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9 Historias Eróticas

Placer

Hemos terminado de comer más temprano que en otras ocasiones. El


calor es insoportable. Sólo siento deseos de beber. Aunque en mi casa
existe un sistema de aire acondicionado y se está bien, en la calle
mueren hasta los pájaros. Son las tres de la tarde de un mes de Julio.
Me duele el cuello. No paro de quejarme. Hago aspavientos sin
parar. Parece que estoy cabreado. Mi mujer me mira a la vez que
levanta la vista del periódico que lee. Parece que yo también causo
molestia en ella.
-¿Qué te ocurre?, no paras de gesticular y hacer movimientos.
-¡Qué me va a ocurrir joder!, que tengo un dolor de cuello de la leche.
-¡Túmbate en el sofá!....
-No se me quitará. Habré de tomar algún analgésico. ¡Esto es una
mierda!
-Posiblemente debas someterte a la extirpación de parte del cuello. Me
dice ella en tono de broma.
-Ya. Contesto sin ganas de continuar la burla.
-Yo también tengo un dolor en la espalda. Llevo unos días así y no hay
manera. Pero las mujeres sómos más sufridas que vosotros. Un
pequeño “tiquismiquis” y os creéis morir.
-Ya-Insisto de nuevo-, lo que ocurre es que cada uno siente su dolor.
-Egoísta. Replica ella.
-Lo soy. Asevero yo.
Vuelve su vista hacia el periódico. Y yo vuelvo a quejarme. Otra
vez me mira con desagrado.
-¿Sabes?, ahora seré yo quien se queje del dolor de espalda que
siento. ¿Qué te parece?
-Si te quitaras de delante del chorro de aire frío que suelta el aparato
éste-Digo señalando el aparato de aire acondicionado-, tal vez no te
dolería la espalda. Luego estás con esa camiseta….que parece que…
-Estoy en casa. Procuro estar cómoda. Responde ella.
Patricia lleva una camiseta de tirantes ajustada a su cuerpo. Un
pantalón corto me dejaba ver sus largas y moldeadas piernas. Sus 35
años recién cumplidos me sacan de quicio cada dos por tres. Casi
todas las noches, exceptuando alguna, nuestros cuerpos se funden en
uno sólo antes de dormir.
Miro el televisor y tonteo con el mando a distancia. Reviso los
canales de la antena parabólica uno a uno. Sin interés. Sin ganas de
nada. Sin buscar nada en concreto. Patricia me está leyendo algunos
anuncios que hay impresos en el periódico. Nada interesante. Al
menos para mí, que no para ella, pues no para de leer y leer anuncios.
Definitivamente estoy aburrido y dolorido. Y algo cabreado.
-Me voy a preparar un café con hielo. ¿Quieres uno?. Pregunto
rutinariamente.
-Si. Hazme uno por favor. Me vendrá bien. Contesta ella sin exteriorizar
nada que llame mi atención.
Regreso al salón con una bandeja en las manos y la deposito
encima de la mesa. Saboreo el café con autoridad. Patricia es más
sensible y bebe despacio sin apartar la vista del periódico. Es el
momento de centrarme en el mando a distancia de nuevo. Patricia me
habla.
-¡Mira!, ¡Mira este anuncio!-Exclama alborozada-, “Masajista
profesional. Me desplazo. Total disponibilidad”. ¿Llamamos a este
teléfono?
-¿Para qué coño vámos a llamar?. Pregunto con cierta indignación.
-Para enterarnos en qué consiste. Ver cuanto cobra. ¡Qué se yo!, esas
cosas.
-¿Quieres darte un masaje? Pregunto.
-No. Pero no nos vendría mal. Tu cuello y mi espalda……necesitan
reparaciones.
-Si. La verdad es que si. Pero para eso deberíamos acudir a un
especialista. Un profesional no creo que se anuncie en un periódico de
mierda.
-¡Eso es que lo dices tú!, ¡Pues anda que no se anuncia gente en los
periódicos!....
-Ya, ya, ya. Pero ese tipo de anuncios me huelen mal.
-A ti todo te huele mal-Responde ella y añade-, de todas formas se nos
presenta una tarde aburrida. Y la verdad, no te veo con ganas de
moverte del sillón.
-Pues la verdad es que no tengo ningún interés en sacar mi culo de
aquí. Digo señalando mi asiento.
-¿Por qué no llamas y te enteras de qué va eso?. Me pregunta.
-¿Dónde, al anuncio?. Pregunto.
-Si. Tal vez no sea como piensas. Igual hasta vienen a casa y nos
arreglan el cuello y la espalda.
La miro de soslayo. Me tiene cabreado. Estoy aburrido y el
cuello me está dando por el culo sin cesar. Pienso que tal vez sea una
buena idea, pero no estoy seguro. No quiero desairarla.
-¡Anda, dame el periódico!, llamaré a ver que cojones me cuentan.
Digo con desgana.
Patricia me da el periódico y me indica el anuncio. Lo leo con
atención. Y llamo.
-Sí. ¿Dígame?. Me contesta una voz de varón.
-Si, buenas tardes. Mire llamo por el anuncio del periódico.
-¿Desea un masaje?. Me pregunta mi interlocutor.
-Quisiera información.
-No hay problema. Sólo voy a domicilios. Los precios varían,
dependiendo del masaje, desde los 60 euros hasta los 250.
-Ya. ¿Pero qué tipos de masajes ofrece?.
-Todos. Desde masajes de relajación a masajes Tántricos. ¿Para quién
es el masaje que desea?
-Para mí y para mi mujer. A mí me duele el cuello y a mi mujer la
espalda.
-No hay problema. Los dos masajes serían 120 euros. Una hora total.
-¿Necesitaría algo para el masaje, no sé, algún lugar concreto?.
-Si, si. ¿Supongo que disponemos de una cama?. Con eso es suficiente.
No obstante, puedo llevar mi camilla plegable. Por lo demás, yo llevo
en mi maletín todo lo necesario. ¡Ah, y unas toallas!.
-No hay problema con eso. Le respondo.
-Bien, usted decide.
-Déme unos minutos. ¿Puedo volver a llamarle en unos minutos?.
Pregunto.
-No hay problema-Me responde-, pero si me llama alguien en estos
instantes, habré de atender la llamada. ¿Comprende?.
-Desde luego. No tardaré en volver a llamarle. Digo comenzando a
alterarme.
-De acuerdo. Cuando guste. Buenas tardes.
El tipo se despide de mí con la seguridad de que no volveré a
llamar. Miro a mi mujer que está a la expectativa.
-¿Qué te ha dicho? Me pregunta.
-¡Pues nada!, que da masajes. Que cuestan entre 60 y 250 euros. Que
nos cobraría 120 por dos masajes. Que vendría aquí, y que necesita
una cama y unas toallas. Digo haciendo un resumen de lo escuchado.
-¿Y de los masajes?, ¿Qué te ha contado?. Me pregunta Patricia.
-Nada. Dice que da todo tipo de masajes. Desde los de relax hasta los
Tántricos.
-¿Tántricos también?. Me pregunta Patricia.
-Eso dice.
-¿Y es un hombre, no?
-Yo he hablado con un hombre. No creo que fuera una maricona.
-¡Idiota!. Me dice ella sonriendo.

La devuelvo el periódico y me centro en el mando de nuevo. La


veo que observa el anuncio con interés. Pasa las hojas con avaricia. Me
imagino que buscará algo. Al fin lo deja. Lo cierra. Lo dobla. Lo suelta
encima de la mesa.
-¿Qué hacemos?
-¿Qué hacemos de qué?. Pregunto.
-¿Qué en qué habéis quedado?.
-En nada. Le he dicho que le volvería a llamar si nos interesa.
-¿Y le llamarás?
-¿Quieres que le llame?. Pregunto con interés.
-Podría ser interesante. Contesta Patricia.
-¿Interesante?.
-¡Total, no tenemos nada que hacer!, ¿No te apetece un masaje?.
Pienso en lo que me dice Patricia. Es cierto que la tarde se
presenta como muchas otras tardes. Aburrida. Pero siento desgana.
Una desgana gigantesca. Los canales que voy revisando en la televisión
por satélite me están cabreando. Se que al final estallaré y pagaré mi
mal humor con algo.
-Un masaje-repito en voz alta-, tal vez sería una forma de que la tarde
pase más rápidamente.
-¡Pues llama otra vez!. Exclama Patricia.
-¿Quieres que llame?. Pregunto.
-Si. Puede solucionar nuestros problemas, ¿No te parece?.
-No sé. Pero si quieres, llamo.
-Si, llama. Igual ya no puede venir porque le haya surgido algo. Dice
ella.
Teléfono en mano, presiono la tecla “rellamada”.
-Si. ¿Dígame? Contesta la mísma voz de antes.
-Mire, le he llamado hace unos minutos.
-Si. Escucho a través del auricular.
-Pues… que estamos interesados en sus servicios.
-Sólo ha de decirme a qué hora y darme su dirección.
-No sé….espere un segundo por favor-Digo antes de tapar con mi
mano el auricular y mirar a Patricia-, de inmediato le doy una
respuesta.
Explico a mi mujer lo que me acaba de comentar la voz, y
ambos decidimos que venga a las 5 de la tarde. Y si no puede, que nos
diga a qué hora puede venir.
-¿Podría venir a las 5?. Pregunto.
-¿Dónde debo acudir?. Me pregunta.
-Si, perdón. Es en la calle Caleruega, 52, 7º E.
-Bien….podría estar ahí en media hora. Me contesta.
-¡Ah!, ¿Está usted cerca, eh!
-En la calle José del Hierro.
-Si. Cerca-Afirmo-, entonces le esperamos. ¿Anotó la dirección?.
-Si, si. No ha problema. Ya la tengo.
-De acuerdo pues. Contesto.
-De acuerdo. Me dice a la vez que cuelga el teléfono.
Miro a Patricia mientras dejo el teléfono en su lugar. Tal vez no
sea buena idea. El eco repite mi frase y la lanza al exterior de mi
garganta.
-Tal vez no sea buena idea, Patricia.
-¿Va a venir, no?. Pregunta ella.
-En eso hemos quedado. En media hora estará aquí. Eso dice. Vive en
José del Hierro.
-Aquí mísmo. Comenta Patricia.
-Si.
-¿Hay que preparar algo? Me pregunta ella.
-Ni le he preguntado ni me ha dicho nada. Será mejor que esperemos
a que venga. ¿No crees?.
-Tal vez. En cualquier caso, pondré sábanas límpias en la cama. Y
sacaré unas toallas. ¿Con cuatro o cinco bastará?. Me pregunta Patricia.
-¡Oye, que no va a masajear a todo el bloque!. Exclamo a la vez que
gesticulo con las manos.
-Mejor tenerlas preparadas. Luego no quiero que las tenga que pedir.
¡Además yo qué coño sé!.
-¡Pues anda que yo!.
Patricia se aleja a nuestra habitación. En diez minutos lo ha
preparado todo. Me llama para verlo. La cama recién hecha. Seis
toallas blancas. Un poco de perfume esparcido en el habitáculo.
-Ya está. Listo. Estará al llegar ¿no?.
-Si-Digo mirando el reloj de nuestra habitación-, no sé, tal vez
deberíamos haber elegido otro lugar.
-No tenemos otro. No tenemos más camas. ¡Y no será porque no te he
dicho mil veces que pongamos una cama en aquella habitación!
No tiene sentido poner camas en las otras habitaciones. Nunca
recibimos visitas que se queden a dormir en nuestra casa. Y nunca
tendremos hijos. No si no los adoptamos. Patricia no puede concebir.
Eso no nos causa problemas, pero tampoco quiero hacer mención al
detalle. No quiero que Patricia lo recuerde otra vez, aunque me consta
que de vez en cuando, sobre todo cuando vemos críos pequeños,
recuerda su problema y se siente mal. Afortunadamente ya vamos
superando el asunto. Y en el fondo, algunas veces nos alegramos de
no tener que estar pendientes de esos pequeños gamberros egoístas.
Mis sobrinos dan fe de lo que digo. Son la muestra.
Sentados en el salón, no paro de mirar el reloj de pared. Faltan
10 minutos para que den las 5 de la tarde. He dejado el dinero
preparado. 120 euros descansan en dos billetes de 50 y uno de 20
sobre una de las dos mesillas de la habitación.
El video-portero nos avisa que nuestro huésped está abajo. Le
abro después de unos segundos. Esos segundos me han permitido
escrutar su rostro.
-Ya viene. Ya está aquí, Patricia.
-¿Ya sube?
-Si.
Efectivamente, en tres minutos se oye el timbre de la puerta.
Me dirijo por el pasillo lentamente y abro la puerta con cierto temor.
-Buenas tardes. Soy Nilo. Encantado-Dice a la vez que me estrecha la
mano como si me conociera de toda la vida-, ¿Puedo pasar?.
-Si, si, pase, pase.
Es un tipo alto. Unos 40 años. Buen aspecto. Moreno de piscina.
Ojos negros. Pelo negro. Posiblemente con algo de tinte. Porta una
pequeña maleta en su mano. Zapatos negros a juego con su pantalón.
Suéter azul. Le invito a tomar asiento después de presentarle a Patricia.
-Bueno Nilo, usted nos dirá….
-Por favor. Tutéeme. Llámeme simplemente, Nilo. Me advierte.
-Gracias. A mí me puede llamar Oscar. Y ella-Digo señalando a mi
mujer-, como le dije, es Patria. Mi mujer. ¿Quiere tomar algo fresco,
Nilo?
-Un vaso de agua por favor. Hoy tenemos un día de cuidado. Muchas
gracias.
Con un primer sorbo que aclara su garganta y le sirve de
refresco, pues Patricia ha puesto hielos en su vaso, Nilo toma la
palabra.
-Bien, creo recordar que me dijo que usted tenía un problema en el
cuello y su esposa en la espalda. ¿No es cierto?-Pregunta a la vez que
yo asentí-, en este caso con un simple masaje de relajación
conseguiremos un alivio pronunciado. No obstante, como hago
siempre, me gustaría explicarles la oferta que pongo a su servicio. Soy
quiromasajista profesional, masajes terapéuticos, de relajación, celulitis,
estiramientos, relajación de cuerpo y mente, ayurvédico y tántrico, son
mis especialidades. Naturalmente, cada masaje tiene un costo distínto.
El más económico es el que les puede servir, y el más caro es el
tántrico. Hay diferencias sustanciales entre los distíntos tipos de
masaje. Un masaje ayurvédico tiene múltiples beneficios. Efectos
positivos en el cuerpo y en la mente. Tengan en cuenta que los
masajes nos ayudan considerablemente a eliminar toxinas, lo cual
mejora la circulación sanguínea y linfática, tensiones, estrés, tanto
físico como mental, y en definitiva, dejan el cuerpo y la mente en un
estado de paz y reposo. Estos masajes se aplican con aceites vegetales
y así conseguimos que la piel se hidrate y adquiera un brillo y una
elasticidad notoria. Para terminar les hablaré del masaje tántrico.
Aunque ustedes no deseen este masaje, es bueno que conozcan sus
efectos. No en vano es el más costoso. El masaje tántrico es una grata
experiencia para el cuerpo y la mente. Es una experiencia sensitiva. Con
ella buscamos, hasta conseguir, explorar el camino que recorremos
hacia nuestro bienestar. En un masaje tántrico, mis manos en este caso,
pasarían por todo el cuerpo del masajeado. Espalda, caderas, glúteos,
vientre, piernas, son sólo algunas de las partes masajeadas.
Evidentemente nos detendríamos en las zonas erógenas del hombre y
de la mujer. Es un tipo de masaje fijado en la búsqueda del placer sin
ningún tipo de tabú, dónde evidentemente, la persona masajeada
pone sus propios límites. Lo detiene cuando desea. Es el más trabajoso
para el masajista, de ahí su precio, 250 euros.
Mi cara debe ser prima hermana de la gilipollez. La de mi mujer
podría representar la cara de la fascinación. Mientras yo no entiendo
nada de lo que nos explica Nilo, mi mujer, absorta en sus
explicaciones, va más allá. Es más incisiva. Ella sí ha entendido las
definiciones.
-Si no entiendo mal, el masaje tántrico es la búsqueda del placer del
cuerpo ¿no?.
-Así es…
-Patricia. Dice ella para recordarle su nombre.
-….Patricia. Primero se busca la total relajación del cuerpo, y la mente
se prepara para el placer. Placer interrumpido por el masajeado
cuando lo estime oportuno, aunque esto último que le digo, no ocurre
nunca. Todo el mundo quiere llegar al final.
El silencio reina en nuestro salón. Nilo se ha callado. Patricia
medita. Yo fumo. Es incómodo. En verdad no entiendo muy bien lo que
nos ha explicado Nilo. Sólo he retenido las cantidades. 60 y 250 euros.
El toma la palabra de nuevo.
-Bien, ¿Qué tipo de masaje desean?. Pregunta con interés.
-En realidad nunca me han dado un masaje-Dice Patricia-, por lo tanto
no podría inclinarme por uno o por otro. Siento unas ligeras molestias
en la espalda, aquí-Dice tocándose hacia la columna-, pero supongo
que serán producto de algún movimiento brusco que haya hecho. El
masaje ayurvédico y tántrico parecen interesantes, pero….
-Son dos masajes distíntos. Con cualquiera de ambos, podríamos
solucionar esos pequeños problemas que siente en su espalda. Tanto
uno como otro son muy completos. Hay diferencias, claro está,
diferencias que ya les he explicado. La diferencia entre uno y otro son
apenas 50 euros. Evidentemente el más completo es el masaje tántrico,
por lo que les he comentado. Finaliza con la obtención del placer.
-¿Tú que dices, Oscar? Me pregunta mi mujer.
-¿Yo?...yo…discúlpeme Nilo-Y dirigiéndome a ella-, yo estoy un poco
en fuera de juego. No sabría que decir. Sus explicaciones-Continúo,
pero ahora dirigiéndome a él-, han sido interesantes. Muy
profesionales. Pero francamente no me he enterado de mucho.
Simplemente tengo, corrijo, tenía una pequeña molestia en el cuello,
que afortunadamente no reviste importancia y hasta creo que tiende a
desaparecer. Sinceramente no creo necesario que me preste sus
servicios. Tal vez pueda ayudar a mi mujer con su espalda, pero en
cuanto a mí, podemos prescindir en esta ocasión.
-No obstante Oscar, le podría dar un masaje relajante. Le hará bien. Y
en cuanto a usted, Patricia, en sus manos está. Dice Nilo mientras
intercambia su mirada entre ella y yo.
-Para un completo ¿Qué necesitaría?. Se interesa Patricia.
-¿Un tántrico?. Pregunta Nilo.
-Si, un completo…..lo que ha dicho usted. Dice ella.
-Que se duche, una hora, y buena predisposición. Responde el.
Patricia me mira. Trata de hablarme con los ojos. Pero yo, torpe
de mí, no me doy cuenta de que lo que realmente quiere es someterse
a las manos de Nilo. Desea el completo. Desea el más caro. Está
dispuesta a que nos gastemos 250 euros. La verdad, me escuece la
cifra.
-Haz lo que quieras. Yo no me daré ningún masaje. El dolor de mi
cuello va remitiendo. No creo que sea necesario someterme a un
masaje. Pero tú puedes darte el completo que dice Nilo.
-Está bien. Me daré, bueno, me dará usted un masaje de esos….
-¿Tántrico?. Pregunta de nuevo.
-Si. Responde ella.
-En ese caso, si es tan amable, puede ducharse mientras yo me
preparo. ¿Podrían indicarme el lugar donde trabajaremos?
-Si. Acompáñeme-Le digo a la vez que me pongo en pie-, es por aquí.
Los tres. Los tres y la maleta levitante nos dirigimos al
dormitorio. Al dormitorio dónde noche tras noche mi cuerpo se junta
con el de Patricia y nos fundimos entre gritos de placer. La cama
impoluta, con sábanas blancas, las toallas del mismo color y los tres
billetes dejados por mi encima de la mesilla, nos aguardan.
-Vaya a ducharse Patricia. Yo mientras, iré preparando mis cosas.
Ordena Nilo.
-Deberías darte un masaje Oscar. Me dice mi mujer.
-Si, debería aprovechar. Podría darle uno económico. Le relajaría al
menos.
-Gracias. Lo pensaré. Digo sin mucho interés.
Patricia se pierde en el cuarto de baño. Yo me quedo al lado de
Nilo siguiendo con interés sus preparativos. Abre la maleta, extrae de
ella un pantalón blanco y una camiseta del mismo color.
-¿Podría…?-Pregunta señalándome la ropa que acaba de sacar de su
maleta-, necesitaría cambiarme. No se si puedo hacerlo aquí o…tal
vez…
-No. No hay problema-Respondo-.Puede hacerlo aquí mísmo. Le
dejaré sólo.
-No. Está bien. Esperaré. Cuando su mujer acabe iré al baño y allí me
cambiaré. Es lo habitual. No se preocupe. Muchas gracias de todas
formas.
Patricia entra en la habitación. Viene envuelta en una bata de
raso color rosa. Se ha duchado rápidamente. Mientras tanto, Nilo ha
colocado al menos 5 o 6 botes de distíntos aceites sobre la mesilla.
Muy cerca de dónde reposan los tres billetes. Los miro con desdén.
Nilo también los ha ubicado. Ahora habré de colocar junto a ellos, al
menos otros tres hasta completar los 250 euros requeridos por Nilo.
-Ya estoy lista. Dice ella.
-De acuerdo. Si me disculpan, voy a cambiarme. De inmediato estoy
con ustedes.
Nilo nos deja a solas. Son apenas tres minutos.
-Oye, ¿El masaje ese que te va a dar….?, ¿Cómo se llamaba?
-Tántrico o completo. Me responde Patricia.
-¿Que tienes puesto debajo de la bata?
-Nada. ¡Que voy a tener!
-¿Estás desnuda?
-¡Claro!. Me van a dar un masaje. ¡Tendré que estar desnuda, no!
-¿Pero del todo?. ¿Desnuda del todo?.
-Si Oscar. ¿No sabes por lo que vas a pagar 250 euros?, ¿No has
escuchado sus explicaciones?
-Si, pero no me he enterado muy bien.
-Pues es un masaje tántrico cuyo fin es dar placer.
-¿Dar placer?.... ¿Qué quieres decir exactamente?
-Que me tocara el cuerpo entero.
-¿Todo?
-¡Claro!. Ya lo ha dicho.
-Pero…. ¿Todo, todo?
-Creo que si Oscar.
-¿Y no te importa?..... ¿No te importa que te toque ahí?
-Es un masaje. Ahora que si quieres no me lo doy….
-No, no. Que te lo dé. Igual hasta yo mísmo me animo.
-Sería lo razonable. Los dos. Así podríamos hablar de nuestras
diferentes experiencias. ¿No crees?
La conversación llega a su final. Nilo ha regresado. Viene
vestido con un pantalón blanco y una camiseta del mismo color.
Resalta su pelo negro y el moreno de su piel.
-Bien, extenderemos una toalla grande encima de la cama-Dice a la vez
que toma una de las toallas y la extiende en el centro de la cama.
Observo que viene descalzo-Ahora, túmbese encima de la toalla,
Patricia.
-¿Me quito la bata? Pregunta ella.
-Si, desde luego.
Patricia se desata el cinturón de la bata y se la saca por los
brazos. De espaldas a nosotros. Nos muestra sus glúteos firmes. Su
espalda derecha. Sus largas piernas. Apoya una rodilla encima de la
cama y se tumba boca abajo. De inmediato, Nilo, extiende otra toalla y
cubre el centro de su cuerpo, tapando así su culo y parte de la espalda
y muslos. Retira la almohada de la cama y me la da. La pongo encima
de un silloncito que tenemos en la habitación. Me quedo de pies. En
un lado de la habitación para no molestar sus movimientos.
-Puede sentarse aquí-Me dice Nilo señalándome un lugar preferencial
entre la cama y la pared. Cerca de la mesilla. Al lado de mi mujer-, use
ese sillón. Estará más cómodo.
Me acerco al silloncito y dejo la almohada encima de un
sinfonier, y me traslado, junto a mi butaca, al palco de honor. Tomo
asiento y pienso que voy a ver todo perfectamente. Miro a Nilo. Ha
abierto un recipiente y vierte un poco líquido sobre sus manos. Lo deja
de nuevo en su lugar y frota una contra otra hasta que adquieren un
brillo y una suavidad inmediata. Es aceite. Me apetece fumar pero no
tengo tabaco. Lo he dejado en el salón y no me quiero ausentar de allí.
Observo a Patricia. Está tensa. Su cabeza está girada hacia la izquierda.
No puedo ver su cara. Sólo su pelo negro dándome la espalda. Sus
brazos extendidos yacen inertes con las palmas de sus manos mirando
al techo. Las manos de Nilo se posan en la espalda de Patricia.
Lentamente frota con suavidad. Resbalan a cámara lenta por toda la
zona. Su cuello no es olvidado. Las manos también se toman su tiempo
en acariciar ese cuello. Vuelve a la espalda. Los hombros. Los costados.
Los bultos de carne de sus pechos aplastados contra el colchón
sobresalen por los laterales de su cuerpo. El los acaricia también.
Vuelve de nuevo a los brazos. A sus manos. A su espalda otra vez. Sus
caderas son ahora objetos de sus deslizamientos de manos. El aceite
huele a almendra. Es un olor pertinaz. Obstinado diría yo, que a fin de
cuentas es lo mismo. Las piernas de mi mujer están juntas. La toalla
protege su intimidad. Sus antebrazos buscan la espalda de Patricia.
Con ellos acaricia y masajea a la vez. Otra vez el cuello. Ahora los
pechos en su parte más externa. Las caderas de nuevo. La espalda al
fin. Allí se entretiene más de lo habitual hasta el momento. Masajea
con clase. Con sabiduría. Con sus manos abiertas va marcando el
contorno que ofrece desde sus axilas hasta su cintura. Así una y otra
vez. Cada vez con más presión. Con más precisión. Sus dedos pulgares
se deslizan de arriba abajo por su columna. Uno a cada lado. Varias
veces. Por fín se da un respiro. Breve. Vuelve a la carga. Sus manos,
ahora sin presión, acarician de nuevo su espalda. Desde el cuello hasta
su cintura.
Un movimiento ladino y la toalla es retirada. Sus glúteos
aparecen ante nuestros ojos. Sus muslos. Sus piernas cerradas. El surco
que marca la división de ambos glúteos es perfectamente visible. Ella
se mantiene cerrada. Aunque relajada, la tensión de su respiración es
notoria. Las manos de Nilo se fijan allá donde ambos glúteos se
separan. Caricias con ambas manos separan con fuerza el surco. Su
ano es visible para los dos. Su grieta comienza a dejarse ver. Unos
instantes más y abandona. Más aceite en sus manos. Vuelta a empezar.
Los muslos, los gemelos, los pies. Los glúteos de nuevo. Siempre los
glúteos. La mano es incisiva. Cada vez más. Surca una y otra vez el
canal del ano. Sin profundizar. El cuerpo de Patricia brilla. Observo
unos pequeños puntitos en su piel. Se ha erizado. Más aceite en las
manos de Nilo. Casi puedo divisar el líquido con detalle. Vuelve con
ellas al surco de sus glúteos. Ahora es mas profundo. Sus dedos
recorren la zanja que los separa como si buscaran algún obstáculo. Su
mano se para en medio del trasero. Queda quieta. Sus dedos no. Sus
dedos indagan dentro, cerca del ano. En el ano. Le veo masajear su
ano. Resbalan los dedos hacia abajo. No lo puedo percibir con nitidez
pero es seguro que esta acariciando su grieta. El cuerpo de mi mujer lo
pone de manifiesto. Se tensa más. Se agita más. Abandona el lugar y
se centra en sus muslos otra vez. Brevemente. Es un respiro. Vuelve al
ano, a la raja. Observo el movimiento de sus dedos. Son rápidos. Se
mueven con agilidad. Es claro que están inspeccionando el interior del
cuerpo de mi mujer. Ella ha separado sus piernas ligeramente para
facilitar la penetración de esas falanges. No aguanto más. Me pondo
en pie. Nilo ni se inmuta. Sigue a lo suyo, que no es otra cosa que
acariciar ese coño embadurnado de aceite. Ahora lo veo claro. Sus
dedos, dos al menos, están dentro de Patricia. Ella no dice nada. Está
inerte, pero tensa. El silencio reina en la habitación. Sólo se escucha el
resbalar de los dedos de Nilo entrando y saliendo de ese coño.
Al fin los saca de tan recóndito lugar. Patricia descansa. Vive
agitada, pero descansa. Me siento tenso. Violento. Celoso. Con la
mente alterada. Mis ojos han visto lo que mi mente no puede asimilar.
Trato de ordenar. De responder como yo mísmo. Nilo habla. Rompe mi
desazón para estrangularla y hacerla más ofensiva.
-Dése la vuelta Patricia.
Ella se gira. Boca arriba está más espectacular aún. Sus pechos
respiran después de haber estado aplastados contra el colchón. Sus
piernas están semiabiertas. Sin descaro, pero incitando. Sus brazos
siguen alineados a lo largo de su cuerpo, ahora con las palmas de sus
manos acariciando la sábana. Nilo toca el cuerpo otra vez. La
maquinaria se pone en marcha de nuevo. Mi corazón late deprisa. O
lento. Ya ni lo sé. Comienza en los hombros, baja a los pechos, al
vientre. De nuevo a los pechos. Masajea con ternura. Con mimo. Sus
pezones. La miro. Miro su cara. La veo allí, tumbada en la cama, boca
arriba, dejándose hacer. Me pervierte la visión. Me duele. Me alboroza
a la vez. Me excita. Me humilla. Veo esas manos morenas en sus
pechos, jactándose de sus pezones. Veo como se endurecen por los
tocamientos y las caricias. Observo el vientre de Patricia subir y bajar al
compás de esa respiración excitada. Miro más abajo. Su grieta rapada
deja ver una ligera separación de sus labios. Recuerdo esa abertura
esperando mi pene. Noche tras noche. Es mía. Me pertenece. Ahora es
tocada por otras manos. Los pechos siguen siendo objeto del deseo
de esas manos expertas. Los pezones permanecen duros. Desafiantes.
Las manos bajan al vientre. Más abajo aún. Al lugar dónde el nuevo
vello quiere romper y aparecer. Rodea la vagina y se fija en el interior
de sus muslos. Con presteza. Con sensibilidad. La misma sensibilidad
que usa para acariciar, ahora si, la raja que se ofrece semi abierta. Su
mano izquierda se apoya en el vientre de Patricia y la derecha hace su
trabajo. Frota con empuje, con delicadeza a la vez, con insistencia.
Los primeros jadeos y suspiros irrumpen en la habitación. Miro
su cara. Los ojos cerrados. Su labio inferior es mordido con sus dientes
superiores. Su cara refleja placer. Los dedos de Nilo han penetrado
dentro de su vagina. Dos de ellos, como avanzadilla más dispuesta,
exploran tratando de extraer hacia el exterior el flujo que mana
confundido con el aceite de almendras. Los valientes índice y corazón
permanecen dentro. Hacen movimiento de retracción, acariciando el
punto G. Cansados tal vez, giran sin salir del refugio que los acoge.
Escarban hacia abajo. Vuelven a girar y vuelven a acariciar el punto G.
Mi mujer trata de juntar sus piernas. Sus gemidos ya son constantes.
Sus jadeos visibles. Su agitación patente.
Los dedos exploradores abandonan la vagina. Dejan su lugar al
dedo pulgar. Penetra como si de un pequeño pene se tratara. Esta
perfectamente coordinado con el dedo corazón que se afana por
profundizar a través del ano de mi mujer. Patricia no para de emitir
esos sonidos que yo conozco bien. Esos sonidos que agradecen la
penetración que la hago noche tras noche. Esos sonidos que son la
víspera del orgasmo. Abandonando el pudor, manifiesta su deseo, su
placer, su locura. Cada vez más. Cada vez más escandalosamente. Nilo
la abandona en espera que ella cree infinita.
Deja caer su cabeza de lado. De mi lado. Me mira. La miro. Creo
adivinar en su mirada un deseo. Desea mi pene. Desea un pene con
urgencia. Un pene que la colme y la haga gritar de placer. Me noto
hinchado. Mi pene esta duro. Sometido bajo los calzoncillos y el
pantalón, está a disgusto. Quiere exteriorizar su furia. Pero no es el
momento. Es el momento de Nilo. Y de sus manos. Y de sus dedos. Ella
lo sabe. Pero ha perdido el juicio. La moral. Los sentimientos. Todo ha
sido abandonado por el deseo de gritar su orgasmo. Implora algo.
Implora compasión. Que se apiaden de ella. Quien sea. Lo veo en su
cara. Tal vez desea que Nilo la penetre. Tal vez quiere abrazar su
cuerpo a la vez que el la embiste.
Como un cómplice en el silencio. Como un invitado descarado.
Como un poseso embaucado me uno a su cuerpo. Mis manos se fijan
en sus pechos. La beso. La beso en el instante en que los dedos
visitadores toman la morada de nuevo. Ahora vienen con el arsenal
preparado. Ya no paran. Han traído refuerzos. Índice, Corazón y Anular
han entrado irrumpiendo con suavidad. Su respiración se entrecorta de
nuevo. Sus jadeos vuelven a escucharse otra vez. Más intensos. Tan
intensos como los movimientos de frotación que ejerce la mano de
Nilo. Patricia quiere temblar. Quiere sentir ese orgasmo que llega y se
frena atendiendo las órdenes de Nilo. Mis manos acarician con ternura
sus pechos. Su frente. Su rostro. Las de Nilo castigan su vagina. Las
convulsiones sacuden su cuerpo. Quiere pero no puede ahogar el grito
desgarrador. El chillido profundo me impresiona. Miro a Nilo. Suda.
Sigue enviando fuerza a esos dedos. Mi mujer tiembla. Se está
corriendo. Las convulsiones se suceden una tras otra. Está
embadurnada de placer.
Nilo desciende lentamente en sus movimientos. Se une con su
mano al canto del placer. Abandona la osadía y la convierte en ternura.
Su caricia es compasiva. La vagina de ella lo agradece. Junta sus
piernas atrapando la mano. Parece como si no quisiera desprenderse
de ella nunca. Quisiera soldarla a su coño.

Ella nos mira. A los dos. Nos sonríe. Nos sonríe como si
estuviera ebria. Y lo está. Lo está de placer. Nunca ha sentido eso.
Nunca antes había imaginado que sensaciones así, se pudieran sentir.
Me mira con ternura. Su mirada después enfoca a Nilo. Le mira con
agradecimiento. Quisiera pagarle. Pagarle olvidándose de los 250
euros que nos ha costado ese orgasmo. Patricia me mira de nuevo.
Nuestras miradas se hablan. Ambos pretendemos lo mismo. Ambos
sentimos igual. Ambos acariciamos la misma posibilidad. Pero ambos
sabemos que con el orgasmo en su fin, el encanto se rompe. Ambos
sabemos que desde ese instante seremos otras personas. Nilo también
lo intuye.

Mis ojos se abren. El techo es mi visión. Mi cuerpo yace


reposado. Estoy desnudo. Mi brazo doblado descansa sobre mi frente.
Quiero recordar por qué estoy desnudo encima de mi cama. Cierro los
ojos de nuevo. Necesito visionar mis recuerdos. Escrutarlos uno a uno.
Repaso mentalmente lo sucedido después de las convulsiones de mi
mujer.
Recuerdo con claridad cómo me desnudé a requerimiento de
Nilo. Patricia lo deseaba. Deseaba que yo sintiera placer. Hablaba del
masaje. Les dejé hacer. Me veo tumbado en la cama. Patricia sentada al
lado de mi cuerpo sigue las instrucciones que Nilo redacta. Mi pene
ungido de aceite de almendras es vilipendiado. Con rigor, con
presteza, con deseo, la mano de Patricia sube y baja por mi pene duro.
Sus dedos forman un anillo alrededor de mi prepucio. Abarcan la
longitud completa. Siguen las directrices de Nilo, que de vez en
cuando ayuda en la tarea guiando su mano. El glande es tratado con
interés. El frenillo inspeccionado con detenimiento. Los testículos son
sopesados con la otra mano. Exijo eyacular. Quiero explotar. Cierro mis
ojos. Los abro justo cuando Nilo se desembaraza de su camiseta. Está
mojada. Es su sudor. Las dos cabezas se centran en mi pene. Las
caricias de las manos de Patricia van y vienen por el cilindro rígido. No
escucho nada. Me siento evadido por completo. Ellos hablan. Nilo
explica a Patricia cómo debe continuar. Vuelvo a cerrar mis ojos.
Al abrirlos veo que Patricia ha cambiado su postura. Se ha
situado a los pies de la cama. De pies. Inclinada entre mis piernas.
Levanto la cabeza al notar sus labios en la mitad de mi pene. La
succión es lenta. Con mimo. Lubrica, aún más, con su saliva, como si
pretendiera enfriar esa carne que ha sentido dentro cientos de veces.
Nilo masajea su espalda. Parece seguro del trabajo de la alumna y la
permite continuar sin dejar de observarla. Situado a su espalda, sus
manos resbaladizas acarician su vientre, sus pechos, su espalda, su
vientre de nuevo. Patricia es como un pez, resbala entre sus manos
poderosas, pero no escapa al hechizo. Sentir las manos de Nilo en su
cuerpo y hacerme sentir a mí la suyas, la excita más.
Su cuerpo sigue inclinado sobre el mío. Nilo continúa tras ella.
Sus manos van y vienen por sus pechos y su vientre con pasmosa
parsimonia. Patricia succiona más y más. Levanto una y mil veces mi
cabeza para encontrarme con su mirada. Deseo rogarla que me
masturbe ya. Necesito acabar. Pero ella sigue a lo suyo.
La mano vigorosa e incansable de Nilo aparece entre las
piernas de Patricia. La vagina es su prioridad. La está masturbando de
nuevo. Con descaro. Ambos nos miramos. Admito la derrota. La
situación sostenible. Dejo caer mi cabeza sobre el colchón. Me
abandono en la boca de mi mujer. Mis bufidos son cada vez más
continuados. Tomo aire y lo suelto con violencia. Necesito eyacular. Me
inclino sobre la cama apoyándome en mis codos.
Allí está ella. Con su felación extrema. Las manos de Nilo
separan sus piernas. Entre la pirámide que forman sus muslos y el
borde de la cama, aparece el hercúleo de Nilo. Arrogante. Lo presiento.
Lo sé y me dejo caer con mi espalda sobre el colchón. Vencido.
Superado.
Con precisión rectilínea, su miembro se adentra en la vagina de
mi mujer. Hasta el fondo. Hasta el útero. Instalado allí, se vence sobre
su espalda y provoca que ella tumbe sus pechos en mis piernas. Siento
el semen lentamente acudiendo a mi glande. Las manos de Nilo se
unen a las mías en ambos lados de la cama. Arremete contra el cuerpo
de Patricia. Con suavidad. Con deleite. Con elegancia y ritmo.
Patricia deja escapar sus ayes de placer. Libera mi pene y acerca
su boca a la mía. Me besa con rabia. Con furor. Su cuerpo se pega al
mío y el de Nilo al de ella. Mi pene prisionero entre su cuerpo y el mío
explota. Las salvas escapan calientes. Las noto en mi vientre. En su
vientre. Sus ayes son constantes. El “ay” se instala en su boca. En
sincronía con los envites de Nilo. Un último envite del miembro
extraño acorta el “ay” y lo deja en una larga “a” solamente. Otra vez los
estertores. Otra vez la convulsiones de su cuerpo.
Nilo cesa en sus arremetidas, pero permanece dentro de mi
mujer. Afloja sus manos y libero los brazos. El se mantiene inclinado
sobre ese cuerpo al que ha brindado dos orgasmos. Cierro mis ojos.
Mis ojos se abren. El techo es mi visión. Mi cuerpo yace
reposado. Estoy desnudo. Mi brazo doblado descansa sobre mi frente.
He recordado todo. Giro mi cabeza deseando que sólo haya sido un
sueño. La imagen no ofrece dudas. Mi mujer descansa, con los ojos
cerrados, a mi lado. Tras su cuerpo, Nilo la abraza despierto.
Mi piel

De nada me sirve ser impaciente. Las cosas llevan su curso y por más
que me arrebate, no aceleraré los acontecimientos. (Mis reflexiones).
Si, soy amante de la música. Trabajo en mi casa y me gusta la
tranquilidad. Ese es el motivo por el cual decidí instalar hilo musical en
la vivienda. Dispongo de una amplia colección de música en todos sus
géneros. Es una forma de no sentirme tan sólo mientras trabajo y, en
realidad, me centro mejor mientras bailo números de un lugar a otro.
Y ahora os contaré, si es que puedo, como cambió mi vida…y la
de mi mujer.
Anne Marie. Si, así se llama la francesa con la que estoy casado
desde hace unos años. ¿Cómo la conocí?, su padre fue el artífice. Mi
suegro dirigía un par de garitos en Badajoz. Garitos en los que se
comerciaba con sexo. Unos problemas con Hacienda, unos números
no declarados y…allí estaba yo. Soy el “limpiador” de basuras y estafas.
Soy contable.
Y como no os quiero aburrir con detalles que nos perderían por
senderos peligrosos, os diré que una vez solventados los problemas
con Hacienda, mi suegro falleció, heredando sus dos garitos, Anne
Marie. Y ahí vino el problema. Siendo yo conocedor de los
inconvenientes que podían surgir con las cifras, entre ambos, Anne
Marie y yo, decidimos casarnos, vender los garitos y venirnos a vivir a
la capital. Y dejé de ser un excelente contable para convertirme en un
adicto al sexo. Os contaré, ya sin más dilación, mi corta trayectoria
hasta llegar a ser un auténtico “vicioso”.
Anne Marie tiene en la actualidad 29 años. Es morena, menuda
de cuerpo y de estatura media. Es todo un portento de vitalidad.
Interesada en todos los temas, pasa a destacar por su curiosidad,
inteligencia…y sobre todo, por su físico. Nuestra relación funcionaba
bien, de eso no hay duda, aunque he de reconocer que es muy liberal
y eso nos había causado algún que otro problema menor, solventado
siempre sin recelos. Su forma de comportarse con la gente, yo diría
que excesivamente cariñosa, su ligereza al vestir y sus habituales
gustos por el lujo…no han contribuido precisamente a que nuestra
relación, en sus inicios, fuera un remanso de tranquilidad. Pero la
quiero. Y es por ello que soportaba con estoicidad todos sus devaneos.
Aquél día, día en el que me iban a instalar el sistema de hilo
musical en mi vivienda, Anne Marie no quiso soportar la presencia, que
se presumía larga, de los instaladores de “Notas y Sonidos” en nuestra
residencia. Decidió, con muy buen criterio, quitarse de en medio. Un
poco de piscina por la mañana, y unas compras por la tarde, serían
todas sus tareas para ese día…hasta llegar la noche.
La piscina transcurrió con cierta normalidad. Fue, cómo no,
objeto de lascivas miradas de todos los hombres con los que se
cruzaba. Si, eso le agrada. Lo ha manifestado una y otra vez, por lo
tanto, no debe sorprenderme que, en alguna ocasión, salga a la calle
medio desnuda, enseñando más de lo permisible. Aquella mañana,
Anne Marie, enseñaba lo normal en una piscina. Si exceptuamos el
tanga (o hilo como se conoce esa prenda en otros lugares), su cuerpo,
pechos incluidos, aparecía desnudo a la vista de todos los ojos. ¡Cómo
han cambiado las piscinas!, antes no se podía mostrar más allá de lo
permitido y ahora, incluso hay zonas reservadas para el nudismo
integral.
Podríamos decir que no ocurrió nada relevante, pero mentiría.
Anne Marie, como dije antes, es muy curiosa…y, si se me permite,
descarada. Y su descaro la llevó, independientemente de pasar revista
a toda persona, hombre o mujer, presentes en la piscina, a encararse
con un hombre maduro que, mientras tomaba el sol, se enfrascaba con
sumo interés en la lectura de un periódico. Parecía refugiarse tanto de
las miradas de la gente, como de los comentarios que hacían al pasar
junto a él. Extrañada por este hecho, Anne Marie redobló su interés. Tal
fue su insistencia y su descaro que, para no variar, el hombre se dio
cuenta que estaba siendo objeto de las miradas insistentes de mi
mujer. En un par de ocasiones, levantó la vista del periódico y la miró.
Ambos se sonrieron. Si bien el hombre no parecía tener interés alguno
en esa joven descarada, no es menos cierto que le llamó
poderosísimamente la atención la desvergüenza de Anne Marie. Y su
cuerpo, ¿Por qué no?. Sus pechos firmes, sus nalgas pronunciadas y
sus piernas perfectamente moldeadas en sus formas…no podían pasar
desapercibas para el insensato que devoraba aquél panfleto lleno de
política, sucesos, deportes y…anuncios de sexo.
Anne Marie es impulsiva, a veces retorcida en extremo y, como
dije antes, excesivamente curiosa. Y eso la llevó a jugar a los detectives
con aquél hombre. Este, como no podía ser de otra forma, no tardó en
observar que Anne Marie no sólo le miraba, si no que le seguía por las
instalaciones del complejo deportivo. Y claro, cuando una mujer,
cuando una pequeña Venus se descara de esa forma, o bien busca
algo o bien ofrece algo.
Intrigado, y presumiblemente aburrido, se dispuso a marcharse
de la piscina. Emprendió el camino de los vestuarios mientras Anne
Marie le observaba desde lejos. Rápidamente, ella tomó el mismo
destino por distínto camino. Apresuradamente, Anne Marie se despojó
del tanga y se enfundó un vestido blanco translúcido. ¿Ropa interior?,
¡Para qué!. No, no es de esas mujeres que, sobre todo en verano, usen
ropa interior.
Salía del vestuario femenino cuando vio que aquél extraño
abandonaba el complejo veraniego. Como una gacela, a punto de ser
atrapada por una leona hambrienta, salió disparada tras él. La suerte
estaba echada. Ese rostro era conocido. Y tenía que averiguar quien
era. Aunque para ello pareciera una buscona.
Ya en la calle, se detuvo inquieta al ver al hombre parado en la
acera. ¿Qué estaría esperando?. Cuando el taxi se acercó lentamente, el
hombre elevó su brazo en clara señal para que se detuviera. Anne
Marie, como antes dije, es inteligente. Se abalanzó hacia el taxi a la vez
que el hombre. Ambos se quedaron parados. Sus miradas se
encontraron, pero el hombre ganó el asalto.
-Necesito el taxi, si no, te lo cedería. ¿Te puedo llevar a algún lugar?.
-¿En qué dirección vas?- Preguntó ella.
-Hacia el Parque de las Avenidas. Si vas de camino…
-¡Claro!, yo voy a la Avenida de América…voy de compras.
-En ese caso, sube. Te acerco a la Avenida de América y luego continúo
hasta el Parque de las Avenidas. No me desviaré mucho.

Anne Marie se adentró en el vehículo y los ojos del taxista y de


su cliente perdieron sus miradas entre el hueco que ofrecieron sus
piernas y su escote. Sus pechos bailaron escandalosamente y su
sonrisa fue algo más que una invitación…pero nuestro hombre no cayó
en tentaciones alocadas. Caminaba seguro.
-Me llamo Anne Marie. Soy francesa. Pero soy muy española.
-Encantado, Anne Marie. Yo me llamo Azazel…
-¡Jesús, qué nombre!-Exclamó ella-, debes estar de broma…
-No. Es mi nombre real. Ya sé que es muy extraño, pero es ese. En
realidad me llamo Gabriel Azazel, pero todos me llaman Azazel.
-¿Y qué significa?…quiero decir…¿Qué significado tiene?. Nunca había
oído algo semejante.
-Azazel es el nombre con el que se conocía a Satanel. ¿Y ahora me
preguntarás que quién era Satanel?. Bien, era el abanderado de los
ejércitos del infierno. Ese era Satanel.
El taxista no daba crédito a lo que escuchaba. Una tía buenorra
y un loco que se llamaba o se hacía llamar Azazel…y que, para colmo,
tenía un nombre cuyo significado era de un siniestro total. Pensó en su
interior que, si bien no parecía correr riesgos de cobrar su servicio,
tenía que llegar cuanto antes al destino y bascular a esos dos locos.
Notó como su vello se erizó y recordó cuando se manchó los
calzoncillos al sentir, meses atrás, el filo de la navaja cerca de su cuello.
-Me tomas el pelo-Dijo ella mientras componía un gesto de
incredulidad-, no puede ser.
-Así es como me llamo. Pero puedes llamarme Gaby. Tal vez te resulte
más cómodo.
-¿Eres un demonio?- Preguntó con picardía.
-Si. Lo soy. Un auténtico demonio.
-Ja, ja, ja…¿Y me vas a llevar al infierno?...ja, ja, ja- Preguntó a modo de
broma.
-Ya vivímos en el infierno- Respondió Azazel.
-Oye, ¿Te conozco de algo?- Se interesó Anne Marie.
-Lo dudo-Respondió él-, no olvido las caras fácilmente, pero puede
que me hayas visto en alguna revista.
-¿Sales en las revistas?. ¡Si ya decía yo que tu cara me sonaba!.
-Y en televisión…
-¿También?.
-Presento un programa en el Canal 33. “Las noches de Azazel”. Por eso
me llama todo el mundo, Azazel. ¿Lo has visto alguna vez?.
-No, no recuerdo.
-Va en la banda nocturna. Trata sobre fenómenos extraños,
paranormales…un rollo. Pero tiene audiencia.
El taxista, confundido, sintió como sus vellos se afilaban
nuevamente. Si antes, esa pareja, le resultaba extraña, ahora sentía
pavor.
-Nunca lo he visto. Al menos no me suena…
-Es lógico. Se emite a las tres de la madrugada. A esa hora ya no queda
mucha gente viendo la tele, y menos, interesados en temas…
podríamos decir…oscuros.
-Vaya.
-Si, tengo un contrato firmado con la cadena para los próximos dos
años. No me pueden echar a menos que me indemnicen. Ya sabes
como va esto. Se graba un piloto, y si funciona, tal vez se emita. Tuve
suerte al principio. Ahora me mantengo. Tengo buenos contactos.
-Interesante, sin duda.
-No te creas. Paulatinamente vamos perdiendo audiencia, aunque de
momento, nos sostenemos. ¡No son horas de emitir un programa así!.
Pero es lo que hay. Si no cambiamos la banda horaria, a un “prime
time”, no saldremos adelante. Tarde o temprano, estaremos abocados
al final.
-Llegamos- Dijo Anne Marie al ver como el taxi cruzaba la calle
Cartagena.
-Si. Oye, si quieres…te puedo invitar a una copa…luego me daré un
paseo hasta mi casa. No tengo prisa y…
-Cuando no me cediste el taxi, parecías tener mucha, pero…¡Acepto!-
Exclamó con cierto alborozo ella.
-Dé la vuelta y nos deja en la puerta de Hontanares, por favor-Ordenó
el presentador al taxista-. Creí que eras una de esas que se pasan el día
mosconeando a mi alrededor en busca de un autógrafo o cosas
peores…
-¿Cosas peores?.
-Si. Ya sabes. Una fotografía tomada a destiempo, un…
-Entiendo.
El taxi se perdió entre el caos circulatorio y ellos entraron en la
cafetería. Mientras consumían un par de batidos, Azazel recibió una
llamada de teléfono. Tras unos minutos, en los que su gesto se tornó
en una mueca de preocupación, finalizó la conversación.
-¿Va todo bien?. Preguntó Anne Marie, al ver el rictus que reflejaba su
rostro.
-¡Oh, si, si!. No es nada. Unas pequeñas incidencias en mi contabilidad.
Nada preocupante.
-Mi marido es contable.
-¿Contable?.
-Si. Podríamos decir que…resuelve…incidencias- Alargó la “s” en
demasía.
-¿Qué clase de incidencias?.
-Pues no sabría decirte. Sólo sé que mi padre tuvo problemas con
Hacienda en una ocasión y él lo solucionó. Ese fue el motivo por el que
nos conocimos y mas tarde, nos casamos.
-Tal vez sería interesante hablar con tu marido.
-¿Tienes problemas?.
-En realidad, no lo sé. Yo tengo unos ingresos fijos…y unos gastos de
difícil justificación. Al parecer, hay menos gastos de los que he
declarado a Hacienda. No sé, seguro que me investigan y…
-Si te sirve de ayuda, podría ponerte en contácto con él.
-¿Serías tan amable?. No me fío mucho de los gestores que llevan mis
cuentas. Al menos me gustaría conocer otra opinión.
-¡Hecho!. Anótate el teléfono y le llamas. Yo le hablaré de ti. Mira es
el…692117025. (No marquéis el teléfono que me lo acabo de inventar).
-Gracias. Luego le llamaré. ¿Le molestará?.
-¡Oh, no!. Estará encantado de recibir un nuevo cliente. Con él tendrás
más gastos, pero te solucionará el problema. Es un genio.
Anne Marie se quedó mirando fijamente a aquél hombre que
rondaría los 50. Su porte era magnífico. Olía bien. Si, y desde que se
enteró que presentaba un programa en el Canal 33, se sintió más
interesada en él. Las bebidas se agotaron y ambos se observaron. La
risa, al unísono, llamó la atención de los ocupantes de la mesa de al
lado.
Anne Marie dejó de reír cuando el camarero llegó hasta ellos
con dos nuevas copas. Los batidos habían sido sustituidos por sendos
gin-tonic. Sintió que Azazel había mordido el anzuelo y
probablemente, no lo soltaría. Cuando ella utilizara sus armas…él
caería rendido. Sentía curiosidad por aquél hombre…¿Estaría
dispuesto?. Desde que vio aquél cuerpo semidesnudo tumbado al sol,
enfrascado en la lectura del periódico que aún portaba, se sintió
extremadamente excitada. ¿Sería el elegido?. ¿Aceptaría esa extraña
invitación?. Aquél titán de pelo negro, piel bronceada, ojos penetrantes
y cuyo cuerpo soportaría unos 50 años, era lo que necesitábamos sin
duda. ¿Sería capaz Anne Marie de convencerle?. Ella estaba segura. Lo
haría y si había problemas…el suplicaría ante ella. Ante nosotros.
El nerviosismo de Anne Marie se controlaba a duras penas.
Azazel, por el contrario, sentía inseguridad. Ella no quería tomar la
iniciativa, aunque sabía que llegados a un punto, debería ser
contundente. Pero mientras tanto, se dejaría querer por aquél diablo
que en vez de hacerse llamar Gabriel, gustaba de ser requerido por ese
horrible nombre, Azazel.
Le examinó con detenimiento. Cada mirada se sellaba con una
aprobación. Su voz, sus gestos, su estilo…era el adecuado. Pensaba que
yo no pondría pegas a semejante ejemplar. No era joven, no, pero
tampoco era un ser en decadencia. Rondaría los 50, como habíamos
hablado. No había señales visibles de una esposa en espera. Decidió
atacar.
-¿Estás casado, Azazel?...ja, ja, ja…encuentro extraño llamarte así.
-Llámame Gaby si te resulta más cómodo. Aunque me gusta oírte
pronunciar mi nombre.
-¿Te gusta?- Preguntó ella a la vez que se vencía ligeramente hacia
delante acercando su cara a la de su demonio particular y mostrando
sus pechos bajo el escote de su vestido.
-No. Me encanta. Tu voz…es…es… dulce. Emana armonía. Es como un
aroma embaucador.
-Gracias-Dijo a la vez que su espalda reposaba nuevamente en el
respaldo del sillón y su mano derecha tomaba la gran copa que el
camarero había servido. Tras un trago, mientras depositaba la copa en
la mesa, le miró a los ojos.
-Azazel…¿Estás casado?. Preguntó por segunda vez.
-¿Qué te hace pensar que lo estoy?.
-Yo no he dicho que lo estés. Te he preguntado…,curiosidad.
-¿Qué edad crees que tengo?. Preguntó Azazel.
-No sé…unos cincuenta…diría yo.
-52. Para ser exactos.
-Mi marido tiene 48. Eres mayor que él. Pero aún no has contestado a
mi pregunta.
-No. No estoy casado. Nunca lo he estado.
-¿No te atraen las mujeres?. Preguntó con picardía.
-¿Acaso me ves pinta de que me gusten los hombres?.
-No sé…podría ser. Hoy hay mucho de eso. Hay armarios por todos los
sítios…y puertas que se abren a cada instante.
-¿Y eso es malo?- Preguntó él.
-Noooo…que va. Al contrario, cada uno puede gustar de lo que quiera.
Sólo hay que saber elegir.
-Si, supongo que sí-Hizo una pausa mientras la miraba-, ¿Te puedo
preguntar algo?.
-Dispara-Retó ella-, pero que sea facilita. He tomado mucho el sol y no
estoy muy lúcida, ja, ja, ja.
-Si estás casada…-Otra pausa interminable-, ¿Cómo es que estás aquí
con un hombre de 52 años?.
Anne Marie sospechaba el sentido de esa pregunta. Estaba
preparada para cuando surgiera. No olvidaba que en la piscina, se
había pasado toda la mañana tras ese hombre y que él, en más de una
ocasión, se había dado cuenta de su vigilancia. Tras un silencio
prolongado, y queriendo aparentar la ofuscación que no sentía,
respondió.
-No soy una puta.
-¡Por Dios, no he dicho semejante disparate!. Tan sólo…tan sólo-
Balbuceaba visiblemente nervioso-, no sé…es extraño que una joven
tan bella como tú…quiero decir…una mujer joven, casada…
-Comprendo. Creo que es mejor que me marche- Órdago a la grande
de Anne Marie.
Ella se puso en pie. De inmediato Azazel se incorporó
ligeramente y la tomó por el brazo. Anne Marie le miró con desprecio.
Primero, su mirada se dirigió a la mano que la retenía por el brazo y
después, al rostro de aquél ejemplar. El gesto duro le amedrentó.
-Disculpa. No pretendía…-Se justificó él cuando tomó consciencia de
que apretaba su brazo.
-No hay por qué. He de marcharme.
-Te lo ruego. ¡Quédate!, acaba la copa.
Ella le miraba seria. La actuación de la duda era merecedora de
un premio de reconocimiento. Tras unos segundos en los que pareció
vacilar, tomó asiento nuevamente.
-Está bien. Acabaré mi copa y me marcharé.
-¡Oh, perdona!, por favor…yo sólo…no quise ser grosero…tú debes
entender…
-No digas nada más. Comprendo perfectamente tu desconfianza.
Probablemente yo actuaría igual, pero no es el caso. He sentido que
pensabas que era una puta. Que quería tu dinero.
Ante el cariz que estaba tomando la conversación, Anne Marie
quiso suavizar la situación. Comenzó a dudar de su elección. Pero ella
había salido en busca de un hombre, y ese demonio que tenía enfrente
era el que había elegido. Apostó por jugar fuerte, como siempre.
-Bien, pongamos que soy una puta, que no lo soy, pero…si lo fuera…
¿Cuánto pagarías por acostarte conmigo?. Tras un silencio prolongado,
el suspiro de Azazel se dejó escuchar por Anne Marie.
-Nada.
-¿Naaaaada?-Preguntó ella incrédula.
-Absolutamente nada. ¿Te sorprende?.
El gesto de Azazel había cambiado a la vez que expulsaba la
palabra “Nada”. Ahora se percibía seguridad en sus gestos, en su
rostro…en sus palabras. Era como mirar a la cámara noche tras noche.
Hablar al vacío. Anne Marie pensó, trató de averiguar el momento
justo en el que se produjo el cambio que ella advirtió. Sin referencias,
con escasez de tiempo para el análisis, quiso tomar la iniciativa que
sentía haber perdido. Ese viejo la despreciaba. No estaba dispuesto a
pagar ni un solo euro por acostarse con ella. Por segunda vez pensó
que tal vez se había equivocado en la elección.
-¿Te acostarías conmigo?
-¡Desde luego!, ¿Cuándo?. Preguntó él no exento de chulería.
Ella pensó que era el momento. Después de todo, nada
arriesgaba. Si no era Azazel, sería otro. Pero si él era el elegido, ella
tomaría las riendas de inmediato.
Un día antes:
-Si, mañana, aprovechando que van a instalar el Hilo Musical, saldré en
su busca-Dijo Anne Marie.
-¿Y si no encuentras a la persona adecuada?- Pregunté desde la
desesperación.
-Tranquilo, lo encontraré. ¿Quién se puede resistir a mis encantos?. Me
iré a la piscina, un buen lugar para ligar, y si no hay suerte, me iré de
compras. Bueno, de compras también me iré. Pero no te preocupes,
alguien se fijará en mí y yo le destrozaré. ¿Quién me puede negar
algo?.
-Nadie. Pero…no sé. No quiero un jovenzuelo que dude. Quiero que
sea un hombre normal, dispuesto, sano…y que te guste, claro está.
-Esta vez saldrá bien. Te lo prometo.
Si, hasta la fecha no había salido nada bien. Bien es verdad que
sólo habíamos probado dos veces, pero la primera, el individuo no
pasó de la puerta, y la segunda…se echó a llorar antes de empezar.
Simplemente se acojonó. Tal vez eran muy jóvenes, muy inexpertos,
inseguros de lo que realmente querían, o tal vez nosotros fuimos
demasiado explícitos en nuestros deseos. Ellos, sea como fuere, habían
huido. Uno desde la puerta, al verme, el otro, temiendo por su ¿vida?.
¡Qué se yo!. Por eso, quería que esa vez fuese la decisiva. Ya no habría
más oportunidades. Mi búsqueda se iniciaría por otros registros. Otros
lugares más accesibles. Pero habría que pagar y eso era justo lo que no
deseaba. Le quitaba morbo al asunto.
Anne Marie estaba tan entusiasmada como yo. En ningún
momento noté que mi oferta dañara sus sentimientos. Alegre y
curiosa, desde el principio se puso a mi disposición.
-¿Cómo le entrarás?- Pregunté ante mis dudas.
-Como siempre. Me lo ligaré, me dejaré querer y una vez esté segura
de su predisposición, vendré a casa con él.
-Tiene que ser mañana. Casi exigí.
-No te preocupes.
-Mañana, Anne Marie. De lo contrario, yo mísmo le buscaré en algún
lugar.
-Tranquiloooooo…si hay suerte igual no tienes que esperar a mañana.
Podría ser hoy mísmo.
-Ya sé que te lo he preguntado más veces, pero…¿Estás segura de
querer hacerlo?...quiero decir si…
-¡Qué sí!. Ya lo hemos hablado. Sabes que estoy dispuesta…pero ¿Y
tú?, ¿Lo estás tú?.
-Si, Anne Marie. La desazón me quema la vida. Lo necesito. Quiero vivir
ese instante.
-Pero…¿Eres consciente de lo que ofreces, verdad?-Me preguntó.
-¡Claro, por Dios!. Tiene que ser así. De lo contrario no sería una
experiencia placentera.
-Pues entonces, no te preocupes. Déjalo de mi cuenta. Mañana será el
comienzo de una nueva vida. O… tal vez esta noche.
La vida tiene estas cosas. Cuando sorprendí al padre de Anne
Marie en uno de sus dos garitos, esa quemazón me atrapó. Desde
entonces no paré de darle vueltas a la cabeza. Mi suegro, yaciendo en
un camastro junto a otro hombre y una chica de las que trabajaban en
uno de los locales, era una imagen demasiado lacerante para mí.
No se lo conté a Anne Marie, claro está. Era su padre. Pero
empecé a verla, a imaginarla, follada por otro hombre a la vez que…yo
me follaba al otro hombre. Ese ser sin rostro, ese cuerpo arremetiendo
contra el de mi mujer, mi joven mujer…Ufffffff…ardía en el infierno
cada vez que lo imaginaba.
Una tarde, recién iniciado el café, salió la conversación de los
tríos y esas cosas. Curiosamente, Anne Marie se mostró abierta. Fue la
oportunidad que yo esperaba para desvelar mi inquietud. Y, siendo hija
de quien era, habiendo frecuentado aquellos locales y sus gentes,
Anne Marie no dijo que no. Dijo “Si eso es lo que deseas, no hay
inconveniente, pero quiero que sepas que tendrás que ver como otro
me folla”. Si, y eso era lo que me empezó a quemar. Ver como otro
arremetía contra su cuerpo. Pero yo necesitaba a ese otro. Necesitaba
esa prolongación del deseo para entregarme al ocaso sexual. Y ella, en
contra de lo previsible, me lo iba a permitir. Tendríamos un trío.
Al día siguiente, cafetería Hontanares:
Ella había preguntado claramente. La pregunta no ofrecía otra
respuesta. ¿Te acostarías conmigo?. Era sencillo. Si o no. Eso era todo.
Pero no, había más. Y ese “más” era el que había que tejer con
paciencia. Azazel había respondido sin inmutarse, como si de una
broma se tratase.
-¡Desde luego!, ¿Cuándo?-Preguntó él no exento de chulería.
-Esta noche-Dijo a la vez que le miraba a los ojos.
-¿Y por qué hay que esperar hasta esta noche?. Vivo aquí al lado…
-Sería en mi casa.
-No te entiendo, Anne Marie- Se extrañó él.
-Existe un problema. Un problema que tendremos que negociar.
-¿Negociar?. Preguntó Azazel.
-Si. Mi marido.
-Esa es la razón por la que te digo que yo vivo aquí al lado. Mi casa
está vacía. No vivo con nadie. Si quieres…podemos irnos ahora.
-No. Ha de ser en mi casa.
-¿No está tu marido?. Preguntó Azazel dudando de que existiese tal
marido.
-Ese es el inconveniente. Si está.
-¿Entonces?...
-Te contaré algo. Tal vez así te puedas hacer una idea.
Anne Marie tomó un nuevo sorbo del gin-tonic y se dispuso a
ser breve.
-Mi marido quiere que otro hombre se acueste conmigo. El tiene ese
deseo, esa fantasía. Pero él ha de estar presente. El quiere ayudar-
Azazel la miró desconcertado, ¿Por qué un hombre con semejante
ejemplar habría de querer entregar a su mujer a otro?.Se mantuvo en
silencio y valoró las palabras que escuchaba de esa mujer-. El hombre
que me lleve a casa tendrá que complacer a los dos-¡Bingo!.
Azazel, consciente de lo que planteaba Anne Marie, se retorció
en su sillón. Aún así tuvo fuerzas para preguntar sin perder la
compostura.
-¿Os gustan los tríos?.
-Si. Pero no los convencionales. El trato es el siguiente: Te vienes a casa
conmigo, me follas y dejas que mi marido te ayude.
-¿Pero cómo me va a ayudar?.
-El me entregará a ti cuando estés preparado.
-Disculpa, Anne Marie. No entiendo nada. Aunque he de reconocer,
que sin querer sacar conclusiones prematuras, me da la sensación de
que hay algo extraño en todo esto que me cuentas. Sé sincera, por
favor.
-Está bien. Mi marido desea ver como me follan. Pero la persona que
lo haga, deberá permitir que él prepare su cuerpo. Deberá permitir…
sus caricias.
-Yo no soy gay.
-Lo supongo. Pero…¿No dejarías que mi marido te acariciara con tal
de poder disfrutar de mí?
-No soy un estrecho, eso que quede claro. Pero, sinceramente, no me
veo…
-¿Y te ves disfrutando de mi cuerpo?.
-Eso depende.
-De si te dejo o no, ¿Verdad?.
-Puede.
-Pues te dejo. Pero has de dejar que mi marido te toque. Esa es mi
condición. Nuestra condición. ¿Aceptas?.
-Deduzco que tu marido es conocedor de todo lo que me cuentas,
¿no?.
-Por supuesto. Está hablado. No habrá problemas…siempre y cuando
dejes que él participe…a su manera.
-¿Hay algo más que deba saber?. Preguntó Azazel.
-Si, una cosa más. Hace tiempo que queremos llevar a cabo esto que
te he contado, pero por unas u otras razones, nunca terminó bien. En
realidad-Se silenció mientras evocaba los recuerdos-, nunca lo
llegamos a empezar.
-¿Y eso?-Preguntó Azazel.
-Sólo ha habido dos ocasiones en las que hemos estado cerca de
consumarlo, pero en ambas, las personas que nos iban a acompañar,
se echaron para atrás. Sintieron miedo. Uno era muy joven y pensó,
supongo, que tal vez le íbamos a hacer algo, el otro…bueno, del otro ni
hablamos.
-Si acepto lo que me ofreces, ¿Hay algo más que deba saber?. Te lo
pregunto por segunda vez. No me gustan las sorpresas.
-No. Pero permíteme una pregunta nada más…¿Has mantenido alguna
relación gay?.
-No. Nunca.
-¿Y bien?. Preguntó ella.
-¿Y bien, qué?.
-Que si te interesa.
-Mira…yo no quiero líos. Tu oferta es muy generosa, pero…
Los labios de Anne Marie se estrellaron contra los suyos antes
de que Azazel pudiera terminar la frase. La lengua penetró en la boca
del demonio y se fundió con ella. Al retirarse ambas bocas, Anne Marie
mordió el lóbulo de su oreja y se despidió con una caricia en su cuello.
Azazel se estremeció. Desde que había visto a esa joven ninfa aquella
mañana, quiso algo más. Y ahora lo tenía en bandeja…pero había un
pero. Yo.
-Voy al baño. ¿Me acompañas?.
-Si. ¿Si quieres?.
Ambos se pusieron en pie y se encaminaron hacia el baño.
Anne Marie tomó de la mano a Azazel y lo introdujo en el baño. Dirigió
la mano del hombre bajo su vestido y ésta se dejó impregnar por su
humedad. La mano vigorosa y experta no dudó. Aconcabada se apretó
entre las piernas de ella. Con su dedo corazón pudo tantear su ano y
con su pulgar el clítoris. El deseo estaba expuesto. Anne Marie palpó
por el exterior del pantalón el bulto que había crecido entre las piernas
de ese hombre. A duras penas, mientras recibía los besos, el aliento de
Azazel, bajó el cursor de la cremallera y penetró en el interior. La masa
de carne era vigorosa. Ella no había podido ver su pene aquella
mañana, pero le pareció extremadamente voluminoso. Asegurándose
de la excitación de Azazel, se desprendió de él.
-Si quieres más, en mi casa te podrás servir.
-¿A qué hora?- La impaciencia de Azazel se dejó notar. Sus órdenes las
daba su pene, sus deseos, mi mujer.
-Ya. Si quieres, ya. Podemos irnos ya.
Y en efecto, Anne Marie y Gabriel Azazel salieron de
Hontanares y llegaron a mi casa donde yo, no hacía mucho que los
instaladores habían finalizado, probaba una y otra vez el mando que
activaba el sistema de hilo musical.
Cuando sonó el timbre de la puerta me extrañé. Era muy
pronto para que Anne Marie regresara, pero rápidamente pensé que
tal vez los instaladores de Notas y Sonidos habían vuelto en busca de
algún material olvidado.
Al abrir la puerta los vi. Ella, radiante, con su vestido blanco,
preciosa, como siempre. El, encarnando a la perfección la siniestralidad.
Sus ojos, su mirada fría, su rostro impenetrable, sus movimientos
seguros, su olor. Caí en la bajeza más absurda ante ese hombre.
-¡Hola cielo!. Es…Gabriel Azazel- Me dijo a la vez que él me tendía la
mano y yo la estrechaba con fuerza y aparente cordialidad.
-Encantado-Atiné a decir.
-Es presentador de un programa de televisión. En el canal 33- Detalló
Anne Marie a la vez que accedían al interior de nuestra vivienda.
-¡Ah!. Exclamé por emitir algún sonido más que por mostrar
entusiasmo ante la revelación.
Anne Marie actuó como una anfitriona perfecta. Azazel
colaboró con la soltura habitual de un presentador televisivo y
rápidamente dejé claro que yo era contable, lo cual aprovechó para
comentarme los problemas que suponía que comenzaría a tener con
Hacienda.
Tras veinte minutos de charla animada, en los que, como ya
dije, nos insertamos en el mundo de los números, llegó la hora de la
verdad. La hora de asumir el motivo de su visita. Yo no sabía por
donde atacar, él, más fluido en sus comentarios, quizás tampoco,
pero…estaba Anne Marie.
-Joaquín, le he explicado a Gaby los que pretendemos-Aquello ya
comenzó a excitarme-, y bueno…estamos aquí.
Yo no sabía que decir, ni por donde atacar, ni que hacer. Sólo
sentía morbo al imaginar la escena, pasión por vivirla, deseos de
consumarla. Pero mi mujer, es mucha mujer. Tomando fuerzas de
donde me podía alimentar, es decir, de Anne Marie, de su seguridad,
empecé a hablar.
-Bueno…he de reconocer que todo esto puede parecer muy extraño
para ti, Gaby, pero es algo que tanto mi mujer como yo hemos
hablado en reiteradas ocasiones. No se, hay algo que nos empuja a
desear vivir una situación como la que te ha comentado Anne Marie.
Eres una persona pública, a la que imagino curtida en mil batallas y
con una mente abierta ante semejante propuesta. Estás aquí, y eso es
mucho. Eso significa que aceptas…o que al menos estás dispuesto a
lanzarte a esta aventura que deseamos vivir…
-Si he venido, que os quede claro, es por acostarme con tu mujer- La
voz, el tono desafiante e incluso amenazador de Azazel, me dejó
pálido, secó mi boca y subrayó el verdadero motivo por el cual él
estaba en nuestra casa.
-Claro, claro…-Respondí a duras penas.
-En realidad es eso lo que pretendemos, Gaby-Intervino Anne Marie-,
no queremos ni deseamos una continuidad. Nada debe unirnos en el
futuro, aunque tú salgas por la televisión y sea inevitable verte en
alguna ocasión.
-Yo tengo claro todo. Vosotros sois los que tenéis que estar seguros
de lo que queréis. Una vez empezado el juego, no nos podremos
volver atrás. Tú, Anne Marie, me atraes mucho para privarme de ti. Si,
te deseo.
-Pero hay unas condiciones…-Comenzó a decir Anne Marie.
-Lo sé. Se trata de un trío- Replicó él.
-Si, pero en realidad lo que nosotros queremos es que…
Gabriel Azazel me interrumpió de nuevo. Con esa seguridad y
esa maestría que da saberse superior, con ese poder de seducción
adquirido programa tras programa mirando a la cámara, con esa voz…
me minimizó para dejarme, dejarnos, enteramente en sus manos.
-Tú quieres que me folle a tu mujer. Quieres verlo. Necesitas correrte
de gusto mientras ves como se la clavo. Lo haré, si. Y puede que si te
portas bien, te permita que estés muy cerca de nosotros cuando la
penetre con violencia.
-Pero nosotros no queremos violencia, deseamos que las cosas sean…
-Serán. Serán, Joaquín. ¿Lo haremos aquí?, por mí no hay problema. Es
un lugar idóneo. Vuestro salón es amplio, bien decorado, confortable.
Tendremos más amplitud de movimientos.
Azazel se encontraba sentado sobre un sillón amplio, de
asiento bajo, de cuero negro…cuando me quedé clavado sobre su
imagen. Oscuro, tenebroso, algo inmortal, por primera vez me pareció
el mismísimo demonio. Por primera vez comprendí que habíamos
cometido un error y que lo que estaba a punto de suceder o de
comenzar no era lo deseado por Anne Marie ni por mí. Pero ya era
tarde. Azazel ordenó y Anne Marie, obedeció.
-Sería bueno que te quitaras el vestido para que te viéramos desnuda-
Exigió él.
Anne Marie levantó su vestido lentamente y, en un arrastre
doloroso, la tela gaseada recorrió su cuerpo hasta salir por su cabeza.
La voluptuosidad que nos proporcionó la imagen de ella, desnuda, fue
impactante tanto para el demonio como para mí. Sus pechos,
hermosos pechos, comenzaron a danzar al compás de los movimientos
que ella imprimía a su cuerpo. Azazel volvió a exigir.
-Ahora, deberías acercar esa silla, Anne Marie. Nos servirá para que
Joaquín se siente en primera fila.
Anne Marie acercó una de las sillas que se cobijaban bajo la
mesa del salón y, ante la inminente orden del presentador, me
incorporé para sentarme sobre su asiento. Acomodado a escaso metro
y medio del lugar que ocupaba ese tipo, pude oler su aroma. Me
intrigaba su aroma. Observé a Anne Marie. Desnuda, impecable,
bronceada, jugosa, deseosa…La imagen de ella me laceraba el corazón.
Sólo pensar lo que iba a ocurrir me provocaba un nerviosismo y un
temblor interior que se aliaban con el miedo que comencé a sentir
cuando Gabriel se incorporó del sillón donde se encontraba.
Lentamente su cinturón, caro donde los hubiera, salió de las
presillas de su pantalón. La hebilla brillante, bien podría haber sido de
oro. Aunque demasiado ostentoso para llevar un cinturón cuya hebilla
podría haber sido de oro, lo cierto es que Azazel cubría su cuerpo con
mucho dinero. Su vestimenta así lo reflejaba.
Con el cinturón en la mano, agitándolo en un balanceo que lo
único que provocaba era que me mareara, se acercó hasta mí. Anne
Marie le observaba desde su asiento.
-Ahora, Joaquín, jugaremos a vuestro juego. Pero lo vamos a hacer a
mi manera-Dijo mientras sonreía maliciosamente-, tú serás
inmovilizado para que no puedas tocar.
Sin apenas tiempo para protestar, ya le tenía tras de mí,
sujetando mis manos fuertemente y, tras pasarlas entre los barrotes de
la silla, noté como con su cinturón inmovilizaba algo más que mis
manos. Si, si me levantaba, la silla viajaría conmigo.
-No te preocupes, Joaquín, vosotros tenéis ganas de vivir una
experiencia y yo, aprovechando vuestra generosa invitación y con la
complicidad de mi participación, voy a saciar otra que me quema
desde hace tiempo.
-Pero nosotros-Empecé a decir-, nosotros no queremos que esto…
-Tranquilo. Todo saldrá bien. Ahora, tu mujer, te quitará el pantalón y
te dejará desnudo de cintura para abajo. ¿Te importa?. Supongo que
no-Dijo sin que yo pudiera contestar-, lo pasaremos genial. Anne
Marie, intenta quitar el pantalón a tu marido. Estará más cómodo y
nosotros también.
Anne Marie se incorporó, desnuda, con sus pechos candentes
de lujuria, y con una media sonrisa, se deshizo del cinturón, del botón,
de la cremallera y, mientras yo ahuecaba mi cuerpo sobre la silla, tiró
de mis pantalones y calzoncillos hasta mis rodillas. Mi pene inerte, casi
temeroso, pareció recluirse aún más entre mi ingle y mi muslo. ¿Era
vergüenza lo que ese miembro sentía o simplemente era temor al ver
al demonio en nuestro salón?. Pronto descubrí el poder de Azazel.
-Y ahora, Anne Marie, con tu marido dispuesto, creo que podemos
obsequiarle con una demostración de lo bien que lo vamos a pasar.
-Pero todo esto, Gaby…quiero decir… que todo esto de atar a Joaquín
a la silla, no es…
-¿No es qué?.
-Nosotros lo que queremos es…
-Me lo habéis explicado muy claramente. Y yo os lo voy a dar. Pero ya
os lo he dicho, a mi manera. No te preocupes, todos saldremos
beneficiados y…satisfechos.
-¿Pero era necesario atarme a ésta silla?-Protesté desde la total
inmovilidad.
-Si. Y es necesario que tu mujer te haya desnudado.
-¿Y si quiero parar?, ¿Y si quiero dejar esto?. No acaba de convencerme
la historia tal y como se está desarrollando.
-En ese caso, querido Joaquín, me iré de inmediato.
La sonrisa burlona, la mirada abrasiva, la gravedad de su voz, y
el gesto de sus manos, me indicaron claramente que ya no habría
vuelta atrás. Y me daba miedo. Pero cuanto más miedo sentía yo,
curiosamente, Anne Marie, más confiada se mostraba.
Mis labios se secaron al igual que ya se había secado mi lengua
con anterioridad. El cielo de mi boca parecía una lija contra la que se
rascaba mi lengua para arañar algo de saliva. Sentí los temblores de mi
cuerpo mientras abrí la boca para pedir, en una enajenación sexual
motivada por mi vicio, que no se fuera de nuestra casa. Que queríamos
vivir esa experiencia que le habíamos confiado.
-Bien, en ese caso, Anne Marie, acércate. Ven, agáchate frente a mí y
toma mi miembro en tus manos. Quiero que lo poseas con tu boca,
quiero que tu marido te vea, quiero que tus palabras sean tus caricias.
Obediente hasta extremos desconocidos, si, y tal vez
perturbada ante semejante autoridad, Anne Marie se arrodilló ante el
demonio y con dos dedos fue descendiendo el cursor de su
cremallera. Con lentitud, recreándose en lo que hacía, sin mostrar
impaciencia, Anne Marie extrajo el miembro de Azazel hasta dejarlo
libre. Su pene, no sin ser pequeño, mostraba signos evidentes de
impaciencia. Cuando mi mujer cayó con su boca sobre la cabeza de
aquella prolongación del diablo, me removí violentamente sobre mi
asiento. Noté la excitación. Azazel venció su cabeza hacia atrás en claro
signo evidente de complacencia y dejó que ella actuara a su libre
albedrío. Anne María sabía lo que hacía. Siempre lo supo.
El despertar envidioso de mi pene, me llamó la atención.
Cabeceó un par de veces de izquierda a derecha sobre mi muslo, antes
de elevarse y otear entre mis piernas como esa boca, esa boca que le
había acogido tantas y tantas veces, ahora se adueñaba de otro
ejemplar más robusto y más potente.
-Tócate el coño mientras me la chupas. Premiemos a tu marido, Anne
Marie.
Anne Marie obedeció sin rechistar. Su mano derecha descendió
hasta su entrepierna y allí, con sus dedos juntos, se escurrió entre la
abertura desesperada. Azazel me miró. Su mirada abrasiva me penetró
desnudando mi interior, como si quisiera arrancar de mi alma hasta el
último vestigio de la autoridad que yo tenía sobre mi mujer y mi casa.
Yo ya no era dueño de nada. Ni siquiera lo era Anne Marie. Tenía la
sensación certera de que Azazel se había apoderado de todo. El
ordenaba y nosotros obedecíamos sin dudar. Yo, yo no era nadie. Un
ser atado con ese cinturón propiedad del demonio, un ser atado a una
silla mientras su mujer abrazaba con sus labios un pene que no era el
mío y su mano surcaba el valle de su placer.
Gaby incorporó a Anne Marie y pude ver su pene brillante,
arrogante, desmesurado en tamaño, hinchado de placer, hastiado de
ira…
-Ven. Empálate sobre él-Dijo a la vez que tomaba asiento y sujetaba su
pene para que mi mujer se lo ensartara hasta el fondo.
Si Azazel era el mismo demonio, si su nombre indicaba que era
el encargado de guiar a los ejércitos del infierno, Anne Marie era una
sacerdotisa del sexo que prendería la hoguera en la cual yo ardería por
aceptar la debilidad de mi carne.
Yo y mis vicios. Quería sodomizar a ese hombre para que, a
través de él, Anne Marie me sintiera dentro, pero…estaba atado,
amarrado con el cinturón de nuestro invitado, sujeto a una silla que ni
me permitía elevarme tan siquiera, y ni mucho menos andar. Estaba
hablado, pero ¿Con quién lo habíamos hablado?, ¿Con una persona
interesada en el tema o con un demonio que nos tenía atrapados?.
Anne Marie se elevaba y se dejaba caer sobre la lanza vigorosa
de Azazel. Cada vez más dentro, cada vez con más ímpetu, cada vez
más viciada. Mi pene, lejos de calmar su curiosidad, clamaba a través
de su erección y dureza la atención que no tenía. Estaba empalmado
viendo como se follaban a mi mujer. Observaba el pene de ese
presentador mientras el coño de Ana Marie lo absorbía y lo devolvía al
salón de nuestra casa. Y sentí envidia.
Gaby apretaba las nalgas de ella mientras aupaba sus caderas
al encuentro con tan cálida hembra. Mi pene alborotado, mis testículos
hinchados acumulaban mis deseos. Ellos, demonio y sacerdotisa,
seguían follando ante mi presencia. Desparramada, Anne Marie, besó
en los labios al demonio y eso, estoy seguro que fue eso, hizo que él
aullara mientras los ardientes espermatozoides se apoderaban del
útero de ella.
Violentos todos, ellos por el lance y yo por la imagen, Azazel se
puso en pie liberándose de mi joven y bella esposa. Era mi turno. Le vi
acercarse con su miembro duro, mojado, exageradamente arrogante y
dispuesto…
Cuando Azazel me liberó de mis ataduras y me ordenó
sentarme en el sillón, Anne Marie se apoderó de mi pene y en su boca,
sólo con la presencia de ese hombre frente a mí, me olvidé de ella por
primera vez. El acaparaba todo. Llenaba el salón mientras ella me lamía
una y otra vez sin resultado visible.
-¡Basta ya!-Ordenó el presentador-. Ven, acércate, Anne Marie.
Ella dejó mi miembro abandonado y se acercó a Gaby. Azazel
fue desabotonando su propia camisa mientras la cabeza de Anne
Marie subía y bajaba a un compás lento para ella, placentero para él y
doloroso y excitante a la vez para mí. La mano de mi mujer se plantó
en el pecho desnudo del famoso mientras su boca seguía en su
limpieza exhaustiva sobre el glande arrogante. Mecánicamente, y sin
invitación alguna, me acerqué a ellos. Mi pene duro, violentado en
exceso, rozaba el cuerpo de mi mujer como un miserable gato requiere
nuestra atención y nuestro cariño. Quería hundirme dentro de su
cuerpo, pero ambos sabíamos que en esa ocasión tendríamos que
traspasar la barrera marcada por la sociedad. Era nuestro deseo, era
nuestra ilusión, era nuestro vicio. Cuando tomé el relevo que me cedió
Anne Marie, la polla de Azazel me pareció incluso más potente de lo
que realmente era. Noté hormigueo, cosquilleo, desazón, dolor,
vergüenza…todo a la vez. Su pene, sin experiencia alguna, era
acariciado por mi lengua mientras mis labios lo apresaban y la mano
de mi mujer masturbaba entre mis piernas todos mis deseos. Aquellas
uñas recorriendo mi periné, avanzando hasta mi ano para volver, en un
castigo sin precedentes, hacia mis testículos, mientras su otra mano
embargaba mi miembro, apresando mi dureza, tensando mi prepucio,
regocijándose de la imagen que los dos hombres estábamos
ofreciendo, me hicieron perder el norte. Cuando ella, sabia y bella a la
vez, abandonó el roce que imprimía a mi zona más sensible y su mano
se perdió entre sus piernas, supe qué estaba pasando. La
masturbación, las caricias, habían comenzado. Cerciorándose de la
plenitud de humedad que se escapaba de su cuerpo, Anne Marie pidió,
casi imploró su penetración…

Azazel mostró, entonces, una cara totalmente desconocida para


nosotros. Gabriel Azazel se puso en píe. Su mano tomó la de Anne
Mari y la giró de espaldas a nosotros a la vez que la conducía hasta la
pared más próxima, la que daba al pasillo de nuestra entrada. Allí, una
vez que su mejilla se pegó a la pared, mi pene buscó su ano. Con la
ayuda y la paciencia necesaria, el lubricante permitió escurrirme no sin
cierto dolor, dentro de ella. Alojado en su ano, repare en las manos de
Azazel. Iban y venían a su antojo por mi espalda, erizando mi piel,
calentando mis deseos…
Cuando Azazel, el presentador nocturno, embadurnado de
lubricante, hincó su tridente en mi ano, creí desvanecer. Sus potentes
brazos rodeaban nuestros cuerpos, el de mi mujer y el mío, sus
potentes caderas empujaban con lentitud pero inexorablemente hasta
el fondo de mi ano, y en arremetidas intencionadas, hacía que yo
empujara dentro del ano de Ane Marie mientras ella, a su vez,
masturbaba su clítoris al compás de un sonido ronco que salía de su
garganta.
El monstruo anal estaba fundido. Yo sodomizaba a mi mujer y
Azazel me sodimizaba a mi. Tres cuerpos, un mismo deseo. Tres
sudores, un mismo olor. Dos personas, un demonio.
Cuando Anne Marie me ofreció su culo ante la llegada de su
orgasmo, mi pene inspiró y expiró una y otra vez hasta soltar el semen
que retenía mi cuerpo. En el fragor de la inquietud, del placer, del
pensamiento que, una y otra vez, trataba de asimilar, noté como Gaby
soltaba alguna gota de semen en mi interior.
Derrotados, sudados, vencidos por el viaje, nos dejamos caer
sobre el mismo sillón. Sin palabras, sin hablar, sin gestos, sin reproches,
y mientras que Azazel fumaba, Anne Marie me besó en los labios. Y
entonces, la mano vigorosa de Azazel tomó por el cabello a Anne
Marie y la tiró sobre sus muslos. Ella, incomprensiblemente dispuesta,
mamó nuevamente esa verga potente ante mi envidiosa mirada. Azazel
me había provocado un orgasmo.
Si bien es verdad que tanto Anne Marie como yo queríamos
otra historia, no es menos cierto que mi afición por la sodomía la
bautizó Azazel. Necesitaba ver como otro hombre penetraba a mi
mujer a la vez que yo le penetraba a él, necesitaba follarme a mi mujer
a través de la piel de otro, pero ese demonio me descubrió que hay
otras formas, que hay otras sensaciones, que el campo es amplio. Y
cuando los dos, unidos por nuestros miembros, nos aferramos al
cuerpo en el que habitábamos, sentí algo más que placer.
Anne Marie se ha rebelado como una auténtica obsesa del
sexo. Una ninfómana exultante de belleza. Un cebo perfecto para
nuestros deseos. El que viene a nuestra casa, ha de follarnos a los dos.
Así es, así ha sido y así será. Gabriel Azazel fue el primero en una larga
lista, cada vez más amplia, de predispuestos a esas prácticas…y como
nunca hemos pagado por sexo, nos da más morbo entregarnos a
nuestros más bajos instintos.
Hoy, Anne Marie y yo, estamos más unidos que nunca. Somos
una pareja estable, nos amamos, nos deseamos, y compartimos una
codicia común, desear el mismo pene. Y muy de vez en cuando,
mientras el sonido del hilo musical se apodera de nuestra casa,
nuestros “ayes” de placer se mezclan para fundirse en una sincronizada
armonía de pasión, cuando, a través de mi piel, otro se folla a mi mujer.
Extraños

Aquella tarde, mi marido había ido a ver un partido de fútbol al


estadio. No queriéndome quedar sóla en casa, opté por irme de
compras. Necesitaba algo nuevo. Una boda en menos de un mes era el
reclamo para que yo gastara el poco dinero del que disponía en
algunas prendas. Tenía que encontrar algo bueno, bonito y barato. Mi
economía no era boyante. En mi casa siempre andábamos mal de
dinero. La escasez vivía junto a nosotros.
Pasé la primera hora de mis compras en unos grandes
almacenes. Allí encontré todo lo que estimaba necesario para ir
preciosa a esa boda. Aquellos saldos me iban a servir. Mi amiga, Ana
María, se casaba con el novio de toda la vida. Su primer y único novio
la iba a convertir en su esposa. Y eso me hacía muy feliz.
Terminadas mis compras, me di el gusto de merendar en una
cafetería cercana a esos grandes almacenes. Un café cargado y unas
tortitas con nata me iban a revitalizar. En la cafetería tomé asiento
cerca de la puerta. Podía divisar el local en su totalidad sin necesidad
de girar mi cabeza.
Me fui fijando en la gente que, al igual que yo, merendaban o
simplemente tomaban sus consumiciones. Así es como me fijé en
Paula.
Esa mujer de aspecto agradable, de unos cuarenta años, pelo
largo con mechas de tinte rubias, e impecablemente vestida, no me
quitaba ojo. La ví alejarse al baño. Caminaba con seguridad. Su porte
era excepcional. Cuando regresó, tomó asiento y siguió devorando las
dos tostadas que se apilaban en su plato. Mientras masticaba, me
miraba. Sus ojos iban del plato a mi cara y de mi cara a las tostadas.
Confieso que me ponía nerviosa su actitud. Me ruborizaba que una
mujer me mirara de esa forma.
Decidí dar por finalizada mi estancia en aquella cafetería y
apuré mi café. Rebusqué mi monedero en el interior de mi bolso.
Cuando alcé la vista la ví. A mi lado, de pies, con gesto cansino y rostro
serio. Me abordó sin preámbulos, sin excusas, directa, con seguridad.
-¿Puedo sentarme? Me preguntó.
-¿Disculpe?. Contesté extrañada.
-Me gustaría charlar con usted un momento-Me dijo mientras que con
su mano derecha retiraba la silla y tomaba asiento frente a mí-, no la
entretendré mucho.
-¿Nos conocemos?. Pregunté sin salir de mi extrañeza.
-No. Es seguro que no. Contestó mientras me miraba fijamente y
esbozaba una sonrisa que yo consideré nerviosa y forzada.
-¿Entonces?.....
-Me llamo Paula. No he podido evitar observarla mientras merendaba.
Me parece la persona ideal…
-Perdón…¿Cómo dice?
-¿Quiere ganarse algún dinero?. Me preguntó directamente.
-Discúlpeme. He de marcharme. Dije a la vez que sentí que los nervios
me atenazaban.
-¡Escúcheme!, se lo ruego, no se arrepentirá. Puedo hacer que se gane
un buen dinero.
-¿Cómo?. Pregunté ante la insistencia de aquella mujer.
-Digamos que necesito de su colaboración para dar un capricho a mi
marido.
-Discúlpeme, pero no entiendo nada.
-Iré directa al grano. Ando buscando una joven como usted. De su
perfil. ¿Qué edad tiene?.
-27 años.
-¿Está usted casada?
-Si. Por supuesto. Dije afirmando con rotundidad y orgullo a la vez que
pensaba en mi marido.
-¡Perfecto!....es justo lo que necesito.
-No entiendo….
-Seré franca con usted. No quiero perder mi tiempo ni hacer que usted
pierda el suyo-Hizo una pausa y me miró a los ojos-, comprendo que
le resultará extraño todo esto, pero debe perdonar mi atrevimiento. La
desesperación me incita a hacer algo de lo que no estoy segura como
voy a salir. Estoy casada, al igual que usted. Mi matrimonio siempre ha
funcionado perfectamente hasta….bueno, hasta hace unos meses.
Iván, así se llama mi marido, siempre ha sido un hombre agradable,
detallista y enamorado de mí. Todo se nos ha truncado. La vida es un
camino por el que vas perdiendo cosas, hasta que al final, te lo
arrebatan todo, hasta la vida. Nunca he sido vilipendiada por la vida,
pero ahora-Calló, bajó su mirada hacia la mesa y suspiró-, ahora me ha
golpeado con violencia. Iván va a morir.
El silencio se hizo eco de sus últimas palabras y se afilió con su
significado. Me quedé perpleja, sorprendida, aturdida. No entendía por
que me contaba eso. No sabía que pretendía de mí. Ni siquiera sabía
qué me hacía seguir escuchando sus palabras. Su rostro agradable creí
verlo marcado por el sufrimiento. En cierto modo sentí pena por ella.
Paula, después de tomarse un respiro, continuó.
-No hace mucho le han detectado un cáncer. No ha tenido compasión
de nosotros. Iván lo ignora. Ignora que le queda poco tiempo. Tal vez
unos meses. Y yo, bueno, yo siento tristeza por no haber claudicado
ante sus deseos. Han sido muchas las ocasiones en que me he negado
a sus caprichos. He creado carencias en su mente. No he sabido
compartir sus gustos. Ahora, ahora ya es tarde. Pero quiero compensar
en lo posible un deseo que siempre ha tenido. Usted se preguntará
cual es ese deseo, y también se preguntará qué tiene usted que ver en
todo esto. Se lo explicaré.
Siempre hemos tenido una vida sexual intensa. Antes de casarnos ya
éramos muy activos. No hemos tenido hijos, aunque nuestra posición
económica es muy aceptable. Pero no tuvimos hijos-Dijo con fastidio a
la vez que hacía una mueca mostrando su disgusto-, pero aún así,
gozamos del sexo en pareja. El caso es que Iván siempre tuvo una
fantasía, un deseo. Siempre deseó verme con otra mujer. Y ahora viene
mi propuesta.
Me quedé paralizada. Sabía lo que me iba a pedir Paula. Mi
instinto me hacía presagiar lo que sucedió después.
-Quiero satisfacer a mi marido antes de que me deje definitivamente.
Me he propuesto tener sexo con una joven y que él lo vea. Esa joven
bien podría ser usted. La pagaría bien. Ponga una cifra. Sería en mi
casa….ahora. ¿Digamos 500 euros?.
Se hizo nuevamente el silencio. Un sonido sordo se apoderó de
mi tímpano derecho. Una cifra mágica se instaló en mi mente. 500
euros. Daría el “ramo” a mi amiga Ana María. Pagaría con creces las
compras de esa tarde. La boda no me costaría nada y aún me sobraría
un buen dinero del que tan necesitada estaba. Pero nunca había
estado con una mujer. No me quedaba claro que era lo que deseaba
exactamente. Aunque mi mente sabía que si aceptaba su oferta, sería
como prostituirme a cambio de dinero.
Yo soy una mujer joven. Con ideas abiertas. Con personalidad.
Quiero a mi marido. Nunca he dejado de quererle. Soy suya. Nunca
han profanado mi cuerpo. Jamás estuve con otro hombre, pero éste no
era el caso. Aquella mujer hablaba de estar con ella. Pero el dinero…
Me debatía en mi interior. Analizaba minuciosamente todo lo
que había escuchado de boca de Paula. No sé exactamente que cara
exhibía mientras pensaba, pero Paula me sacó de mis pensamientos.
-Se que esto que pido es extraño. Se que es una licencia por mi parte.
Abordar a una joven como usted y ser sincera….no sé, usted no tiene
obligación alguna de creerme. Yo he sido sincera. He hablado claro,
ahora…..ahora sólo espero su respuesta. Le ruego que lo piense.
Me quedé en silencio nuevamente. Sumida en mis
pensamientos. Escuchando a Paula. De mi garganta surgió, lentamente,
la frase que cambió mi vida y sembró el desasosiego que aún siento.
-¿Qué tendría que hacer?. Pregunté asumiendo mi rol en aquella
historia.
-Usted me acompañaría a mi casa. Tomaríamos un café y yo le
presentaría a Iván. Luego-Hizo una pausa violenta-, las dos tendríamos
sexo delante de los ojos de Iván.
Esperó a ver mi reacción. Al no decir nada, ella continuó.
-Sómos personas con cultura. Sabemos estar. No habrá problemas.
Usted dejará que yo disponga de su cuerpo y después se marchará a
su casa, al lado de su marido, con 500 euros. ¿Es la cifra que
acordamos, no?. Nadie sabrá nunca nada. Podría contratar a una
prostituta, me costaría menos, sin duda, pero sería un negocio muy
frío. Quiero algo que despierte en Iván esas sensaciones que siempre
ha querido observar en mí…..y eso sólo lo puede tener con una
persona como usted. Una persona de la calle. Una persona normal, con
su vida y sus inquietudes. ¿Qué le parece?
No sabía como reaccionar. Si bien es cierto que ya había
contestado al preguntar lo que tendría que hacer, no era menos cierto
que aún no era plenamente consciente de lo que me estaba
proponiendo Paula. Pero ella era persuasiva. Mi necesidad de dinero
me hacia valorar la situación……y me inclinaba a ese juego que aún no
sabía cómo podría resultar. Hice acopio de toda la serenidad que pude
congregar y por primera vez la miré a la cara de tú a tú.
-¿Iría a su casa y tendríamos sexo a la vista de su marido?, ¿Usted me
pagaría 500 Euros por hacerlo?.
-Así es.
-¿Y yo qué tendría que hacer?
-Ser paciente. Gozar conmigo. Dejarse llevar por mí. Dejarme que
usurpe su cuerpo y le de placer.
-¿Y su marido…..?
-El nos miraría. Dese cuenta que con esto sólo busco su excitación, su
placer, su fantasía. Yo, bueno, yo importo poco. No voy buscando mi
propia satisfacción. Es evidente que trataré de que usted goce. Pero
nunca he estado con ninguna mujer, y la verdad, no sé como resultará,
pero pondré todo mi empeño en que salga satisfecha de mi casa. Con
dinero y con una nueva experiencia. ¿Qué me dice?
Ya estaba decidido. Los 500 euros eran un reclamo demasiado
ebrio para negarme. Pensé en mi marido, le diría que me había
encontrado un billete de 500 euros en aquellos almacenes dónde
había realizado mis compras. Aliviaría nuestras tensiones económicas.
¿Me iba a prostituir por dinero?. Pensé que no, que era sólo una forma
de salvar mis necesidades más inmediatas. Jamás nos volveríamos a
ver. Un plan limpio.
-¡Está bien!, dispongo de unas horas. Si usted quiere…
-¡Excelente amiga!. Pagaré su consumición y nos iremos a mi casa. No
vivo muy lejos. Por el camino hablaremos de todo.
Salimos de la cafetería. Como si fuéramos amigas de toda la
vida. Ya en su coche, mientras Paula conducía con suavidad, me fue
dando algunos detalles de lo que iba a ocurrir. Era coherente, pero
sumamente delicado lo que pretendía esa mujer. ¿Podría ganarme
esos 500 euros?. Necesitaba ese dinero. Demasiada miel para mis
reparos.
Una zona privilegiada de Madrid, no muy distante de mi
domicilio, era el lugar de residencia de aquella pareja. Estacionó el
coche en la calle y ambas salimos del vehículo. Mis compras venían
conmigo. Mis manos portaban las bolsas que delataban muy
claramente el lugar donde había pasado parte de la tarde. Mientras
subíamos en el ascensor, miré el reloj. Marcaba las 7 de la tarde. Las 7
de aquella tarde.
La cabina dio un respingo al detenerse. Las puertas se abrieron
y un gran hall nos recibió. Aquella pequeña pieza metálica que
sostenía Paula en sus manos, abrió la puerta de lo desconocido.
Un hombre de unos 45 años, pelo canoso, delgado, tez morena
y agradable, reposaba sobre un sillón leyendo un periódico. Levantó la
vista y nos miró desconcertado.

-¡Cielo, he llegado!
Iván se acercó a su mujer y la besó en la mejilla. Luego se fijó
en mí. Con prisas, como si le resultara molesta mi presencia, me
inspeccionó de arriba a abajo.
-¿Quién es?. Preguntó a su mujer a la vez que me miraba.
-Es Marina. Es una amiga que tú no conoces. Nunca te he hablado de
ella. Hoy nos hemos encontrado por casualidad en una cafetería. Hacía
años que no teníamos noticias una de otra. Me he permitido invitarla
para que os conozcáis. ¿Sabes?, vive cerca de aquí.
-Encantado, Marina. Siendo amiga de Paula, puede considerarse amiga
mía-Dijo en tono cortés a la vez que estrechaba mi fina mano-, aunque
nunca, que yo recuerde, me ha hablado de usted. Y es imperdonable,
su belleza no me debería haber sido vetada, Paula. Terminó
dirigiéndose a su mujer.
Me quedé paralizada frente a ese hombre que amablemente
me había tendido la mano. ¿Cáncer?, ¿Poco tiempo de vida?, era
impropio que ese ser de ojos negros, con ese cuerpo estilizado y con
ese aire de señor culto, abandonara la vida en poco tiempo. Su aspecto
agradable era innegable. Tez morena, pelo negro, con esas canas que
adornaban su cabeza, y una sonrisa sincera, abierta, brillante.
-Acompañaré a Marina a nuestra habitación. Se probará la ropa que se
ha comprado. Tiene una boda en breve. En unos minutos estaremos
contigo Iván. ¿Nos preparas algo para tomar?. Para mí café, por favor y
Marina…-Hizo una pausa esperando mi respuesta.
-¡Oh…si, café por favor!
-En unos minutos estarán listos. Dijo él.
-¿Nos los acercas a la habitación, querido?.
-¡No faltaba más!. Respondió él.
¿Probarme la ropa que me había comprado?. Estaba
desconcertada. En el camino había contado a Paula que había estado
de compras. Que tenía una boda y que estaba muy ilusionada con ese
casamiento de la que era mi mejor amiga. Pero no habíamos hablado
de probarme ropas.
Caminé tras sus pasos. La habitación de ese matrimonio olía
bien. Me preguntaba, mientras observaba la decoración de esa
habitación, cómo había accedido a semejante propuesta. El signo del
Euro se instaló en mis ojos. Era eso, dinero. Sólo dinero.
Paula me avisó de lo que iba a pasar, por lo tanto, nada debía
sorprenderme. El juego comenzaría en su habitación y su marido nos
sorprendería. Esa era la escena. Yo debía actuar como si nada. Dejarme
llevar y colaborar en la medida que estuviera dispuesta.
Ya en su habitación, y sin darme tiempo a reaccionar, Paula se
acercó a mí y besó mis labios a la vez que con sus manos retiraba de
mis hombros los tirantes de mi vestido. Este reaccionó cayendo
ligeramente hasta el comienzo de mis senos. Ella lo bajó más.
Descubrió mis pechos enfundados en el sujetador.
-Esto sobra, querida. Dijo a la vez que desabrochaba la prenda.
Mis pechos se mostraron calientes. La miré mientras los
sopesaba en sus manos. Su cara dibujó un gesto de aprobación. Se
diría que eran de su gusto.
-Paula-Dije titubeando mientras ella acariciaba mis pechos-, tu
marido…
-Ahora vendrá. Nos traerá los cafés, ¿Recuerdas?. No te preocupes.
Sólo déjate hacer. Yo me encargaré de todo. Le ofreceremos una bella
imágen. Dos cuerpos arrogándose el placer. Y tú saldrás de aquí con
500 euros.
-Quiero decir que tú marido…no me tocará ¿Verdad?. Es lo que me
dijiste. No quiero.
-No. El sólo mirará. No temas. Todo saldrá bien. No te pondrá ni una
mano encima. Aunque…, bueno te entiendo. No quiero hacerlo más
difícil para ti.
Ese era el plan propuesto por Paula. Le diría a su marido que
me iba a enseñar unos vestidos y él nos sorprendería en la habitación.
Habíamos quedado que sólo miraría. E incluso me había hablado de
cegar mis ojos si me resultaba más cómodo.
Mi vestido cayó a mis pies. Cuando sus labios se posaron en
mis pezones, yo ya estaba húmeda. Al rato ella fue más incisiva y metió
su mano dentro de mi braga. Allí se dio el placer de notar mi rocío.

Tiró de mi braga hacia abajo y yo levanté primero un pie y


después otro, para dejar que la prenda saliera de mi cuerpo. Luego,
todo rodó deprisa. En silencio.
Me sentó en la cama y me tumbó sobre mi espalda para, a la
vez que abría mis piernas, lamer mi sexo con su lengua mojada y
caliente. Sin más preámbulos. Cuando noté aquella lengua viva
deslizarse por mis labios, por mi clítoris, noté una sensación extraña
pero demasiado placentera. Los primeros suspiros cobraron fuerza y
presencia en la habitación. Al rato, yo también quería más. Su mano
frotaba mi clítoris con mimo. Su lengua acariciaba mis pezones. No
quise pensar qué hacía allí. Traté de evadirme y pensar en el dinero,
pero el placer cobraba energía. El placer me confundía.
-Hagamos el amor.
-No entiendo. Dije.
-Follemos, Marina. Nos relajará y te dará confianza. A Iván le encantará
sorprendernos así.
No sabía que era lo que quería decir. Yo, por follar, sólo
entendía una cosa, la penetración de un hombre. Pero ella sabía más
que yo.
En apenas cinco minutos de estancia en aquella habitación, parte del
pudor me había abandonado. Nos sentamos frente a frente, nuestros
cuerpos abrieron sus piernas enfrentando los dos sexos, ella pasó una
pierna por encima de otra mía y yo hice lo mismo con la otra, y
nuestros deseos se juntaron para frotarse el uno contra el otro a la vez
que nos tocábamos y nos besábamos. El placer era agradable, intenso.
Yo jadeaba mientras ella se adueñaba por entero de mi boca y mis
pechos.
No daba crédito a lo que estaba pasando. Estaba avergonzada,
fuera de sitio, sorprendida, y en fin, cuantos calificativos queráis darle.
Pero una cosa estaba clara, me gustaba lo que estaba sucediendo,
aunque mi pudor, luchaba desenfrenadamente contra mi deseo en una
batalla perdida.
La puerta de la habitación se abrió y la figura de Iván apareció
sosteniendo una bandeja con tres cafés. Tres cafés que nunca fueron
consumidos. Iván clavó su mirada en la escena, en mi cuerpo, en mi
rostro. Impasible en apariencia, dejó la bandeja sobre una mesita.
Tomó asiento sobre un pequeño sillón y volvió a mirarme. Paula le
habló.
-Siempre lo has deseado, querido mío. Marina se ha prestado a
complacernos.
Ni Iván ni yo dijimos nada. Me moría de vergüenza. Paula me
abordó de nuevo. Retirándose de mi cuerpo, me situó nuevamente en
el borde de la cama y me hizo tumbar de la mísma forma que antes lo
había hecho. Mis pies quedaron apoyados en el suelo, mis piernas
dobladas y mi espalda tendida sobre ese colchón de látex. Otra vez
sentí su lengua recorriendo mi grieta. Otra vez sentí como me daba
unos ligeros golpecitos con la punta sobre mi clítoris. Otra vez la
mirada de Iván y la mía se encontraron. Pero algo había cambiado
desde la última visita de mis ojos. Su cinturón estaba desabrochado, su
bragueta abierta, su calzoncillo ligeramente bajado y su miembro
ligeramente erectado. Su mano derecha acariciaba su carne. Subía y
bajaba el anillo que formaban sus dedos a través de la barra que iba
endureciéndose poco a poco. Volvimos a mirarnos. El sonrió como si
aquello fuera lo más común que uno se pueda encontrar cuando va a
llevar un par de cafés a su mujer y a una amiga de su mujer. Yo cerré
mis ojos víctima del placer que sentía a través de mi sexo. La lengua
pertinaz de Paula devoraba lentamente cada poro de mi piel. Mi ano
no se olvidó, y aunque sentí reparo al notar ese pequeño órgano
trajinando sobre el, pronto recordé que esa tarde, antes de salir de mi
casa, me había duchado.
Cuando abrí los ojos, busqué la figura de Iván. Seguía sentado
en el mísmo sillón, pero sus pantalones yacían sobre sus tobillos. Su
miembro era grande. Seguía acariciándolo con calma. De arriba hacia
abajo. Su prepucio bajaba hasta descubrir su glande por entero.
Carecía de vello alguno. La imagen me impactó. Mi marido nunca se
había masturbado delante de mí a pesar de que yo le había dicho en
muchas ocasiones que eso me excitaba. Siempre me decía que sentía
pudor. Pero ese pudor no era el mísmo cuando observaba, con la baba
caída, cómo yo me masturbaba para él. Interrumpía mi placer y lleno
de deseo me la clavaba sin compasión.
Volví a cerrar los ojos y giré mi cabeza hacia el extremo
opuesto a la mirada de Iván. Tras unos segundos noté una presencia
cercana y los abrí nuevamente. Iván se había acercado hasta nuestros
cuerpos y acariciaba el de su mujer. Sus pechos, su espalda, sus
glúteos, eran parcelas propiedad de ese hombre. Las manos de Paula
estaban fijas en el interior de mis muslos. Sujetando mis piernas.
Abriendo mi deseo. Su lengua trabajaba con insistencia mi clítoris. Mis
labios resecos se separaban en busca del aire que mis pulmones
necesitaban. La sincronía era total. Los tres cuerpos desnudos
abordados por el deseo.
Un sonido reclamó mi atención. Me fijé en los otros dos
cuerpos. El pene de Iván había penetrado en el cuerpo de Paula y esto
había provocado que ella afianzara, más todavía, su lengua sobre mi
sexo. Iván arremetía con suavidad, como si se jactará de la exquisitez
que ofrecía ese coño, ese coño que pronto dejaría de explorar. Ese
coño que la muerte le iba a robar. Yo estaba turbada.
Me iba a correr. Sentía que mi final estaba próximo. La lengua
de Paula era sabia. Y se había convertido en catedrática cuando el
miembro de Iván la había impulsado más sabiduría. Paula cesó en sus
caricias con su lengua. Se incorporó ligeramente y se dejó caer sobre
mi cuerpo desnudo. Mi cuerpo se movió al compás de las arremetidas
que Iván ejercía sobre su mujer. Ella buscaba mi boca, quería besarme,
pero mis labios estaban muertos y no correspondían. Sentí su lengua
hurgar en todos los entrantes y salientes de mi boca, en mis dientes,
en mi…
Paula me tenía dominada. A su merced. Se mantenía sobre mi
cuerpo y con sus piernas sujetaba las mías abiertas de par en par. Sus
manos se fundían con las mías. Nuestros dedos entrelazados se
apretaban de deseo. La rapsodia de sexo continuaba lentamente. Iván
bombeaba a Paula y ésta buscaba con su lengua dentro de mi boca
alguna hipotética caries.
El encanto se rompió. Noté una mano en mi sexo. Iván había
abordado mi grieta sin preludios. Quise protestar, decir que eso no era
lo acordado, pero esos dedos no eran violentos, eran sabios. Opté por
callar y evadirme. 500 euros era una paga notable como para protestar
por su gesto. Dejar que ese hombre que iba a morir en breve palpara
mi sexo no iba a robarme nada. Le vi reclinarse sobre el cuerpo de su
mujer y pensé que la iba a penetrar de nuevo.
Cuando noté el glande de Iván en la puerta de su deseo, traté
de juntar mis piernas. Noté como mis labios se separaban para dar
cabida a ese miembro lubricado en el cuerpo de su mujer. El empuje
era constante, lento, sin vacilaciones…
Quería zafarme de esos cuerpos. No habíamos hablado que
ocurriera más de lo que había pasado. Sólo sería un juego entre Paula
y yo. Su marido miraría. Estaba claro. Paula no me dejaba abrir la boca
para emitir mis protestas. Mi cuerpo era todo un manifiesto del
desacuerdo que sentía ante la pretensión de Iván. Paula me tenía
atrapada. Sujetaba mis manos, mis dedos, mis piernas, mi cuerpo
entero…
Al escapar de su lengua puede hablar. Aunque brevemente,
dejé constancia de mi protesta y mi negación ante lo que se avecinaba.
-Noooo, noooo, eso noooo….no quiero….nooooo…Ufffffff…
Mis lamentos se fundieron con la estocada. El poderoso
miembro de Iván penetró en mi interior sin compasión. Brevemente
quieto, cesó en su empuje unos instantes para tomar la vitalidad
necesaria. La boca de Paula se apoderó de la mía a la vez que Iván
comenzaba con violencia a bombear mi cuerpo. Creí sentir los golpes
en mi útero, creí desfallecer a cada nuevo envite, creí morir cuando
cesó en los movimientos y dejó escapar su semen dentro de mí. Creí
estar muerta cuando los latigazos de placer visitaron mi cuerpo. El
cielo me visitaba. Las salvas, espaciadas, inundaron mi interior.
Iván retiró su miembro de mi sexo y su semen, riachuelo
espeso, buscó el vértice de salida. Mi cuerpo ardía…, mi cuerpo nadaba
en placer. Pero quedaba una visita, la visita de Paula. Su lengua
presurosa se fundió con esa rendija de mi cuerpo. Y entonces fue
cuando sentí lo que nunca antes había sentido. Tal vez, confundida por
el intenso placer, creí marearme. Mi alma me abandonaba y mi cuerpo
temblaba violentamente. Aún, desde el más allá, noté como los
lametazos se ralentizaban acompañando la llegada de mi relax.
Iván me besó. Sus labios, con extrema dulzura, se unieron a los
míos. Su lengua paseó por mis labios y su saliva los lubricó. Era su
agradecimiento. Era su despedida. La boca de Paula se despidió en el
interior de mis muslos y el adiós a mi cuerpo lo selló sobre mi vientre.
Aquellos cafés no fueron consumidos por nadie. Aquella noche
consumimos placer. Tras debatirme entre mentiras, telefoneé a mi
marido. La excusa fue estúpida, pero me arriesgué. Era mucho lo que
yo deseaba de aquella casa. Sentir. Experimentar lo que nunca antes
había hecho.
Cuando le dije a Ernesto el motivo por el cual probablemente
no iría a casa a dormir, le noté alucinado. Pero era la mejor excusa que
se nos ocurrió.
Le comenté que una amiga de mi trabajo, a la que él no
conocía por que no existía, había estado conmigo aquella tarde
después de encontrarnos en esos grandes almacenes que visité. Una
fuerte indisposición cuando tomábamos un café y me iba a regresar a
nuestra casa, hizo que yo la acompañara al hospital. Estaba en
urgencias. Estaba en las urgencias de un hospital y me iba a quedar
con ella hasta que los médicos terminaran de examinarla. Me costó
obviar el nombre del hospital, pero lo conseguí. Eso, y que yo no
disponía de batería en mi teléfono móvil, cerró mi mentira.
A las 4 de la madrugada salí de aquella casa. En el portal me
esperaba un taxi. A las 5 de la madruga, sentada en el salón de mi casa,
estaba enseñando a mi marido mis compras. Todo había ido bien. Mi
amiga ficticia, mi compañera de trabajo, ya estaba en casa junto a sus
padres. Todo había quedado en un susto coronario. Mi marido me
creyó.
Ya en la cama, rememoré aquellas horas. Recordé cómo tras
abandonar la habitación, el olor a sexo se instaló en el salón de Paula e
Iván. Visualicé las imágenes que acudían a mi mente sin orden alguno.
Me ví apoyada sobre la mesa de aquél bello salón mientras Iván
desvirgaba mi ano y la lengua de Paula colmaba una vez más mi
infierno interior. Nuestros cuerpos, fundidos, se desprendieron del
resto de pudor que aún conservaban. Los lamentos, suspiros, ayes y
exclamaciones fueron los únicos sonidos que esa noche se dejaron oír
entre aquellas paredes.
La despedida fue en silencio. Nuestras miradas iban y venían de
un rostro al otro. Era nuestra conversación. La conversación de unos
extraños en la noche. Ya en el taxi, descubrí dos billetes de 500 euros
dentro de una de mis bolsas. Paula había sido generosa. Los doblé en
dos mitades. Esa era la forma más factible de explicar a mi marido
cómo me los había encontrado en aquellos grandes almacenes.

Paso muchas veces por el portal de Paula. Lo hago adrede.


Trato de verlos. Me paro en la esquina y mientras fumo un cigarro
pienso si estaría bien o no acudir a su casa. Lo cierto es que no me
importaría repetir aquella experiencia, pero algo en mi interior me lo
impide. Yo, antes de eso, era una chica plena, sin complejos, feliz.
Después de lo que pasó con Paula y su marido, no vivo tranquila. El
sexo con mi marido, aunque satisfactorio, no puede compararse con el
que esa pareja me ofreció en aquella noche mágica. El desasosiego me
acompaña permanentemente. Me falta algo y yo se lo que es. Me
faltan ellos.
Trovadores
Aquél autocar me llevaba a la paz. Las cumbres de Andorra me
esperaban. Siempre estuve enamorado de Andorra. Sus picos, sus
valles, su verde…., su armonía.
No era un viaje previsto, fue un viaje relámpago. Salida, sábado.
Regreso, domingo. Destino, Andorra.
Bien estudiado, era una paliza, no por la distancia que me
separaba del principado, no, si no por la corta estancia que iba a
disfrutar en ese pequeño país. Había estado toda la semana escalando
en los pirineos franceses junto a un grupo de galos. El día anterior, el
viernes noche, hice un alto en mi regreso a Madrid y me detuve en la
población de Lérida. Bernard se había ofrecido a trasladarme desde
Luz-Ardiden hasta Lérida, lugar en el que vivía junto a Patricia, su novia
española. Cuando logré zafarme de su invitación para que pasara el fín
de semana con ellos, me alojé en un hotel de Lérida. Comenté con
Bernard que a la mañana siguiente, sábado, saldría con destino a mi
ciudad, Madrid. Pero ya dice el refrán “El hombre propone y Dios
dispone”.
Al llegar al hotel, pude ver una proclama en recepción dónde se
anunciaba una excursión a ese bello país. Después de tomar
habitación, pregunté en recepción si aún habían plazas disponibles.
¿Sería el destino?, tal vez. Tres plazas quedaban para cubrir el aforo del
autocar. Dos las acababan de ocupar…y yo iba a ocupar la última. La
salida, sábado a las 06,00 AM, el regreso, domingo 18,00 PM.

Después de la cena, subí a mi alojamiento para descansar y


estar listo a las 05,00 de la mañana.
Instalado en el asiento 32 del autocar, comenzó el viaje hacia
Andorra. Mi compañero de viaje era un hombre mayor que, a juzgar
por su apariencia, se diría que acudía a su propio sepelio en tan bello
lugar. El conductor, tipo entrado ya en la cincuentena, nos obsequió
con música. Raphael nos amenizaba con canciones de su repertorio.
Una de las melodías era coreada por dos jóvenes sentadas en la fila de
la derecha del autobús y en paralelo al asiento que ocupábamos el
finado y yo.
“Hoy para mí es un día especial, hoy saldré por la noche, podré vivir lo
que el mundo nos da cuando el sol ya se esconde, podré cantar una
dulce canción a la luz de la luna, y acariciar y besar a mi amor como no
lo hice nunca…”

Ambas jóvenes, coreaban sin pudor alguno la melodía de


Raphael. Rubias, de aspecto muy saludable, ambas transitarían por la
veintena de años. Como no quería ser descarado, las observaba con el
rabillo del ojo. No me pregunten que sentí por aquellas jóvenes, ni yo
mísmo lo sé, pero era claro que hicieron que el viaje pasara en un
instante. Ambas se miraban, se sonreían y seguían con su coro
emocional.
“¿Qué pasará, qué misterio habrá?, puede ser mi gran noche, y al
despertar ya mi vida sabrá algo que no conoce…”
Me recluí en mis pensamientos más obscenos. Tras imaginarme
agasajado por ambas muchachas, sonreí. Yo sólo era un tipo cansado,
apasionado por ese bello país y deseoso de subir hasta Arinsal para
empapar mis pupilas con ese hermosísimo paisaje.

Al llegar al hotel, me adjudicaron el apartamento núm. 6. A


ellas, el núm. 10.
El apartamento estaba limpio y era muy amplio. Una
habitación, una cocina, un baño completo, un salón y una pequeña
terraza desde la cual se divisaba lo que yo había ido a buscar, placer
para mi vista. Vacié la mochila y me di un baño relajante. Sentí hambre.
Como conocía Andorra, y había frecuentado la estación de
Arinsal en varias ocasiones, no había problema en localizar un lugar
dónde almorzar.
Mientras devoraba un bocadillo de beicon y bebía un buen
“Cim de Cel”, vino de la tierra, las ví llegar. Las dos melenas rubias
entraron en el bar. Vi como se acomodaban junto a una mesa mientras
Jordi se dirigía hacia ellas. Sus cabellos anunciaban que se habían
duchado.
Conozco a Jordi de otras ocasiones. Es un camarero inteligente,
educado, perspicaz y muy eficiente, y si bien no nos une una gran
amistad, al menos nos agradamos. En otras ocasiones, cuando he
visitado el bar en el que trabaja, siempre acabé entablando
conversación con él. Como yo también soy muy observador, no me
pasó desapercibida la larga charla que mantuvo con las rubias cuando
las llevó unos bocadillos de calamares y unas cervezas. Mi curiosidad
me hizo preguntar.
-¿Qué pasa, estás ligando con las rubias?. Pregunté.
-Noooo, ¡qué va!. Les estaba explicando lo de la fiesta de ésta noche.
Me contestó un tanto aturrullado.
-¿Una fiesta?, ¿Aquí?.
-Esta noche, el francés-Su jefe es francés y él le llamaba así-, ha
montado una fiesta. Dice que este verano hará un par de ellas por mes.
Por eso hablaba con las rubias. Intentaba convencerlas para que
asistan.
-¿Y vendrán?. Pregunté con sumo interés.
-¡Por supuesto!. Se han mostrado muy dispuestas.
-He venido desde Lérida con ellas en el autocar. ¿Sabes?, he estado en
Francia, en Luz Ardiden, y a mi regreso me he alojado en un hotelito de
Lérida. Allí surgió ésta excursión. Se alojan en los apartamentos Velvet,
como yo.
-Lo sé. Me lo han dicho.
-Y… ¿A qué hora es esa fiesta?
-A las 10 de la noche. Sube un chaval de San Juliá para ayudarme con
el lío. De todas formas vendrá poca gente. ¿Acaso vas a venir?.
-Pues…no lo sé. Depende de lo cansado que esté. Mañana salimos
para Lérida a las 6 de la tarde.
-Bueno, pues si vienes, aquí me encontrarás. Te dejo, voy a atender a
aquellos gabachos que acaban de entrar.
-Ve, ve. No hay problema. Toma-Dije dejándo dinero sobre la barra-,
aquí te dejo 10 euros. ¿Hay bastante?.
-Si. Son 8,25…
-Quédate con la vuelta. Me voy a dar un paseo.
Salí del bar y, al pasar cerca de las rubias, eché un último
vistazo. Una de ellas luchaba contra la elasticidad de un calamar. La
otra, “pimplaba” cerveza como una jabata. Sonreí de nuevo y salí a la
calle.
Ya en el exterior, aspiré aquél aire limpio. Lo que quedaba de
mañana transcurrió muy deprisa. Estuve andando por los alrededores
hasta que llegó la hora de la comida. Había decidido comer en los
apartamentos. La cafetería sería un lugar tranquilo y tal vez pudiera ver
de nuevo a esas dos hembras cantarinas.
Cuando daba fin al helado con el que me había obsequiado,
maldije mi mala suerte. No habían ido a comer a la cafetería. Tal vez
hubieran bajado a San Juliá, tal vez lo hubieran hecho en su
apartamento, tal vez….
Distraído mientras pensaba en ellas, las vi. Nuestras miradas se
encontraron. Me sonrieron ambas. Bajé mi cabeza sin ni siquiera
pensar que su sonrisa iba dirigida hacia mí. Cuando la levanté, estaban
de pies junto a la mesa que yo ocupaba.
-Hola. Me saludó una de ellas.
-Hola. Contesté sin moverme y lleno de sorpresa.
-También venimos de Lérida. Vinimos juntos en el autocar. Esta
mañana. ¿No nos recuerdas?
-“! Oh, si!....ibais sentadas en la fila de la derecha.
-Si. Íbamos cantando- Dijo a la vez que sonreía de nuevo-, yo me llamo
Ana y ésta es mi amiga Julia.

Me levanté de la mesa. Sonreí de nuevo a la vez que me


presentaba.
-Encantado. Yo me llamo Gustavo. ¿Os queréis sentar?. ¿Habéis
comido ya?
-Si hemos comido en el apartamento. Son grandes ¿Eh?. Hemos
venido a tomar un café. Contestó Ana.
-Pues en ese caso, permitirme que os invite. Dije tratándo de ser
cortés.
-De acuerdo. Dijo Ana a la vez que ambas se sentaban a la mesa.
Dos cafés con hielo fueron servidos. No tuve que iniciar
conversación alguna, pues Ana era muy dicharachera. Julia parecía
reservada.
-Gus, ¿Te puedo llamar así?-Me pregunto Ana-, ¿Irás a la fiesta de ésta
noche?.
-No creo. Estoy cansado. Llevo una semana muy dura. Vengo de
Francia. De Luz-Ardiden.
-¿Qué hacías allí?, ¿Vives allí?, ¿Eres francés?. Me preguntó llena de
curiosidad aquella chica.
Les expliqué de dónde venía, les mostré mi entusiasmo por
Andorra y me interesé por conocer algo de ellas. Atendieron mis
explicaciones en silencio. Luego, Ana me reveló algo de ellas.
-Nosotras sómos amigas. Sómos de Barcelona. A través de internet nos
enteramos de la excursión. Y aquí estámos, ja,ja,ja. Casi no llegamos a
tiempo de sacar los billetes de autocar. Sólo quedaban tres plazas.
¡Imagínate!. Estámos de vacaciones y como estámos cansadas de
playa, y aunque era una excursión corta, pensamos que no sería mala
idea pasar el fin de semana aquí. Me gusta Andorra. Yo ya había
venido alguna vez, pero Julia no lo conocía.
-Volver. Esto es maravilloso.
-Ahora lo haremos sin problemas-Comenzó a decir Ana-, Julia y su
novio han roto hace dos meses. Yo rompí con el mío hace dos años,
ja,ja,ja. Era un pobre diablo. ¡Y un celoso!. Y además….
Julia interrumpió a su amiga…
-Yo no he roto con nadie. Ya sabes que ha sido él quien me ha dejado.
Protestó Julia como si aquello fuera un eximente en aquella relación.
-Bueno, si, vale, ¿Y qué?. Lo real es que ya no estás con él. Aseveró
Ana.
-En realidad me parecéis muy jóvenes para andar de novios. Y sobre
todo tú, Ana, que dices haberlo dejado hace dos años.
-¿Cuántos nos echas?. Me preguntó Ana.
-No sé. Soy pésimo adivinando. No sé…andaréis por los veinte…
treinta….tal vez cuarenta, ja, ja, ja.
-¡Oye guapo!, yo tengo 26 y Julia 27. Protestó Ana.
-Era una broma. Dije excusándome.
-¿Y tú?. Me preguntó Julia mirándome a los ojos.
-37.
-Bueno, al menos no eres un niñato. Reflexionó ella.
-Puedes estar segura que a veces me muestro como tal. Contesté.
-¿Irás esta noche a la fiesta del bar?. Insistió Ana.
-Puede.
-Nosotras estámos en el apartamento 10, pasa a buscarnos a las 11.
¿Te parece bien?. Me preguntó Ana.
Dudé unos instantes ante tal invitación. Quería, de eso no había
duda, pero algo me decía “cuidado, Gus” .
-De acuerdo. A las 11 iré a buscaros. Es decir…si no os molesta ir con
un tipo caducado.
-¿Estás casado, Gus?. Me preguntó Ana.
-No. Vivo con una chica en Madrid. Llevamos juntos diez años.
-¿No te ha acompañado?. Me preguntó Julia llena de interés.
-No. Ella no escala. Es más de oficina. Yo soy el aventurero. Está
trabajando.
-¿Tu no trabajas?. Preguntó Ana.
-Si. Pero estoy de vacaciones. Soy ingeniero. Me he reservado una
semana para estar junto a Raquel, así se llama ella, pero no quería
dejar pasar la oportunidad de irme con este grupo de franceses a
escalar. El lunes ya estaré en Madrid. Y esperaré pacientemente a que
llegue el día 22 para irme con ella a alguna playa… al menos una
semanita.
-Eso está bien. Bueno, nosotras nos vamos. ¿No buscas a las 11?.
-Lo haré, pero no quisiera chafaros algún plan.
-No estámos interesadas en eso. ¡Se acabaron los novios!, ja,ja,ja.
Contestó Ana.
-Si, debéis disfrutar la vida. Tiempo tendréis para formalizar una
relación.
-Así es. Dijo Ana.
-Ha sido un placer invitaros al café. Y una charla muy entretenida. Dije
a la vez que me despedía.
-Igualmente, Gus. ¿Qué harás toda la tarde?.
-Ni idea. Saldré a caminar un rato, luego me ducharé y cenaré en la
cafetería….
-Y luego nos irás a buscar, ¿no?. Continúo Ana.
-Vale. A las 11 llamaré a vuestra puerta. No creo que me pierda en el
camino, yo estoy en el apartamento 6.
-Vale pues, nos vemos luego. Ciao, Gus.
-Adiós.
Aún tuve tiempo de tomarme otro café. Recordé a Raquel a la
vez que me mordía el labio inferior. “Bueno, una copa, un rato y a
dormir. Ellas son jóvenes y sin compromiso. Yo estoy cansado”. Mi
pensamiento estaba claro y mis ideas también.
Pasé la tarde dando una vuelta por los alrededores. Después de
descansar un par de horas, me duché y me vestí con una camiseta que
había comprado en Francia. Me acoplé un pantalón que andaba medio
limpio y me dispuse a ir a buscar a aquellas dos rubias.
Al llegar a la puerta del apartamento, llamé al timbre.
Rápidamente Julia me abrió la puerta. Mis ojos se clavaron en ella. Ya
estaba arreglada. Era impresionante lo que había cambiado tras
maquillarse. Su larga melena rubia adornaba aún más su bello cuerpo.
-Pasa. Ana está arreglándose. ¡Anaaaaaa….está aquí Gustavo!. Aquél
grito me alarmó.
-Igual he venido muy pronto, dije a la vez que me miraba el reloj.
-No. ¡Ésta, que es una pesada!. ¿Quieres tomar algo?. Tenemos el
minibar casi agotado, ja, ja, ja.
Es evidente que algo se había tomado. Julia estaba más
desinhibida que aquella mediodía. No estaba ebria, pero puede que
“chisposa” si.
-No, gracias. No suelo beber. Si acaso una copa en alguna ocasión.
-Me gusta tu camiseta. Me dijo.
-La compré en Francia. Es la única que tenía limpia.
-Ven, pasa. Nos sentaremos hasta que ésta termine.
Unos pasos más adelante, dos silloncitos acogieron nuestros
cuerpos. Sin darnos tiempo a iniciar una conversación, la puerta del
baño se abrió y la figura de Ana llenó el pequeño salón.
-¡Hola, Gus!. Me visto y nos vámos.
Es evidente que se tenía que vestir. Ana había salido del baño
completamente desnuda. Me quedé estupefacto. No daba crédito a la
visión. Julia lo vio en mi cara. Cuando Ana se perdió dentro de la
habitación, dejó la puerta abierta. Julia se acercó a mi oído y me
susurró…
-Es una exhibicionista. ¿Has visto lo morena que está?, la playa nudista
a la que va. Se la comen con los ojos.
Me quedé en silencio. ¿Qué podía decir?. Si la imágen fue
sumamente agradable, la revelación de Julia no fue menos interesante.
En apenas cinco minutos su cuerpo salió de la habitación. La
camiseta que cubría aquellos pechos que yo había visualizado, y un
pantalón ajustado, hacían de su cuerpo un objeto lujurioso. Me sonrió
y me preguntó con maldad…
-Gus, ¿Crees que gustaré a los chicos?.
No sabía que decir. Simplemente estaba anonadado ante la
belleza de aquellas dos chicas. Al fín, puede articular palabra.
-Estáis preciosas-Dije sinceramente-, pero eso no hace falta que yo os
lo diga. Vosotras sois conscientes de ello. Esta noche os saldrán mil
planes…
-No necesitamos planes-Contestó Ana-, sólo queremos divertirnos.
¿Nos vámos, pareja?.
Los trescientos metros que separaban el complejo de
apartamentos y el bar dónde trabajaba Jordi, lugar de la fiesta, los
recorrimos en silencio. Ellas pavoneándose, yo… alucinado.
Al llegar al bar, Jordi me llamó. Un pequeño espacio en la barra
había sido convenientemente reservado para nosotros tres.
-Aquí, poneros aquí. Os lo he reservado.
-¿Y cómo sabías tú que íbamos a venir?. Pregunté.
-Ella me lo dijo esta tarde. Dijo mirando a Ana.
-¿Habéis estado aquí ésta tarde?. Pregunté encarándola.
-Si. Dijo ella.
Y como la respuesta fue seca, finalicé mi interrogatorio. En
realidad ¿Quién era yo para preguntar a dos hermosas jóvenes dónde
habían ido?.
-¿Qué os pongo?-Preguntó Jordi-, el “francés” anda por aquí. Ha
venido a joderme. Luego, cuando vea que no va a venir mucha gente,
se largará y me comeré el marrón yo solito, pues el chico de San Juliá,
ha llamado y dice que no puede venir. ¡Ójala y vengan mil personas!.
Así se joderá y tendrá que currar. Pero no, vendrán los que hay.
Efectivamente, eran casi las 12 de la noche y en aquél bar
habría cerca de 30 personas en total.
Raquel acudió a mi mente. De pronto me vi en aquél bar, a
medianoche, con dos jóvenes de las que deseaba su compañía. Pero
algo en mi interior me decía que aquello que estaba haciendo no
estaba bien.
Jordi nos sirvió tres copas. Ana y Julia tomaron sendos gin-
tonic y yo un ron y cola. Después de dar un par de tragos a su gin-
tonic, Ana se lanzó a bailar. Tanto Julia como yo nos negamos a
acompañarla. La música estaba demasiado alta. Aquél ambiente me
aturdía. A los pocos minutos, Julia acompañó a su amiga.
Entre idas y venidas a la barra, la noche fue pasando con
lentitud para mí. Ellas gozaban con el baile y empezaban a
desinhibirse debido a los dos gin-tonic que ya habían tomado.
Observé que algún chaval quería ligar con ellas. Bailaban un rato y
después iban al lugar que yo ocupaba en la barra para refrescar su
garganta.
En una de esas idas y venidas, Ana buscó algo más. Mientras
bebía, pegó su cuerpo al mío y acercó su boca a la mía.
-¿No vas a venir a bailar con nosotras?. Me preguntó melosamente.
-No. Ya os he dicho que no me gusta bailar.
-¡Ah, claro, lo tuyo es escalar!-Exclamó a la vez que sentí su mano en
mi entrepierna aferrando mi paquete-, ¿No escalarías mi monte de
Venus?.
No estaba borracha. No estaba fumada. Estaba mostrándose tal
como era. Me quedé sorprendido por su acción, y si bien pensé que se
trataba de una broma, pronto disipé mi convicción.
-¿Acaso no te gusto?. Me preguntó rozando con sus labios los míos.
-¡Claro que me gustas!. ¿Por qué no ibas a gustarme?
-Pero no te gusto tanto como para que te acuestes conmigo, ¿verdad?.
Ana sabía lo que deseaba, y esa es una cualidad que admiro de
la gente. Ana era una chica segura pese a su juventud. Me había dicho
bien claro que se quería acostar conmigo, y si bien no lo interpreté con
el rigor que era preciso, me descubrí queriendo que sucediera. Raquel,
mi compañera sentimental, había volado de mi mente. Y voló aún más
lejos cuando Ana posó sus labios sobre los míos y su lengua buscó la
mía. El beso cesó y quise más, pero ella se alejó sonriendo a
encontrarse con su amiga para seguir con ese baile que ya me
mareaba.
Al poco rato fue Julia quien se acercó al lugar que yo ocupaba.
Trató de tomarme de la mano para lanzarme al abismo del baile con
ellas, pero me resistí como pude con ostensibles gestos de negación
con la cabeza. Tan pronto se fue, volvió Ana. Otro trago. Otro beso.
Pero en esa ocasión tomó mi mano y la introdujo bajo su camiseta.
-Mira, escalador. Toca estas montañas.
Si. Mi mano se arrebató con aquellos pechos. Mi pene
respondió al estímulo. El beso era prolongado. Las lenguas se
buscaban con ansia. Mi mano ya era experta y acariciaba sus pezones,
su vientre…su piel.
-Quiero follar contigo, Gus.
-Y yo también. Me oí decir mientras nuestros alientos se enfrentaban.
-¡Joder, cómo estoy!...
Que estaba, se notaba. Que yo la deseaba, se veía. Que Julia
nos descubrió, se apreció.
-¡Bah, parecéis dos jovencitos en un portal!-Dijo a la vez que se situaba
a nuestro lado-, si queréis follar iros al apartamento.
-¿Celosa, Julia?. Preguntó Ana.
-¿Quién, yoooo?. Para nada.
Ana hizo algo que me rompió los esquemas. Aquello me
satisfizo plenamente y, aunque me dejó descolocado, me excitó
mucho. Los labios de Ana se juntaron con los de Julia y el beso fue
espectacular. Oí algún silbido de aprobación procedente de algunos
jóvenes que estaban en la barra. Luego, las dos se rieron.
-Vámonos. Dijo muy resueltamente Ana.
-¿Dónde?.
-A nuestros apartamentos. El ambiente se ha cargado mucho.
Sacó dinero para pagar las copas de todos. No se lo permití.
Quería invitar yo. Ante mi insistencia, Ana dejó que yo pagase, pero
compró tres camisetas del local, una para cada uno. Jordi las metió en
una bolsa y ella pagó 30 euros por las tres.
Ya en la calle, de camino a nuestro albergue, Ana me echó un
brazo por la cintura y su mano descansó en el bolsillo trasero de mi
pantalón. Julia caminaba a nuestro lado. Miraba al frente y se cardaba
el pelo con sus manos. El silencio de los tres nos sentaba bien.
Demasiado bullicio en aquél bar. Me sentía a la expectativa. No sabía
lo que iba a ocurrir. No sabía si los deseos de Ana de follar conmigo se
habían disipado. Julia podía haberlos cortado. ¿Y si ellas se
conformaban con sus besos?. Pero no, esa, al igual que la canción que
ellas canturreaban, era mi gran noche.
-Gus. Dijo Ana parando sus pies.
-Dime.
-¿Alguna vez has estado con dos chicas?
Si, era eso. No admitía dudas. La pregunta era directa. Miré a
Julia que caminaba unos metros delante de nosotros sin percatarse
que nos habíamos parado.
-No. Contesté.
-¿Te gusta Julia?.
-Si, si…-Dije sorprendido-, ¡Cómo no me va a gustar!. Es muy guapa.
-Necesita acostarse con un tío. ¿Te acostarías con ella?.
-¿No eras tú la que quería acostarse conmigo?. ¿Me vas a ceder a tu
amiga?.
-No. Pero si quieres acostarte conmigo, tendrás que hacerlo con las
dos.
Inaudito. Acostarme con las dos. Reanudamos la marcha, pues
Julia se volvió y nos reclamó.
-¿Dónde está la trampa, Ana?. Pregunté.
Ana volvió a detenerse. Tomó mi mano y la guió hasta su
cintura mientras ahuecaba el pantalón. Mi mano franqueó la barrera
del nylon. La humedad me desbordó.
-¿Qué me dices?. Preguntó.
La besé con pasión. Julia se giró de nuevo y nos volvió a
sorprender.
-¡Estáis calentitos, eh!.
-Espera Julia-Dijo Ana a la vez que reanudábamos la marcha hasta
llegar dónde se encontraba su amiga-, Gus dormirá con nosotras esta
noche. ¿Algo que objetar?.
-No. Se os nota muy calentitos. Supongo que tendréis que acabar.
-¿Y si acabáramos los tres?. Invitó Ana.
-¿Los tres?. Preguntó Julia.
-¿No te apetece, Julia?. Insistió Ana.
-¿Tú que dices, Gus?. Me preguntó Julia.
¿Qué iba a decir?, ¿Qué podía decir yo si ese bello lugar del
que estaba enamorado me había puesto a dos jóvenes rubias al
alcance para ser por primera vez infiel a mi pareja?. ¿Acaso me iba a
vetar a semejantes caramelos?. ¿Raquel iba a merodear por mi mente
mientras me follaba a esas rubias?. Había que probarlo.
-Soy poca cosa para los dos, pero se puede intentar. Dije sin
reconocerme.
-Nosotras te ayudaremos. Dijo Ana a la vez que su brazo agarraba mi
cintura nuevamente y me besaba en los labios.
La entrada a los apartamentos no fue como la salida. Una rubia
a cada lado. Mis brazos abiertos abrazando las cinturas de ambas.
Caminando en silencio. Sin cantos delatores.
-En el nuestro. Dijo Ana al llegar frente a mi apartamento.
Reanudamos nuestros pasos y la puerta del apartamento 10 se
abrió. Al cerrarla tuve la sensación de que cuando saliera de allí ya no
sería el mísmo.
No hubo prólogos, ni copas, ni conversaciones, ni…sólo deseo
desenfrenado. Las camisetas de las dos rubias volaron hacia lo sillones.
Sus pechos balanceándose impactaron en mis pupilas de una manera
agresiva. Ana se acercó a Julia y el beso las unió. Yo me quedé
mirándolas mientras disfrutaba de esa escena. Verlas unidas por sus
bocas, sus pechos enfrentados, sus carnes morenas…y yo, de pies,
mirando lejos, muy lejos de Raquel.
Ana desabrochó el pantalón de Julia y ella mísma tiró de el
hacia abajo. Aquella prenda rosa ajustada a su cintura me alborotó.
Seguían unidas por sus lenguas, como si fueran un solo cuerpo. Estaba
claro que el calentón que sentían era abrasador. Yo pensaba en Ana,
quería tocar su cuerpo, pero habría de ser paciente. Era su turno, y yo
tendría mi oportunidad, pues de lo contrario, no me hubieran invitado
a su apartamento.
Como si Ana me leyera el pensamiento, se separó de su amiga
y me encaró. El beso se estrelló en mis labios brevemente. Ella misma
me sacó la camiseta y sus labios bajaron a succionar y besar mis
pequeños pezones mientras sus manos ágiles me libraban de la
opresión del pantalón. Tras ella, Julia se afanaba en bajar los
pantalones de su amiga. Conseguido el propósito, mientras Julia
bajaba la braguita de Ana, ésta a su vez tiraba hacia abajo de mi
calzoncillo. Mi pene, duro como una piedra, dio un respingo al sentir la
libertad. La mano de Ana lo aferró para acariciarlo mientras me besaba
en los labios.
Sentí una mano que acariciaba mis glúteos. Julia se afanaba en
inspeccionar con detalle mi piel. Mis dedos, solícitos dónde los haya, se
perdieron de inmediato buscando sus orificios, su humedad. Mientras
Ana me besaba, Julia mordisqueaba mi cuello, mis lóbulos, mi nuca. Mi
dedo más largo resbalaba por los bordes de aquella hendidura suave.
-Vayamos a la cama. Dijo Ana.
Sólo hube de sacar mis pantalones y mi calzoncillo para poder
ponerme en marcha. Al llegar a la habitación, Julia abrió la puerta de la
pequeña terraza. El silencio y el claro de la luna me embriagaron
definitivamente. Mi cuerpo fue empujado sobre la cama y ambas gatas
se situaron cada una a un costado de mí. Cerré mis ojos cuando sentí
aquellos dos pequeños órganos lamiendo mi pene. Sus manos
acariciaban mis piernas, mi vientre, mi pecho. Con mis manos
acariciaba sus espaldas. Sentía placer, sentía vértigo. Presentía una
eyaculación furiosa y se lo hice saber.
Cesaron en el castigo que me estaban infligiendo. Las ví
besarse, acariciarse, abrazarse. Arrodilladas una frente a la otra, sus
manos bailaban en el sexo de la otra. Me uní a ellas. Arrodillado yo
también, las abracé.
Mis manos alcanzaron sus sexos, mi boca luchaba de un pezón
a otro, de un cuerpo al otro. Julia se dejó caer a mi espalda y Ana se
agachó frente a mí. Otra vez su boca colmó mi hinchazón. Sentí la
humedad de la lengua de Julia en mi periné, sentí su saliva en mi ano.
Creí desvanecer.
-Quiero que me folles.
Ana pedía por su boca y yo, lejos de mi Raquel, compañera fiel,
no iba a negar nada. Me dejé caer sobre la cama para que Ana se
subiera a horcajadas. Tomó mi miembro con su mano derecha y lo
aproximó hasta el infierno. Su melena rubia impidió que el claro de la
luna me mostrara su rostro, pero el silencio de la noche me trajo sus
suspiros y sus ayes de placer. Los movimientos se hicieron cada vez
más violentos, parecía tener prisa por correrse, por caer derrotada. La
explosión nos sorprendió a los dos, al unísono. Ella se venció sobre mi
pecho con mi miembro en su interior y pude sentir las contracciones
de su vagina. Mis manos acariciaban su espalda con ternura, su pelo,
sus glúteos. Su mejilla reposaba en mi pecho cuando Julia me besó en
los labios. El beso era desgarrador, impaciente. Supe qué hacía. Se
masturbaba y se corría. Y quería correrse besándome mientras su
amiga aún estaba unida a mí. A los pocos segundos se derrumbó en la
cama, a nuestro lado.
El claro de la luna nos arropó en la noche. Los trovadores
cesamos en nuestros cantos y nos quedamos dormidos.
Con los primeros rayos del sol me follé a Julia. Ana aún dormía
y yo me había levantado. Debí despertarla. La erección matutina no la
sorprendió cuando me pilló, me pidió.
-Fóllame, Gustavo. Dame lo que….
No la dejé terminar su frase. La empujé violentamente contra
los azulejos del baño y la besé. Ella abrió sus piernas y mi vigoroso
pene penetró en ese cuerpo hambriento desde hacía unos meses. Unas
embestidas con furia fueron suficientes para que Julia se corriera. Mi
eyaculación se retardaba y opté por girarla. Cara a la pared la volví a
penetrar. En esa postura no tardé mucho en eyacular dentro de ella.
Aún, recuperando el aliento, nos sorprendió Ana. Desnuda y
con cara de sueño nos dio los buenos días. Y añadió una pregunta
estúpida, pues nuestros cuerpos aún estaban unidos.
-¿Qué hacéis?. ¿Habéis follado?.
No fue necesaria la respuesta. Sus bostezos nos llevaron a la
cama de nuevo, donde después de dormir hasta las 12 del mediodía,
mantuvimos una extraordinaria sesión de sexo, en la cual ambas me
obsequiaron con algo que jamás he olvidado, verlas hacer el amor para
mí.
Sobre las tres de la tarde me marché a mi apartamento. Tenía
hambre y quería comer en la cafetería. Ellas no me acompañaron. Con
un “hasta luego, preciosas”, salí de su apartamento y no las volví a ver.
Sentado en el mismo autocar, con el mísmo viejo a mi lado, con
el mismo conductor, con la mísma música de Raphael, esperé a ver si
sus asientos eran ocupados por ellas. El autocar arrancó rumbo a
Lérida, pero faltaban dos rubias. Cuando pregunté al conductor antes
de iniciar la marcha, éste me respondió con un lacónico “se quedan”.
Adormilado sobre la ventanilla y pensando en mi amada
Raquel, pensando en la infidelidad que había cometido, la canción
sonó de nuevo para traer a mi memoria las imágenes de aquella
noche. Pero no había coro, no había rubias canturreando como el día
de antes. Las recordé cantando, tan risueñas, tan felices. Y mi voz sonó
con gravedad… “Hoy para mí es un día especial, hoy saldré por la noche,
podré vivir lo que el mundo nos da cuando el sol ya se esconde, podré
cantar una dulce canción a la luz de la luna, y acariciar y besar a mi
amor como no lo hice nunca… ¿Qué pasará, qué misterio habrá?, puede
ser mi gran noche, y al despertar ya mi vida sabrá algo que no conoce…”

El viejo que me acompañaba, el que supuse que iba a morir en


Andorra, me miró y me llamó la atención. Rescatado por algún
convenio extraño con la muerte, ante mi respuesta optó por
escabullirse en el lugar que debieron ocupar Ana y Julia. Mi respuesta,
posiblemente, le haría pensar que estaba enajenado.
-Disculpe si le molesta mi canto, pero ¿sabe usted?, me siento un
trovador de la noche.
Adicta

La oficina estaba vacía. El trabajo había sido exhaustivo. Necesitaba


dormir un poco, más bien mucho. Tantas obligaciones y
responsabilidades habían reducido bastante el deseo en casa. Llegaba
tan cansada que el sexo no se antojaba, ni siquiera después de un
relajante baño. Había sido una semana de cuatro o cinco horas de
sueño. Ya debía salir, los jefes ya no estaban. De repente algo ocurrió,
cómo explicarlo, simplemente en la pantalla la ventana del chat estaba
abierta. Un contacto nuevo pedía autorización. Qué me llevó a
aceptarlo, no sé. La costumbre, el destino, las ganas simplemente.
Acepté el contacto, de nombre indescifrable, escrito en tipología rusa o
algo así. El desconocido escribió en la pantalla:
- Hola, preciosa mujer – No me tomo en serio esos saludos, pero como
mujer me gusta que me traten con esas cortesías.
- Hola, buenas noches – le respondí con tacto y delicadeza.
- Te escribo desde San Fernando (ciudad vecina), no pude resistir la
tentación de escribirte.
- ¿Cómo tienes esta dirección, dime quién eres?
- Me voy a presentar formalmente porque no quiero que tengas
desconfianza. Me llamo Luis Felipe…M…, o Luis a secas. Esta semana
estuve en tu piso por error, porque en realidad iba a otra oficina, pero
quedé encantado con tu belleza, así que investigué un poco y alguien
de tu oficina me pasó esta dirección. Sé que es para asuntos oficiales y
de negocios, pero tenía que conocerte, preguntarte acerca de ti, y
pedirte la oportunidad de invitarte a tomar algo, lo que quieras,
cuando quieras.
- No recuerdo haber visto a nadie extraño en la oficina, de hecho, no
pudiste verme porque estoy al fondo y no me puedo ver desde la
entrada, seguro me confundiste, tal vez viste a la recepcionista o a
alguna secretaria.
- No, María, te vi a ti, estabas maravillosamente vestida con un vestido
largo de flores, rojo, llevabas tacones altos, el cabello peinado con
coleta de caballo, estabas divina. Ibas saliendo de una oficina cargando
una carpeta bajo tu brazo.
- Ya sabías mi nombre, me estás asustando.
- No temas, soy un caballero. Tengo un negocio de refacciones
industriales y hago negocios con la firma que está un piso debajo de la
de ustedes.
Pude haber cortado esa conversación, un desconocido tratando de
hacerme plática a las 10 de la noche, cuando se suponía que ya nadie
iba a estar trabajando. Pero a veces una no es consciente, o la
curiosidad nos tiende trampas que no podemos evadir aunque las
tengamos advertidas previamente.
- Me dices que eres un caballero, pero indagas sobre mí, y me escribes
a un chat de la empresa fuera de horas de trabajo. ¿Cómo sabías que
estaría aquí?
- No lo sabía, mandé la invitación a esta hora por varios motivos, pero
el principal era no ser inoportuno si estabas ocupada. Lo ibas a ver si
estabas por salir, o mañana al iniciar el día. Y tuve una gran suerte al
ver que me habías aceptado.
- Luis, entenderás que todo esto es muy raro. Preferiría no seguir con
esto.
- Por favor, María, dame la oportunidad de platicar contigo, cuando tú
quieras; desde que te vi quedé con esa visión en mi cabeza, quiero
conocerte, hablarte, conocernos.
- Si ya investigaste bien, sabrás que soy casada. Y que no tengo 20
años, ni soy una niña inocente que puedes marear con palabras.
- Y yo soy casado también, bueno, divorciado recientemente. Y no
pretendo incomodarte, ni meterme en tu vida para hacerte daño.
Pregunta lo que quieras de mí, déjame demostrarte que soy de fiar.
- No sé, esto es muy raro.
- Mañana puedo ir a verte, si me lo permites. No seré inoportuno,
pediré cita para hablar de negocios, formalmente. Seré muy
profesional y discreto.
- No sé si me interese, te lo digo de verdad.
- Cinco minutos de tu tiempo, no te pido más; si después me pides
que me vaya, no te volveré a molestar nunca más. Te doy mi palabra.
- Lo pensaré, pero no te aseguro nada. Y ya me tengo que ir. Buenas
noches.
- Buenas noches, María, y gracias.
Antes de cerrar la ventana del chat tuve la intención de borrar ese
contacto. Una vez más algo me hizo dudar. No lo borré. Cerré la sesión
y me fui cansada, pero con esa curiosidad pequeñita dando vueltas por
mi cabeza. Quién sería. No recuerdo a nadie externo a mi oficina. Y su
intención es directamente personal, escribiendo tan bien, tan galante.
Llegué a casa muerta de cansancio, mi marido no había llegado aún.
También está cargado de trabajo. Hemos dormido poco, pero se
acerca el período de vacaciones y podremos salir juntos a olvidarnos
de todo por un tiempo.
Dormí mucho, tardé en levantarme y tuve que salir corriendo para no
llegar tarde al trabajo. Me vestí con lo primero que me topé. Blusa
blanca, falda corta gris, torera negra, zapatos negros normales, ni muy
altos ni muy bajos. Llegué sin desayunar, pero bien arreglada. Junta a
las 8. Todo en orden. Café cargado para empezar el día. Mi
computadora encendida y poniéndome al día en el correo y en las
noticias. Abro el chat y lo veo conectado de nuevo, con esas letras
raras que no me dicen nada. Y en donde debe ir la foto, un logotipo
raro, como un tatuaje tribal sobre un pedazo de fierro.
Esperaba que me escribiera en cuanto me viera conectada, pero nada.
Pasó una hora y nada, dos, tres. Seguía conectado, pero no daba
señales de vida. Hice un alto para descansar, era casi medio día. La
ventana del chat abierta en la computadora. Mi dedo sobre la tecla,
estaba dudosa, borrarlo o saludarlo, o no hacer nada. Fue lo que hice,
nada. Salí de mi oficina y me despejé un poco. Cuando volví me
encontré con una línea en el chat:
- ¿Me dejarás presentarme contigo?
De repente me dieron unos nervios terribles. No podía aceptar a un
desconocido en mi oficina. Tampoco podía citarlo fuera, no estoy loca
ni urgida. Pero la curiosidad era cada vez más grande.
- No, creo que no. Necesito saber más de ti, no puedo tener confianza
con un perfecto desconocido. Ni siquiera tienes foto para que te
reconozca.
- No te preocupes por eso, ahora voy a poner una, espero no asustarte.
De repente su imagen cambió para dejarme ver una foto muy clara,
nítida. De frente, un hombre maduro, con entradas pronunciadas en un
cabello cenizo. Rasgos fuertes. No era guapo pero sí atractivo. Piel
blanca, arrugas de alguien maduro. No podría decir su edad, tal vez 45,
tal vez 50, no más. Una sonrisa a medias, misteriosa, atractiva. Se
adivinaban dientes blancos. En definitiva era un maduro atractivo,
pulcro, bien afeitado, y su ropa se veía elegida con buen gusto, una
corbata rojo vino, un saco gris claro.
- ¿Eres tú?
- Te doy mi palabra, cuando me veas te darás cuenta.
- No he dicho que sí.
- Pregunta lo que quieras, lo que necesites saber antes de aceptar mi
visita.
- ¿Qué me dirías de ti que debería saber?
- Que soy un hombre de 46 años, en crisis de edad, divorciado hace
seis meses, que no he tenido pareja desde mi divorcio, que estuve
casado 15 años, que tengo dos niñas y que son mi razón para vivir, que
no dejo de pensar en ti y en tu belleza, que quiero verte, salir contigo,
que no quiero interferir en tu matrimonio ni quiero meterme en tu
casa, que tengo mi negocio propio, que no pienso casarme de nuevo,
que soy arquitecto, que viajo bastante, que hago ciclismo y me
mantengo en forma, que la vida se me ha pasado muy rápido y quiero
seguir sintiéndome vivo, que pinto en mi tiempo libre. ¿Voy bien?
- No sé, apenas te estás presentando, y no te he bloqueado.
- Te lo agradezco, María, dime qué más quieres saber.
- No sé, tú dime más.
- Bueno, trato de ser un buen padre, respeto a la gente, en los
negocios soy ambicioso y agresivo, me ha ido bien y no tengo
preocupaciones económicas, no me gustan los lujos, vivo austero,
disfruto las cosas y sobre todo la sencillez, me gusta leer, escuchar
música, el buen vino y la comida española. Conozco en tu ciudad un
restaurante maravilloso. Te llevaría a comer si quisieras. Mis hijas son
mi universo, mi todo; nada está antes que ellas, una toca el piano, la
otra disfruta las excursiones y las aventuras en la naturaleza; una tiene
el carácter de su abuela, amorosa y tierna, la otra mi carácter, a veces
pasivo, a veces explosivo. Soy un tipo educado, caballeroso, trato de
vestirme decentemente y ser muy limpio. Discreto en los secretos y
compartido y abierto cuando se requiere.
- Si te dejara venir a visitarme… ¿qué harías?
- Antes que nada, agradecerte. Luego, llenarme los ojos de ti, gozarte
con la mirada. Luego convencerte de invitarte a salir, ya verás, pero
dame la oportunidad.
Estaba tan ensimismada en la conversación que se me olvidó mi
trabajo. Me urgía dejar la plática sin cortar el momento. Me estaba
convenciendo, pero luego con qué pretexto. Se veía con mirada limpia,
ojos decididos pero correctos, decentes. No me falla el juicio cuando
veo a alguien, así que no tuve pretexto, podía ser alguien agradable
para conocer. También me estaba despertando ciertas ansias, serían
los días sin actividad en casa, sería lo que fuera, pero estaba
despertando mi interés como mujer.
- Vamos a suponer que te dejaría venir el viernes, a primera hora. Y
que tienes dos días más para platicar conmigo y no hacer que me
arrepienta.
- Estoy seguro.
- Entonces agenda la visita. 8 de la mañana; la cita hazla con mi
secretaria, por negocio, no se te olvide.
- Gracias, María.
- Debo irme, si me desocupo te aviso.
- Está bien, estaré pendiente.
Y así lo hizo, ese día y los dos siguientes seguimos platicando de
muchas cosas, le platiqué con un poco de reservas sobre mi trabajo, mi
vida de casada, mi carrera. Él fue más abierto. Me contó de sus amigos,
su negocio, su matrimonio roto, sus problemas particulares. No nos
tardábamos horas, pero sí nos conectábamos dos o tres veces al día.
Siempre galante, escribiendo piropos, halagándome. No hizo más
peticiones y eso me gustó mucho. Estaba convencida de dejarlo estar
en mi oficina.
Llegó el viernes. Por alguna razón estuve despierta desde la
madrugada. Daba vueltas en la cama hasta que no pude más y me
levanté. Hice ejercicio, tomé un buen baño, desayuné bien, elegí mi
ropa con cuidado. Nada exagerado, pero sí atractivo. Un traje sastre
verde olivo, de buen corte, ceñido al cuerpo, medias grises con línea
atrás de la pierna, una blusa pegadita al cuerpo verde muy oscuro, casi
negro. Estaba muy guapa, y profesional. Me solté el cabello y lo
alboroté un poco. Mi café y lista para conocer en persona a mi
admirador.
Llegué a la oficina diez minutos antes, la junta estaba fijada a las 9, así
que tendría una hora a mi disposición.
Faltando dos minutos para las 8, mi ‘secre’ entró a mi oficina.
- Tu cita de las 8. Arquitecto Luis …M….
- Espera a que marque a tu extensión, Josefina, por favor.
Me acomodé la ropa, desabroché los botones del saco, ordené los
papeles de mi escritorio. Marqué el teléfono.
- Dile que pase, por favor.
Entró Luis a mi oficina y me dejó impresionada por su presencia. Era el
hombre tal como estaba en la fotografía, como si se la hubiera tomado
esa semana. Vestido perfectamente de traje negro, camisa blanca y
corbata en tonos rojos y negros, de muy buen gusto, zapatos
impecables.
- Buenos días, María, al fin tengo el placer de estar aquí frente a ti.
- Buen día, Luis, pasa, siéntate por favor – Le contesté al tiempo que
me levanté de mi silla y le extendía la mano para saludarlo.
Tomó mi mano con total aplomo y me besó el dorso haciéndome
sentir hormigas por todo el cuerpo. Se detuvo un instante para percibir
mi perfume entrecerrando los ojos. Esperó frente a su asiento mientras
yo me sentaba en el mío. Se sentó y en el otro asiento a su lado
depositó su portafolios, elegante, caro, pero discreto.
Platicamos muy amenamente esa hora. Al principio le costó un poco
encontrar el hilo pero después no tuvo ningún problema en platicar
como lo habíamos estado haciendo por el chat. Es buen conversador, y
sus ademanes eran muy naturales y educados. Su tono de voz me
agradó mucho, muy grave, como esos hombres que han fumado toda
la vida, pero éste seguramente habanos. Su aroma me llegaba y me
estremecía, delicioso, mezcla de jabones y un poco de almizcle y
cítricos. Cuando se emociona al hablar se enrojece, igual cuando me
tiraba un piropo o elogiaba mi belleza. Qué raro, un hombre de su
edad que se ruboriza con una mujer. El tiempo se fue muy rápido.
Cuando me di cuenta ya eran casi las 9 y debía ir a junta. Se lo
comenté y se levantó de su asiento. Me tendió su mano, y ahora
tomando la mía con las dos suyas, la volvió a besar, provocándome de
nuevo sensaciones notorias a su vista, como mis nervios o mi piel de
gallina.
- Quiero seguir esta conversación, María, si te parece te invito a comer
hoy mismo, si quieres otro día, pero vamos a vernos en otra parte.
- Debo platicar algunas cosas en casa, si te parece.
- Cuando quieras, nos conectamos luego.
- Está bien, nos encontramos en el chat.
Tuve mi junta. Salió más trabajo el resto del día. Al final tomé un
descanso de 10 minutos antes de salir. Lo volví a ver disponible en mi
pantalla. Platicamos un rato, nos despedimos, fui a casa. Platiqué con
mi marido de mi día, incluyendo al nuevo admirador, pedí permiso de
salir a comer con él. Provoqué reacción en mi señor porque hicimos el
amor como locos luego de todo ese tiempo que estuvimos cansados.
Cuando salió de mí, me dijo que estaba bien, que saliera si quería, pero
que le avisara dónde iba a estar. Nada más. Dormimos a pierna suelta.
El sábado trabajo medio día. Me vestí muy ligera, una falda corta
envolvente azul que dejaba mis piernas a la vista, una blusa pegada al
cuerpo color naranja y un saco azul marino para cubrir mis senos que
se notaban bastante por la tela, el corte y el color. Temprano lo
encontré conectado y fui la primera en saludar y dar los buenos días.
Platicamos un poco, y antes de cortar me reiteró la invitación.
- La invitación a comer sigue en pie, cuando quieras.
- Pues tengo buenas noticias.
- ¿Sí, irás conmigo?, ¿cuándo?
- Hoy no tengo con quién comer, y salgo temprano. Tal vez no puedas,
si quieres lo programamos para la próxima semana.
- No, María, deseaba que fuera hoy mismo, ayer, toda la semana. Me
hiciste levantarme de mi asiento, estoy tan emocionado. ¿Quieres que
pase por ti?
- Sí, me parece, pero no a mi oficina, hay un lugar que me gusta para
tomar algún aperitivo antes de que me lleves a comer.
- Lo que tú quieras.
Quedamos de vernos en un lugar de comida donde sirven unos tragos
excelentes y la ambientación es como de taberna, con buena música y
algunos platillos ligeros. Llegué puntual y él me estaba esperando.
Cuando le tendí mi mano para saludarme, me la estrechó y su otra
mano tomó mi brazo y me acercó a él para darme un beso muy rico en
la mejilla. Me gustó su seguridad en el acercamiento, y el hecho de
que no quisiera propasarse, iba seguro pero sin prisas. Había elegido
una mesa pequeña con bancos un poco altos, con pretexto de estar
cerca de la barra, pero en realidad creo que quería verme de pies a
cabeza. Me di cuenta cuando me comentó con galantería que le
gustaron mis zapatos. Si llegó a ellos había pasado por todo mi cuerpo
con discreción. Le regalé una vista que seguro quería; me quité el saco
y lo dejé sobre otro banco a mi lado. Por más que trató no pudo evitar
mirarme los senos de vez en cuando. Lo dejé hacerlo desviando la
mirada a otra parte para no apenarlo, me sentí halagada y hermosa.
Platicamos un rato, terminamos las bebidas y me propuso un lugar
para comer. Pagó la cuenta y tomándome del brazo salimos directo a
su auto. Una belleza de automóvil, para alguien que decía gozar de la
sencillez. Me abrió la puerta, luego subió él y se dirigió al lugar
prometido.
Comimos deliciosamente unos pescados receta de autor. Nos
terminamos una botella de vino blanco. Pedimos un café y él ordenó
unos licores para cerrar. Estuvimos casi dos horas comiendo. De vez en
vez me rozaba la mano con sus dedos para preguntarme algo o
sugerirme algún platillo o postre del menú. Ya me tenía conquistada,
su trato, su educación, su labia. El tono de su voz que acariciaba y sus
ojos que podían verme por dentro. Hice durante la comida un
estiramiento de piernas que rozó con sus pies. Automáticamente cerró
sus piernas atrapando mis pies entre sus pantorrillas y no me soltó el
resto de la comida, ni yo hice el intento por zafarme. Cuando
estábamos tomando el café, aflojó la presión y pude sacar un pie de su
trampa, pero sólo lo hice para quedar con las piernas entrelazadas, él
aprisionando una mía, las mías una suya.
- Me gustas terriblemente, María. ¿Qué tienes que hacer el resto de la
tarde?
- Terriblemente…nunca me habían dicho eso, espero sea bueno.
- No sé, si me dejas con las ganas, será terrible, si me das el cielo será
maravilloso.
- Me gustas, Luis, y no tengo nada que hacer en la tarde. Podemos ir al
cine.
- Pensaba en otra cosa, pero si quieres ir al cine está bien. Mientras te
quedes hoy conmigo seré inmensamente feliz.
- ¿Qué puede ser mejor que el cine? – le dije sonriendo coquetamente,
mordiéndome un labio y subiendo mi pierna sobre la suya.
- La piel, María, la piel. Vámonos a un lugar, solos –
Tomó mi barbilla con sus dedos y me acercó a él. Nos dimos un beso
breve pero eléctrico. Sentí su otra mano sobre mi muslo, bajo la mesa.
Me dejó muda, repitió el beso, ahora más lento, rozó con sus labios mi
boca y con su mano subió bajo mi falda en mi pierna. Me miró a los
ojos, sin palabras le dije que sí, moviendo la cabeza, y nos dimos otro
beso, abrió su boca, su beso separó mis labios, lentamente,
eternamente, nos besamos. Su mano ya no alcanzó más lejos, se
quedó a medio muslo, pero apretaba y quemaba. Nos separamos,
pidió la cuenta. Fui al baño y de ahí llamé a casa. Llegaría muy tarde.
Subimos a su auto. Manejaba sin mirarme, buscando un hotel. Le di
indicaciones para llegar a uno que conocía no muy lejos. Cuando no lo
esperaba, mientras la luz roja de un semáforo nos detuvo, tomé su
mano cercana y la puse en mi pierna, abrí mi falda y la guié al interior
de mis muslos, el calor era evidente, nos miramos y cuando dio la luz
verde pasó la calle, se orilló, detuvo la marcha y me dio uno de los
besos más deliciosos de toda mi vida, primero cambió de mano bajo
mi falda, y luego se fue sobre mí, probando mis labios, primero el de
arriba, luego el de abajo, yo no lo soltaba de la nuca, lo quería
besándome de esa manera mientras su mano delicadamente me
separaba las piernas para llegar al centro de mi esencia de mujer. Mi
mano también hizo lo suyo, primero guié su mano hasta mi
entrepierna y la apreté para sentirlo explorándome, luego la llevé a su
pantalón abultado y lo froté y lo reconocí, una forma maravillosa se
adivinaba, de tamaño prometedor y palpitante con la pasión del
momento. Fui la primera en rozarle los labios con la lengua, y al
sentirse invitado dejó que la suya invadiera mi boca. Me estaba
matando a besos, me tenía deshecha y hecha agua, completamente
alborotada y excitada.
- Vámonos ya o aquí mismo te haré mía. Espero no falte mucho para
llegar a donde me estás llevando.
- Ya estamos cerca. Faltan dos calles.
Entramos a un motel de lujo que conocía. Pidió cuarto con jacuzzi, yo
cerré los ojos todavía muy excitada. Entramos al garage y el encargado
cerró la puerta. Una escalerilla con la luz encendida nos advertía el
camino, pero la oscuridad del garage nos invitaba a seguir
disfrutándonos en la privacidad de su auto.
Me quité la falda ante sus ojos incrédulos. Mis senos reventaban la
blusa que llevaba. Los pezones me dolían de tan erectos. Regresé su
mano a mi entrepierna luego de dejarlo acariciar la piel de mis muslos,
y la otra mano la llevé yo misma a mis senos. Estuvimos en este juego
previo mucho tiempo, yo le tenía la corbata desatada y la camisa
abierta, su velloso pecho, lleno de canas estaba a mi disposición. Se
dejó recargar en su asiento, lo besé en la boca, bajé por su cuello, me
entretuve en su pecho mientras con mi mano le apretaba el pene sin
sacarlo del pantalón. Él aprovechó mi postura hincada en el asiento
para aferrarse a mis nalgas y gozarlas con su tacto. Le hice quitarse el
pantalón hasta las rodillas. Su pene era maravilloso, hermoso. Se lo
comí lentamente, lo hice gemir, gozar, moverse, retorcerse, sus dedos
ya exploraban bajo mi tanga, se metían en mi vagina, se lubricaban y
luego hacían el recorrido hasta humedecer y estremecer mi ano.
Degusté su piel venosa, su escroto arrugado, el glande que reventaba y
se veía gigantesco. No podía interrumpir ese placer, estaba perdida.
Saqué de mi bolso un condón y se lo puse sin protestas de su parte,
me pasé sobre él y me lo fui clavando lentamente. Sentí cómo cada
centímetro me dilataba la vagina. Me tomó de las nalgas y me acercó a
él hasta perderse por completo dentro de mí. Fue tan placentera la
penetración que tuve un pequeño orgasmo, gemí en su oído. Y
empezamos la danza lentamente.
- ¿Así querías tenerme, guapo?
- Justo así, María, eres preciosa, no pensaba en otra cosa desde que te
vi.
- Me gustaste aún sin haberte visto, y luego mucho más.
- Tu me tienes loco, no voy a poder aguantar mucho tiempo.
- No te detengas, hazlo bien y disfrútame, ahhh, qué bien lo haces!
- Te lo haré muchas veces, no olvidarás esta tarde.
Yo subía y bajaba sobre su miembro. Nos besábamos y nos decíamos
cosas, lo dejaba besarme el cuello, bajar a mis senos. Me quitó la blusa
y el sostén, sus manos los tomaron y su lengua se ocupó de mis
pezones. Me hizo terminar con una fuerza increíble, y mi orgasmo
produjo contracciones que lo hicieron terminar bufando y sudando
copiosamente. Nos quedamos quietos pero sentía su erección aún
completa y desafiante.
- Papi, ¿no lo has hecho?, ¿por qué estás erecto todavía?
- Ya lo hice, hermosa, pero te deseo tanto que me tienes excitado
todavía. Vamos arriba, quiero hacerlo hasta dejarte satisfecha por
completo.
Se salió de mí y comprobé lo que me dijo. Se quitó el condón lleno de
semen y su pene seguía apuntando al techo. Tomamos en la mano
nuestra ropa y subimos al cuarto. Dejamos las cosas en la salita, tomó
una tirilla de condones y nos acostamos en la gran cama de forma
circular, con espejos por todas partes. Me gustó verme desnuda junto
a él, en el techo, en la pared, en el tocador. Su pene estaba a medias,
se lo comí un rato mientras él me movía hasta que quedamos
haciendo un 69, él acostado y yo encima. Abrió mi intimidad con sus
dedos, me lamía, me excitaba, estimulaba el clítoris con su lengua,
metía un dedo, dos, seguía con su oral, yo con el mío, me tenía de
nuevo en las nubes, me clavó un dedo en el ano, no me importó
mientras no dejara de excitarme la vagina. Me quitó de encima, me
dejó en cuatro y se puso atrás, abrió otro condón, se lo puso y me
penetró de una hasta el fondo. Lo sentí todo, fibroso, venoso. Lo sacó
por completo, jugó con el glande en mi clítoris.
- Ya métemelo, por favor, ¿no ves cómo me tienes?
- Si, preciosa, lo que tú mandes.
Y me lo mandó de una hasta el fondo. Dolía pero me encantaba,
sentirlo bien afianzado de mi cadera, empujando vigorosamente,
sacando y metiendo toda su longitud, jugando con su glande en la
entrada, empuñando el tronco y moviéndolo en círculos mientras me
iba taladrando. Cuando lo tenía bien metido me levantó de un firme
jalón de cabello, tomó con su otra mano mis senos y los apretó con
fuerza.
- Ah, que rico, hazlo así, dómame.
- ¿Te gusta rudo, princesa?, lo haré sin lastimarte.
Me dio placer así durante un rato, me hizo venirme y bañar su
miembro. No me importó gemir y gritar, llorar un poco de puro gusto.
Me volteó y me puso acostada, tomó mis pies y los subió sobre sus
muslos, me penetró muy rico, se deslizaba con facilidad. Indra
penetrada, gozando. Se cansó, seguía como piedra. Nos volteamos,
recostados de lado, desde atrás me penetró, alzó mi pierna. Me usó a
su antojo. Me dijo cosas hermosas al oído:
- Eres preciosa, una señora encantadora, te deseaba tanto. Me encanta
tenerte así, entregada y mía por un rato.
- Ahh, dime cosas, me encanta cómo me haces sentir.
- Me vuelves loco, voy a terminar, pero te quiero antes de otra forma.
- ¿Qué quieres que haga?, estoy a tu antojo, pídeme lo que quieras.
Me puso de rodillas, metió su cara entre mis nalgas y me hizo un oral
que casi me desmaya. Me clavó de nuevo y se quedó así sin moverse,
apenas un poco en lo que me reponía del tremendo orgasmo. Poco a
poco me fue martillando hasta que se cansó, salió de mí dejando
huella, satisfacción.
- Quiero un favor tuyo, hermosa.
- Lo que quieras, lo que quieras.
- Tu boca, hazme venir en tu boca.
Sin contestarle nada lo saqué de la cama, y así él de pie y yo de rodillas
sobre la cama le quité el condón y metí su precioso pene en mi boca.
Lo sujeté con una mano del tronco y con la otra me aferré a su muslo,
a su nalga velluda. Gocé su olor de hombre, el aroma de su vientre, el
sabor del pene mezclado con el del látex y mis jugos, su suave piel, su
dureza prodigiosa. No tardó mucho en anunciar un volcán en erupción,
me tomó de la cabeza para profundizar su sensación. Aguanté como
pude, hasta que empezó a gemir con voz ronca. Abrí bien la boca
mientras mi mano terminaba el trabajo. Disparó con fuerza tres
chorros abundantes, el semen escurría de mi boca mientras sus
estertores iban decayendo. Cuando terminó seguí consintiendo su
espada de Cupido con mis labios, y saboreé el exquisito elíxir de su
jugo final metiéndome su pene hasta la garganta. Quedamos rendidos.
Platicamos un rato en lo que recuperamos la respiración. Nos bañamos
juntos, me consintió mucho, me bañó toda, nos llenamos de caricias.
Luego pidió bebidas al cuarto, brindamos. Repusimos energías. Me
sedujo de nuevo con sus palabras.
- Tienes una piel exquisita, nunca había sentido esta tersura, este olor,
esta suavidad. Eres una locura, María, gracias por esta tarde infinita.
- Gracias a ti, Luis, me regalaste momentos maravillosos.
- Y quiero regalarte otro para que no te olvides de mí.
Mientras nos decíamos cosas me acariciaba de pies a cabeza, bajaba a
mis pies y los besaba y mordía mis dedos, lamía mis pantorrillas, sus
manos recorrían mis piernas haciéndome vibrar nuevamente. Cuando
me di cuenta, porque estaba sumida en sensaciones con los ojos
cerrados, lo tuve besando mi vagina, todo un experto, haciendo
humedecerme de nueva cuenta, rozando con su dedo mis pliegues,
invadiendo mi interior mientras su lengua me enloquecía rozando mi
clítoris. Sentí otro dedo empujando la entrada trasera. Primero me hice
la difícil, cerrando las piernas, pero su lengua me venció y entonces
terminé yo misma abriéndome para él, sosteniendo mis piernas bien
arriba. Sus dos dedos jugando en mi interior, uno adelante, el otro
atrás, y su lengua venciéndome hasta hacerme gemir y rogarle que no
parara, que estaba loca por él y que lo quería dentro de mí. Lo hicimos
de misionero, y luego con mis piernas en sus hombros y mis pies
cruzados atrás de su cabeza. Disfruté como pocas veces antes, mirando
su cara de lujuria y excitación, sintiendo sus envites, a veces fuertes, a
veces lentos y desesperantes. Para que no se cansara tanto lo monté
otro rato, me apretaba las nalgas como su fuera a evaporarme en su
sueño erótico, me penetraba con su dedo por atrás. Se alzó para
quedar sentado y yo montada. Columpio meciéndose. Su manos en
mis senos pellizcando pezones, manos maduras, sabias, tocando toda
mi piel. Su pulgar llegó a mi boca, lo chupé con ansias mientras llegaba
al último orgasmo agotador de la faena. Me dejó descansar, ensartada
y feliz. Sentado como estaba me pude de pie en la cama y le di la
espalda, me agaché ofreciéndole mis nalgas. Su lengua me probó,
limpió nuestros jugos, y un buen rato se dedicó a mi puerta trasera.
Cosquillas en el ano, su lengua húmeda y deliciosa prodigando
placeres impensados. Luego su dedo, hasta el fondo, al tiempo que
mordía mis nalgas con firmeza.
- ¿Te gusta mi colita, amor?
- Me encanta, me vuelve loco, ¿me la vas a prestar, preciosa?
Por respuesta mi sonrisa, mi mano en su dador de placeres, y yo
sentándome lentamente hasta sentir cómo el glande distendía la
entrada. Qué sensación tan poderosa abrirse para un hombre
completamente. El esfínter cedió ayudado por la posición y mi peso.
Quedé bien sentada, empalada, adolorida pero muy excitada y
satisfecha por lograr la completa penetración. Poco a poco empecé a
subir y bajar ayudado por sus manos, su longitud infinita salía para
entrar de nuevo hasta el fondo. ‘’Primera vez completa’’, pensaba llena
de orgullo, ahora sí me habían enculado por completo. Y lo sentí todo,
lo disfruté. Me ardió pero no me arrepiento. Cuando se vino gritó
mucho más que las otras veces, lo había logrado, lo hice feliz como
nadie. Todavía cuando salió de mí repetí la operación: quitarle el
condón y meterme su maravillosa herramienta en la boca. Me he
vuelto adicta al sabor de un hombre mezclado con el látex.
Luego de eso dormitamos juntos como dos horas. Me consintió con
sus brazos, con sus manos y su boca, le permití todo contacto, era suya
en ese cuarto. Pero ya no podíamos más. Platicamos un rato más, nos
bañamos juntos, cenamos muy tarde. Ninguno de los dos quería irse,
pero era necesario. Me llevó a casa. Nos comimos a besos unos
minutos antes de despedirnos.
Hoy ha pasado una semana y espero en la ventanita del chat su saludo.
Volvió mi pasión y la contagié a mi marido. Retomamos unas buenas
sesiones de amor en casa. Y por supuesto que ya pedí permiso para
repetir.
BMW

El padre Patrick despedía a media docena de devotos feligreses del


curso de oración junto a Priscila, su rubia y joven asistente. “Sor
Priscila” le decían por su beatitud y entrega en la iglesia. Era una bella
parroquia, enclavada en un sector rico de la ciudad. El padre Patrick
estaba orgulloso de las miradas y halagos que recibía de sus feligreses
en sus dos décadas como párroco de aquel lugar.
Justamente, dos mujeres y sus maridos lo felicitaban por la mantención
de la iglesia y la compra de un nuevo Cristo tallado, cuya tez blanca,
hermosas facciones, y corona de espinas de oro serían la envidia de
otros párrocos cuando un negro y lujoso automóvil, un BMW último
modelo, se estacionó justo frente en el estacionamiento.
Sin esperarlo, el cura vio aparecer del negro BMW una criatura
celestial, un ángel en traje de dos piezas. Era una mujer de aspecto
juvenil, de curvas pronunciadas, bonito rostro de pómulos altos, ojos
turquesas y labios carnosos. Su cabello trigueño recogido y la falda le
llegaba hasta sobre la rodilla y poco le servían para disimular del todo
las curvas naturales o las largas piernas y el trasero carnoso y
respingón que era acentuado por el taco alto de las elegantes
sandalias.
Sin poder evitarlo la siguió unos metros con la mirada, sintiendo algo
inesperado en su bajo vientre. Con el acopio de su voluntad, logró
desviar la vista a Priscila, su rubia asistente, que lo vigilaba con ojos
acusadores. Con la mirada y sin que nadie notara, le dijo que volviera a
la iglesia. Priscila se marchó y el cura notó la turbación de los esposos
y varones en las escalinatas, que giraban la vista ante el paso de la
visitante. Sin embargo, el cura continuó hablando con los fieles, en su
mayoría mujeres, mostrándose impasible ante el paso de aquella
hermosa mujer, que se perdió tras las puertas de su parroquia.
Cuando terminó las despedidas, volvió a la iglesia. Prácticamente no
había nadie, salvo un par de asistentes barriendo y tres ancianos
rezando. Con cuidado y buenas palabras, los apremió a abandonar la
iglesia. Ya era tarde y la iglesia cerraría sus puertas. Incluso, despachó a
los dos asistentes diciéndoles que él mismo terminaría de limpiar.
Observó la iglesia en silencio y se sintió contento.
Se dispuso a ir a sus aposentos. Allí, encontró a Priscila conversando
con la mujer en una salita que era la antesala a su habitación. Era un
lugar pequeño que tenía una puerta al pasillo y otra a su dormitorio,
un pequeño comedor, un librero, otra mesita y tres sillones eran todo
en el lugar. Los adornos sólo eran cruces y pequeños cuadros
religiosos. Con recato y cuidando su mirada entró a la habitación.
Priscila bebía una copa de brandy junto a la invitada.
- Padre. Ella es Ana Beatriz Bauman, aunque me ha pedido que la llame
Beatriz o BB, como Bebé –explicó Priscila, sonriendo a la mujer-. Ella es
miembro de un importante estudio de abogados y casada desde hace
un par de años.
El padre Patrick se sorprendió de que tuviera veinticinco años, pues, él
hubiera pensado unos veinte, o tal vez menos edad si hubiera
aparecido con jeans en lugar de aquel elegante traje de dos piezas y
camisa plateada.
- La Señora Bauman venido a confesarse –anunció Priscila con un brillo
en sus ojos.
- Si –repitió Ana-. Sor Priscila me ha explicado que por disposiciones
especiales de la iglesia la confesión debe realizarse ante Usted y sor
Priscila. Quiero decirle que estoy de acuerdo, siempre que mis secretos
no salgan de esta habitación.
- Así es. Los últimos acontecimientos y las acusaciones, muchas veces
injustificadas, que hemos recibido, nos ha obligado a modificar ciertos
protocolos antiguos –el sacerdote empezó un discurso del sacramento
de la confesión o penitencia.
Durante las primeras explicaciones, Ana observó al cincuentón cura.
Era un hombre alto, fornido y de aspecto bonachón. Su barriga y su
barba le daban el aspecto del papá noé tan típicamente gringo,
aunque el padre Patrick tenía el cabello castaño oscuro salpicado de
canas. El hombre parecía contrastar con su joven asistente. Era una
mujer de su edad, bonita, con enormes ojos azules con el cabello rubio
de la gente del norte de Europa. Claro, su belleza era opacada por las
prendas holgadas que vestía y que ocultaban las femeninas curvas.
- Así será –le dijo con seriedad el cura-. Pero por el bien de tu alma,
espero que seas sincera. Especialmente, te pido que respondas con
verdad todas las preguntas que hagamos. Además, quiero que seas
detallada en tu confesión. En los detalles está Dios, pero también está
el demonio. Te ruego que liberes todo el peso de tu conciencia en esta
confesión.
- Así lo haré –anunció Ana, terminando su copita de brandy.
- Bueno, Padre –empezó la hermosa mujer-. He sido y soy una mujer
infiel. Le he faltado a mi marido, a mi compromiso con él. Además, tal
vez sufro de ninfomanía, no estoy segura.
- Así que era eso –dijo el cura, comprensivo-. Continúa… ¿Desde
cuándo eres infiel?
- ¿Desde cuándo soy infiel? –las mejillas de Ana se sonrosaron
descolocada con la pregunta directa del párroco-. No lo sé.
- Vamos muchacha, tranquila. Sabes muy bien la primera vez que fuiste
infiel. Y seguramente, la segunda y la tercera –las palabras del
sacerdote eran duras, sus ojos negros fríos y autoritarios.
- Tranquila, BB. No hay nada que temer –consoló sor Priscila a la chica
del BMW.
Ana bebió de una copa de brandy que le ofreció Priscila y luego
rememoró.
- Mi primera infidelidad fue un mes antes de casarme –confesó
finalmente.
- Detalles, muchacha. Detalles –requirió de inmediato el cura-. Quiero
saber si existen atenuantes en tu caso.
- Fue en una fiesta en honor a mi hermano –respondió Ana Beatriz-.
Sigo con la historia, El primer hombre con que fui infiel a Tomás, en
aquel entonces mi novio, fue un joven oficial. Ramiro era uno de los
compañeros de promoción de mi hermano, que siguió la tradición de
los hombres de mi familia en el ejército. Ramiro empezó a visitar mi
casa y entabló amistad con mi padre rápidamente. Era un chico guapo
y varonil, que se transformó en el pretendiente ideal para mí, según mi
padre.
“Él será un perfecto esposo para ti, hija”, decía mi padre.
- Por supuesto, yo lo rechacé –Ana continuó mientras mordía nerviosa
su carnoso y sensual labio inferior-. Me sentía atraída por Ramiro, pero
me era imposible aceptar las imposiciones de mi padre. Yo era la
“rebelde” de mi hogar. Mi padre me había sometido durante muchos
años a su machismo y su anacrónico mandato en casa, por lo tanto, ya
mayor de edad y en la universidad no iba a ceder a aquello.
Especialmente cuando encontré a un hombre como Tomás, mi actual
esposo es un adonis… -Ana se interrumpió y buscó algo en su cartera.
De su billetera sacó una foto de su esposo. Era un tipo guapo y
atlético, vestido en traje de polo. Sin duda, un tipo muy atractivo.
Priscila se quedó mirando la foto un buen rato antes de regresársela a
BB.
- Tomás era mi vida… es mi vida –Ana se corrigió-. Pero aquellos días
me sentía diferente, la víspera de mi matrimonio me liberaba
definitivamente de la mantención e influencia de mi padre, de su forma
machismo. Había encontrado un hombre inteligente como Tomás, que
me había cautivado de la cabeza a los pies.
- Sin embargo –la voz de Ana Beatriz Bauman se apagó-, esa misma
efervescencia me hizo creer que el mundo estaba en mis manos, me
sentía muy segura.
- Quizás por eso, en aquella fiesta de mi hermano fui descarada con
Ramiro. Ya no tenía que rechazarlo por mi padre, era libre de tomarme
unas copas con “su elegido”. Ya no tenía que rechazar su mera
presencia porque me iba a casar en unas semanas con otro hombre
que yo había elegido. Coquetear con Ramiro era inofensivo.
“¿Por qué no?”, me repetí esa noche con unas copas en el cuerpo.
“Sólo faltaban unas semanas y seré la mujer de Tomás ¿Por qué no
tontear con el chico un rato?”, pensé.
“Mi padre había perdido la batalla. Era libre de sus mandatos y
machistas formas”, me dije antes de decidirme a compartir la velada
con “el elegido de mi padre”.
- Así que inicié una conversación amistosa e inocente con Ramiro. Me
gustó estar con aquel atractivo hombre y sentirme dueña de mi misma.
Nuestros coqueteos, poco a poco, se hicieron más evidentes. Quizás
ayudados por el baile y las copas de champaña.
- Era una chica que jugaba con fuego –se tomó una pausa en el relato
Ana. Luego, con el rostro entre las manos la abogada empezó a
sollozar, avergonzada.
- Tranquila, muchacha. Continúa cuando puedas –susurró palabras de
aliento Priscila, acariciando el hombro de la trigueña abogada con
ternura.
- Está bien, sólo denme un momento –respondió Ana, luego de probar
un trago del brandy que Priscila le dio a beber-. Más tarde, los más
jóvenes nos trasladamos a un pequeño chalet. Había bebido un poco
más de lo habitual, pero mantenía a Ramiro respetando mi condición
de novia respetable. El chico susurraba piropos a mi oído y mis
rechazos parecían más un juego coqueto de mi parte que la defensa
de mi honor como novia. En algún momento, Ramiro me hizo notar
que la fiesta había terminado, mis hermanos no estaban y sólo
quedaban desconocidos en el salón. Entonces, me invitó a tomar un
poco de aire.
Ana hizo una pausa y bebió de la copa, nuevamente. Sus ojos
turquesas estaban brillantes. Se sacó la chaqueta del traje de dos
piezas, alegando que tenía calor. La camisa plateada y entallada dejó
entrever unos senos grandes bajo la seda.
Los negros ojos del padre Patrick observaron a la mujer. Ahora podía
notar lo reveladora de la elegante ropa de la abogada. Las curvas de
Ana eran dignas de divina admiración, se sorprendió pensando el
padre.
- Ramiro me llevó al balcón de una de las piezas desocupadas –
continuó la hermosa chica del BMW-. Yo alegué, pero él me llevaba
bien tomada de la cintura y estaba algo bebida, “alegre”. Ramiro es un
tipo seguro, divertido y… atractivo. Seguimos hablando mientras
bebíamos una copa de algo que no recuerdo. Ramiro me decía cosas
al oído. Palabras y piropos que no eran apropiados para una joven que
estaba a punto de casarse. Pero eran frases que me hacían sentir
halagada, contenta.
“Eres tan hermosa. Si no tuvieras tu boda en un mes más te besaría
ahora mismo” “Tu piel es tan suave. Si no estuvieras de novia te
comería ese cuello a besos” “Tienes un cuerpo de diosa, Ana. Menos
mal que estás de novia o pierdo toda compostura”
- Me decía todo eso y yo lo dejaba seguir susurrando palabras en mi
oído. Estaba tan cerca que su aliento producía cosquillas en mi cuello –
Ana continuó su confesión frente al padre y la rubia feligrés. Su mirada
estaba perdida en el pasado-. Como dije, era una chiquilla jugando con
fuego, pero aquel juego travieso me gustaba. Él era todo un galán.
Sabía que muchas amigas deseaban a Ramiro, pero yo estaba segura
que él sólo me deseaba a mí. Yo amaba a mi novio, pero en ese
momento me había olvidado de él… y del resto del mundo.
“Si fueras soltera y me desearas ¿sabes lo que haría?”, me dijo en algún
momento.
- ¿Qué? Respondí yo, la muy tonta… estaba siendo todo lo coqueta
que no había sido con él desde que nos conocíamos –Ana bebió de un
trago su copa y se la entregó a Priscila-. Entones, de improviso, Ramiro
me besó. Sorprendiéndome en un estado en que no podía rechazar
aquel beso.
- Me fundí en sus brazos y me dejé conducir adentro de la habitación.
Me era imposible separarme de él. No pude honrar a Tomás Matías, mi
novio y futuro esposo –Ana continuó, su respiración era entrecortada
al recordar-. Sus besos y caricias me llevaron a la cama, nos sentamos.
Fue el momento en que pude escapar, lancé un reclamo. Pero Ramiro
me acalló con una caricia y un nuevo beso. No había vuelta atrás.
Ana quedó en silencio. Sin embargo, Priscila le entregó una nueva
copita de brandy. Instándola a continuar.
- Caímos a la cama – prosiguió Ana, con la copa entre los labios y
lágrimas aflorando en sus ojos-. Las manos de Ramiro exploraron lo
que él siempre había deseado, lo que yo había prometido que sólo
sería de mi novio. Ramiro confesaba con deseo su adoración mientras
levantaba mi vestido para ver mis piernas y sentía sus manos explorar
mi cuerpo. Me llenaba de elogios.
“Dios ¡Que hermosa eres!” “Que cara de ángel” “Que lindas piernas”
“¡Que senos!” “Te he deseado tanto tiempo”, susurraba a mi oído.
- Yo estaba excitaba, lo dejaba acariciarme –la abogada limpió sus
lagrimas y de inmediato procedió a corregir el maquillaje con ayuda de
un espejo-. Pero no me atrevía a tocar. Sentía mucho calor, pero en
aquel tiempo era muy tímida y retraída. Mis padres me habían
enseñado que los seres humanos deberían compartir el amor como
hombres no como animales y una señorita debía ser especialmente
virtuosa, incluso en la intimidad. Sólo después de casada logré
soltarme en la cama, en el sexo. Primero con mi esposo, luego con mis
amantes.
- No te desvíes de la historia, querida –pidió el padre Patrick.
- Esta bien, padre –dijo Ana, bebiendo de su copa. Preguntándose si
era la segunda o la tercera copa de Brandy que ingería-. Estaba
excitada. Nos besábamos extendidos en la cama, las manos de Ramiro
no paraban, iban de mis senos a mi trasero en una caricia profana que
encendía mi lujuria.
- El seguía halagándome en susurros, calentándome –continuó la
trigueña abogada-. Yo no podía estar más excitada. No tarde en sentir
los dedos de Ramiro en mi sexo, al principio opuse resistencia. Era lo
que había aprendido, como señorita y futura esposa de Tomás Matías.
- Pedí respeto, aunque no era lo que deseaba –La hermosa abogada
empezó a respirar agitadamente-. Deseaba ser tomada por aquel
hombre. Quizás por eso me rendí al deseo tan fácilmente, con dos
dedos de Ramiro penetrándome rítmicamente. Estaba en la gloria. Me
entristece decirlo ahora, pero empecé a hablar, a pedirle a mi amante
“cosas”.
- ¿Qué le pedías a Ramiro? –interrumpió el padre, inmerso en el relato.
- Le pedía que me tomara –dijo Ana, los ojos turquesas brillando
salvajes-. Le pedía que me follara. Que me hiciera suya. Por supuesto,
el no esperó más. Mis ruegos eran todo lo que había deseado escuchar
esa noche. Me sacó mi calzón juvenil, se subió arriba mío y me
penetró. Fue torpe, pero estaba tan mojada que no me dolió
demasiado, incluso la rudeza de Ramiro hizo que deseara sentir su
pene más adentro de mi cuerpo. Era una locura, pero disfruté cada
envestida. Podía sentir el pene de mi amante, sus labios en mis senos y
su aliento en mi cuello confabularse para que yo, una señorita bien
enseñada, actuara como una puta. Todo me llevó a que de mi boca
salieran frases que jamás pensé decir.
“!Fóllame!” “Cógeme, soy tuya” “Dame más duro, cabrón”
- Estaba hecha una puta –dijo de pronto Ana-. Tal vez, eso he sido
siempre… una puta.
Quedó un momento en silencio, como tratando de recuperar la
compostura.
- No había forma de detener lo que pasó esa noche –continuó la
sensual dueña del BMW, luego de un suspiro-. Cuando mis piernas
estaban entrelazadas a la cintura de mi amante, sentí que Ramiro
apresuró sus embestidas contra mi ardiente coño. Entonces, empezó a
descargar su semilla en mí. Su semen me llenó y tuve un orgasmo
delicioso.
- Lejos de huir inmediatamente de la habitación cuando terminó el
deseo –continuó Ana, luego de una pausa-, nos besamos un rato más.
Mi calentura le permitió a Ramiro tomarme una segunda vez, sin
tantos apuros, entregándome otro orgasmo mientras lo observaba
correrse sobre mi vientre. Luego de eso, la calentura se transformó en
culpa, en vergüenza y en miedo de perder a quien realmente amaba,
mi novio. Salí de la habitación y de la vida de Ramiro.
- Aquella fue mi primera infidelidad –terminó Ana-. Reviviéndolo hoy,
me parece un desliz torpe e inocente.
La conclusión de Ana no dejaba dudas.
“Aún había mucho por contar”, pensó el padre Patrick.
- Me parece que debes continuar, muchacha –dijo el cura mientras
Priscila llenaba la copita del cura-. Necesito saber más antes de
conceder la expiación.
Ana levantó la vista con el rostro enrojecido y observó al cincuentón
cura y su rubia feligrés. No quería que notaran su estado. Sin quererlo,
Ana se había excitado al recordar su primera infidelidad.
Ana miró a los ojos negros del hombre y a la mujer que estaba a su
lado. Aquella situación era extraña. Ella confesándose a dos
desconocidos: un cura cincuentón y la juvenil y rubia hermana.
Había algo extraño en aquella reunión que preocupó a la abogada, en
esos dos espectadores que la observaban con expectación. Pero
desechó aquellos pensamientos. Estaba más preocupada de que nadie
notara su estado de excitación.
- Me parece que debes continuar con la confesión, Ana –repitió el
padre Patrick-. Para expiar tus faltas.
- Esta bien, padre. Continuaré –dijo la chica del BMW, con una sonrisa
extraña en el rostro.
Ana bebió un sorbo de Brandy antes de proseguir con su historia.
- Después de mi primera infidelidad con Ramiro, me prometí no serle
nunca más infiel a Tomás. Nos casamos y por un tiempo me sentí la
mujer más dichosa del universo. Mi esposo goza de un trabajo muy
bien remunerado y bien visto. Vivimos en un exclusivo condominio y
nuestra vida era muy buena. Por mi parte, había conseguido un trabajo
en un estudio de abogados mediocre, pero que me mantenía ocupada.
“En este lugar no llegaré a ninguna parte”, me decía habitualmente.
- Vivía con aquellos pensamientos de no estar en el lugar de trabajo
que yo me merecía -Ana no notaba que su falda se había subido
mostrando sus piernas enfundadas en medias negras-. Todo cambió
cuando me enteré que un importante bufete iba a contratar a un
abogado para su equipo de trabajo. Era un puesto para tiburones y
pesos pesados, una oportunidad única. Se me metió entre ceja y ceja
que ese puesto era para mí. Me obsesioné con obtener ese trabajo.
- Me faltaban calificaciones y no cumplía algunos requisitos –continuó
Ana-. Pero no me di por vencida. Aquella obsesión me condujo a mi
segunda infidelidad y a las subsiguientes, supongo.
- Yo lo estaba, absorbida por conseguir ese trabajo –continuó la
hermosa abogada-. Vivía esos días y noches planeando como llegar a
la selección, como lograr ese trabajo para alcanzar el estatus y la
notoriedad que mi vida merecía.
- Dicen que cuando uno desea algo con fervor, las cosas resultan –la
sonrisa de Ana era amarga, pero la belleza de la abogada era
innegable para el padre Patrick-. Una noche nos presentaron a un
chico de lentes y su chica. Federico era un tipo insípido, lo menos
interesante sobre la faz de la tierra, salvo por un trascendental factor
que afectó mi vida de inmediato: estaba a cargo de la pre-
seleccionando de los candidatos para el puesto que yo tanto anhelaba.
De un momento a otro, Federico Soto Mancilla se transformó en la
llave para cumplir mis sueños.
Federico era un tipo tímido de cabello negro y grasiento, lentes
gruesos que me miraba de soslayo cada vez que le daba la espalda,
pero era la solución para todos mis problemas.
- En aquel momento, pensé rápido –Ana dio énfasis al relato,
reviviéndolo-. Debía hablar con él a solas esa noche. Increíblemente,
Yo, una mujer hermosa y sensual, con un semental guapísimo como mi
marido, me pasé toda la noche buscando el momento para quedarse a
solas con el tipo más insípido y nerd de la fiesta.
- Finalmente –la voz de Ana empezó a sonar distorsionada por el
alcohol-, se presentó la oportunidad, la novia se marchó porque tenía
unas clases al otro día y mi marido se ofreció para ir a dejar a unos
amigos al otro lado de la ciudad.
- Cuando me dijo que nos fuéramos –continuó Ana, cruzando de lado
sus largas piernas-. Yo le dije que me quedaría un rato, que nos
encontrábamos en casa.
- Mi esposo no es inseguro y confía en mí –continuó Priscila con una
sonrisa traviesa en el rostro-. Se despidió y observé perderse nuestro
BMW por la ventana. Sin dudarlo, fui directo hacia Federico dispuesta a
conseguir que me pre-seleccionara para aquel empleo. Pero debía ir
poco a poco, me acerqué a él y le pregunté si podía servirme un trago.
Él, algo nervioso, me indicó que tendríamos que ir a la cocina.
- Yo trataba de pasar lo más desapercibida para el resto –Ana Beatriz,
alias BB, parecía disfrutar la expectación de la audiencia-. Pero Federico
era lento captando indirectas. Tuve que arrastrarlo rápidamente hasta
la cocina, pero estoy seguro que hubiera puesto resistencia si no fuera
la chica que soy.
- Yo siempre he sido una chica guapa, lo sé –Ana sonó muy segura,
incluso pareció erguirse en el asiento para que el padre y su
parroquiana la vieran, para que notaran su belleza y sus curvas-.
- Ahora –retomó la historia Ana-, imaginad a ese espécimen
infrahumano lleno de pequeñas espinillas en la frente yéndose a la
cocina con la chica más guapa de la fiesta. Cualquier tipo no hubiera
dejado la oportunidad para coquetear con la chica, pero Federico era
lo más tímido que existía en la humanidad y tuve que conducir la
conversación preguntándole sobre su trabajo y la selección del
abogado en aquel importante estudio.
- Insistí en que respondiera cada pregunta con una pequeña
inclinación de mi torso, mostrándole mis grandes y firmes senos en el
escote del minivestido negro que usaba esa noche –sin darse cuenta
Ana imitó el sensual movimiento que había hecho esa noche, dejando
al cura con los ojos abiertos.
- Logré que Federico se relajara, que tomara un trago y hablara más de
lo que debía –continuó la Bauman, con el vaso de Brandy nuevamente
vacío-. Estaba obsesionada por conseguir ese trabajo. Aquel puesto era
uno en un millón. Así que tomé la decisión de lograr ser pre-
seleccionada esa noche con ayuda de Federico. Él no me quitaba el ojo
de encima y yo le coqueteaba al pobre chico, que se ponía nervioso
con mi cercanía.
- Me había prometido serle fiel a Tomás, pero estaba convencida que
lo hacía por nuestro bien –dijo Ana-, Además, aquello no tenía nada de
malo o desleal. Era sólo un par de miraditas, sonrisas y roces que poco
o nada tenían de sexual. Más había mostrado en verano en la playa,
usando bikini.
- Conseguí llevarlo a una habitación alejada de aquel departamento
para que me mostrara como hacían la selección de los candidatos en
su computadora. Federico es de esos tipos que siempre van a todas
partes con su computadora conectada a la red en todas partes. Un
nerd de la cabeza a los pies –relató Ana, con desprecio en el hermoso
rostro-. Yo le escuché mientras caminaba coqueta en la habitación,
como apreciando el lugar. Quería mostrarle mis curvas y mi belleza
para dominarlo. Sentándome en la cama y mostrándole mis piernas en
el sensual minivestido negro que llevaba aquella noche.
Ana empezó a caminar por el lugar, gesticulando. Caminando como lo
haría una femme fatale, desabrochando un par de botones de su
camisa, inclinándose para demostrar las curvas de su escote o su
voluptuoso trasero. Mostrando la manera en que había llevado la
conversación hasta lo que le interesaba, su interés para que Federico la
integrara arbitrariamente al concurso.
- Y aquel muchacho resultó que tenía una “elevada ética profesional” –
continuó Ana su exposición, ante la mirada atenta del sacerdote-. Eso
me dijo tartamudeando con cada frase. La “elevada ética profesional”
la mantuvo a pesar de mis ruegos, de mi fingida angustia y de mi
coqueteo inocente.
- Decidí cambiar de táctica –Ana parecía rememorar su rabia-. Estaba
decidida a hacer cambiar de opinión a Federico.
- ¿Qué pasó? –preguntó el padre Patrick.
- Yo intuía que el chico me deseaba –continuó Ana, que volvió al sillón
y cruzó sus piernas despreocupada-. El había descubierto mis reales
intenciones y a pesar que sabía que yo sólo lo quería usar para
conseguir el empleo seguía ahí, en la habitación mientras todo el
mundo continuaba en la fiesta.
- Federico me volvió a explicar como seleccionaban a los postulantes
mientras analizaba mi perfil laboral en su computadora y me trataba
de hacer entender que no poseía los requisitos para el cargo –la
inescrupulosa abogada cruzó las piernas y el cura pudo vislumbrar la
tela blanca de su calzón-. Mientras explicaba, miraba disimuladamente
mis piernas, mi escote o mi rostro.
- Pero Federico no conocía la medida de mi deseo y que me sobraba
ambición –la abogada bebió otro sorbo de brandy-. Ni siquiera yo
sabía a lo que estaba dispuesta por ese puesto. Le pedí que falseara los
datos de mi currículum laboral para participar de la entrevista de
trabajo. Por supuesto, Federico se negó nuevamente, alegando esa
supuesta ética de trabajo mientras sus ojos pervertidos se dirigían a
mis senos, una y otra vez.
“Cerdo”, pensé en ese momento.
- Ese tipo era un cerdo e iría directo al matadero –la voz de Ana estaba
cargada de odio-. Habíamos bebido un par de copas y yo empecé a
desesperarme cuando Federico se escapó al baño de la habitación.
- No sabía qué hacer –Ana sonrió, era una sonrisa de dientes blancos,
perfectos-. Mientras observaba su computadora un archivo de video
en el escritorio llamó mi atención.
- Aquello fue el destino –dijo Ana, con una sonrisa soberbia en su
hermoso rostro-. Abrí el archivo y de inmediato pude ver la imagen de
una muchacha desnuda caminando por una sala mientras un hombre
igualmente desnudo la seguía, atado de una correa. Adelanté un poco
la grabación, era una grabación de dominación. Ella hacía que el
hombre le comiera el coño, obligándolo a darle placer.
- Había encontrado una manera de hacer un trato con Federico.
- Sentí sonar el agua correr en el baño –dijo la preciosa dueña del
BMW-. Había tomado una peligrosa decisión. Sin dudarlo, retrocedí la
grabación. El esclavo gateaba hasta la entrepierna de la mujer y
empezaba a lamer el coño de su ama. Luego, sin detenerme a pensar,
me saqué mi pequeña tanga y la escondí en mi cartera.
- Me sentía extrañamente decidida cuando Federico volvió a la
habitación –Ana parecía inquieta. Se mordió el carnoso labio inferior
en un gesto sensual y llevó con una mano el trigueño cabello a un
lado-. Él se acercó a su computadora, pero quedó paralizado ante la
imagen de la muchacha sentada en una mesa mientras el hombre le
comía el coño.
“¿Qué haces?”, me dijo
- Trató de acercarse a su computadora para detener la grabación, pero
me puse en medio. El trató de rodearme, pero no lo dejé pasar. Mi
mente trabajaba a mil por hora. Había llegado el momento de tomar al
toro por las astas o más bien por los cojones –la sonrisa de Ana era
picara, descarada-. Cuando mi mano tomó a Federico de su
entrepierna saltó en su lugar. Lo inmovilicé así y le ordené que se
sentara. De inmediato acató mi orden. Él quería hablar, quizás justificar
la presencia del video porno, pero lo hice callar.
- ¿Saben que hice para silenciarlo completamente? –preguntó Ana a
sus oyente. Su sonrisa era amplia y sus dientes perfectos brillaron en
aquel poco iluminado lugar de la parroquia.
-No –dijeron casi al unísono el cura y la parroquiana.
- Saque mi tanga de la cartera, se la mostré y luego se la puse en la
boca, “amordazándolo” con ella –Ana lanzó una risita divertida y luego
tomó aire para continuar-. Federico se quedó quieto y callado,
sorprendido supongo. Completamente a mi merced.
- Le dije –Ana se levantó, haciendo una parodia de sí misma-: Podemos
hacer un trato, tu me ingresas en la selección y yo te ayudaré a recrear
en esta habitación este video. Para dar énfasis a mis palabras hice esto
frente a Federico.
Ana se apoyó en la mesita que estaba junto al sillón del padre Patrick y
se subió el vestido, mostrando los muslos femeninos enfundados en
sus medias que cubrían hasta la porción superior de sus muslos, donde
pudo vislumbrarse la parte de la desnudez de sus generosos y
femeninos muslos.
Luego, con la misma actitud desenfrenada, dejó caer la tela de su falda
y acarició uno de sus senos antes de remover la tela de su camisa y su
sujetador para mostrar un instante uno de sus grandes y erguidos
senos. El padre Patrick estaba pálido y era incapaz de salir de su
sorpresa.
Priscila dio la impresión de moverse, enojada. Tal vez con la intención
de defender al cura de aquella impúdica fémina. Pero el párroco la
detuvo.
- Tranquila, Priscila. Todavía no es el momento –le ordenó el padre.
Luego se dirigió a la abogada-. Es algo descarado lo que hizo, Señora
Ana. Pero estamos aquí para conocer a la pecadora ¿Qué pasó, Ana?
- Pasó lo que debía pasar –continuó Ana, aún de pié-. Su ética laboral
se derrumbó. No tardó ni treinta minutos en falsificar los antecedentes
que necesitaba, creando una base de datos que corroboraría toda la
historia laboral. Finalmente, estaba dentro de la selección. Me sentí tan
pletórica y contenta que incluso le di un beso al miserable bastardo
mientras bailaba de felicidad. Fue sólo un instante de celebración,
pues, pues Federico me recordó que tenía que cumplir con mi parte
del trato.
Ana quedó en silencio, mirando al cura. Le quitó la copa de brandy a
Priscila y se la bebió en un instante.
- ¿Quiere ver qué hice? –preguntó Ana, desvergonzada y visiblemente
borracha-. ¿Quiero mostrarle lo que hice, padre Patrick? ¿Puedo?
- Muéstrate pecadora –la retó el padre Patrick, con una cruz en la
mano como si Ana fuera un demonio-. Quiero ver a Satán en toda su
expresión para poder expulsarlo de aquella dulce carne.
- Así lo haré, padre –dijo desafiante Ana-. No se preocupe.
- Federico se sentó en la silla mientras yo cerraba con seguro la
habitación –continuó Ana, de pié-. Le puse nuevamente el calzón de la
boca y le ordené que permaneciera en silencio. Estaba nerviosa, pensé
en mi marido, pero la obsesión de obtener ese empleo era mayor que
mis principios. Primero me saqué los zapatos de tacón, tratando de
reunir valor para lo que hacía. Lo hice lentamente, sensualmente.
Luego, jugué con mi falda. La subía y la bajaba. Le daba la espalda y
me inclinaba coquetamente.
- Me empecé a calentar –confesó la acalorada mujer del BMW negro-.
Nadie me había visto así, ni siquiera mi marido. Me sentí deseada,
como una bailarina de esos espectáculos femeninos donde van sólo
hombres.
Ana se movía en la pequeña habitación, con sensualidad ensayada.
Como una odalisca que danza para su señor y la cohorte. Subía y
bajaba su falda, no demasiado, sólo para dar énfasis a su relato. Pero
aquello era suficiente para caldear el lugar.
- Yo me movía por la habitación exultante de alegría–continuó Ana,
recordando-. Federico me miraba con cara de incredulidad. Yo me
acercaba a él y levantaba mi vestido, espantando su timidez,
provocándolo. El estiró los brazos para alcanzarme, pero le ordené que
se quedara sentado, quieto.
“No te he dado permiso para tocar”, le dije.
- El acató mi orden. Descubrí que era una mujer dominante en aquella
habitación –el hermoso rostro de Ana mostró por primera vez un perfil
perverso-. Esa sensación me excitó. Vi la cara de Federico y sin saber
porque llevé un par de dedos a mi coño desnudo, sin protección. Mi
pequeño calzoncito oscuro seguía en su boca mientras una erección
empezaba a exponerse bajo el pantalón. Mis dedos tocaron mi coño,
estaba caliente y sorpresivamente muy húmedo. La caricia arrancó
extrañas sensaciones en todo mi cuerpo, me hizo desear tocarme más.
- Nunca había hecho nada como eso –Ana pasó la lengua por sus
labios- Pero cuando me di cuenta, deseaba seguir haciéndolo,
mostrarme a ese miserable hasta desnudarme. No había vuelta atrás.
Estaba caliente justo enfrente del “bendito geek”.
- Me tocaba la entrepierna cada vez más. Así, lo vé –dijo Ana con voz
cargada de sensualidad, mostrando al cura como lo había hecho frente
a Federico.
Ana se acercó al padre Patrick y llevó un dedo bajo el vestido. Era un
descaro hacerlo frente a un servidor del orden divino, pero también
había un morboso sentimiento que alentaba a la abogada a traspasar
los límites. Era una provocación.
El padre se mantuvo firme, a pesar que su entrepierna despertaba ante
la salvaje actitud de la hermosa abogada. El cura observó las piernas
largas y femeninas, enfundadas en sensuales pantis negras, expuestas
en toda su expresión. La actitud lasciva de Ana estaba cada vez más
desatada.
- Vamos Ana –pidió el padre. Sofocado y casi rojo-. Continúa,
muchacha.
- Pasó que terminé por sacarme el vestido –Ana dejó la porción
superior de sus muslos a la vista, desnudo sobre las medias negras-.
Federico estaba a un metro, con mi tanga en la boca observando como
mi mano se perdía en mi coño y me sacaba el sujetador a juego con el
tanga. Fue un momento excitante, estaba nuevamente fuera de mí. Le
ordené a Federico que se sacara el pantalón y que gateara frente a mí
mientras me desnudaba. Él así lo hizo, gateaba con su bóxer lleno de
figuras de superhéroes alrededor de su ama, moviéndose como un
perro alrededor mío.
“Eres mi perro ¿cierto?”, le dije mientras retiraba el tanga que lo
silenciaba.
“Si”, me respondió.
“¡Los perros no hablan!”, le recriminé, dándole una nalgada que dejó
mis dedos marcados en su muslo.
“Los perros ladran, no hablan. Ladran felices cuando ven a su amo”
“Ladra para tu ama, mi perrito”, ordené, autoritaria.
- Federico ladró –Ana parecía excitada, el alcohol y el relato
descarnado habían sacado la ninfómana al exterior-. Por fin pude
reírme en su cara. Era su dueña, la ama de un perro sometido a mis
órdenes. Le ordené que trajera mis zapatos de taco en la boca, le
ordené que moviera la cola y que ladrara una y otra vez. Que girara,
que se sentara y que ladrara nuevamente. Luego, le ordené que se
rascara las pulgas. Así lo hizo. Le azoté el trasero para que supiera
quién era su ama. Obedeció en todo. Sin un esbozo de desobediencia.
- Sonreí satisfecha –la sensual abogada estaba acalorada, sus mejillas
sonrosadas la hacían ver aún más deseable, pero el cura se mantenía
estoico-. Finalmente, me calcé los zapatos que mi perro había traído
para mí y desnuda me apoyé contra la pared. Así.
Ana se apoyó contra un estante lleno de viejas biblias y recreó la
escena. Los ojos negros del cura se extendían esta vez no sólo a
porción superior de las largas y deseables piernas sino también al
pequeño calzón de encaje de color blanco que salió finalmente a la
vista.
El padre Patrick estaba rojo, temblando en su asiento. Nadie hubiera
sabido si de cólera o lujuria.
- Me metí un dedo en el coño, no lo pude evitar. De esta forma –Ana
echó a un lado su calzón de encaje blanco, dejando al cura atónito-.
Estaba caliente y me masturbé un rato. No sé cómo había llegado a
eso, pero la verdad no me importó. Le pedí a mi perro-hombre que
oliera mi coño. Quería que identificara el aroma de su ama.
- Así lo hizo mi perro –continuó Ana apoyada en el librero, frente al
padre Patrick. Tenía un dedo en el coño-. Verlo tan cerca, oliendo mi
coño me excitó mucho más. La experiencia había gatillado un oscuro e
irrefrenable deseo en mi cuerpo.
“Lame el coño de tu ama”, le ordené.
- Las palabras salieron de mi boca sin pensarlas –relató Ana, con el
dedo hundiéndose más en su coño, frente al cura-. Sentir la lengua de
aquel perverso y feo individuo en mi cuerpo me calentó. Disfrute de
cada lamida que invadió mi coño. Incluso, le ordené penetrarme con la
punta de su lengua.
“Eres mi perro… buen perro. Así me gusta”, le dije.
- Y el ladraba sobre mi coño –dijo Ana, retirando su dedo del coño y
mirando desafiante al cura mientras se lo llevaba a la boca-. El
orgasmo no demoró en llegar, lo disfruté. No lo puedo negar, no a
usted, padre Patrick. Fue un orgasmo rico, intenso. Entonces, perdí los
papeles.
“Ven a mi lado, mi perro”, le ordené.
- Entonces, yo también bajé al suelo, apoyada en mis cuatro miembros
–relató Ana, colocándose como una perrita frente al cura y Priscila-. Yo
estaba caliente y quería algo más. Entonces miré a Federico, el perro, y
le dije:
“Ven aquí, perro. Aquí ha llegado tu perrita”.
- Federico abrió los ojos y sin dudarlo me montó–empezó a contar
Ana, su voz era un sensual susurro-. Sus manos en sus caderas se
afianzaron y no tardé en sentir su pene entre mis glúteos, buscando mi
coño. Me penetró, me embistió sin decir una palabra. Ambos caímos
en un estado de lujuria animal.
Ana continuó en aquella indecente posición, fingiendo que era una
perra mientras movía su voluptuoso trasero, las caderas de adelante a
atrás.
- Era indecente lo que hacíamos, padre –continuó la hermosa
trigueña-. Sentía el sonido de sus carnes sobre las mías y no podía
evitar esa sensación de placer ni la humedad en mi entrepierna. Pero
ninguno de los dos hablábamos, todo eran sonidos bestiales. Algo así:
“Ah Ah Arrrggg… Grrrr…. Arrggggg…. Mmmmnnngggrgrrr….”
- Lo entiende, padre –dijo Ana, que no pudo evitar que una mano
acariciara su coño un momento sobre el calzón blanco que Priscila veía
claramente desde su posición.
- Éramos animales follando, no seres humanos –continuó Ana,
deteniéndose y recuperando la compostura-. Follamos hasta que él se
corrió y yo sentí su semen correr por mis piernas. Pero yo no estaba
satisfecha, necesitaba mi orgasmo y me faltaba tan poco. Le hice
comerme el coño de nuevo y a él no le importó hacerlo. La suma de
aquella perversión me llevó a tal orgasmo que me obligó a ser
malvada con Federico, sólo por el hecho de haberme dado placer.
Castigarlo por haber logrado excitarme a pesar de su fealdad. Así lo
hice.
“Limpia el coño de tu ama, perro”, le dije.
- El así lo hizo.
Se levantó del suelo y volvió a su asiento. Luego continuó su relato, su
lujurioso confesión.
- Fue extraño y excitante –la voz de Ana levantó ecos en el oscuro
lugar-. Lo había disfrutado, pero recuperé la noción de lo que había
hecho. Necesitaba salir de ahí, sin embargo, aún no había salido del
sombrío personaje que había interpretado.
“Échate al suelo y quédate ahí”, ordené a Federico, el hombre que para
mí era sólo un perro.
- Tomé mis cosas y me dirigí a la salida –dijo Ana, mientras observaba
la entrepierna del padre Patrick-. Iba a salir, pero me detuvo en la
puerta. No pude aguantar decirle algo más antes de salir.
“Has sido un buen perro”, fueron mis últimas palabras.
El padre Patrick se sentía algo acalorado. Tenía la voz seca y algo le
punzaba en la entrepierna. Miró a Priscila de reojo y creyó leer su
rostro. Quizás un diablo había llegado a su iglesia montado en un
BMW.
La hermosa mujer respiró agitada. El relato cargado de erotismo le
había robado el aliento, pero también había cautivado al padre Patrick
y a Priscila como jamás se hubiera imaginado.
- Después de eso –prosiguió Ana luego de beber un sorbo de Brandy-.
Me sentí avergonzada de lo que había hecho. Me sentía sucia y
nuevamente llena de culpa. Pero había logrado dar un paso para
alcanzar mis sueños. Había puesto otra mancha en mi conciencia y en
mi matrimonio, pero estaba más cerca de la riqueza, alta alcurnia y
supremacía que anhelaba.
- Después de esa experiencia –la chica del BMW continuó de pié-, me
prometí serle fiel a mi esposo. Sin embargo, pese a mi intención de ser
una mujer fiel y conseguir ese empleo honestamente, terminé
repitiendo mis errores. Al final, empecé a utilizar mi cuerpo y el sexo
como moneda de cambio para conseguir todo lo que yo quería.
- Entonces, ¿Conseguiste el empleo? –preguntó Priscila.
- Por supuesto –dijo sonriente Ana, contoneándose con elegancia
frente al cura y su ayudante-. Pude conseguir eso y mucho más.
- ¿Puede prestarme baño, padre? –se interrumpió Ana-. Necesito sólo
un momento.
- Claro, hija –respondió el cura, parándose del asiento y llevándola a su
dormitorio. Ahí había un pequeño baño.
Ana lo siguió a la habitación, observando la pequeña recámara donde
dormía el cura. Con la sencilla cama ocupando la mayor parte del
espacio.
- Cuando vuelvas continuaremos tu confesión – expuso el padre con
una sonrisa comprensiva.
- Claro, padre –contestó la chica del BMW con una encantadora
sonrisa.
Entonces, el padre tuvo que echarse para atrás para que pasara la
muchacha, pero ella no lo esquivó. Lejos de eso, apoyó su femenino
tronco contra el pecho del cura. De pronto, el cincuentón pudo sentir
la turgencia de los grandes y firmes senos de Ana. La curvatura de su
cadera contra su cuerpo se apegó a la zona de la pelvis. La abogada lo
miró a los ojos y el cura sintió su aliento en su rostro. El rostro
femenino y hermoso estaba muy cerca, con los ojos turquesas
mirándolo y los labios carnosos invitándolo a probar del fruto
prohibido.
- ¿Usted cuidará la puerta, padre? ¿Por favor? –pidió Ana, girándose
para mostrarle el otro perfil de su hermoso rostro, acomodando el
carnoso y firme trasero contra la entrepierna del cura.
- Por supuesto. Lo haré –consiguió decir el cura.
- Gracias –le dijo Ana, cerrándole un ojo antes de encerrarse en el
baño.
- ¿Qué pasa, padre? –preguntó Priscila, entrando por la puerta.
- Nada, muchacha –se excusó el cura, acalorado. Luego mintió-.
Faltaba papel higiénico.
En el baño, la sensual abogada supo de inmediato que en aquel lugar
sucedía algo extraño. Aquel último lance con el cura se lo había
revelado. Aquellos dos querían reírse de ella, pero no sabían con el
diablo que se metían. Aquello era una provocación para la soberbia y
altiva mujer. Ana vio en el espejo despertar al demonio que vivía en su
interior. Lejos de sentir miedo de sus actos, La abogada dejó que aquel
ser tomara fuerza y forma en su interior. Sacó de su cartera cocaína y
tres dosis de éxtasis. La droga, así como su vida licenciosa, habían
llegado con el nuevo empleo y el dinero.
La cocaína la consumió de inmediato, aquello le quitaría el cansancio y
la borrachera. El éxtasis lo escondió en su calzón de encaje blanco.
Terminó de maquillarse, arregló su vestimenta. Ana volvió a la
habitación, el padre y Priscila parecían conversar en voz baja. Ambos se
separaron y regresaron a sus asientos. Cuando los vio, sintió una
oscura y cálida sensación crecer en su interior. Una sensación que la
hacía sentir segura.
- Entonces –retomó las conversaciones el cincuentón párroco-, que
pasó después de eso. Obtuviste el puesto.
- Así es, lo obtuve –contestó Ana, bebiendo el etílico café-. Pero había
ocupado mi cuerpo para obtenerlo. Aquello iba en contra de todo lo
que me habían enseñado, pero había sido necesario y conveniente. Me
di cuenta del poder de mi belleza y me hice amante de Jorge, mi jefe.
- ¿Cómo pasó? –preguntó el padre.
- ¿Cómo pasó? –repitió la pregunta la chica del BMW-. No sé, padre.
Sólo pasó. Una noche me vi con él, dejando que me follara a cambio
que facilitara mi vida en la oficina. Así de simple. Mi cuerpo empezó a
ser mi moneda de cambio.
Ni Priscila ni el padre mostraron querer preguntar algo. Ana decidió
continuar.
- Con mi jefe aprendí a hacer bien una mamada, a mentirle a mi
esposo y a follar en los baños de las discotecas –reveló la hermosa
veinteañera, algo descarada-. Pero no fue el único amante que tuve ni
todo el conocimiento que conseguí, después vinieron otros.
Compañeros de trabajo, amigos, desconocidos y otros que se suman a
la larga lista de mis “pretendientes”. Todos ellos eran diferentes, tenían
diferentes penes o perversiones. Es una lista que no quiero detallar.
- Pero ¿Cómo fue la primera vez con tu jefe? –insistió el cura.
- Vamos, cura –dijo molesta Ana-. Quiere que empiece a contar cada
historia que tengo. Son muchas. He sido infiel con numerosos
hombres. Imagínese el resto.
- Muy bien –dijo el cura, algo molesto-. Entonces, cuéntame algo. ¿Has
estado con mujeres?
Ana quedó en silencio, mirando al cura con suspicacia. Pero, luego
esbozó una sonrisa de suficiencia.
- Sí, padre –reveló Ana-. He tenido sexo con mujeres.
- Entonces, ¿Quiere la señora Ana hablar de eso? –preguntó el cura,
algo irónico.
- Ok. Pero será la última historia –dijo Ana, no dejándose intimidar por
el alto y fornido sacerdote-. Estoy harta de tanta confesión.
- Está bien –el cura se dio por vencido con aquella sensual pecadora.
Pero sé muy detallada, por favor. En base a esta confesión haremos la
expiación de tus pecados.
- Lo haré. No se preocupe, padre –dijo desafiante la desvergonzada
abogada.
Una expresión extraña asomó entonces en su hermoso rostro. Una
expresión traviesa.
- Sabe, padre –la voz de Ana era más profunda y produjo cierto
escalofrío en el cura-. Deberíamos ir a otro lugar para darle realismo a
esta última historia ¿No le parecer?
- Por supuesto… si es necesario –dijo algo inseguro el padre Patrick.
- Entonces, ¿Vamos a su habitación? –preguntó Ana.
Ana improvisaba. Sin esperar, se paró y caminó hasta la puerta del
dormitorio del padre Patrick y la abrió.
- No estoy segura que sea una buena idea, padre –La rubia
parroquiana quiso rechazar la sugerencia de la abogada, sin embargo,
se quedó en silencio al notar la actitud del párroco.
- Está bien – accedió el cura-. Lo haremos como la Señora Ana quiera.
- Muy bien –dijo la abogada, satisfecha-. Le prometo que no se
arrepentirá.
Ana se sentó en la cama. Esperó que el padre y Priscila se sentaran, en
una silla y en la cama, respectivamente. Entonces, la chica del BMW se
levantó de improviso anunciando que iba por una copa. Sirvió tres
copas de brandy y en ellas puso el éxtasis escondido en su calzón. Al
regresar, con las copas en la mano, su sonrisa encarnaba la inocencia.
- Iba a contar la primera vez que tuve sexo con una mujer ¿no? –
retomó la confesión Ana, acomodándose en la cama de tal forma que
mostraba mucho de sus largas y femeninas piernas.
- Así es –corroboró el cura.
- Ok – continuó Ana-. Estaba gozando la vida y del sexo a espalda de
mi amado marido. Pero ni se me pasaba por la mente tener sexo con
otra mujer. Estando algo borracha había hecho alguna travesura
inocente con Carolina, mi mejor amiga de la oficina. Pero era cosa de
chicas borrachas, bailar y fingir ser lesbianas en la discoteca para
calentar a nuestros compañeros de trabajo. Pero nunca pasó de
aquellas pequeñas travesuras.
- Sin embargo –continuó la trigueña e infiel mujer-, tomando una
copa, luego de una charla en un exclusivo hotel, conocí a una mujer.
Era una abogada exitosa dentro del sistema judicial de nuestro país. Su
nombre era Cecilia.
- Era una mujer afable y educada -empezó a describirla Ana-. Casada,
con dos hijos y una agenda apretada. Físicamente, es una mujer alta,
muy delgada, cabellera castaña oscura, de nariz grande y poco
alineada, pero que imprime carácter a su personalidad. Sin contar ese
defecto, es una mujer de unos cincuenta años muy bien llevados.
- Como entenderán –la sensual chica del BMW continuó muy relajada
sentada sobre la cama-, me sentí halagada que una persona tan
importante como ella se fijara en mí. Luego de un rato, me dijo que la
acompañarla a su habitación por una última copa. Estaba por algún
motivo que desconocía alojada en el hotel. Por supuesto, la acompañé
a su lujosa habitación. Ahí, bebimos alcohol y fumamos marihuana.
Todo aquello me hizo sentir relajada. Conversábamos risueñas en un
sillón de dos cuerpos, con nuestros cuerpos muy cercanos.
Ana se acercó un poco a Priscila, en la cama.
- No recuerdo cómo, pero en algún momento ella acarició mi cabello.
Ella decía que era muy suave. Nuestras miradas se encontraron
mientras ella acariciaba con delicadeza un mechón. Así… –Ana dijo esto
atrayendo a Priscila hacia ella.
Pese a una pequeña resistencia de la rubia parroquiana, Ana notó que
el éxtasis hacía su efecto. Entonces, pudo mostrarle al padre Patrick
como Cecilia jugueteó con los mechones de su cabello y acariciaba su
rostro esa noche. Priscila estaba tan inmersa en el relato que parecía
hipnotizada por la cautivadora voz y belleza de la pecadora e infiel
abogada.
- Sin darme cuenta, –continuó Ana, acariciando el rostro de Priscila -
me sentía en las nubes. Estaba tan relajada y tan a gusto que no vi
venir el beso que Cecilia me robó.
Ana en ese momento dejó de acariciar el rostro de Priscila y sin mediar
palabra besó suavemente a Priscila. Priscila, a pesar de la sorpresa, no
retiró su rostro. Por algún motivo no sentía deseos de rechazar a Ana.
Fue un beso delicado y breve. Las miradas de las mujeres se
encontraron, Ana con una sonrisa cómplice y Priscila con los ojos
grandes pletóricos de sorpresa y duda.
-Disculpa, no pude aguantarme. Tienes unos labios muy bonitos. ¿Te
incomodó mi beso?, me preguntó Cecilia –continuó Ana, observando
la reacción de sus acompañantes-. Yo quedé en silencio. No esperaba
aquel beso dulce y atrevido ¿Qué le decía a una mujer como ella? No
la podía rechazar. No sabía qué hacer.
Priscila tampoco lo sabía. Empezaba a notar que él relato empezaba a
repetirse entre aquellas paredes, pero los roles se habían cambiado o
al menos una de las protagonistas era diferente. El padre Patrick, en
tanto, sólo se atrevía a mirar en silencio.
- Aprovechando mi indecisión, Cecilia me besó de nuevo –relató la
sensual mujer de ojos claros.
Ana besó con ternura a Priscila, que esta vez esperaba el beso, pero no
hizo nada para evitarlo. Sólo dejó que Ana fundiera sus carnosos y
sensuales labios con los de ella. Fue otra vez un beso dulce que hizo
mover su sangre y hacer saltar su corazón en el pecho.
- Fue otro beso que me dejó sin palabras –continuó la confesión la
abogada, mirando al padre-. Un beso que antecedió muchos otros.
Priscila, a su lado, era incapaz de apartar la vista de la boca de Ana.
Ana volvió a besar a Priscila, el cuerpo de la rubia cayó a la cama, bajo
el dominio de la sensual abogada. El padre Patrick, sentado a unos
metros de las dos mujeres. Era testigo privilegiado de como los besos
se hacían más apasionados. La respiración de la rubia se agitó y en los
ojos se notó que perdía la compostura, entregándose a la lascivia. Al
cura, viendo aquella erótica escena, le fue imposible aguantar una gran
erección en su pantalón.
- Cuando Cecilia empezó a desabrochar mi camisa, yo no me resistí –
Ana empezó a hacer lo que decía sobre el cuerpo de la sumisa Priscila.
Ana apartó un mechón rubio del rostro de Priscila antes de bajar con
sus dedos rozando su cuello hasta alcanzar los botones de la camisa y
abrirlos para acariciar uno de los grandes y turgentes senos de la rubia
parroquiana.
- Sentí placer cuando Cecilia puso sus manos en mis senos y besó mi
cuello –continuó la lujuriosa abogada, renovando las caricias sobre
Priscila-. Sin poder evitarlo mi camisa estaba abierta y mis senos
empezaron a sentir los labios de un nuevo amante, esta vez una mujer.
- Era besos suaves… eléctricos –le dijo Ana a Priscila-. ¿Sabes cómo se
sienten los besos de una mujer en tus senos, sobre tus pezones?
- No lo sé –la voz de la rubia sonó suave, temblorosa.
- ¿Te gustaría saberlo, Priscila? –le preguntó Ana, acariciando por sobre
el sujetador celeste el pezón de la muchacha.
Priscila permaneció en silencio. Ana tomó la iniciativa y sumergió su
rostro en la parte superior de los grandes senos de la rubia. Priscila
cerró los ojos y dejó que la hermosa abogada la transportara a otra
parte.
El cura observó como los carnosos labios de Ana eran depositados
sobre los soberbios senos de su asistente y no fue capaz de moverse
de su asiento, ni siquiera por la incómoda erección en el pantalón.
Ana continuó en los senos de Priscila, chupó la punta de los grandes
senos y tomó el pezón en su boca, chupando con deleite. Priscila lanzó
un gemido, disfrutando. No se detuvieron ni cuando sus conciencias
pidieron que lo hicieran. Todo alrededor giraba alrededor de la sensual
boca de Ana y el oscuro pezón de Priscila. Todas las sensaciones y
miradas alrededor de ese íntimo contacto, mientras los ojos de Ana y
los del padre Patrick no paraban de encontrarse.
- Lo ve –logró decir Ana, con la respiración agitada-. Yo también
terminé excitándome con Cecilia. Empecé a tocarla como ello lo hacía,
como Priscila toca ahora mis senos.
- Quítame la camisa, Priscila –le pidió Ana a la rubia, que lentamente
siguió la orden de la trigueña y sensual mujer-. Yo le saqué la camisa a
Cecilia, bese sus pequeños e insignificantes senos como si fueran los
senos de una diosa. Ella se levantó y me tomó de la mano. Me condujo
al dormitorio. Ahí, nos acomodamos sobre la cama y continuamos
besándonos, dándonos placer.
Ana hizo recostar a Priscila en la cama y se acomodó a su lado. Las dos
mujeres estaban “liadas” en la cama, entregadas en besos y caricias.
Priscila había perdió rápidamente la falda y los besos de Ana bajaron
hasta su sexo. El cura se puso de pie, se sentó en la esquina más
alejada de la cama y observó fundirse a las hermosas féminas. Las
manos de Ana acariciaban los senos de Priscila mientras besaba su
sexo sobre un calzón pequeñísimo del mismo color celeste que los
ojos de la rubia. La sensual trigueña aún conservaba el sujetador y la
corta falda, pero estiraba como estaba en la cama permitía al cura ver
claramente el calzón de encaje blanco.
Sin duda, pensó el padre, aquella mujer era una lasciva tentación. Su
cuerpo era la fruta prohibida hecha mujer, arrojada por el demonio
para tentar a la humanidad.
La abogada hizo girar a la bonita muchacha, para besar su espalda, sus
hombros y su cuello antes de regresar con la lengua hasta su cintura y
luego besar el voluptuoso trasero de Priscila. El calzón celeste era un
pedazo de tela delgada y demasiado sexy, que dejaba al descubierto
casi por completo al desnudo los sensuales glúteos.
- Que buena está su chica, padre Patrick –Ana empezó a sacarle el
calzón a Priscila y a exponer sus labios vaginales-. Mmmmmmmhhhh…
calienta sólo verla y pensar en comerle este dulce coño ¿no es así,
padrecito?
El cura no dijo nada, sólo se mantuvo inmóvil mientras Priscila, boca
abajo, recibía la boca de Ana en su entrepierna.
- Ahhhhhhhhhhhh –gimió Priscila.
Al párroco irlandés le gustaba estar al mando, sentirse dueño de la
situación. Pero no se atrevía a hablar o acercarse. Ana continuaba
dando placer a su compañera, que soltaba pequeños murmullos,
suspiros y algunos gemidos. Luego de un momento, que al padre
Patrick se le hizo eterno, Ana se retiró. La hermosa abogada de ojos
verdeazulados y cabello atado en una coleta se incorporó en la cama,
jugueteando con los dedos en el húmedo coño de Priscila. Sus ojos no
paraban de observar al cura irlandés mientras masturbaba a la sensual
parroquiana.
- Yo estaba caliente en manos de Cecilia –Ana regresó a “la confesión”.
Sus dedos, lentamente, empezaron a adentrarse en el coño brillante de
la rubia-, sus dedos empezaron a tocarme, a penetrar en mi cuerpo. Yo
estaba realmente caliente y cuando me ordenó que le lamiera el coño
estaba más que dispuesta.
Ana dijo las palabras con depravación, haciendo que un escalofrío
recorriera la espalda del cura.
- Mnnnnnnnnnnnn…. Dios mío… -interrumpió con susurrantes palabras
la rubia y hermosa parroquiana, con los dedos de Ana entrando y
saliendo de ella, mojados por los fluidos vaginales.
- ¿Te gusta, amor? –preguntó Ana, mirando al compungido padre
Patrick.
Pero fue Priscila quien respondió.
- Si –la respuesta vino en medio de suspiros. Sus ojos celestes
parecían brillantes y llenos de lujuria.
- Ayúdame, Priscila –ordenó la chica del BMW-. Sácame la falda.
La falda corta de Ana fue retirada rápidamente por Priscila. Ana
entonces se estiró boca arriba sobre la cama. Su cuerpo era perfecto al
parecer, con senos grandes y curvas armoniosas cubiertas aún por la
ropa interior de encaje blanco, un conjunto muy sexy. Además, tenía su
calzado de tacón alto aún puesto. Arrodillada a su lado, Priscila estaba
completamente desnuda. Una muchacha escultural de senos grandes y
caderas y glúteos generosos. Su coño estaba depilado de tal forma
que sólo una línea de bello rubio adornaba su coño, por sobre éste. Era
un cuerpo ligeramente diferente al de Ana, pero igualmente deseable y
hermoso.
- Muy bien, mi amor –la felicitó Ana, acariciando a su compañera.
Ana estirada sobre la cama, abrió sus sensuales piernas.
- Ahora –continuó ordenando Ana-, quiero que bajes un poquitito mi
calzón y veas que secreto tengo aquí escondido para ti, preciosa.
Priscila hizo lo que se le pedía con sumisión. Se acomodó entre las
piernas de la sensual trigueña, bajó el calzón blanco de Ana. La
veinteañera e infiel mujer tenía una pelvis completamente depilada. El
coño de la escultural abogada parecía el de un bebé y los dedos de
Priscila se movían con timidez sobre él. Al ver aquel coño el padre
Patrick sintió reaccionar su pene en el pantalón. Fue una erección
dolorosa y satisfactoria a la vez.
- Muy bien –susurró Ana, dejándose llevar por primera vez.
El párroco, ahora de pié, era testigo de las primeras caricias de los
dedos y la boca de Priscila. La avidez de su feligrés por dar placer a
Ana era un espectáculo que lo mantenía sudando, con el rostro
colorado y la boca seca. El cuerpo de Priscila iba y venía sobre el
cuerpo de Ana, que dejaba que fuera la rubia quien llevara la iniciativa.
La dedicación de Priscila sobre el área genital de la sensual e impúdica
abogada parecía total.
- Padre Patrick –la voz de Ana sacó al cura de sus ensoñaciones-.
Necesito un favor. Se puede acercar.
- Si –la voz le salió en un hilo.
- Necesito que me saque el sujetador, por favor –Ana entreabría y
cerraba los ojos por el placer que recibía de la boca de Priscila.
- Yo… -no sabía que responder el cincuentón párroco irlandés.
- Por aquí –la curvilínea abogada expuso un broche en la parte
delantera del sensual sujetador blanco. Luego, simplemente cerró los
ojos.
Ana parecía vulnerable, pero sólo como una tigresa dormida. El cura
no se atrevió a desobedecer a esa mujer. Con cuidado, cogió el broche
y liberó el contenido de la tela de su prisión. Los senos de Ana eran
grandes, erguidos y perfectos. Era un torso juvenil, de pezones rozados
y pequeños entre tanta carne. Al padre Patrick se le hizo agua la boca.
A la sazón del momento, no pudo evitar comparar a ambas mujeres.
- Gracias, padre –la voz de Ana y los ojos verdeazulados observándolo
lo devolvieron a la realidad-. Ahora, quiero que ayude a Priscila. Párese
a la altura de su cadera, por favor.
El padre así lo hizo, sometido a la voluntad de aquella pecadora.
- Ahora, quiero que ayude a Priscila –susurró Ana, con su entrepierna
invadida -. Quiero que lleve su mano a la espalda de Priscila, sobre ese
hermoso trasero.
El párroco no pudo resistirse a la petición de Ana. Cuando su enorme
mano tocó la piel de Priscila la encontró caliente y sudorosa. Sin
proponérselo, acarició la cintura y parte de la curvatura de la cadera de
la rubicunda hembra.
- Muy bien… Yo sabía que necesitábamos un poco de estímulo para
reanimar a Priscila –anunció Ana, mordiéndose el labio inferior-. Mire
como se ha puesto con su contacto. Mire como se come hambrienta
mi coño… por dios… lo hace muy bien, padre.
Era verdad. Priscila parecía querer devorar el coño de Ana. Lo besaba,
lo chupaba, lo absorbía. Sus dedos jugueteaban con su clítoris,
bajando y subiendo por sus labios mojados.
- Ahora, padre Patrick -pidió Ana-, quiero que lleve sus dedos a la
entrepierna de su hermosa asistente. Hágalo acariciando su trasero,
lentamente. Quiero poder sentir a través de la lengua de Priscila el
placer que usted le da.
Los dedos del cura, posados en la cadera, así lo hicieron. Como si
tuvieran vida propia acariciaron el glúteo de su asistente. Su mano se
arrastró vil y sensualmente por la anatomía de su parroquiana hasta
llegar al coño de Priscila. El movimiento arrancó primero un gemido de
Priscila y luego una respuesta en Ana, que curvó la espalda.
- Juegue con su clítoris, por favor –fue el mandato de Ana.
La mano del cura se puso a trabajar, empapándose de los flujos de
Priscila.
- Y ahora, penétrela con los dedos, padre –ordenó Ana, sus ojos claros
eran pura lujuria y malicia.
El padre sintió como sus dedos penetraban a la mujer que era su mano
derecha en la iglesia. La humedad le cubrió los dedos mientras se
adentraba en el coño de Priscila, arrancándole un gemido y luego otro.
“Dios… que hermosas mujeres. Quiero hacerlas mías”, pensó el cura.
De pronto, el padre Patrick llevó su mano libre a la entrepierna y
acomodó su pene. Sintió de inmediato la necesidad de masajear su
sexo, acariciarlo sobre el pantalón mientras observaba el cuerpo
desnudo de Priscila mientras sus dedos se adentraban en su sexo.
- ¿Quiere saber qué pasó con Cecilia, padre? –preguntó Ana.
- Si –contestó el padre, sus ojos negros mostraban un brillo febril.
Ana se levantó, dejando a Priscila arrodillada boca abajo, con el cuerpo
inclinado mientras exponía la cola para que los dedos del padre Patrick
siguieran penetrándola. La abogada se acercó lentamente al cura, por
el otro lado del cuerpo de Priscila. Desde el otro lado de la cadera, Ana
también empezó a acariciar con sus dedos la intimidad de la rubia. Ahí,
sobre el coño de la rubia, los rechonchos dedos del cura y los
estilizados dedos de Ana se tocaran por primera vez.
El padre Patrick podía sentir los gemidos de la rubia mientras él y Ana
la acariciaban. Priscila estaba muy mojada y en un momento empezó a
temblar hasta que su cuerpo cayó hacia un lado. La abogada sonrió,
satisfecha de su labor.
- Estaba muerta de placer en manos de Cecilia –continuó, inclinándose
nuevamente sobre el cuerpo de Priscila para dar pequeños besos
sobre aquel hermoso cuerpo-. Llevaba un rato besándola, lamiendo
sus senos, atendiendo su coño y entregándome a Cecilia cuando sentí
un ruido en la puerta, a mi espalda. Entonces, vi a un hombre entrar en
la habitación. Un hombre de más de cincuenta años, calvo y vestido en
un traje de etiqueta. Aquel hombre era el esposo de Cecilia.
El cura Patrick quedó paralizado frente al cambio de los
acontecimientos en la historia de Ana, su mano sobre el pantalón
podía sentir el palpitar de su erecto pene. La abogada se inclinó en la
cama, exponiendo su hermoso y escultural trasero a menos de un
metro. Así lo había encontrado el desconocido en su historia.
- Estaba inmóvil, incapaz de reaccionar –continuó a Ana, llevando sus
dedos a su sexo y acariciándolo-. Los pasos del hombre cruzaron la
habitación hasta quedar cerca de la cama. Era incapaz de mirarlo a la
cara. Observé a Cecilia, en su rostro no había culpa ni sorpresa. Sólo
una sonrisa lasciva, descarada.
“Bienvenido, querido. Feliz Aniversario. Te tengo una sorpresa”, dijo
Cecilia, indiferente a mi presencia.
“Así lo veo”, la voz del hombre era ronca y serena.
“Te dije que era una putita, pero no me creíste ¿No debiste apostar
contra tu esposa?”, dijo Cecilia.
- Ellos me ignoraban –relató Ana, con los dedos hundiéndose en su
propio sexo y Priscila recostado a su lado-. Mi cuerpo estaba desnudo
entre ellos y me ignoraban.
“Así es… no creí que fuera posible que la sedujeras”, contestó el
desconocido.
- El marido de Cecilia acarició mis glúteos –contó Ana, que parecía
excitarse mientras se masturbaba y recordaba-. Rozó mi sexo y
continuó hablando con su mujer.
“Tendrás que preocuparte de los asuntos de los chicos y de la casa por
un mes”, dijo con frivolidad Cecilia.
“Así es”, fue toda la respuesta de su marido mientras sus manos
recorrían mi espalda y mis glúteos.
“¿Te gusta la chica? ¿Quieres que te la preste un rato?”, le preguntó
Cecilia.
“Si, me gusta… La quiero”, dijo él.
“Entonces, tómala, amor”, respondió Cecilia, entregándome a su
marido como un objeto sin importancia.
- Se imagina, padre –La voz de Ana era agitada, sus dedos estaban
cada vez más adentro de su sexo. Priscila se arrodilló al lado,
observando-. Sentí que el hombre se sacaba la ropa y se subía a la
cama, atrás mío. Cecilia me ordenó que le continuara comiendo el
coño y así lo hice. Estaba excitada, nunca había participado en un trío.
No hasta ese momento.
- Sentí la presencia del hombre entre mis piernas –la chica del BMW
llevaba sus dedos más adentro de su sexo-, su pene rozó mis glúteos y
mi entrepierna. Entonces, me penetró y aquello me impulsó a volver a
lamer y besar el clítoris de Cecilia. Estaba en otro mundo, sumisa.
Dispuesta al placer, como ahora.
La sensual abogada tenía los dedos entrando y saliendo de su sexo, el
padre la observaba paralizado, sintiendo su verga erecta
dolorosamente presionar contra el pantalón. Fue entonces, que sintió
una mano intrusa en el pantalón. Era Priscila, que sin mediar palabra,
desabrochó el pantalón y sacó el pene del padre Patrick de su prisión.
Era una verga grande y gruesa, dispuesta a la acción.
- Basta de juegos, padre –la mirada de Priscila era de determinación
cuando sacudió el pene en su mano-. Déjeme ayudarlo, sólo un poco.
La rubia asistente se sentó en la orilla de la cama y se inclinó sobre el
cuerpo del cura para comenzar la mamada ayudada de una mano. La
lujuria del párroco despertó del estado latente en que se encontraba.
El padre Patrick llevó las manos a los senos de Priscila y los apretó con
fervor insano.
- Así me gusta, padre –la voz de Priscila era la de una mujer pérfida,
dándose tiempo para hablar mientras metía el descomunal pene en su
pequeña boca-. Estire mis pezones… así.
- Dios… eres una perra, Priscila… -dijo el padre. Mientras miraba el
tentador culo de Ana.
- Si… soy una puta, padre… su putita… me encanta su verga –Priscila
parecía otra persona bajo la barriga del cura, haciendo suyo aquel
masculino trozo de músculos y venas.
Ana estaba muy excitada para entender bien que pasaba. Sus ojos
turquesas parecían prendidos en la magnífica verga que de la nada
había aparecido. La deseaba y eso hacía que buscara su clítoris con sus
dedos, sin sutilezas. Era una caricia salvaje.
El padre Patrick comprendió que aquella dominante mujer, la hermosa
y curvilínea dueña del BMW, estaba finalmente a su alcance. Su lujuria
la dominaba. Había llegado la hora del “castigo”. Apartó a Priscila,
subió a la cama y tomó a Ana de las caderas, acariciando ese
prodigioso cuerpo. Agasajándose con la piel en su palma, subiendo
hasta un firme seno y apretándolo fuerte. Tomó un pezón y lo estiró,
arrancando gemidos de aquella diablesa con forma de mujer. Acarició
el sexo de Ana, tocando el depilado coño y repasando el clítoris con el
pulgar. La humedad y el calor que encontró eran una invitación que no
podía rechazar. Entonces, el cura bajó el calzón blanco hasta los
muslos, guió su pene entre los pliegues de aquel lugar pecaminoso y la
penetró.
Ana Bauman lanzó un grito ante la bestial estocada, incapaz de abarcar
toda aquella alimaña en la entrepierna. El dolor se extendió por su
cuerpo, pero también un calor que le nubló la vista. El padre Patrick
sintió que su verga era apretada en toda su extensión. La sensación fue
deliciosa, triunfal. Entonces, retrocedió y embistió de nuevo el desnudo
coño de Ana, penetrándola una y otra vez.
La abogada gemía, gritaba y se quejaba contra las sábanas de la cama,
pero mantenía la posición inclinada y sumisa, con la cola a completa
disposición del cura Patrick. Ana estaba caliente, el sacerdote era cada
vez más salvajemente en sus movimientos, pero la escultural trigueña
parecía acostumbrarse al tamaño del “artefacto” del cura y los gemidos
ya eran de placer más que de dolor.
El padre notó a Priscila a su lado, observándolo y la atrajo hacia él. La
tomó de la cintura y la besó, perdiéndose en un apasionado encuentro
de sus lenguas mientras Priscila se afirmaba de sus hombros. Así,
continuó follando a Ana y disfrutando en lo posible del cuerpo de
Priscila, cuyos pechos eran manjar de los labios del párroco. Poco
después, al cura se le ocurrió cambiar de posición y ordenó a Ana
colocarse boca arriba sobre la cama.
- Abre las piernas –ordenó el cura.
La hermosa abogada parecía entregada al cambio de roles.
- Priscila cómele el coño a esta puta –anunció a su asistente.
Priscila así lo hizo. Enterró su rostro en la entrepierna de la preciosa
abogada. En tanto, el voluminoso cuerpo del padre Patrick se acercó a
la cara de ángulos y pómulos perfectos de Ana.
- Chúpame la verga, perra –fueron las palabras sin derecho a réplica
del cura, mientras depositaba aquella enorme verga sobre el angelical
rostro de ojos turquesas y labios carnosos de Ana.
Ana, con la respiración agitada por las caricias de Priscila en su clítoris,
estiró el esbelto cuello y puso sus carnosos y sensuales labios sobre la
monstruosa verga del cura. Recorrió la piel cubierta de venas con
labios entreabiertos, aspirando el aroma a sexo de aquel hombre.
Incapaz de detenerse, abrió la sensual boca y probó el sabor de aquel
sexo que no era el de su esposo. Una oscura lujuria se desencadenó.
Tomó la verga con una mano y llevó el pene por su cara, por sus
labios, por su mentón. Se lo metió a la boca un momento y lo saboreó
con la lengua. Era grande, muy grande. Llevó el pene hasta uno de sus
pezones, estirándose en la cama. Tomó uno de sus senos con su mano
y lo apretó contra aquel monstruoso pene. Estaba divertida con ese
juego cuando escuchó al cura hablar de nuevo.
- He dicho que me chupes la verga, puta –fueron las crudas palabras
del párroco.
Ana, la sumisa, obedeció. Empezó a chupar con fervor la verga del
padre Patrick, como se le había ordenado. Podía sentir la lengua de
Priscila en su sexo y las manos del cura sobre sus senos y sus glúteos.
- Así. Muy bien, Señora Ana… muy bien… -decía el cura-. Es usted una
experta… nunca pensé que alguien pudiera llevar tan adentro mi pene.
Es usted, una verdadera puta, Señora Ana.
Ana retrocedió, casi sin aire. Pero sólo para aprovechar de lamer el
pene mientras respiraba agitada.
- ¿Cuál es el apellido de su esposo, Señora Ana? –preguntó el
sacerdote mientras la verga del cura se meneaba frente a la carnosa y
sensual boca.
- Moro… Tomás Moro –contestó Ana, mientras la curvilínea trigueña de
ojos claros lamía la punta del glande.
- Señora Moro, debo decir que Usted lo hace estupendo… es usted
una puta divina –dijo el cura, acariciando el rostro y cabello de Ana,
impulsándola a renovar la lasciva labor sobre su pene.
- Dios, no puede hacerme esto –pidió Ana, con el monstruoso pene
entre los carnosos labios.
- Claro que puedo, Señora Moro y usted también puede hacerlo –
anunció el cura, estirando un pezón.
Ana, con excitación renovada por las palabras del cura, se metió otra
vez aquella grotesca verga. Priscila había dejado de darle placer y
ahora se encontraba a su lado, tratando de disputar aquella verga.
Ahora, las dos mujeres besaban, lamían y chupaban alternativamente
el pene del cura. Sus labios y leguas fundiéndose pecaminosamente
sobre el monstruoso aparato del padre Patrick. Aquello excitó al
pervertido sacerdote.
- Así me gusta, putitas –les dijo mientras observaba encontrar sus
lenguas en la punta de su pene-. Bésense… chúpemela, Señora Moro.
Vamos, Priscila… no te quedes atrás.
Era excitante, pero luego de un rato se obligó a apartarse de ambas
mujeres.
Indicó a Ana que había llegado la hora de recibirlo nuevamente. La
lujuriosa mujer del BMW se dejó caer sobre su espalda y recogió sus
piernas hacia los lados, abriéndose tentadoramente. La prenda blanca
y las medias negras se habían perdido en algún momento y sólo el
elegante calzado de tacón altísimo adornaba su cuerpo. El resto sólo
era la más magnífica desnudez.
El padre Patrick se desnudó también, su cuerpo alto y voluminoso
distaba mucho de la belleza de sus acompañantes. La lasitud de las
carnes hacía juego con la barriga, la breve papada y el trasero
pequeño. El rostro, habitualmente pálido, estaba rojo y la melena y
barba de color castaño oscura salpicada de canas parecía más oscura,
casi negra por el sudor. Así, el pervertido cura se aproximó a la infiel
mujer. Ana lo esperaba con las piernas muy abiertas, en un contraste
morboso y perverso.
El cura se echó sobre el vientre plano de Ana. Repasó con la verga el
mojado coño sin lograr penetrarla al primer intento. Sólo la lujuria unía
el juvenil y angelical cuerpo de Ana con aquel desproporcionado
cincuentón de barriga prominente y tosco aspecto. Sin embargo,
cuando aquella enorme verga entró en Ana, el padre Patrick supo que
ella le pertenecía. El cuerpo y la mente del cura parecían fundirse con
el mismo paraíso, entregándole un calor y un placer que irradiaba
desde su pene hasta cada célula de su cuerpo.
Los labios finos del cura buscaron la turgencia de los labios de aquella
hermosa mujer, Ana se fundió en un beso de pasión insana. Aquel era
el primer beso entre los amantes y al pervertido párroco le supo a
gloria divina. Embistió una y otra vez contra la pelvis de la muchacha
mientras sus bocas se unían, mientras lamía aquellos senos grandes de
pezones erguidos, mientras le susurraba palabras al oído y ella lo atraía
a su femenino cuerpo pidiendo más.
- Fólleme, padre… más… por dios, quiero más… -la escuchaba el
párroco casi sin aliento en su oído-. Que verga…
mmmmmnnnnnnhhhh…. Más… padre, por favor… más.
- Ha sido una mala esposa, Señora Moro… ahora debe pagar… -le
decía el cura, pervirtiendo el acto de la expiación mientras continuaba
penetrándola.
- Si, he sido una mala esposa… una pervertida… ah… dios… soy una
perra infiel… una puta… mmmmnnnnnhhhhh… soy su puta, padrecito…
suya… aaaahhhhhh… -respondía Ana, disfrutando de la lengua y los
labios del cura sobre sus senos.
- Si… eres una puta que vive de las apariencias… una mujerzuela…
vamos puta… demuéstrame la puta infiel que es, Señora Moro -dijo el
cura, incorporándose entre las piernas de Ana sin dejar de penetrarla.
- Priscila, ven acá –llamó a la rubia el cura-. Señora Moro, quiero que le
coma el coño a Priscila… Priscila, coloca tu coño sobre Ana, hazlo
mirándome. Así, quiero verte.
Mientras el padre continuaba follando a Ana, extendida en la cama con
las largas piernas alrededor de la gruesa cintura del cura, Priscila
colocó su entrepierna al alcance de la boca de la sensual abogada, que
empezó a lamer el coño de la rubia. Priscila, que sabía muy bien lo que
hacía, en esa posición de frente al cura se inclinó para lamer la verga
del pervertido sacerdote o el clítoris de Ana. Aquello, fue más de lo
que pudo resistir la trigueña abogada, que tuvo su primer orgasmo.
Fue largo y le nubló la vista. Pero le siguieron otros más. Aquello era
una locura.
- Dios… aaaaaahhhhhh…. Mmmmmnnnnnnnnhhhggg… me corro,
padre… me corro… -gritó con un último aliento la hermosa abogado.
Ana ya no tenía fuerzas, dejó que el cura continuara sobre ella hasta
que en algún momento éste se corrió sobre su pelvis y abdomen.
Lejos, de amedrentarse, el cura seguía caliente. De inmediato, llamó a
Priscila a su lado. Sin esperar, empezó a follarse a su guapa asistente.
La Rubia y el cura parecían dos adolescentes incapaces de suprimir su
deseo. Ana los observó sin fuerza a su lado.
- Al final, de aquella noche –Ana continuó su historia mientras veía
follar al padre y Priscila-. Fui usada por Cecilia y su esposo. Aquella
había sido mi primera experiencia con una mujer y mi primer trío. Lo
disfruté totalmente, sin embargo, cuando me dejaron ir cerca del
amanecer tuve que lidiar con las consecuencias y la culpa.
El padre Patrick le comía las grandes y blancas tetas a Priscila, ella a su
vez saltaba sobre la enorme verga. Era una imagen poderosa para los
sentidos. Mientras limpiaba el semen del cura de su abdomen, Ana
continuó su relato, a pesar que no sabía si le escuchaban.
- Como aquella vez, cada vez que volví a ser infiel he sentido la culpa
corroyendo mi interior. Pero a la vez reafirmaba con cada infidelidad
aquella lujuriosa emoción, aceptándola. A veces quisiera ser la
muchacha inocente y fiel de hace años, pero sé que eso no es
imposible. Mi cuerpo me pide placer. Soy una mujer extraña ¿no?
No hubo respuesta. Los gemidos de Priscila y las palabras soeces del
cura aumentaban en la habitación. Ana observó su cuerpo desnudo. El
recuerdo de lo que había dejado atrás le trajo cierta tristeza. No
obstante, la escena sexual a su lado borraba todos aquellos
pensamientos. Sin notarlo, volvió a excitarse. Ana se sentía cansada,
pero la urgencia de su bajo vientre empezaba a crecer y era un
llamado al que no podía faltar.
Se escabulló al baño y aspiró cocaína. Se observó al espejo. Se sintió
hermosa. La chica se transformó de inmediato en la diablesa sedienta
de lujuria. Ana estaba lista para unirse al padre y su amante
nuevamente. Estaba lista para fundirse en un delicioso sexo infiel y
profano. Sin pensar, volvió a la habitación.
- Ven aquí, preciosa putita –escuchó decir al cura.
Ana sonrió y dejó que las manos del cura la llevaran a la cama. Ya no
había vuelta atrás, ni en aquel momento ni en su vida. Aquella
confesión que le arrancó el cura duró horas, pero cuando se marcho se
sintió satisfecha. Cuando marchaba en su BMW a casa, con su marido,
se sentía por algún motivo relajada y en paz.
Quizás por eso, en el futuro, cuando Ana sentía que la culpa o el
remordimiento la embargaban, pensaba en aquella iglesia. Entonces,
conducía su BMW negro a aquel lugar. Buscando la salvación carnal en
manos de un bonachón cura y su guapa asistente.
Novia Ingenua

- Es una mujer hermosa y casta –escuchó decir a su esposo al otro lado


de la puerta-. Estoy seguro que seremos felices.
Eso la puso feliz. Sofía Venturi siempre había soñado una boda como
aquella. Su esposo se vería guapo vestido de uniforme. Y ella se vería
hermosa vestida de blanco. Aunque esperaba que nadie supiera que ya
no era casta y el blanco no le correspondía. Había entregado su
virginidad a su futuro esposo, quién la había llevado del dolor al placer.
Aunque todavía no podía ver las estrellas. Su amiga Telma le había
asegurado que vería estrellas y sentiría cosas maravillosas cuando
entregara su virginidad. Pero Sofía había sentido placer, pero no las
maravillas que su amiga le aseguraba.
La hermosa rubia de ojos celestes se observó en el gran espejo de la
pieza de su madre. El vestido era blanco, lleno de detalles. Con el velo
y la larga cola. Sólo el detalle del provocador escote no parecía
convencerla. Sus senos eran demasiado grandes y quizás no debía
exponerlos así, especialmente frente al cura. Sin embargo, Mario le
había pedido que por un día, el día de su boda, ella mostrara parte de
los sensuales atributos que Dios le había otorgado, en honor a su
marido. Mario quería que todos se dieran cuenta la hermosa y sensual
mujer que sería suya, esas habían sido sus palabras. Y para Sofía lo que
Mario decía era una orden. Sofía creía firmemente que debía respetar
las decisiones del que sería su marido.
- Te ves hermosa –le dijo su madre.
- Gracias –logró decir Sofía, emocionada.
Faltaba sólo una semana para la boda. Ya casi todos los detalles
estaban listos. Luego de probarse el vestido lo guardó con cuidado y lo
trasladó a su pieza.
A pesar que su marido se marchaba a su despedida de soltero, se
sentía feliz. Todo sería diferente y podría sentirse plena como mujer
con el anillo en la mano. Sofía esperaba ser una buena esposa y una
buena madre para los hijos que concibieran en el matrimonio. Mientras
empezaba a vestirse, alguien tocó la puerta.
- Permiso –se escuchó una voz, irrumpiendo sorpresivamente en su
habitación.
Sofía menos mal que se había calzado el primer vestido que había
encontrado a mano. El hombre que entró en la habitación la miró con
ojos penetrantes. Primero sus ojos turquesas se pasearon desde los
hombros desnudos hasta la piel de su escote. El vestido que había
elegido era bastante revelador se dio cuenta Sofía. Luego, la mirada
repasó las piernas de actriz italiana. Las curvas de Sofía parecía
encender cierta lujuria en la mirada, sin embargo, el desconocido tuvo
la prudencia de rehacer su actitud. El hombre era viejo a ojos de Sofía.
Un hombre de cuarenta y cinco años era alguien viejo para una chica
tan joven como ella. Sofía se casaría muy joven, como lo hacían en la
antigüedad.
- Hola Señorita Sofía. Soy el Coronel Iturra –la voz del hombre era
profunda-. Mario, su esposo, es mi amigo y me he ofrecido para
colaborar con los últimos detalles de la boda. Le doy mis felicitaciones
por su próximo matrimonio.
- Gracias, Señor Iturra –dijo Sofía, algo confundida, pues, no conocía el
hombre.
Tras los saludos y una conversación breve y amena, Sofía reconoció al
coronel Iturra como el superior directo de Mario, su futuro marido. A
Sofía le pareció impropio de un caballero estar en la habitación de una
mujer comprometida, pero no se atrevió a decirle nada al que era una
especie de jefe de su esposo. El coronel era más alto que ella, media
cabeza por lo menos, pero tenía una personalidad agradable, aunque
algo autoritaria.
- Quizás si espera en la sala de estar mientras me cambio… –le dijo
Sofía.
Quería cambiarse aquel vestido indecente que usaba. Pero el hombre
la interrumpió.
- ¿Aquel es su vestido de novia? –preguntó el hombre, indicando la
gran caja de cartón sobre la cama.
- Así es –dijo la muchacha.
El coronel, sin pedir permiso, empezó a pesquisar (esa era la palabra) el
vestido de novia.
- Es un vestido bonito –dijo el coronel-. Pero tiene un detalle. Mire.
Sofía se acercó y observó que el vestido. El vestido era casi perfecto.
Pero un doblez mal cocido en su manga parecía opacar la perfección.
- Dios mío –exclamó la rubia-. Dios mío, ¿Qué haré?
De inmediato, se empezó a pasear nerviosa por la habitación.
- No se preocupe –le dijo de pronto el coronel Iturra-. Conozco una
costurera. Ella podrá ayudarla.
Sofía le agradeció al Coronel y fue a hablar con su madre mientras el
coronel bajaba a hablar con su futuro marido.
- ¿Segura que no quieres que te arregle ese doblez? –preguntó su
madre.
- No, madre. Mario y el coronel encontrarán una buena costurera –le
dijo a su madre.
- Muy bien. Te dejo, hija –le dijo su madre antes de salir de la
habitación.
No podía confiar en su madre para esos menesteres. Faltaba sólo cinco
días para la boda y ya casi todos los detalles estaban listos. Pero Sofía
seguía nerviosa. Luego de probarse el vestido nuevamente lo guardó
con cuidado y lo trasladó a su pieza. Se cambió de ropa, por un vestido
mas recatado y bajó a hablar con el coronel y su marido. Pero solo
encontró al señor Iturra. Mario había salido a hacer alguna diligencia.
- Su marido ha tenido que volver al trabajo –le dijo Iturra-. Ya sabe, la
vida militar es dura.
Sofía asintió.
- Pero la ayudaré con su problema –se ofreció el hombre-. Si quiere,
mañana la puedo pasar a buscar para conducirla hasta la modista que
conozco. Es una mujer muy profesional y de vasta experiencia.
- Muchas gracias. Será de gran ayuda –le respondió Sofía.
Se pusieron de acuerdo en los detalles y el coronel se marchó. Sin
duda era un hombre gentil y distinguido. Todo un caballero. Y también
apuesto, se encontró pensando sin querer la novia. Se recriminó de
inmediato. Entonces, arrepintiéndose de sus pensamientos, fue a rezar
antes de seguir con lo que consideraba un agitado día.
Al día siguiente el Coronel Iturra se presentó puntualmente.
- Bueno, yo llevaré este paquete con mucho cuidado –aseguró-.
Sígame, Sofía. Mi chofer nos espera.
Una mujer vestida de oficial los esperaba a la salida para abrirles la
puerta del automóvil del coronel. A Sofía jamás se le pasó por la
cabeza que una mujer pudiera integrarse al ejército. Le parecía que era
un rol muy peligroso para un ser tan delicado como una mujer. Un ser
que estaba destinado a ser madre no debería arriesgarse en cosas de
hombres, pensó. Se despidió de su madre y se metieron al viejo, pero
lujoso roll royce del coronel. La mujer se sentó entre el coronel y Sofía,
manteniéndose silenciosa mientras el general le contaba a donde se
dirigían.
La verdad es que se sentía como una princesa en medio de tanto
espacio y lujo. Era muy bonito aquel vehículo. Se imaginó a la
monarquía inglesa llegando en roll royce a algún fastuoso evento. Su
padre había ofrecido su Mercedes Benz para llevarla a la iglesia, pero
era un automóvil tan insulso al lado del roll royce. Sin quererlo y
aprovechando que el coronel Iturra le hablaba de aquel vehículo, Sofía
se atrevió a hablar.
- Que maravilloso sería poder llegar en un vehículo como éste a la
iglesia –la emoción se reflejó en su voz.
- ¿De verdad le gustaría, Sofía? –le preguntó el atractivo cuarentón.
- Si. Sería como un sueño –respondió la emocionada novia.
- Bueno, delo por hecho –manifestó el militar-. Llegará a la iglesia en
un roll royce. No hay más que decir.
- Gracias, señor Iturra. Muchas gracias –respondió más que
emocionada Sofía.
- De nada –la sonrisa del coronel mientras hablaba era muy atractiva-.
Sólo le pido un favor.
- ¿Cuál? –preguntó Sofía.
- Llámeme por mi nombre. Fernando –pidió el coronel.
Sofía se tomó un momento para responder con una sonrisa sincera,
llena de esos dientes blancos y perfectos que caracterizaban a la rubia
novia.
- Muy bien. Fernando –Sofía moduló muy bien toda la frase.
Llegaron finalmente a una residencia a las afueras de la ciudad. Un
lugar de muros altos y blancos que daban paso a un propiedad de
bastos terrenos llenos de arboles y jardines. Una casa de tres pisos se
levantaba en el centro de la propiedad. Varias enredaderas subían por
el muro blanco de aquel hogar. Tenía un estilo de campiña muy
interesante.
- Coronel. Mi madre los espera en el taller de costura –alzó la voz de
repente la mujer militar.
- Gracias, Carmen. Puede quedarse con su madre un rato si lo desea –
respondió a la oficial.
Le presentaron a la madre de Carmen. Una mujer anciana que tenía un
taller de costura y confección de vestidos. Había fotos de hombres en
trajes militares por lo que Sofía supuso que se trataba de una familia
de tradición militar como la de su futuro esposo. A Sofía le sirvieron
una copita de jerez mientras conversaban los detalles del arreglo. Por
suerte, el arreglo no demoraría más de un par de horas.
- Sabe, Fernando… nunca hubiera imaginado que una mujer pudiera
ser militar –confesó Sofía al coronel cuando se encontraban los dos
solos un momento.
- A la sargento Davis no le han hecho las cosas fáciles en el ejército.
Pero es una mujer perseverante –empezó a decir Fernando-. Tengo
tres hijas y ningún hombre. Si una de ellas quisiera hacer un trabajo de
hombres o entrar en el ejército me gustaría que se le diera la
posibilidad de desarrollarse y demostrar sus capacidades. Todos
queremos lo mejor para nuestros hijos.
Aquel pensamiento confundió a Sofía. Era extraño a todo lo que le
habían enseñado. Una mujer no debería tratar de ser un hombre, en
ningún sentido. Pero calló y no reveló sus pensamientos al coronel. No
quería molestar a tan simpático hombre.
- Es decir, que casi está lista para su matrimonio –A Sofía le sorprendió
el giro de tema del coronel-. Incluso, para la noche de boda. Esa ropa
es la más importante.
- ¿Importante? ¿Por qué? –preguntó Sofía, confusa.
No sabía que tuviera que usar nada especial para la noche de boda,
pensó Sofía. Había elegido ropa cómoda y el pijama de siempre para
esa noche. Ni sus amigas ni su madre habían hablado de la noche de
bodas. Se habían contentado con expresar alguna risita nerviosa y
nada más. ¿De qué hablaba el coronel?
- ¿No me diga que no tiene nada especial para su marido la noche de
boda? –preguntó el coronel.
- ¿Especial? ¿De qué me habla, Coronel? –tartamudeó nerviosa la rubia
novia.
- De su ajuar de novia –le dijo sorprendido el militar.
- ¿Ajuar? ¿Ajuar de novia? –la vista le oscilaba de lo nerviosa que se
puso.
Con tino y cuidado, el coronel le explicó en qué consistía el ajuar de
una novia. Después de la explicación, Sofía estaba evidentemente
contrariada. No tenía un ajuar para entregarse a su esposo la noche de
bodas. Sentía que era terrible, ya que quedaban sólo días para el
matrimonio.
- Dios ¿Qué puedo hacer? –dijo en voz alta.
- No se preocupe, Sofía –la tranquilizó el Coronel-. Conozco a la
persona que la puede ayudar. Vamos de inmediato.
Cuando se subían al roll royce del general apareció la sargento Davis.
- ¿Lo acompaño, coronel? –preguntó con voz firme.
- No se preocupe, Carmen. Disfrute con su madre un rato –le dijo
Fernando.
Así, guiados por el chofer, enfilaron al centro de la ciudad. El coronel le
explico que Raúl, su primo, tenía un taller de ropa de mujer.
- Él es una persona “poco convencional” –trató de decir el general-.
Pero es una buena persona. Además, sus vestidos y ajuares son
delicados. A mi ex mujer le gustaban mucho.
Sin quererlo, Sofía empezaba a saber mucho de la vida del coronel.
Aquello no le molestó, más bien se sintió más cercana a ese hombre.
Era como un caballero que la rescataba en los momentos de
infortunio. Una especie de Lancelot.
Llegaron hasta un viejo edificio del centro de la ciudad. Era un lugar
anacrónico, pero que por dentro mostraba detalles de modernidad.
Subieron unas escaleras y llegaron hasta una puerta de cristal que
rezaba: “Raul Azocar. Diseño profesional”. Sofía pensó que aquel no
era un oficio para un hombre de verdad. Pero calló.
Abrió un hombre vestido con una extraña bata morada y unos
anteojos de marco grueso. Sus modos, desde que los recibió eran
“delicados”.
- No te preocupes, preciosa –le dijo Raúl, risueño-. Encontraré ese
ajuar que hará temblar a los hombres. Especialmente a ese machote de
tu marido.
Fernando le sonrió ante la efusividad y teatralidad de Raul, que se
perdió en uno de sus innumerables cuartos. Todo estaba lleno de
maniquíes, telas y espejos en el taller de Raúl. Era impresionante la
cantidad de colores y extraños diseños. Lo que más sorprendía era la
ropa interior: era pequeña y… descarada.
- ¿Está seguro que estamos en el lugar correcto, Fernando? –preguntó
llena de duda.
- No se preocupe, Sofía… -empezaba a contestar el superior a su
marido, pero Raúl los interrumpió.
Traía una cinta de medir en la mano y sin preámbulos empezó a tomar
las medidas de Sofía.
- Uf muchacha –lanzó casi un gritito el diseñador-. Eres todo curvas,
preciosa. A ver. No te muevas.
El hombre de la bata morada empezó a rodear los senos de Sofía con
la cinta de medición.
- Cuidado ahí, por favor –pidió sonrojándose, cuando empezaron a
tomar las medidas de aquella zona.
- Claro, chica –aseguró despreocupado Raúl-. 98 Arriba… 63 de cintura
y 98 abajo. Vaya bomboncito eres, mi niña. ¿Cuánto mides, muchacha?
- Un metro setenta y tres –le dijo Sofía.
Sofía estaba avergonzada. Su piel había tomado unos colores muy
bonitos y Fernando sonrió. La sonrisa suavizó los rasgos que el
entrenamiento militar había endurecido. La muchacha sintió que se le
encogía el corazón. Fernando tenía un rostro agraciado y una sonrisa
muy bonita.
- Bueno, bueno –interrumpió Raúl-. Vuelvan en la tarde. Seguro que
tendré ese ajuar de novia que tanto sueña una chica guapa como tú,
mi niña.
Se marcharon de vuelta a casa de la modista, pero pasaron a comer un
refrigerio a una cafetería. La madre de la sargento Davis tenía el
vestido perfectamente refaccionado cuando llegaron. Fernando pagó,
dieron las gracias y se marcharon. Luego fueron a almorzar a un
restorán del centro de la ciudad. Ahí, la sargento Davis y el chofer se
despidieron. Pasarían a dejar el vestido al taller de Raúl y llamarían a la
madre de Sofía para que no se preocupara.
- El taller de Raúl queda a unas cuadras –aseguró Fernando-. El cuidará
muy bien de tu vestido. No te preocupes. Tengo un primo algo
excéntrico, pero como te dije es buena persona.
Sofía espera que fuera cierto. Nunca había escuchado cosas buenas de
los maricones en su hogar, pensó. Pero si lo decía Fernando
seguramente era cierto. Sin duda, el coronel era una excelente
compañía. Sofía se sentía como en las nubes a su lado.
Después de comer algo liviano, caminaron por las calles conversando
hasta llegar al taller de Raúl. Ahí los esperaba el colorinche modisto,
esta vez, con una capa verdosa colgándole hasta la mitad de la
espalda.
- Buenas tardes, guapos y guapas… disculpen mi vestimenta –dijo,
señalándose-. Estaba probando unas capas de noche que tengo de
encargo para unas buenas amigas. Quedan divinas ¿no?
Raúl giró sobre una pierna de forma graciosa. Sofía y Fernando se
rieron, fue inevitable. No pararon de reír hasta que el diseñador se
marcho simulando molestia. Sin embargo, al rato volvió con varias
cajas.
- Acá tienes –le dijo-. Cuatro modelos de ajuares. Tu vestido de novia
está en aquella caja de por allí.
Señaló el único lugar despejado del taller.
- Puedes probarte los ajuares en aquel cuarto –Raul señaló una puerta
mientras se movía frenético por la habitación reuniendo bolsas- Es el
probador. Yo ahora me marcho un ratito a dejar un encargo. Cuida la
tienda un poquitín, primo.
Pero apenas se marchaba por la puerta cuando volvió a entrar.
- Que descortés –dijo mientras entraba y salía de lo que parecía una
pequeña cocina-. Aquí les dejo un ponche de melocotón muy rico que
hice y dos copas para que se refresquen.
- Gracias, primo –dijo Fernando.
- Chau, chau –se despidió finalmente Raúl.
Así quedaron los dos solos, incómodos.
- Bueno, serviré unas copas de ponche –le dijo a Sofía-. Tu anda a ver
los ajuares.
Sofía revisó los ajuares mientras el coronel servía dos copas hondas y
redondas. Le pareció que era algo osados, pero no tenía más remedio
que probárselos. Incluso le pareció que algunas prendas ella no sabría
cómo usarlas. Se sirvió de la copa de ponche que le ofrecía Fernando.
Estaba dulce, sabroso.
- Está muy rico el ponche –aseguró Sofía.
- Si. No sabía que mi primo tenía otros talentos –dijo Fernando.
Ambos terminaron la dulce bebida.
- Bueno, iré a probarme el ajuar –anunció algo nerviosa Sofía.
- Ve con tranquilidad. Seguro que encuentro alguna revista o libro para
entretenerme –dijo Fernando.
Sofía se sirvió otra copa de ponche de melocotón, entró al probador y
cerró la puerta. Era un cuarto grande que tenía una sala con un sillón
grande de cuatro cuerpos, un gran espejo movible y una mesita con
revistas. Además, tenía el probador propiamente tal separado de la
sala por unas cortinas blancas. Adentro había tres enormes espejos y
luces que otorgaban una excelente iluminación.
Se sacó el vestido holgado y el chaleco que usaba, dejándolo un lado.
Con cierta vergüenza quedó en ropa interior. Esa mañana usaba la
ropa interior cómoda. Observando el primer ajuar, el sujetador y el
calzón le pareció indecente. Pero era el único ajuar que sabía bien
como usar. Los otros tenían medias y portaligas que jamás había
usado. Sofía se encontraba en aprietos. Bebió de su copa de ponche y
con pesar empezó a probarse el primer ajuar. Al mirarse al espejo se
sintió desnuda.
- Dios mío… Marcos pensará que soy una prostituta con esta ropa –
dijo en voz alta.
El sujetador y el calzón de copa blanco estaban llenos de encajes y
pequeñas transparencias con motivos florales. El exuberante busto de
la joven rubia parecía ofrecerse lascivamente a ojos de Sofía.
- No puedo usar esto –dijo.
Tenía la boca seca, así que bebió de manera abundante del ponche de
melocotón. Decidió al fin intentar con los otros ajuares. Sin embargo,
tras algunos intentos, se dio cuenta que no sabía cómo colocarse el
portaligas o como abrocharse algunas prendas con broches en su
espalda, como el corsé. Era inútil. Se sentía impotente.
Se sentó en el sillón y tomó unas revistas. Eran revistas de moda, sin
embargo, una extraña revista llamó su atención. Le llamó la atención
porque era de un autor italiano llamado Milo Manara. Sofía Venturi era
de ascendencia italiana y sentía orgullo de su linaje europeo. Empezó a
hojear la revista, pero cuando observó las ilustraciones quedó
choqueada. En las caricaturas contaban la historia de exuberantes
mujeres. Eran historias liberales que terminaban con las mujeres
follando como zorras en algún lugar. Dando cuenta del revistero, Raúl
tenía una buena colección de aquel autor italiano. A pesar del rechazo
que sentía, Sofía no pudo evitar hojear todas las revistas mientras
terminaba su copón de ponche.
- Sofía ¿Necesitas algo? –la interrumpió una voz, sacándola de sus
cavilaciones.
Sonrojándose y con un extraño calor, Sofía se puso de pie.
- Me traes otra copa de ponche de melocotón, por favor –fue lo único
que se le ocurrió decir.
- Muy bien ¿Me das tu copa? –pidió Fernando.
Sofía le entregó su copa. Luego volvió a entregarse a las pruebas de
los complicados ajuares. Luego de un par de intentos, no supo como
continuar. Tomó la copa que le había llevado Fernando y
malhumorada se la bebió mientras hojeaba de nuevo aquellas
pervertidas historietas. Se sentía extraña. El mundo le giraba un poco.
- Necesitas ayuda, Sofía –preguntó la voz del coronel.
- No lo sé –confesó al otro lado de la puerta Sofía-. No entiendo estos
ajuares de novia.
Hubo silencio al otro lado de la puerta.
- Me dejas ayudarte, Sofía –se ofreció Fernando-. Algo entiendo de
ropa femenina. Estuve casado y tengo tres hijas.
Sofía lo pensó mientras terminaba el delicioso ponche. Era su tercera
copa. Pero está muy rico, pensó.
- Muy bien. Acepto tu ayuda. Dame un segundo –pidió Sofía que se
puso su vestido y abrió la puerta.
- Déjame ver esos ajuares –pidió Fernando.
Mientras el militar iba a examinar las prendas de novia, Sofía se sirvió
otra copa de ponche que empezó a beber de inmediato. Recorrió el
salón, examinando las telas e imaginándose en los reveladores y
vaporosos vestidos preguntándose si se vería como las mujeres de las
historietas de aquel pervertido autor italiano.
- Mira… si te explico cómo ponerte estas prendas no debería ser difícil
–empezó a explicar Fernando.
El atractivo cuarentón empezó a detallar como Sofía debía colocar
cada prenda. La guapa y alta chica lo escuchaba, pero no se podía
concentrar del todo porque los ojos turquesa y la sonrisa del hombre
le distraían. Era muy guapo, pensó Sofía.
De nuevo en el probador, Sofía logró colocarse otro ajuar. Se veía
extraño aquel ajuar en su cuerpo. Demasiado sensual para su
educación. Sin embargo, se lo quedó un rato. Realmente se parecía a
las mujeres de aquellas sucias ilustraciones, pensó. ¿Le gustaría ese
ajuar a Mario? ¿Le gustarían esas prendas a Fernando?, se preguntó.
Giró observando las prendas blancas y las medias con un portaligas
muy simple. No le gustó. Se probaría otro.
En el siguiente tuvo problemas para abrochar el broche del sujetador.
- ¡Maldición! –protestó malhumorada.
En seguida se escucharon pasos en la puerta.
- Pasa algo, Sofía.
- No puedo con un broche.
Silencio.
- Me permites ayudarte –escuchó finalmente la voz de Fernando.
Sofía dudó, pero por alguna razón confió en él. Fernando era un
caballero. Abrió la puerta cubriéndose con su vestido por delante.
- Permiso –dijo el hombre al entrar, pero se detuvo en el umbral
observándola.
Sofía se sonrojó, pero el coronel tuvo el tino de desviar la mirada a
otro lado.
- Déjame que te ayude, Sofía.
Sofía no tuvo más remedio que darle la espalda y cubrirse como pudo.
Aquello no fue posible. Sea por los espejos o por la falta de tela, Sofía
le mostro buena parte de su cuerpo a Fernando. Estaba avergonzada y
un extraño calor recorría su cuerpo.
- Ya está. Entra al probador –le dijo el guapo varón.
Sofía cerró la cortina y se observó en el espejo. Se sentía hermosa. Era
un sentimiento extraño. De pronto notó que la cortina estaba un
poquito abierta y por una rendija notó la presencia de Fernando que la
miraba de reojo. No supo qué hacer. Decidió ignorarlo. Sentía mucho
calor, tanto que necesito una sorbo del ponche para refrescarse.
Empezó a probarse el corsé y la lencería a juego. Debía cerrar bien la
cortina, pero no pudo. Aquello le daba mucha vergüenza. Estropearía
su amistad con Fernando si le demostraba que sabía de su
indiscreción. Se vistió de todas maneras intentando que los ojos del
coronel vieran lo menos posible. Era casi imposible, pero lo intentó.
Primero el calzón de encaje blanco, las medias y el portaligas a juego.
Le quedaban muy bonitas. Después el corsé. Cuando intentaba calzar
el corsé descubrió que era imposible que ella pudiera con los broches
de la prenda.
- ¿Me puedes ayudar, Fernando? –le pidió a Fernando nuevamente.
El coronel saltó como un resorte de su asiento y estaba listo para
ayudar a tan hermosa y sensual dama. Con cuidado ayudó a atar cada
broche del corsé en su sitio. Aquel ajuar se le veía espectacular a Sofía.
Realzaba todas sus curvas. Los ojos celestes de Sofía brillaban al verse
al espejo.
- Te ves preciosa –escuchó decir a Fernando
- Gracias –murmuró Sofía, orgullosa de su belleza.
Fernando salió, pero rápidamente sus pasos retornaron a la habitación.
- Deberías probarte el ajuar con tu vestido de novia –aconsejó-. Es
aconsejable, pues, tal vez no son compatibles por algún motivo.
A Sofía los consejos del coronel le parecían muy acertados. Tomó el
vestido, y sin importar que estuviera en ropa interior, empezó a
ponérselo. Sentía tanta confianza y se sentía tan achispada por el dulce
y engañoso ponche de melocotón que no pensaba bien. Cuando el
vestido estuvo en su lugar, Sofía se veía radiante. El corsé acomodaba
perfectamente sus senos en el escote del vestido, reduciendo su
voluptuosidad. Me veo preciosa, pensó.
- Te ves preciosa, Sofía –dijo a la vez Fernando.
- Gracias.
- Tal vez deberías hacer algo con tu cabello –dijo él, tomando el
cabello de Sofía-. Tienes un cabello rubio muy lindo. Es muy claro.
Sofía al sentir la presencia de Fernando tan cerca notó que todos sus
sentidos estaban expectantes. Una caricia en su rostro no hizo más que
sumergirla en aquel sueño. Su corazón golpeaba muy fuerte en su
pecho.
- Eres tan hermosa, Sofía –la halagó.
Sofía escuchaba las palabras y se dejó llevar por las frases de aquel
varón. Cuando la tomó entre sus brazos, Sofía sólo atino a observarlo a
los ojos como una tonta. El beso la sorprendió, pero fue tan dulce que
cerró los ojos y se dejó llevar por una intensa emoción. Sin quererlo
llevó sus manos al cuello del coronel y se colgó a su boca.
Sofía no supo cómo se sacó tan rápido el vestido de novia y el corsé.
Los besos hacían que quisiera más. El la besaba con una dulzura que se
transformó en pasión. Sus caricias la transportaron por el taller.
Salieron del probador y entre besos y caricias buscaron un lugar para
dar rienda suelta a su pasión. Encontraron entre risas una pequeña
habitación con una cama muy pulcra. Sofía la observó con un intenso
deseo creciendo en su bajo vientre.
Se desnudaron en silencio, buscando sus bocas y acariciando los
cuerpos cada vez más expuestos. La piel blanca de Sofía contrastaba
ligeramente con las manos de Fernando cuando este apretaba con
cuidado sus glúteos o sus senos. Eran caricias llenas de una sutilidad
que conseguían excitar más y más a Sofía. Su futuro esposo siempre
había sido más posesivo y más bruto cuando le hacía el amor. Pero
Fernando era tan diferente. Era tan delicado, pero sin dejar de ser
masculino.
Se observaron unos segundos y sus ojos claros reflejaron complicidad.
El la besó con dulzura, pero con masculina pasión. Ella respondió,
dejándose llevar. A medida que el beso se tornaba más apasionado, las
manos empezaron a recorrer los cuerpos. Fernando, más impetuoso,
empezó a acariciarla con bravura y deseo. El plano vientre femenino
quedó en contacto con el musculoso abdomen del hombre. Ella lo
atrajo para besarlo, era un beso de una amante joven e inexperta.
El empezó a desnudarla por completo. Ella tenía unos pechos grandes
y firmes, con unos pezones rosados y pequeños. El claro bello en el
pubis no estaba recortado, pero era escaso, su abdomen era plano y
sus piernas eran largas. El coronel enterró el rostro en el sexo de su
joven amante, su olor era intenso y mientras lamía los labios vaginales
empezó a escuchar la respiración agitada de Sofía.
- No, por favor –pidió la rubia mujer-. Esto es indecente.
Sin embargo, la muchacha gimió y se contorsionó del placer. Él estaba
desesperado, besó el abdomen y los muslos, acarició el coño con la
lengua mientras trataba de alcanzar con sus manos aquellos hermosos
pezones enclavados en los hermosos y grandes senos. Le robó un
orgasmo enseguida. Sofía atrajo a Fernando, tomándolo del cabello y
lo besó. Cayeron a la cama, desnudos. El cuerpo de la mujer se movía
contra el del coronel, que acariciaba todo el cuerpo con desespero.
Entonces, llegó el momento. El se acomodó sobre ella y acercó la
pelvis a la de la muchacha. El pene estaba completamente erecto. Un
pene grueso y formidable a ojos de Sofía. Sintió el pene adentrarse a
su cuerpo, el roce era tan excitante que pensó que perdía el
conocimiento. Buscó la boca de su amante. Lo beso. Empezaron a
moverse mirándose a los ojos, sin perder el contacto. Sus sexos se
fusionaban en movimientos lentos y acompasados, como si estuvieran
bailando con las miradas. Él llevaba el ritmo y ella se dejaba llevar.
Pasaron largos minutos donde sólo se escuchaba los gemidos de Sofía
y la respiración agitada de Fernando. El se movió más rápido,
abandonándose también al placer. Su amante besaba los senos y lamía
su cuello. Podían sentir la excitación del otro. El la hizo girar, dejándola
apoyada en sus extremidades, boca abajo, con su cola hacia el coronel,
en una posición animal e indecente. La penetró y empezó a follarla de
perrito con mayor intensidad. Ella estaba completamente avergonzada,
pero también excitada. No podía parar de gemir. Había tenido al
menos dos orgasmo más. Estaba en el cielo.
Finalmente, sintió que él se corría, pero continuó embistiéndola sin
descanso. Hasta el último momento, hasta entregarle un último
orgasmo a Sofía. Era tal como le había contado su amiga, había visto
estrellas. Había sentido lo indecible.
- Le amo, Sofía –le escuchó decir al coronel.
Sofía calló. La excitación reemplazada por vergüenza y culpa. Se
empezó a vestir y sin decir una palabra escapó del lugar.
Días después, Sofía se casó. No había vuelto a ver al coronel hasta la
boda, pero cuando lo saludo en la recepción su corazón le latió muy
fuerte.
- Que sea feliz en su matrimonio –le dijo.
- Gracias –respondió nerviosa ella.
- Si necesita cualquier cosa –respondió él-. Sea lo que sea. Estoy a su
servicio, señora Bauman.
Era la primera vez que la llamaban por el apellido de su marido. Aquel
fue el inicio de un romance que trajo el comienzo de un verdadero
drama.
Reunión de ex alumnos

Me coloqué el collar de plata y me miré al espejo. El vestido que usaba


era colorido y se ajustaba de una manera perfecta a mis voluptuosas
medidas. Sin duda, con un sol multicolor a un lado y una luna en tonos
púrpuras a la altura de la cadera, llamaría la atención. Era arriesgado,
no sólo por el color sino también por la trasparencia que envolvía la
parte superior del casto escote y los hombros, dándole un toque de
elegancia. El vestido dejaba la mitad de mis femeninos y musculosos
muslos al aire. El calzado con plataforma y taco alto marcaba muy bien
mi torneado trasero. Soy alta, pero con aquellos tacos altísimos
destacaría mucho más. Además, de perfil bien podía apreciarse la
voluptuosidad de los senos y la sensual redondez de mis nalgas.
- Tal vez luzco demasiado sensual para una reunión de ex alumnos –
dije en voz alta.
Se cumplían doscientos años de la fundación del colegio en que había
estudiado. Me había llegado una invitación a la celebración de las dos
centurias hacía casi dos meses y al mismo tiempo mensajes de
antiguos compañeros de aula. La celebración consistiría en actividades
durante un fin de semana, un tour por el colegio, una recepción y una
fiesta de ex alumnos. Tenía una semana agitada en el trabajo, pero me
propuse ir al menos a la recepción. Siempre era interesante saber que
hacían las viejas amistades del colegio. Habían pasado más de siete
años desde mi graduación.
Ya estaba casi en la hora. Me terminé de maquillar y coloqué una
pulsera en mi muñeca derecha a juego con el collar de plata. Entonces
recordé que había comprado el collar y la pulsera en mi primer viaje
con mi esposo, Tomás. En aquella época todavía éramos novios.
Habíamos viajamos a Grecia a pasar dos semanas en la playa del
Keratokambos (al sur de Creta, si no recuerdo mal). Fue un viaje
excitante, en que dábamos rienda suelta a nuestro deseo. El sólo
recuerdo de como hicimos el amor en una playa hizo que mi cuerpo se
estremeciera. Nos amamos con pasión y sin freno. Éramos jóvenes y
todo parecía el comienzo de algo maravilloso. Era muy feliz. Felicidad
que pensé que sólo se acrecentaría con nuestro matrimonio y la vida
en común. El recuerdo dejó un sabor amargo. Tomás llegaría tarde otra
vez. Demasiado trabajo.
Busqué la pequeña cartera (había pasado dos días tratando de
encontrar algo que combinara con el vestido) y empecé a echar lo
necesario para la velada. Un poco de dinero, tarjeta de crédito,
documentos de identificación (lo justo), perfume (¡exquisito!),
maquillaje (lápiz labial rosado para mis carnosos labios) y mis
“Salvavidas”. Estaba lista. Llamé un taxi (esa noche iba a beber alcohol
hasta quedar mareadita) y esperé con un vaso de champaña para
ponerme a tono. El taxi llegó diez minutos después, justo cuando
terminaba mi segunda copa de champaña. Era un coche diferente,
similar a los coches de amplio espacio trasero que abundan en
Londres.
- Buenas noches, señora –saludó un hombre de unos cuarenta años
que se bajó para abrirme la puerta-. ¿Dónde la llevo?
Le di la dirección y me subí al taxi con un nerviosismo muy impropio
de mi carácter. El vehículo era realmente espacioso y cómodo.
Mientras avanzábamos, saqué uno de mis salvavidas (un pequeño
espejo) y revisé mi maquillaje. Estaba tan concentrada que no noté la
mirada del taxista. El taxista rondaría los cuarenta. Tenía las entradas
en el cabello tan propias de los hombres que pronto quedarán calvos,
una barba mal afeitada y ojos oscuros. Su mirada era penetrante y un
aura oscura parecía deslizarse desde su oscura cabellera, dándole el
aspecto de un espigado duende. Los ojos del hombre se paseaban por
mi cuerpo. Lo noté, aunque me hice la desentendida tras el espejo.
Crucé mis piernas y dejé que el vestido se subiera sólo un poco. Me
sentía traviesa y dejé que el hombre disfrutara del espectáculo de mis
largas y sensuales piernas. Sin embargo, el hombre parecía
empecinado en mirar la silueta de mis senos. Disimuladamente
observé el pudoroso escote. Se asomaba sólo una leve porción de mis
grandes y firmes mamas bajo la oscura trasparencia. Pero nada para
causar aquella reacción. Me pregunté si acaso no sería un vestido muy
revelador para aquella noche. Pero estaba segura que no. Entonces,
¿Por qué me miraba tanto el tronco ese miserable taxista?
- Esta noche está bastante calurosa –dijo el chofer, sorprendiéndome.
- Si –respondí escuetamente.
- ¿Le gusta mi taxi? –me preguntó-. Se lo compré a alguien que lo
importó desde Inglaterra. El vendedor me contó que allá los están
cambiando por un modelo Nissan. Es una pena.
Asentí silenciosa mientras guardaba mi espejo. No quería dar paso a
que el hombre continuara con la conversación. Sin embargo, el taxista
continuó.
- Viví en Londres un año –me dijo. Yo lo observé incrédula-. Es cierto,
Señora. Me gané una capacitación en el banco en que trabajé medio
día. Trabajé también en una empresa subcontratista de seguridad que
administra un primo. Fue duro sabe. Porque extrañé a mi familia y no
sabía inglés. Los primeros tres meses fueron realmente duros. Me
quería volver al país porque no conocía a nadie. Me sentía como pez
fuera del agua. Pero me seguían pagando el sueldo y me estaban
capacitando. A partir de ahí, todo mejoró porque logré un pequeño
trabajo nocturno para mejorar mi vida. Porque vivía con lo justo.
Londres es endemoniadamente caro.
El taxista me miraba a través del retrovisor mientras hablaba. Yo
desviaba la vista y miraba por la ventana cuando sus ojos proyectaban
esa miraba profunda que me incomodaba. Las calles estaban mojadas
por una pequeña llovizna. Había charcos de agua en la calle que
reflejaban las luces.
- ¿Ha estado en Inglaterra, señora –me preguntó.
Demoré mi respuesta. No quería revelarle nada a aquel hombre. Pero
al final me convencí que no haría daño hablar un poco con aquel
desconocido.
- Si, estuve en Londres dos veces en un viaje escolar –respondí seria.
- ¡Uauu! ¿De verdad viajó por el colegio a Europa? –preguntó el taxista.
- Fue un viaje de tres meses –conteste sin muchas ganas de hablar-. Mi
colegio inglés es administrado por un consorcio internacional con sede
en Gran Bretaña. La gira es parte de las materias curriculares y consiste
en visitar antiguos colegios principalmente donde nos imparten clases
en la “mother tongue”. Nuestro colegio siempre recibía chicos del
extranjero, principalmente hijos de diplomáticos ingleses. Por
supuesto, la oportunidad nos permitía a todos hacer algo de turismo.
Pero estábamos muy controlados en todo. Teníamos a un cura, una
monja, tres apoderados y un profesor supervisando todos nuestros
movimientos. Prácticamente nos respiraban en la oreja.
- ¿Nunca sucedió nada raro? Un escándalo –preguntó el taxista.
Me sentí más cómoda y crucé las piernas ante la mirada indagadora
del taxista que había detenido el automóvil frente a un semáforo en
luz roja.
- Siempre habían los rumores de alguna chica que se había
embarazado o de alumnos que habían visitado lugares indebidos con
trágicas consecuencias. Pero supongo que sólo eran rumores que
hacían correr los mismos curas para que tuviéramos miedo y no
cometiéramos tonterías en el viaje.
Recordé en ese momento mi única salida nocturna en la ciudad. Una
de las últimas noches del curso había logrado, con la ayuda de dos
chicos, burlar la vigilancia y descubrir Londres nocturna. Los dos
muchachos, uno escocés y otro galés, la habían llevado a una discoteca
de moda. Ahí, bebí whisky irlandés y probé mi primer porro de
marihuana. Esa noche permití, previa compra de condones, que el
galés me follara en uno de los dormitorios del internado (vacíos por
encontrarse la mayoría de los alumnos de vacaciones). El recuerdo me
hizo sonrojar.
- Parece que no se portó muy bien –dijo pícaro el taxista, leyendo mi
rostro.
No contesté. Miré la avenida, iluminada por faroles de luz amarilla.
Recuerdo que esa noche, lo que más me avergonzó fue entrar con el
galés a la pequeña farmacia para comprar condones. Estaba algo
borracha y el efecto del porro todavía me mantenía obnubilada la
mente. Era el recuerdo más vivido. Del resto de la noche sólo me
quedan el murmullo del galés en mi oído, el sonido de las mantas y el
ardor en mi sexo. Ni siquiera recuerdo si tuve un orgasmo. Creo que
no. El primer orgasmo que realmente disfruté fue con Tomás, mi
esposo (supe que esto era una mentira apenas lo pensé. Mi primer
orgasmo fue previo a la noche de bodas). Volví a sonrojarme.
- No sé si me recuerda, pero yo la llevé en mi taxi una vez. Iba con una
amiga suya. Carolina –dijo el taxista, sorprendiéndome por todo lo
inmersa en mis pensamientos en que me encontraba.
- Lo siento. No lo recuerdo –respondí algo incómoda con la
conversación.
- No importa, señorita.
- Señora –lo corregí.
- Claro, disculpe señora –el chofer sonrió antes de continuar-. Fue un
viaje corto. Usted iba con un caballero, seguramente su esposo. Se
bajaron a poco andar, frente a un hotel. La señora Carolina continuó el
viaje sola. Es una mujer simpática y muy conversadora.
“Muy conversadora”. Las palabras resonaran en el taxi. Esperaba que
Carolina no hubiera cometido ninguna indiscreción revelando cosas
personales al taxista ¿Sabrá algo vergonzoso de mi este taxista?, me
pregunté. No sabía que quería decir, pero demostré nervios de acero.
- Carolina es encantadora. Trabajo con ella en un bufete de abogados
–respondí-. Pero no estoy aquí para conversar con usted. Carolina y yo
tenemos formas diferentes de relacionarnos con la gente. Por favor,
limítese a hacer su trabajo y llevarme donde le pedí.
- Está bien, Señora Ana.
Me molestó su desvergonzado modo de sonreírme. O acaso era su
mirada. No sabía cómo había averiguado mi nombre. Quizás la central
de taxis. O el portero de la urbanización donde vivía. Esperaba que
Carolina no le hubiera hablado de mí. Arreglé mi falda y me senté de
tal forma que le fuera imposible observarme. Al fin, luego de media
hora que se me hizo eterna, llegamos a las dependencias de mi
antigua school. Pregunté la tarifa y pagué. Me iba a bajar del taxi, pero
el taxista me detuvo.
- Señora –me dijo ofreciéndome una tarjeta de cartón-. Tomé mi
tarjeta. Tal vez necesite un taxi alguna vez. Como ve, tengo un taxi
amplio y acogedor. Además, presto un servicio reservado. Quizás de
regreso necesite que la devuelva a su hogar con su esposo o quizás
quiere seguir platicando con algún compañero en otro lugar. Le
aseguro absoluta privacidad… y secreto si es necesario. No andaré
lejos, se lo prometo.
Cuando dijo las últimas frases el taxista lo hizo con cierta mirada
traviesa. No sé porque recibí la tarjeta. Mientras veía marchar el taxi leí
las letras impresas: Juan Saldivia. Servicios de transporte urbano.
Adosaba un número telefónico e incluso una dirección electrónica.
Estuve tentada de botar ahí mismo el miserable papel, sin embargo,
terminé por guardarlo en mi cartera.
Se notaba el aire festivo en mi antiguo colegio. Había gente yendo y
viniendo. Caminé por los pasillos recordando los juegos infantiles y las
clases. Era increíble que mis viejas amistades se hubieran perdido con
los años ¿O acaso yo me alejé sumergida en mi estresante
trabajo? Quizás fuera esto último. Pero no lamentaba nada. Era una
profesional con prestigio, dinero y fama.
Cuando entré al salón de la recepción sentí de inmediato las miradas.
Todo el mundo estaba pendiente de las personas que entraban y al
mirarme supe que todos veían exactamente lo que yo quería que
vieran: Una alta y hermosa fémina que era capaz de paralizar los
corazones y acumular las miradas.
- ¡Dios! Ana Beatriz, estás igual que cuando saliste del “cole” –dijo
Paloma -. Si pareciera que tuvieras veinte. Pero que preciosa estás.
Paloma, la chica que me habló, era una chica espigada y muy natural.
Era la chica parlanchina y sin reserva de siempre. Era hija de padres
medio hippies, académicos de cierto renombre en alguna universidad.
- No exageres, por favor –dije con falsa modestia-. Todos tenemos
unos años más encima.
- Pero a ti casi no se te notan –comentó con aparente asombro-. Me
tendrás que dar tu receta.
- Por supuesto –respondí por compromiso.
Entré con Paloma agarrada del brazo. No tardaron en llegar un grupo
de cuatro hombres. Cuál de todos era un recuerdo más vago en mi
mente.
- ¡Guau Bauman! ¿Cómo estás? –dijo Eduardo Irarrázabal-. Que vestido
más colorido.
Mi antiguo compañero se veía contento y me hizo girar para mostrar
mi vestido (o mi cuerpo) ante ellos. Mientras giraba podía notar las
miradas de mis ex compañeros. Miradas de deseo. Contreras, Lippi y
Salamanca parecían embobados, cada uno con una porción diferente
de mi anatomía. Conversé con ellos muy brevemente. Luego, me
despedí y fui por una copa. Tenía la boca seca y seguramente
necesitaría algo de alcohol para aguantar los discursos de aquella
noche.
- Una copa para resistir la charla del cura, Bauman –escuché decir a la
espalda.
Roberto Weiss apareció atrás mío, con su cabello rubio y un traje que
le sentaba francamente bien. Roberto había sido muy social en el
colegio, incluso había sido presidente del alumnado uno de los últimos
años.
- Hola, Roberto.
- Hola, Ana. Sigues siendo la mujer más guapa del colegio –me soltó el
piropo a quemarropa.
- Y tu el hombre más galán de las aulas –dije medio en broma.
- Espero que todavía sigas soltera –manifestó esperanzado.
- Lo siento –le dije mostrando mi anillo de matrimonio.
- Acabas de arruinarme la noche –confesó medio en broma y
sonriente.
- La noche es joven –respondí-. Aún es temprano para cualquier cosa.
Nos pusimos a conversar. Él también era casado. Mantenía un negocio
de turismo y montañismo. Tenía un hijo y las cosas le iban bien.
- Te he visto en la tele –me dijo-. Pero luces mejor en carne y hueso.
Semanas atrás uno de nuestros clientes se había adjudicado una
importante licitación minera y nuestro bufete de abogados había
aparecido ante las cámaras. La verdad sea dicha, la responsabilidad de
que ese cliente nos haya elegido recaía en mis hombros
exclusivamente. Había dado “todo” porque nos eligieran.
- Gracias. Pero yo creo que me veo bien en cualquier sitio –bromeé
medio en serio.
Reímos. Fue extraño porque me supo a risa falsa. Tanto él como yo
estábamos fingiendo. En ese momento una mujer alta y delgada de
rasgos asiáticos llamó nuestra atención. Ella me miró de arriba abajo.
Me molestó su altivez. Roberto a mi lado se la quedó viendo
tontamente, lo que aumentó mi molesto. Tomé mi copa y me fui. Lo
dejamos ahí, cada cual por su lado. Había otros compañeros (más
interesantes) con que volver a encontrarse, pensé.
Sin embargo, tanta charla terminó por aburrirme pronto. No sé por
qué. Me sentía abrumada. Todos mis compañeros me parecían poca
cosa. Empresarios, abogados, ejecutivos. Dueños de su propia
compañía de informática. Todos ellos dando cuenta de un invisible
éxito. Salvo por las palabras de buenaventura todo podían ser
embustes, me dije. Pero ahí estaba yo, sonriendo. Riéndome a
carcajadas de los estúpidos chistes mientras trataba de entrar en calor
con una nueva copa de alcohol. Sólo seguía en la recepción para
escuchar un nuevo piropo (me llovían esa noche) y así realzar mi
vanidad. Pero realmente (siendo sincera conmigo misma) lo que me
retenía en aquella celebración e hinchaba mi orgullo (más de lo que
estoy dispuesta a admitir) eran las miradas lascivas de esos hombres.
¿Cómo se esforzaban esos hombres en mirar disimuladamente mi
trasero, mis piernas e incluso el par de tetas que orgullosamente poseo
muy bien puestas? Con fortuna y algo de voluntad (o dignidad)
controlaba mi risa a medida que el alcohol me hacía sentir sus
embates.
Últimamente, me sentía relajada y libertina. No es algo de lo que hable
con orgullo, porque sigo enamoradísima de mi esposo y me sentiría
perdida si lo perdiera. Pero por la razón que fuera, últimamente
parecía gozar con la galantería de otros hombres. La frialdad de mi
esposo las últimas semanas o el hecho que no hacíamos el amor hace
meses no parecía ayudar en mi situación. Tal vez era por el exceso de
trabajo (de ambos) o mi excesiva vida social a espaldas de mi marido.
Sea lo que sea que hubiera provocado nuestra situación actual, mi
estado de ánimo estaba a la par. Estaba tan confundida y con un
cúmulo de sensaciones que se erguían poco a poco cuando un macho
rondaba alrededor. Era como una loba en celo. Sin embargo, esa
noche no había ningún macho digna de montar a esta loba, me dije en
mi cabeza.
Llegó un minuto en que me sentí frustrada. No me sentía atraída por
ninguno de mis compañeros. Ninguno de ellos me merecía. Así que
me dispuse a tomar mi última copa antes de abandonar el lugar. Justo
en ese instante, como brotando de la sombra de una noche opaca,
apareció Fabián, mi ex novio del colegio. Con sus ojos azules y su
cabello castaño oscuro caminó hacia a mí con ese aire resuelto y
desenfadado que tanto me gustaba.
- Hola –me dijo sonriente.
- Hola –le respondí con una alegría extraña.
Fabián era un curso mayor y nuestro idilio adolescente había durado lo
que había tardado en descubrir que se veía con otra chica.
- Si hubiera sabido que crecerías así jamás te hubiera sido infiel –
confesó.
- Es lo que te perdiste por enredarte con esa tetona de tu clase –
repliqué hiriente.
- Era un chico. Me dominaban las hormonas –se disculpó.
- Un chico tonto.
- Es verdad –concedió-. Pero fue un buen tiempo el que vivimos juntos.
Lo había sido. Era uno de mis primeros amores. Mis primeras
incursiones en el cuerpo de un hombre y las primeras veces que
alguien me tocaba de manera sexual. La memoria y mi cuerpo me
traicionaron porque me sonrojé. Seguimos conversando, con una
especie de complicidad.
- Recuerdas nuestras escapadas al salón de arte –rememoró.
- ¿Era el salón de arte? Siempre tuve la duda si era el de arte o el de
química –respondí.
- No lo sé –respondió Fabián-. Me encantaba escaparme contigo.
Sonreí. Cuando habíamos sido novios nos escapábamos a besarnos y
manosearnos a aquel lugar. Incluso, habíamos dejado que un profesor
nos mirara.
- ¿Recuerdas el viejo que nos miró en una ocasión? –preguntó.
Habíamos coincidido en el recuerdo.
- Si, lo recuerdo. Que locura ¿no? –respondí.
Lo que no sabía Fabián era que ese profesor nos había estado
vigilando en aquel salón más de una vez. El recuerdo produjo una
sensación cálida en mi vientre y un escalofrío recorrió mi esbelta
espalda.
- Vamos por una copa –dijo Fabián, tomándome de la mano.
Bebimos. Más de lo que hubiera querido. Comentábamos los
recatados discursos y la seriedad del acto. Observábamos las caras de
los profesores preguntándonos si uno de ellos era el pervertido
profesor que nos observó aquella tarde en el salón. Mientras
escuchábamos los discursos empezamos a reír, cada vez más fuerte. La
gente giraba y nos miraba. A pesar que las luces enfocaban el
escenario y que la oscuridad del lugar ocultaba en parte nuestras
siluetas, tuvimos que ir a refugiarnos al salón de clases más cercano.
Era como rememorar cuando éramos novios.
- Te has carcajeado demasiado fuerte –le reclamé-. Esa mujer nos ha
hecho callar.
- Que se vaya al demonio esa vieja –me dijo, riendo-. Mira lo que robé
al pasar frente al bar.
Era una botella de whisky a medio llenar.
- Estás loco –le dije-. Piensas que podemos tomar eso así. Ya estamos
medio borrachos.
- ¿Por qué no? No me digas que te transformaste en la mujer recta o la
señorita perfecta que los curas querían que saliera de sus aulas para
dedicarse a su familia y el hogar.
- No, pero… -respondí insegura-. ¿Tú quieres que me emborrache?
- Tal vez –dijo enigmático antes de beber un sorbo.
No sé porque lo hice, pero tomé la botella y bebí un sorbo mientras
observaba la oscura aula. Sólo alcancé a ver algunas mesas y un
biombo en la oscuridad. El calor del líquido calentó mi estomago y me
hizo hacer una fea mueca de la que Fabián se rio a carcajadas.
- No te rías o me iré –le amenacé.
- Tú no te irás –respondió con seguridad tomándome de la cintura.
Fabián me estrechó en sus brazos y me besó. Sus labios rápidamente
se apoderaron de los míos, nublándome la razón. El beso no tardó en
hacerse lascivo. Su lengua entreabrió mi boca y con su punta exploró
mis dientes y mi lengua que escondida aún dormía en su cueva. Mi
lengua salió de su cubil como a una loba que sale presta al escuchar el
sonido de una presa cercana. Lamí sus labios y continué besándolo. Me
sentía caliente. Los besos apasionados pronto dieron paso a otra cosa
cuando una mano traviesa que estaba en la espalda apoyada bajó
disimuladamente hasta mi trasero. Entonces, apretó mis carnes.
- Que culo. Tenía unas ganas de agarrártelo desde que te vi atravesar
el salón –me dijo, dándome un momento que aproveché para lamer su
bien afeitado rostro.
Sus manos manosearon mis glúteos con deseo mientras
continuábamos besándonos. Yo estaba bien agarrada a su cintura
mientras mi otra mano aún sostenía la botella de whisky. Por un
momento recordé mi intención de marcharme a casa con mi marido,
pero con cada nuevo beso y con cada nueva caricia el recuerdo de mis
compromisos maritales se hacía más borroso.
- ¿Recuerdas como nos besábamos en aquel salón? –me preguntó
mirándome con deseo.
Mientras lo miraba con cierta sumisión y lujuria me mordí el labio.
Nerviosa, asentí y busqué sus labios. El beso fue corto porque él quería
volver a hablarme.
- Me gustaría que me toques como en aquel tiempo –me propuso-.
Me gustaría tocarte como aquel tiempo.
Mi respuesta fue volver a besarlo. El me abrazó, recorriéndome entera.
Una masculina mano había ascendido para tomar mi turgente seno
por sobre el vestido.
- Dios… vaya si crecieron tus senos… son tan firmes –dijo,
comparándolos quizás con otra persona.
Me mantuve en silencio, inmersa en las sensaciones producidas por la
exploración de mi amante. Mi cuerpo estaba febril y empecé a temblar
mientras respiraba con angustia. Fabián también empezaba a estar
más excitado y cogía mis senos con bravura, mirándome con el rostro
congestionado por la lujuria. Ver transformarse sus bellas facciones me
excitó y me hizo preguntar si mi elegante y agraciado rostro mutaba al
de una bestia sedienta de sexo, tal como le sucedía a Fabián. De
pronto, empezó a subir mi vestido. Subirme aquel vestido no resulto
fácil por lo ajustado de la prenda o la premura que Fabián mostraba.
Sin embargo, y a pesar del peligro que rompiera la tela, dejé que fuera
él quien revelara el pequeño calzón rosa que llevaba aquella noche.
- ¡Oh my god! –dijo en un perfecto inglés con acento bretón.
Sonreí y giré para que viera bien el pequeño triangulito que cubría la
parte delantero y el pequeño pedazo de tela elástica que se perdía en
mi entrepierna y que volvía a aparecer en la parte superior de mis
redondos glúteos.
- Vaya tanga… vaya tanga –repetía extasiado con la visión de mis
muslos encontrarse con mi trasero.
Acarició mi trasero y plantó dos besos en cada glúteo.
- Exquisito –dijo.
Lo hice levantar para besarlo. Mientras le entregaba mi lengua por
enésima vez sus manos recorrían mi culo, jugando con la tela de mi
pequeño calzón. De pronto, una mano se deslizó traviesamente debajo
de mi calzón y con tacto empezó a acariciar mi sexo, dando especial
trato a mi clítoris.
- Mmmmnnnnhhhhhaaaaahhh –me robó mi primer gemido de aquella
noche.
Rápidamente mi sexo empezó a humedecerse. Si en algún momento
hubo una oportunidad de parar aquella locura, ese momento había
pasado. Ahora, sólo necesitaba apagar esa lujuria que sentía y la única
forma era teniendo una verga en mi sexo. Entonces, mi única mano
libre (la otra seguía sosteniendo tontamente la botella de whisky) reptó
de la cintura a la entrepierna de Fabián. El pene de Fabián estaba
medio erecto, como esos globos alargados que le falta aire para llegar
a plenitud. Claro, el pene de Fabián no era de aquel largo, más bien
parecía bastante normal. Aquello no me desanimo. Empecé a menearle
el miembro por sobre el pantalón. Mi caricia sirvió para que Fabián se
animara también, entonces pasó de repasar con tres dedos mis labios
vaginales a introducir dos dedos en mi interior. Gracias a dios estaba
bien mojado mi coñito porque no fue nada sutil en sus caricias.
- Te gusta, Bebé –me dijo, llamándome por el viejo apodo de infancia.
No contesté, mis gemidos decían mucho más que cualquier cosa que
quisiera escuchar. Además, ciertamente mi mano prendida en su pene,
tratando de llevar su miembro a la máxima expresión, también
expresaba mucho lo que deseaba. Quería ser follada. Me daba lo
mismo estar en aquel lugar con el peligro de ser descubierta si alguien
entraba por la puerta. Los dedos entrando y saliendo en mi coño me
incitaban a ir por más. Dejé la botella en el suelo y me arrodille frente a
Fabián. Sus ojos se abrieron mientras mis ojos claros lo observaban y
mis manos desabrochaban su pantalón.
- No me digas que… -fue todo lo que dijo.
Me miró con cara de sorpresa y alegría mientras yo sacaba su verga y
se la meneaba dos veces antes de echármela en la boca. La mamada
fue corta, pues quería empezar a tamizar aquel pene con mis manos.
Todos mis sentidos estaban puestos en aquel trozo de carne. El pene
era normal, quizás ligeramente superior a la media. Tomás Matías, mi
guapísimo esposo, quizás le doblaba en tamaño y sobretodo en
grosor. Pero mi marido no estaba ahí y había dejado sin sexo a su
esposa por mucho tiempo. Esto te pasa por ser un cabrón trabajólico,
pensé dirigiéndome a mi marido. Entonces, lamí el tronco en que
asomaban cortas y delgadas venas. Lamí la base y el pálido glande
mientras pensaba que mi esposo se merecía sus cuernos por no cuidar
de su hembra. Comencé a envolver la verga con mis carnosos labios
con ese pensamiento.
- Dios… -escuché susurrar a Fabián.
Entonces, mientras metía el pene hasta mi garganta, se escuchó un
ruido. La puerta se abrió y a través de la oscuridad pudimos ver dos
siluetas perfiladas contra la luz del pasillo. Dos voces femeninas que
hablaban alegremente entraron al oscuro salón.
- ¡Dios! Es Valeria –escuché susurrar a Fabián.
Presto. Mi ex novio e improvisado amante me condujo hasta detrás del
biombo que había en el aula.
- Calla, por favor –me suplicó.
Como podía Fabían se echaba adentro del pantalón la verga cubierta
por mi saliva y torpemente se empezaba a arreglar. En medio de
aquella confusión (porque yo quería aún seguir lamiendo esa verga y
gozar de una buena follada) se encendieron las luces. Las voces de dos
mujeres al otro lado del biombo y el sonido de los tacos contra el piso
parecieron cobrar vida, provocando pánico en el rostro de mi amante.
Como pude empecé a bajarme el vestido y arreglarme. Pensé que por
más que tuviéramos las ropas lisas y los rostros no mostraran el calor
del momento, nuestra actitud, escondidos detrás del biombo, serían
razón suficiente para acusarnos.
- Toma las botellas de champaña –escuché decir a una de las dos
mujeres-. Fue excelente idea que no sirviéramos todo el champaña.
Estos ex alumnos beben como un hombre que ha estado largo tiempo
perdido en el Sahara.
- Es cierto –contestó otra voz-. ¿Y tú marido? Dijo que nos ayudaría,
pero se escabulló.
- Ese imbécil de Fabián seguro que se entretuvo con algún viejo
compañero –replicó la acompañante.
- O compañera… -dijo la otra, en tono acusador.
- Espera que encuentre a ese cretino… vieras como sufre cuando mi
padre lo reprende –dijo con malicia la voz-. Mi esposo va a andar
arrastrándose a mis pies durante meses.
Las mujeres salieron y yo me quedé mirando a Fabián. Un odio extraño
empezó a opacar la lujuria que sentía momentos atrás. Me
avergonzaba haber intimado con un hombre pollerudo como Fabián.
- Gracias a Dios, se fue –escuché decir a Fabián
Se encontraba visiblemente aliviado. En pocos segundos había sudado
como un cerdo en el matadero. Su frente y rostro estaban mojados.
Había sudado el miedo.
Haciéndose el estúpido quiso volver a besarme, pero lo detuve.
- Eres un cerdo –le dije, acompañando mis palabras de una cachetada.
- Pero… creí… -empezó a tartamudear una respuesta.
- Pero nada –le respondí alejándome-. Anda con tu mujercita antes
que te corten las pelotas.
Fui cruel. Pero es la única forma de tratar a los cabrones sin cojones
como él. Esperé hasta que se marchó del salón con la cola entre las
piernas. Yo era una loba en celo, no una perra que se refregaba con
cualquier perro pulguiento. Sentí que la rabia me nublaba la vista. Vi la
botella de whisky en el suelo. La tomé y bebí con avidez.
- Hijo de puta –vociferé-. Mire que haciéndome ese desaire. Ese
escándalo.
En el fondo, lo que me había molestado era dejarme engatusar por un
hombrecillo que no era capaz de ponerse los pantalones. Sin embargo,
en el fondo, lo que molestaba mucho más, era que no me había
follado. Si hubiera sido bien hombre, Fabián hubiera luchado por mí un
poco más y no se hubiera marchado con cara de imbécil. Incluso, esa
noche hubiera dejado que me tomara por la fuerza. Para borrar el mal
humor necesitaba algo más que whisky. Necesitaba uno de
mis salvavidas. Rebusqué en mi cartera (que estaba bajo un mesón) y
saqué un frasquito de plata. Adentro, tenía dos gramos de cocaína.
Llevaba más de un año consumiendo. Desde que mi pervertido jefe me
introdujo en aquel ambiente que hoy es tan habitual en mi vida.
Repartí dos rayas pequeñas sobre la superficie de una mesa y aspiré.
Los pocos restos que quedaron sobre la superficie me los llevé a la
boca. Sentí los anestésicos efectos en la lengua y el paladar mientras
una especie de vigor renovado recorría mi cuerpo.
Salí del salón escolar y me detuve unos minutos en el baño antes de
volver a la retorcida dinámica del salón de discursos. Busqué una copa
y risueña empecé a conversar con mis compañeros. Fabián,
acompañado de su mujer, me miraba desde lejos. Empecé a coquetear
con cualquiera. Me sentía violenta y sensual, cosa que impulsaba a las
mujeres a estar más cerca de sus maridos. Maldije para mis adentros.
Justo en ese minuto la muchacha de rasgos asiáticos se detuvo a mi
lado. Pero no fue ella la que llamó mi atención, sino el hombre alto y
de mirada profunda a su lado.
- Señorita Bauman –me saludó-. Es un placer encontrarla de nuevo en
nuestros salones. Soy Ernesto Rivera Thompson. Fui su profesor de
química ¿recuerda?
En primer momento, no tuve noticias de aquel hombre en mi memoria.
El hombre que yo recordaba era alto y desgarbado. Además, tenía una
mirada triste y vacía. Era el hombre que había presenciado varios de
mis encuentros furtivos con Fabián, cuando empezábamos a explorar
nuestros cuerpos. Luego de una mirada más aguda, noté que los ojos y
los rasgos eran similares. Sólo que el hombre había aumentado en
peso y musculatura. Además, su actitud era diferente. Se notaba un
hombre afable y sobretodo más seguro.
- Señor Rivera, ahora lo recuerdo –le dije cortés-. Sigue en el colegio.
Que gusto.
Respondí educadamente, aunque lo único que deseaba era irme del
maldito lugar y follarme a mi esposo. Aunque sabía que seguramente
no encontraría el placer carnal en la cama conyugal.
- Así es –respondió-. Le quiero presentar a la señorita Sera-Kang. Ella
estudio aquí hasta el año pasado. Ahora cursa sus estudios
universitarios en Inglaterra. Pero hemos tenido suerte pues nos visita
justo en estas fechas.
Observé a la chica vestida de gris. Era una mujer joven de no más de
veinte años. Tenía unos rasgos frescos y una boca pequeña, pero
carnosa. Lo más llamativo de su rostro eran unos ojos ligeramente
rasgados donde refulgían dos joyas celestes. El pelo negro caía
ordenadamente a un lado en una coleta decorosa. Era alta, fácilmente
unos dos o tres centímetros sobre el metro setenta. Tenía al parecer
unos senos medianos, pero no era fácil de saber por el vestido pulcro,
pero elegante que usaba.
- Buenas noches. Soy Ana Bauman, señorita… –saludé sin saber cómo
pronunciar el nombre de aquella chica.
- Sera… llámeme Sera. Mi padre es coreano y mi madre inglesa –dijo
con acento español-. Mi padre es diplomático y vivimos en Madrid
mucho tiempo. Por eso el acento.
- Un gusto, Sera –respondí.
Creí que era el momento de irme por otra copa, pero el profesor de
química adivino mi intención.
- Me gustaría que me acompañe –me dijo-. Quisiera mostrarle algo.
- Realmente no tengo tiempo –empecé a inventar en mi mente una
excusa-. Yo debo…
- Créame, señorita Bauman –me dijo, luego su voz se transformó en un
susurro-. Lo que le quiero enseñar es mejor que la cocaína.
Aquello levantó todas mis alarmas. Acaso había sido demasiado
descuidad en el salón. Acaso el señor Rivera, como cuando era una cría
y me daba un revolcón inocente con mi novio, seguía espiando a las
chicas guapas. Tal vez me había visto con Fabián o, peor, aspirando
cocaína. Debo tener cuidado, me dije. Lo seguí con Sera a mi lado
conversando de los cambios que habían sufrido los edificios y los
campos los últimos diez años.
- En aquel lugar se levantó el nuevo gimnasio –dijo la muchacha-.
Además, han renovado la biblioteca gracias a los aportes de varios ex
alumnos. Los discursos son en honor a los mecenas.
Atravesamos un largo pasillo que se hizo familiar. Ernesto Rivera se
detuvo frente a una sala.
- Recuerda este salón –se dirigió a mí el profesor de química-. Este fue
su aula durante los últimos dos años, al igual que el de la señorita
Sera-Kang.
Miré por la ventanilla, pero nada parecía como lo recordaba.
Continuamos hasta llegar a un pasillo oscuro. El señor Rivera sacó
entonces unas llaves y abrió una puerta. No me decidí a avanzar hasta
que la luz del recinto iluminó el pasillo y Sera avanzó sin temor alguno.
Al interior, el laboratorio de química apareció ante mis ojos igual que
la última vez que lo había visto. Aquel sin duda era el lugar donde
Fabián y yo habíamos explorado nuestros cuerpos por primera vez.
Aquel fue el lugar en donde todo empezó, en que aún siendo virgen
empecé a descubrir el gozo del sexo.
- Imagino que se le vienen recuerdos a la mente, señorita Bauman –
escuché decir al profesor Rivera-. Hace diez años, el directorio del
colegio ordenaba a los profesores hacerse cargo de ciertas aulas. A mí
me tocaba abrir y cerrar el laboratorio de química. A la hora de
almuerzo y por las tardes debía echar llave a esa puerta por la que
entramos. Pero una tarde se me olvido. Claro, cuando me acordé vine a
cerrar antes de que alguien notara mi falta. Cuál sería mi sorpresa
cuando la vi con aquel muchacho.
Ernesto Rivera, mi profesor de química en aquella época, relataba la
historia sin aspavientos frente a mí y la muchacha asiática. Sus palabras
me produjeron estupor. No lo podía creer. No sabía qué hacer o qué
decir.
- Claro, cuando se dieron cuenta de mi presencia salieron escapando
por la puerta que da al patio, que también había dejado abierta –dijo
recordando con una sonrisa, como quien recuerda un tiempo lejano-.
¿Lo recuerda, señorita Bauman?
- Señora Bauman… –dije tontamente, mostrando mi anillo de oro
blanco.
- Claro. No podía ser de otra forma –en la voz del hombre pude notar
cierta decepción-. Ustedes volvieron al laboratorio. Generalmente los
miércoles y los jueves, pero también los viernes. Yo les dejaba el salón
abierto a propósito. A veces, no hacían más que darse unos besos y
otras veces usted dejaba que el señor Lenon le acariciara. Pero usted
jamás cedió en lo medular y no le entregó su virginidad por mucho
que él se lo pidió en aquel tiempo. Eso sí, después dejó que White, el
chico guapo de intercambio del que todas las chicas estaban locas le
hiciera el amor ¿Era esa su primera vez?
Yo sabía que aquel hombre me había observado muchas veces con
Fabián y que me seguía con la mirada en los partidos de hockey sobre
césped, pero jamás me había imaginado que el profesor de química
estaba tan enterado de mi vida personal.
- Se que se sorprende de mis conocimientos de su vida –continuó-,
pero, la verdad sea dicha, usted causó una honda impresión en mi.
Cambió mi vida.
Mientras escuchaba sus palabras, con la chica asiática interponiéndose
entre mi cuerpo y la salida, un escalofrío recorrió mi espalda.
- Noté que usted sería una belleza sin par –me confesó Rivera-. Sabe lo
que es descubrir una joya en bruto, una joya que está destinada a
poseer los sentidos de los que la ven, pero no poder tocarla. Eso es lo
que sentí mientras la veía crecer. Su belleza no tenía parangón y ahora,
viendo la fruta madura, la joya tallada con maestría, puedo concluir
que no me equivoqué un ápice en lo que mi corazón y mis sentidos
me decían.
- ¿Qué es lo que quiere? –me atreví a decir temerosa.
- No se preocupe –dijo con tono perentorio-. Sólo quiero pagarle una
deuda. Cuando se fue yo era un ser que pululaba entre el descrédito y
la tristeza. Sentía un desprecio muy grande por mí mismo. Al
marcharse, me di cuenta de que la había perdido. En ese instante, un
cambio se forjó en mí. O me suicidaba o dejaba de ser el ser
pusilánime en que me había transformado. Decidí lo último. Empecé a
hacer mucho ejercicio y me inscribí en cursos de artes marciales. Pero
sobre todo comencé a abrirme a nuevas experiencias. Aprendí que en
esta vida hay que tomar las situaciones cuando nos son favorables.
Descubrí que en mi había mucho más atractivo del que yo pensaba.
Escuché que la puerta a mis espaldas se cerraba. La chica asiática pasó
la llave a la puerta con un manojo de llaves que guardó en su cartera.
Sentí que todo mi cuerpo se tensaba.
- Tranquila, señora Bauman –dijo la chica. Pasó a mi lado casi sin
mirarme y se acercó a su profesor-. Usted perdió su oportunidad. Pero
gracias a usted yo pude gozar de Ernesto “the bull” Rivera. Siéntese.
Queremos enseñarle que sentía nuestro profesor cuando la veía gozar
con su noviecito.
Me quedé paralizaba viendo como la chica bajaba su cierre y quedaba
rápidamente con el torso desnudo. Tenía una espalda estrecha y
blanca. Sus senos eran más grandes de lo que esperaba.
- Están más grandes –dijo Rivera, con una mano acariciando una teta.
- Me los agrandé para ti –confesó la chica-. En Inglaterra. Mis padres
no querían, pero yo quería sorprenderte.
- Y lo has hecho gratamente –le dijo el hombre, veinte años mayor que
la chica-. Me encantan.
Se besaron lascivamente. Era un beso de amantes que habían
pospuesto largamente su encuentro. Las manos se acariciaban. El
vestido de Sera no tardó en caer, dejando un calzón de trasparencias
que no cubría lo que debía cubrir, pues podía ver la silueta de los
labios vaginales (grandes y bien definidos). Yo caminé hasta la puerta,
pero como sabía estaba cerrada. Me quedé detenida ahí,
observándolos. Ella había caído de rodillas a sus pies y con delicadeza
empezó a desabrochar el cinturón y abrir el cierre. Con el pantalón en
la cintura, la muchacha rebuscó dentro de la entrepierna hasta
encontrar lo que quería. Le sonrió al hombre y él le acarició la mejilla.
Entonces, con cuidado, como si se tratara de un objeto sagrado, sacó
la verga del profesor Rivera. Era grande y gruesa. Casi tan hermosa
como la de mi esposo, pensé. Se me hizo agua la boca cuando esa
chica, con aquella boca pequeña y carnosa, se llevó el magno pene y
comenzó una sensual mamada.
Entonces, todo lo acumulado en mi cuerpo más lo acaecido aquella
noche, empezaron a forjar aquellas sensaciones que me llevan a las
locuras de las que tanto me arrepiento cuando vuelvo a casa. Dios ¿Por
qué?, me dije. Lentamente mientras los miraba fundirse en un lascivo
abrazo empezó a manifestarse un calor en mi vientre y junto a ello
comenzó a invadirme el deseo de ser una mujer fiel.
Sin voluntad, caminé hasta estar a un metro de la pareja. La joven
lamía el tronco de aquel pene con devoción, preocupándose de bañar
con saliva desde la punta hasta la base del pene. Ernesto Rivera
cerraba los ojos, disfrutando de las manos y la boca de una aquella
exótica y joven fémina. Ya no quedaba ni un rastro de la mujer leal y
decente que me proponía ser cada semana. Me arrodillé y de rodillas
avancé el espacio que me separaba de aquel pene. Los ojos celestes de
la oriental se encontraron con los míos. Hubo un destello de celos en
la chica, pero prontamente dieron paso a algo más.
- Vamos, whore –susurró en mi oído-. Take it. Tómalo. Te doy permiso.
Me lancé a lamer aquella verga. Estaba duro y era tan diferente a
aquella verga que había probado esa misma noche. Fabián no le
llegaba a los talones al profesor Rivera. Por fin daba con verdadero
macho en aquella miserable reunión de ex alumnos. Repasé con mi
lengua el troncó y lamí los testículos grandes, imaginando que estaban
cargados de semen. Me metí a la boca pensando en ordeñar a aquel
toro. Empecé una mamada de antología, de esas que sólo aprendes a
hacer luego de haber saboreado y hecho gozar a varios machos. Mi
mente y mi imaginación jugaban en contra de la esposa, alimentando
mi morbosa lujuria. Estaba entusiasmada con la mamada, escuchando
los gemidos de Rivera, cuando la asiática me hizo a un lado, posesiva.
La chica tomó el pene y lo lamió como queriendo devolverle su olor y
quitar mi esencia. Aparte a la chica e hice lo propio. Era como una
competencia para ver quién de las dos llenaba más de saliva el pene o
quién se lo llevaba más adentro. El profesor Rivera seguramente estaba
encantado con la atención.
Yo, una mujer casada de casi veinte y seis y una chica de casi veinte, las
dos hermosas, chupándole la verga gruesa y larga a un semental de
unos cuarenta y cinco. Aquello me recordó una noche con un hombre
algo más viejo, pero igual de macho y caliente. Aquello me condujo a
otras noches de sexo infiel. Mi mente, como les dije, juega en contra
de la esposa. Pobre Tomás Matías. Pobre esposo mío.
- Quiero correrme. Quiero que me folles –le pedí sin poder
contenerme más.
El profesor de química me miró como examinando un objeto al que se
le han encontrado nuevos usos. Me hizo levantarme y me apoyó
contra un mesón con la cola parada. Me hizo inclinar aún más, hasta
quedar completamente apoyada en la mesa. Le daba la espalda. No
podía ver lo que hacía, sólo sentí que levantó mi vestido y bajó mi
calzón hasta mis rodillas. Una lengua invadió mi sexo mientras mis
ojos, fijos en un cristalino matraz, empezaban a nublarse por el placer.
Se sentía tan delicada aquella lengua recorriendo mis labios,
penetrándome. Me hacía sentía en el cielo.
- ¿Tienes el número de una compañía de taxis? –le escuché preguntar
a Ernesto, devolviéndome a la realidad.
Sólo entonces descubrí que la lengua que me estaba dando tanto
placer era la de la muchacha asiática. Podía sentir sus labios
recorriendo mi sexo y su nariz golpeando contra mi ano. En un
arranque de lucidez fui yo y no Sera-Kang la que respondí la pregunta
de Ernesto.
- En mi cartera hay una tarjeta –mi voz sonó entrecortada y lejana.
Mientras la lengua de la asiática seguía entregando deliciosas
sensaciones, Ernesto hablaba por teléfono y se masturbaba a la vez.
Sera aprovechaba también para lamerle la verga, momento en que la
chica me masturbaba con los dedos, penetrándome con delicadeza.
- Es más puta de lo que me contaste –dijo la chica, refiriéndose a mí.
- Toda la gente cambia –respondió Ernesto.- Lo importante es que el
taxi llegará en quince minutos.
- No te vayas –le dijo y luego le pedí con voz temblorosa-. Fóllame, por
favor.
- No te preocupes –dijo en tono tranquilizador mientras acercaba su
pene para que yo lo lamiera (cosa que hice)-. Irás con nosotros. Pero
aun queda tiempo ¿Qué te parece?
Asentí mientras él buscaba mi sexo con sus dedos. Yo aún estaba con
mi vientre apoyado sobre la fría mesa, exponiendo mi trasero y mi
sexo. Sentí que la punta de su verga rondaba mis orificios. Me dio
miedo que intentara sodomizarme. Giré para verlo. Sera-Kang le lamía
la verga, llenándole el falo de brillante saliva. Fue la víspera de la
primera penetración. Lo vi posicionar su pene en la entrada de mi coño
y me preparé. Me penetró con fuerza, llenando completamente y
demorándose en salir.
- Vaya coño apretado –dijo Ernesto-. Increíblemente es más estrecho
que tu coño, Sera. Se siente delicioso.
Noté la mirada asesina de la chica, pero no me importó. Estaba
demasiado ensimismada con el muro de placenteras sensaciones que
encerraban en la oscuridad a la mujer decente y esposa abnegada. Me
embistió de nuevo, y de nuevo. Invadiendo mi sexo repetidamente. No
dejaba de sorprenderme la intensidad de las sensaciones. Miré hacia
atrás y en ese momento descubrí que mientras Ernesto me follaba la
asiática repartía caricias de su boca entre mi coño y el pene de su
macho. Sentí un mareo embriagador y una lujuria que desbordó lo
racional.
- Dios… más… más… ah ah ah… -las palabras salían de mi boca
atropelladamente.
Podía sentir ese pene en mi interior, diferente, pero a la vez parecido al
de mi esposo. Deseaba quitarme el vestido y dejar que aquel macho
me lamiera los senos mientras me follaba. Por alguna extraña razón
deseaba besar al profesor de química. Pero algo más se empezaba a
alojar en mi mente, una idea loca: comerle el coño a la coreana hasta
arrancarle un orgasmo.
- ¡Ohhhh my god! – escuché gritar al profesor.
- Si… dame duro –le pedí-. Así. Más. Ahhhaahhha…
Las paredes de mi cérvix vaginal se contrajeron y un pequeño orgasmo
me hizo perder el sentido. Pero con la verga aún taladrando mi carne
descubrí en mi retorcida mente que todas las células de mi cuerpo
querían mucho más.
- Cógeme más fuerte… Más… -supliqué-. Por favor… más.
En ese momento, para mi mala fortuna, sonó el teléfono de Ernesto.
Con el pene aún en mi interior, el profesor de química contestó.
- El taxi nos espera afuera –dijo-. Vamos.
Sentir que esa verga salía de mi vagina me dejó vacía. Tuvieron que
ayudar a pararme y recomponer mi aspecto.
- Ayúdala, Sera –le pidió Ernesto a la asiática-. Iremos por el campo de
hockey. No queremos que nos vean saliendo. Le he dicho al taxista que
nos espere afuera.
Atravesamos los jardines y el césped de las canchas de hockey y fútbol.
Caminábamos bajo la fría vigilia de la luna grande y brillante. Una
niebla flotaba bajo nuestros pies haciéndome creer que caminábamos
sobre nubes. Ernesto y Sera vigilaban los terrenos adyacentes como si
espías estuvieran ocultos en cada arbusto y cada esquina. A lo lejos se
escuchaba la música de la fiesta y las carcajadas de un millar de ex
alumnos de la “school”. En un momento me pregunté si toda esa
noche no sería más que el sueño febril de una mujer desposeída del
cariño de su marido. El exótico taxi estaba esperándonos escondido en
las sombras de una calle poco iluminada.
- Dios me valga –dijo la asiática al ver el taxi-. Si parece que estamos
en Londres.
- Vamos adentro –ordenó Ernesto.
Adentro me encontré con la mirada del taxista. Juan Saldivia pareció
sorprendido al verme aparecer.
- Señora Ana –empezó a decir, pero Ernesto lo hizo callar.
- Nada de conversaciones, taxista –le dijo con cierta soberbia-.
Llévanos donde te pedimos, te pagamos y luego te olvidas de nosotros
¿Entendido?
Juan Saldivia, el taxista al que no había podido callar en mi viaje de ida,
se quedó de pronto sin palabras.
- Claro. Deme la dirección, señor.
Ernesto le indicó la dirección y nos pusimos en marcha. Yo que había
caminado hasta el taxi en un estado de sopor empecé a reaccionar.
- Mi cartera –pensé, pero la frase brotó de mi boca sin querer.
Rebusqué en mi cartera. Ahí encontré el frasquito de plata del que
saqué cocaína que aspiré sin pensar.
- No sólo es puta, también cocainómana –escuché a Sera decir a mi
lado -. Creo que sólo queda el armazón de la muchacha de tus
recuerdos.
- Ana deja eso.
Ernesto me quitó el frasco, pero ya era muy tarde pues no quedaba
casi droga. Me acomodé en el asiento, escoltada por mis dos
acompañantes. Adelante pude ver al taxista mirándome de cuando en
cuando por el espejo retrovisor. Me mordí el labio. Me calentó como
aquel hombre me miraba. El empuje de la droga renovó de alguna
forma mi lujuria. Llevé mi mano con cautela hasta la entrepierna de
Ernesto y empecé a masajear suavemente la dormida verga. Ernesto
me miró y luego miró al taxista. Dejó que le siguiera manoseando. A
mi lado, Sera miraba por la ventana y no se daba cuenta que
empezaba a hacer mío aquel macho que creía dominado. Ernesto me
atrajo y me beso. Era nuestro primer beso y bajo la mirada del taxista
me pareció morbosamente delicioso. Mientras nos besábamos le
saqué la verga y la empecé a menear. La coreana se había dado cuenta
de nuestros movimientos y observaba atenta. Así también, pero con
más sigilo, nos observaba el taxista. Tanta mirada hizo que la loba en
celo despertara. Me incliné y, sin darme un respiro, me llevé la verga a
los labios, deteniéndome sólo un seguro para mirar a los ojos al taxista
antes de hundir aquel miembro grueso y grande en mi boca.
La felación fue revitalizadora para todos los presentes y, mientras el
taxi marchaba con discreción en la noche de la capital, las manos de la
asiática empezaron a acariciar mis muslos. Sobre mi cabeza (yo
continuaba con la verga prendida en la boca), la coreana y el profesor
de química se besaban. Me levanté meneando aquella hermosa verga
y besé primero a Ernesto y luego a la Sera. Besar la boca carnosa y
pequeña de la esbelta asiática fue dulce. Realmente la chica sabía
besar muy bien. Sus besos parecían entregar placer justo en el punto
en que eran depositados. Preste atención a sus formas, pues quería
aprender a besar como esa chica.
Mientras todo eso sucedía mi mente se desdobló extrañamente y me
encontré preguntándome desde cuando me daba lo mismo besar un
hombre o una mujer. Algunos se preguntarán (como yo lo hacía en ese
minuto) desde cuando me gustan las chicas. También traté de recordar
cuando fue mi primera vez con una mujer. La verdad sea dicha. He
recreado la historia un montón de veces, incluso algunas versiones las
he soltado por ahí estando algo borracha (y sin mi marido presente,
claro está). Pero en realidad la primera vez estaba muy borracha o muy
drogada. Mientras me preguntaba aquello, Sera-Kang empezó a bajar
el cierre de mi vestido, dejando mi espalda descubierta primero y
luego mi femenino tronco. Sólo el sujetador de copa me protegía de la
desnudez. Desnudez que quedó manifiesta cuando la asiática tomó el
broche y lo abrió. Mis senos quedaron a la vista de todos.
- Vaya… no me dijiste que tenía unos senos tan bonitos –dijo Sera
agarrándome una teta con la mano-. Firmes, grandes y erguidos.
- En aquella época estaba obsesionado con el rostro y las piernas de
Ana –confesó el profesor-. Era un amor algo platónico e infantil.
- ¿Y ahora? –preguntó la chica mientras estiraba uno de mis pezones.
- Ahora creo que redescubriremos las virtudes de la señorita Bauman –
respondió.
Los dos hablaban de mí como si se tratara de un objeto o un
experimento. Aquello me hizo estallar en una carcajada nerviosa.
Todos me quedaron mirando. Me puse seria entonces.
- Basta de tanta cháchara –les dije-. Lo que quiero es follar ¿Y ustedes?
Mis palabras alcanzaron los oídos del taxista que sonrió con ojos
traviesos. Yo también le sonreí mientras la coreana empezaba a chupar
mi pezón y el pervertido profesor de química ponía su verga frente a
mi nariz. La tomé, la meneé y la chupé. Todo ante los ojos de un
voyerista taxista y mientras recorríamos a ritmo lento las calles. No
pasó mucho tiempo para que la verga de Ernesto estuviera dura y lista.
No esperé más y dándole la espalda al profesor (y mirando al taxista)
me clavé aquella verga. Comencé a subir y bajar, controlando cada
centímetro que entraba en mi sexo. Al lado, la chica de cabellos negros
y ojos rasgados me chupaba los pezones y lamía la piel de mis senos
de manera deliciosa. Al frente el hombre que conducía no dejaba de
observarme, calentándome al notar que cuando podía se llevaba la
mano a la verga. Con tanto estímulo, estaba en el cielo.
- Es Usted una chica mala, Señorita Bauman –me dijo al oído el
profesor-. Todos miran la forma indecente en que se mueve.
- Nooooo…. Yo no… ah…. ¡NO! Soy una mujer casada… tráteme de
Señora Bauman, por favor –dije, incapaz de darle sentido a mis
palabras.
- Señora Bauman –repitió en mi oído Ernesto Rivera Thompson.
Yo empecé a moverme más rápido sobre aquella magnífica verga. A mi
lado, Sera-Kang lamía uno de mis senos. Desde el pezón subía hasta
mi cuello y luego retornaba al erecto pezón. Sólo lo dejaba para besar
al profesor de forma lasciva. Me sentía como una prostituta. Las
sensaciones en mi cuerpo eran intensas y me quitaban por momentos
el aliento. De pronto, un dedo acarició la abertura de mi ano. Pensé
que era el profesor, pero me di cuenta poco después que la asiática
jugueteaba con mi ano a petición de Ernesto.
- Seguro que a esta prostituta no le importa que juegue con este
orificio (Sure this prostitute does not care to play with this hole) –dijo
la coreana en perfecto inglés.
- ¡!Noooo!! –fue lo que grité como única respuesta.
Sea cierto o falso que una mujer disfruta con el sexo anal, supongo
que depende de cada mujer y de su experiencia personal. Yo había
aprendido a disfrutarlo, especialmente cuando estaba súper excitada.
El dedo recorrió el bode de mi ano y lo acarició haciendo círculos
alrededor de la entrada. Yo me moví lentamente contra la verga de
Ernesto para permitirme sentir todas esas sensaciones mientras besaba
a mi nuevo amante. El dedo en mi Ana me penetró y yo dejé de
moverme un instante para luego reanudar la follada. Necesitaba más y
así se lo pedí a mis dos compañeros sexuales.
- Mételo más adentro, Sera… por favor… fóllenme como una vil puta –
les pedí.
Me encontré al final de aquellas frases con la mirada del taxista que
parecía estar masturbándose. Sólo en ese minuto me di cuenta que el
taxi se había detenido en una oscura calle. Sólo la luz del interior del
taxi parecía iluminar la lasciva escena. Los ojos del conductor estaban
prendidos en mis nalgas que se movían al ritmo de las penetraciones.
- Te gusta mirar, chofercito –llamé la atención del taxista-. Te gusta
menearte la verga mientras un verdadero macho se folla al mujerón
que tanto deseas.
El taxista se quedó callado, masturbándose con más brío. Sera-Kang
me hizo callar dándome un beso lujurioso. Su lengua penetró en mi
boca mientras metía dos dedos en mi ano. Un orgasmo llenó mi
cuerpo, abarcando todos mis sentidos. Me sentí desfallecer y volver a
la vida en menos de un minuto.
Nos acomodamos en el asiento trasero del amplio taxi. Me coloqué
apoyada en mis cuatro extremidades, de perrito con la asiática bajo
mío lamiendo mis senos. Ernesto se colocó atrás y ensalivó su pene y
mi ano.
- Me hubiera gustado tener vaselina –dijo, lamentándose.
- A esta puta le va bien encularla sin vaselina –anunció Sera-. Vieras
como gozaba con dos dedos en su ano.
Yo, ajena a la conversación, tomé un respiro. Vista la escena desde mi
papel de esposa era dantesca. Una orgía. Sin embargo, en mi todavía
estaba esa oscura lujuria. Esa lujuria que me dominaba. Mientras
miraba al taxista a los ojos, éste empezó a correrse. Chorros de semen
se estrellaron contra una ventaba. La sustancia blanca empezó a caer
lentamente y lo único que pensé era en que deseaba esa corrida en la
boca. Estaba hecha una ninfómana.
Un punzante dolor en mi ano me devolvió a la realidad. El profesor me
estaba enculando lentamente y no sólo dejé que esto pasara, sino me
empecé a acomodar para que el pene fuera más y más al fondo de mis
vísceras. Cuando lo sentí muy adentro, empezamos a movernos
acompañados por una mano que acariciaba mi clítoris y mis labios
vaginales.
- MMmMmmmmmmmmgghhhhh…. ¡Oh my God! –las palabras volvían
a salir de mis labios como si mi cerebro fuera incapaz de controlar lo
que decía.
- Más… Más… -pedí más, quería renovar aquellas sensaciones en mi
cuerpo.
Me pregunté si era Ernesto, ese hombre de cuarenta y tantos, el que
me estaba llevando al orgasmo. O quizás eran esos dedos en mi
clítoris, la presencia de la hermosa coreana o la miraba libidinosa del
taxista. Mientras me penetraban por mi ano y me sentía ser el centro
del universo la respuesta fue respondida justo antes del orgasmo. La
imagen de mi esposo en algún lugarcillo de mi mente y el hecho de
ser consciente de lo perra que estaba siendo fue lo que me condujo al
orgasmo. Fue un orgasmo delicioso y culposo.
No me di cuenta que pasó desde aquel momento. Ernesto se corrió en
mis glúteos y Sera le lamió la verga de forma fervorosa.
Pasados los minutos la razón fue devuelta a mi mente. Me puse el
vestido, avergonzada. Ernesto y Sera-Kang también habían encontrado
el control y se habían adecentado. Pedí que me llevaran a mi hogar y
ellos no se negaron.
- Ya habrá tiempo para otra reunión de ex alumnos –dijo de manera
picara Sera.
- Por supuesto –aseguró el profesor de química.
El conductor me dejó en mi casa y luego se marchó con mis amantes.
Pero antes, el profesor y su alumna me hicieron una invitación.
- Busque su uniforme escolar, señorita Bauman –dijo el profesor-.
Quiero impartirle una lección muy especial a Usted y a la señorita
Kang.
El taxi se alejó, sin antes recibir una miraba significativa del chofer.
- Tiene mi número todavía –me dijo-. Y si no lo tiene aún, tomé.
Me dio otra tarjeta.
Entré a mi casa y cerré la puerta. Estaba vacía como mi corazón. No
sabía por qué lo hacía. Pero continuaba haciéndole daño a mi esposo.
Caí contra la puerta y lloré. No por el daño hecho sino porque aún
deseaba ser follaba como una puta. Mi lujuria aún no se saciaba.
Party girl

Prólogo: Las indicaciones del loquero.


Escribo esto tal como dijo mi psiquiatra, como si fuera una manera de
purgar las heridas a través de las memorias de una época convulsiva.
Memorias que he reforzado con la terapia y la hipnosis. Si me ha
servido plasmar estos recuerdos en el papel, aún lo sé. Sólo sé que me
doy cuenta de todo lo que hice y de la persona en la que me convertí.
Para mal o para bien, lo dirá el tiempo.
Mi nombre es Julieta. Soy ejecutiva de una empresa. Claro, no es mi
verdadero nombre ni mi verdadera profesión. Debo mentir para poder
seguir escribiendo. Aunque no dudo del secreto de confidencialidad de
mi médico, no pongo las manos al fuego por ningún hombre. Ni
siquiera por algún dios, santo o buda. Sólo creo en mi misma, por
ahora.
Mi historia comienza hace mucho. Con una crianza alienada y muchas
malas decisiones de mi parte. Con un maravilloso matrimonio que al
final conseguí joder. Con un cúmulo de mierda y oscuridad que se fue
acumulándose en mi mente y en mi cuerpo. Pero no quiero ser de esas
personas que se lanzan a decir mierda del mundo y de sí mismas
mientras escriben. No quiero perder tiempo. No soy buena
escribiendo, así que tal vez debería remitirme a los hechos.
No contaré como empezó mi historia. Seguro que se lo imaginarán
poco a poco. Muchacha muy guapa, con un par de tetas y culo bien
puesto, de largas piernas, etc., etc., etc. Era un bombón. Aún lo soy.
Una muñeca de ojos claros y curvas sensuales deseada, admirada y
envidiada. No soy alguien humilde. Pero esa es la verdad. Los hombres
me llenaban de piropos por mi atractivo cuerpo, incluso sabiendo que
yo era casada. A pesar de eso, yo tenía la seguridad que mi fuerte era
mi bello rostro y prefería hacer hincapié en realzar los rasgos de mi
cara y complementar con la sensualidad de mis largas piernas. Soy era
una chica casada, pero astuta. Yo sabía muy bien lo que me convenía.
Me dejaba halagar.
Reflexionando ahora pienso que era como una perra en celo encerrada
tras los muros de mi hogar (y mi crianza). Era un hermoso animal de
pedigrí que sabía que tras los muros la rodeaban decenas de perros
salvajes y hambrientos que sólo deseaban follarla. Mientras estuve
dentro de mi hogar, estuve a salvo y fui la mujer que todos esperaban.
Pero cuando abrí una puerta incorrecta y salí a un mundo despiadado,
también dejé entrar a esos perros salvajes y calientes. O quizás yo fui
quien salió a la oscuridad, y en lugar de volver a casa dejé que esas
bestias y ese mundo me atraparan.
Cómo sea, no soy tonta, tal vez yo quería ceder a aquella vida libertina.
Al final termine cediendo a la presión que imponía la sociedad a una
chica guapa y sexy como yo. Si a los chicos les gustan un par de senos
grandes o una pompa voluptuosa ¿Por qué no mostrar un poco de
aquello? Aquello me consiguió un guapo y exitoso esposo primero y
un buen puesto de trabajo después. No lo voy a negar, la vida me fue
haciendo medio putita. Si tuviera que volver a vivir mi vida, creo que
hubiera preferido no enamorarme de mi esposo y haber disfrutado un
poco más de la vida. Pero la vida es lo que tenemos ahora. No vale la
pena pensar en cómo sería si las cosas hubieran sido diferentes.
A los veinticinco años tenía el mundo a mis pies. Al menos, así me
sentía. Creía ser capaz de hacer todo lo que hacía sin remordimientos
¿Por qué me sentía así? Quizás por “la pasta” (como le llaman los
españoles al dinero) que ganaba en mi trabajo o la complacencia de mi
jefe. A Walter (tampoco es su nombre real) lo tenía comiendo de mi
mano. Pobrecito. Estaba enamoradísimo de mí. Así que aproveché para
escalar un poco en mi empresa y hacer los contactos que me
permitieron dejar de depender de él. Al pobre lo despidieron al final.
Fue trágico porque él creía que me marcharía con él. Pobre estúpido e
iluso.
Tal vez mi destino era ser actriz. Todos los hombres que integré a mi
vida creyeron que ellos eran especiales para mí, pero la verdad es que
no significaban nada en mi vida. Sólo mi esposo me importó. El resto
era una manada de animales a los que les chupe la vida. Todo para mi
beneficio (para alcanzar mis metas económicas y profesionales) o para
mi placer. Necesitaba sentir lo prohibido que conducía al goce total del
cuerpo. Necesitaba escaparme de todas las preocupaciones y el estrés
de la vida. Quería evadirme de la realidad.
Ser una chica fiestera fue una parte de mi personalidad que se empezó
a desarrollar muy tardíamente. Hasta mis veinticinco años, yo iba a
fiestas como cualquier otra persona. Pero siempre me comportaba
como mis padres me habían enseñado, como una señorita de bien. A
los veinticinco llevaba un par de años de matrimonio y era una
profesional que se empezaba a hacer un nombre en la empresa. Fue en
ese entonces que empecé a cruzar ciertos límites.
Empecé a creer que podía hacer cualquier cosa. Incluso las más osadas
o prohibidas. Recuerdo muy bien ahora, gracias a la terapia de hipnosis
con el doctor Parnasos (tampoco es su nombre real, por supuesto),
varios pasajes que creía olvidados. Recuerdos de situaciones que me
avergüenzan, pero que también me vuelven a excitar. Uno de ellos en
particular, siento deseos de contar hoy. Aquí comienza lo que he
llamado las “Memorias de una Party girl”. Las memorias de una chica
fiestera.
I. Dieciséis estrellitas de vainilla.
Este es el primer episodio de tres episodios que contaré. Corresponde
a mi primera etapa, en la que aún me debatía entre la fidelidad a mi
marido y la vida libertina que comenzaba a descubrir.
Era una noche de primavera. Una noche helada, pero que sin embargo,
contrastaba con mi piel cálida y sensaciones extrañas que empezaban
a aflorar en mi cuerpo. Había sido una semana estresante, con mucho
trabajo y un jefe que me pedía cosas que esa semana me era imposible
entregar. Es que hasta las mujeres lujuriosas como yo tienden a revisar
su vida y pretender volver a ser corderos cuando son lobas sedientes
de carne y sexo. Ser una loba con piel de corderos trae pros y contras.
Pero a pesar de mis contradicciones sentía que me debía a mi marido.
Era una ocasión para disfrutar con él y agasajarnos mutuamente. El es
cariñoso, inteligente y un gran amante, pero, como yo, da mucha
importancia al trabajo. El tiempo era el bien más escaso en nuestra
relación. Pero yo y el creíamos que éramos jóvenes. La edad del
sacrificio. La edad para ganar dinero y poder a costa de todo. Claro,
eso de “a costo de todo” era menos literal para mi marido que para mí.
El simplemente pasaba más horas en la oficina, yo en cambio me
acostaba con mi jefe a cambio de favores laborales y económicos. Era
una puta, lo sé. Pero en aquel tiempo todo lo veía con un prisma
diferente. Sin embargo, sólo mantenía esa relación con mi jefe y
pensaba que, salvo esa “infidelidad necesaria y útil”, era una esposa
leal y modelo: Alta, hermosa, sensual e inteligente. Que más se podía
esperar de una esposa. Sólo faltaba ser una profesional respetada y
seríamos el matrimonio perfecto creía yo.
Así que por dos semanas me había portado bien. Había decidido darle
a mi esposo lo que necesitaba: amor y compañía. Pero sobre todo
exclusividad. Esa noche vestía un diseño de valentino. Un vestido largo,
vaporoso y apegado a mis sensuales formas. Zapatos de taco alto,
unas sensuales medias de liga de transparencia con portaligas incluido
y un collar de plata con aros a juego completaban mi atuendo. No
mostraba mucho, salvo un inocente escote. Era revelador de una forma
elegante y decorosa. Además tenía un cierra lateral casi invisible que lo
haría muy práctico a la hora de volver a casa con mi esposo.
Porque lo verdaderamente excitante de esa velada lo encontraría mi
esposo cuando me sacara aquel vestido. Tenía una sorpresa para él.
Había pintado en mi piel blanca pequeñas estrellas con pintura
comestible de color rosa. Eran un total de dieciséis estrellas con sabor
a vainilla. Cada estrella estaba estratégicamente colocada en mi
cuerpo: Una bajo mi oreja, otra en mi cuello (bajo la anterior estrella),
una sobre mi seno (se notaba una puntita justo sobre el escote y el
sujetador), otras dos en cada seno (alrededor del pezón), otras tres
bajando por mi abdomen, luego cinco pequeñas estrellas que bajaban
por mi pelvis para alcanzar mi clítoris que era coronado por tres
pequeñas estrellas rojas. Mi sexo estaba completamente depilado,
como me ha gustado siempre. Desnuda me veía sensual, pero la
lencería rosa y el portaligas a juego realzaban la belleza y sensualidad
de mi cuerpo.
Me sentía muy segura y feliz. Cómoda y sensual. Mi esposo se había
vestido algo más casual, con una chaqueta y pantalón de tela gris que
combinaban bien con camisa blanca Hugo Boss y con el calzado de la
misma marca. Se notaba que mi marido aún hacía ejercicio y se
mantenía tan bien como el día en que lo conocí. Era mi adonis y
seguramente seríamos la envidia de la fiesta de Enrique, uno de los
buenos amigos de universidad que teníamos.
Al llegar a la fiesta noté que los ojos de todos los hombres se iban
sobre mi cuerpo. La gente se acercaba a saludarnos tratando de
conservar la compostura, pero yo sentía como me miraban
disimuladamente mientras hablábamos. Algunos amigos trataban de
que mi esposo no se diera cuenta, pero sus ojos no podían dejar de
brillar con deseo. Fuimos a saludar a Quique y aquello me dio un
respiro. Enrique estaba con su novia, Cintia. Una chica muy vistosa y
risueña. Estuvimos conversando un rato. Mientras hablábamos noté la
mirada de Enrique sobre mi rostro y mi cuello. Nuestras miradas se
encontraron.
- Es una bonita estrella rosa –mencionó sin que su novia o mi esposo
escucharan.
Me sonrojé mirando mi escote brevemente, pues una puntita de una
estrella sobresalía en mi escote. Los ojos de Quique siguieron mi
mirada. No sé si descubrieron o no la estrellita rosa que yo había
pintado ahí. Quique simplemente sonrió y alzó la copa.
- Max –llamó a mi marido y empezó a hablar con la copa en alto-.
Quiero brindar por nuestras mujeres. Dos estrellas que brillan en lo
alto.
- Gracias –mis palabras sonaron tímidas, casi como un murmullo.
Mientras brindábamos podía sentir que la mirada de Quique se iba una
y otra vez sobre mi cuerpo cuando Max no estaba atento. Parecía
buscar algo. Pensé que era increíble que Quique hubiera descubierto
las estrellas pintadas en mi cuerpo con sólo un vistazo y que mi
esposo, que no se me había despegado en toda la noche, aún no
notara aquel detalle.
Finalmente, luego de un rato, salimos a bailar en parejas y pude volver
a relajarme. Sin embargo, las miradas sobre mi escote o mi trasero se
multiplicaron mientras bailábamos. Podía notar a grupitos de dos o
tres hombres comentando entre ellos mientras me miraban con deseo
desde lejos. Al principio, yo me sentía incómoda. Pero poco a poco,
con más alcohol en mi cuerpo, empecé a disfrutar de la presencia de
esos voyeristas. Además, mi esposo estaba feliz. Disfrutábamos como
hace mucho no lo hacíamos. Me deje llevar y empecé a bailar muy
sensual para él. Amaba a ese hombre y lo deseaba con locura (Aún lo
hago).
Después de más de una hora, yo había bebido mucho más de lo
habitual. A esa hora de la noche ya estaba muy caliente. Nos besamos
con Max un rato en la pista sin preocuparnos de los demás invitados.
Estaba como en las nubes, sintiéndome genial. Podía sentir las manos
de mi esposo recorriendo mi cuerpo. Podía sentir mi deseo
multiplicarse a la par de las caricias y la erección de mi esposo. Su
vigoroso pene parecía conformar poco a poco su tamaño y su dureza
contra mi abdomen y pelvis me hacían sentir escalofríos que recorrían
mi bajo vientre. Me encontraba excitada, caliente. Pero justo en ese
momento se apagaron las luces y la música.
Todo quedó en la oscuridad. Había ocurrido un corte de electricidad.
La gente murmuró. Mujeres gritaron risueñas. Se escucharon risitas
nerviosas. Mi esposo y yo nos separamos sin poder ver nada. Se
escuchó de pronto la voz de Quique y luego pudimos ver la luz de una
linterna.
- Se ha suspendido la electricidad y algo ha pasado con el generador
de emergencia –anunció Enrique-. Pero seguramente podremos
solucionar todo pronto. Por ahora, vayan a la piscina. Ahí
encenderemos algunas velas y pondremos algo de música. Agarrad
bien sus vasos.
Luego de eso, Quique se dirigió a donde estábamos.
- Max –llamó a mi esposo-. ¿Me podrías ayudar?
Mi esposo asintió justo en el momento en que llegaba Juan, otro
amigo de Quique.
- Se que tu familia tiene una casa de campo y seguramente sabrás algo
de generadores.
Mi esposo asintió de nuevo.
- ¿Podrías acompañar a Juan a encenderlo? –le preguntó Quique a mi
esposo-. Yo iré a tratar de solucionar lo del corte de energía.
- ¿Dónde está el generador? –preguntó mi esposo.
Quique llamó a Cintia, su novia.
- Cintia los llevará al sótano. Ahí les llevará al cuarto del generador. No
olvides llevar las llaves, amor.
Nos despedimos y vi alejarse a mi esposo junto a Juan y Cintia. La
verdad es que me sentí algo mal de que Max se marchara. Aún podía
sentir la humedad en mi entrepierna. El recuerdo del pene duro de mi
esposo me tenía aún caliente. De pronto, sentí que me llamaban.
- Julieta… ¡Julieta! –alguien me llamaba-. Estabas en otro lugar. En que
pensabas mujer.
Era Quique. Lo primero que iba a responder era: Pensaba en la rica
verga de mi esposo. Pero entré en razón y articulé una rápida respuesta.
- Me preguntaba cuándo volverá la electricidad –logré decirle a
Enrique.
- No te preocupes, Juli… –me dijo Quique-. Ya verás que muy pronto
estarás divirtiéndote como lo hacías.
Cuando dijo eso, pude notar una doble intención. Pero quizás era sólo
mi imaginación, pues, Quique me pidió que le ayudara a repartir velas
y encendedores en la piscina. Luego de eso, me condujo a la casa.
- ¿Me acompañas a hacer unas llamadas para tratar de solucionar este
asunto? –me pidió-. Luego nos vamos a ver cómo le va a tu esposo
con el generador.
Quizás la promesa de ver a mi esposo fue lo que me convenció
enseguida de acompañar a Quique. Caminé tras el anfitrión de la fiesta
un poco atontada. La verdad es que había bebido bastante y andaba
notoriamente achispada por el alcohol. A pesar de eso, antes de subir
por las escaleras, pasamos a la cocina por dos copas y un par de
botellas de champaña. Si íbamos a tener que perder el tiempo, más
vale que lo hiciéramos con estilo fueron las palabras de Enrique.
Mientras subíamos al tercer piso, abrimos la primera botella y acepté
beber de la espumante botella.
- Deliciosa ¿no? –dijo risueño mi amigo.
- Riquísima –contesté, llevándome otro sorbo a la boca.
Estaba sedienta por el baile y tal vez bebí apresuradamente. Cuando
llegamos a la habitación y después de un breve tour por la casa de
Quique, nos habíamos bebido media botella.
- Tienes una casa muy bonita, Quique –le dije.
- Gracias, Juli –dijo el anfitrión de la fiesta mientras cogía el teléfono-.
Es significativa la opinión de una persona con tan buen gusto y tan
hermosa como tú.
- Gracias –dije, risueña y avergonzada.
Escondí la vergüenza y mi coquetería tras un nuevo sorbo de
champaña. Mientras Quique hablaba con alguien al teléfono, observé
la habitación. Estaba a oscuras como toda la casa, pero se podía intuir
que era grande, con una gran cama y un espejo en una esquina. Tenía
tres puertas al interior, una daba al pasillo. Las otras dos puertas eran
un misterio, pero seguramente una conducía a un baño. La habitación
de Quique además tenía una bonita vista de la propiedad. Podía verse
las velas prendidas alrededor de la piscina y la gente conversando allá
abajo. La voz de Quique me sobresaltó.
- Hablé con la gente de la empresa de electricidad. Dijeron que
investigarían el problema y me devolverán el llamado en unos minutos.
Sólo nos queda esperar y luego bajamos con el resto ¿ok?
Asentí. Él tomó la botella que yo acunaba entre mis brazos y se fue a
una esquina. Ahí sirvió las copas mientras yo miraba la piscina. Se
demoró en volver, pero cuando lo hizo me ofreció una copa larga de
líquido espumante. La recibí y brindamos.
- Por una noche de hermosas estrellas –brindó él.
Era verdad que era una noche de estrellas brillantes y la ausencia de
luz hacía más notorio el brillo de esos pequeños astros en el cielo. Pero
estaba segura que Quique no se refería a esas estrellas. Me puse
nerviosa. Bebí varios sorbos de mi copa mientras mis ojos se apartaban
de la mirada de Enrique. El empezó a hablar de los tiempos en que
Max y él eran solteros. Empezó a relatar breves y jocosos incidentes de
su juventud. Las fiestas que se convertían en borracheras juveniles, en
salidas nocturnas que se transformaban en verdaderas aventuras.
Como la vez en que habían invitado unas chicas y habían terminado
nadado desnudos en la piscina.
No noté como Quique se acercó por mi espalda. Estaba muy cerca. Su
voz podía sentirla en mi nuca, haciéndome sentir escalofríos y
erizándome el bello de la zona. Su voz, contando como los nadadores
se habían transformado en amantes libertinos, empezó a tener un
extraño efecto en mi cuerpo. Sentí aumentar la tensión de mis senos
contra el sujetador. ¡Dios! Estoy excitándome, pensé.
- Necesito baño –dije, tratando de desembarazarme de aquella
peligrosa situación.
El tomó distancia de mi cuerpo y me indicó una puerta en la
habitación. Escapé al baño como pude. Ahí me miré al espejo. Tenía
calor y me veía extraña. Era como si algo ocurriera con el mundo. Me
mojé un poco la cara. Era extraño, porque empecé pensando en mi
esposo, pero terminé pensando en Quique que me esperaba tras la
puerta. Alguien golpeó la puerta, interrumpiéndome.
- ¿Julieta? –preguntó Enrique-. ¿Estás bien?
- Estoy bien. Salgo enseguida.
Arreglé mi ropa y corregí rápidamente mi maquillaje. Me observé al
espejo y salí.
- Te demoraste mucho adentro –aseguró Quique.
- Sorry –me disculpe.
En ese momento noté dos pequeñas velas encendidas junto al espejo.
Como una mariposa nocturna, fui atraída a aquel lugar. Me paré frente
al espejo y observé el reflejo de mi cuerpo.
- ¿Por qué pusiste las velas aquí? –pregunté.
Quique se acercó a mí por mi espalda. Parado ahí, pude observarlo con
detenimiento. Era un chico de entre veinticinco y treinta, de pelo corto
y oscuro. Sus ojos verdes tenían cierto brillo y picardía propia de las
mentes astutas. Vestía una camisa negra y un pantalón crema que le
quedaban muy bien. Me pareció atractivo. Peligrosamente atractivo.
- Quería poder verte –dijo, ofreciéndome otra copa de champaña-.
Necesito hacerte una pregunta.
Tomé la copa. La espumosa bebida era mi favorita y bebí otro sorbo
sin dudarlo. La misteriosa pregunta quedó en el aire, levantando mi
curiosidad.
- ¿Qué pregunta? –le pregunté, mirándolo a través del espejo.
El se acercó. Podía sentir su presencia muy cerca.
- ¿Qué son esas estrellas bajo tu oreja? ¿Un tatuaje? –me preguntó.
Me mordí el labio instintivamente. Era parte de mi coquetería natural.
Lo hacía cuando estaba excitada. Sin embargo, esos últimos años sólo
mi esposo había visto esos gestos de mujer caliente. Mi deseo como
esposa leal había sido siempre mantener esos gestos y esa coquetería
con mi esposo, pero en aquel tiempo ya empezaba a perder los
papeles.
- ¿Cuáles? –contesté, algo más juguetona y risueña de lo que
pretendía.
- Éstas –dijo él, señalando una zona de mi cuello bajo mi oreja.
Con su mano, rodeando mi cuerpo, indicó las dos estrellitas que
estaban bajo mi cuello y en mi cuello, un poco más abajo.
Yo observé su mano en el espejo. Un dedo apuntando mi cuello.
Quique estaba muy cerca. Podía sentir el calor de su cuerpo en mi piel.
No sabía que decir. Quedé en silencio.
- ¿Cuál estrella? –atiné a balbucear mientras apuraba un trago de
champaña.
- Ésta –repitió Enrique apoyando un dedo bajo mi oreja-. Y ésta.
El dedo bajo reptando de una estrella a otra. Luego, tras observarme a
través del espejo, bajó aún más su dedo por mi pecho y llegó hasta mi
escote. Se detuvo un momento, pero al no encontrar mi oposición,
continuó hasta el lugar donde sobresalía una puntita de una estrella.
- Y otra estrella.
Al sentir el dedo sobre mi seno fue como si apagaran mi conciencia.
Por unos segundos, mi mente oscilo entre la razón y el deseo. La
imagen en el espejo era elocuente. Quique estaba atento, como un
depredador en la oscuridad. Su mirada sobre mi cuerpo me quemaba.
Ya no sabía que hacía ahí. Mi mente, sea por el alcohol o la calentura
en que me había abandonado mi esposo, hizo corto circuito. Fue como
una Julieta diferente empezara a tomar el control de mi mente y
escuché mi voz de nuevo.
- Son estrellas de vainilla –revelé a Quique, con una sonrisa traviesa-.
Son estrellas hechas con pintura comestibles.
- ¿Si? –Quique sonó muy interesado en mis palabras-. Me encanta la
vainilla ¿Puedo probar?
- No creo –dije insegura, pero con una sonrisa insinuante-. Las pinté en
mi cuerpo para Max.
Me sentía extraña. Atontada y llena de dudas. El dedo de Quique aún
acariciaba mi seno, produciendo sensaciones que irradiaban a todo mi
cuerpo. No sé porque no lo alejaba y no me hacía respetar. Enrique se
acercó aún más y rodeó mi cintura con su otro brazo. Sentir como me
abrazaba y como su mano acariciaba mi vientre era extraño.
- Pero déjame probar una estrellita. Max no lo notará si es sólo una –
me aseguró.
- No lo sé- respondí.
- Vamos, Julieta. Nadie lo sabrá –aseguró.
Yo no sabía muy bien qué hacer. Un rinconcito de mi conciencia
frenaba mis impulsos más básicos, pero la cercanía de Quique me tenía
muy descompuesta. Enrique llevó mi cabello hacia a un lado y dejó a la
vista las dos estrellas de mi cuello. Todo esto lo observábamos en el
espejo, bajo la luz de las velas.
- Te ves preciosa esta noche –me piropeó.
- Gracias –le respondí temblando.
El acarició mi cuello y mi brazo. Bajó y luego subió para acariciar mi
mentón y mi rostro.
- Tienes una piel muy suave –continuó halagándome.
No dije nada. No quería decir nada. El me rodeó lentamente,
susurrándome al oído:
- Déjame probar tus estrellitas, Juli. No pasara nada. Ni Max ni nadie
sabrán nada. Será nuestro secreto.
Yo sólo me quedé ahí. Paralizada. Viéndolo rodearme hasta que quedó
frente a mí.
- Voy a degustar tus estrellas, Julieta ¿Está bien? –preguntó.
Yo finalmente asentí. Él sonrió. Me hizo terminar mi copa de champaña
antes de dejarla en el suelo. Luego acarició mi rostro y me aseguró que
todo estaría bien. Su rostro se perdió lentamente en mi cuello. Su piel
rozó mi mentón y mi cuello. Entonces, sentí sus labios bajo mi oreja
primero y poco después la punta de su lengua sobre el lugar en que yo
había pintado la estrella rosa. Su lengua comenzó a pasearse por aquel
punto, probando el sabor de aquella figurita que en principio estaba
destinada a la boca de mi esposo.
- Que rico… vainilla –le escuché susurrar-. Mira acá hay otra estrellita.
Su boca bajó unos centímetros. Ahí encontró la estrellita en mi cuello.
Los labios de Enrique probaron mi piel y su lengua empezó a moverse
de arriba abajo con viveza. Las manos del amigo de mi esposo me
tomaron de la cintura, afianzando su dominio sobre mi cuerpo y mi
mente. El calor que sentía no tenía nada que ver con el ambiente que
nos rodeaba. Bajo las luz de las velas podía observar como la cabeza
de Quique parecía abalanzarse sobre mi cuello como un vampiro sobre
su víctima. Reuniendo los últimos esbozos de voluntad, logré hablar:
- Enrique, basta… esto no está bien.
- Enrique… Max es tu amigo. Yo soy una mujer casada.
Pero el no paró. Incluso, cuando traté de retirarme, me retuvo. Luché
muy débilmente, tratándolo de hacer entrar en razón, pero mis
palabras carecían de convicción.
- Basta, por favor… no, Quique. Déjame.
- Nos descubrirán, Enrique. Por favor.
Mis palabras no acusaban recibo. Enrique bajó lamiendo mi cuello y mi
tronco hasta mi seno. Se apartó para observarme. Yo podía ver su
rostro sobre mi escote. Podía notar mi respiración agitada, pues mis
grandes senos oscilaban frente al rostro de mi acosador.
- Acá tienes otra estrellita ¿no? –afirmó.
- Enrique, por favor. No -supliqué.
Pero él no hizo caso. Su mano acarició brevemente mi seno y
metiendo un par de dedos expuso en su totalidad la estrella rosa que
había pintado en aquel lugar. Desde mi posición podía ver incluso el
pezón rosado y pequeño de mi seno.
- Quique, no.
Pero mis suplicas solo tuvieron como respuesta excitarlo más. Su boca
se lanzó sobre mi pecho. Sus labios probaron mi carne como un niño
una golosina. Su lengua no paraba de pasearse por la parte superior
de mi seno, pero no tardó en descubrir los secretos ocultos bajo el
sujetador.
- Vaya, vaya –dijo, mirándome a los ojos-. Acá tenemos más estrellas y
otros tesoros.
¡Dios mío! Que estoy haciendo, pensé. Lo que había sido una sorpresa
para mi esposo empezaba a ser disfrutado por otro hombre. Cuando
iba a hacer algo para recuperar la cordura sentí que uno de mis
pezones era atrapado por la boca de Enrique. En ese momento, creo
que terminé por ceder. Tal vez era las copas de champaña o
simplemente esa noche estaba caliente. Pero hasta ese momento no
me había dado cuenta lo puta que podía ser. Podía observar como
Enrique se paseaba de un seno a otro. Iba de las estrellitas de vainilla,
que desaparecían bajo su lengua, hasta un pezón que terminaba por
atrapar y chupar en su boca. Sin quererlo empecé a gemir.
- Aaahhhhh… dios… no sigas. Enrique, por favor –le pedía.
- No puedo parar. Estas estrellitas están muy ricas –decía Quique,
ignorándome-. Quisiera saber… ¿Hay más, Juli?
Callé. No sabía que responder. Pero mi silencio fue revelador. Quique
se incorporó y me tomó de la cintura. Frente a frente, Quique parecía
un adonis. No sé que me pasaba. Pero me pareció el hombre más
atractivo del mundo. Su boca me pareció increíblemente carnosa y
deseable. Me lancé a comerle la boca. Nos besamos con pasión. Su
lengua y la mía parecían prestas a ese morboso e infiel juego.
- Esto está mal, Enrique –conseguí decir, en algún momento-.
Debemos parar.
Era un último intento para que él entrara en razón, porque yo ya no
podía. El no se detuvo a pensar en mis palabras. Me besó nuevamente.
Sus manos acariciaban mis glúteos y mis senos.
- Eres una diosa, Juli –me dijo-. Que cuerpazo tienes y que rostro de
muñeca.
Yo dejé que él me halagara. Sus palabras y sus manos acariciándome
me ponían más calientes. Confieso que no quería que parara de
besarme.
- Me tenías caliente desde que te vi entrar por la puerta –continuó-.
No hallaba el momento para follarte.
- No, no puedes follarme –me defendí entre besos-. No puedo hacerle
eso a Max.
Tenía una promesa conmigo misma y con mi esposo. Yo no era una
mujer completamente fiel. Tenía un romance por conveniencia con mi
jefe. Pero no pensaba ponerle más cuernos a mi pobre esposo. Sin
embargo, en aquel momento no me daba cuenta de lo que hacía o
decía.
- Ya veremos, hermosa –me dijo-. Ahora, sácate el vestido. Muéstrame
esas estrellitas tan bonitas.
No sé por qué, pero lo hice. Ni siquiera me puse a pensar lo que hacía.
Sólo desabroche el cierre lateral y me saqué el vestido. Mientras el
vaporoso vestido caía pude observar la mirada de Quique sobre mi
cuerpo. La verdad es que la lencería rosa, las pantis de liga y el
portaligas a juego realzaban muy bien mis curvas. Me expuse sabiendo
de lo hermosa que era. Los ojos de Enrique no tardaron en encontrar
las estrellitas que bajaban por mi vientre y se perdían bajo mi pequeño
calzón de encaje.
- Vaya con las estrellas –dijo Quique, acercándose una vez más.
Enrique me beso sorpresivamente. Me recuperé rápidamente de la
sorpresa para devolverle el beso, meter mi lengua por la comisura de
su boca y lamerle la cama. Sus manos se aventuraron a tocar mi
trasero bajo el calzón, agarrándolo posesivamente.
- Que rico culo –me dijo.
Yo le sonreí y lo besé, risueña. Ya ni me acordaba de mi esposo ni del
lugar en que me encontraba.
- Vamos, nena. Tengo calor. Desabotóname la camisa –me pidió.
Yo, como una autómata, observé su pecho. Su camisa negra tenía
pequeños botones claros que empecé a desabotonar lentamente
exponiendo un pecho musculoso lleno de finos bellos. Mientras
terminaba de abrir su camisa empecé a acariciar su masculino tronco.
Sorpresivamente, mi sujetador cayó. Quique lo había desabrochado
con rapidez y maestría, dejando mis senos expuestos para besarlos de
nuevo. Cada vez me parecía más atractivo aquel hombre. Dominaba
mis sentidos con sus caricias y sus palabras. Podía ver como frente al
espejo la hermosa mujer casada se desvanecía para dejar sólo una
hembra caliente.
Quique me condujo hasta la cama. Ahí, me recostó y empezó a lamer
las estrellas que había pintado en mi abdomen. La pintura comestible
empezaba a desaparecer lentamente mientras él lamía una y otra vez.
De pronto, sentí una mano bajar por mi abdomen y bajar acariciando
por mi pelvis.
- Noooooo…. –rogué a Quique-. Aaaaah…. No… por favor.
Pero los dedos masculinos se hicieron con mi clítoris primero y con mis
labios vaginales después. Estaban mojados. Todo mi coño estaba
mojado. A pesar de mis palabras, estaba esperando esos dedos en mi
coño.
- Mmmmmmnnggggghhh… oh dios mío… ah… por favor… soy… una
mujer… Quique… esto no… aaahhhh –las palabras salían atropelladas
de mi boca.
La boca de Enrique subió desde mi abdomen hasta mis senos. Chupó
mis grandes mamas y yo me deleité en las sensaciones. Luego,
ascendió besando mi cuello para besarme. Yo sólo me entregaba, cada
vez más sumisa. Finalmente, bajo nuevamente. Esta vez su camino lo
condujo a mi entrepierna. Yo estaba nerviosa y me resistí muy
inocentemente. Él beso con cariño mi sexo, sin prisa. Repartiendo
besos alrededor, en mis muslos y en mi vientre. Así, usando caricias me
fue ablandando. Con cuidado, sin sacarme el pequeño calzón, apartó la
tela a un lado y lamió mi sexo.
- Aahaa… dios no… no… -decía.
Pero las palabras salían de mi boca sin pensar. Recostada en aquella
cama, podía ver mis senos y más allá la cabeza de Quique yendo y
viniendo en mi sexo. Su lengua me arrancaba impresiones que
recorrían diferentes partes de mi cuerpo.
- Aaaahhh Mmmmmmmnnnnnnn… -salían gemidos desde lo más
profundo de mi cuerpo.
- Quiero comerte este rico coño, Juli –dijo y luego preguntó: ¿Me
dejas?
Me saqué yo misma el calzón para dejar mi coño desnudo. No quería
dejar de sentir su lengua ni un segundo. Empecé a gemir más fuerte:
- Aaaaahhh… Ah… ah… ah…. Ah…. Dios… ah… ah…
Mmmnnnngggghhh… mmmmnnnnaaahhhh.
Quique me lamió con desesperación mi coño. Era un placer
indescifrable que llenaba mi mente. En ese momento sólo existía para
sentir ese placer en mi cuerpo. Enrique notó mi entrega y giró su
cuerpo para quedar con su cuerpo sobre el mío. Era la postura del
sesenta y nueve. Vi el cuerpo de Quique, aún tenía el pantalón puesto,
así que sin pensarlo empecé a sacárselo. Estaba desesperada por
desnudarlo. Quería ver su verga y tenerla en mis manos. El me ayudó a
desnudarlo. Rápidamente, el se desnudo y yo quedé sólo con las
medias y el portaligas. La verga de Quique me pareció hermosa. Estaba
erecta. No era ni más grande ni más gruesa que la de mi esposo, pero
por alguna morbosa razón me pareció que era lo que necesitaba. Ni
más ni menos. Lo tomé entre mis manos y la acaricia con devoción.
Pronto la caricia se transformo en masturbación y luego en mamada.
Meter aquella verga en mi boca fue la culminación de aquella enferma
lujuria que se había adueñado de mí ser esa noche. Ya no había
marcha atrás. No estaría satisfecha hasta ver esa verga correrse y
lanzar semen sobre mi cuerpo. Sea donde sea.
- Que rica verga, Quique –empecé a decir-. Aahhhh Dame más…
Mmmmmnnn… Déjame chuparla más, amor. Más…
- Chúpala, Julieta… así… métela bien adentro, mi amor… -me pedía él
mientras me comía el coño- Que la chupas rica, puta.
Era la segunda vez que alguien me llamaba puta de esa forma (La otra
persona había sido su jefe). Me resultó morbosamente excitante. No
podía creer que me excitara al escuchar que me dijeran puta, pero así
era. Empecé a correrme y al hacerlo, un impulso me llevó a meterme la
verga de Quique muy adentro. Me la tragué casi entera. En ese
momento, Enrique se corrió. Varios chorros de semen cayeron hacia mi
esófago, produciendo un reflejo. El resto del líquido blanco cayó en mi
boca y mi mentón al sacar la verga hacia afuera. Ambos nos habíamos
corrido.
El me limpió su semen con una mano, desparramándolo como una
loción por mi cuerpo. Empezamos a besarnos. Yo aún estaba muy
caliente a pesar de la corrida y él lo sabía. Quique jugaba suavemente
con mis pezones, acariciando mi cuerpo y preparándome para lo que
vendría. Era un amante paciente. Yo en tanto tomé su pene y empecé a
masturbarlo con la misma suavidad. Sabía que costaría recobrar su
aplomo, pero necesitaba una verga dura para lo que deseaba. Quique
sabía que me tenía y yo estaba entregada. Ni se me ocurría que mi
esposo o alguien más podían encontrarnos ahí, en esa situación
comprometida.
Entre calientes arrumacos estuvimos listos, su verga erecta y mi coño
mojado y receptivo. Quique se subió sobre mi cuerpo y en la postura
de misionero empezó a penetrarme lentamente. Sin embargo, se
detuvo en la entrada, cuando empezaba a abrirme y un montón de
sensaciones me impulsaban a alojar ese pene en mi interior.
- Dime Julieta… ¿Segura qué quieres esto? –me preguntó.
- Si… por favor –supliqué.
- ¿Que quieres? –preguntó, haciéndome sufrir.
- Quiero que me folles, cabrón –pedí, desesperada.
- ¿Segura? ¿Qué dirá Max? –continuó con cierto sadismo.
Podía sentir el pene de Enrique moviéndose lentamente sobre mis
labios vaginales.
- Si, cabrón. Fóllame –pedí.
- ¿Y tu esposo? –arremetió Quique.
- A la mierda con él… que se joda –estaba desesperada por verga-.
Fóllame, amor. Méteme la verga.
Y Quique al fin lo hizo. De una estocada me penetró profundamente,
arrancándome un grito.
- AAyyyy…. Dios.
Me pareció maravilloso. Vi estrellitas y el placer nubló mi visión.
Cuando recobré un poco el sentido, el placer recorría mi cuerpo.
Empecé a mover mi cuerpo para atrapar ese pene en mi cuerpo. Nos
besábamos y el recorría con sus labios mi cuerpo. Yo estaba
enloquecida. Le mordía el hombro y gritaba como una gata en celo. En
algún momento, él me pidió cambiar de posición.
- Vamos, quiero follarte desde atrás.
Yo me dejaba llevar. Me puse a lo largo sobre la cama, abrí mis piernas
y Quique me folló desde atrás. Pero finalmente terminamos follando
de perrito. Una vela se había apagado, pero podía verme de frente. No
me reconocí. Sólo vi una mujer hermosa que estaba gozando de un
buen macho. Mi cara era un poema y mi lengua salía una y otra vez.
Me mordía el labio mientras mis tetas grandes se movían con la dura
follada. Escuchar mis palabras y verme en aquella situación me calentó
como nunca. Era una putita que gozaba.
- Ah ah ah ah ah ah ah ah ah ah ah ah aaaahhhahaha…..
MMMmmnnnnnnnnnngggghhh… -gemía y gritaba.
- ¿Te gusta, preciosa? –escuché decir a Quique en mi oído.
- Si… si… fóllame, amor. Más duro… más rápido… házmelo todo… ah
aha ay… nnnngggghh –respondí.
Me corrí. No una, sino al menos tres veces y, sin embargo, seguía
pidiendo más. Mis gritos eran cada vez más fuertes. En ese momento,
sentí que se abría la puerta y mi mente entró en pánico. Una sombra se
asomó y nos detuvimos.
Vi entrar a Juan, que cerró la puerta tras de sí.
- Guau… no pensé que fuera posible –dijo con los ojos muy abiertos.
- Te dije que no sería difícil –le respondió Enrique-. Ahora, ponte
cómodo mientras me sigo follando esta muñequita.
Yo no sabía qué hacer. Quique empezó a moverse en mi coño, pero yo
estaba paralizada. En tanto, Juan había empezado a desnudarse.
- Vamos, Juli. No pasa nada –aseguró Enrique-. Juan solo quiere darte
placer. Además, el se aseguró de que Max no te descubra.
- El cornudo de tu esposo anda aún con Cintia buscando las llaves del
cuarto del generador –empezó a contar Juan-. Me mando a decirte
que la esperes un poco más.
Yo no sabía qué hacer. Estaba como helada.
- Dale de tu mierda, Juan. Así no nos sirve –le dijo Quique a Juan.
Juan fue a sacar algo de su pantalón y rápidamente trajo un recipiente
del que sacó un polvo blanco. Cocaína. Todos mis sentidos se
dispararon. La coca la había empezado a probar con mi jefe y me
gustaba la potencia que me daba en el trabajo. Cuando Juan puso la
coca bajo mi nariz, todo me pareció un sueño. Me incliné y aspiré. La
sensación anestésica y los efectos de la droga me despertaron. Me
quedé mirando a Juan. El me tomó del mentón.
- Hola, hermosa. Ahora podemos follar un rato –me dijo.
Empezamos a besarnos. Yo parecía haber enloquecido de lujuria.
Mientras me besaba con Juan, empecé a sentir la verga de Quique
moverse en mi coño.
- Vamos, putita. Dale una buena mamada a mi amigo –me ordenó
Quique.
Así lo hice. Me devoré la verga gorda de Juan. La lamí, la chupé y la
bese. Me la metí muy adentro mientras Enrique taladraba sin piedad
mi coño. Dejé que Juan se acomodara entre mis senos y que metiera
su verga entre mis tetas. Le hice la mejor paja rusa que he hecho a
alguien en mi vida. Lo hice hasta que se corrió en mis tetas. Luego
cambiaron. Dejé que Juan me follara mientras se la chupaba a Quique.
Fue excitante. Disfruté como nunca.
Al final, ellos se corrieron sobre mi cuerpo. Estaba tan cansada que
tuvo que usar más cocaína para entrar en razón. Los besé
alternativamente y me duché rápidamente. Juan se me unió y follamos
brevemente. Estaba tan caliente aún que dejé que Juan me metiera un
par de dedos en mi ano.
- La próxima vez que nos veamos te follaré ese culito –prometió Juan
antes de dejarme.
Cuando por fin encontré a mi esposo el me pidió perdón por la espera.
Justo en ese momento volvió la electricidad y la luz. Le dije que no
importaba, que nos fuéramos a casa. Ambos estábamos cansados.
En casa, y mientras me ponía el pijama más grande que tengo, mi
esposo me sorprendió.
- ¿Qué es eso en tu barriga? –me preguntó.
Levanté un poco el pijama y con el rostro descompuesto observé lo
que señalaba mi esposo. En medio de mi barriga había una solitaria
estrellita rosa.
- Era una tontería… una sorpresa –logré decir.
- Que bonito –dijo mi esposo.
Y se fue a acostar. Llené mi dedo de saliva y borré la estrellita. Mi dedo
sabía a vainilla y algo más. Me fui a acostar. No sabía que me depararía
el futuro.

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