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PSICOLOGÍA DEL AMOR

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Leopoldo Chiappo

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PSICOLOGÍA DEL AMOR

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PEISA BIBLIOTECA NUEVA
© Leopoldo Chiappo, 2002
© Ediciones Peisa, 2002
Av. Dos de May o 1285
Lima, 27
peisa @ terra.com.pe
ISBN: 9972-40-249-5
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© Editorial Biblioteca Nueva, S. L., Madrid, 2002
Almagro, 38
28010 Madrid
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ÍNDICE

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CAPÍTULO PRIMERO.—Psicología del amor 11 CAPÍTULO II.—La vida erótica y la inspiración del arte
trovadoresco 23 CAPÍTULO III.—La melancolía y la libertad fundamental .... 49 CAPÍTULO IV.—Eloísa y
Abelardo: una historia de horror y plenitud. 61 CAPÍTULO V.—Julieta y Romeo: la pureza del amor 87
CAPÍTULO VI.—Francesca y Paolo: el amor pasión 97

CAPÍTULO PRIMERO

Psicología del amor

Es preciso intentar una psicología fundamental del amor. Es que se trata del
acontecimiento más profundo, más intenso y más elevado de la vida. El amor no puede,
no debe ser trivializado. Y creo que un buen camino para iniciar la tarea de una
psicología fundamental del amor es descubrir la sustancia recóndita, escondida en esas
palabras que la definen.
La psicología es, en el fondo, poner en la luz de la palabra, el alma (psyche: alma,
logos: palabra). Es la palabra del alma. Es decir, la revelación del alma a través de la
palabra. Y amor es originalmente el dios «Amor». Se trata de algo divino, una suerte de
irradiación luminosa y caliente sobre la vida humana. El amor es algo noble. Es que el
amor adviene sobreponiéndose al acontecer vulgar, es decir, el acontecer hecho de
ambición, inseguridad, miedo, dominio, posesividad, desconfianza celos, poder, mentira,
falsedad, engaño, agresión, intolerancia, desencuentro, animadversión, ojeriza, envidia,
rencor, ira, codicia, desgano, pesar, pesadez, tedio y, también, falsificación de la vida con
artificiales Ersatz, sustitutos, pseudo consolaciones, como son las diversiones frivolas, la
manía de comprar y comprar cosas, distraerse en tonterías, lo que se llama matar el
tiempo. El amor pone en la vida luz y fuego, autenticidad, el amor pone armonía, alta
paciencia, confianza, valor, entrega, desinterés, vuelo, ligereza jubilosa, vivencia genuina,
verdad. El amor pone entusiasmo, esto es, divinización.
Y esto es así porque pensamos en una psicología fundamental del amor, es decir, el
amor como fundamento de la vida y por el cual el alma, psyche, se ve iluminada por la
palabra que esclarece el amor, el divino amor. Entonces debemos sobrepasar el hecho de
que el amor es, también, una experiencia afectiva, de ardientes raíces biológicas y de azul
respiración espiritual, para entender el amor no sólo como un hecho sino como una
dimensión existencial de la vida humana, una manera maravillosa de vivir, amorosa.
Entonces el amor no se opone en primer término al odio; el amor, luz y fuego de la vida
humana, fecundidad exuberante, se opone al desamor, pálido, ceniciento, marchito. Es el
desamor la desvaída manera de vivir. Es el desamor la falta de entusiasmo, la
indiferencia, la apatía.
Consideramos que el amor y el desamor, más en lo hondo que en sus
manifestaciones y que en sus vinculaciones con la vida afectiva y biológica, más en lo

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hondo de las variadas maneras que se da en las diversas personas y en las contrastadas y
complejas circunstancias de la vida, consisten en ser dimensiones fundamentales en las
que se da la existencia humana y de manera radical la experiencia de vivir. Éste es
precisamente el intento de una psicología fundamental: describir el amor y el desamor
como polaridades entre las cuales se mueven los seres humanos en el modo de sentir,
pensar y actuar en la vida. En este sentido, el amor consiste en una manera de vivir
amorosa, es decir, abierta a los demás, generosa, abnegada, servicial. Así el amor es
sobre todo ternura, consideración delicada a los demás. Lo opuesto es la
desconsideración con el prójimo, la falta de atención. Es que el amor es apertu

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ra, el desamor, cerrazón. Por eso, en el amor la vida es más intensa, más amplia, más
abundante.
Esta experiencia es muy rica y variada y en ella los ingredientes afectivos, instintivos,
eróticos, sensitivos, perceptivos, volitivos e intelectuales del amor y del desamor se dan
de manera diversa en el modo, el grado y el nivel de participación. Hay el modo
inmediatista de la pulsión sexual que exige, urge y se satisface en actos primarios,
directos y elementales, dirigidos a su objeto propio, sea la otra persona tratada como
objeto erótico, sustituible, sea consigo mismo, en la masturbación. Hay la
espiritualización del impulso, forma extraordinariamente elaborada y diferenciada, que se
dirige a la otra persona integralmente, espiritualización del impulso por el cual éste
alcanza su objeto propio, la persona amada, su cuerpo, y a través del refinamiento y de
la elevación de la comunicación interpersonal y de los medios mediadores de la cultura
del trato, de la cortesía y de la gracia, el encanto de las maneras y el brillo de la
inteligencia como fiesta añadida a las dulzuras de la voluptuosidad, mutuamente
correspondida.
La espiritualización del instinto es una forma elaborada de satisfacerlo; no es, por ser
espiritualización, ni de lejos, ninguna forma de sustitución o Ersatz, de desplazamientos
sofisticados a objetos simbólicos; todo lo contrario, la espiritualización del impulso
erótico conlleva formas más exquisitas y distinguidas, modos más diferenciados y
selectos de realizarlo. Nada tiene que ver la espiritualización del eros con la llamada
sublimación freudiana, suerte de sustitución de tipo represivo, y que prefiero llamar, con
un término que utilizó tempranamente Honorio Delgado en 1915 en un artículo de El
Comercio de Lima sobre el psicoanálisis, «sublimificación», y que yo lo entiendo como
el pretender hacer sublime lo que no es sublime. En la espiritualización del eros no hay
«sublimificación», sino auténtica sublimación en la forma y modos de realizarlo y
satisfacerlo, distantes de un erotismo pri

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mitivo, rústico, bestial. Es decir, el eros en el amor se eleva a lo sublime. Y esto es
genuino. No es el caso de la «sublimificación» freudiana, en que lo espiritual sirve de
máscara, cuando ocurre. Y en esto sería calumnioso aplicar a la auténtica sublimación la
metodología del desenmascaramiento, pues la sublimación no la requiere en tanto se trata
del verdadero rostro del amor. En este caso el espíritu no es la máscara de la libido, sino
la forma exquisita de la realización de la pasión en su objeto propio.
Hay, en fin, entre ambas polaridades, del amor y del desamor, diversas gamas y
formas de erotismo vivo. Pero en tanto dimensiones existenciales, el desamor va hacia la
cerrazón, la enclavación, la programación y a la frustración, hacia la insignificancia o sin
sentido de la vida, mientras que el amor lleva a la apertura, a la libertad, a la creación y a
la realización o plenitud de sentido de la vida. Una psicología fundamental del amor tiene,
pues, que tratarlo como dimensión existencial, modo básico de vivir la vida. Y verlo en
función de su opuesto polar, el desamor.
El amor, en este nivel fundamental, y desde esta perspectiva existencial, es una
orientación total del psiquismo. Su fuerza y su dirección movilizan todos los contenidos y
recursos del integral ser bio-psico-socio-espiritual que somos. Hay, entonces, que
preguntarse a fondo; ¿En qué consiste esta fuerza y hacia qué fin va esta dirección
enalmada —es decir, que se enalma, que se mete en el alma y la ilumina y la calienta—
que imprime el amor? Esta fuerza consiste, en esencia, en intensidad de vida. La vida
enalmada por el amor adquiere intensidad, potencia de ser, de sentir, de pensar y de
actuar. Lo contrario es la vida sin amor, una vida des-almada o sub-almada. El desamor
es aflojamiento, frialdad. La racionalización de esa frialdad fundamental se observa en
justificaciones de tipo moral convencional que aparecen como justificaciones a posteriori
para calmar la angustia que produce la frustración de la vida que es no amar, no poder
amar algo o a alguien por lo que o por

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quien se podría arriesgarlo todo. Es la forma sutil de la hipocresía que podría llamarse
hipocresía vital.
Aparte de esas racionalizaciones justificatorias, el desamor se manifiesta en el apetito
y la realización de pseudovalores o valores sustitutorios de los valores esenciales. Esto
ocurre en las monomanías subyugadoras: la avaricia, la codicia, la agresividad violenta o
disfrazada, el hedonismo, la sexomanía, el fetichismo, la gula, la ambición del poder y la
lujuria de ejercerlo dominadoramente; el sentimiento de importancia por el estatus
socioeconómico, la pertenencia a una raza o el disfrute de posesiones como el dinero o
bienes suntuosos. Es la manera egocéntrica y compulsiva de experimentar la vida. Por
eso el desamor, así entendido, está unido a la cerrazón del horizonte de experiencia del
mundo, el cual, entonces, queda restringido a los intereses pequeños de seguridad o
temor de inseguridad, placer o dolor, bienestar o malestar, comodidad o incomodidad. Es
un estado de enclavamiento psíquico en una situación constrictiva. Es la pesadez de la
vida.
Pero el amor no es sólo intensidad de vida. Es también dirección, orientación. La
totalidad del psiquismo está orientado, en el amor, por la atracción auténtica de lo
sustancial que ofrece la vida. ¿Qué se entiende por sustancial? Lo sustancial es lo que
vale por sí mismo y se contrapone a lo instrumental, cuyo valor no le viene de sí mismo
sino de aquello para lo cual es. Lo sustancial en tanto aquello válido per se ipsum, que no
puede ser tergiversable como medio para otra cosa, sino que ejerce atracción desde sí y
para sí en la experiencia humana auténtica: Dios, la persona, el acto justo, el objeto bello,
el conocimiento verdadero, la bondad, la realización del amor, el desprendimiento, la
generosidad, la piedad, la compasión, la cortesía, la gentileza, etc. Estos bienes son
bienes sustanciales, no instrumentales. El amor abre el horizonte de lo sustantivo, es
decir, del valor intrínseco. En ese horizonte se instalan las instancias sustantivas de la
vida, en el amor se muestran

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las maravillas que la vida auténtica tiene que ofrecer y que por el amor se descubren
y son deleitosamente poseídas. La dirección hacia lo sustantivo organiza los distintos
contenidos bio-psico-socio-espirituales que son vividos en la experiencia psicológica real.
Contenidos de vivencia que en virtud de esa fuerza vectorial conspiran integrativa y
armoniosamente hacia lo valioso por sí mismo.
En el desamor, ocurre una especie de ceguera o de miopía o de distorsión valorativa
para el ámbito de lo sustantivo en cuanto tal. En el desamor todo se instrumentaliza y,
por ende, todo se falsifica. La instrumentalización de lo sustantivo o valioso por sí mismo
adultera lo sustantivo, y por eso falsifica el acto, de tal manera que se deforma el valor y
el acto, transformándolos, de fines en sí mismos y de actos genuinos, en medios para
satisfacciones subjetivas o aprovechamiento egocéntrico. El sujeto egoísta, desamorado,
no sólo no es capaz de valorar desinteresadamente las cosas valorables por sí mismas,
sino que las degrada y se degrada al hacerlas instrumentos para ventajas y logros
personales. La aparente sinceridad ha sido arruinada en hipocresía, pues el valor
sustantivo se convierte en simple máscara, que encubre el propósito interesado y
utilitario.
El que ama a Dios como refugio de seguridad frente a los peligros y frustraciones de
la vida, en realidad no ama a Dios, lo que ama es su seguridad (un bien meramente
instrumental). Pero los bienes instrumentales evidentemente pueden y deben ser
apetecidos y deseados, no por sí mismos, sino en cuanto son conducentes a otra cosa
(que puede ser a su vez instrumental o sustantiva). Lo grave y degradante de la vida
posible es cuando los bienes instrumentales son objeto de amor; entonces viene la
absolutización de lo relativo, la idolatría. Ya no es amor sino codicia, avaricia, ambición.
En cuanto el sujeto egocéntrico exclusiviza su mundo al mundo de los valores
instrumentales, se degrada así en el nivel del desamor, le son cerrados los valores
sustantivos al ser sólo valorados en

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cuanto pueden servir para algo. De allí la manipulación de las personas, la astucia de
usar de los valores espirituales, la justicia, por ejemplo, para aprovechamiento político.
El amor al dinero por el dinero mismo, el amor al poder por el poder mismo, no son
sino formas y modos del pseudoamor, porque lo instrumental no puede ser objeto de
amor sin adulterar la esencia del amor, que es la dirección hacia los bienes sustantivos. Y,
precisamente, la adulteración del amor es posible en la existencia instalada en el desamor.
El mero apetito se enmascara como amor. El amor a la justicia que proclama el resentido
social es pseudoamor, porque lo que detesta en el fondo no es la injusticia sino la
privación de los bienes que posee el rico, al que envidia, porque quiere poseer lo que
otros poseen y el resentido envidioso los quiere para sí.
El caso del político que predica valores superiores y actúa destruyéndolos, el político
que corrompe la ética y la tradición de una nación por una sed insaciable de tener el
poder, acrecentarlo y monopolizarlo, es un caso de desnaturalización de la política, en
cuanto el poder es sólo un valor instrumental, se ejerce para el bien de la nación, el poder
se ejerce para servir y no para servirse, el poder sirve lograr el bien social y de las
personas que pertenecen a una comunidad nacional y no para satisfacer la lujuria de la
dominación de un déspota sin escrúpulos. Un valor instrumental, el poder, se ha
convertido en valor sustantivo, es el absolutismo que degrada la vida política y corrompe
el sentido ético de la sociedad, las personas se vuelven instrumentos, se instala la
adulación y el servilismo y el conformismo. Se ha perdido el sentido de la acción
institucional y se cae en la lagotería y la conveniencia egoísta. Pero puede darse también
un auténtico amor a la justicia por la justicia misma. Y es cuando ocurre la rara
espiritualización del político y de la política en la cual el poder es un instrumento del
amor.
Todas las formas de la frustración del amor generan el odio y sus derivados, la
ojeriza, la envidia, el resentimien

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to, el rencor, el encono la agresividad, las antipatías, el desprecio, la arrogancia, la
crueldad, la indiferencia apática, el despecho, la ira, la amargura, etc. El odio es desamor
en cuanto amor frustrado. El que odia detesta los bienes sustantivos, en cuanto
desposeído de ellos. Es la desposesión la raíz del impulso destructivo del que odia. Y es
que el odio radica en la frustración del afán posesivo. Las personas y los valores son
percibidos como cosas a poseerse. En la dimensión del des-amor aparece la
«cosificación», es decir, los valores sustantivos como cosas a usarse.
La forma más típica del odio es la envidia. Y esto es así porque en lo profundo y
radical la envidia es un «sentimiento de sustracción» (Max Scheler). El envidioso vive la
experiencia de los bienes ajenos como algo a lo cual, por su egocentrismo, se siente con
derecho de posesión, porque el tenerlos implica una superioridad del otro, superioridad
que no acepta y que la siente como sufrimiento, como agresión. Quiere el envidioso la
superioridad para sí y el mero hecho de tenerla otro lo hace sufrir, como si por el simple
hecho de poseerla otro se sintiera despojado. El envidioso no es que ama los bienes que
otro tiene, sino que los codicia para sí mismo como medio de suplir ficticiamente o de
aliviar el sentimiento de inferioridad que tiene por su carencia. Pero este sentimiento de
carencia sólo aparece en tanto y porque esos bienes los tiene otro, a quien envidia. El
envidioso sufre a causa de la felicidad ajena. Y es que vive esa felicidad y ese bien ajeno
como testimonio y acusación de su propia miseria espiritual. Cada victoria del envidiado
es una prueba detestable para el envidioso. Es una prueba de su insignificancia. Es que el
desamor es toda una estructura de vida.
En cambio, ¡qué diferencia!, el que ama se alegra por la felicidad, el éxito, el brillo y
la plenitud de los otros. El que ama sufre, realmente, por el infortunio del otro. El que
ama no quiere el mal sino el bien de los demás. Y con ellos se congratula y se exalta. El
que ama goza y siente júbilo por el hecho de que haya grandeza, superioridad, belleza y
fecundidad en el mundo y mira la felicidad ajena celebrando en sus ojos el resplandor y
la maravilla. Porque el amor es abundancia. Porque el amor es la riqueza fundamental de
la vida. El amor es el tesoro y la gloria de la existencia. Y del mismo modo, el amor no es
sólo meramente un sentimiento, un estado afectivo pasional, ni se reduce exclusivamente
a las modalidades eróticas y a los impulsos de la voluptuosidad sexual. El amor es
también una estructura de vida, como el desamor. Y como tal es una dimensión
fundamental de la existencia humana y que se da vinculada a las otras dimensiones de
una existencia humana superior, apertura, libertad, creación y sentido de la vida, sentido
trascendente. De allí la fuerza integrativa direccional del amor. Es en el amor que los
contenidos biopsíquicos y socioespirituales, desde los estados afectivos sensoriales hasta
las comunicaciones más elaboradas de la comunicación interpersonal y de los modos más
refinados de darse los valores espirituales, los impulsos físicos, los apetitos biológicos y
eróticos, los sentimientos, emociones, pasiones, voliciones e intelecciones, se conciertan
y se potencian, se integran en una dirección unificada y unificante, haciendo de la
existencia terrena una suerte de dulce sombra del paraíso.
Mientras tanto, en el desamor el psiquismo se divide y se vuelve conflictivo, se
disocian los contenidos psíquicos y entran en colisión, generando lo que se vive como

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contradicciones entre pasión y razón, carne y espíritu, placer y deber, vida y ética. Y el
conflicto intrapsíquico se proyecta con carácter extrapsíquico en forma de acciones y
respuestas agresivas que cortan o amenguan la comunicación. Es el modo de vida
desamorado toda una estructura de conflicto y división. Es una suerte de esquizofrenia
cotidiana (no psicótica) de la vida común y corriente erizada de complicaciones y
contradicciones. No es el paraíso, todo lo contrario, es la infiernización de la vida
humana.

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Hemos dicho que el amor, un nivel divino de vida humana, adviene sobreponiéndose
al acontecer vulgar. ¿Qué pasa cuando el elemento divino se mezcla con los rasgos
vulgares del carácter, del temperamento y de las condiciones fácticas de los seres
humanos? ¿Qué pasa cuando se produce esta combinación entre amor y realidad, esta
entrada del dios Amor en la realidad de la vida humana? En verdad, el amor pone en
juego el modo de ser de cada persona, el amor activa y estimula en niveles paroxísticos
las características nobles o innobles del modo de ser, el amor acentúa los rasgos del
carácter. En suma, el amor puede exaltar a óptimos a los mejores y también puede
degradar a pésimos a los peores. Y es aquí que entra la psicología del amor impuro.
Recordemos la historia de Cleopatra y Marco Antonio. Es la historia del amor-pasión.
La tenemos que pensar como «una historia del amor impuro». Es evidentemente una
historia de fuego erótico y de interminables juegos de amor físico, de fiestas y juergas, de
danzas y bailes, de vinos y deliciosas embriagueces y entregas a la exuberante y
fascinante vida de los sentidos. La obra teatral de Shakespeare nos da una fastuosa y
penetrante visión artística. Pero no es por estos comportamientos fogosos y sensuales del
ablandado romano y de la temperamental egipcia (Dante la inmortaliza en la Comedia
llamada «divina», colocándola llevada por una terrible tempestad de viento pasional entre
las almas sensuales y acuñando para ella la imagen verbal nítida de estas palabras: «poi e
Cleopatrás lussuríosa». Inf. V, 63), ni por el fuerte acento sexual de las relaciones entre
Cleopatra y Marco Antonio, que interpreto su historia como la historia de un amor
impuro. El sexo no tiene nada que ver con la pureza o impureza del amor. Lo que sí tiene
que ver son las malformaciones y malogramientos que el amor puede tener por obra de la
distorsión de los caracteres fuertemente egocéntricos. El egoísmo, el fingimiento, las
tácticas, los engaños, las conveniencias, las sospechas, las astucias, los caprichos, la
malevolencia, los celos y las defraudaciones mutuas entre Cleopatra y Marco Antonio es
lo que hace que el indiscutible amor-pasión que se tienen se convierta en amor impuro.
No es la sexualidad, todo lo contrario, lo que impurifica el amor, es el egoísmo y las
malformaciones del carácter, malformaciones que pueden no sólo deformar el amor sino
malograrlo y matarlo. En el caso de Cleopatra y Marco Antonio, el amor era auténtico, y
aunque mezclado con alteraciones emocionales y personales que lo impurificaron, fue tan
auténtico, que se amaron muchos años hasta la muerte. Pero aun en un acto tan
impresionante como el suicidio a la romana de Antonio y la muerte súbita y atroz de
Cleopatra por obra del áspid (Dante en otro lugar de la Comedia inmortaliza a Cleopatra
con estas palabras en el Paraíso, VI 76-78: «Piangene ancor la trista Cleopatra / che,
fuggendoli innanzi, dal colubro / la morte prese subitana e atra», dice huyendo del águila
imperial), no se trata puramente de una muerte de amor, como la de Julieta y Romeo, o
la de Tristán e Isolda, sino de una muerte de amor mezclada con la huida de la amenaza
de deshonra y vejamen del victorioso emperador Octaviano Augusto. Impuro el amor por
los conflictos caracterológicos, impu ra la muerte por las implicaciones políticas. Menos
en el caso de Antonio, que se suicida por la falsa noticia de la muerte de Cleopatra,
aunque siempre existe en la motivación de esta muerte el hecho de tener que enfrentar la
condición de derrotado militar romano. El fin de Cleopatra limpia con una aureola de

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sublimidad trágica los amores de Cleopatra y Marco Antonio, cuya realidad y
enamoramiento plagado de incesantes conflictos y egoísmos hacen de este amor-pasión
un amor vulgar.
La historia de Tristán e Isolda sí es una historia de amor puro, como la de Romeo y
Julieta. ¿Por qué? Porque no empañó la luz y el calor, la solaridad irradiante del amor,
ninguna contingencia egocéntrica. En el amor el sol de la vida es el otro, mutuamente. En
el caso de Abelardo y Eloísa, vemos claramente la total pureza y entrega de Eloísa.
Abelardo era demasiado ególatra y calculador, y estas dos características limitaron su
amor a un episodio de terribles consecuencias. El amor para Abelardo fue un hecho de su
vida. Un hecho funesto. Para Eloísa fue su vida. El amor de Francesca y Paolo, relatado
con alta sublimidad poética en el Canto V de la Comedia divina de Dante, también es el
amor sublime sin mediocridad humana que lo contamine.
Entonces, ¿qué es una psicología fundamental del amor? Es la palabra del alma como
forma de vida. No hay que olvidar que la palabra «es el más alto lugar del ser», como
dijo el poeta Saint-John Perse. Y bien podemos concluir pensando en el amor desde su
analogía con la inspiración, la técnica y el arte, porque en verdad, la técnica sólo sirve al
arte cuando éste viene de la inspiración, y el cuerpo físico y erótico sólo expresa el amor
cuando éste viene del alma. El amor fundamental hace de la vida existencia auténtica. El
desamor trae falsificación.
CAPÍTULO II

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La vida erótica y la inspiración del arte trovadoresco
La vida erótica en su relación con el arte, en cuanto inspirador de erotismo, encuentra
en el «amor cortés» del siglo xii una fuente de análisis para la Psicología del amor. En
este punto hay que ver dos cosas: la riqueza vivencial, imaginativa, refinada y
encantadora que a la experiencia erótica aporta el arte del «amor cortés», y las
condiciones especiales de excitación sexual que encienden el encuentro del hombre y la
mujer. Primero veamos en qué consiste el enriquecimiento y luego las condiciones
especiales del «amor cortés», que quizá nos abran un atajo para internarnos en el
misterioso bosque de la vida sexual y revelarnos ciertos secretos de la experiencia erótica;
en el penetral mismo de la experiencia.
En efecto, una ilustración de este enriquecimiento noético (nóesis, pensamiento,
noético, relativo al pensamiento) es la que da lugar a la conducta erótica que acontece
como experiencia de transfiguración del sexo animal al humanizarse en forma sublime.
Llamo enriquecimiento noético al aumento de contenido pensante y de riqueza sintiente
en la experiencia del sexo. Se trata de la hondura, la complejidad y el encanto que puede
tener la vida sexual en el animal humano. Del estímulo-reacción elemental e inmediatista
constreñido al estro y a la excitación elemental olfativa, propios del primitivismo del sexo
entre los animales mamíferos, el hombre, el animal profundo, inventa las formas más
complejas, exquisitas y refinadas de amor. En esto pueden dar testimonio encantador, y
para poner un ejemplo histórico documentado, los modos de conducirse y las exigencias
de las damas en lo que se refiere a los amantes, y las creaciones poéticas y musicales de
los trovadores para seducirlas.
Se trata del arte poético y musical, así como de las «cortes de amor» que florecieron
en la paradisíaca región meridional de la Provence y también en Poitiers, en Troyes y en
el Languedoc en el siglo xii. Son estas manifestaciones del amor secreto y prohibido un
verdadero florecimiento de la vida erótica intensa y profunda, verdaderas flores de poesía
y de música que brotaron al borde de la inspiración y de las formas dulces del arte y de la
creación musical refinada, y en contraste y como compensación de una sexualidad
impuesta y fría, pisoteada por su supeditación a las costumbres matrimoniales ligadas a
pactos políticos, negocios y obligaciones feudales. Los poemas, las canciones y el «amor
cortés» han inmortalizado los nombres de las bellas mujeres que participaron en esta
redención del amor cautivo, redención que se manifestara en una sensualidad intensa,
oculta, refinadamente despertada por la fuerte seducción del arte y que ha hecho
noblemente famosas a Marie de Champagne, Eleanor de Aquitaine, Ermengarde de
Narbonne, Isabelle de Vermandois y a excelsos poetas y músicos, como Giraut de
Borneil, Arnaut Daniel, Bernard de Ventadour, Jaufré Rudel, Bertrand de Born. Todos
estos nombres evocan una época gloriosa de la vida erótica en la historia del hombre. Y
con ello un testimonio de refinada elaboración de la experiencia sexual del ser viviente, es
decir, en la biología de la sexualidad. Tal la trascendencia del amor cortés.
En lo referente a la vida sexual, se instala una contraposición de actitudes y valores:
una moral sexual represiva vinculada a intereses políticos y económicos, y una ética del

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espíritu vinculada a la atracción erótica y a los valores de la estética y el arte poético y
musical. Es el contraste entre el sexo conyugalizado y formalista y la experiencia sexual
espontánea y libre.
El tosco marido feudal, guerrero y hombre rapaz, instala la deuda sexual que le debe
la esposa por pacto matrimonial, instituido mediante negociaciones familiares vinculadas
a conveniencias feudales. El acto sexual para la esposa pactada no es más que el
cumplimiento de una obligación, el pago de una deuda al marido acreedor indelicado y
muchas veces violento, en todo caso exigente. Se trata de una exigencia que en asunto
erótico resulta una impertinencia cuando no un abuso, una imposición sexualmente
gélida. El marido reclama, es su derecho adquirido en la negociación interfamiliar. A la
torpe necesidad orgánica, la fría imposición de la norma social. La mujer cumple a
desgano un deber y el marido desahoga una gana. Se instala un inmediatismo conductual
de triste sinsabor erótico. Es el famoso, en la Edad Media, post coitum triste. Y es en
esta situación que el animal humano ha instalado una dominación social sobre la instintiva
pulsión biológica. La espontaneidad del impulso y del gusto ha quedado sustituida por la
obligatoriedad jurídica. Es la desnaturalización de la experiencia psico-biológica. Ha
quedado ésta deformada.
Pero el animal humano es profundo y diverso. La chatura de una sexualidad primaria
impuesta, rutinaria y obligatoria dentro del marco conyugal, tiene que ser sustituida por el
relieve profundo y encantador, por el paisaje colorido y fresco de la elaboración cultural
del sexo. A la inmediatez del sexo animal, el hombre intercala todas las vivencias y
formas intermedias, y seductoramente mediadoras, de la espera, del cortejo, del diálogo
y, como decimos, de la poesía y de la música. Tenía que venir el «amor cortés»; la
cultura en refuerzo sublimador e intensificador de la natura.
Ya un inspirado gramático, Elio Donato, interpretando el arte de amar de Ovidio, y en
su comentario sobre Terencio, había señalado, desde el siglo iv, para los grupos selectos
y refinados de la Edad Media, la secuencia del proceso amoroso, secuencia que no puede
ser violada sin incurrir en rusticidad, impertinencia y mal gusto. Es la secuencia siguiente:
visus (primero la mirada, es el encanto extático de la visión atrayente del aspecto de la
persona, la visión, es el coup de foudre, el flechazo, el deslumbramiento del rayo de la
belleza, la sensualidad de lo visible, es el elemento estético experiencial y erótico,
atractivo, la finura y armonía del semblante y la delicia de la forma femenina, el talle y el
porte del cuerpo); luego aliocutio (la palabra, el hablar de comunicación y de
entendimiento mutuo de espíritus, el ingenio, la chispa, la ocurrencia, el buen gusto, la
afinidad mental, la conversación, la galantería y la caricia verbal mutua, las ideas, la
imaginación, la inteligencia, la gracia en el hablar, la prontitud de las respuestas atinadas);
luego tactus (el contacto físico, no antes apresurado e inoportuno sino suave y oportuno,
que sólo sea delicado y aproximativo, lento y provocador, subraya y confirma, realiza el
previo contacto visual y verbal que lo precede, lo espiritual de la visión y de la palabra se
va corporizando sutilmente); osculum (el beso, es el encuentro, es cuando uno siente al
otro y viceversa) y, en la consumación final de todas las etapas previas señaladas, la
coronación insustituible y que es la sublimación misma del proceso erótico en su objeto

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propio: coitus (el abrazo sexual). Esto ocurre en la alcoba de la amada, quien a todos los
esfuerzos, sufrimientos, canciones, proezas que ha hecho el amante le otorga, al fin, el
consolum de sus aflicciones, la plenitud dulce e intensa del abrazo. Y todo esto en
intimidad, todo esto discreto y sobre todo secreto, una dulcísima complicidad en y para el
deleite sublime.
Podemos poner algunos ejemplos. Giraut de Borneil, en dulcísimo lamento, cantaba
la hora desolada y atroz del alba, la hora que separa a los amantes. Y el canto poético lo
replica estando en la alcoba, abandonado en brazos de la dulce amiga y no quiere saber
nada de alba ni de día, nefastos enemigos de la plenitud nocturna que se está acabando.
Y debe irse porque los enemigos y los murmuradores (los losangieres) espían. El día,
símbolo de separación, distancia y descercanía de los amantes, adquiere una profundidad
desoladora, los amantes ven en el día el símbolo de la lejanía, es decir de la separación
mutuamente amputadora y adquieren consecuentemente una aversión fotofóbica.
Tristán expresa el odio de todos los trovadores a «las albas» cuando desgarrado canta
«el día, el pérfido día» («¡Der tückische Tag!»), y Wagner lo subraya musicalmente con
un acorde orquestal feroz que se hunde como una daga en el epigastrio. En cambio, la
noche borra todo el mundo de los roles y de las diferencias sociales y, entonces, abre el
recinto cerrado de la intimidad, de la cercanía y del abrazo. Una atracción nictofílica. Los
amantes en la noche son sólo amantes. Es decir, todo. Es lo esencial, los roles son lo
accidental y efímero. Las luces del mundo que los separa se apagan, y es que, bajo su
desoladora iluminación, él, un poeta, un juglar, había sido sólo un intruso merodeador del
castillo; ella, una princesa, la castellana, una cautiva, una mujer casada, la señora de la
comarca; la luz del día se extingue en la noche de amor en la que los amantes pierden la
identidad ficticia, superficial, impuesta por la sociedad que los esclaviza y los minifica, los
reduce a sólo ser lo que aparentan y, entonces, recuperan la identidad profunda, libre, la
de seres humanos. Recuperan los amantes la identidad esencial, la identidad humana, sin
ficticios y alienantes roles sociales.
Es así que oye cantar la canción fotofóbica y nictofílica al vigilante exterior que ha
esperado y visto el primer fulgor del alba, el trovador Guiraut de Bornheil, que ha pasado
la noche dentro de la alcoba con su dama y así despierta al amanecer. Denis de
Rougemont transcribe un episodio en que interviene Giraut de Bornheil con relación al
alba: «Rey glorioso, luz y claridad verdadera, / Dios poderoso, Señor, haced si os place, /
que mi compañero fiel sea ayudado y bienvenido, / pues no veo desde que cayó la
noche, y pronto vendrá el alba». El compañero que está afuera, vigilante del
cumplimiento de los votos de su amigo que ha pasado la noche en la alcoba de la bella
mujer, responde con esta canción, muy demostrativa del talante del trovador: «Bello,
dulce compañero, tan rica es esta estada / que yo no quiero nunca ver el alba ni el día, /
pues a la más bella muchacha nacida de madre / tengo entre mis brazos. Ya no me
importan, pues, ni cuidados, ni alba» (Denis de Rougemont, El Amor y Occidente. Sur,
Buenos Aires, 1959).
Así se instalan los profundos símbolos de la Noche y del Día, que siete siglos después
habrá de desarrollar magistralmente el último de los grandes trovadores y, seguramente,

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el más grande y genial, Richard Wagner, en el drama musical, cumbre musical de poesía
erótica, Tristán e Isolda. La queja extrema y angustiosa de los amantes se manifiesta no
sólo en repetidas expresiones como «tückische Tage» («pérfido día») o en el maravilloso
episodio de Brangania que, inmersa en el océano orquestal de belleza infinita, advierte a
los amantes actuando ella de vigía mientras Tristán e Isolda se entregan al éxtasis
amoroso: «Habet acht! (¡alerta!), Habet Acht! / «Schon weicht dem Tage die Nacht!»
(«¡Ya la noche cede al día!»). En verdad Noche y Día han sido convertidos por el drama
musical wagneriano en más que palabras concretamente alusivas a la noche del encuentro
y al fin del encuentro en la hora fatal del alba; expresan, más bien, profundos símbolos
estructurales de la situación dramática y de la ubicación existencial de los amantes. En
esto se ha profundizado y se ha avanzado en el

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desarrollo de lo que así, a mi entender, vienen a ser símbolos de la condición humana
del hombre como animal profundo: el Día significa el acontecer apariencial y externo, la
superficie del psiquismo conductual; la Noche significa el experienciar esencial e interno,
la hondura del psiquismo vivencial. El hombre profundo y espiritual siente la diferencia
entre lo diurno del vivir cotidiano y de las condiciones externas y marginales de la vida y
la nocturnidad inefable de su vida central, interior, noche íntima iluminada por el infinito
de las estrellas y de más allá de las últimas estrellas.
Y es así que, envueltos en una música bellamente infinita e infinitamente bella, los
amantes, Isolda y Tristán, cantan la esencia de la hondura de la situación de la
experiencia interna erótica que vincula a los amantes y construye el mundo propio de
ellos, más en lo profundo de la existencia cotidiana y sus roles sociales que resultan
superficiales:
«O sink' hernider / Nacht der Liebe» («Oh, húndete, desciende [hacia nosotros] /
noche de amor») / «gib Vergessen / dass ich lebe» («Dame olvido / del cual yo vivo») /
«nim mich auf / in deinen Schoss / lose von der Welt mich los» («acógeme en tu regazo /
suéltame, libérame, del mundo»).
Es evidente que se trata de una dimensión de profundidad humana la experiencia del
soltarse del mundo, de liberación, hundiéndose la conciencia en la profunda entraña de la
noche del ser que da el olvido, en el cual recién se vive, pues en el recuerdo de los roles
del día, ilusión y opresión, los amantes se desviven en el afán mundano, se desviven en
los ajetreos estériles, marginales, se desviven en el olvido de la noche transfigurada. En
esta dimensión íntima de profundidad psíquica y centridad existencial, el encendimiento
erótico ha cobrado una novedad experiencial, creativa artística y simbólico-cultural
inédita e inalcanzable en la vida animal no humana. En la experiencia de la unión sexual,
el animal profundo, el

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animal humano, ha penetrado una rica significación y, por tanto, al hombre se le ha
abierto la abismal hondura metafísica. Se trata de una profunda psicología del amor.
Tristán e Isolda no es una mera historia romántica, es la expresión artística de una
experiencia trascendental y de alta espiritualidad erótica. La psicología del amor se
enriquece con el sistema del amor cortés, la poesía amorosa de los trovadores y con
Tristán e Isolda, tanto en los cuentos de los antiguos trovadores como en la obra
dramáticomusical del genio de Richard Wagner, el moderno trovador alemán del siglo xix.
La psicología del amor no puede agotarse en la averiguación estadística del número de
copulaciones que tiene la pareja por semana.
La apertura de profundidad psíquica que abre el hombre en la superficial experiencia
biológica del sexo se observa también en la capacidad de conversión de hechos naturales
en símbolos psicoespirituales, incluso hasta en el canto de los pájaros, la alondra y el
ruiseñor, que los jóvenes amantes Romeo y Julieta transfiguran sea en amables, sea en
fatales relojes ornitológicos: una, la alondra, que anuncia el fin del encuentro amoroso y
los peligros del día que amenazan a Romeo, y el otro, el ruiseñor, la nocturna posibilidad
de prolongar, siendo ya de mañana, la noche de amor (Shakespeare, Act III, Scene V).
Es difícil de concebir, en la chatura inmediatista del fenómeno biológico del sexo en el
animal no-humano, cómo así Bernard de Ventadour, amante de la lejana condesa de
Triple, en Siria, le canta lo que llama «Famour de loin», fórmula simbólica de una suerte
de experiencia profunda, interior, que tiene tanto de lánguida, suplicante, como amorosa
y respetuosa, para luego emprender viaje llevándole ese canto lejano de amor, y después,
amándose, morir en sus brazos.
Bernard de Ventadour había escrito un poema sobre la muerte de amor de la
«alouette» (la alondra), la que embriagada y vencida por la dulzura de su propio éxtasis
amoroso emprende un vuelo de altura, el vuelo postrero

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La vida erótica y la inspiración del arte trovadoresco 3 1

en el cual muere y cae totalmente saciada de plenitud. El poema de Bernard de


Ventadour dice así: «Can vei la lauzeta mover / de joi sas alas contral rai [contra los
rayos del sol], / que s'oblid' e s'e se laissa chazer / per la doussor c'al cor le vai». La
suave y dulce melancolía del provenzal de Bernart de Ventadour se transforma en la
clarísima y diamantina palabra poética del italiano de la Comedia, en vibrante, ardiente y
apasionado vuelo de altura sublime y extática de amor. Y así lo recuerda Dante en este
terceto inmortal que transcribo: «Quale allodetta che 'n aere si spazia / prima cantando, e
poi tace contenta / delTultima dolcezza che la sazia». (Par. xx, 73-75). Este terceto nos
narra, con la rica brevedad y belleza de la Comedia, el último momento que es, a su vez,
el último éxtasis amoroso de la alondra que se lanza en vuelo cantando hacia la altura,
abriéndose en el espacio que se ensancha en la medida del ímpetu de su vuelo, para
enmudecer contenta de la última dulzura que la sacia. Es la muerte de amor. Es la muerte
de amor maravillosa que nos hace vivir divinamente el «Liebestod» de Isolda en el
último acto del Tris tan, en creciente crescendo que culmina, como equivalente al climax
de silencio de la alondra, en «Hóchste Lust».
Es en esta pura espiritualidad que aparece una de las formas de profundidad del
hombre, en su experiencia transbiológica del amor erótico. Es transbiológica en su
profundo sentido espiritual, pero no experiencia extrafísica. Amor de deseo y de
donación, eros y ágape. En el hombre el sexo adquiere profundidad. No sólo en la
renuncia sino también, y muy especialmente, en la forma de realización concreta y
directa del abrazo sexual de los amantes. La secuencia y el modo de la cortesía que
culmina en el coito de orgasmo compartido son la forma como el sexo y la actividad
erótico-sexual se inspira y se ejecuta como espiritualización del sexo, según nuestra
percepción integradora de lo que es espiritualizar la materia erótica.
Sublimar el hecho sexual es realizar el proceso sexual completo y consumado de
manera sublime: esto es la

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auténtica espiritualización del sexo. Lejos de toda sustitución. Es lo que llamamos
sublimación, no la sublimificación nietzschiano-freudiana, fruto del puritanismo
decimonónico. No es el castratismo de que habla Nietzsche, sino integración físico-
espiritual, se trata de enalmar el acto físico y de corporizar el acto mental del deseo.
En los ambientes cortesanos se fijaron «leyes del amor», que son las que hay que
seguir, como la que, ovidianamente, fijaba la secuencia que va del «visus» al coitus», del
gramático y retórico Elio Donato. Ya desde comienzos del siglo xn se establecieron estas
leyes cuyo cumplimiento requiere la conducta amorosa cortés del trovador: mesura,
servicio, proeza, larga espera, continencia, secreto y merced. Esta última era la
coronación placentera, física, libre. Y así se ha logrado la «alegría de amor» (la «joy
d'amor), que es el signo y la garantía de lo que en provenzal llamaban con justicia el
«Vray amor». La relación conyugal era triste y falso amor, dadas las condiciones de
haberse constituido por razones políticas y económicas, previo pacto de las familias sin
conocimiento y consentimiento de los interesados.
El amor cortés revela una faceta de la profundidad psíquica y espiritual del hombre.
Esta, como vemos, consiste en una experiencia de enriquecimiento del impulso por la
contención que implica su forma de realización, en la que, en este sentido, y según mi
interpretación, hay que ver en la mesura lo contrario a la impetuosidad indiscreta,
extemporánea y violenta, impertinente, inmadura (es decir, la mesura es lo contrario de la
vulgaridad y de la inmadurez); en la larga espera, la cual consiste en dejar que la pareja
tome su tiempo, de manera de no avasallarla o de exigirle prematuramente antes de que
el deseo y la seducción hayan nacido y prosperado y con ellos la acogida (esto es
delicadeza y prueba de amor); en la proeza, por la cual el amante debe mostrar
cualidades de valía, y de valentía y de arte, rasgos profundos de denuedo y también de
encanto artístico en la poesía y en la música, sin

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gularidad y riqueza en la diferenciación personal, y todo ello que despierte el interés y
la estima de la amada (seducción del ser personal del amante, el amor cortés exige
excelencia y excluye la mediocridad); servicio, disposición servicial en el sentido estar
disponible y hacendoso en atender o en haber atendido necesidades y requerimientos de
la amada con desprendimiento y alacridad (prueba de amor); en la continencia, rasgo rey
de la conducta amorosa cortés y que implica control de las pulsiones y elegancia, respeto
y apasionamiento prometedor (nobleza de maneras, carencia de chusquedad y no
«castratismo»); en el secreto, que muestra el sentido caballeresco que inspira confianza a
la dama y que es polarmente distante de la jactancia y de la indiscreción en las que nunca
puede caer un hombre gentil y caballeresco.
La merced es la culminación del cortejo, tanto para la amada que la otorga como para
el amante que al fin la recibe, merecidamente. Como se ve, estas leyes del amor cortés,
que cumplidas llevan en sí mismas la «alegría de amor», constituyen marca fuerte del
«Vray amor». No son leyes represivas ni dictadas desde el poder vertical y monopólico,
sino sugerencias del buen gusto, leyes de elegancia y seducción. Estas leyes nacen de un
cierto sentido humorístico y juguetón, tienen el encanto y la libertad de la diversión
ingeniosa. Y en la elaboración compleja y refinada del impulso erótico, gracias a las leyes
del amor cortés, vemos cómo la psicología del amor se enriquece de datos nuevos y
profundos: la excitación erótica aparece acrecentada por la presencia de ingredientes
estimulantes y totalmente diferenciados respecto de la rutina y de la frialdad del amor
conyugal. El sexo en el animal humano tiene secretos y misterios variados, pero no hay
duda que la contención, la larga espera, los rituales de la cortesía y las invenciones
artísticas musicales y poéticas contribuyen a hacer de la vida erótica entre el hombre y la
mujer una experiencia exquisita, interesante y novedosa. Y, sobre todo, que revelan la
entraña misma del fenómeno erótico.

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El momento ha llegado para acercarnos a lo que más arriba, al comenzar este trabajo,
llamamos las condiciones especiales que encienden el erotismo en el encuentro de
hombre con mujer. Y son estas condiciones las que se dan precisamente en la cultura
estético-erótica trovadoresca. Se trata de condiciones de posibilidad del amor cortés.
Tales condiciones de existencia y desarrollo de la vida erótica del amor cortés son las que
el profesor William George Dodd considera en lo que llama «the system of courtly lo
ve». Sus características invitan a un análisis en profundidad sobre los enigmas del sexo y
del correspondiente despertamiento erótico respecto de una psicología del amor. En
suma, se trata de condiciones de posibilidad de erotismo en el amor.
Nos dice el profesor Dodd que es en el sur de Francia, y en ese muy temprano
período, donde hay que encontrar el origen del Sistema del Amor Cortés. A mi juicio, si
no el origen mismo, por lo menos una primera temprana manifestación en el Occidente
cristiano. El origen habría que rastrearlo tanto en Ovidio como a partir de los árabes de
Andalucía del siglo anterior, el siglo xi. A la caída del califato de Córdoba, en 1031,
sucedió un período de ochenta y cinco años favorable al establecimiento de cortes de
amor, en que subsistieron una veintena de pequeños reinos en cuyos castillos y palacios
se cultivaba, con exquisito esmero y cumplimiento, las leyes de la amorosa cortesía. Las
cortes de amor que aparecieron y se desarrollaron en el Languedoc y en la Provence, al
sur de Francia, tomaron modelo de las instituciones árabes de Andalucía (tomamos estos
datos de John Jay Parry en su Introducción a la traducción de Andreas Capellanus, The
Art of Courtly Love (De arte honeste amandí), quien a su vez se basa en el estudio de
Georges Marcáis La Poésie andalouse. ]ournal de Savants, 1939). Fue un período
abierto y permisivo antes de la llegada de los Almorávides de África, en el año 1086, en
que instalaron el fanatismo religioso y con el autoritarismo y la represión sexual y el
racismo y la intolerancia. Durante el período intermedio entre la caída del Califato de
Córdoba y la llegada de los Almorávides, en Andalucía prosperó un período «de placer y
lujuria, de vino y amor, pero un período de cultura» [cito textualmente, pues parece que
el puritanismo del autor encuentra incompatibles la sensualidad, el placer, el vino y el
amor con la cultura, lo cual es una tesis falsa y precisamente contraria a la que
sostenemos como psicología del amor].
Las condiciones especiales del erotismo en la concepción, en la experiencia existencial
y en la práctica del amor cortés invitan a penetrar en la esencia de la excitación erótica,
su seducción y su encanto para una psicología integral del amor. Esas que llamo
condiciones especiales las precisa el traductor al inglés del De arte honeste amandi, John
Jay Parry, en su introducción, las cuales podemos seguir en los aspectos concernientes.
Tenemos que abrir nuestra imaginación al escenario magnífico y amable de las
sociedades en las que se daban cortes de amor. Ubicados en un hermoso paisaje del sur
de Francia, especialmente en la Provence, florecieron en los castillos ubicados en las
cumbres del paisaje grupos pequeños nobiliarios en los que se instalaron, ya a partir del
siglo xi, los modelos de una «sociedad brillante», en la cual «las mujeres tenían el
supremo nivel y lugar» en iniciativa, dignidad, rango, y que por su influencia y posición
se le dio gran «importancia» a la «etiqueta, el decoro» y la elegancia y las buenas

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maneras y fineza y cortesía en el trato entre las personas. El frescor cultural y el encanto
de las formas, el buen gusto y la gracia constituyen muestras de cultura superior rara vez
vistas en otras épocas.
En realidad, me parece que aquí la iniciativa de una cultura superior artística y erótica
corresponde indudablemente a la mujer, la cual encuentra en el trovador no solo una
fuente de inspiración sino un ser sensible y receptivo a quien inspirar. El trovador siente
en la mujer un ser sensible y receptivo que provoca la inspiración poética y musical, un
ser atrayente lleno de sensibilidad y ardor.
Como observa el profesor Dodd, «definidas reglas gobernaban a los sexos en todas
sus relaciones y en especial en materia de amor». Es que a este tipo de sociedad,
amorosa y educada, a la cual «pertenecían los trovadores, especialmente porque era el
amor la fuente de inspiración de sus canciones, poesías y composiciones» interesaban la
belleza de las mujeres, su gracia y picardía, como la manera y la gentileza del porte
varonil. Nos dice el profesor Dodd que es «en los trovadores en los que podemos
encontrar las primeras ideas y expresiones del amor cortés». Sin embargo, lo que
podríamos llamar la perfecta codificación escrita de las normas usos y prescripciones del
amor cortés, está en una obra atribuida al capellán Andrés, De arte honeste amandi. Este
«Andreas Capellanus» me parece que sólo ha sido un amanuense —un amanuense
ilustrado—, que ha seguido los dictados de la dama Marie de Champagne, la hija de
Eleanor de Aquitaine, la amorosa duquesa (c. 1122-1204) que dejó su hogar meridional
para devenir reina de Francia.
Del «arte honeste amandi» se puede afirmar que el amor ha pasado a un nivel
superior respecto del primitivismo rudo, del nivel del impulso ciego de carácter instintivo.
En el amor cortés el impulso deja de ser primario en su ejecución descuidada y
elementalmente pasional, para convertirse en una fuente de delicias y delicadezas en su
realización, más elaborada y compleja. De pulsión animal amorfa, de inmediata
exigencia, pasa a ser una secuencia formalmente estructurada en la que la imaginación y
la elegancia del modo de conducirse extraen de la excitación erótica las vibraciones de
goces espirituales sobreagregados. Son los armónicos que dan el timbre propio al sonido
del instrumento musical. La forma de trato, la expectativa, el diálogo, la palabra, la
riqueza y variación de las caricias, el placer del entendimiento emocional mutuo, la gracia
del comportarse y la chispa de la ocurrencia, añaden valor sobreagregado al bloque
instintivo de la sexualidad excitada. Es lo que se puede llamar espiritualización de la
experiencia sexual.
Tal espiritualización del sexo no significa ni remotamente una sustitución del hecho
sexual por pretendidas equivalencias en manifestaciones espirituales sublimificadas. En
Remedia Amoris, Virgilio, refiriéndose al arte de amar, escribió que lo que acostumbraba
a ser un impulso sexual crudo es ahora una «ratio». Esto hay que entenderlo tanto en su
verdad cuanto en su sutileza. En su verdad, Virgilio quiere caracterizar una forma de
erotismo elaborado y elegante, que supera el primitivismo instintivo que practica el vulgo.
En su sutileza, Virgilio está aludiendo, además, a los artificios y astucias para obtener el
consentimiento, el engaño de usar la razón para aquello que habría debido dejarse a la

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espontaneidad sincera del amante. Así como el dicho de Jean Cocteau, «con sólo muchas
emociones se hace muy mala literatura», con sólo sinceridad y mucha sinceridad se cae
en un sexo mediocre. La agudeza y el buen gusto condimentan el instinto sexual y lo
liberan de la rutina. El amor así es entendido como un arte, una elaboración cultural y no
meramente un rústico hecho natural. El refinamiento es lo que el arte aporta al hecho
biológico al alcance de cualquiera, el arte exige educación y creatividad ingeniosa.
Sea como fuere, Virgilio formula el principio mismo de la elevación de nivel del amor
cortés respecto de la práctica chusca del vulgo, que se entrega al instinto y olvida la
razón. Por otro lado, esto no tiene nada que ver con lo que parecería la prédica de una
suerte de racionalismo del sexo. «Ratio» es el nivel de una toma de conciencia de los
actos, incluso aquellos de carácter afectivo, instintivoemocional. La intervención del nivel
de «ratio» en la vida instintivo-emocional, en la cual se mueve la vida erótica y el sexo,
pareciera una importunidad, dado el predominio de «pathos» (pasión, afección,
espontaneidad receptiva) sobre «logos» (razón). Sin embargo, es preciso extraer toda la
riqueza de significado que tienen «ratio» y «logos». Por un lado, parafraseando a Klages,
quien escribió El espíritu como adversario del alma (Geist ais widersache der Seelé),
se podrían describir la relaciones de la «ratio» con la «vida» como adversarias de la vida
en tanto la ratio suele aparecer como restrictiva de la espontaneidad del vivir, la ratio
como represora de los instintos y de las funciones corporales que procuran placer. Es la
«ratio» enemiga de la «vida». Pero la «ratio» puede convertirse no sólo en el amigo de la
«vida», sino el mejor amigo de la vida, aquel que ayuda a la vida a elevarse a las más
altas y deliciosas realizaciones de su esencia. Es que la esencia de la vida consiste en ser
el principio configurador de la más delicada, amplia y profunda sensibilidad receptiva,
principio fontanal de las acciones más fecundas, bienhechoras y nobles. En el sentido
virgiliano, la «ratio» toma en su cauce el torrente desordenado de la pasión y lo conduce
bellamente, con lo cual la vida sexual, el trato humano, la experiencia erótica se vuelven
un arte. No lo deja abandonado a lo agreste del impulso, a lo que surja de «natura», sino
que recoge lo que ingeniosa y estéticamente ofrece la «cultura».
Hay una bella ilustración del «amor cortés», y muy estimulante respecto a la práctica
de las «cortes de amor», los diversos casos, litigios y sentencias que en ellas ocurrían, en
el libro De arte honeste amandi, atribuido a Andreas Capellanus (escrito probablemente
entre 1170 y 1174 con la intención de retratar la corte en Poitiers). A mi juicio, el
capellán Andreas, si no fue sino el amanuense, recibió muchas sugerencias y bastante del
dictado de la gran dittatoressa de los asuntos del vray amor, Marie de Champagne. Con
la definición del amor comienza el libro De arte honeste amandi, cuyo título expresa de
qué clase de amor se trata: es un arte, una conducta cultural, aprendida, cultivada, no se
trata del salvaje amor, forma usual, desmañada propia de los campesinos o de la gente
palurda, tosca e ignorante, iletrada. Se trata de una práctica cultivada, refinada, elegante,
encantadora y seductora. Este es el sentido de «honeste amandi», lo que implica
educación de la relación sexual entre personas cultas, cuyas exigencias de circunstancia y
maneras son mayores y mejores, más delicadas y sugerentes, encantadoras, diferentes de
los actos sexuales de los palurdos del campo. La palabra «honeste» no tiene significado

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moral sino estético. Es el mismo que tiene el soneto xxvi de la Vita Nuova de Dante,
cuando dice de Beatriz «Tanto gentile e tanto honesta pare / la donna mia cuando ella
altrui saluta...». Si quisiéramos, por contraste, pensar en el antónimo, sería
«desfachada», «desgreñada», «descuidada», cuando honesta es elegante, atractiva, bien
puesta, con gusto y primor exquisito, femenina, con, dulcemente femenina, gracia.
Digo que el libro De arte honeste amandi empieza preguntándose y contestando en
breve y esencial definición «¿Qué es amor?» ¿De qué clase de amor se trata? Su origen
y procedencia, sus efectos, cómo puede ser adquirido, retenido, acrecentado, disminuido
y terminado. Cómo hacer para que el amor retorne y qué hacer cuando la pareja es infiel.
Como se ve, es todo un tratado práctico sobre el amor. Nos concentramos y sólo
transcribimos la definición: «El amor es un cierto sufrimiento o pasión natural que
adviene por la visión y la excesiva meditación en la belleza del sexo opuesto que causa
sobre todas las cosas el deseo de abrazar y ser abrazado y por el común deseo de llevar a
cabo todos los preceptos del amor en el abrazo del otro». Más adelante confirma: «Todo
el intento de los amantes tiende hacia el gozo deleitoso de los abrazos mutuos y así con la
esperanza de realizar plenamente los mandatos del amor». Se trata de una efectiva
sublimación de la actividad erótica. Sublimación en el sentido de elevar a lo más alto de
la manera culta de efectuar el sexo en la dimensión de la profundidad del animal humano.
No se trata de «sublimación» en el sentido que empleó la palabra Nietzsche, seguido por
Freud, para el cual prefiero la palabra «sublimificación», que es la pretensión de aparecer
como sublime lo que no es sino máscara y disfraz de lo que se considera ordinario y
bajo. En mi concepto de sublimación no se trata de sustituir el término del acto sexual,
no se trata de suplantar el objeto propio que es el «coitus» con un sustituto «espiritual»,
sino de realizar la totalidad de la actividad erótica hasta alcanzar su objeto sexual en un
nivel sublime por la capacidad de inventiva de formas que inventa el animal humano,
llevando la actividad sexual a una intensidad y refinamiento inusitado. Esto es la auténtica
sublimación del psiquismo. Y ésta es la profundidad que el animal humano abre a la vida
sexual, gracias a su incorporación en las formas, fantasías y delicadezas de la refinada
cultura de personas selectas.
Andreas Capellanus en su definición habla de llevar a cabo los deseos según las
«prescripciones del amor». Es que el impulso vital del sexo se inserta en el hombre
dentro de una estructura conductual rica y compleja, de largo alcance y con dimensiones
espirituales de cortesía y respeto, de encanto y seducción, así como de arte, belleza y
creación, todo ello lejos de las formas deshumanizadas del sexo que también pueden
darse en los hombres zafios. Las formas del amor cortés emergen de un psiquismo
profundamente inspirado por el eros, por el dios «amor». Así lo entiende Dante también
en la Comedia cuando cita tres veces el «amor» como el «dios» que enamoró y unió
hasta la muerte a Francesca y Paolo (Inf. V, 100-106). Y es por esto que nuestro
capellán, o quizá la misma reina Marie de Champagne o alguna de las damas, como su
propia madre, la reina Leonor de Aquitania, encontró que la etimología de «amor» es
«amus», que como quiere decir «anzuelo», significa «capturar, o «ser capturado»,
comparando la tarea de seducción de los amantes a la destreza del pescador que con el

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señuelo atrae a los peces para que caigan presos del anzuelo en él escondido.
Se trata de un arte de seducción encaminado a encender el deseo erótico que une
intensamente, con vivencia auténtica, a los amantes. No se trata de la obligación
conyugal contraída, institucionalmente, por los esposos por razones no eróticas. No es
extraño, entonces, que la princesa Ermengarde de Narbonne, en un juicio de la corte de
amor, dictamine que la esposa no puede negar la merced al amante pretextando estar
casada, salvo que, quebrando los preceptos del amor, tenga que quedar privada del fuego
de amor para siempre, lo cual, frente al gran fortunio que para la existencia es el amor,
hace caer a la renunciante infeliz en el pésimo infortunio del desamor, gris. En suma, una
mujer que siga las prescripciones del amor cortés no puede renunciar al amor del amante
alegando estar casada; no es pretexto justificante. Se trata del encanto estético y de la
fuerza del deseo erótico cuyo valor de sublimidad excelsa y de experiencia auténtica
vivencial exceden a las obligaciones ficticias contraídas según la norma conyugal. Es que
la profundidad del hombre en sus vivencias espirituales y eróticas abre formas de
psiquismo profundo que se da como opción noble frente a la hipocresía de las
superficiales relaciones instituidas por las convenciones mundanas.
La humanización del impulso sexual, fenómeno natural animal, se realiza a través de
las formas y comportamientos del «amor cortés» (Famour courtois), mediante la llamada
cortezia, que convierte el impulso y la actividad físicos en una prolongada, alta y fina
secuencia de intensas y exquisitas emociones y expresiones. Este amor físico animal
refinadamente humanizado eleva hasta las más elevadas excelencias de experiencia
psíquica y espiritual a los seres humanos, y los ilustra y nos ilustra sobre la dimensión de
profundidad que alcanzan los instintos vitales animales en el animal humano merced a la
estructura cultural de formas simbólicas que se intercala entre los impactos del mundo y
la respuesta del organismo humano personalizado, el organismo psicofísico asumido por
la persona, que le da profundidad simbólica y experiencial a sus actividades.
De tal manera, el circuito estímulo-impulso-reacción se enriquece en el hombre
porque su disposición noéticoconfiguracional elabora y, por ende, complejiza dicho
circuito, que en el nivel de acto reflejo o de estímulo-reacción en el animal es elemental y
corto, inmediatista, pero que en el nivel del animal humano se configura en estructuras de
rica y significativa percepción del mundo y de respuesta plástica, contenida (no impulsiva
inmediata), libre, elegante y de largo alcance. Estas estructuraciones complejas y llenas
de significado, estas estructuraciones de percepción y respuesta, de actividad humanas,
son estructuraciones noetizadas, es decir, cargadas de pensamiento y, por ende,
profundas, inaccesibles a la chatura sensorio-motriz del animal, incluso muy de cerca
para lo que estamos tratando respecto del hombre mediocre, el hombre corriente y
vulgar, poco refinado y exigente, que abunda y nos rodea, nos asedia.
¿Cuáles son las condiciones, preguntamos nuevamente, «especiales» que encienden
de intensa atracción física a la mujer y al hombre y dan lugar al amor cortés»? En suma,
me parece esencial renovar para este propósito la famosa pregunta filosófica de Kant:
¿Cuáles son las condiciones de posibilidad que han hecho realizable el factum de la
sociedad, las costumbres y la realidad del llamado «amor cortés»? Kant escribió en

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general «Bedigungen vom Móglichkeit» («Condiciones que hacen posible el «factum», la
realidad de algo). Es la famosa pregunta «crítica» y que por su rigor y raigal profundidad
es la pregunta filosófica por excelencia. El tema de la vida erótica y del «amor cortés» la
merece. Es, como escribiría Ernst Cassirer, un factum significativo y digno, y el amor
cortés, por su importancia vivencial y espiritual en la vida, es significativo y digno.
Basado en el libro de Andreas Capellanus, el profesor William George Dodd señala
cuatro principios del sistema del amor cortés y que a mi juicio son las condiciones que lo
hacen posible y que revelan la complejidad y la esencia de la psicología del amor.
1. «El amor cortés es sensual.»
2. «El amor cortés es ilícito y, en su mayor parte, adúltero».
3. «Como amor sensual e ilícito, necesariamente debe ser secreto.»
4. «El amor, para cumplir con los requerimientos del sistema del amor cortés, debe no
ser fácilmente obtenible.»
Veamos como así estos cuatro principios constituyen las condiciones de posibilidad
del amor cortés y luego tratemos de penetrar en la revelación de su sentido.
1. La sensualidad del amor cortés nace de las primeras palabras del primer capítulo
del libro De arte honeste amandi, instrumento constitucional del «vray amour», de la
«joie d'amour». Dice textualmente así: «El amor es un cierto sufrimiento innato derivado
de la visión de la belleza del sexo opuesto y de la excesiva meditación de tal belleza, lo
cual causa a cada uno de ellos el deseo sobre todas las cosas de abrazar al otro y por tal
común mutuo deseo el de llevar a cabo, según los preceptos del amor, el abrazarse con el
otro». Para el autor o autora este sufrimiento del amor es un verdadero y atroz
«tormento» y que «no hay mayor tormento» «desde que el amante está atormentado por
el temor de que su amor no pueda lograr su deseo y que sus esfuerzos sean en vano». El
sufrimiento del deseo físico requiere urgentemente el alivio de la culminación del proceso
erótico, que es el abrazo, y así la gratificación por tal intenso sufrimiento. En la original
redacción latina del arte de amar se ve muy claro: «amor est passio quaedam innata
procedens est visione et inmoderata cogitatione formae alterius sexus» Se trata de la
excesiva, es decir, de la inmoderada cavilación, cogitación, intensa consideración mental
de la forma del sexo opuesto. Y que esto no se apacigua sino mediante los brazos mutuos
consentidos, es decir, en la mutua realización física.
2. El amor cortés es ilícito y, en su mayor frecuencia, adúltero. Por tanto, el
matrimonio no cabe en el amor cortés. El arte de amar honestamente lo dice sin
ambages: «Nosotros declaramos y afirmamos con firme intención que el amor no puede
manifestar su poder entre dos personas casadas». Se entiende entre los cónyuges
mismos. Andreas Capellanus dice que es la misma Condesa María la que le ha dicho que,
en una cuestión disputada en la corte de amor, «el amor no puede existir entre dos
personas unidas en una relación conyugal.» Ermengarde de Narbonne, actuando como
juez ante la consulta de una mujer casada que se negó acceder a los requerimientos de un
admirador alegando ser casada, sentenció: «causa coniugii ab amore, non est excusatio
recta». La dama que se negó se autocondenó a no gozar del amor, según comentaron las
damas presentes en el juicio tan severo. La petición del amante no puede quedar

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defraudada, según las leyes del amor, con la desfundamentada razón de que la amada
alega estar casada, como si tal condición fuese un impedimento para negarse a los gozos
sublimes del gran poder que es el amor. Y es que el amor es libre de toda sujeción de
formalidades conyugales. La ley de amor es el querer, ley sublime del deseo entre los
amantes, asombroso acontecimiento de la vida de los sexos.
3. El amor necesita ser secreto. Y esto es así en primer lugar por la condición de
ilícito y adúltero en su práctica habitual según las leyes de amor. Pero hay una razón
profunda, no meramente táctica. No se trata sólo de evitar conflictos. El juglar, el
trovador, en verdad disfruta de la posesión de una mujer casada con un señor feudal,
hombre posesivo y exigente de la figuración del honor y de la correcta sucesión y de la
real legitimidad de la estirpe

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nobiliaria. La mujer embrujada por el deseo del poeta y arrobada por la magia de su
arte, tiene que pagar al marido, detestado, la deuda conyugal pactada por otros, los
familiares que han programado su vida frustrando su proyecto existencial autónomo,
esencia de la libertad. El amor sensual, ilícito, adúltero y secreto es la forma de ejercitar
la libertad para la dama cautiva. Se trata, en esencia, de la conquista de la autenticidad en
la relación humana en una sociedad convencional y mediocre dominada por la riqueza y
el poder feudales. En esa sociedad represiva, donde la mujer está sometida a valores
instrumentales, se yerguen la concepción, las leyes y las prácticas del amor cortés como
forma de rebeldía existencial en materia de relaciones eróticas entre las personas. En esa
proclamación de libertad, entendida como capacidad de proyectar su propia existencia
contra la imposición de la programación ajena, son las mujeres de los siglos xi y xii,
letradas y aristocráticas, mujeres excepcionales, las que han reivindicado el derecho
humano fundamental: la libertad de amar. Se trata, en esencia, de la cultura espiritual de
la libertad aguijoneada por la fuerza irresistible del sexo.
Dado que el amor cortés tiene que practicarse dentro de una institucionalización
represiva sometida a los falsos valores del deber impuesto, de la obediencia, del pago de
la deuda conyugal por otros convenida y de las ventajas instrumentales del poder, no
solamente debe ser secreto sino, como escribe el profesor Dodd, además de secreto
«furtivo». Y menciona dos reglas del código de Andreas Capellanus: «Qui non celat,
amare non possit» («Quien no es discreto, secretivo, no puede amar»). Es decir, el
secreto es condición de la existencia del amor erótico, en el secreto está el secreto y la
clave del brote e intensificación de la experiencia erótica. Y subraya: «Amoris tui
secretarios noli plures habere» («No tengas muchos confidentes a quienes contar tu
amor»). No se trata, superficialmente, del peligro de divulgar una relación prohibida,

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más aún cuando hay en el ambiente tantos «espías chismosos», los «losangieres», los
envidiosos del milagro maravilloso del encuentro de los amantes, sino que la delicia
intensa de la vida erótica consiste en el hecho del ingrediente punzante del secreto, lo que
el profesor Dodd llama «the element of furtiveness», («el elemento de ser furtivo, la
furtividad»).
4. «El amor, para poder cumplir los requerimientos del sistema del amor cortés, debe
forzosamente no ser fácilmente obtenible». Andreas Capellanus recoge de María de
Champagne: «Facilis perceptio contemptibilem reddit amorem, difficilis eum carum facit
haberi» («Fácil captación hace al amor despreciable, difícil obtención lo hace apreciable,
caro»). Es evidente que la dificultad que encuentra el amante en lograr la entrega de la
mujer amada prolonga el deseo, aumenta su intensidad y amplia las condiciones de la
relación psicológica y espiritual entre los amantes. La demora y la contención, la
capacidad de posponer el fin, enriquece el trayecto hacia el abrazo y permite la
espiritualización y la creatividad cultural de la relación erótica. La facilidad en la entrega
amorosa frustra las posibilidades de enriquecer y de intensificar la misma comunicación y
realización sexual.
Las cuatro condiciones enumeradas del amor cortés, así como la cualidad y las
características de la humanización de la vida sexual en el viviente humano a diferencia de
la elemental y biológica actividad sexual en el animal no humano y en el mismo hombre
zafio y rudimentario, meramente rústico, nos señalan, en una psicología del amor
humano, el asombroso enigma.
Hay algo de misterio en esta necesidad de secreto y de riesgo peligroso en la
excitación sexual y en la intensificación y enriquecimiento de la experiencia erótica. El
amor requiere de condiciones de posibilidad que estén encima y eviten de manera total la
trivialización vulgar del amor que predomina en el facilismo y en la publicidad imaginal y
en el mismo lenguaje en nuestro días. El enigma se des

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La vida erótica y la inspiración del arte trovadoresco 4 /

vanece y, como diría Heidegger, «los dioses huyen», entre ellos, diremos nosotros, el
dios latino, el dios Amor. Habría que meditar, heideggerianamente, cuáles condiciones
permitirían preparar una «morada» para el dios Amor. Esto es un asunto íntimo. La
descarada trivialización del sexo en nuestro tiempo ruidoso y atosigante no establece el
silencio sombreado y refrescante que sirva de bella morada al dios Amor.

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CAPÍTULO III

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La melancolía y la libertad fundamental
Existe una indudable proximidad entre la melancolía y la ansiedad del amor. Aun así,
la melancolía tiene su propia estructura psicoespiritual, que debe estudiarse en forma
específica. Con la finalidad de penetrar en la vivencia misma de la tristeza y el
consiguiente desabrimiento de la melancolía, vinculada al extrañamiento existencial,
debemos poner énfasis en la dulzura de la melancolía, la cual recoge y anuncia un
desarrollo existencial de la libertad intrínseca del animal humano.
La estructura básica psicoespiritual de la melancolía está constituida de manera
integral por los siguientes rasgos básicos:
1. Sentimiento de profunda tristeza y desasosiego (tedio, pena profunda, peso en el
alma, anhelos vagos, imprecisos, ansiedad, estado adolorido crónico, insatisfacción,
estrechamiento psíquico). El melancólico está triste y desasosegado, como vivencia
interpretable existencial y psicoespiritualmente, como rechazo a la realidad presente
insatisfactoria. Su presente constriñe, empobre

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ce y frustra una posibilidad más alta y más intrínseca de su ser. La búsqueda del
motivo espiritual subyacente es el sentido que hay que hallar en la tristeza y el
desasosiego. Hay que encontrar la anunciación de una vida posible, más grande y
auténtica, que está enterrada debajo de la realidad oprimente. Y es por ello que la
melancolía, a diferencia de la depresión y de la amargura de vivir, tiene un ingrediente de
dulzura. Ver en la tristeza, por la sordidez de la realidad presente, la privación del motivo
sublime, es el comienzo de la anunciación de la alternativa posible. Para ello se requiere
nobleza de alma. Es que el sufrimiento empeora a los caracteres viles y mejora a los
caracteres nobles.
2. Astenia, desgano, flojedad, pesadez, fatigabilidad, (hipovitalidad). Sí, éste es el
indicio de la carencia de motivación. Es el signo de la frustración de la motivación
genuina y de la imposición de un móvil ajeno programado. Sobre la vivencia del desgano
en contraposición con la disposición enérgica para la realización del motivo auténtico hay
el ejemplo extraordinariamente expresivo de este rasgo de flojedad y pesadez presentado
en el drama musical wagneriano Die Walküre (La valquiria) al final de la Escena 2 del
Acto II, cuando queda decepcionada Brünnhilde porque Wotan le ha prohibido realizar la
tarea que primero le había encargado, de luchar a favor del amorosamente luminoso
héroe, Siegmund en su encuentro con el siniestro guerrero Hunding, mientras que ahora
tiene que actuar contra el héroe, dejando la victoria al enemigo detestado. La música
deviene densa, amenazadora, dura, sombría, y las palabras y la emoción y la actitud
decaídas de Brünnhilde revelan este rasgo asténico de la melancolía depresiva. Es así
luego que Wotan impositivamente ha dicho: «Drum rat' ich dir, reize mir nicht» («Por
eso te advierto, no excites mi cólera, no me irrites») / «Besorge was ich befahl!»
(«¡Cuida de lo que te ordeno, presta atención a lo que te obligo!» / «Siegmund falle!»
(«¡Que Siegmund muera!») / «Dies sei der

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Walküre Werk!» («¡Esta será la tarea de la valquiria!»). El mandato de Wotan es
severo y conminatorio, aunque malhumorado, sombrío. La orquesta comenta
instrumental mente la intervención autoritaria y fatal de Wotan. La valquiria responde
confusa y alarmada y dice entre dientes para sí misma: «So sah ich Siegvater nie» («Así
nunca vi al padre de las luchas victoriosas») / «erzürnt' ihn sonst wohl auch ein Zank»
(«en otro tiempo la disputa lo encendía de furia luchadora»). Y en el silencio y
perplejidad ansiosa de Brünnhilde, la emoción y el estado de desalmación existencial del
momento dramático son expresados en la música con despojos fragmentarios del tema
glorioso de la cabalgata de las valquirias, ahora tristes y desoladores. El mismo tema
musical es retomado en el siguiente momento, no con acento victorioso sino con fatiga y
esfuerzo. Es entonces cuando Brünnhilde formula con palabras los rasgos de impotencia,
desgano, hipovitalidad y pesadez propios de la carencia de motivación para la acción. Sus
palabras revelan la diferente condición, ya sea de animosidad entusiasta o de desánimo y
decaimiento, según esté uno preparándose para una acción libre, amorosa, espontánea y
gloriosa o para una acción programada, desamorada, impuesta e ingloriosa. Esta situación
existencial melancólica Brünnhilde la expresa del siguiente modo. Recoge y junta sus
armas, lanza y coraza, con sus propios brazos mientras dice: «Schwer wiegt mir der
Waffen Wucht!» («Pesadas me pesan a mí el peso de las armas») / «Wenn nach Lust ich
focht, wie waren sie leicht!» («Cuando en júbilo, gozosa y con placer yo iba a la pelea, al
combate ¡cómo eran ellas de livianas!»). «Zu bóser Schlacht' schleich' ich heut' so bang»
«Para un mal combate yo voy despaciosamente temerosa»). «Weh', mein Walsung! Im
hóchsten Leid muss dich treulos die Treue verlassen!» («Oh mi Walsung, en tu gran
penuria a ti leal yo desleal te abandono!»). Es realmente asombroso como en un pasaje
de pocos minutos de una obra tan extensa como la tetralogía wagneriana El anillo del
nibelungo esté expresado poética y musicalmente el sentimiento de agotamiento y fatiga,
de impotencia y pesadez, de verdadera y literal Schwermut que ocurre cuando falta el
alma de la motivación. Es un momento muy humano de desalmación.
3. Sentimiento de estar constreñido ab extra, desde fuera (sentirse obligado
externamente por circunstancias presionantes; experimentar una suerte de vida
inauténtica, en la que se tiene que disimular; sentir una horrible falsificación existencial,
tener que estar siempre representando, no ser uno mismo sino estar sujeto por otro o por
una circunstancia difícil o imposible de modificar, alienado, desapropiado del propio
proyecto de vida, programa do). Es la falsificación de la existencia lo que revela el
sentimiento de constricción, es el estar impositivamente programado y la complicidad de
tener que ceder a tal imposición. Es la cobardía de no enfrentar la vida con el propio
proyecto de existencia. Es la claudicación de la libertad. Es la vivencia de enajenamiento
que encontramos y podemos descubrir reflexivamente en la obediencia sumisa y
desagradada, triste, de Brünnhilde al dictado de Wotan, el cual a su vez es un
sometimiento del gran dios a su cónyuge Fricka, la dominadora y adocenada guardiana
de las leyes matrimoniales. Vemos, en cambio, en Brünnhilde la alegría de la acción y del
sentimiento, cuando decide obedecer al propio corazón (que es la libertad) y apoyar al
héroe, desobedeciendo aquel mandato que enajena su ser auténtico.

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4. Una vivencia crónica y vaga de estar privado de algo (un estado carencial, el
sentimiento de que se le está a uno sustrayendo una vida posible y mejor; la vida
concreta vivida no es la propia de uno, se siente uno programado). El tiempo carece de
plenitud, se siente un vacío. En tales condiciones de vida inauténtica la existencia se
vuelve un permanente disimulo y con ello una simulación igualmente permanente. No
confiesa ni ante los demás ni ante sí mismo el secreto mal estar (en el fondo es mal estar
porque es mal ser). Y por ese ocultamiento del mal que carcome, ante la inautenticidad
de la vida y la claudicación de la propia existencia, viene la necesidad de disimular y de
simular. Es la falsificación existencial. En cambio, en la autenticidad de un vivir que
realiza en libertad el propio proyecto de existencia, hay la alegría, la seguridad, la
franqueza. Es lo que dulcemente anhela la melancolía en su desgarradora tristeza. El
deprimido puede estar internamente sufriendo los más atroces sentimientos de tristeza y
de impotencia de sentir el mundo y la vida con normal alegría vital, y sin embargo fingir
y aparentar normalidad y hasta alegría y entusiasmo para que los demás no se den cuenta
de su terrible martirio interior y no advertido por los otros. Romano Guardini ha
transcrito en su trabajo sobre la melancolía el desgarrado testimonio de Soeren
Kierkegaard: «Je rentre a Tinstant d'une société dont j'était Táme; les mots d'esprit
jaillissaient de ma bouche, tout le monde riat, m'admirait... Je me retirai et je voulais me
tuer d'une baile». (Romano Guardini, De la mélancolie. Traduit de l'allemand par Jeanne
AnceletHustache; Editions du Seuil, París, 1953. Esta experiencia es atroz. Es el disimulo
y la simulación del gravemente deprimido. Se siente interiormente una tristeza ansiosa y
brutal, grave pesadumbre, y por fuera ligereza, chispa, alegría. Se tiene que disimular una
tristeza que se tiene y simular una alegría que no se tiene.
5. Frustración de las expectativas fundamentales: no cumplimiento de las propias
tendencias intrínsecas y principales, cuya realización le daría sentido y fundamento a la
propia vida, y cuya frustración traería un sentimiento de vacío, de caída en el abismo. En
la melancolía, lo esencial del problema no es la privación de determinados deseos
accidentales ni la frustración de periféricas tendencias, esto a lo más produce molestias,
desagrados pasajeros. La melancolía como experiencia existencial está vinculada al riesgo
de una privación radical de la realización de deseos esenciales para la vida biológica y
espiritual y a la frustración de tendencias centrales en la valoración de motivos para ser y
así realizarse plenamente que tiene la persona. Tal es el caso de la privación de la
maternidad en un ser eminentemente maternal, que cifra su felicidad en la condición de
tener hijos, y cuidarlos, carinarlos, los niñitos propios, y su infelicidad en la frustración de
no tenerlos, sea por no poder, sea porque el marido es impotente o negligente, como en
el caso extraordinariamente tratado en la obra poético-dramática Yerma, de Federico
García Lorca («Una mujer tiene sangre para tener ocho o nueve hijos y si no los tiene se
le vuelve veneno», Yerma, Acto II). La frustración de una alta vocación espiritual a
causa de un impedimento invalidante, ceguera en un artista pintor, derrame cerebral o
traumatismo encéfalocraneano destructivo en el caso de un intelectual es ilustrativo de
este rasgo de la melancolía que quizá lleva a la desesperación.
6. Sentimiento de desubicación existencial, experiencia de exilio fundamental: se está

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donde no se es y no se está donde se es. Hay personas que experimentan agudamente
este tipo de privación. Pero también hay personas que carecen de sentimiento de
desubicación existencial y que por lo mismo no se sienten privadas de ubicación
existencial. Hay diferencia entre privación y carencia. Quien carece de conciencia lúcida
de estar existencialmente desubicado no tiene, por ende, privación, por el infortunio de
no estar ubicado y no darse cuenta de su desubicación existencial. En cambio, hay el
fortunio de estar ubicado existencialmente y teniendo conciencia lúcida de ello se está así
centrado en plenitud existencial, lo cual también es el caso del fortunio de quien estando
desubicado siente la melancolía que es la conciencia de estar desubicado que ya es en sí
un encaminamiento a la ubicación existencial. Es lo que revela el desabrimiento de la
vida, el disgusto radical del mundo, fastidio y rechazo de la realidad opresora, añoranza
de una alternativa de vida mejor y superior, es la tristeza de un bien perdido o no
logrado. Se trata de lo que los espirituales llaman contemptu mundi.
Esta melancolía, en tanto está en un nivel espiritual, es deseable pues constituye una
conciencia lúcida de la necesidad de una alternativa a la existencia para lograr la
autorrealización de sí mismo y evitar el fracaso existencia!. Es que la melancolía es la
tristeza y la añoranza de una vida posible, de una grandeza anhelable, es la experiencia de
radical disconformidad con lo actual y, por ende, es la señal de una bienaventuranza
potencial. La melancolía es tristeza de un bien perdido, y anhelo de un bien supremo
alcanzable. La melancolía no es sino la añoranza de una alternativa de vida mejor. Es por
eso que la melancolía tiene tanto de tristeza como de anhelo, algo de dulzura. Y que es la
dulzura viene de la nostalgia anhelante y que, por ende, prefigura la belleza posible de la
vida.
En el desabrimiento del sabor del mundo, en la pérdida de las ganas de vivir, en la
tristeza, lo que la melancolía revela es una fundamental condición de la existencia
respecto de la libertad. Y es que la libertad está sofocada, la tristeza prisionera del
melancólico lo revela. Pero se trata de la libertad en el profundo sentido psicoespiritual.
No se trata, en primer término, del libre albedrío, ni de la facultad de optar p de elegir,
no, ni de las libertades jurídicas o políticas. Éstas son derivadas de lo que puede llamarse
libertad fundamental: se trata de la originalidad de ser sí mismo, libertad en el sentido de
ser y crecer y dilatarse fecundamente en la plena experiencia del propio ser sí mismo. Es
la libertad fundamental en tanto proyecto intrínseco de ser desde uno mismo. No es la
libertad fundamental, como la llamo, el antónimo de determinismo. La libertad
fundamental se da existencialmente en la persona montada en un sistema de
determinaciones endógenas y exógenas. Por tanto, la libertad fundamental no se opone a
determinismo, lo que se opone a esta libertad fundamental es la falsificación existencial,
la programación, los obstáculos y las circunstancias que se oponen y dificultan la
realización del proyecto de llegar a ser sí mismo. Libertad, tal como la entiendo, es
crecimiento, expansión, enriquecimiento espiritual, estilo de ser autónomo. La negación
de esta libertad lleva a la constricción del propio ser, a la desapropiación del propio
proyecto de ser, a la despersonalización. El hombre es persona en cuanto toma
conciencia de su libertad fundamental, desde la cual puede optar, formular vivencial y

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prácticamente un sí o un no radical y por el cual merezca la pena vivir. En la melancolía
hay un estar prisionero entre la realidad y el anhelo, y en ello hay una señal de que más
allá de tal prisión se diseña la libertad fundamental por la que aparece un proyecto
intrínseco de existencia, autónomo, original, por el cual vale el esfuerzo de luchar y vivir.
Kurt Goldstein ha llamado sel/realiza f ion, autorrealización, a la motivación
fundamental del ser humano, que es la realización de sí mismo en lo mejor de sí mismo
(sobre la cual, como autorrealización, han insistido Abraham Maslow y Viktor E. Frankl,
y en su momento, Honorio Delgado). Y eso, la frustración, el aborto existencial, es decir,
el mal logramiento de uno mismo, la negación de la libertad fundamental, es lo que
denuncia, con su lenguaje de tristeza, la melancolía, el hundimiento del ser sí mismo en
una existencia inauténtica.
Para penetrar en la hondura de fenómenos psíquicos como éstos se requieren
herramientas adecuadas por su fineza: la literatura y el arte. Precisamente, escritores que
no son psicólogos profesionales, mediante sus creaciones artístico-literarias han
penetrado en fenómenos psíquicos de alta complejidad. Es una lástima que los psicólogos
cientificistas, limitados por su carencia cultural, desposeídos de una amplia, profunda y
sutil cultura literaria, no puedan penetrar en la complejidad y sutileza del ser humano
altamente diferenciado. El psicólogo sin profunda cultura artística y literaria es totalmente
inadecuado para tratar personas profundas y refinadas, las cuales los desprecian.

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Por eso Romano Guardini, en su estudio del diario de Soeren Kierkegaard, confirma
las palabras con que lo inicia: «La melancolía es una cosa demasiado dolorosa, ella se
hunde demasiado profundamente hasta las raíces de la existencia humana para que nos
sea permitido abandonarla a las manos de los psiquiatras» (Romano Guardini, De la
mélancolie). A lo que podría agregarse, con más jus- ticia, que no debe dejarse en manos
de los psicólogos conductistas, psicoanalistas ortodoxos o disidentes. Romano Guardini
es un teólogo, y su análisis corresponde a la penetración de un psicólogo existencial. La
melancolía no debe ser vista desde una perspectiva psicopatológica ni meramente
biológica, como es el caso de la depresión endógena. Allí donde hay melancolía, su dulce
tristeza puede ser interpretada como una anunciación gloriosa. Allí donde está tu
melancolía puede crecer tu salvación, tu paraíso.
tu paraíso.
1809), en el centro de la vida y de la producción literarias inglesas del siglo xix, dijo con
dolorosa delicadeza: «The world is too brutal for me». Es una confidencia de
indefensión. Y también una queja delicada de un hombre excelente: es el sufrimiento por
la vulgaridad y la tosquedad de un mundo vulgar construido por hombres mediocres,
ambiciosos, violentos. Y en ese mundo sórdido sienten que tienen que vivir hombres
refinados como Keats. Y es claro. El mismo Keats escribió: «A thing of beauty is a joy
for ever».
Un hombre que siente el mundo como brutal para él —y que es el mismo que percibe
y siente la belleza como una cosa gozosa para siempre—, es un hombre predestinado a lo
que están predestinados los hombres más nobles de espíritu, los hombres diferenciados,
distinguidos, un hombre predestinado a la melancolía. Sí, sentir el mundo como
toscamente agresivo y sentir la exaltación y el júbilo por la belleza de un objeto bello
como un gozo para siempre. Un gozo ciertamente indestructible es tener la sensibilidad
de los elegidos, la sensibilidad aguda y dolorosa para lo ordinario y la sensibilidad sutil y
gozosa para lo extraordinario. Es la experiencia de la melancolía. Es que la belleza es un
esplendor, una dulzura, una joya que se guarda y se atesora como salvación en un
mundo miserable, un mundo hecho por los otros, los extraños. En este contraste está la
raíz de la melancolía.
Alexander von Humboldt, en su monumental libro Cosmos, trae una nota sobre la
melancolía del califa de Córdoba Abderrhaman I. En el texto nos dice: «El califa
Abderrhaman I llegó hasta a fundar un jardín botánico cerca de Córdoba, y envió a Siria
y a otras comarcas de Asia viajeros encargados de recolectar simientes raras. Él plantó
cerca del palacio de la Rissafah el primer árbol datilero y le cantaba en una composición
de versos por los cuales él se remontaba, en términos, melancólicos, a la villa de
Damasco, en su país natal». (Alexander von Humboldt, Cosmos, Tomo II: Reflejo del
mundo exterior en la imaginación del hombre. Traducción francesa de Ch. Galusky,
París, Gide et J. Baudry, Editeurs, 1855). El texto remite a una nota de pie de página
donde está escrito: «Sobre los jardines que hizo plantar en su palacio de Rissafah,
Abderrhaman Ibn Moawijeh, ver History of the Mohammenddan Dynastie in Spain,
extraído de Ahmed Ibn Mohammed Al-Makkari por Pascual de Gayangos, 1.1,1840,

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págs. 209-211. «En su huerta plantó el Rey Abderrhaman una palma que era entonces
(año 756 d.C.) única, y de ella procedieron todas las que hay en España. La vista del
árbol acrecentaba más que templaba [atemperaba, aminoraba] su melancolía, [en
castellano en el original francés] . Ver Antonio Conde, Historia de la dominación de los
árabes en España, t. 1. pág. 169».
Este es un bello ejemplo de la melancolía como fenómeno espiritual puro. El rey
Abderrhaman se siente exiliado y tiene nostalgia. Su exilio es en Córdoba, en la lejana
España. El sueña con tristeza en Damasco, su tierra natal siria. Y su tristeza la endulza
con poesía, con la palabra y la música por él compuestas. Y no conforme, quiere acercar
el país lejano y ausente plantando una palma, árbol de Damasco, en su huerta andaluza.
La vista del datilero, la visión de la palma en su jardín, dice el historiador, acrecentaba
más aun su melancolía, la agudizaba en vez de aminorarla y suavizarla.
Y es que los componentes dulce y triste de la melancolía se acrecientan en la sublime
combinación visual de la tristeza por lo lejano y de la dulzura por el amoroso
acercamiento del bien lejano en la solitaria palma plantada en Córdoba y
presentativamente traída de las palmas de la lejana Damasco. La cercanía de la palma
presente es dulzura y la lejanía de la palma ausente es tristeza. Abderrhaman
contemplaba en su palma andaluza la presencia de la palma ausente siriana, Córdoba y
Damasco tan distantes, en la palma, ahora juntos. En la palma plantada en Córdoba por
orden del Califa se hace presente lo ausente, se hace cercano lo lejano. Por eso la palma
que hizo plantar en sus jardines del palacio de Rissafah en Córdoba andaluza en el año
756, poco tiempo después de la invasión árabe de la península por el paso de Tarik (de
Gebal Tarik, o Gibraltar) en 711 d.C., acrecentaba la melancolía del Califa Abderrhaman
Ibn Moawijeh.
La historia del Califa nos regala con su perfume botánico, poético y musical de la
melancolía un esquema simbólico de la experiencia y el significado de la melancolía. La
tristeza denuncia una privación. Es una toma de conciencia de que la persona no está
donde es. Y la dulzura anuncia lo que es aquello de que la persona está privada. El Califa
hizo presente la privación plantando en el exilio el árbol, la palma, de la patria natal,
ausente. Y es así que se llenó de palmas datileras no sólo España sino toda la Europa
mediterránea. La melancolía es fecunda en efectos inesperados.
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CAPÍTULO IV

Eloísa y Abelardo: una historia de horror y plenitud

Es una caliente historia de amor. Y también es una historia luminosa de la


inteligencia. Y en verdad, coincido muy profundamente con el filósofo y psicólogo
Gastón Berger cuando dice: «No hay sobre la tierra sino dos cosas preciosas: la primera,
es el amor; la segunda, bien lejos atrás, la inteligencia.» Y dada la precedencia de uno

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sobre la otra, Eloísa precede a Abelardo, por más famoso y brillante filósofo que éste
haya sido. Y es una historia real, ha sucedido realmente en el tiempo. Eloísa y Abelardo
existieron y los acontecimientos de sus vidas están plenamente documentados.
Se trata de dos amantes que sufrieron la más atroz de las adversidades y al mismo
tiempo tuvieron la bienaventuranza de gozar del amor, tanto en sus más ardientes
intensidades eróticas, como también en esa alta estima de la armonía espiritual y en esa
consanguinidad de la comprensión intelectual, que hace del amor, amor, y más amor aún.
Y es por los terribles acontecimientos que hubieron de vivir, y por haber experimentado
el amor en toda la gama de su milagroso abanico, desde la estremecida voluptuosidad de
los cuerpos, máxima cercanía, contacto físico, enigmático milagro de la carne, la piel, los
músculos, los vellos, los huesos, el corazón latiente, la respiración agitada, enigmático
milagro de la atracción y del deleite físico mutuo de los sexos, sublime realidad de la vida
a pesar de la tristeza del cuerpo que algún día ha de morir, hasta la comunicación
epistolar, en cartas inmortales, máxima lejanía de los cuerpos y secreta e íntima unión de
las mentes, es por la adversidad de la existencia y la grandeza de su amor que esta
historia de Eloísa y Abelardo constituyen una historia de horror y también de plenitud.
¿En qué consiste el horror y dónde está la plenitud de la historia de Eloísa y Abelardo?
Esto es el tema de lo que con el lector vamos a recordar y reflexionar juntos.
hPOCA, AMBIENTE Y PERSONAJES
Estamos en plena Edad Media, entre fines del siglo xi y la primera mitad del siglo xn.
Después de las violentas incursiones de los hombres del norte que hicieron del siglo x una
edad de hierro, destruyendo gran parte de la cultura que había empezado a florecer con
el renacimiento carolingio, bajo el fuego civilizador de las escuelas catedralicias que
fundara Carlomagno, muerto en el 814 d.C. El ambiente y los personajes de esta historia
aparecieron en el tiempo hace ocho siglos y medio, y gracias a las cartas que se
conservaron y a diversos documentos encontrados por los medievalistas podemos
reconstruir los acontecimientos, que, como todas las cosas de la vida, emergieron,
navegaron y se hundieron en el río del tiempo.
¿Quién era Abelardo? La respuesta se puede encontrar en cualquier historia de la
filosofía medieval o en un diccionario filosófico. Es un personaje importante en la

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historia del pensamiento escolástico, quizá uno de los fundadores del riguroso y
novedoso método de la dialéctica, el sic et non de las «cuestiones» que se debatían en
las escuelas, método que es la columna vertebral del groceso del razonamiento de la alta
filosofía medieval. Esta es solamente una indicación útil para entender una de las facetas
del horror. Pero nos interesa más bien la semblanza espiritual y el carácter de Abelardo y
el proceso que lo llevó al amor y al desastre. Se considera a Abelardo como una de las
más importantes y mayores personalidades del siglo xii. Citando a Ueberweg, y
coincidiendo con este prestigioso medievalista, el joven estudioso Luis E. Bacigalupo en
su libro Intención y conciencia en la Ética de Abelardo, en el que demuestra la
extraordinaria originalidad de Abelardo no sólo en la dialéctica, en la cuestión de los
universales, sino en el valor de la intención en el acto ético, lo califica «como el más
influyente filósofo y teólogo del siglo xn». Esta es la enorme dimensión y la gran altura
de nivel de nuestro encantador personaje. Abelardo nació en Pallet, en Bretaña (norte de
Francia), en 1077, y murió en el monasterio de Saint-Marcel sur Saüne en 1142. Vivió
sesenta y tres años (avanzada edad para la expectativa de vida en la época).
Y para mí lo esencial de la psicología de un hombre son sus motivaciones
fundamentales. Parafraseando el dicho común «dime lo que buscas y te diré quién eres»,
¿qué es lo que buscaba Abelardo, fundamentalmente? Abelardo nace en Bretaña, lugar
de etnia céltica, de fecunda y arcaica tradición de juglares y poetas, tierra natal de
cantores y contadores (contador no es sólo el pedestre funcionario que cuenta cuentas),
contadores, digo, de cuentos, de dulces y tristes historias de amor, entre ellas la de
Tristán, también personaje de Bretaña, donde nació y^ murió. Pedro Abelardo nace de
familia aristocrática. El es el primogénito. Y en la sociedad caballeresca le corresponde
prepararse para heredar el

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título de su padre, Bérenger, el señor du Pallet. Y esto implica prepararse para las
armas y para el gobierno y administración del señorío feudal. Pero, ¿cuál es la inclinación
de Abelardo? Él mismo dice que «ha abandonado la corte de Marte para refugiarse en el
seno de Minerva», «ha cambiado las armas de la guerra por las armas de la lógica y ha
sacrificado los triunfos en las batallas a los asaltos de la discusión».
Como comenta la gran medievalista Régine Pernoud, no vamos a ver a un hijo de
familia rompiendo con los lazos familiares, una suerte, yo diría, de rebelde con causa.
Todo lo contrario. «Es en completo acuerdo con su padre, Bérenger, que Pedro Abelardo
abandona su derecho de primogenitura y de parte de su herencia». Continúa Régine
Pernoud: «El señor du Pallet ha hecho de todo para apoyar una evidente vocación, pues
Pedro, desde el mismo instante de sus primeros estudios reveló una inteligencia
prodigiosamente dotada, y sus brillantes aptitudes correspondían a los gustos paternales».
El mismo Abelardo, en su carta a un amigo y que titula «Historia calamitatum» (es decir,
historia de calamidades, de desastre, de desgracia y de ruina, que es su biografía), nos
explica la actitud, desusual en un guerrero y señor feudal: «Mi padre, antes de ceñir el
«baudrier» de soldado, había recibido algo de letras y más tarde él tomó tal pasión por
las letras que quería dar a todos sus hijos una educación literaria antes de formarlos en el
oficio de las armas. Y es lo que hizo. Yo fui su primogénito, más le era yo a él querido,
más él se ocupaba de mi instrucción». ¡Maravilloso, memorable, y digno de cariño y
estima este gran padre, el señor Bérenger du Pallet! Y notable, dada la época y la
condición, la costumbre señorial: las armas antes que las letras. Aquí las letras antes que
las armas. Todo auguraba un feliz porvenir. ¡Ay, qué incógnita misteriosa es el futuro!
Pero no sólo su educación, también su profesión intelectual auguraba una vida feliz,
llena de éxito, además.

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Naturalmente, deja la provincia y se encamina, ¿adonde? A París. ¿Por qué a París?
¿Qué es lo que busca Abelardo? ¿Cuál es su motivación fundamental? Es que París es el
lugar natural de los intelectuales, es la morada de las escuelas, el paraíso de la inteligencia
dialéctica. Un hombre como Abelardo tenía que ampliar su horizonte, las exigencias de
su poderosa y sutil inteligencia requerían el alto nivel de la école de NotreDame, que a la
llegada de Abelardo recién registraba un cierto «movimiento de estudiantes» (Pernoud).
En verdad, Abelardo había ido a París, no sólo a aprender, sino a hacerse un sitio, el
lugar, para desarrollarse como maestro, es decir, a hacer carrera de maestro de sabiduría
superior, filosofía, teología. Se distinguía su propósito, no era para mercar, multitud de
comerciantes con sus recuas cargadas iban a la feria, otros eran señores transeúntes de
retorno de las cruzadas, otros peregrinos en camino a Santiago de Compostela; no, no
era asunto de armas, ni de mercaderías ni de peregrinaje religioso, no, lo que lo sacaba
de la provincia era un peregrinaje intelectual a la Roma de la inteligencia, París. En la
«Carta a un amigo», carta autobiográfica, escribe que París es ya por excelencia la
ciudad de las artes liberales donde «la dialéctica es particularmente floreciente».
Régine Pernoud nos dice que cada época tiene su caballito de batalla; hoy día sería la
genética o la energía nuclear, y yo agregaría la biología molecular o la matemática de los
fraciales. En el siglo de Abelardo era la discusión interminable sobre la cuestión de los
universales, las formas válidas del silogismo, la premisa mayor, la premisa menor, las
tesis y contratesis, etcétera. Es decir, lo que preocupa a la inteligencia es la dialéctica, «es
decir, el arte de razonar». Cita Régine Pernoud a Rábano Mauro (nacido en 776,
arzobispo de Maguncia en 847 y fallecido en 856), quien afirma, doscientos años antes
de Abelardo, que la dialéctica es «la disciplina de las disciplinas, es la que enseña a
enseñar, en la que se aprende a

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aprender, en ella la razón descubre y muestra lo que la razón es, lo que ella pretende
y lo que ella ve» (Kant habría llamado esto una crítica de la razón pura avant la lettre).
Y en esto está el genio de Abelardo, en el que él va a ser la lumbrera más brillante de
las escuelas, maestro de un carisma y atractivo increíble, de una capacidad de
argumentación y de disputa sin par, una suerte de filuda espada del intelecto capaz de
cortar longitudinalmente al vuelo los más finos hilos del pensamiento. Abelardo, ya
arraigado en París, va a causar una verdadera explosión de debates, de simpatías y
envidias, de amores y odios, siendo su fuerza la metódica y seductora manera de razonar
y de debatir los más arduos y sutiles problemas no sólo de las artes liberales sino también
de filosofía y hasta de teología. Es un hombre iluminado, terriblemente inteligente. Y en
poco tiempo, ya es un maestro seguido por una multitud de discípulos, estudiantes,
alumnos. En las disputaciones ha refutado y superado a los grandes maestros de su
tiempo, Roscelino de Compiegne, el fundador del nominalismo, quien decía de Abelardo
que estaba entre sus discipulorum minimus, seguramente despechado de la refutación
abelardiana de carácter más bien conceptista antes que realista; Guillaume de
Champeaux, el maestro por quien parece que hizo el viaje a París, especialmente para
escucharlo, de posición realista en la cuestión de los universales, pero a quien, según
propia confesión, se hizo al poco tiempo «incómodo», excitando también la «cólera de
los condiscípulos» por su atrevimiento de refutar al más grande maestro de las escuelas
parisinas.
Abelardo es brillante e incisivo y siente la arrolladora voluptuosidad del éxito, y sobre
todo el deleite del ejercicio abundante y fecundo del intelecto. La espada esgrimida por
sus antecesores señores feudales se convirtió en fino estilete de la inteligencia, batallador
no en el campo de la ambición y de la sangre sino en el campo de

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la emulación y de la verdad racional. En Abelardo se cumple una suerte de
espiritualización intelectual del impulso dominador y beligerante de sus ancestros, como
si los antiguos caballeros de la espada hubiesen evolucionado espiritualmente a una
verdadera nobleza de la inteligencia.
Pedro Abelardo es un hombre que sólo vive en la inteligencia, desde la inteligencia y
para la inteligencia. Una interminable máquina de razonar, imparable. ¿Sólo eso, una
máquina de razonar? Aparentemente él suscribiría la afirmación gloriosa de un pensador
bizantino de su misma época y que él no conoció, Calixto Kathaphigiotis (siglo xn): «El
acto de la inteligencia es la vida». Sí, el acto de la inteligencia es la vida, pero... ¿la vida
es sólo el acto de la inteligencia?
Y es aquí que aparece Eloísa. ¿Quién es Eloísa? ¿Cómo así aparece en la vida de
Pedro Abelardo? ¿A qué grado de profundidad llega su vinculación existencial con
Abelardo? Según los datos que se tienen a disposición, cuando se produce el encuentro
Eloísa era una jovencita de diecisiete años, sus padres muertos, estaba en París al
cuidado de su «tío», el canónigo Fulberto. Tenía una vocación intensa y profunda por las
letras, sabía leer en latín, griego y hebreo, algo tan desusual que se hizo famosa en todo
París e incluso en toda Francia. Y el fenómeno era infrecuente, pues las mujeres solían
ser analfabetas y sólo preparadas para la procreación y los cuidados infantiles. Y el
canónigo Fulberto, su tío, favorecía con entusiasmo el amor de la joven por las letras y
por el avance de su educación. Así que cuando hubo la ocasión de que el gran maestro y
famoso sabio Pedro Abelardo tuviera a su cargo, directamente, la enseñanza de su
sobrina, e incluso fuese a vivir bajo el mismo techo, la idea fue acogida no sólo con
entusiasmo sino con gratitud, por el honor dispensado. Por su parte, Eloísa, jovencita
inteligentísima, culta, y de belleza nada común, no solamente estaba encantada por
tratarse del

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respetadísimo Abelardo, célebre y festejado en las escuelas de París, sino que en
general los intelectuales tenían muy buena reputación como amantes, según todos los
testimonios recogidos no sólo en la poesía goliardica (del tipo de «Carmina burana», por
ejemplo), sino también en la poesía cortesana, como «Altercado Phyllidis et Florae»
(primera mitad del siglo xn), donde se puede leer «Dulcis amicitia clericis est gloria. /
Quidquid dicant alie, apti sunt in opere. / Clericus est habilis, dulcis et affabilis» («La
dulce amistad es la gloria del clérigo [«clerici» es sinónimo de «scholares», gente de
«escuela», «universitaria»]; según Rupert de Tuy «se designa bajo el nombre de clérigo
aquel que está convenientemente instruido, cualquiera sea la condición a la que
pertenezca», es el hombre «letrado», experto en libros, cultivador de la lectura,
estudioso, es decir, «intelectual»; por eso digo: «La dulce amistad es la gloria del
intelectual. / Cualquier cosa que digan los otros, [son gente muy bien dotada] aptos son
en obras. / El intelectual es hábil, dulce y afable»). Y en una conversación entre dos
muchachitas sobre sus enamorados, dos jeunefilles del siglo xn, una le dice a la otra: «El
mío se viste de púrpura, el tuyo tiene coraza; / El tuyo vive en el combate, el mío en la
cátedra. / El mío lee y relee las hazañas de los Antiguos, / él escribe y escribe, investiga e
investiga, piensa y piensa y todo para su amiga» (en latín, el final, «scribit, querit, cogitat
totum de árnica», datos de Régine Pernoud, quien traduce al francés, deliciosamente, «II
écrit, cherche, et pense, e tout pour son amie», lo cual suena más coqueto todavía).
Eloísa está perfectamente enterada de lo que cantan los estudiantes, refiriéndose al
predominio del clérigo sobre el chevalier: «secundum scientiam et secundum morem, / ad
amorem clericum dicunt aptiorem», tomado de Méthamorphoses de Golias, que trae el
veredicto del juicio del dios Amor sobre el tema del «clérigo» y del «caballero», del
intelectual, escolar, universitario, y del guerrero noble medieval: «por su ciencia como
por sus costumbres, dicen ellas, es el clérigo (léase «intelectual») el más apto para el
amor». Y comenta Régine Pernoud: «Bueno, si ha habido jamás un clérigo seductor,
dotado de todos los prestigios, aquellos del espíritu como del cuerpo, es precisamente
Pedro Abelardo». En verdad, Abelardo era apuesto y simpático, afable y muy inteligente
y famoso, celebrado y deseado. Y era muy vital y punzante. Un verdadero espadachín
del intelecto. Un combatiente viril en las cosas de la inteligencia, lado visible de su
capacidad combativa, amorosa, es decir, su impetuosidad. En su encanto se podía
adivinar su índole de impetuoso. Era un héroe público del pensar y del hablar, un
temperamento heroico, por ende, carismático. Podría decirse de Abelardo que tenía
aquellas características que Platón en el Pedro considera del primer linaje de almas:
philosophos (amigo del saber), philokalos (amante de la belleza), musikos (músico) y
erotikos (Pedro, 248-259). Nuestra Eloísa estaba, por juventud, belleza, encanto,
inteligencia, cultura, vocación, situación y circunstancias, preparada para enamorarse de
Pedro Abelardo. Y él, ¿en qué disposición estaba? Es increíble, ella estaba dispuesta para
él, como puede suponerse, y él para ella, según sabemos. De esta mutua disposición
surgió el gran amor. Y la tragedia. Y la plenitud.
AHORA COMIENZA LA ACCIÓN
Entonces escuchemos cómo nos cuenta su experiencia en su famosa carta a un amigo

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y que él tituló «Historia calamitatum»:
Había entonces, en la misma ciudad de París una jovencita llamada Eloísa [la
medievalista Régine Pernoud, con una linda observación comenta que esto podría ser el
comienzo de un cuento: «había una vez...»], sobrina de un canónigo de nombre
Fulberto. Su amor por ella era tal que le llevaba a procurarla cuanto estuviera en su mano
para que progresara en el conocimiento de las letras. Esta jovencita que por su cara y
belleza no era la última, las superaba a todas por la amplitud de sus conocimientos. Este
don —es decir el conocimiento de las letras— tan raro en las mujeres, distinguía tanto a
la niña, que la había hecho celebérrima en todo el reino. Ponderando todos los detalles
que suelen atraer a los amantes, pensé que podía hacerla mía enamorándola. Y me
convencí que lo podía hacer fácilmente.
Como se ve, Abelardo confiesa abiertamente que se portó como un genuino seductor
premeditado. Se trataba de una verdadera conquista amorosa, una aventura emocionante.
Ella tenía diecisiete años, él tenía treinta y nueve años; la alumna jovencita, sedienta de
saber, llameando en el fuego de la admiración al maestro, entendidos en el resplandor de
la inteligencia; y Abelardo en plena madurez de la edad viril. Podemos deducir que este
encuentro flamígero ocurre en 1118, comienzos de la cumbre de la cultura medieval,
hace ochocientos ochenta y tantos años. Como puede verse, ella estaba dispuesta a ser
seducida y deslumbrada y él iba decidido a deslumbrarla y seducirla.
La situación espiritual previa la describe antes el propio Abelardo: «Has de recordar
—le dice al amigo, no se sabe si existente desconocido, ficticio o impersonal,
probablemente indistintamente colectivo, por el género usual en la Edad Media de
epístolas abiertas, como se podría llamarlas— que la prosperidad hincha a los necios y
que la tranquilidad mundana enerva el vigor del espíritu, que se disipa a través de los
placeres de la carne. Creyéndome el único filósofo que quedaba en el mundo y sin tener
ya ninguna inquietud comencé a soltar los frenos de la carne, que hasta entonces había
tenido a raya». En otra parte, anterior al relato de su experiencia con Eloísa, afirma:
«Siempre me mantuve alejado de la inmundicia de prostitutas. Evité igualmente el trato y
frecuencia de las mujeres nobles en aras de mi entrega al estudio. Tampoco sabía gran
cosa de las conversaciones mundanas». Efectivamente, Abelardo estaba total y
absolutamente entregado a la pura pasión por el estudio, la meditación y las clases y
cuestiones disputadas, en suma, dedicado a la dialéctica, a la filosofía y a la teología.
¿Qué pasó que se aflojaron los frenos? Es a mi juicio el terrible demonio tentador
conocido por los ascetas y anacoretas contemplativos del desierto, el «demonio de
mediodía», el que aparece en plena edad madura, y con su «acidia», como dicen los
teólogos, digamos tristeza, depresión, melancolía, se pierde el interés en lo más serio que
se está haciendo y se vuelca uno a cualquier tipo de locura. En el caso de Abelardo, es
un matiz del demonio del mediodía, no la tristeza, sino lo contrario emparentado con ella,
en los tipo cicloide maniaco-depresivos, la euforia, la embriaguez del éxito, el paroxismo
de las fuerzas vitales e intelectuales desbordantes y frenéticas, sin riendas. Pero sí el
mismo leit motiv profundo: la pérdida de seriedad sobre lo que uno está haciendo.
Abelardo era hombre impulsivo y querellante. Sigamos oyendo su relato.

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Era tal entonces mi renombre y tanto descollaba por mi juventud y belleza que no
temía el rechazo de ninguna mujer a quien ofreciera mi amor. Creí que esta jovencita
accedería tanto más fácilmente a mis requerimientos cuanto mayor era mi seguridad de
su amor y conocimiento de las letras.
Es interesante, esto, a pesar de su aparente cinismo. Porque en los seres selectos y
superiores, como es el caso de Abelardo, es a través del espíritu que ocurre el
encendimiento del cuerpo. Es una situación parecida a la que perenniza con poesía
suprema Dante relatando cómo, a
través de lecturas, Francesca y Paolo se reconocieron en amor. Esto expresa la
diferenciación y la excelencia de estos amantes, en los que el amor-pasión es una
manifestación profunda de la vida de la inteligencia, el espíritu que insufla de única
distinción y absorbente concentración, selectiva, el atractivo de los cuerpos. Es la
plenitud del amor, pues armonizan conjuntamente y comulgan la vida del alma y la vida
del sexo. Es la comunicación total, en todos los niveles del hombre. Continúa Abelardo:
Me convencí además que aun estando ausentes podíamos estar presentes por medio
de cartas mensajeras. Sabía, también, que podía escribir con más libertad que decir las
cosas de viva voz y de este modo estar siempre en un diálogo dulcísimo.
Son las altas dimensiones de comunicación que se abren a la condición de letrados,
ya que pueden continuar el diálogo y perfeccionar y elaborar la comunicación, estar cerca
estando lejos y decirse cosas que se sueltan en la soledad del pensamiento, lenguaje
interior y silencioso propio de la escritura. Y es que cuando uno escribe entra en un
estado de verbalización, es decir, de interior iluminación de los secretos del alma a través
del mágico espejo de la palabra, que los refleja. El escribir cartas tiene para el que escribe
un sentido y función que podría llamarse cardiodélicas (de revelación del corazón, o
psicodélica, autorevelación de la mente). A la comunicación de los cuerpos mediante la
caricia se adelanta esta comunicación de las mentes que es la palabra escrita, caricia del
alma. Se adelanta y la prepara.
Continúa Abelardo: «Enamorado locamente de esta jovencita traté de acercarme a
ella en un trato diario y amistoso, para, de esta manera, llegar más fácilmente a que me
aceptara». Y aquí se mezcla la autenticidad de su amor con las astucias del seductor,
ambas presentes en el hombre apasionado e inteligentísimo que era Abelardo.
Nos dice que, con el fin de ser aceptado, «logré de su tío —no sin la intervención de
algunos amigos suyos— que ella me recibiera en su casa...». «Le di como pretexto que
los cuidados de la casa me impedían estudiar...». Y así el tío, admirado de la fama del
gran profesor en las escuelas de París y deseando darle todas las facilidades y honrado de
tener a tal eminencia en su casa y nada menos que alentando la sed de saber de su
sobrina, le dijo: «Te la recomiendo a tu magisterio —me dijo— de tal manera que
cuando vuelvas de tus clases has de entregarte día y noche a enseñarla. Si la ves
negligente, repréndela con energía». Y comenta Abelardo:
Quedé admirado y confundido de su simpleza en este asunto, no menos que si
entregase a una inocente cordera a un lobo famélico. Pues al entregármela —no sólo para
que la enseñase, sino también para que la corrigiese con fuerza—, ¿qué otra cosa hacía

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más que dar rienda suelta a mis deseos y darme la ocasión, aun sin quererlo, para que si
no podía atraerla hacia mí con caricias lo hiciera más fácilmente con las amenazas y
azotes?
Continúa Abelardo:
Había dos cosas, sin embargo, que le impedían pensar mal: el amor a su sobrina y la
fama adquirida de mi continencia. ¿Puedo decir algo más? Primero nos juntamos en
casa; después se juntaron nuestras almas. Con pretexto de la ciencia nos entregamos
totalmente al amor. Y el estudio de la lección nos ofrecía los encuentros secretos que el
amor deseaba. Abríamos los libros, pero pasaban ante nosotros más palabras de amor
que de la lección. Había más besos que palabras. Mis manos se dirigían más fácilmente a
sus pechos que a los libros. Con mucha más frecuencia el amor dirigía nuestras miradas
hacia nosotros mismos, que la lectura las fijaba en las páginas. Para infundir menos
sospechas, le daba de vez en cuando azotes, pero no de ira. Era la gracia —no la ira— la
que superaba toda la fragancia de los ungüentos. ¿Puedo decirte algo más? Ninguna
gama o grado del amor se nos pasó por alto. Y hasta se añadió cuanto de insólito puede
crear el amor. Cuanto menos habíamos gustado estas delicias, con más ardor nos
enfrascamos en ellas, sin llegar nunca al hastío. Y cuanto más dominado estaba por la
pasión, menos podía entregarme a la filosofía y dedicarme a las clases.
La sensualización erótica de la mente del enamorado es una suerte de hechizo mental
que impedía, obnubilaba, la claridad y la independencia, el despejo del pensamiento y la
independencia de la inteligencia para dedicarse a sus objetos propios, las ideas superiores
de la vida.
Como se ve, la tempestad huracanada, el viento del amor pasión, las olas gigantescas
de la pasión erótica, el terrible mar del cuerpo agitado tumultuosamente habían inundado
la isla, la roca firme de la continencia y de la alta intelectualidad dialéctica y filosófica del
hombre que era el más brillante del siglo xn por su inteligencia analítica y agudeza en el
debate. El mismo dice:
Tan descuidado y perezoso me tornaba la clase que todo lo hacía por rutina, sin
esfuerzo alguno de mi parte. Me había reducido a mero repetidor de mi pensamiento
anterior. Y si por casualidad lograba hacer algunos versos, eran de tipo amoroso, no
secretos filosóficos. Buena parte de esos poemas —como sabes— los siguen cantando y
repitiendo todavía en muchos lugares, esos a quienes les sonríe la vida.
Tristísima afirmación de la gran melancolía, es decir, la tristeza nostálgica de quien ha
perdido el paraíso y ha pasado a ser un lánguido contemplador de la felicidad ajena, que
ya le es negada, una dura actualidad de un bello pasado.

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YA SE ACERCA EL HORROR

¿Qué ha ocurrido? ¿Qué es lo que ha pasado? ¿Qué significa esto de que Abelardo
diga que sus poemas de amor los siguen repitiendo o cantando «esos a quienes les sonríe
la vida»? ¿No sentimos todos la terrible melancolía que tienen estas palabras confiadas al
amigo, a nosotros?: «esos a quienes les sonríe la vida». Y es aquí que comienza el horror
y termina la plenitud del amor pasión deliciosamente erótico, íntimo y secreto.
Era de esperar:
Puedes imaginarte el dolor del tío al descubrirlo. ¡Y cuál la amargura de los amantes
al tener que separarse! ¡Qué vergüenza la mía y qué bochorno al ver el llanto y la
aflicción de la muchacha! ¡Qué tragos de amargura tuvo ella que aguantar por mi misma
vergüenza!
Y aquí Abelardo revela un resquicio por el cual podemos atisbar la nobleza de este
tremendo amor. Dice:
Ninguno lamentaba sus propias desdichas sino las del otro. La separación de los
cuerpos hacía más estrecha la unión de las almas. Y la misma ausencia del cuerpo
encendía más el amor.
Y en un párrafo más adelante, intelectual al fin, y amor entre intelectuales, discípula y
maestro, compara el episodio al que narra la leyenda mitológica «cuando fueron
sorprendidos Marte y Venus», citando el Ars Amatoria y la Metamorphosis del divino
Ovidio, artista del amor y de los mitos.
Pero la cosa se complica:
No mucho después la jovencita entendió que estaba encinta. Y con gran gozo me
escribió comunicándome la noticia y pidiéndome al mismo tiempo consejo sobre lo que
yo había pensado hacer. Así pues, cierta noche, en la que su tío estaba ausente, puestos
previamente de acuerdo la saqué furtivamente de la casa del tío y la traje sin dilación a
mi patria.
Se trata de Bretaña, lejos de París en el norte de Francia. «Aquí vivió en casa de mi
hermana, hasta que dio a luz un varón a quien llamó Astrolabium». Lindo nombre, al que
los excelentes traductores de las cartas, Pedro R. Santidrián y Manuela Astruga, de la
edición «Alianza», llaman «extraño», pero que para mí resulta hermoso porque asocio
Astrolabio con un poema del místico y poeta persa Jalal eddin Rumi (murió el 17 de
diciembre de 1273) que dice: «El Amor es el Astrolabio de los misterios de Dios», siendo
astrolabio un instrumento astronómico para ubicar y medir, para escudriñar el
movimiento de las estrellas en la noches inmensas de las altas mesetas persas. Me
pregunto, ¿este amor y este hijo no es también una suerte de astrolabio para escudriñar
los misterios de Dios?
Un hijo. Un profesor célebre, hombre maduro, una jovencita hija de familia,
teenager, alumna. Si estuviéramos en el mundo y en la mentalidad burguesas:
matrimonio. ¿Cómo hacer decente, diríamos, «decentificar» esta «indecencia» del hijo
extramatrimonial? ¡Qué escándalo! ¿Y quién estaría más interesada en recuperar la
decencia mediante un matrimonio? Es lógico, de acuerdo a ciertas prejuiciosas premisas,
que sería Eloísa, y, más bien, Abelardo sería el renuente, si no evasivo. No fue así.
Abelardo nos cuenta cómo fue:

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Partí para Bretaña y me traje a la amiga para hacerla mi esposa. Ella no estaba
absolutamente de acuerdo con mi propuesta y daba dos razones fundamentales: el peligro
que yo corría con ello y la deshonra que se me venía encima.
Lo del peligro era presunción razonable de la venganza del tío, inaplacable. Interesa
la segunda razón: el deshonor, no para la chica soltera, Eloísa, sino para Abelardo. Y es
que Eloísa, con inmenso desprendimiento, piensa que sería un baldón y bastante ridículo
en el ambiente de las escuelas de París, un filósofo casado, con mujer e hijo, envuelto en
prosaicas y pedestres intimidades y dedicaciones domésticas, cuando el filósofo debía
guardar una olímpica independencia y aislamiento y desasimiento de todo cuidado
material matrimonial, dedicado solamente a los agudos ejercicios de la dialéctica y a las
altas especulaciones de la filosofía y de la teología. ¿Cuál era el alegato de ella?
Escuchemos las palabras de Abelardo:
¿Qué honor podía a ella acarrearle un matrimonio —alegaba ella— [dice Abelardo],
que tanto me había deshonrado a mí y humillado a los dos? ¿No debía castigarla a ella el
mundo habiéndole privado de semejante lumbrera?» [...] «Sería injusto y lamentable que
aquel a quien la naturaleza había creado para todos se entregase a una sola mujer como
ella, sometiéndome a tanta bajeza. Le horrorizaba este matrimonio que más que todo
será para mí un oprobio y una carga.
La abnegación de Eloísa, la total renuncia a sí misma, la humildad y la entrega son
conmovedoras. Y además, qué aguda conciencia de las responsabilidades de un filósofo,
qué enorme respeto a la vida del intelecto y de sus absorbentes exigencias. Estamos en
un medio escolar de París, capital de la inteligencia, en el siglo xn. El propio Abelardo,
cuando enfrenta al tío, dice: «me ofrecí a darle satisfacción, uniéndome en matrimonio a
la que había corrompido, con tal que se hiciera en secreto y mi fama no sufriera
detrimento alguno». Pero Eloísa se negaba rotundamente a cualquier forma de
matrimonio, público o secreto. Antes que nada estaba el prestigio y la alta profesión de
Abelardo.
Pero, a pesar de todo, el matrimonio se realizó y en «presencia de su tío y de algunos
amigos, tanto nuestros como de él. Luego nos fuimos secretamente cada uno por su
lado». Había que preservar un secreto absoluto. Pero el tío y los criados empezaron a
divulgar lo del matrimonio, faltando a la promesa. Entonces Abelardo trasladó a Eloísa a
una abadía de monjas cercana a París, la abadía de Argenteuil, donde se había educado
ella. Esto molestó al tío, y a sus familiares y amigos, pensando que «ahora mi engaño era
completo, pues hecha ella monja, me quedaba libre».
He intitulado esta historia de Eloísa y Abelardo como «una historia de horror y de
plenitud». Ya relaté la primera plenitud, la alegría del entendimiento intelectual, la
plenitud del amor físico. Y ahora viene el horror. El tío, los familiares y amigos
sumamente enojados, se conjuraron contra mí. Cierta noche, cuando yo me
encontraba descansando y durmiendo en una habitación secreta de mi posada, me
castigaron con una cruelísima e incalificable venganza, no sin antes haber comprado con
dinero a un criado que me servía. Así me amputaron —con gran horror del mundo—
aquellas partes de mi cuerpo con las que había cometido el mal que lamentaban. Se

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dieron después a la fuga. A dos de ellos que pudieron ser cogidos se les arrancaron los
ojos, y como a mí, los genitales. Uno de ellos era el criado arriba mencionado que,
estando a mi servicio, fue arrastrado a la traición por codicia.
La narración continúa con terribles acentos de horror. A la emasculación, con su
horrible privación, se juntó el ridículo, los envidiosos, los lívidos enemigos del brillo
ajeno, quedaban saciados. Abelardo, el subyugante maestro, bello de cuerpo y
esplendoroso de inteligencia, el seductor y la luminaria de París, había quedado reducido
a eunuco, ente execrable y ridículo. Y no sólo los enanos del espíritu, los envidiosos
mediocres, hasta un gran maestro del siglo xn, Roscelino de Compiégne, el iniciador de la
gran corriente nomina

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lista en la cuestión de los universales, se cree con derecho a refutar la tesis
conceptualista de Abelardo utilizando argumentos ad hominem, y lo acusa de reunir
dinero con falsas enseñanzas para ponerlo, aludiendo a Eloísa, a los «pies de tu prostituta
y así remuneras impunemente el estupro del pasado», y concluye diciéndole: «Porque
como a ti se te ha extraído lo que hace hombre al hombre, hay que llamarte no Pedro a
secas, sino Pedro, el Incompleto.» Todo esto y más persecuciones tiene que padecer
Abelardo, incluso el no poder instruir a sus monjas, incluida Eloísa, a quienes les ha
regalado el terreno y el edificio de un convento de su propiedad y que llaman el Paráclito,
convento que duró más de seiscientos años hasta que vinieron los «civilizados»
propugnadores de los derechos del hombre, quienes conjuntamente con el populacho
enardecido de la Revolución Francesa lo demolieron y arrasaron en el año de 1792.
Pero del sufrimiento viene la plenitud, en este caso, la segunda plenitud. Y esto a
pesar de nuevos sufrimientos. Abelardo relata su superación espiritual:
Estando, pues, dominado por la soberbia y la lujuria, la gracia divina puso remedio,
sin yo quererlo, a las dos enfermedades. Primero a la lujuria, después a la soberbia. A la
lujuria, privándome de los órganos con que la ejercitaba. Y a la soberbia —que nacía en
mí por el conocimiento de las letras, según aquello del Apóstol «la ciencia hincha»—
humillándome con la quema de aquel libro del que más orgulloso estaba.
Efectivamente, en el Concilio de Soissons, se condenó el libro de Abelardo Sobre la
unidad y trinidad de Dios, libro que fue quemado por orden del concilio (1121).
Abelardo tenía cuarenta y dos años. Pero vino la segunda plenitud, a pesar de las dos
castraciones: el órgano de la copulación, para un amador, y el órgano de la expresión,
para un pensador.

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La «Carta a un amigo» en la que Abelardo cuenta la historia de sus calamidades
(«Historia calamitatum») circula por todas partes. Y, naturalmente, llega a lectura y pleno
conocimiento de Eloísa. Y Eloísa responde. Y Abelardo responde a la respuesta y,
gracias a esa maravillosa posibilidad de guardar en garabatos de tinta sobre pergamino las
«aladas» palabras, se establece una comunicación espiritual entre dos seres separados
por la vida y la adversidad, y nosotros, más de ocho siglos después, podemos volver a
resucitarlas, mediante el acto de frotar los ojos sobre el papel impreso de palabras
encerradas en tinta sobre papel, y como la lámpara de Aladino, hacemos que se despierte
el genio de la intelección, provocando así el vuelo de esas palabras en el interior de
nuestras almas.
ESTAMOS EN LA SEGUNDA PLENITUD, LA ESPIRITUAL
Se ha frustrado la posibilidad de que Abelardo sea el instructor espiritual de las
monjas, a las que ha dejado el convento del Espíritu Santo, el Paráclito, significativo
presente del gran amante, regalo a Eloísa. El mundo artificial de las jerarquías y papeles
sociales impide la comunicación directa de la amiga y el amigo. Y es una comunicación,
en altísimo nivel, de la vida religiosa y del perfeccionamiento del alma. Todo el caudal de
sabiduría teológica y de profundo sufrimiento humano, caudal acumulado a través del
estudio, de la meditación y de la más cruel adversidad, podía haber llegado desde
Abelardo a la sensitiva, inteligente y amorosa Eloísa, gracias a la dirección conventual,
que le fue negada. Pero más puede el prejuicio y la malevolencia. Abelardo se ve privado
de esta acción. Y entonces viene el testimonio de las cartas. Posiblemente nunca habrían
existido las cartas si Eloísa y Abelardo no hubiesen sido impedidos de comunicarse
directamente, y nosotros ignoraríamos

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quizá la intimidad que puede ser guardada, como en un cofre de maravilla, en el
papel que con la escritura conserva las palabras. Parece increíble, pero debemos pensar
en las sutiles herramientas que usa la Providencia: a través de la crueldad imbécil de los
hombres puede lograr los más sabrosos y perfectos frutos. Y esto es lo maravilloso,
fueron impedidos de comunicarse directamente, pero eso abrió dos posibilidades: la
posibilidad de la íntima comunicación vía espistolar, que hace más intensamente cerca lo
lejos, y la posibilidad de comunicarse con los venideros, con nosotros, a través de los
siglos. Se cerró para ellos la comunicación inmediata y en cambio se abrió la
comunicación que supera los límites del espacio y del tiempo.
En total son ocho cartas, incluida la primera «Carta a un amigo» o «Historia
calamitatum» que desencadena la respuesta de Eloísa. Son tres de Eloísa a Abelardo y
cuatro de Abelardo a Eloísa. De la segunda a la quinta, son personales, y de la sexta a la
octava son cartas de dirección espiritual.
Es la culminación del amor y de la amistad. Las cartas tienen a la vez intimidad y
lejanía. Toda carta hace el milagro de comunicar el pensar que surge en el horizonte
cerrado de una intimidad al pensar que ocurre en el horizonte cerrado de otra intimidad,
transvasando el mismo pensamiento, de mente a mente. Y entonces la vinculación es
selectamente espiritual, superior. Eloísa inicia la comunicación, respondiendo la carta
abierta de Abelardo. ¡Qué diferencia! Ella empieza así «Eloísa a Abelardo, su dueño, o
mejor, su padre, marido; o más bien, hermano. Ella su criada; o mejor, su hija, mejor, su
hermana», y dirigiéndose ya directamente: «Amado: Poco ha, cierta persona me trajo
casualmente tu carta a un amigo». Ella se apresura a contestarla, está ansiosa de
comunicarse directamente, con el amado. La primera carta de Abelardo es una carta
pública, una explicación ante el mundo, casi una exhibición de sus penurias y

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desahogo de sus no siempre justificadas paranoias, es la carta de un intelectual
públicamente vejado y que se defiende. No está específicamente dirigida a Eloísa, quizá
ha sido escrita sin pensar en ella. Por el contrario, la carta de Eloísa es privada, personal,
amorosa, es una suerte de caricia dulce, es un beso en el alma, es expresión de
compañía, es una carta-bálsamo, suave ternura sobre las lacerantes llagas físicas y
anímicas del amado. Y es una carta no solamente grandiosa por la alta admiración
fervorosa y enamorada que Eloísa profesa a Abelardo, invitándolo a derramar su
sabiduría sobre ella y las monjas del Paráclito conventual, claustro del alto amor y
sabiduría del Espíritu Santo, Consolador, sino de la más rendida abnegación, por amor
incondicional. Y en esto le dice estas palabras inverosímiles a pesar de que son
verdaderas y auténticas, veraces:
Dios sabe que nunca busqué en ti nada más que a ti mismo. Te quería simplemente a
ti, no a tus cosas. No esperaba los beneficios del matrimonio, ni dote alguna. Finalmente
nunca busqué satisfacer mis caprichos y deseos, sino —como tú sabes— los tuyos. El
nombre de esposa puede ser más santo y más vinculante, pero para mí la palabra más
dulce es la de amiga, y, si no te molesta, la de concubina o meretriz. Tan convencida
estaba de que cuanto más me humillara por ti, más grata sería a tus ojos y también
causaría menos daño al brillo de tu gloria. / Tú mismo no te olvidaste del todo de estas
pruebas en la carta de consuelo al amigo [...].
Y suavemente le reprocha no haber dicho algunas cosas en su «Abelardi ad amicum
suum consolatoria epistula» [título con que aparece la «Historia calamitatum» en algunos
manuscritos de los mejores y más antiguos] , pero el reproche leve queda sepultado ante
la más grande expresión de amor. Dice así:
En ella no juzgaste indigno exponer algunas razones que yo te daba para disuadirte de
un matrimonio des

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graciado. Pero dejaste en el tintero la mayoría de los argumentos que yo te di y en los
que prefería el amor al matrimonio y la libertad al vínculo conyugal. Dios me es testigo
de que si [César Octaviano] Augusto —emperador del mundo entero— quisiera
honrarme con el matrimonio y me diera la posesión, de por vida, de toda la tierra, sería
más honroso y preferiría ser llamada tu ramera que su emperatriz.
Estas palabras tienen el sabor del altísimo desprendimiento del amor, su suprema
belleza, su plenitud. Y las que siguen, fundamentando la raíz del más auténtico
humanismo sobre la dignidad de la persona humana y que, escritas en la primera mitad
del siglo xii, tienen perfecta actualidad, dicen así:
No es más digno un hombre por ser más rico o más poderoso. Esto depende de la
fortuna, aquello de la virtud [es decir, la dignidad depende de la virtud]. La mujer ha de
comprender que si se casa con más alegría con un hombre rico que con un hombre pobre
y quiere a su marido más por sus cosas que por él mismo está mostrando ser una
mercancía. Cualquier mujer que va al matrimonio con esta concupiscencia merece un
sueldo, no gratitud. Se sabe que persigue las cosas, no al hombre [a la persona] y, si
pudiera, se vendería al más rico.
Pero las cartas, de ambos lados, van evolucionando a una suerte de serenidad lúcida,
en la que los puntos personales van desapareciendo para entrar en el desapegado nivel de
los temas universales de la inteligencia y del amor. Es la segunda plenitud, la plenitud en
el Espíritu.
Es interesante observar que mientras en las cartas de Abelardo predominan las citas
de escritores exclesiásticos, evangelistas, Padres de la Iglesia, teólogos, en cambio en las
de Eloísa resulta impresionante ver su amplia cultura clásica de escritores latinos y de
citas, quizá no directas, de filósofos griegos. Los autores más frecuentes citados de
primera mano por Eloísa son Séneca, Ovidio,

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Cicerón, Lucano, Propercio y Juvenal, algo excepcional no sólo en una mujer, sino
en el Medioevo del siglo xn. Habría que esperar a Dante en el siglo xiv para tal despliegue
de erudición clásica.
Eloísa se ocupó personalmente de sus dos grandes amores, Pedro Abelardo, su
amigo, y Astrolabio, su hijo. Logró que Abelardo, a través de una carta de Pedro el
Venerable, abad del monasterio benedictino de Cluny, obtuviese el permiso del Papa para
pasar sus últimos años en serena meditación y reposo en el mismo monasterio de Cluny
sin ser molestado. Tuvo Eloísa el supremo consuelo de saber, por la carta que le enviara
Pedro el Venerable, que «aquí volvió otra vez a sus estudios, en cuanto se lo permitía su
mala salud, estando siempre inclinado sobre sus libros. Lo mismo que se dijo de Gregorio
el Grande, él nunca dejó pasar un momento sin rezar, leer, escribir o componer. En estas
santas ocupaciones le salió al encuentro el Visitador de los Evangelios [es decir, la
muerte] y lo encontró despierto, no dormido, como a tantos. Le encontró totalmente en
vela y le llamó a las bodas de la vida eterna como a una virgen sabia, no necia». Y sigue
diciendo Pedro el Venerable en su carta a la abadesa Eloísa: «Así acabó sus días el
Maestro Pedro. Era conocido en todo el mundo por su excepcional dominio de la
ciencia». Y le reafirma «Aquel, sí, aquel —venerable y carísima hermana en Cristo—
con quien después de tu unión en la carne está ahora unida por un mejor y más fuerte
lazo del amor divino». En la misma carta Pedro el Venerable le dice: «Y si el nombre de
Débora —como tú sabes por tus conocimientos— significa «abeja» en hebreo, tú has de
seguir siendo una «débora», es decir, abeja. Harás miel, pero no sólo para ti misma».
Eloísa, mujer de vida en verdad superior y trascendente, transforma la amarga
experiencia en dulce miel epistolar y comunica su sentido espiritual de manera
transubjetiva.
Y Eloísa logró también que fuese enterrado en su convento del Paráclito y que el
mismo gran Pedro el Venerable, abad del Convento de Cluny, le enviase el pergamino
manuscrito absolviendo a Abelardo de todos sus pecados, manuscrito que depositó en su
tumba. Eloísa se ocupó de los últimos años de Abelardo, de su muerte y entierro y hasta
de su salud en la gloria de la vida eterna.
Se ocupó de su hijo Astrolabio, pues conservamos la carta en la que le recuerda,
también al influyente Pedro el Venerable, «por amor de Dios, a mi hijo Astrolabio, a fin
de que obtengas para él alguna prebenda, ya sea del obispo de París o en cualquier otra
diócesis».
Gran mujer Eloísa, joven enamorada de la inteligencia y de sus dulzuras, amante
ardiente y leal, amiga, madre solícita de su hijo, según la última noticia que de ella
tenemos, modelo de monja conventual, y sobre todo templo vivo del gran amor, y por
eso mismo testimonio de que a pesar de todo la vida es hermosa, un don de Dios.
Quizá sin darme cuenta este trabajo ha sido un renovado homenaje a Eloísa, heroína
del verdadero amor. El amor y la atracción entre los sexos es una experiencia llena de
profundidad y altura. Y, en el caso de Eloísa, su propia profundidad señala el alto nivel
espiritual, y, en el caso de Abelardo, su generosidad. Se trata en esta historia de mostrar
un ejemplo de la profundidad del psiquismo humano, su espesor interior, el contenido de

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riqueza vivencial y de sentido que puede cobrar la experiencia erótica.
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CAPÍTULO V

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Julieta y Romeo: la pureza del amor
Romeo aparece desde el primer momento como un predestinado para el amor. En la
tragedia de Shakespeare así lo vemos: lánguido, triste. Es la tristeza del amor no
correspondido. La luz y el día son sus adversarios. Es la noche la que le es afín. Es que
está enamorado. Y la amada es inaccesible. Pero en el fondo, ¿qué es lo que en verdad le
sucede a Romeo? ¿Cuál es el sentido de esta tristeza, de ese insomnio, de esa palidez y
desabrimiento, de ese desgano de vivir? Creo que se trata de una vocación profunda y
que se muestra como melancolía, la noble y principesca melancolía. Y hay que
desentrañar su sentido.
La melancolía revela una vocación profunda por la grandeza y la magnificencia y el
esplendor de la vida. La melancolía revela en su profunda tristeza la existencia de una
ausencia que se anhela y que se añora. La melancolía es ausencia y añoranza. Se está
triste, nostálgico, anhelante, melancólico, en fin, porque se presiente una alta felicidad
negada, una bella plenitud frustrada. Se está melancólico porque se está en estado de
incompleción. Y lo único que podría colmar al príncipe de la melancolía es esa plenitud
que a través de la gran tristeza se presiente, el amor.
Romeo tiene una profunda vocación y esa profunda vocación es para el amor, la gran
nobleza de la vida, la sazón de la existencia, la dulzura. Y es desde la melancolía que se
tiene por contraposición vacía, por carencia, la medida de la plenitud posible, el amor. A
tal vocación es llamado, y saberse llamado es saberse predestinado para aquello para lo
cual está uno llamado. Y la melancolía es nostalgia y anhelo, es nostalgia de una felicidad
perdida o anhelo de una felicidad por obtener, que se espera. En todo caso, la melancolía
denuncia un presentimiento y un llamado. Bienaventurados los melancólicos porque ellos
se orientan hacia la plenitud, bienaventurados los melancólicos porque serán colmados.
Melancolía es esperanza. Bienaventurado Romeo porque él conocerá el amor puro. Sí, el
puro amor puro. ¿Cómo? Veamos.
La primera vivencia que encontramos en Romeo es la vivencia del tiempo. Es en el
encuentro con su amigo Benvolio y le dice «Ay me, sad hours seem long» («¡Ay de mí!
¡Qué largas parecen las horas tristes!»). Es una excelente observación de la relación de la
melancolía con el contenido y manera de vivir el tiempo. En la tristeza el tiempo
transcurre lento, pesado. En la melancolía hay tedio y rechazo de lo actual. En cambio la
plenitud quita peso, lentitud, al transcurrir del tiempo, que se abrevia y aligera en la
brevedad. Efectivamente, Benvolio le pregunta: «What sadness lengthens Romeo's
hours?» («¿Qué tristeza alarga la horas de Romeo?»). Y Romeo contesta acertando en el
meollo del asunto: «Not having that which, having, makes them short» («No tener lo que
teniéndolo las hace cortas»). Naturalmente Benvolio da en el clavo cuando pregunta: «In
love?» («¿En amor?»). Romeo contesta, seguramente triste, disgustado, brevemente:
«Out» («privado»). Benvolio insiste: «Of love?» («¿De amor?»). Y Romeo resume su
triste situación: «Out of her favor where I am in love» («Privado del favor de aquella a
quien amo»). Y es que Romeo se nos presenta como destinado. Está enamorado porque
es un enamorado. Vive en estado de amor. Y ese estado de amor es su misma esencia.

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Tiene, diría el poeta Dante, un corazón gentil, («Amor che al cor gentil ratto
s'apprende», el dios Amor que rápidamente, sin dificultad, sin obstáculo se prende del
corazón gentil, pues, por el contrario, en un corazón rústico, carente de gentileza, en un
corazón sin sensibilidad, un corazón de palurdo, grosero, tosco, el dios Amor no
encuentra espacio para alojarse y expandirse como en morada favorable). Y Romeo tiene
un corazón gentil. Está enamorado de la mujer errónea, inaccesible. Pero esto es un
ensayo preparatorio de su naturaleza de amante. Se prepara, sin saberlo, para conocer a
Julieta. De allí su soledad y su melancolía, precusoras de la gran compañía y de la
plenitud, el amor correspondido.
¿Y Julieta? Julieta es una página en blanco. Y por ello mismo en ella puede ocurrir lo
inaudito, el gran milagro del amor, o lo contrario, el matrimonio convencional.
Sorprendemos un diálogo en el que la señora Capuleto quiere preparar a su hija para el
matrimonio. El diálogo ocurre en presencia de la nodriza, quien hace bromas picarescas
sobre el asunto. Lady Capuleto dice a la nodriza que su hija ya está en una pretty age, es
decir, una edad «razonable» para marido y tener hijos, o sea, cerca de catorce años. Está
ya en una edad para cumplir un rol social, una programación de las convenciones
humanas. Y entonces le habla a Julieta de «desposorio» y le pregunta: «Dime Julieta, hija
mía, ¿sientes inclinación a casarte?». Por supuesto, ya la madre tiene en mente un
candidato definido. Julieta responde con candorosa humildad: «Es un honor con el que
nunca había soñado». La madre dice «Tiempo es ya de pensar en el matrimonio, otras
más jóvenes que tú hay aquí en Verona, damas de gran estimación, y que ya son
madres». Y suelta la liebre escondida: «El animoso y valiente conde París te solicita por
esposa». En inglés: «Thus then in brief: the valiant París seeks you for his lo ve».
Se trata un caso típico de programación perfecta y definida de la vida ajena, la
alienación existencial abierta y desnuda, sin rodeos. «En breve», le dice, como quien dice
bueno ya, para abreviar, París te busca como «su amor», «his love». Es no sólo
alienación del propio proyecto de vida, sino directo apoderamiento de la persona para
satisfacer otro proyecto de vida, el de París, que la busca para su amor. ¿Qué responde
Julieta? Se queda muda. Pero dulcemente entre la madre y la nodriza preparan la
respuesta de Julieta alabando a París, «una flor», «qué hombre», «una figura de cera»
(dice la nodriza palurdona). Julieta está muda y ante la pregunta apremiante de la madre:
«Dilo brevemente, ¿verás con agrado el amor de París?». Julieta contesta: «Miraré por
que me guste, si es que mirar puede mover a que me guste. Pero las flechas de mis ojos
no irán más lejos de lo que permita el impulso que preste a su vuelo vuestro permiso».
Es decir, una muchacha obediente, obediente por amorfa aún, aunque en sus palabras
traiciona una interior independencia, pues hay algo de condicionamiento, «miraré porque
me guste, si es que mirar puede mover a que me guste».
Este fondo residual, me parece, esta reserva interior es el punto de apoyo sobre el
que la palanca del enamoramiento genuino puede actuar para levantar la vida al nivel del
gran amor. Hay en Julieta, como ser humano digno, un fondo interior desde el que puede
esbozarse, lanzarse y realizarse un propio y auténtico proyecto de vida. Es lo que en
profundidad se puede llamar libertad.

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Todos sabemos que Verona está dividida y en un crónico e inmemorial conflicto y
luchas callejeras y muertes y sangre, por la enemistad de dos familias patricias, los
Mónteseos, a la que pertenece Romeo, y los Capuletos, a la que pertenece Julieta.
Después del diálogo programático prematrimonial mencionado, Julieta asiste a una gran
fiesta que ofrecen sus padres, Lord y Lady Capuleto, y en la que especialmente le van a
presentar al pretendiente convencional y prehablado, el superelogiado y flamante conde
París. El hecho es que entra al salón de la fiesta Romeo, quien al ver a Julieta queda
inmediatamente hechizado, preguntando al criado «¿Quién es aquella dama que
enriquece la mano de ese caballero?» (Es una linda manera de decir que la mano de
Julieta es una joya). E inmediatamente, también, el pensamiento del melancólico Romeo
se ilumina, su conciencia se llena de la luz que irradia la belleza de Julieta, piensa: «Su
hermosura parece que pende del rostro de la noche como una joya inestimable en la
oreja de un etíope... belleza demasiado rica para gozarla, demasiado preciosa para la
tierra... ¿Por ventura amó hasta ahora mi corazón? ¡Ojos, desmentidlo, porque hasta esta
noche jamás conocí la verdadera hermosura!». Se trata de un estado de arrobamiento, de
un éxtasis estético, casi místico. Gracias a la cortés amabilidad del viejo Capuleto,
Romeo puede sortear la hostilidad de Teobaldo, primo de Julieta, que está indignado por
la presencia de un Montesco en la fiesta. Y así llega hasta Julieta. La conversación de
ambos, durante el baile, está llena de picardía y atrevimiento y galanura, y por la cual,
luego del beso de las palmas de la mano, se dan el beso de los labios. La nodriza los
separa porque Lady Capuleto llama a Julieta. Poco después, ambos se enteran de la
realidad exterior que los separa: ella, la hija única de la cabeza de familia de los
Capuletos, enemigos de los Mónteseos, y él, hijo único de la cabeza de familia de sus
enemigos, los Mónteseos. Romeo y su amigo Benvolio se retiran de la fiesta, dándose
cuenta de que las cosas han subido de punto, a pesar de los amables requerimientos del
dueño de casa, el señor Capuleto. Romeo exclama: «Soy deudor de mi vida a mi
adversario». Julieta exclama: «Mi único amor nacido de mi único odio. Demasiado
pronto le vi, sin conocerle y demasiado tarde lo he conocido. Prodigioso nacimiento de
amor hay en mí, pues tengo que amar a un aborrecido enemigo». Y es entonces que
empieza la terrible tragedia: la contradicción entre la realidad del mundo social externo y
la autenticidad de la vida interna, entre las disputas y el odio de las familias, y la simpatía,
atracción y amor de las personas Julieta y Romeo. El coro de la tragedia proclama la
situación con estas palabras: «But passion lends them power, time, means, to meet, /
tempering extremities with extreme sweet» («Pero la pasión les presta a ellos poder,
ocasión y medios para encontrarse y así atemperar las extremidades de la adversidad con
la extremada dulzura».
Y así es. Romeo entra en el jardín de Julieta. Ha saltado los muros. Escudado en la
noche atisba Romeo. De pronto aparece Julieta en la ventana. Para Romeo es la luz.
Dice «¿Qué es ese resplandor que se abre a través de aquella ventana?» Romeo está
atónito, en el mundo de la oscuridad Julieta no sólo es la luz, es el Este, el Oriente mismo
del mundo, es el sol naciente en su esplendor radiante y virginal, es el ángel
resplandeciente que gloriosamente desciende sobre la noche como alado mensajero del

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cielo. En suma, en tal noble estado de amor se abre un horizonte de belleza que brilla
sublime sobre la oscuridad del mundo. Es la experiencia del amor, noble nivel al que se
puede elevar la vida, por encima de la adversidad miserable de los hombres.
Julieta y Romeo se reconocen. Y luego del diálogo consiguiente quedan en encontrar
el camino para unirse, lealmente. Romeo a la primera hora de la madrugada vuela donde
el santo franciscano fray Lorenzo y en su celda le cuenta su nuevo enamoramiento. Ya
no es Rosalina sino Julieta Capuleto, la de la familia enemiga de los Mónteseos. Fray
Lorenzo ve en este amor una providencial posibilidad de reconciliar a las desavenidas
familias uniendo en matrimonio a los dos únicos y representativos vastagos de los
señores rivales. El matrimonio se realiza. Casi inmediatamente, hay una reyerta callejera
en la cual Teobaldo Capuleto mata al amigo de Romeo, Mercucio; luego Romeo, airado
y sediento de venganza por la muerte del amigo, mata en duelo a Teobaldo, el primo de
Julieta. Escalus, el príncipe de Verona, decreta el destierro de Romeo, para quien es peor
que la muerte, pues vivir lejos de Julieta es como morir, la vida carece de sentido, es el
exilio de su propio ser. Fray Lorenzo le aconseja huir a Mantua, y permanecer allá hasta
que bajen las aguas de violencia subidas con las muertes de los jóvenes Mercucio y
Teobaldo, y haya ocasión favorable para anunciar el matrimonio y con ello seguramente
la reconciliación de las dos familias. Y es lo que hace Romeo, no sin antes pasar la noche
en la alcoba de Julieta.
Shakespeare, discretamente, no muestra en la escena la noche de amor. Vemos, ya al
alba, a los jóvenes esposos en la triste despedida. Es una escena muy hermosa. Julieta:
«¿Quieres irte ya? Aún no es el día: ha sido el ruiseñor y no la alondra el que ha herido la
hendidura temerosa de tu oído. Todas las noches trina el ruiseñor en el granero, créeme
amor mío, era el ruiseñor». Esto es muy hermoso. El reloj del tiempo lo da el canto de
las aves, es de noche, el ruiseñor, es ya de día, la alondra. Y algo más: pareciera que
Romeo cumpliera un cierto destino masculino centrífugo, de alejamiento, un destino
nómade, tránsfuga, y, como quiere Philipp Lersch, la mujer cumpliese un cierto destino
centrípeto, de retención, de estabilidad, agrícola. Ella interpreta retentivamente el canto
del ave y así lo percibe como canto de ruiseñor, lo que indica, todavía es la noche, no te
vayas, quédate. Mientras que Romeo insiste: «Era la alondra, la mensajera de la mañana,
no el ruiseñor... Mira, amor mío, esas envidiosas franjas de luz ribetean allá en el
oriente... las candelas de la noche se han extinguido ya y el bullicioso día asoma en la
brumosa cima de las montañas. Yo debo irme y vivir o quedarme y morir». Julieta insiste
en que la lejana luz es la de un meteoro, que aún es de noche, y le pide a Romeo que se
quede. Pero el amor es un espacio suave y transitable de intercambio recíproco. Ahora
Romeo es el que decide quedarse y arriesgarlo todo, morir, pues el príncipe ha decretado
su muerte si es que no cumple con el inmediato exilio. Él, ahora, interpreta la franja de la
aurora como el nocturno pálido resplandor de la luna y dice: «Tengo más ganas de
quedarme que voluntad de partir». Ella pone un gesto de alarma y Romeo le dice: «¡Qué
pasa, amor mío, aún no es de día, conversemos!». Y ella interrumpe apasionadamente:
«Sí, sí, sí, es de día, huye de aquí, es la alondra, con sus disonancias ásperas, sus
chirridos, pues aunque digan que es dulce el canto de la alondra, para mí son chirridos

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enemigos, pues nos separa y te arranca de mis brazos». El reloj funesto, el reloj
ornitológico, la cruel cronotomía pajareril, ha señalado la triste hora de la separación
porque ha determinado que es el día, que es ya el alba, funesta y aciaga orden que separa
a los amantes y borrando sus rostros auténticos de la noche ardiente les devuelve las
máscaras del día, ella una Capuleto, él un Montesco, las máscaras fatales y enemigas. Y
el canto de la alondra, que era dulce, ahora es amargo y hostil: la emoción humana
cambia el signo expresivo. Es que el heraldo del día que ahora empieza marca la
separación de los amantes.
Pero este mundo de máscaras y de roles sociales, un mundo de Mónteseos y
Capuletos enemigos, de grupos y familias rivales, de condes y príncipes, y en el cual
están insertos Julieta y Romeo, en verdad no es un mundo fantasmagórico, que sólo
aparece en la ilusión del día, sino un mundo muy real, un odioso mundo real que los
afecta y que actúa agresivamente sobre ellos, y en el cual son víctimas perseguidas. Es el
mundo que obliga a Romeo a huir a Mantua, que es algo terrible como la muerte, el
destierro. Para Romeo, fuera de los muros de Verona no existe mundo. Dice Romeo:
«There is no world without Verona walls», no hay mundo sin las paredes de Verona. Es
que el mundo, la realidad, el paraíso mismo de la existencia está en un horizonte de vida
diseñado, marcado, constituido por y desde la presencia de Julieta, es decir, de la fuente
irradiante del amor. Y éste es el sentido del amor, constituir el mundo como mundo, esto
es, el mundo como morada luminosa y caliente, fuera de la cual sólo hay muerte y sólo
muerte, frío y oscuridad. Insiste con estas palabras Romeo: «Hence-banished is banish'd
from the world», («puesto que destierro es destierro del mundo»), es decir, no hay más
mundo que el mundo de Julieta, «and worlds exile is death» («el exilio del mundo es la
muerte»).
El mundo fantasmagórico de los roles, el del padre, señor Capuleto, que prepara a su
hija para el gran matrimonio convencional con el conde París, un muñecón del mundo
social para Julieta, un portento para el crédulamente feliz futuro suegro, se vuelve mundo
real, pues es el que desata las iras del padre furioso, el negarse ella al casamiento, y la
que antes era su «niña», Julieta, se convierte en objeto de la lluvia de estos improperios
que le lanza el padre: «¡Cómo, cómo! Hilvanadora de retóricas, prepara tus piernas para
el próximo jueves, señorita deslenguada, te llevaré a la Iglesia a rastras, fuera de mi
presencia encarroñada clorótica, cara de sebo, ahórcate mocosa libertina, criatura
desobediente, fuera de mi vista, mujerzuela». Y termina desheredándola en el acceso de
ira.
Entonces no hay otro recurso que el de la estratagema ideada por fray Lorenzo,
experto en hierbas y brebajes. Efectivamente, en la mañana del matrimonio Julieta es
presa de una muerte aparente. Fray Lorenzo avisa a Romeo, pero la carta no llega. El
sirviente de Romeo se adelanta en darle la noticia de la muerte de

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Julieta. Romeo entra en la cripta y al verla muerta la besa y toma el veneno que en el
viaje se agenció de un boticario. Fray Lorenzo llega tarde, pues al despertar Julieta de su
falsa muerte ve a Romeo muerto y coge su daga y se la hunde muriendo sobre él, luego
del beso final, pues los labios de Romeo estaban aún calientes. Llegan Capuleto y
Montesco, se aclara por boca de fray Lorenzo lo que ha sucedido. Y sobre el fuerte
cimiento de la belleza del amor y de la grave seriedad de la muerte, sobre el pedestal del
amor y de la muerte, los dos acontecimientos más importantes de la existencia, se erige la
conciliación, la paz y la amistad en la ciudad de Verona.
Julieta y Romeo, símbolos permanentes en el corazón de la humanidad de la fuerza
del amor que resplandece en la vida y dignifica a la muerte. Y es que su amor era puro
amor. Y, en verdad, sólo el puro amor emerge siempre nuevo, y brilla en medio de la
locura de la agresión mutua y de la violencia, de las discordias y trampas políticas, la
necedad de las interminables y cruentas venganzas. Es la autenticidad del amor de Julieta
y Romeo, contrastada con el teatrín insustancial y frivolo del mundo social y político.
Esto es en esencia la tragedia inmortal y siempre nueva de Shakespeare.

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CAPÍTULO VI

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Francesca y Paolo: el amor pasión
Hay páginas en la Comedia de Dante después de las cuales sólo cabe el silencio.
Entre ellas están las dedicadas a la historia de amor de Francesca da Rimini y Paolo
Malatesta. Sólo el propósito interno de este libro de penetrar en la esencia y abarcar la
plenitud de la psicología del amor obligan al autor a tratar del tema, sobre el cual, como
diría Dante, «il tacere e bello» (Inf. IV, 104: «...el callar es bello»).
Es que se trata del encuentro humano más complejo y enigmático que puede ocurrir
entre dos seres humanos, el amor pasión, el gran amor. Rara experiencia, quizá un bello
regalo poético de la vida. Y, misteriosamente, marcado por lo trágico. Todas las historias
de amor son tristes, pero la vida sería más triste sin historias de amor. Veamos ahora el
sentido psicológico y la dimensión y nivel espiritual de la de Francesca y Paolo.
Hay que dejar mejor a Francesca y Paolo sin rostro y sin figura, para que puedan
adoptar el rostro y la figura de todos los amantes. Sentimos el rugir del mar, el fra

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gor de la tormenta y del viento impetuoso. Es el lugar infernal de los amantes,
envueltos y arrebatados por el ímpetu de una fuerza elemental irresistible. «Or
incomincian le dolenti note / a farmisi sentiré...» (Inf. V, 25-26: «Ahora comienzan las
dolientes notas a hacérseme sentir»). Nos hundimos en un ambiente de suma tristeza y
dulce nostalgia. Hay algo en nuestra alma como de música febril, una música ardiente,
anhelante y de dulce y dolorosa melancolía. Es música que vibra en nuestros nervios. Y
vemos casi con el tacto de los ojos la marca del rojo y del negro, de la sangre y de la
muerte. Es lo que Dante llama «aere perso» y que él mismo en el Convivio explica: «II
perso e un colore misto di purpureo e di ñero, ma vince il ñero, e da lui si denomina»
(Conv. IV, XX, 2: «El perso es un color mixto de purpúreo y de negro, pero vence el
negro y de él se denomina»). Este color perso es rojinegro. Es un ambiente de penumbra
rojiza, visceral. Estamos inmersos en la entraña de la pasión y de la muerte. A pesar del
pesar y del borrascoso vendaval, en este ser llevadas las almas hay algo de volátil, de
flotante, de suavidad de vuelo. Y también de cortesía y de amor, de gentileza y de suma
dulzura. Qué diferencia con la tosquedad y grosería, con la violencia y el asco de otros
círculos infernales. Es que Dante nos invita a fondo para comprender la experiencia de la
pasión en la dimensión ennoblecedora del amor.
Pero no se trata, ni de lejos, de un romanticismo sentimental. Este terrible infierno de
los amantes no tiene nada que ver con los suspiros espirituales que exhalan organismos
flemáticos o melancólicos. Es el ímpetu, la impetuosidad y la atracción del sexo, la
atracción irresistible. Pero tampoco se trata de una libido indiferenciada que
instrumentaliza al objeto sexual para la satisfacción venérea. No es el anonimato de la
tumescencia y de la detumescencia. No es cuestión de suspiros pero tampoco de
glándulas. Se trata de la veracidad de la pasión amorosa diferenciada por el encuentro
único de los únicos que se pueden

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encontrar en esta comunicación plena, los propios amantes. Aquí se ha perdido el
carácter genérico del sexo y con ello su inquietud espasmódica, calmable por objeto
sustituible, es decir, se ha superado su rutina y su tedio. Aquí el sexo se transfigura en
erotismo diferenciado y con eso el sexo se expresa adquiriendo su máxima y renovada
intensidad. Los amantes se gustan mutua y diferenciadamente, son insustituibles. La
libido, la atracción, las ganas sexuales se convierten en fuego y en exclusividad entre los
amantes. Es un desasosiego atormentado y al mismo tiempo una plenitud.
La vida toda de los amantes adquiere ritmo y luz. El mundo de los amantes es la
transfiguración del mundo. Y un nuevo sabor adquiere la realidad, una sazón «che
'ntender no la puó chi non la prova» (Vita Nuova, XXVI: «que no puede entenderlo
quien no lo ha experimentado»). Es que el sexo ha sido atravesado por el rayo del
espíritu. Y también a la inversa, y es que el espíritu ha sido incendiado por el fuego del
sexo. Es una unidad, espíritu y sexo, sexo y espíritu. Es la experiencia plena. Y así como
la técnica del músico virtuoso expresa al arte cuando éste viene de la inspiración, el
cuerpo expresa el amor cuando éste viene del alma. No hay ya dicotomía ni
antagonismo. No hay discordia y conflicto. El acto sexual es la expresión del amor. El
diálogo viene a ser el abrazo de las almas, como el acto sexual correspondido viene a ser
el diálogo de los cuerpos. Es la comunicación perfecta que se da entre los seres humanos,
la comunicación de los amantes.
Y aquí, en el amor pasión, se juegan y se conjuntan el amor y la muerte. Sí, lo más
importante de la vida humana, el amor y la muerte. Importante, lo que lleva dentro de sí
la existencia, lo más grave y sustancial, no meramente instrumental para el placer o como
mecanismo de la procreación. Sí, el amor y la muerte. ¿Cómo es esto así?
«Ora incomincian le dolenti note / a farmisi sentir...». Vuelven a nosotros otra vez,
reiteradamente, las notas dolientes de esta música poética, una música atormentada

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e infinitamente dulce. Y volvemos a sentir el movimiento tempestuoso del mar, el
bramido del viento, quizá contra las rocas del acantilado que se perfila entre la bruma.
Esta poesía viene de muy lejos en el tiempo, resuenan en ella viejas historias de amor,
desgraciado, las leyendas remotas de Islandia, los cuentos célticos que cantaban los
juglares bretones, las sagas normánicas. La triste crónica de Francesca y Paolo ha sido
transfigurada poéticamente por Dante, que ha recogido toda esa tonalidad erótica y dulce,
cortés y trágica del romancero medieval que cuenta en diversas lenguas el destino
doloroso de los amantes. Y sentimos dentro del Infierno, y con dulce nuevo estilo, en
una nueva invención artística los antiguos «lais» que los juglares y trovadores cantaban al
anochecer y cuando ya se han encendido las candelas, acompañando su relato con el
suave y vibrante sonido de las cuerdas de la «harpe» y de la «rote». Sí, encontramos
este encanto en la poesía de la Comedia, precisamente en esta parte: «E come i gru van
cantando lor lai... (Inf. V, 46: «Y como las grullas van cantando sus lai». La palabra «lai»
es de la lengua de «oil», es decir, el francés antiguo). Es evidente que Dante tiene
presente esa vieja tradición de los juglares bretones, más aún cuando entre las sombras
nos trae la sombra de Tristán, «Vedi París, Tristano»; «e piú di mille / ombre mostrommi
e nominommi a dito, / ch'amor di nostra vita dipartille».
Dante debió sentirse impresionado por el drama pasional y cruento que aconteció
entre 1283 y 1286, cuando tenía alrededor de los veinte años de edad. Quizá vio pasar,
apuesto y elegantemente a caballo por las calles de Florencia, a Paolo Malatesta, por esos
años «Capitano del Popólo». Han pasado más de setecientos años, el hecho está
escondido bajo las capas de tiempo transcurrido sobrepuestas. La poesía de Dante lo ha
preservado de la corrupción disolvente del olvido. Y más todavía, lo ha transfigurado. Y
a partir de esta bella preservación poética, los comentaristas y estudiosos nos han
informado

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sobre los protagonistas de esta apasionada y trágica historia de amor.
Francesca, nacida en Ravenna, hija de Guido da Polenta, il Vecchio, signore di
Ravenna. En torno a 1275 se casó con Gianni Ciotto («zoppo», «sciancato», cojo,
baldado) o también Gianciotto Malatesta, hombre deforme y violento, hijo de
Malatestino da Verrucchio, señor de Rimini, hombre feroz, conocido como «el mastín
nuevo». De este matrimonio nació una hija llamada Concordia, cuyo nombre confirma y
es testimonio viviente de que el matrimonio fue un acto de alianza política entre
«polentañí» (los Polenta de Ravenna) y los «malatestini» (los Malatesta de Rimini), dos
poderosas familias «güelfas», aunque diferentes en su estructura espiritual. En efecto, el
ambiente malatestino era un ambiente duro, de rencillas, violencia, crueldades,
ambiciones, codicia. Era recinto de puñales. Por el contrario, el ambiente polentano, era
ambiente de corte, predominaba la cultura, la espiritualidad, el trato gentil. Era ambiente
de libros. Para lograr la concordia se hizo esta fatídica alianza matrimonial. Son las
dimensiones contrapuestas de la existencia, desamor y amor. Dos maneras de vivir.
Francesca y Paolo, su cuñado, se conocen y se aman. Paolo es gentil y apuesto. Una
excepción, más afín al espíritu polentano, culto. Los Malatesta eran más bien rudos y
crueles. El marido los descubre y los mata. Es quizá una trivial, o si se quiere una común
y, para la sensibilidad de hoy, una truculenta crónica de adulterio 'exageradamente7
castigado. Pero enciende la imaginación de Dante, quien construye un bello episodio
poético. La historia de Francesca y Paolo contada por Dante es la verdadera historia de
amor. Es que la imaginación del poeta penetra en la verdad humana. La poesía es un
método psicológico de conocimiento de la realidad psíquica. La Psicología debe utilizar la
poesía como órgano de conocimiento de la experiencia humana inaccesible al método
científico. Es que la poesía es pensamiento musicalmente verbalizado que discierne y
extrae el sentido profundo y la cualidad esencial y noble de la experiencia humana, y más
aún si se trata de la experiencia del amor. Volvamos, entonces, a la poesía.
Sí, repito «Or incomincian le dolenti note a farmisi sentiré...». Lo que poéticamente
es una nostálgica música doliente, en verdad son los lamentos de las almas. Y son almas
trajinadas por: «La bufera infernal che mai non resta, / mena li spirti con la sua rapiña /
voltando e percotendo li molesta». (Inf. V, 31-33: «La tempestad infernal que nunca cesa
/ zarandea a los espíritus con su rapacidad / volteándolos y golpeándolos los molesta»).
Pero a pesar de esta terrible condición tormentosa y representativa, por parecida a la
pasión, que las arrastrara en la vida terrena, hay tres similitudes de ave y vuelo de ave
que ponen una nota de ternura y amor. Primero son los estorninos que vuelan en una
hilera larga y ondulante: «E come li stornei ne portan Fali / nel freddo tempo, a schiera
larga e piena...» (Inf. V, 40-41: «Y como los estorninos, son llevados por las alas...»). Es
la primera imagen, alada y dulce. Es una imagen de lánguido atardecer, la fila de los
estorninos, ondulante contra el cielo, en la lejanía. Y la segunda: «E come i gru van
cantando lor lai / facendo in aere di sé lunga riga...» (Inf. V, 46-47: «Y como las grullas
van cantando sus lai / haciendo de sí mismas una alargada raya»).
Aquí no sólo la tristeza y añoranza del canto de las grullas, como si en su piar
trajeran los acentos de una vieja historia de amor desgraciado, también la imagen

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alargada del pájaro. Se va individualizando la descripción de lo que en un primer
momento aparecería como una tumultuosa multitud de almas arrastradas por la tormenta.
Y viene la tercera, la cual ya se refiere directamente, personalizadas las almas, a
Francesca y Paolo, unidos. Y la imagen ornitológica, también, es la imagen de las
palomas, aves de amor. Sí, de amor y de paz. «Quali colombe dal disio chiamate / con
l'ali álzate e ferme al dolce nido / vegnon per Taere, dal voler pórtate...» (Inf. V, 82-84:
«Como palomas llamadas por el deseo de alguien / con las alas levantadas y detenidas en
el dulce nido / vienen por el aire por voluntad propia»). Son Francesca y Paolo que
llegan hasta Dante, y junto a él se detienen. El terceto no sólo tiene ternura y palabras
que abren el diseño de palomas con las alas levantadas posándose sobre el dulce nido,
sino que incluye en su conducta una motivación volitiva, han querido venir, no han sido
trajinadas por el viento, pasivamente.
Acallado el ruido de la tormenta, Francesca inicia su relato. Ha sido un tutti orquestal
que con su aquietamiento se hace un espacio para el racconto. Pienso que en el silencio
el racconto de Francesca emerge con la dulzura cálida del violoncello solo, mientras el
trémolo de los arcos, las notas dolientes de las otras almas, se va esfumando hacia el
pianissimo lejano. Inmediatamente hay un ambiente de gentileza y de cortesía. Y es algo
excepcional: Francesca es la única entre todos los condenados del Infierno, sumida ella
misma, con Paolo, y juntos, en el tormento de la inquietud insaciable de la tormentosa
pasión que los trajina, la única que le desea a Dante la paz. Nada menos que la paz. Es
decir, lo que ella no tiene, en acto de generosidad y de exquisita «gentilezza», lo quiere
para Dante. Sí, la paz. Es la generosidad del pobre. El pobre rico en amor. Esto viene de
la plenitud del amor.
«O animal grazioso e benigno / che visitando vai per Taere perso / noi che tignemmo
il mondo di sanguigno, / se fosse amico il re de Tuniverso, / noi pregheremmo lui de la
tua pace, / poi c'hai pietá del nostro mal perverso. / Di quel che udire e che parlar vi
piace, / noi udiremo e parleremo a vui, / entre che 1 vento, come fa, ci tace (Inf.V, 88-
96: «Oh ánima graciosa y benigna / que visitando vas por el aire purpúreo / a nosotros
que teñimos el mundo de sangre / si fuese amigo el rey del universo, / nosotros
oraríamos a El para [que tengas] paz / puesto que tienes piedad de nuestro perverso mal.
/ De aquello que de oír o de hablar tengas gusto, / nosotros te oiremos y hablaremos, /
mientras el viento como lo hace se calla».) Francesca habla por Paolo, siendo ellos una
sola unidad, unidos indisolublemente por la eternidad. No hay que olvidar que quien
habla es Francesca, pero quien le pone las palabras en la boca es Dante-poeta. Esto es
obvio, pero uno se olvida inmerso en la magia poética. ¿Por qué no es amigo el rey del
Universo, Dios? ¿Acaso Dios, que es amor, puede ser enemigo de los amantes? La
expresión de Francesca es dolorosa en su ternura impotente. Es como si por condenada
hubiera perdido el derecho de ser generosa y cortés. Entonces Dios aquí no es sino un
nombre para el código de moral social que condena el adulterio en general, sin distingos.
Es el sentido trágico de conflicto que ocurre en la Comedia de Dante, cuando colisionan
la norma moral con la comprensión ética penetrante propia de la sensibilidad inteligente,
sensibilidad que capta y discierne la calidad valorativa que forma excepción respecto de

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la regla general. Francesca, a pesar de su generosa y gentil manifestación de querer
pedirle a Dios la paz para Dante y que, sin embargo, dolorosamente, ella no tiene,
sumida en la tormenta infernal, está impedida de hacerlo, pues ha perdido la amistad de
Dios. Es que cualquiera que sea la condición en que la persona se encuentre en la vida, el
amor es fundamento de generosidad y de cortesía. Mientras que, inversamente, el
desamor es pábulo para el egoísmo mezquino y la rudeza.
Y es Dante-poeta quien, por intermedio de la palabra dada a Francesca, nos hace
sentir la terrible contradicción: una ética fina frente a una moral gruesa, una estimativa
que distingue la calidad humana aun en situación ignominiosa, una moral que nivela por
lo bajo y condenatoriamente. Hay comentaristas que responden negativamente,
sintiéndose necesitados de aclarar que Dante no ha pretendido hacer una apología del
adulterio. Las palabras mencionadas de Francesca más bien tienen toda la tristeza y el
afán ansioso que suscita semejante paradoja, querer y no poder desearle la paz a Dante.
Pero ellas reflejan amor, y que es noble gentileza. Es entonces que entramos en la
consideración de la profunda humanidad de Dante. Es el juicio selecto frente a la opinión
gruesa del vulgo. Y entonces empieza el racconto de Francesca. Es como una fuente
brotante en el silencio: «Siede la térra dove nata fui/ su la marina dove '1 Po discende /
per aver pace co' seguaci sui». (Inf. V, 97-99: «Esta asentada la tierra donde nací / en la
costa marítima [orilla del Adriático] donde el Po desciende / para tener paz [desemboca]
junto con sus afluentes»).
Empieza Francesca identificándose mediante la tierra natal, Ravenna. Es la
procedencia. Y lo hace mencionando lo que es fuente de vida, el río. Y es el río Po que
aunando a sus afluentes desciende hacia el mar Adriático, donde el río, desembocando,
encuentra, con sus afluentes, después de largo recorrido, la paz. Es todo esto, me parece,
lleno de sugerencia. Es la vida, fluyente, el tiempo, el río, el mar, la paz, deseada.
Y ahora aparece el Amor. Es el dios-Amor. Y Francesca, inmediatamente, explica
cómo el dios Amor encendió el corazón de Paolo: «Amor, ch'al cor gentil ratto
s'apprende,/ prese costui de la bella persona/ che mi fu tolta; e 1 modo ancor m'offende»
(Inf. V, 100-102 «Amor, que en el corazón gentil inmediatamente se prende / se prendió
en éste de mi bello cuerpo / y el modo, todavía me ofende [me hiere, me afecta]»).
El Amor-dios no se prende en sujeto rudo de corazón duro, requiere un corazón
gentil para prenderse. Y ello inmediatamente. Es que la «gentilezza», la gentileza, es una
cierta cualidad noble de apertura, de amable disposición y docilidad, de dulzura y fineza,
de sensibilidad inteligente y pronta. La «gentilezza» es una cierta claridad de alma, de
bondad de fibra, de receptividad. La gente ruda y tosca de corazón, mediocre, con
hurañía de fondo, carente de fibra sensible, esa gente tan abundante y que es «fuerte,
amusical y estúpida» (Thomas Mann) no tiene el privilegio de ser tocada por el dios. Y
porque no tiene la disposición para el dios, el dios no desciende en su corazón, no se
prende, no se enciende en su corazón, ni lo enciende. Y el corazón gentil es precisamente
la esencia de lo humano, es el corazón puro. Y es el corazón limpio de todo lo bestial, lo
innoble y vil que suele recubrirlo en el común. Es el corazón purificado de la ira, del
temor y de la avidez, es el corazón limpio de codicia y de ambición y de soberbia, es el

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corazón libre de la amargura que se refleja en los rostros mal gestados de tanta gente. Es
el corazón llano. En el pedregal de un corazón zafio no desciende ni se prende el Amor.
Y ese dios-Amor al prenderse del corazón gentil de Paolo hizo que éste a su vez se
prendiese del bello cuerpo de Francesca. Nótese bien, no del alma, ni de ninguna
vaguedad gaseosa, del cuerpo mismo, visible, concreto, tangible de Francesca
(«persona» en la lengua vulgar de la época de Dante y en el uso propio del presente
terceto significa «cuerpo»). Y este cuerpo vivo y bello, el de Francesca, y del cual se
prendió Paolo, le fue quitado. Más aún, por el modo que Paolo la amaba, el modo tan
intenso, es que todavía la «ofende», es decir, la hiere, como un desgarramiento. Es por
esto que ella todavía lo sigue amando, sí, herida, desgarradamente.
Luego, en el siguiente terceto, Francesca habla inmediatamente del amor de ella
misma por Paolo. Y entonces repite por segunda vez, la palabra Amor, el dios: «Amor,
ch'a nullo amato amar persona,/ mi prese del costui piacer si forte,/ che, come vedi,
ancor non m'abbandona» (Inf. V, 103-106: «Amor, que a nadie que es amado, de amar a
su vez dispensa, me prendió de éste, placer tan fuerte, que, como ves, todavía no me
abandona»).
«Amor» es un dios terrible: no permite dejar de amar a quien se siente amado, no
perdona. El dios-Amor exige correspondencia, no exime al amado de amar, a su vez, al
amante. Es decir, Francesca se sintió fascinada, envuelta, cogida en el amor de Paolo.
Francesca sintió la tentación de sentirse deseada por Paolo. Y Francesca no habla de
suspiros, ni de afinidades románticas, ni de ninguna racionalización sentimental para
disimular y encubrir o justificar la raíz física y erótica del amor. Francesca habla
directamente. Nada de concierto de almas. De lo que habla Francesca es que no pudo
dejar de corresponder. De lo que habla Francesca es del placer «tan fuerte que, como
ves, le dice a Dante-personaje, todavía no me abandona». El placer (en sentido
subjetivo) que siente Francesca es tan intenso e inolvidable que todavía sigue sintiéndolo.
Y este «placer» sensual viene de que se sintió presa, cogida, por el «costui piecer» (en
sentido objetivo), el gustar, el complacer, el encanto de él, de Paolo. Ella se sintió atraída
por el atractivo de él, ella sintió gusto («piacer») por su gustar («piacer», de él). Ni la
herida mortal, ni la destrucción de su cuerpo, ni la condena social prolongada hasta el
más allá, le han arrebatado su amor y su placer, gozo de ella por el placer, gozo de Paolo.
Y Francesca repite por tercera vez la palabra Amor. Y esta vez el dios-Amor no es
convocado para hacer patente la pasión amorosa. Esta vez el Amor es llamado para
hablar del otro misterio más importante de la existencia, la muerte. Y remata Francesca
los dos tercetos con este nuevo verso, casi como si fuese el gran río que uniera a los dos
afluentes de la narración previa, el amor del amor de ella y el del amor de él, unidos en el
gran mar de la muerte. Es la tercera mención del Amor: «Amor condusse noi ad una
morte» (Inf. V, 118: «Amor nos condujo a una muerte»).
Es la tercera vez seguida que Francesca menciona la palabra que designa al dios.
Nunca será poco insistir en la profunda significación de esta reiterada y tan vecina
conjura del nombre del Amor. Las dos anteriores, las de los dos tercetos que preceden al
verso de la muerte, en un clima rojo, pasión y sangre, como en un clima purpúreo,

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cerrando el círculo de fuego, Francesca ha narrado primero el amor de él a ella («Amor,
ch'al cor gentil...») y el amor de ella a él («Amor, ch'a nullo amato...»), los dos
semicírculos complementarios (las mitades, cada amante) que se cierran y se completan,
pues cada terceto revela el amor de cada personaje. Y todo ello bajo el signo de la pasión
ígnea. Sí, todo ello en rojo. Pero en esta tercera vez, el Amor que antes los había cogido
(«prese costui...» y «mi prese del costui...»), ahora los termina de coger conduciéndolos
a una muerte. Esta vez todo el resplandor de fuego se extingue en la unidad trascendente
de la muerte una que unifica eternamente a los amantes. El fuego amoroso, en rojo, entra
en la muerte, en negro. Y en esta consumición que es consumación, en esta extinción del
fuego en la muerte, en este desvanecerse el color púrpura en el color negro, viene la
nobleza.
Si en vez de la metáfora visual del círculo rojo que al extinguirse se plenifica en el
negro, el eros en tanatos, utilizamos una comparación musical: el primer terceto (terzina
w. 100-102), una línea melódica, se levanta en un vibrato áureo y apasionado planteando
un tema (sí, el tema del amor de Paolo a Francesca, el deseo de Paolo) e
inmediatamente, casi abrazándola, correspondiendo melodía con melodía, surge una
segunda línea melódica complementaria (terzina de los w. 103-105), la que intensificando
el tema planteado con un nuevo tema que responde (el tema del amor de Francesca a
Paolo, el despertar del deseo de Francesca al sentirse deseada) y entran ambas en acorde
armónico que se disuelve, rallentando, hacia los tonos más oscuros, descansando,
muriendo (v. 106).
Eros y Tanatos, los dos instintos primordiales que enfatizara Freud, parecen latir en el
fondo de este amor pasión. Se trata de una voluptuosidad sensual intensa y profunda que
se uniera a una voluntad de aniquilación, un impulso de placer y un querer de extinción,
el deseo y la muerte, unidos. Es lo que hace exclamar a Isolda, culminando el éxtasis
final del Tristán de Wagner, «unbewusst», «hóchste Lust». Pero no se trata, con grave
anacronismo, de interpretar freudianamente el pasaje dantiano. Y con más razón, pues
para Freud «tanatos» no significa siempre voluntad oceánica de extinción, sino instinto
agresivo innato, connotación de la que carece absolutamente el verso que auna en la
muerte a los dos amantes. Y, por otro lado, no es anacronismo la vinculación con el Tris
tan, dado que ambos, Dante en el siglo xiv y Ricardo Wagner en el siglo xix, se nutren en
el espíritu de las leyendas trovadorescas del Tris tan y que remontan a las tradiciones
célticas. Debemos recurrir al propio Dante. Retornemos y completemos las ideas de
Dante sobre el color «perso». Escribe, como hemos visto, en el Convivio: «Lo perso e
uno colore misto di purpureo e di ñero, ma vince lo ñero, e da luí si dinomina; e cosí la
vertú e una cosa mista di nobilitade e di passione; ma perche la nobilitade vince in quella,
e la vertú dinominata da essa, e apellata bontade». Esta idea, que aquí subrayamos
completando el sentido de que vence el negro, ya que la virtud del amor tiene como el
perso una mezcla de nobleza y de pasión, y es la nobleza, la muerte dignificante de la
pasión de los amantes, y con ello adquiere la suprema característica del ser; la bondad.
Es la redención de los amantes. Es la voluptuosidad de la muerte.
Es que la muerte une a los amantes. Es como el gran río con cuyos afluentes van a

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resolverse en el inmenso mar. Y en la metáfora, («noi che tignemmo il mondo di
sanguigno»), el purpúreo es la pasión y la sangre, se hunde, se extingue en el negro, en la
muerte, es decir, en la nobleza. Vence la muerte, vence el negro, vence la nobleza. Es la
pasión, flor roja, implantada en la muerte. Y ambos, los amantes, se pierden. En la vida
temporal los amantes están atrapados por los roles asignados en el mundo, y el mundo
les es enemigo, y en el mundo son vistos bajo la luz de la indignidad y del mal. La
muerte es la liberación. Sí, la muerte es la liberación, y con ella, y al mismo tiempo, la
revelación de la esencia del amor, la «bontade». La victoria de la muerte los despoja de
los roles mundanos que los separan y, más bien, los une en la esencia misma de la
nobleza. Este juego del día y de la noche, del engaño superficial del mundo y de la
realidad profunda del amor y de la muerte, liberación del mundo, este juego de lo que
separa a los amantes y lo que los une, el juego de separación y unión, es el juego con que
poética y dramáticamente ha entendido y desarrollado Ricardo Wagner el destino trágico
de los amantes, su nobleza y la bondad raigal de su experiencia, la que ha puesto, a mi
juicio, Dante, si vinculamos el episodio de Francesca con el texto trascrito del Convivio.
Wagner leyó a Dante y no se puede dudar que el episodio de Francesca y Paolo late en
él, quien como artista dramático lo explicita. Y es esto lo que he querido analizar. En todo
caso, queda dicho, tanto Wagner como Dante han penetrado a fondo en el sentido del
amor pasión, cuya historia se hunde en el medioevo hasta las más viejas tradiciones
célticas, entre los siglos vin y ix, mucho antes de las versiones cortesanas y caballerescas
de la civilización feudal, ya desde el siglo xn.
No es extraño, entonces, que los traidores no sean los amantes, según la moral
vigente, culpables de adulterio. No hay que olvidar que Paolo era hermano del marido
Gianciotto, traicionado con su mujer Francesca, la esposa infiel. A seguida del verso que
completa con la muerte la obra de Amor y que dice «Amor condusse noi ad una morte.»,
Dante, sin esperar ni intercalar nada, nos informa, a través de Francesca, el destino del
traicionado marido: «Caina atiende chi a vita ci spense» (Inf. V 107: «Caina espera a
quien nos apagó la vida»). La Caina es el nombre que tiene la primera zona infernal del
último círculo, el noveno, donde están los condenados por traición a los familiares. Allí
es esperado Gianciotto Malatesta, nada menos que el marido traicionado por su mujer,
Francesca, y por su propio hermano, Paolo Malatesta. El encuentro de Dante con
Francesca ocurre la noche del Viernes Santo, 25 de marzo u 8 de abril (según el computo
que se utilice) de 1300 y Gianciotto aún vive. Pareciera que el crimen de traición
corresponde en su esencia al marido, no es crimen de los amantes, el crimen es el crimen
de apagar el fuego de la vida, el amor, al apagar la vida de los amantes. Y es que
Gianciotto, marido convencional, realiza un acto que trasciende su propio entender.
Gianciotto fue el instrumento ciego del gran misterio del amor y de la muerte, fue el
ejecutor ignorante del enigma. El trágico destino que ennoblece a los amantes, la muerte
de amor. El marido, impulsado por pasiones egocéntricas, es castigado por traición, ha
violado el amor fraternal, más aún, ha apagado la vida de la vida. Francesca pronostica
su llegada a Cocito, lago helado en el fondo de la tierra donde quedará Gianciotto
enclavado en el hielo, solo, y sólo con la cabeza afuera, con el mentón pegado en la

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superficie y forzado a mirar su imagen que se espeja en el lago. Es la Caína, horrendo
lugar que toma el nombre bíblico de Caín, el matador de su hermano. Es lo que le espera
para el año 1304, el de su muerte. El desamor es hielo y la escena en el hielo es la
radiografía psico-espiritual de los traidores. Sólo quien no ama es capaz de traicionar.
Gianciotto ha sido un instrumento bajo de una alta realización, ennoblecer con la muerte
el amor de los amantes, quienes en la muerte se unen, para siempre. Y ése es el destino
que les da Dante-poeta, en el ultramundo.
Dante acaba de escuchar y calla. Y mantiene largo rato el rostro inclinado, cavilando.
Sí, piensa, largamente. Y hasta tiene que interrumpirlo Virgilio: «¿Qué piensas?». Parece
que aun así, ensimismado en su propio pensar, demora en contestar la pregunta de
Virgilio: «Quando rispuosi, cominciai: O lasso, / quanti dolci pensier, quanto disio / menó
costoro al doloroso passo!» (Inf. V, 112-114: «Cuando respondí, comencé: ¡Ay, / cuantos
dulces pensamientos, cuanto deseo / llevó a estos al doloroso trance!»).
No es fácil profundizar en esta interioridad. Hay, sí, una profunda tristeza. Y hay la
consideración del contraste entre la belleza intensa de los dulces pensamientos que
despierta el amor con la consiguiente impetuosa fuerza del deseo, todo ello vida y vida
dulce, y la realización que llevó al dolor, y a la muerte, amarga. Quizá Dante pensó en la
segunda muerte, la condenación. Y a causa de esta

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consideración queda perplejo y necesitado de preguntar por los detalles del
acontecimiento:
«Poi mi rivolsi a loro e parla'io,/ e cominciai: «Francesca, i tuoi martiri / a lagrimar mi
fanno tristo e pió. / Ma dimmi: al tempo d'i dolci sospiri, / a che e come concedette
amore / che conosceste i dubbiosi disiri?» (Inf.V, 115-120: «Luego me volteé hacia ellos
y hablé / y comencé: "Francesca, tus tormentos / me hacen llorar de tristeza y de
compasión, / Pero dime: en el tiempo de los dulces suspiros, / ¿qué fue y cómo es que
sucedió que el amor concediera a / que ustedes conocieran los sospechados deseos?"»).
Dante en su pregunta se remonta al nacimiento del amor, y a sus raíces, y también a
su floración abierta. Y para ello emplea palabras de una delicadeza y profundidad que
revelan la esencia divina del amor y su intensidad. Se refiere primero a la etapa inicial,
cuando todavía el amor tiene una dulzura anhelante («dolci disiri») y una encubierta
realidad de incertidumbre, duda y temor, una timidez ansiosa («i dubbiosi disiri»). Y esta
situación de suspenso y de tensión sólo puede ser resuelta por una suerte de gracia del
dios Amor que revela a los amantes sus secretos sentimientos (a che e come concedette
amore / che conosceste...).
Dante quiere saber cómo así se dieron cuenta y se declararon mutuamente su amor.
Y es hermosa la manera de preguntar de Dante, en la que como hemos visto no sólo hay
una sutil cortesía, una delicada discreción, sino, incluso, una profundidad de sentido: se
trata de la divinización del amor: el amor es una deidad que concede. Es decir, se trata de
la gracia. Se trata de un advenimiento que desciende sobre algo dado, el deseo. Es,
entonces, la experiencia de la armonía, deseo-advenimiento, y también del cumplimiento.
Y hay algo de haber recibido por concesión de una instancia superior. Una elevación en
la propia dignidad. La experiencia del amor eleva, diviniza.
Y esto de pensar en los primeros tiempos del amor, arranca en Francesca una profunda
sentencia, una sen

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tencia de nostalgia, es la honda melancolía, la tristeza del bien perdido, el recuerdo de
los buenos tiempos en el tiempo de penuria: «E quella a me: «Nessun maggior dolore /
che ricordarsi del tempo felice / ne la miseria; e ciá sa 1 tuo dottore.» (Inf. V, 121-123:
«Y ella a mí: "Ningún mayor dolor / que acordarse del tiempo feliz / en la miseria; y eso
lo sabe tu doctor"»). Se trata indudablemente de Virgilio, que en la Eneida hace contar a
Eneas sus desgracias con la caída de Troya, incendiada, y su padre muerto. Y también el
episodio del dolor de la reina de Cartago, Dido, al saberse abandonada por Eneas, idos
los días felices del estar juntos y viendo las naves alejarse. Francesca, además, nos
muestra ser persona de letras. No sólo porque aquí alude a la lectura de la Eneida sino
por las circunstancias literarias en que se declaró el recíproco deseo y que a seguida
narra:
Ma s'a conoscer la prima radice
del nostro amor tu hai cotanto affetto,
diró come colui che piange e dice.
Noi leggiavamo un giorno per diletto
di Lancialotto come amor lo strinse;
soli eravamo e sanza alcun sospetto.
Per piü fíate li occhi ci sospinse
quella lettura, e scolorocci il viso;
ma solo un punto fu quel che ci vinse.
Quando leggemmo il dis'íato riso
esser basciato da cotanto amante,
questi, che mai da me non fia diviso,
la bocea mi basció tutto tremante.
Galeotto fu 1 libro e chi lo scrisse:
quel giorno piú non vi leggemmo avante»
Mentre che Tuno spirto questo disse,
Taltro piangea; si che di pietade
io venni men cosí com'io morisse.
E caddi come corpo morto cade.»
Inf. V, 124-142: «Pero si para conocer la primera raíz / de nuestro amor tú tienes tanto
interés afectuoso, / habla

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re como quien a la vez llora y habla. / Nosotros estábamos leyendo un día por placer
/ acerca de Lancelote como así el amor lo cogió [apretándolo]; / solos estábamos y sin
cuidado alguno [ni sospechas]. / Varias veces nos miramos a los ojos suspendiendo /
aquella lectura, y palidecimos; / pero en un punto [en un pasaje] fue aquel que nos
venció: / Cuando leímos los labios deseados [sonrientes] / ser besados por tal amante, /
éste que ya nunca se apartará de mí, / la boca me besó temblando. / Galeoto [confidente
y encubridor de los amores de Lanzarote y Ginebra] fue el libro y quien lo escribió: / Y
aquel día ya no seguimos leyendo. / Mientras que un espíritu esto dijo, / el otro lloraba;
de tal manera que de compasión / yo me sentir venir menos como si me muriera / y caí
como cuerpo muerto cae».
Este relato puesto en boca de Francesca asume no sólo un aura de lirismo delicado
sino algo más fuerte, es patético. Se trata de la intensidad vivida a partir de un acto
espiritual, la lectura compartida. Es de imaginarse la cámara de Francesca que, en dulce
saborear literario, se convierte en aula de amor. Sí, ellos leían un cierto día, solamente
por deleite. No era el libro un instrumento de estudio y de conocimiento. En un ambiente
riminiano en que predominaba la política y la violencia, los conflictos del poder y del
codiciar, Francesca y Paolo, sin pretenderlo, habían creado juntos un recinto cordial, de
paz y de fantasía, de amorosa intelección erótica, de cultura espiritual. Es que allí, en el
señorío de Rimini nadie lee, no hay una biblioteca rica, como la de los Montefeltro en el
ducado de Urbino, ni siquiera como la de la casa de Francesca, en Ravenna. Y ellos se
reunían en torno de un libro. Sí, un libro de historias de los caballeros de la Mesa
Redonda, era un libro de historias de amor. Eran los amores prohibidos e intensos del
caballero Lanzarote del Lago y de Ginebra, la esposa del rey Arturo. Era un noble
aislamiento, en la palabra y en el espíritu. Un paréntesis de espiritualidad en un contexto
de brutales sucesos político-militares que eran del interés del común. Pero ahora es

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el Amor, que rápido se prende y enciende en el corazón gentil. Esta lectura era la flor
de la «gentilezza», disposición delicada para sentir la espiritualidad. Y ambos leían, como
debe leerse y por la razón fundamental de la lectura: «per diletto». Y llegados a un punto
de esta lectura, en un punto de este ensueño verbal de fantasía, se dieron bruscamente
cuenta de que el libro era el espejo de la historia de ellos mismos. La palabra leída,
espejo de la propia realidad. Mirándose en este espejo vieron la imagen de sus propios
sentimientos. Pero no sólo espejo era el libro. En verdad, lo que le cuenta Francesca es
algo más profundo, respondiendo a la pregunta de Dante relativa a cómo comenzó esta
historia. Francesca entiende por «la prima radice del nostro amor». Y la raíz es espiritual.
Es el ideal de amor imaginado en la lectura lo que en ellos inspira la realización del amor
vivido en la realidad. Es decir, la raíz de este ímpetu erótico es espiritual. Y ella da cuenta
de esta raíz espiritual con la palabra y el llanto. La palabra que reconstruye como relato
la historia vivida y el llanto que expresa el lamento por la perdida felicidad y va
desahogando la pena. Y esto lo hace porque siente en Dante un alma receptiva («Ma s'a
conoscer la prima radice / del nostro amor tu hai cotanto affetto, / diró come colui che
piange e dice»). Francesca sentía la empatia de Dante.
Ellos ya estaban unidos por la gracia de una identificación en el espíritu. Entonces
cuando Francesca y Paolo se dieron cuenta de que la historia de Lancelote y Ginebra era
la historia de ellos mismos, varias veces detuvieron la lectura y permanecieron en silencio
y vieron cómo por ello mismo crecía el deseo sensual y las ganas de expresarlo. Y no se
sonrojaban, no tenían por qué sentir el rubor de la vergüenza ingenua propia de los
adolescentes enamorados. No, Francesca y Paolo palidecían, experimentaban como
adultos maduros la fuerza y la inminencia, la fatalidad de la pasión y su peligro. Sentían
la violencia y los riesgos de lo que se venía, suspendieron varias veces la lectura
olvidados del mundo («soli eravamo e

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sanza alcun sospetto»... «scolorocci il viso» «...ma solo un punto fu quel che ci
vinse»). Y entonces al leer que «il disiato riso» (delicada manera de referirse a la boca
espiritualizada por la sonrisa) era besado por semejante amante, éste (Paolo), que no se
despegaba de Francesca, la besó en la boca. Lo dice con la palabra del órgano
anatómico, sin circunloquios espiritualizantes: «la bocea mi basció tutto tremante»,
cuenta Francesca. Es la expresión erótica y física del amor que viene del alma y
suscitado por una situación de afinidad y encuentro de nivel alta y deliciosamente
espiritual. El libro y su autor desempeñaron el papel de Galeoto. En el romance medieval
Galeoto ruega a Ginebra que bese a Lancelote que «se está tímido» y no se atreve a
confesar su amor. En el poema dantiano quien toma la iniciativa del beso es Paolo,
llevado por la intensidad de la situación espiritual creada por el libro. Sí, fue el libro el
que incitó al beso, inspirando y dando valor a Paolo. No cayeron por la tentación de la
soledad sino que ellos se elevaron por la atracción de la espiritualidad. Creada la
comunicación a través de la fantasía del libro, fue el espíritu erotizado el que venció la
resistencia del temor a expresar el amor. Y entonces, así, vino el beso.
Y es aquí que encontramos la esencia del amor pasión. No se trata, como he dicho
más arriba, de un situación meramente sentimental y espiritual, ni de un hecho de lujuria
sexual y de un impulso exclusivamente corporal, biológico. Tampoco se trata de la
sublimación freudiana o sublimificación. En la sublimificación del instinto sexual la
represión del impulso erótico lo desvía a un desplazamiento hacia un objeto sustitutorio
del objeto propio del impulso, el objeto hacia el cual el impulso está dirigido,
reemplazándolo por otro en una suerte de satisfacción ilusoria del impulso. El objeto
propio, por ejemplo, del impulso sexual es el cuerpo, y el acto que consuma este impulso
es el coitus, el abrazo físico de los cuerpos de los amantes. En cambio, la sublimificación
hace una suerte de quid pro quo, una cosa por otra, y en vez de la satisfacción

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del impulso en el objeto mismo del impulso, el objeto es cambiado por algo que
pertenece a la esfera espiritual, por ejemplo, o en algo que simbolice al objeto sexual, y
en él se desahoga, se compensa y en cierto modo se engaña. La sublimificación es, pues,
una falsificación. En cambio en el amor pasión lo que hay es una sublimación, es decir, la
realización del impulso erótico en su objeto propio, pero en un nivel de experiencia y de
actos insuflados de espiritualidad. En el amor pasión hay una realización física real del
impulso erótico espiritualizado, tanto en la motivación atractiva como en la forma de
realización. De lo que se trata es de poner en la perspectiva adecuada de autenticidad y
grandeza tanto la espiritualidad como lo sublime. El punto de vista de Nietzsche,
desarrollado en el pansexualismo de Freud, es que tanto el espíritu como lo sublime son
formas enmascaradas de realizar un instinto. El desenmascaramiento sería un acto de
denuncia de una pretendida verdadera índole física, material, biológica de lo que
llamamos motivación sublime o espíritu. Por supuesto que existe el fenómeno, pero ello
no debe llevar a desconocer la existencia de una auténtica espiritualidad y un alto nivel
sublime de experiencia como rostros verdaderos de la vida y de la experiencia psíquica.
Es preciso superar la psicología reduccionista por la que todo lo superior no es sino una
forma disimulada de lo inferior. El desencanto de toda forma de idealismo, explicable en
parte por la existencia de formas de sublimificación, no se comprende, en su
generalización reductiva, sino por el caldo de cultivo, bajo, del resentimiento de la masa
colectiva creciente y miope para lo sublime, la cual necesita, al envidiar, calumniarlo por
su impotencia para lograr lo genuinamente superior y espiritual.
En el amor pasión de los amantes lo que hay es una real espiritualización del impulso.
Es decir, el impulso del sexo y el acto carnal sólo pueden ser expresión del amor en
cuanto éste viene del espíritu. Es precisamente el fenómeno inverso de la sublimificación.
El espíritu atraviesa el sexo como un rayo. Y la fuerza y la luz del rayo espiritual
convierten al sexo, al impulso erótico, en el camino para la realización del espíritu a
través del acto sexual, el cual expresa la unión espiritual de los amantes. Y al expresar
esta unión la fortalece y así plenifica la vida del espíritu de ambos. Viene entonces una
alegría de vivir, un bienestar básico, un estado de plenitud que hace de la comunicación
de los bienes del espíritu un estado de fiesta. Es el júbilo de los amantes. Sí, el constante
gozo de la comunicación en todos los niveles de la vida, maravillosa.
Y como se trata de una experiencia sublime, no hay la falsificación que se observa en
la sublimificación, y esto es así, por cuanto el objeto propio del impulso sexual se alcanza
genuinamente sin sustituciones ni desplazamientos simbólicos y figurativos. La diferencia,
por otro lado, con la sexualidad desespiritualizada es que ésta constituye un impulso
indiscriminado, dirigido a objeto erótico genérico cuyos individuos son sustituibles en
cuanto sólo realizan la figura genérica del objeto erótico. El impulso indeterminado
puede, así, ser satisfecho también indeterminadamente. Los individuos son simplemente
individuos, no personas. En el caso del amor-pasión se da la intimidad exclusiva que
logran los amantes en cuanto se da la atracción espiritual de la mutua y coparticipada
comprensión de valores y estilos superiores, lo que despierta e intensifica y exclusiviza la
manifestación del sexo. En la espiritualización de la sexualidad, el impulso primario

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libidinoso (las ganas) pierde su primitivismo y elementalidad e inmediatez y se refina y
elabora y complejiza en formas cada vez más diferenciadas de realización. La situación
genérica de la sexualidad que atraviesa toda la gama sexuada de la animalidad en las
formas polares de macho-hembra, se vuelve distinguida y personalizada: «esta mujer» y
«este hombre». En la «y» se concentran todas las exigencias que tiene el espíritu,
exigencias de diferenciación, de refinamiento, de distinción, de cultura, de gracia, de
inteligencia, de sensibilidad, de encanto, para que en «este hombre» o en «esta mujer»,
como personas determinadas e insustituibles o muy difícilmente encontrables, se
despierte la pasión sexual en toda su irresistible intensidad y delicia y tormento. Y es
precisamente la «y» que une a Isolda «y» Tristán la fórmula que emplea Wagner poeta-
dramaturgo-músico para expresar la unión amorosa de los amantes. En el Acto II de
Tristán e Isolda podemos leer, entre muchos pasajes sublimes, el de Isolda que dice:
«Doch unsre Liebe / heisst sie nicht Tristán und Isolde? / Die süsse Wórtlein: und / was
es bindet / der Liebe Bund».
Y entonces cuando el espíritu y el sexo, unidos y diferenciados en la experiencia
recíproca y exclusiva del «tú», del uno-con-otro, del nosotros excluyente de los demás,
se potencian mutuamente de manera que, transfigurados por el espíritu, los amantes
alcanzan, por eso mismo, las más intensas delicias de la caricia sexual y la más profunda
y extática experiencia de la cópula física, y así sexualmente atraídos los amantes alcanzan
nuevas formas de comunicación en el espíritu. Se trata, en verdad, de que el amor
permite el despliegue pleno de las potencialidades de sensibilidad e inteligencia.
En la opaca realidad de la vida común y corriente, en la 'acomunada mediocridad', lo
que suele darse es la escisión entre sexo y espíritu, incluso el conflicto y la contradicción
entre ambos. Lo frecuente es lo deforme: la unión carnal sin espíritu y la unión espiritual
sin sexo. Y por ello, el espíritu se vuelve enemigo del sexo (represión), y el sexo en
enemigo del espíritu (tentación). El sexo, magnificado por el puritanismo, por el
«castratismo» (Nietzsche) y por el psicoanálisis (Freud), ha sido argumento para la
condenación de las personas, sea en forma represiva moralizante, sea en forma de
desencanto de lo espiritual. Hay un modo normal, por lo frecuente, de la deformidad
espiritual y que es la unión carnal sin espíritu como práctica habitual, casi rutinaria. Es
esta deformidad espiritual la que produce el «post coitum triste». Hay también la
deformación puritana de lo sexual, al ser equiparado, con asco, a otras funciones
fisiológicas como defecar, orinar, etc. Y hay la lucha interior crónica del sacerdote que ha
hecho voto de castidad y que por eso el sexo se le ha convertido en enemigo
obstaculizador de su proyecto de realización espiritual religiosa, confesional. En verdad,
el buscador espiritual, el místico que vuela hacia la realización suprema que es la unión
con Dios, debe ser muy cuidadoso en este asunto de la relación del espíritu con el sexo.
Lo esencial es la autenticidad. Es decir, la sinceridad consigo mismo.
En este capítulo sobre la dimensión de la experiencia humana en la polaridad amor-
desamor, puede verse el papel que juega esta dimensión existencial en la actividad sexual.
Y se trata de un papel esencial en lo que respecta a la excelencia o degradación del nivel
de vida. La espiritualización del sexo es la forma de experiencia en la dimensión del

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amor. Y en esta dimensión amorosa se da la conducta en el nivel de excelencia. La
desespiritualización del sexo es desamor. Y este tipo de conducta se da en el nivel de la
degradación de la existencia humana. En esta condición el sexo se convierte en lo que
teológicamente se llama «carne», enemiga del alma. La infiernización de la vida humana
en lo que se refiere al sexo es precisamente la carnalidad sin espíritu. Es el sexualismo o
la sexomanía de nuestro tiempo. La publicitación y anonimidad del sexo. La
manipulación comercial y consumista del sexo y de las imágenes eróticas. No es extraño
que se haya extendido la práctica pública de asociar el sexo con la violencia, o la
vinculación trivial entre sexo y gaseosas o cigarrillos. De lo que se trata es de excitar y
vender. Y todo esto, toda esta proliferación contaminante de imágenes eróticas al servicio
de un mercantilismo desenfrenado e impúdico no es liberación sexual. Es este fenómeno
masivo de sexualización de las imágenes la más grande falsificación de la sexualidad que
ha habido en la historia del hombre. Es pseudo-liberación, en realidad, sólo trivialización
del sexo. Y esto es sacrilego. El sexo, la vida del eros, el misterio encantador de la vida,
trivializado. Parafraseando a Nietzsche: las aguas de Eros eran puras y cristalinas y vino
el vulgacho grosero a beber de ellas y con sus bocazas inmundas lo ensuciaron todo. El
vulgacho, la canalla tanto de la «acomunada mediocridad» humana, como el vulgacho de
los mercachifles y manipuladores del sexo.
Infiernizar la vida, en el fondo, significa inferiorizar la vida. Y es lo que se hace con
el sexo («infernus», «inferus», inferior, subterráneo, infernal). Es la contaminación
sexual del ambiente social de nuestro tiempo. Otra forma de contaminación. Estamos
contaminados de monóxido de carbono, de residuos de mercurio, de desperdicios
industriales, de ruido... de sexo... Y todo eso en el taquipsiquismo de nuestra época, la
velocidad psíquica, la vehemencia, el torbellino, la moderna «bufera infernal» de nuestro
tiempo, el taquicronismo brutal e impaciente. Sí, taquipsiquismo, taquicronismo,
taquicardia, colapso del corazón, muerte del espíritu, estrangulación del amor. Sí, es la
«bufera infernal che mai non resta», que nunca se aquieta. Los «peccator carnali, che la
ragion sommettono al talento» son, verdaderamente, los que aplastan el espíritu con el
apetito, los lujuriosos que adulteran con la posesividad codiciosa la sustancia erótica pura,
y con ello degradan al sexo.
La psicología fundamental que proponemos pone en clara luz la significación del sexo
en la totalidad de la vida. El sexo es la expresión de una vida espiritualizada cuando se
ejerce en el polo del amor, entendido como dirección a los valores sustantivos, en este
caso la persona. Se establece así una vinculación interpersonal simétrica y lo erótico es el
campo de expresión de la ligazón que une a las personas. Y en ello la vida personal y de
la sociedad que asume tales valores sustantivos se elevan al nivel de la excelencia
humana. Es que el sexo no ha sido deformado, tergiversado. El sexo no ha sido
trivializado. En cambio, la instrumentalización de la persona con fines de
aprovechamiento sexual unilateral degrada la vida humana interpersonal, ya que la
recíproca relación simétrica sujeto a sujeto decae en una relación asimétrica sujeto a
objeto. La persona así manipulada ha sido despersonalizada, cosificada. Se ha instalado
el polo existencial del desamor. El valor sustantivo ha sido degradado a valor

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instrumental. Es el gran peligro de la época, la instrumentalización de todo por todos, en
todos los órdenes de la vida, no sólo el sexo, que es su expresión.
La psicología fundamental, en lo que se refiere al sexo, tiene una perspectiva
diferente respecto del pansexualismo freudiano. No son el espíritu y la cultura
manifestaciones sofisticadas o subproductos de la represión del sexo, aunque en muchos
casos esto pueda ocurrir. El sexo en la dimensión del amor es campo de expresión del
espíritu. La cultura espiritual, en tanto que belleza de formas y excelencia de valores, es
también el modo elevado y refinado de realizar el impuso erótico. No hay conflicto entre
espíritu y sexo, entre cultura y erotismo, sino allí donde la deformación del espíritu y la
cultura en las personalidades y grupos sociales espiritualmente inmaduros crea un
aislamiento del sexo y del impulso erótico, vistos como sucios adversarios del espíritu y
de la cultura. El espíritu y la cultura no son aparatos de represión del instinto. Y cuando
son vistos así y se habla de la «miseria de la cultura» (Freud) se está proclamando un
puritanismo disfrazado de liberacionismo sexual. El espíritu no es máscara o vía de
desplazamiento o de frustración y coartación de la vida sexual, sino que la actividad del
instinto erótico encuentra el espíritu como el modo refinado y complejo de expresarse y
comunicarse. La cultura no debe ser vista como una superestructura represiva o
«sublimada» (freudianamente, es decir, «sublimificada) de lo sexual, sino, al revés, lo
sexual encuentra por la cultura del comportamiento, en la conducta cultivada, modos
superiores y exquisitos de realizarse. El hombre es un «animal cultural», según Ernst
Cassirer, y como tal debe incorporar la vida sexual (primariamente de origen biológico,
neurobio-químico) a su morada propia. El puritanismo, por un lado, con sus normas
represivas y prejuiciosas, y el primitivismo silvestre de una impulsividad cruda, reducen
la experiencia sexual a una mera actividad reproductiva, aséptica en el primer caso, o
brutal, en el segundo. Sólo cuando el espíritu y la cultura son deformados a ser normas
represivas es que el sexo es rechazado como impulso sucio y con ello exiliado de la
propia morada del hombre, la cultura y el espíritu. Para una psicología fundamental, es
decir, una psicología existencial que aborde las categorías psico-espirituales bajo las
cuales se da la experiencia humana, el pansexualismo freudiano y la trivialización del
sexo, ambas formas de pseudo-liberacionismo sexual, son los síntomas de la degradación
de la vida humana en nuestro tiempo. El sexo desespiritualizado y la despersonalización
por instrumentalización de las personas son las causas profundas. La violencia difundida
y el armamentismo desenfrenado, la pornografía de la muerte, sus efectos.
Pero la historia de Francesca y Paolo no ha terminado. El encuentro de ambos se
hizo a través de un objeto cultural, el libro. Y en el libro encontraron un entendimiento
sublime. Ellos leían, y al hacerlo habían establecido un puente de comunicación erótica.
Ellos no sustituyeron la realidad por la fantasía de las palabras. El libro no era un camino
de desvío. Todo lo contrario, el libro era el camino del encuentro para la realización
sublime del impulso erótico, compartido por ambos. Hay una intermediación cultural del
impulso erótico. Leyeron que «il disiato riso» fue besado en el libro. Y entonces Paolo,
estremecido de amor, besó, realmente, en la boca, a Francesca.
El beso fue la revelación. Y con ella el apaciguamiento de todas las dudas y temores.

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Pero también fue el comienzo de la realización. Y Dante pone en boca de Francesca
estas sublimes palabras con las que termina el relato. Con ellas el racconto de Francesca
cesa y el violoncello imaginal traza en el aire la más recóndita y sublime línea melódica
de su fraseo: «quel giorno piú non vi leggemmo avante» (Inf. V, 138: «Y aquel día ya no
seguimos leyendo»).
Y estas palabras, tan profunda y ampliamente significativas, son no sólo el bello velo
de pudor sino la indicación verbal delicada de la intimidad propia de la pasión erótica.
Aquí termina, pleno de resonancias venturosas de una profunda experiencia de amor
realizado. Y entonces Dante nos cuenta su paroxística respuesta emocional: «Mentre che
Fuño spirto questo disse, / Faltro piangea; si che di pietade / io venni men cosí com'io
morisse. / E caddi come morto corpo cade» (Inf. V, 139-142: «Mientras que un espíritu
esto dijo, / el otro lloraba; de tal manera que de compasión / yo me sentir venir menos
como si me muriera / y caí como cuerpo muerto cae»).
Sí, las palabras y las lágrimas: Francesca relata y Paolo llora. Son dos formas
dolorosas de expresión del dolor, como si la palabra fuera llanto y el llanto palabra. Dante
siente la compasión, el «mit-fühlen», el sentir-uno-conotro, «mit-ein-ander-fühlung»
(Max Scheler), pues también ellos dos sienten el sentir de Dante que siente lo que ellos
sienten, la tristeza del amor desgraciado, pero también la gran tristeza de recordar los
tiempos felices en la miseria. Y entonces Dante se siente desfallecer, se siente venir a
menos su conciencia, como si se anublara, como si muriese. Y a la obnubilación de la
conciencia sigue la pérdida, incluso, del control del cuerpo. Y Dante cae como cae el
cuerpo muerto.
Es evidente que el canto declina lentamente hasta la extinción. Y luego viene el
despertar de la conciencia de Dante. El texto del canto siguiente lo expresa en forma
psicológicamente interesante. Dice así:
«Al tornar de la mente, che si chiuse / dinanzi a la pietá d'i due cognati, / che di
trestizia tutto mi confuse, / novi tormenti e nove tormentati / mi veggio intorno, come
ch'io mi mova / e ch'io mi volga, e come che io guati» (Inf. VI, 1-6: «Al regresar de la
mente que se cerró / ante la compasión por los dos cuñados / que de tristeza todo me
confundió, / nuevos tormentos y nuevos atormentados, / me los veo entorno, como que
yo me mueva / y que yo me voltee, y como que yo mire»).
Es interesante la forma de descripción de la pérdida de conciencia. Es claro que
Dante-personaje, seria y profundamente conmovido por el relato de Francesca y por los
gemidos dolientes y el llanto desesperado de Paolo, ha sufrido un shock neuro-
vegetativo. Una estimulación paroxística, una crisis de carácter vago-tónico por motivo
emocional produce una bradicardia, la que a su vez, como el corazón bombea menos,
disminuye la afluencia de sangre al cerebro y con esta disminución de oxigenación de las
células nerviosas, las neuronas, viene la pérdida de la conciencia. Dante-poeta utiliza dos
metáforas interesantes desde un punto de vista psicológico para referirse a la
recuperación de la conciencia: 1. El retorno de la conciencia que se había ausentado; 2.
La apertura de la conciencia que se había cerrado. Y el fenómeno de ausencia y de
cerrazón de la conciencia obedece a la compunción aguda por compasión ante el

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sufrimiento de los amantes, la cual fue de tal magnitud que la niebla de la tristeza lo
sumió en confusión, en estado emocional obnubilado. El personaje tiene una sensibilidad
de extrema agudeza por su intensidad. Es el misterio de la desaparición de la conciencia
que, así como retorna, se ha ausentado, sí, ¿adonde? Y es la conciencia cerrada que
habiendo cancelado la presencia del mundo exterior, al retornar, se abre y, en vez de la
languidez muriente del relato de Francesca y el triste rumor del llanto de Paolo, aparece
un nuevo escenario ruidoso de nuevos tormentos y de nuevos atormentados, una
multitud sufriente. El triste caso de Francesca y Paolo queda atrás, no es sino un eslabón
de la enorme cadena de tristeza. Dante-personaje tiene que realizar la amarga experiencia
de las consecuencias del mal. Tiene todavía Dante-personaje que ahondar en el
verdadero rostro de la maldad humana. Este rostro de manera horrible se ve
representado en las escenas infernales y que constituyen, según cada maldad, el
«contrapasso», es decir, el símbolo que revela el sentido de la experiencia vivida por
cada hombre fracasado. La máscara de la vida real que encubría al personaje malvado
tiene detrás el rostro infernal. Dante tiene que ver todos los rostros de la maldad, uno por
uno. Y tiene también que ascender la montaña de la purificación para limpiar la mirada
espiritual de las nieblas de las diversas tendencias que impiden la visión paradisíaca. Y
tiene que llegar de cielo en cielo al ámbito más allá de las últimas estrellas, más allá del
universo. Y con él, nosotros lectores también. Es la inmensa y variada gama diferencial
de la existencia humana. Es la contemplación.

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Índice
CAPÍTULO PRIMERO.—Psicología del amor 11 12
CAPÍTULO II.—La vida erótica y la inspiración del arte
29
trovadoresco 23
CAPÍTULO III.—La melancolía y la libertad fundamental .... 49 59
CAPÍTULO IV.—Eloísa y Abelardo: una historia de horror y
70
plenitud. 61
CAPÍTULO V.—Julieta y Romeo: la pureza del amor 87 103
CAPÍTULO VI.—Francesca y Paolo: el amor pasión 97 112

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