


cabellos como a un animal al que se le implora perdón. Todo mi cuerpo
estaba sedado y era una gelatina dentro de un molde de yeso, como si un
artista del dolor quisiera obtener un molde grotesco. Tres días después
supe que estaba paralítica.

Que difícil es aceptar lo que no debe aceptarse. Nunca había sentido las
miradas de la lástima. Me acordé de mi padre, de Antonia, de Chequer,
de Paty. De todos aquellos a los que yo miré con lástima. Por fin entendí
a esa otra parte del mundo que suplica, pues no sabe exigir.

Quise suplicar. Suplicarle a Dios, al sueño para que me despertara en


otro sitio, donde mis piernas tuvieran movimiento, donde mi imaginación
pudiera volar y darme mil juegos. Cuando le supliqué al médico, y él me
miró con impotencia, supe que lo que nadie nos pudo dar, ya nos fue
dado… ¡ya es nuestro!

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Me supliqué resignación. ¡Tampoco pude dármela! Fue cuando supe que
la Vida es como Es, y lo único que hay que exigirle, es que siga siendo,
que nos siga dando vida. ¡A la Vida, sólo debes pedirle vida, Tirana¡ ¡Allá
ellos, si le piden otra cosa!

16
Todo lo que vive,
no vive a solas
ni tampoco por sí mismo.
William Blake.

De eso ya han pasado once años. Ahora vivo en mi sierra Tarahumara,


alejada de todo aquello. Mi vitalidad es mi silla de ruedas. Mi corredor
rarámuri, ya sólo habita en mi corazón. El Presidente, ya no es Presidente.
Algunos fines de semana me visita y me pide consuelo, perdón,
misericordia; me pide todo lo que no puede concebir.

Benemérita Niebla se encarga de mi vida doméstica. En la cocina es una


maravilla, aunque admito que después de tres copas se pone
insoportable. ¡Se pone a llorar y aquí eso está prohibido!

Yo no le pedí que viniera conmigo, ella así lo quiso después que la


jubilaron en el ejército. Las verdaderas consonancias surgen de la locura,
no de la cordura.

Por instantes mi mente, como un rayo, me devuelve al pasado y ahí me


entero que el Poder primero nos disfraza con los afeites de lo
omnipotente, para luego terminar colocándonos un traje de bufones. Te
entiendo Vida, tú también has sido amante del Poder. Eres como yo. Una
niña solitaria que constantemente necesita de un bufón que la divierta y
para el caso, elige a uno de sus tantos “elegidos”.

¿Acaso el escribir mis memorias, sea una súplica para que ese dios
primordial que crea los rayos, ya no los lance sobre mi cabeza?

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El ex presidente puede caminar, pero su parálisis la pasea en una silla de
ruedas que se llama olvido. Su poder se ha terminado. La impotencia la
convierte en recuerdo y grito histérico. Yo lo escucho evocar sus días de
gloria, sin darse cuenta que los míos consistían en caminar. El Poder
cuando está, ciega; al terminar, ¡estupidiza! Nunca mata, pues le gusta
jugar a la longevidad insoportable, al temor de la muerte, al ansia de
suicidio; al menester de compañía y a la introspección por lo cobarde. ¡Le
gusta jugar al: ¡Qué!

Cuando salí del hospital el Presidente me llevó con Bermúdez. El


chambelán estaba encerrado en la misma celda en la que estuve yo. Sus
ojos ya eran parte del cubil. Una sombra dentro de una sombra y así
dentro de más sombra. El Presidente me dijo con culpa que retumbará
por los siglos de los siglos: Se le pasó la mano, has con él lo que se te
antoje, puedo disponer de su vida, todavía soy Presidente.

Yo sin rencores, desde mi silla de ruedas, tan sólo le dije: ¡Hola


chambelán! Después levanté la frente y con mano firme conduje mi silla
hasta la calle. ¡Hasta la dignidad!, ¡hasta la dignidad!, ¡hasta ahí donde
radica el real Poder!

Como no puedo hablar del honor a la verdad, en honor a la estupidez me


tomé una nieve de coco y guanábana. Mis lágrimas sabían a Tepoztlán.
La punta de mi lengua no sabe reconfortarse de otro modo. En la nevería
recordé las palabras que Bermúdez recién me dijo arrodillado en el centro
de la celda: ¡Ayúdeme Tirana! ¡Ayúdeme por su santísima madre!

Gracias Bermúdez por enseñarme que es más digna mi silla de ruedas


que cualquier humillación. Gracias por descubrirme que la dignidad del
alma es una fuerza superior al movimiento de mis piernas.

Quince días más tarde, la Suprema Corte de Justicia, “descubrió” que el


Chambelán tenía nexos con el narcotráfico y lo sentenciaron a veinte
años de cárcel. Yo sé que él tendrá buena conducta y saldrá antes, ojalá

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así sea. No merece esa oportunidad de reflexión que proporciona el
encierro.

Yo ya no necesito de la buena conducta, pues mi parálisis es una cadena


que se perpetúa cada vez que recuerdo mis caminatas en la sierra
cantando con papá. Con un libro en la cabeza, una ilusión en las tripas y
en la lengua, la música del violín de mis recuerdos.

¡Yo soy loba! El Presidente como un bastardo, sin fundar ninguna Roma,
bebe la leche de mi grandeza mientras me pasea en mi silla por el
bosque que circunda la cabaña que me construí muy cerca del
aserradero. El terreno provino de la venta de mis pieles, los cimientos con
el dinero que un usurero me dio por mis esmeraldas. No sé para qué,
pero me gusta guardar mis diamantes. Con la venta de mi casa y auto
construí estas paredes, una gran chimenea y un precioso jardín donde
transcurrirá el resto de mi vida.

El ex presidente sabe que la “epopeya” de su poder, está escrita en


páginas cada vez más amarillentas y menos mentirosas. Presiente que la
historia no lo juzgará, pues ella, a los que la traicionan, simplemente los
ahorca-soledad; sin juicio y sin darles la condolencia de una última
voluntad. Su empuje se acabó. Sólo lo recupera cuando le permito que
conduzca mi silla.

Quizá el poder sea la vitalidad que no encuentra consuelo. Acaso


perdiéndolo, el cuerpo deje de responder y sólo pregunte. Los discursos
rimbombantes y las frases supuestamente afortunadas las cambió por un:
Por favor. Por favor, por favor, ¡por favor! Estoy segura que cuando lo
ronde la muerte, también a Ella le dirá: ¡Por favor..!

A mi padre lo enterraron en uno de los tantos cañones de la sierra


después que murió de una congestión alcohólica, en la que como
despedida, enloquecido de pasión, tocó a Stravinsky trepado en la copa
de un árbol, inspirándose con el viento y evocando mi regreso. Gritando:
¡Esta es mi verdadera copa!
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Se quedó muerto, colgando de una rama y de otra su violín. Su ardor de
artista se fugó con el viento. El cielo de Tarahumara fue la cúpula de esa
catedral solitaria donde se fuga la pasión. Estoy segura que la muerte,
esa tarde lo inspiró convirtiéndolo en el supremo violinista del Universo. A
veces el talento tarda en llegar, pero quien lo invoca, puede estar seguro
que llegará... ¡llegará!

Rosendo ahora vive en las afueras de Culiacán, en una de las tantas


zonas habitacionales construidas por el gobierno. Me imagino que el
pobre hombre husmea la vida auspiciado por su miedo y una pequeña
liquidación que le otorgaron en la United & Power. Ahí es nada menos
que el “próspero” administrador de una miscelánea a la que bautizó como
“Tirana”. Se casó con una muchacha decente acostumbrada a la vida
dura y con los suficientes atributos para soportar el matrimonio hueco.
Han parido tres hijos. Debido a que es un hombre “que no se deja”, sus
vecinos lo nombraron: “Jefe de Manzana”. La mediocridad cuando se
invoca, siempre está, ¡siempre está!

El Capitán de aquel Guardacostas que me vigilaba en mi encierro en las


orillas de Huatulco, me visita cada año y al hombre las canas cada vez le
sientan mejor. Lo acompañan su esposa y sus dos hijos. Gozo con su
encuentro y con las risotadas de su mujer cuando le digo: ¡Me hubiera
encantado “tirarme” a tu marido!

Quise escribir esta historia porque es invierno y la temperatura de la


sierra incita a recordar. Efectivamente, aquí la mayor sorpresa es el
nacimiento de una nueva arruga o saborear el último capricho culinario de
Benemérita Niebla, mi mayordoma, mi comadre, mi hermana, ¡y esa que
llora después de tres copas!

A veces los niños rarámuris se acercan a escucharme tocar el violín y


cantar algún corrido. Los osos a veces rondan la cabaña, como si
tuvieran curiosidad por saber quién vive en ella. Me gusta saber que les
intereso a los animales, que se conjugan con mi vibración.
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Benemérita Niebla preparará mixiotes y dulce de calabaza para la
próxima cena de Navidad. Jura y perjura que usará la receta e
ingredientes tradicionales del pueblo de Acaxochitlán. Por las mañanas
realiza cuarenta minutos de ejercicios aeróbicos embutida en una malla
rosa estampada con la figura de Mafalda. Cada que se acuerda que es
vieja, se tiñe el cabello de rubio.

Es una mujer fuerte y maravillosa en sus extravagancias. El tiempo libre


lo ocupa decorando piñatas y canastitas de aguinaldo para celebrar las
posadas con los niños rarámuris. Muchos dicen que la bondad es culpa.
Yo prefiero pensar que es lo que se le antoje ser.

A veces me visita Chirino, el brujo rarámuri que me encontré en la troca


en la que salí del aserradero. Él se ha convertido en el maestro
trascendental de mi existencia. Me enseña a salir de mi cuerpo y volar en
astral. A veces se presenta sólo en espíritu. Gracias a ello me doy cuenta
que el cuerpo es sólo una escala hacia lo trascendente. Que mi
sexualidad es la escalinata de la vida cósmica. Que aunque sólo una vez
reconocí el placer del sexo, con eso me bastó para ascender a los
mundos superiores. Hasta en mi invalidez la vida me ha premiado con el
conocimiento de otros mundos. Gracias a Chirino dejo de ser
discapacitada para ser la libertad. ¡Volar ha sido mi mayor orgasmo!
¡Volar! ¡Volar!

El ahora ex presidente me ofreció tratamientos médicos en Estados


Unidos, Alemania… Suiza. Él y yo sabemos que de nada me servirán,
pero para él es necesario prometer, recordar que su poder le permite el
acceso a los lugares donde se predica la “Excelencia”; enterarse que algo
puede dar.

Los muertos sólo reviven en la imaginación. Mis piernas son dos muertos
a los que velo en el novenario de mi existencia. Un día el muy… político
me propuso visitar a su brujo. Cada vez que me ve, me ofrece autos,

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casas, viajes, sueños, mentiras y hasta matrimonio. Yo le ofrezco mi
indiferencia y lo martirizo escuchándolo.

A la Justicia ¡yo la nombro Victoria! y suceda lo que suceda, nunca le


cambiaré de nombre, de eso estoy segura. A pesar de ser paralítica,
mientras no llegue el día en que mis entrañas sean alimento de gusanos,
¡no seré el espantapájaros de mis pasiones! ¡Amén!

Mayo de 93.

Universidad Autónoma Metropolitana


Junio de 2002
®

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