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LA CRISIS MODERNA DEL AMOR

Gustave Thibon

INTRODUCCIÓN

I. EL PROBLEMA DE LA FIDELIDAD
Argumentos en favor de la infidelidad . . . . . . . . . . . . . 3
Las falsas fidelidades . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 4
La fidelidad adaptable . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 4
Respuesta a las abjeciones . . . . . . . . . . . . . . . . . . 8
Fundamento religioso de la fidelidad . . . . . . . . . . . . . . 11
Dios, alma de toda fidelidad . . . . . . . . . . . . . . . . . 12

II. LA CRISIS MODERNA DEL AMOR


Las muertes van de prisa . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 14
Abstraccion e idolatria . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 14
Ruptura con la especie . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 15
Ruptura con Dios . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 17
Exclusivismo de la pareja . . . . . . . . . . . . . . . . . . 17
¿El porvenir de la pareja? . . . . . . . . . . . . . . . . . . 18

III. SEXUALIDAD Y VIDA ESPIRITUAL


¿Pueden explicarse el héroe y el santo por la sublimacion?
Planteamiento del problema . . . . . . . . . . . . . . . . . 20
¿A donde conduce la sublimacion? . . . . . . . . . . . . . . 22
Verdadera y falsa sublimacion . . . . . . . . . . . . . . . . 23
Relaciones entre la vida sexual y la vida espirirual . . . . . . . 25
Conclusion . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 26

IV. LA INDISOLUBILIDAD DEL MATRIMONIO


Que el hombre no separe. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 27
Razones profundas de la indisolubilidad del matrimonio . . . . . 28
¿Compañeros de eternidad? . . . . . . . . . . . . . . . . . 29
Objeciones contra la indisolubilidad del matrimonio . . . . . . . 30
La ley y la vida . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 31
El problema del amor “libre” . . . . . . . . . . . . . . . . . 34
Si el grano muere... . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 36

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INTRODUCCIÓN

Los cuatro ensayos que van a leerse gravitan, bajo diferentes aspectos, alrededor del mismo problema: el
de la construcción armoniosa del ser humano.
En los capı́tulos sobre la crisis moderna del amor y sobre las relaciones entre la sexualidad y la vida
espiritual, consideramos el problema bajo el ángulo de la unidad.
En los estudios de la noción de fidelidad y de la indisolubilidad del matrimonio, nos interesaremos ante
todo por el aspecto continuidad.
Por otra parte, estas dos preocupaciones no son sino una, puesto que sólo en la medida exacta en que el
hombre es capaz de realizar su unidad interior puede también dominar e integrar el cambio. La dı́scontinuidad,
la inconstancia, proceden del desmenuzarmiento de la personalidad. El ser que no es uno en sı́ mismo no
permanece uno en el tiempo. Bernanos hacı́a observar a los amantes de la novedad y la variación, que el
cadáver, por el hecho mismo de no tener unidad interna, es la sede de metamórfosis sensacionales en las que la
rapidez podrı́a “avergonzar a la relativa estabilidad del viviente”. De hecho, la “vida” del cadáver nos ofrece
un ejemplo perfecto y poco atractivo de “la aceleración de la historia”.
En último análisis, este doble problema es de orden religioso. Puesto que la fuerza que asegura la unidad
y la continuidad del hombre, reside más allá del hombre. Del mismo modo, el poder atractivo del sol es el que
logra la cohesión del globo terrestre y el que regula su curso armonioso en el cielo. Los aerolitos, que no tienen
un campo gravitatorio determinado, trazan en el abismo un surco de fuego antes de estallar y sepultarse en la
noche definitiva. Son la imagen de las pasiones y los ideales del hombre que no teniendo a Dios como centro,
pasan como destellos cuyo esplendor efı́mero y devorador agrava el espesor de nuestras tinieblas y la angustia
de nuestra soledad.
Dios es el sol de los espı́ritus. Estas páginas no tienen otro fin sino mostrar una vez más que el orden
temporal está sometido a la atracción de lo trascendente y que el infinito es el guardián de lo limitado.

I. EL PROBLEMA DE LA FIDELIDAD

Si queremos definir la fidelidad en su esencia, diremos que consiste en el rechazo del cambio. El comerciante
que firma una letra pagadera en un año proclama implı́citamente: dentro de un año, mis intenciones sobre este
punto serán las mismas: tendré, como hoy, la voluntad de pagar esa suma. De igual modo, el esposo, el amigo,
el sacerdote fieles son los que no cambian nunca.
En todas partes, el sentido común sitúa espontáneamente la fidelidad entre los valores humanos más eleva-
dos. No es casual que epı́tetos tales como “voluble”, “variable”, “inconstante”, aplicados a un hombre, revistan
un sentido peyorativo. El ser vı́ctima del devenir es considerado como un tipo inferior de humanidad.
¿Definiremos, pues, la fidelidad como la negación pura y simple del devenir? Señalemos sin demora que el
sentido común no es más sensible para ciertas formas de la fidelidad que para la inconstancia. Cuando tratamos
a alguien de “fósil” o de anticuado, estas expresiones poco halagadoras sobreentienden que el hombre en cuestión
habrı́a obrado mejor cambiando, adaptándose al devenir. Ası́ pues, la resistencia al cambio no podrı́a consi-
derarse como un valor absoluto y universal; hay casos en los que es un defecto y en los que el abandonarse al
cambio es una cualidad.
Y esto se concibe muy bien si se considera que el hombre es a la vez vı́ctima de lo eterno y del devenir.
Precisando más, el hombre es parte de lo eterno en devenir. Ası́ pues, no podı́a sacrificar absolutamente el
devenir a lo eterno ni lo eterno al devenir bajo pena de renegar de su propia naturaleza. La verdadera fidelidad
no consiste en la detención del cambio, consiste en impregnar de eterno el cambio. Y por ello su noción se hace
muy vaga y elástica. Entre las realidades temporales (y englobo en esta expresión todo lo que se desarrolla en
el tiempo, y por consiguiente, todo lo que es humano), algunas pueden y deben impregnarse de eterno hasta la
saturación mientras que otras no soportan sino una dosis muy débil de fidelidad: el peso de la eternidad que se
quiere meter en ellas, en lugar de liberarlas las aplasta. Ası́ una vocación religiosa exige la eternidad; aquı́ el
cambio aportarı́a la ruina y el infierno del alma. Pero tal o cual capricho superficial llama al cambio y al olvido:
querer eternizarlo serı́a la ruina y el infierno: la verdadera fidelidad hacia las cosas que pasan, consiste en no
intentar retenerlas. . .
Desde ahora tengamos en cuenta dos puntos de vista muy importantes que nos servirán para distinguir la
fidelidad auténtica de las falsas fidelidades:

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1. Toda fidelidad verdadera implica un intercambio vivo.
2. Toda fidelidad verdadera implica un elemento de orden
supra-racional y mı́stico; está hecha de fe.
Dicho de otro modo: la noción de fidelidad se funda en la noción de organicidad o, por lo menos, de
simbiosis; y la fidelidad sin compensación, la fidelidad al parásito no puede ser sino una forma de consentimiento
al suicidio. . .
Las cosas serán de tal manera —ya lo he dicho antes— que será posible un intercambio vivo y fecundo
entre nosotros; dicho en otras palabras: no cambiarán hasta el punto de hacer imposible este intercambio. Pero
este intercambio que condiciona la fidelidad está sometido, como toda realidad viva, a la ley del cambio. Desde
el momento en que yo acepto un compromiso sé, de antemano, que los seres y las circunstancias implicadas en
él cambiarán, y en una medida que me resulta absolutamente imprevisible. Por lo tanto, si yo he prometido ser
fiel: ¿cuál o cuál capricho superficial llama al cambio y al olvido: que podrá ser mi actitud frente a este cambio
inherente a la vida misma?
Son posibles tres actitudes:
a. la infidelidad;
b. la falsa fidelidad, que a su vez puede revestir múltiples formas;
c. la fidelidad adaptable;

Argumentos en favor de la infidelidad

Hemos dicho que la fidelidad es un intercambio vivo. Veamos qué ocurre si te digo: “mi compromiso está
siempre subordinado a la confianza en la perennidad de un cierto modus vivendi entre nosotros. Pero si las
cosas han cambiado hasta tal punto que yo no pueda darte nada más, o no puedo recibir nada más de ti (o
lo uno y lo otro a la vez), si se demuestra que este intercambio que hemos prometido mantener es imposible o
contrario a las aspiraciones más legı́timas de mi naturaleza, estoy en el derecho de ser infiel: nadie está obligado
al imposible ni al suicidio”. Ejemplos. Yo soy filósofo y he prometido a mi maestro fidelidad en el arte de
pensar. Pero llega un dı́a en que, bajo la influencia de mi reflexión personal, las ideas de mi maestro me parecen
inadmisibles: yo sólo podrı́a ser fiel en detrimento de lo que creo que es la verdad; dicho de otro modo: si el
intercambio está muerto mi fidelidad ya no es viable. Soy un hombre de estado y he firmado un tratado con un
pais vecino que delimita con bastante justicia nuestras fronteras metropolitanas y coloniales. Pasan cincuenta
años: debido a su gran natalidad mi paı́s se ahoga dentro de las fronteras que he aceptado, mientras que el paı́s
vecino, cuya población ha decrecido, abunda en bienes y tierras y ni siquiera puede explotar sus territorios. El
modus vivendi consagrado por el tratado ya no existe; ası́ pues, tengo el derecho de denunciar el tratado, y, en
última instancia, de hacer la guerra. Soy un cristiano ferviente y en el entusiasmo de mi juventud he hecho un
voto al Señor; por ejemplo, el de la castidad. Pero mi fervor disminuye con el tiempo, ya no recibo de lo alto las
mismas gracias, y me doy cuenta de que no podré seguir siendo fiel a mi voto más que al precio de una lucha
vana y extenuante contra mi propia naturaleza. En estas condiciones, considero como un derecho y un deber
hacer que la Iglesia me desligue del voto. . .. En estos distintos ejemplos, la abolición del modus vivendi inicial,
la supresión de las posibilidades de intercambio orgánico, parecen exigir y legitimar la infidelidad.
Aquı́ el caso lı́mite es el de la muerte, siendo por esencia el cambio absoluto. Por otra parte, los proble-
mas de la fidelidad y de la muerte están trágicamente conexos. A primera vista, la muerte es lo que reduce
definitivamente a cero todas las posibilidades de intercambio. Yo te habrı́a jurado fidelidad (el “te”, al que
me dirijo, puede ser una persona amada, una agrupación, un partido, o una concepción polı́tica o religiosa
. . . ), habı́a decidido entregarme a ti hasta la muerte, lo que según opinión general, es el testimonio de una
comunión absoluta. Hasta la muerte; esta expresión es ambigua, sin duda quiere decir: hasta mi muerte; en
otras palabras, que debo estar dispuesto a morir por ti, pero también quiere decir: hasta tu muerte, o sea que
sólo estoy dispuesto a morir por ti a condición de que tú estés vivo.
Pero he aquı́ que, sin que yo tenga nada que ver con ello, tú estás muerto. Yo estaba dispuesto a sacrificarme
por ti porque me sentı́a vivir en ti más que en mı́ mismo, pero ¿qué sentido tendrı́a ahora mi sacrificio?; y serı́a
absurdo que me perdiera sin la esperanza de ¡salvarte!
La muerte, ruptura absoluta del intercambio, traza el lı́mite supremo de la fidelidad. Querer ser fiel a las
personas y a las cosas muertas, es matarse a sı́ mismo y extender la muerte a su alrededor, y es el espectáculo
que ofrecen, por ejemplo, tantos esposos o padres “inconsolables” y todos los que mantienen las viejas fórmulas

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polı́ticas o religiosas eliminadas para siempre por el mismo movimiento de la vida.

Las falsas fidelidades

Pero también puede ocurrir que yo diga en el momento del cambio: no soy dueño de los acontecimientos,
pero sı́ de mı́ mismo. Puedes transformarlo todo a mi alrededor, pero, en lo que a mı́ respecta, no cambiaré
porque no quiero cambiar. Una sola cosa cuenta para mı́: la palabra dada, el compromiso aceptado por mi
parte. Ası́ pues, continuaré fiel a este tratado ruinoso, a este voto de fidelidad insistenible, hecho a esta mujer
que me ha traicionado y a quien ya no amo a esta persona o a esta idea muerta, porque quiero permanecer fiel
a mı́ mismo. Mi compromiso no está subordinado, como decı́s, a un intercambio vivo; tiene para mi un valor
absoluto, se basta a sı́ mismo, y lo mantendré cueste lo que cueste. En el fondo poco me importa el objeto al
que he jurado fidelidad: lo que rechazo absolutamente es traicionarme a mı́ mismo.
Esta es la forma más profunda de la pseudofidelidad, porque la verdadera fidelidad implica, en todo ser
finito, una relación, un intercambio, mientras que este heroı́smo puramente objetivo, esta fidelidad sin objeto,
derivan necesariamente de la reclusión del yo en sı́ mismo y del culto del yo por sı́ mismo, radicalmente opuestos
a las exigencias esenciales de la naturaleza humana.
La pseudofidelidad puede revestir también formas menos elevadas. Pero todas estas formas tienen como
caracterı́stica esencial o la negación de la reciprocidad, es decir del intercambio, o la negación de la vida en el
intercambio. Por ejemplo, hay seres que se creen fieles porque continúan obstinadamente ligados a un contrato
de que son los únicos beneficiarios. Es el caso de la nación que tras la conclusión de un tratado, por una serie
de circunstancias nuevas, llega a verlo dirigido a su provecho exclusivo; es también el del esposo que agotado
en cuerpo y espı́ritu, ya no ofrece ninguna satisfacción a su cónyuge, pero que se apoya en la fe jurada para
exigirle una fidelidad sin compensación; en última instancia es el parásito que proclama muy alto su fidelidad
hacia su huésped y que denuncia como la más incalificable de las traiciones cualquier intento de emancipación
por parte dé éste. Aquı́, la “fidelidad” se dirige pura y simplemente al egoı́smo. . . Pero se encuentra también, y
aún más frecuentemente, la fidelidad por agotamiento vital, por hábito. Ası́, aunque su amor esté muerto o no
haya existido nunca, muchos esposos permanecen fieles el uno al otro por inercia pasional, porque no tienen ni
la fuerza ni el deseo de cambiar; muchos hombres cultos continúan ligados a fórmulas cientı́ficas o polı́ticas en
desuso desde hace mucho tiempo por ser incapaces de “realizar” los cambios sobrevenidos y de adaptar a ellos
su espı́ritu. Se hallan, también, padres que, prolongado una devoción que ya no tiene sentido, se empeñan en
mantener a sus hijos en una atmósfera de incubadora para la que ya no están hechos, y acusan de infidelidad la
menor tentativa de ruptura moral del cordón umbilical (madres castradizas de Freud).
En todos estos casos, la fidelidad procede en gran parte del agotamiento de nuestras facultades de renovación
interior, el cual entraña, como consecuencia, la imposibilidad de comprender e integrar los cambios exteriores.
El mismo hombre que, viudo a los treinta, podrá rehacer su vida, mas si pierde su mujer a los sesenta, se
inmovilizará en la pena y en el culto al pasado, no porque el sentido de lo eterno haya crecido en él, sino porque
se habrá vuelto impotente para renovarse, para reponerse. . .

La fidelidad adaptable

Además de estos aspectos negativos de la virtud de fidelidad, existe por último lo que denominarı́a, a falta
de tun término más preciso, la fidelidad adaptable.
Ésta se puede definir como una forma de hacer explı́cito lo eterno a través del tiempo, lo inmutable a través
de cambio. Simultánea y correlativamente es renovación y profundización: una especie de captación de drenaje
de lo nuevo por lo idéntico, la eclosión perpetua de lo nuevo en el seno de lo idéntico (o pulchritudo semper
antiqua et semper nova . . . ), un renacimiento continuo. En efecto, la verdadera fidelidad consiste en hacer
renacer indefinidamente lo que ha nacido una vez, estos pobres gérmenes de eternidad depositados por Dios en
el tiempo, que la infidelidad rechaza y que la falsa fidelidad momifica. Los amantes de cambio dicen que sólo
tienen encantos el nacimiento, pero lo que no es capaz de renacer no ha nacido nunca (en este mundo hay más
abortos que nacimientos . . . )
El gesto de coger la flor es tan virgen como el de echar la simiente, y el que no sabe esperar la cosecha
tampoco ha sabido nada de la alegrı́a y amor del sembrador: simplemente ha extendido sus manos y se ha
embriagado con su gesto, no ha sembrado. . .

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Ası́ aquellas realidades a las cuales he prometido fidelidad se me aparecen como lı́neas de fuerza en el campo
de mi destino: cada vez que obro según mis promesas, realizo, por ası́ decirlo, la recuperación de un valor eterno
dilapidado en el tiempo. Dar la fe a alguien equivale a decir: en tal dominio determinado, nuestros cambios
futuros se insertan en la lı́nea de esta promesa, que será entre nosotros lo que el cauce es para las aguas del
rı́o; ciertamente cambiaremos, pero nuestros cambios no traspasarán los lı́mites fijados por nuestro contrato. Es
una objeción sutil, delicada, terriblemente tentadora.
Tal es el sentido de la fidelidad adaptable. El problema central que se plantea es el siguiente: Cómo
un intercambio vivo entre dos seres y, por consiguiente, aprovechable a ambos, que está en la base de sus
promesas de fidelidad recı́proca, puede, a pesar del cambio, permanecer vivo y aprovechable, digo aprovechable
no forzosamente en la lı́nea del interés inmediato o material, sino en la de los votos profundos de la naturaleza,
donde un ser termina por encontrar siempre su bien, através de las limitaciones y los sacrificios que la fidelidad
puede imponerle; por otra parte, está allı́ lo peculiar de toda relación orgánica, y claro está, nadie quiere
su propia destrucción, ni bajo el pretexto de fidelidad. La respuesta es sencilla: se trata de perpetuar el
intercambio orgánico y, para ello, es necesario orientar todo cambio en el sentido de una renovación de la
fidelidad. Indiquemos aquı́ algunas condiciones de esta “asunción” del cambio por lo eterno.
a. Hemos dicho asunción del cambio. La verdadera fidelidad no se resiste al cambio. Tiene presente esta
flexibilidad y paciencia que son necesarias para con un ser al que se domestica o educa. El movimiento es esencia
a la vida y, por consiguiente, a esta forma superior de la vida que es la fidelidad. Esta no consiste en negarlo
sino en dominarlo. La fidelidad que niega el cambio se niega a sı́ misma, puesto que rechaza la materia a la que
ha de vencer y amar; es como un escultor que para salvar la pureza de su arte renegara de la piedra. . .
b. La fidelidad—no me importa repetirlo, puesto que ahı́ está la clave del problema—, siendo ante todo
un intercambio, implica una doble integración del cambio. Yo te he dado mi fe y he recibido la tuya. Para
que nuestro contrato permanezca vivo, se me imponeni dos deberes. En primer lugar, es necesario que adapte
a nuestro amor los cambios que se operan en mı́, de modo que mi fidelidad respecto a ti no conduzca a una
ruptura en el interior de mı́ mismo, a una infidelidad hacia mı́ mismo que entrafları́a más pronto o más tarde
una ruptura entre nosotros o una constancia puramente formal, y, en los dos casos, la muerte del intercambio.
Pero además, es necesario que adapte mi fidelidad a los cambios que se operan en ti, de modo que el bien
que te quiero pueda coincidir con el bien que te falta. Si no, el intercambio morirá de la misma manera; es
inútil continuar dándote lo que he prometido, si, debido a tu evolución interior, este don ya no responde a tus
necesidades; ligándome a ti, yo serı́a sin duda “adherente”, pero no fiel.
Estas consideraciones nos demuestran—y aquı́ tocamos el centro del problema—que en todo compromiso
hay, junto a la letra material del contrato, un elemento espiritual que, por ası́ decirlo, es el principio vital.
Materialmente, todo pasa y todo muere, y ningún contrato puede ser mantenido indefinidamente al pie de
la letra (piénsese por ejemplo en las reglas de las diversas órdenes religiosas), pero en toda realidad, incluso en
la más material, hay una semilla de etemidad, y la verdadera fidelidad no es otra cosa que el reconocimiento
y el cultivo de esta semilla divina. Ser fiel al espı́ritu de un compromiso es actuar de forma que se salve, a
través del cambio y dela muerte, esta posibilidad de intercambio orgánico que hemos definido como la esencia del
contrato. Por otra parte, el problema de la fidelidad a las cosas y a los seres muertos se sitúa en esta perspectiva;
hay en ellos un principio que continúa viviendo en este presente que han preparado: en este sentido, alimenta
nuestra alma, pero la aniquiları́an sin compensación si nos comportáramos con ellos como si aún existieran
materialmente.
En efecto, el drama de la fidelidad reside en la concepción material que los hombres se forman de ella.
Aquı́, la materialización llama automáticamente a la negación y la fidelidad se encuentra retenida entre estas
dos formas de faltar a la verdad. El “maestró” que exige a su discı́pulo una fidelidad intelectual que merma
las facultades de creación personal de ese último; la esposa que al morir pide a su marido que no rehaga su
vida, la nación que oprime a un pueblo vecino en virtud de un tratado que ya no responde a las necesidades
del momento, todos estos seres que faltan al espı́ritu de contrato puesto que no dan nada a cambio de lo que
piden, no pueden pretender que su compañero la observe literalmente. Y además, esta pretensión no tarda en
ser alterada por los hechos: los individuos y los pueblos a los que no se quiere desligar, en el sentido de una
realización propia compatible con la fidelidad, se desligan ellos mismos en el sentido de la infidelidad absoluta,
con todas las amenazas de anarquı́a y conflicto que ello comporta.
Las aguas de devenir, a las que se niega el cauce por donde han de discurrir, arrastran fatalmente los diques

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que les oponen una jurı́cidad o un moralismo demasiado estrechos y, no teniendo más orillas para conducirlas
hasta su fin, se convierten en pantano y se pierden. Un espectáculo semejante se encuentra con demasiada
frecuencia en la historia, y a nuestro alrededor, para que sea necesario insistir más.
El conflicto entre los primeros cristianos y los judı́os nos ofrece el ejemplo más notable de la oposición entre
la fidelidad material y la fidelidad del espı́ritu. La tradición de Moisés, extinguida en el conservador Caifás,
vivı́a y se extendı́a en el revolucionario Pablo. La verdadera fidelidad hacia una flor no consiste en cortarla para
colocarla seca en un herbario, sino en regarla para ayudarla a convertirse en fruto. La mejor forma de fidelidad
es la que quiere la maduración de su objeto. Los pensadores ante su doctrina, los padres y los maestros ante
sus hijos y sus discı́pulos, ganarı́an si se impregnaran de este principio. . .
Por consiguiente, en toda fidelidad verdadera existe una simbiosis constante entre el sentido de lo eterno y
el del cambio. Sin el cambio que la vivificara, la fidelidad se seca como esas orillas desoladas de los riachuelos
muertos, pero el cambio, sin la fidelidad que lo contiene y guı́a, degenera en vicio y anarquı́a. Además, esta
disociación entre lo eterno y el devenir, con el doble proceso de desecación y podredumbre que lo acompaña,
muy a menudo se realiza en el interior de los seres mismos. Se halla en ellos una capa rı́gida de observancias
exteriores, paso de lo eterno, y, bajo esta corteza de fidelidad liberal, un bullicio pasional que sólo es cambio
degenerado. Éste es precisamente el tipo de fariseo a quien se aplica ı́ntegramente la expresión de “sepulcro
blanqueado”.
Pero puede ocurrir también que llegue a producirse un cambio tan profundo entre las partes que se han
prometido fidelidad, que incluso excluya la fidelidad en espı́ritu y sea necesaria la pura y simple ruptura del
contrato. Esto es legı́timo porque el contrato se ha malogrado, y no puede perpetuarse mediante ningún plan.
Sobre esto pueden presentarse muchos ejemplos.
En primer lugar, es posible que el intercambio—y por consiguiente el contrato—no haya tenido nunca
existencia real. Yo he podido equivocarme dándote mi fe: me conocı́a mal, no sabı́a a qué me comprometı́a (es
el caso de los compromisos juveniles . . . ), he creı́do comprometerme. Pero también he podido equivocarme con
respecto a ti: me he ligado a una imagen tuya que no tiene relación con la realidad que ahora se me presenta:
he creı́do comprometerme a ti. También es posible que haya reunido estas dos ilusiones.
Pero en los dos casos me siento tan desligado que efectivamente no ha habido contrato. Cuando el com-
promiso es ilusión; la ruptura no es infidelidad. Despertarse de un sueño no es traicionar.
También puede haber existido efectivamente el intercambio entre nosotros, pero he aquı́ que este intercambio
se ha vuelto no sólo ajeno sino, además, opuesto a mi necesidad anterior, a mi vocación profunda, que ignoraba
al darte mi fe y que me aparece ahora. En estas condiciones, yo no podrı́a permanecer fiel más que llegando
a ser infiel a mı́ mismo; y, por otra parte, ¿qué valdrı́a esta fidelidad sin impulso? ¿Qué podrı́a apostarte un
ser separado de la mejor parte de sı́ mismo? Amicus Plato. . . Éste es el caso de los “convertidos” de cualquier
orden.
Amicus Plato. . . Tenemos aquı́ el gravı́simo problema—casi insoluble en lo abstracto—del conflicto de las
fidelidades. Yo estoy ligado a ti por un contrato, una fe o un amor. En última instancia, estoy dispuesto a
sacrificarte, si es preciso, mi propia existencia (además, los sacrificios se sitúan en la lı́nea de la solidaridad
orgánica). Pero no estamos solos en el mundo. Explı́citamente o no, puedo traicionar a estos otros seres que
tengo la misión de defender y salvar. Si el lazo que me une a ellos es para mı́ más vivo y más esencial que
nuestro intercambio recı́proco, ¿no estoy en el derecho de repudiar este intercambio? El hecho mismo de que
exista una jerarquı́a de las infidelidades, implica, en caso de conflicto irreductible, la inmolación de la fidelidad
anterior.
Un solo compromiso implica fidelidad incondicional, la promesa hecha a Dios, que no puede morir ni enganar
y a quien se le puede sacrificar todo sin perder nada. Pero por una trágica antinomia, este compromiso de orden
absolutamente espiritual e ı́ntimo, escapa por su misma naturaleza a todo criterio objetivo de validez. ¿Dios
querı́a verdaderamente esto de mı́? ¿Es verdaderamente Dios quien me ha llamado? ¿No he sido el juguete de
un sueño que he confundido con Dios?
Estos análisis nos permiten entrever cuán difı́cil es fijar in concreto el alcance y los lı́mites del deber de
fidelidad. El hombre, situado por su naturalezá y su vocación en la confluencia del devenir y de lo eterno,
corre perpetuamente el peligro de traicionar a uno de ellos en provecho del otro, lo que equivale a decir,
tal como ya hemos señalado, traicionar a la vez al uno y al otro. Ciertamente un compromiso ilusorio o
caduco no compromete, pero también es demasiado fácil—por otra parte—establecer un compromiso ilusorio

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o imposible de mantener (fuera del caso de impedimento material absoluto, la palabra imposible tiene un
sentido muy elástico), para ası́ eludir las obligaciones que comporta, y, la mayorı́a de las veces, para contraer
otros compromisos también ilusorios o predispuestos a la misma caducidad; en definitiva, unos compromisos
simplemente conformes al egoı́smo anárquico de un ser desprovisto de verdadera unidad, y, por ello, incluso
incapaz de una vinculación verdadera.
En relación a lo que hay de fidelidad en el espı́ritu de adaptación de lo eterno en el devenir, ¿quién no ve que,
sin un mı́nimo—infinitamente variable según la naturaleza de los contratos y la mentalidad de los individuos—de
fidelidad literal, sin el control y testimonio de los actos, la fidelidad en el espı́ritu degenera en fantasma inerte y
en mentira? Sin el espı́ritu que la anima, la fidelidad exterior está muerta, pero ¿qué valor tendrı́a una fidelidad
al espı́ritu, que no se manifestara exteriormente? El espı́ritu está pronto; tiene buenas condiciones para forjar
gloriosas e incontrolables coartadas a nuestro instinto de pereza y deserción; no obstante, la fidelidad demasiado
encarnada no vale más que la fidelidad demasiado casual. Por ejemplo, ¿qué pensar de un esposo que dijera a la
esposa abandonada y engañada (por otra parte, esta conversación ha sido mantenida muchas veces en términos
menos filosóficos: “Te he sido fiel, te amo tanto como el primer dı́a, ocurre simplemente que he situado nuestro
amor en un plano espiritual superior”? Pero ¿cómo definir el lı́mite concreto a partir del cual la fidelidad en
espı́ritu se convierte en infidelidad?
Aún hay otra cosa. Hemos dicho que la muerte del intercambio suprime ipso lacio la obligación de fidelidad:
el organismo se desembaraza de un miembro muerto. De acuerdo, pero también el organismo entero se dedica
a salvar a un miembro enfermo; ¿y cómo puedo afirmar que está muerta toda posibilidad de intercambio entre
yo y el objeto al que he dado mi fe? Pase aún cuando se trata de personas, pero ¿y cuando se trata de un ideal,
una patria, una religión?
Lo que me parece como una ruptura definitiva quizá sólo sea una prueba, una tentación, que fielménte
superada, desembocará en una comunión superior.
Los verdaderos amantes y los verdaderos artistas, los santos, los grandes dirigentes de las guerras, todos,
han conocido fases de aridez o de desastre en las que su vocación les parecı́a una mentira y contrastando sus
realizaciones más elevadas han surgido precisamente de su fidelidad heroica a cosas que parecı́an muertas o a
causas que parecı́an perdidas. Entre Leopoldo III, que rompió el pacto que lo unı́a a los aliados para ahorrar a
su pueblo los horrores de una batalla que él juzgaba sin solución, y Alberto I, animando a este mismo pueblo a
un sacrificio que creı́a fecundo, ¿cuál sirvió mejor a Bélgica? ¿En qué punto termina la fecundidad y empieza la
vanidad del sacrificio? ¿Cómo distinguir el heroı́smo y la locura? Sin duda, el mejor criterio es el de los resultados
pero precisamente es el que falta en el momento de la acción. Creo con toda mi alma en la santidad de Juana
de Arco y en la autenticidad de su misión, pero la misma Juana de Arco, ¿serı́a hoy venerada públicamente si
los ingleses no hubieran sido “arrojados de Francia”, después de la hoguera de Ruan? El traidor o el faccioso
que triunfa (César en el Rubicón, Bonaparte en el 18 Brumario) es incensado bajo el nombre de héroe; el héroe
que fracasa a menudo es infamado como traidor. El general Malet respondió a los jueces que le interrogaban
sobre quiénes eran sus cómplices: “Si yo hubiera triunfado, ustedes y toda Francia.”
No es posible responder desde fuera a todas estas preguntas. En esto, cada uno sólo juzga y decide por
sı́ mismo, de forma que todo depende, no diré de la sinceridad o insinceridad del sujeto (estas palabras no
tienen ningún sentido en psicologı́a profunda), sino de la cualidad de la sinceridad o insinceridad de su alma.
El compromiso que me une a ¿me sitúa en la alternativa del sacrificio o la negación; no tomaré mi decisión en
abstracto; me será dictada desde dentro por el modo como vivo mi relación con X, y, según el grado de pureza,
de profundidad, de necesidad, de este sentimiento, aceptaré o rechazaré el sacrificio. Puesto que la fidelidad no
crea el amor, sino que el amor crea la fidelidad.
Además, el hecho de que rechace este sacrificio,no significa forzosamente que yo sea incapaz de una verdadera
fidelidad (estamos demasiado predispuestos a considerar a nuestros semejantes como desprovistos radicalmente
de una virtud determinada, porque no la han manifestado en una circunstancia dada, en particular en sus
relaciones con nosotros: por ejemplo, una mujer abandonada difı́cilmente creerá que su amante pueda ser fiel a
alguien y en lo que sea); puede ocurrir, simplemente, que el objeto al que me he ligado no sea capaz de suscitar
o retener mi capacidad de afecto. Ası́, a lo largo de la última guerra, a muchos franceses les faltó entusiasmo e
ı́mpetu, no por cobardı́a esencial, sino porque el ideal por el que se les pedı́a morir y la atmósfera moral que les
rodeaba no estaban adaptados a su espı́ritu de sacrificio. Señalemos que, a pesar de la impresión, de vanidad
que me asedia, puedo perservar en la fidelidad y el sacrificio, pero entonces esta voluntad de sacrificio será la

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señal de que el amor aún está vivo en mı́ y que persiste el intercambio orgánico. En efecto, no se ha dicho que
la fidelidad debe excluir necesariamente el desgarramiento interior y la lucha consigo mismo: este renacimiento
perpetuo se acompaña también muy a menudo de los dolores de parto.
En cuanto a decidir si debo permanecer fiel a la letra de mi promesa, o bien si serı́a mejor adaptarla al
cambio, o incluso repudiarla, nadie me puede aconsejar a este respecto con pleno conocimiento de causa, puesto
que aquı́ la causa es mi alma y su libertad que sólo Dios conoce. Y nadie me puede juzgar, cualquiera que sea
la decisión que tome. Supongamos que haya cambiado de amor y de fe. ¿Quién puede saber si he pasado de
una mentira a mi verdad, ,o bien de una mentira a otra? ¿Cómo discernir, cómo distinguir desde el exterior la
renegación y la conversión? Incluso en el interior de mı́ mismo, ¿tengo un criterio infalible?
Después de todo, un compromiso pasado que parece agotarme inútilmente, ¿es una verdad a la que es
preciso que defienda, o bien es una ilusión que debo dejar disipar? Y este nuevo amor que me llama, ¿es
tentación o vocación? Libre de obrar a mi antojo, ¿dónde encontraré una luz de orden puramente intelectual y
objetivo que me muestre la verdad con una certeza absoluta? Reconozcamos que una luz semejante no existe y
que precisamente la grandeza y la tragedia de esta facultad creadora que es la libertad humana consiste en no
poderse guiar en su elección por ningún criterio absoluto, exterior al acto mismo de la elección. Ciertamente
las reglas de la moral y de la prudencia tienen un papel que desempeñar, pero el argumento que la decide es
ella misma quien lo crea, y precisamente por el mismo ı́mpetu que la lleva hacia su objeto. Por ejemplo, si
decido serte fiel, esta decisión se confunde con mi grito de fidelidad; no es una causa que preceda y determine
mi elección, es un signo que me indica que esta elección ya está hecha. De ahı́ la importancia extrema de esta
disposición benéfica de la libertad que los mı́sticos llaman pureza de intención.
Mis intenciones son puras: lo cual significa: están de acuerdo, más allá de mis intereses superficiales o
inmediatos con mi verdadera naturaleza, con mi verdadera vocación de hombre, con aquello para lo que estoy
hecho, con lo que exige de mı́ el ser o el ideal que me rebasa y sobre el cual quiero trazar mi destino.
A pesar de las incertidumbres y las tinieblas que pesan sobre nuestras acciones, pueden ir en paz los que
sienten vivir en ellos esta “buena voluntad” de la que habla el Evangelio, la cual inclina espontáneamente sus
corazones hacia la fidelidad, a lo que el hombre lleva en sı́ de más verdadero y más profundo.

Respuesta a las objeciones

Verdaderamente, la teorı́a de la fidelidad-intercambio exige una doble objeción cuyo examen nos permitirá
elucidar el segundo puesto de nuestra definición.
a) Cuando os planteáis esta pregunta : ¿cómo adaptar mi promesa a los cambios acaecidos en mı́ y en el
objeto al que me he ligado?, puede parecer que tendéis a considerar estos cambios como una materia extraña
que os serı́a suministrada desde el exterior y sobre lo cual deberı́a ejercitarse vuestra fidelidad como el espı́ritu
del escultor sobre la piedra, cuando en realidad dichos cambios dependen ante todo de vosotros.
Cuando os preguntáis si tal contrato es lo suficientemenie viable para que le permanezcáis fiel, olvidaos que
sólo vuestra fidelidad lo hace viable, y lo que os parece caducidad de contrato no es otra cosa sino la decadencia
de vuestra propia fidelidad.
Habláis de cosas que mueren: a vosotros os corresponde mantenerlas en la vida. Esta mujer, este amigo,
están a vuestro cargo: permaneciéndoles fiel, no solamente salvaréis vuestro propio amor, sino que vuestra
constancia quizá llegará a crear en ellos una nueva alma, y ası́ vuestra unión habrá aumentado en fuerza y
pureza. La verdad aún será más cierta si se trata de realidades espirituales que no existen más que en vosotros:
esta causa, este ideal, esta patria, no permanecerán vivos si no les permanecéis fieles: todas estas cosas no
pueden morir más que en vosotros, no pueden desaparecer más que por vosotros. En el caso de estos franceses
que en la última guerra se lamentaban de sufrir por un ideal muerto, dependı́a de ellos y sólo de ellos hacer vivo
este ideal.
b) Racionalizar, vulgarizar y empobrecer indebidamente la noción de fidelidad, ¿no es reducirla a un
intercambio, a una especie de “lo ut des” de tipo jurı́dico en el que todo estarı́a subordinado a la nivelación
de los egoı́smos? La verdadera fidelidad está en la base de la fe: (fides-fidelis, se habla de los fieles de una
religión . . . ) por consiguiente, implica un elemento de orden irracional y mı́stico, una adhesión incondicional
y sin correspondencia, una especie de salto amoroso hacia lo desconocido. En última instancia, conduce al
olvido y a la inmolación de sı́ mismo en provecho del objeto amado. La fidelidad de los héroes y los santos
es precisamente la que no pide nada a cambio, y, precisamente, darlo todo sin esperar recompensa, ¿no es la

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forma suprema de la grandeza? ¿No lo hacen ası́ estos seres de piedad y de sacrificio que consagran su vida a
aliviar a los desgraciados de los que nada reciben, y esas grandes almas que, sin preocuparse de los lı́mites de
la validez de los contratos, permanecen hasta la muerte fieles a alguna causa perdida? Ante tales hechos, ¿en
qué se convierte vuestra estrecha teorı́a de la fidelidad-intercambio?
Estas objeciones con todo son válidas en gran parte. Sin embargo, llevadas al extremo, correrı́an el riesgo
de abrir la puerta a un objetivismo particularmente peligroso para los más altos valores humanos, puesto que
los disuelve bajo el pretexto de exaltarlos. Equivale a comportarse del mismo modo como lo harı́a un jardinero
que para “liberar” sus flores las separara de sus raı́ces. . .
a) El problema de la fidelidad creadora” ha sido tratado por Gabriél Marcel en un análisis que no creo
pueda ser superado. Limitémonos solamente a señalar estos puntos: Es cierto que, si el intercambio siempre
está en la base de la infidelidad, ésta, a su vez, dominando el cambio, fortalece y perpetúa el intercambio. Pero
es necesario no confundir esta fidelidad creadora con una especie de poder divino que aisları́a al sujeto humano
en una autosuficiencia absoluta (siempre se habla de poder creador de un ser creado existe el peligro de este
equı́voco). Al igual que toda creación humana, la fidelidad creadora presupone un contacto fecundante, y por
consiguiente una presencia, un objeto. El hombre no crea nada, si no es en colaboración: una fidelidad que sólo
quisiera salir de su propio fondo serı́a seca, dura y muerta como el bosque privado de raı́ces duradero pero no
eterno, y pronto o tarde entregado a la carcoma.
No podemos mantener vivo en nosotros sino lo que aún vive fuera de nosotros y que nos llama (poco
importa que sea del otro lado de la felicidad o de la muerte), puesto que no podemos ser fecundados por lo que
ha muerto.
Y la más creadora de las fidelidades, “la fe que mueve las montañas”, es precisamente la que requiere el
sentimiento de la presencia más profunda y del contacto más ı́ntimo: la experiencia de un Tú absoluto. Ası́,
la objeción desaparece por sı́ misma. Mi fidelidad puede jugar un papel creador respecto al intercambio que la
condiciona y al cambio que la amenaza, pero este papel no es absoluto, implica una reciprocidad creadora, una
colaboración del objeto. En otros términos: no puedo dar sin recibir: mi fidelidad necesita ser creada al mismo
tiempo que crea; ¿cómo puedo ser fiel si este objeto que mantengo vivo en mı́ me deja morir en él? Tendremos
que volver sobre la naturaleza de esta colaboración—o más bien de este Colaborador—esencial a toda fidelidad.
b) Han objetado: ¿en qué se convierte la fe con la superación y el olvido de sı́ que ella comporta, según
vuestra teorı́a de la fidelidad-intercambio? Yo responderı́a que la idea de la fe se encuentra precisamente en la
base de esta teorı́a. En efecto, ¿qué es sino un intercambio orgánico? Es un intercambio en el cual las dos partes
subordinan su interés recı́proco a un interés común que los engloba y los supera y que pertenece al conjunto del
organismo. Igualmente en la verdadera fidelidad: si te amo de verdad, te seré fiel, no sólo porque me das esto
a cambio de aquello, sino también porque creo en nuestro amor, porque creo en ti.
Pero ¿qué es creer en ti? No es—a menos que yo, estúpido de mı́, me erija locamente en centro del mundo
y en criterio absoluto de todos los valores—tan sólo creer que me amas y que buscas mi bien; sobre todo es
percibir y querer en ti una cualidad de alma, una orientación afectiva y una actitud ante la vida que, en un cierto
sentido, nos son comunes; es, pues, sentirme ligado a ti por un mismo impulso hacia una misma realidad—vivida
más que definida—que desborda hasta el infinito nuestros seres efı́meros y limitados, y que es el fundamento y
la esencia de nuestro amor: por consiguiente en mi fidelidad existe este olvido de sı́ y esta apertura al misterio
que son constitutivos del acto de fe.
En efecto, ¿qué es creer en un objeto cualquiera sino adherirse a este objeto, es decir, sostener una relación
orgánica con él? Cuando te digo: creo en ti, esto significa que nuestras almas son tan inseparables en el orden
afectivo, como lo son dos miembros del mismo cuerpo en el orden biológico. Si por el contrario te digo: no creo
en nada, entiendo por ello que no me adhiero vitalmente a nada y que para mı́ no hay realidad que merezca un
compromiso o sacrificio; por esencia, el que no cree en el ser separado. Y el hombre que no es capaz de fe, no
es capaz de fidelidad. . .
Por ello se comprende que nuestra teorı́a de la fidelidad intercambio orgánico no excluye este elemento
heroico y mı́stico que subrayaba la objeción. En efecto, el intercambio orgánico no tiene, en verdad, nada en
común con el intercambio de tipo jurı́dico o comercial, es decir, con el intercambio de cosas reconocidas equiva-
lentes, efectuado entre dos partes consideradas como aisladas del resto del universo y persiguiendo únicamente
cada una su propio interés. Quien dice organismo dice también conjunto y jerarquı́a y ası́ todo el carácter de
equivalencia matemática y transacción entre dos egoı́smos es eliminado en la noción de intercambio orgánico.

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Dos miembros de un mismo organismo son “fieles” el uno al otro en la medida en que ambos colaboran en la
salud y desarrollo de todo el cuerpo. Lo mismo ocurre en la escala espiritual y humana. Si tú me amas, la mejor
manera de testimoniarme tu fidelidad, no es devolverme matemáticamente lo que te doy, sino darte tú mismo,
según te conforma tu naturaleza, tu rango o tu vocación a tal realidad que sostiene y nutre mi existencia y que
me es más querida que yo mismo. Aquı́ no hay reciprocidad absoluta: Por ejemplo, en un Estado, la fidelidad
del sujeto consiste en morir para salvar al Prı́ncipe si es preciso, pero la reciprocidad no es absolutamente cierta,
ya que el prı́ncipe paga al sujeto por su sacrificio dedicándose totalmente a la nación y no individualizando su
entrega en cada sujeto. La realidad nacional constituye el tertium quid a través del cual el prı́ncipe y el sujeto
comulgan y permanecen fieles el uno al otro, a pesar de la diversidad y desigualdad de sus deberes mutuos.
Un tal tertium quid (cuya naturaleza puede variar infinitamente: puede ser una persona, una agrupación,
un ideal, una religión, etc.) se encuentra en la base de todas las fidelidades verdaderas, siendo a la vez la piedra
angular y la piedra de toque.
No hay compromiso humano digno de este nombre cuyas partes no estén ligadas por deberes recı́procos
(hace poco he dado a esta ley el nombre de principio de tercero incluido). ¿Qué es lo que más me une a mi
amigo? ¿Es saber que puede prestanne ciertos servicios personales, o es sentir que amamos las mismas cosas y
que perseguimos los mismo fines? ¿Y a mi esposa? ¿Es el placer que me da, o la colaboración que me aporta?
¿Y a este partido polı́tico? ¿Son las ventajas y honores que podrı́a sacar de mi adhesión’ o bien es mi convicción
de que servirá mejor que otro mi ideal de justicia y armonı́a social?
Eadem velle, eadem nolle. . .. En todas partes la comunidad procede y condiciona la reciprocidad, y donde
se niega la colaboración no es posible el intercambio.
Por otra parte, ¿decimos por azar: ya no hay nada en común entre nosotros, para significar la supresión
radical de los intercambios, la ruptura absoluta con alguien? Allı́ donde no existe el eadem amare, no es viable
el invicem amare. . . Señalemos de paso que esta concepción del órgano que, por definición, no puede realizar su
propio bien sino sirviendo un bien que le aventaja, basta para eliminar toda sospecha “de egoı́smo” de nuestra
teorı́a de la fidelidad intercambio.
Metafı́sicamente no existe ninguna antinomia entre el egoı́smo y el amor. Para un ser finito, el único
egoı́smo sano consiste en amar. El egoı́smo, en el sentido moral (o más bien inmoral) de la palabra, no es más
que este proceso de degeneración y anarquı́a por el cual el órgano se convierte en átomo, y aislándose de todo
lo que lo vivifica, se destruye él mismo.s En este sentido, nuestra capacidad de egoı́smo mide nuestra capacidad
de suicidio. . .
Subrayemos también que la noción de organicidad se opone con gran fuerza a cualquier intento de raciona-
lizar la virtud de fidelidad. En el orden de las cosas sensibles, el dominio de las funciones vitales es aquel en
que los esquemas del pensamiento abstracto se revelan más impotentes; por otra parte, observamos, también,
que los hombres con un instinto profundo de la analogı́a siempre han recurrido a las comparaciones orgánicas
para expresar las realidades más mı́sticas, las más rebeldes a la razón pura. Piénsese por ejemplo en el Corpus
Christi mysticum.
Por último, la noción de intercambio orgánico nos servirá para elucidar el problema irritante de las fideli-
dades unilaterales. Se ven esposas o madres que permanecen unidas a su marido o hijo indignos, muchachas que
consagran su existencia al servicio de enferrnos que no conocen, sujetos que continúan sirviendo sin la menor
esperanza a un monarca definitivamente destronado. Todos estos seres que, movidos por el deber, la piedad o
el honor, se sacrifican ası́ sin compensación aparente, parecen sacar toda su fidelidad de su propio fondo y darse
más allá de todo intercambio. Pero incluso en estos casos lı́mites, ¿está excluido verdaderamente el intercambio?
Inmolándose ası́ al deber, a la piedad o al honor, ¿no sale el hombre de sı́ mismo? ¿No se abre a alguna cosa
más grande, más verdadera que él? ¿No recibe nada a cambio de lo que da? ¿No se siente transportado y
alimentado por una fuerza misteriosa? Un órgano puede ser mal servido o traicionado por otro órgano: le queda
el todo, el alma que lo vivifica. ¿Ocurre lo mismo con las cosas del espı́ritu? ¿Existe un universo espiritual que
integre y desborde el espı́ritu del hombre, como el mundo sensible integra y desborda su cuerpo? ¿O bien este
universo no existe sino en nosotros, y estas palabras de deber, de honor, de piedad sólo son destellos que nacen
y mueren con el alma fugaz de los hombres, pobres desafı́os lanzados a la nada y que la nada ahoga siempre?
Pero si el hombre crea estas cosas por las cuales sufre y muere, ¿por qué se siente ası́ creado por ellas?
La única pregunta es ésta: nuestra persona y nuestros ideales, ¿forman parte de un organismo espiritual?
y este organismo, ¿tiene un alma que piensa y ama, y a la que se puede decir Tú?; ¿y no serı́a este Tú el que,

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explı́citamente o no, vuelven a encontrar todas las fidelidades heroicas a través de sus objetos indignos, caducos
o abstractos? En último caso, se trata de saber si la fidelidad se puede asentar sobre esta base objetiva absoluta;
en otros términos, se trata de dilucidar si cuando somos fieles más allá del intercambio aparente y sensible, nos
encerramos en nosotros mismos o bien nos abrimos, dando, a un tiempo, testimonio de Alguien que es la fuente
y la seguridad de las cosas del alma.
Y, por ello, el problema de la fidelidad se abre de lleno al problema de Dios.

Fundamento religioso de la fidelidad

Ninguna fidelidad, si no tiene a Dios por principio y por fin, puede ser pura. Solamente el contacto divino
confiere a la fidelidad humana las dos perfecciones esenciales exigidas por su naturaleza:
a) Permite la sı́ntesis perfecta de lo eterno y del devenir, impide a la fidelidad oscilar entre el anquilosamiento
que es su caricatura y la inconsciencia que es su negación.
b) Perfecciona el intercambio orgánico; limpia la fidelidad de cualquier huella de cálculo y de cualquier
sospecha de locura.
Ya hemos indicado cómo en un clima material la virtud de la fidelidad corre el riesgo de degenerar en
esclerosis o ser barrida par la inconstancia. Sabemos también que estos peligros están conexos. A menudo el
hombre-veleta y el hombre-fósil coexisten en el mismo individuo: todos conocemos estos seres que no se renuevan
nunca por necesidad interior, pero que, al mismo tiempo, cambian de gustos y convicciones según los azares
exteriores que los agitan, al igual que la veleta cuvo metal enmohecido, siempre idéntico a sı́ mismo, gira sin
cesar empujado por todos los vientos. Por otra parte, esta afinidad entre la inercia y la movilidad se explica muy
bien: aquel que no tiene esta fuerza interior que echa raı́ces (la verdadera fidelidad no es otra cosa) no puede
ser fiel más que en virtud de su gravedad, o, dicho en otras palabras, de su rapidez adquirida, y siempre—por
tanto—está a merced de una nueva noción exterior.
Pero precisamente esta inercia y esta movilidad son las dos caracterı́sticas esenciales de la materia. Por el
contrario, el espı́ritu es a la vez firmeza y renovación: reside en él el doble sentido de lo eterno y del cambio (y
estos dos sentidos nunca van separados, sólo son uno) sin el cual la fidelidad se corrompe o desaparece. Pero
este sentido doble y único, ¿dónde encontrarlo sino en Aquel que es eterno y que ha creado todo lo que cambia?
Fuera del clima religioso, parece inevitable una cierta materialización de la fidelidad, con todas las amenazas de
endurecimiento y olvido que comporta. Sólo aquel que se apoya en Dios pone en El la suficiente eternidad para
impregnar las cosas del tiempo: es fiel a lo que pasa. Pero precisamente porque bebe en la verdadera fuente
de lo eterno, sabe aceptar el cambio: no necesita pedir a las cosas del tiempo este Dios que todas prometen
pero ninguna puede dar; su fidelidad no es una idolatria. Lleva en su corazón el surco de eternidad en el que
encuentran su cauce las aguas del cambio; no se deja llevar por ellas, tampoco opone a su curso los vanos diques
de un culto vano. No olvida estas cosas finitas, como la inconstancia, no las adora como la falsa fidelidad, las
ama y las ama por lo que son: parte de lo eterno en devenir que se nutren en el eterno absoluto. Ahora bien,
es propio de la locura humana hacer estas cosas, ya un ı́dolo, ya un juguete, y siempre alternativamente, lo uno
y lo otro, puesto que todo lo que el hombre diviniza por el hecho mismo de que lo separa de Dios, lo impregna
de nada.
Sólo podemos creer en la profundidad de las cosas finitas en la doble medida en que las sabemos salidas de
Dios y no las confundimos con Dios.
De este modo sólo se resuelve el problema de la fidelidad que se adapta y de la fidelidad en espı́ritu. En
Dios podemos ser fieles a lo que cambia, puesto que Dios no cambia y todo cambio se realiza en el interior del
cı́rculo de su eternidad. En Dios no podemos ser fieles a lo que muere, puesto que Dios no cambia y todo cambio
se realiza en el interior del cı́rculo de su eternidad. En Dios podemos ser fieles a lo que muere, puesto que Dios
no muere y todo permanece vivo en él, pero más allá de la materia y del tiempo.
También únicamente en esta atmósfera espiritual y divina se disipa la objeción de los que, al modo de Gide
o de Nietzsche, ven en la fidelidad una amputación y una esclavitud. Ser fieles, dicen, es ligarse a una realidad,
es pues ya no ser libres para abrirse, para darse a otra cosa, y es la situación de tantos seres que, unidos a una
esposa, a una profesión, a un partido, a una idea, a una religión, etc., ya no tienen ojos ni corazón para el resto
del mundo. Es claro que existe un plan material en el cual la vinculación se identifica con el exclusivismo y la
indisponibilidad. Pero, en el mismo plano material (es decir, en todos los sitios donde no sopla el espı́ritu de
Dios), lo que se llama apertura o disponibilidad no puede ser más que ligereza o prostitución.

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En efecto, ¿qué es esta disponibilidad donde el hombre, bajo pretexto de abrirse a todo, no deja entrar nada
en él, y qué vale el don de ese corazón que, temiendo reducirse a alcoba, se extiende en jardı́n público? El amor
se encuentra en la profundidad y no en la superficie, y el que ha dado la vuelta al mundo, no se ha acercado ni
un pelo al fuego central. Pero aquel que, en lugar de correr de una apariencia a otra, profundiza en la menor
realidad hasta llegar a su centro (es más fácil correr que profundizar, puesto que cualquier profundización es
estrecha al principio, pero es preciso comenzar siempre con esta estrechez que no es más que una forma de
concentración), creo que verá a su amor extenderse en relación a su profundidad y este amor creando en él una
libertad y una disponibilidad superiores le inducirá a abrirse a otros amores, a otros deberes que, situados en
niveles espirituales y materiales diferentes, en lugar de excluirse o enturbiarse como los afectos superficiales, se
armonizarán en la unidad.
En efecto, sólo hay una manera de abrirse a todo, y es ligarse a Aquel que lo es todo: esta vinculación, en
vez de obturar el alma, dilata hasta el infinito su capacidad de acogida.
Pues el amor y los corazones verdaderamente abiertos son siempre los corazones verdaderamente llenos.

Dios, alma de toda fidelidad

En un organismo, todo intercambio entre dos miembros es también, en un plano más profundo, un intercam-
bio de cada uno de esos órganos con el todo, con el alma del organismo. Del mismo modo, no hay compromiso
humano auténtico que no tenga a Dios por motor y por fiador, y por tanto que no sea un intercambio con Dios.
Este intercambio con Dios, cuando es puro, excluye necesariamente el egoı́smo. Para un ser finito, el egoı́smo
consiste en abstraerse efectivamente del mundo y persigue su propio bien en el olvido, incluso en detrimento,
del bien de los otros, del bien común: el egoı́sta es el ser reposado por naturaleza. Pero el amante de Dios es,
por naturaleza, el ser religado: no persigue más que el interés de su alma, y el alma” puesto que ante todo es
facultad de comunión y de ofrenda, no puede encontrar su propio bien sino en el bien de los seres que ama y
con los cuales se identifica por amor. Por otra parte, proceso interior, está exento de cualquier cálculo personal.
Lo primero que le lleva hacia su objeto es la atención, la apertura al otro, y el resto—su propia felicidad—le
es dado según la promesa del Evangelio, por añadidura, y en la medida en que no lo piensa. Aquı́, el interés
supremo del hombre coincide con su sacrificio supremo: el alma sólo se halla en el seno del acto por el cual se
pierde. Es una cosa que el hombre sólo encuentra no buscándola nunca: él mismo.
Por lo demás, toda sospecha de egoı́smo se disipa por sı́ misma si se piensa en la atmósfera de fe que
envuelve la fidelidad a Dios. En efecto, la realidad divina se presenta, se entrevé aquı́ abajo, pero sólo se
manifiesta abiertamente más allá de la tumba. La muerte, con todo lo que esta palabra comporta de ruptura
y desconocimiento, de subversión total de nosotros mismos, es el obstáculo que se ha de franquear para ir a
Dios. ¿En qué se convierte aquı́ este cálculo de las recompensas materiales y próximas que determinan a las
fidelidades egoı́stas? La fidelidad a Dios, por su superación de los objetos más queridos por el homo animalis
del que habla San Pablo, por su impulso en pos de bienes que transcienden el pensamiento y el corazón del
hombre, aviva al máximo el elemento de riesgo y sacrificio inherente a todos los compromisos profundos.
Por otra parte, si se piensa en lo que es el hombre, nos parece evidente que solamente esta pérdida de sı́ y
este abandono en las tinieblas que implica la fe, son capaces de purificar el intercambio entre el hombre y Dios.
Si Dios fuera visible como un monarca carnal, si las recompensas y los castigos que nos prepara pendieran sobre
nuestras cabezas al modo del sol que se levanta o de las tormentas que se fraguan, el culto a Dios serı́a una cosa
muy trivial. Y sin duda para ahorrar al hombre esta trivialidad, esta parodia del amor que arrastra hacia los
poderosos de este mundo, Cristo, hablando de los fariseos sin amor, ha dejado caer estas palabras en apariencia
tan terribles, pero que son tan misericordiosas en su profundidad: por medio a que no se conviertan y a que
no los cure. Está bien que Dios se disimule bajo el velo de la debilidad y del silencio: este velo es un filtro que
retiene los ojos y los corazones de carne y sólo permite que lleguen a él las almas.
Es esencial subrayar que esta interioridad absoluta de la presencia divina, aunque condicione el contacto
más desnudo, el más ı́ntimo, no por ello se produce sin un nuevo peligro. Dios, puesto que se nos opone como
un objeto sensible, puesto que nunca nos habla desde fuera, siempre corre el riesgo de ser confundido con otras
mil voces interiores que limitan la suya.
La paradoja de la libertad humana consiste en estar arraigada en Dios y totalmente impregnada de su
influjo creador, y, al mismo tiempo, por su misma naturaleza, ser capaz de obrar al margen de Dios y contra
Dios. En este doble abismo de interioridad, ¿dónde encontrar una luz infalible que delimite lo que Dios crea

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en nosotros y la nada que añadimos a su obra? La Escritura responde: “Nadie sabe si es digno de amor o de
odio . . . ” El hecho mismo de ser creado por Dios expone al hombre, si en él no es todo puro, a crear, es decir,
a traicionar a Dios. Para medir la realidad de este peligro no hay más que observar en la historia y alrededor
nuestro lo que el nombre de Dios puede encerrar en el corazón de los hombres. Pero esto también forma parte
del peligro de la fe. Cada nueva incertidumbre debe suscitar en nosotros un nuevo abandono. Nos hace creer
por la noche no sólo en Dios en sı́ sino también en Dios en nosotros.
También es preciso—y esta amenaza perpetua de confusión está para recordamos duramente esta necesi-
dad—que trabajemos sin cesar para purificar nuestra vida interior. Los santos escapan al riesgo de confundir
nada con Dios puesto que todo es sólo alma en su alma en la que únicamente vive Dios y se refleja sin impureza.
Bienaventurados los corazones puros, porque ellos verán a Dios.
Ası́ pues, la fe purifica la fidelidad: es la locura divina que mata al egoı́smo humano. Pero esta locura
también es la prudencia suprema: salva y eterniza al hombre. La fidelidad a Dios mata el egoı́smo, no mata
el ego. En un organismo carnal, una célula, un órgano, puede morir para el conjunto, este conjunto mismo es
caduco, y, en definitiva, más pronto o más tarde, el todo y la parte son iguales ante la muerte. Pero no es lo
mismo para un organismo espiritual. Aquı́, la menor de las partes lleva en sı́ el pensamiento y la exigencia de
una comunión eterna, y esta promesa del amor es falsa si el yo va a morir. Es necesario, pues, que la parte y el
todo sean iguales ante la inmortalidad. El yo, tan vano, tan culpable por otra parte y dedicado, aquı́ abajo o
en la tumba, a purificaciones que se parecen a la nada, merece y exige ser salvado como soporte del amor.
En efecto, la inmolación no debe, no puede, ser un suicidio. El hombre tiene el derecho de decir al objeto
supremo de su amor, yo muero por ti, pero si tú no me tuteas como yo te tuteo, si yo no te soy necesario como
tú me lo eres, si tú no eres lo suficientemente fuerte o bueno para salvarme, si tú me dejas morir, nuestro amor
es el que muere conmigo, puesto que todo amor es un intercambio y todo intercambio supone dos elementos
vivos.
Yo he ido al amor porque el amor es vida y el egoı́smo muerte, pero si mi inmolación es un suicidio, si
el amor al matarme se mata a sı́ mismo, ¿qué me queda que no mienta? ¿Estoy, pues, retenido entre estas
dos formas de la muerte que son el egoı́smo y el suicidio? Señalemos aquı́—contra los adoradores del heroı́smo
gratuito—que el suicidio se opone tanto al amor como el egoı́smo. El suicida muere para sı́ mismo como el
egoı́sta vive para sı́ mismo: el suicidio es el egoı́smo en la muerte. Pero todas las resonancias afectivas que la
noción de inmolación puede despertar en nosotros, se rebelan contra esta asimilación sacrı́lega.
Psicológicamente y metafı́sicamente, la inmolación se sitúa en las antı́podas del suicidio. Inmolarse, no es
saltar más allá de la vida, sino más allá de mi vida en todo lo que tiene de limitado y cerrado. El sacrificio.
El sacrificio supremo sólo puede ser concebido como una ruptura de los lı́mites, una apertura absoluta, no la
muerte del yo, sino su transmutación total en amor. . .
Sólo Dios—el Dios de los cristianos, el Dios de los vivos—es capaz de sustraer el amor a esta doble amenaza
del egoı́smo y el suicidio: tan sólo El es lo suficientemente puro para salvarnos de nosotros mismos, y lo
suficientemente fuerte para salvamos de la muerte. Y en ello reside la perfección del intercambio orgánico.
Todas nuestras restantes fidelidades son relativas. Esposa, amigos, patria, ideal, sólo estamos unidos a estos
seres y a estas cosas por una parte de nosotros mismos; el intercambio no es absoluto entre ellos y nosotros, su
desaparición nos dejarı́a mutilados pero no destruidos, en una palabra, podemos separarnos. Pero ¿quién nos
separará del amor de Dios? Sólo hay un tú más profundo que el yo: aquel que crea el yo, el tú por el que digo
yo. Y sólo hay un objeto más precioso que el sujeto, y este objeto no se opone al sujeto para limitarle, se abre
a él para absorberle y el sujeto se encuentra en él dilatado hasta los orı́genes y confines de la vida.
Sólo podemos morir por Aquel para el que vivimos; no podemos ser fieles sin reserva ni condición más que
a Aquel que crea en nosotros la fidelidad. Lo repito: solamente aquı́ son absolutos el intercambio, el acuerdo:
el acto de abandono total de nosotros mismos es como el reflujo armonioso de la onda divina que nos crea. El
hombre sólo puede consentir en ahogarse en su fuente. . .
Y en esta fuente es donde beben secretamente todos aquellos cuyo amor es más grande que su objeto,
todos aquellos que sufren y mueren por lo que se fosiliza o traiciona. Sólo Dios, presente o no a la conciencia,
simplemente presentido o ya poseı́do, constituye el tertium quid absoluto a través del cual nuestras restantes
fidelidades pueden dominar el tiempo y la muerte. Referidos a El, todos nuestros compromisos terrestres toman
un sentido y un alcance supremos. El eterniza nuestros intercambios verdaderos; en cuanto a los demás, aquellos
cuya alma unida a objetos vanos o muertos se entrega sin recibir nadalos vuelve fecundos en el plano celestial. . .

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Pues la fidelidad puede equivocarse de objeto, como a veces la limosna se equivoca de pobre. Pero igual-
mente que la limosna, cuando procede de un corazón puro, nunca equivoca a Dios.

II. LA CRISIS MODERNA DEL AMOR

Las muertes van de prisa

Basta abrir los ojos para darse cuenta de que el amor del hombre y la mujer, origen de la vida y fundamento
de cualquier otro amor, atraviesa en este momento una crisis terrible. Esclerosis y fragilidad de la pareja clásica
(nada es más quebradizo que una instı́tución que se endurece: la verdadera vida es a la vez firme y flexible),
poligamia vergonzosa o cı́nica, pérdida de sentido de hogar, descensos de la natalidad y aumento de los abortos,
mecanización de los gestos y sentimientos del amor son, entre otros, sı́ntomas de un mal que poco a poco se
insinúa en todas las capas de la sociedad.
Pero esta crisis del amor no es especı́fica del amor. Todos los elementos de nuestro destino sufren un
trastorno análogo. La crisis es universal: el mundo moderno se encuentra, por ası́ decirlo, situado en el interior
de una revolución permanente. Las costumbres, las instituciones, las doctrinas, los ideales, han perdido toda
estabilidad. Y no solamente se conmueven los fundamentos del orden antiguo, sino que también se ponen
en discusión los rudimentos apenas concebidos en un orden nuevo: no asistimos a nacimientos seguidos de
evoluciones armoniosas, sino a series continuadas de abortos.
Atribuir esta crisis a causas de orden exclusivamente psicológico y moral serı́a dar prueba de una culpable
pereza de espı́ritu. Puesto que el hombre no es solamente espı́ritu, sino que es además animal, y sobre todo animal
social, la influencia del medio en que vive juega un importante papel en la determinación de sus sentimientos y
de su conducta. Más que la libre elección del espı́ritu, lo que forma la inmensa mayorı́a de los individuos es el
clima de la ciudad. Y si el hombre moderno vacila y busca su camino a través de las ruinas de las costumbres y
de las instituciones milenarias súbitamente derrumbadas, ello es debido mucho menos a causas derivadas de su
malicia y su locura que apenas varı́an a lo largo de los años, que a causa del cambio prodigioso que desde hace
un siglo se ha operado en las condiciones de existencia.
Las relaciones esenciales del individuo con su medio han sido sensiblemente las mismas en la Francia
de Napoleón y en la Grecia de Alejandro. Descartando la imprensa, las posibilidades de comunicaciones e
intercambios apenas estaban desarrolladas. Después, todo se ha transformado según un ritmo vertiginosamente
acelerado. Imaginemos el habitante actual de una gran ciudad. Vive en un gran edificio, trabaja en una empresa
gigante, frecuenta a hombres de todas las razas y de todos los paı́ses, recibe por el periódico, la radio, el cine
y la televisión noticias e imágenes de todos los rincones del universo. La publicidad, la propaganda, acosan
incesantemente su espı́ritu en las más opuestas direcciones. No dispone de un rincón solitario para relajar su
cuerpo ni de unos minutos silenciosos para recoger su alma: nada protege su intimidad de los asaltos del mundo
exterior. ¿Cómo podrı́a responder profunda y totalmente a solicitaciones tan numerosas y tan contradictorias?
¿Cómo podrı́a dar una gota de sangre verdadera a todos estos insectos devoradores que zumban a su alrededor?
No teniendo ya tiempo para asimilar cualquier cosa vitalmente, se convierte en espejo y eco. Como un estómago
sobrecargado por excesivo alimento, elimina en vez de digerir; en él todo está de paso, nada se detiene. De ahı́
el carácter impersonal y la inconcebible inconstancia de sus opiniones y sentimientos.
La crisis de costumbres que agita el mundo moderno no es otra cosa que la reacción servil de las almas a la
multiplicidad y a la rapidez de excitaciones que les impone la corriente de una civilización material prodigiosa,
desprovista de contrapesos biológicos y espirituales: es la adaptación impura y forzada del mundo interior al
mundo exterior. Y esta adaptación es tanto más perfecta cuanto mas se mecaniza el ser vivo, es decir, cuanto
más se inclina hacia la muerte. Pues la rapidez indefinida es más bien obra de las cosas muertas que de las
cosas vivas: vuela más deprisa la hoja muerta arrancada del árbol, que crece la rama joven de llena de savia.
El hombre moderno ya no está ligado a su medio por lazos vivos: muertos van solos. Y sus reacciones son más
fáciles y más rápidas cuanto más solo y muerto está: los muertos van de prisa.

Abstraccion e idolatria

Ası́ pues, la vida moderna es de tal forma que el hombre ya no es capaz de responder con todo su ser a las
excitaciones que lo asaltan: responde con sus facultades más rápidas, con las más fácilmente excitables: aquellas
que dependen del centro (el espı́ritu está pronto . . . ); piensa y sueña cosas, pero no las vive. Evoluciona en un

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mundo de abstracciones; para él, la vida es un espectáculo en el cual nunca se siente plenamente comprometido:
la abstracción y la distracción se corresponden.
La crisis del amor sólo es un caso particular de esta crisis universal. El amor, cerebral, mecanizado por
muchos hombres, apenas traspasa la zona superficial de la atracción. Es cierto que alcanza la carne, pero ignora
la encarnación. El ideal no pasa al corazón ni a los gestos: permanece en el cerebro en estado de puro ideal.
En cuanto a la carne, se la abandona a su inercia e inestabilidad naturales. De esta manera, el hombre está
escindido en dos partes: el espı́ritu y la carne, el cerebro y el bajo vientre: dos abstracciones. El amor sólo
pone de relieve la imaginación pura o la emoción carnal pura; según las palabras de Chamfort no es más que
“el intercambio de dos fantası́as o el contacto de dos epidermis”.
El alma, principio de unidad y trazo de unión natural entre el espı́ritu abstracto y la carne impersonal, se
halla eliminada del ejercicio de la sexualidad. El desarrollo paralelo de un idealismo vacı́o (standarización de
la belleza y del encanto, degradación del “eterno femenino” en imágenes de cine o de music hall, etc.) y de un
materialismo exange (el amor concebido como desporte, expansión fı́sica, sacudida nerviosa, y acompañándose de
una indiferencia casi absoluta para el compañero), es testimonio suficiente del carácter anónimo de la sexualidad
moderna.
La elección concreta y personal, la fusión total e indisoluble de dos seres y de dos destinos están terriblemente
ausentes de estos juegos que sólo interesan a la superficie del hombre.
Pero este fantasma exterior a la vida también es un ı́dolo. La acción, el compromiso auténtico, que requiere
la colaboración de todas las facultades humanas, se encarga de volver a poner en su sitio, de reinsertar en su
contexto vital, los elementos desunidos por la abstracción. La prueba de la vida, el matrimonio indisoluble,
hacen que el amor alcance sus proporciones relativas más reales, mientras que la ideal y la imagen puras, por
el hecho mismo de estar sustraı́das a todos los criterios de la encarnación y de lo posible, se dejan distender
impunemente hasta el absoluto.
Al igual que la yegua de Rolando, el amor idólatra puede poseer todas las cualidades; pero también como
ella sólo tiene un defecto : no existir.
El amor no sufre por haber estado abandonado (quizá nunca habı́a sido más vivido que en las épocas en
que no era soñado ni expresado); sufre por haber sido divinı́zado; agoniza bajo el peso del ı́dolo que le ha dado
una carne sin alma y un espı́ritu descarnado: su fantasma devora su realidad. El amor está tanto más enfermo,
cuanto que la civilización se ha hecho más afrodisı́aca, según la expresión de Bergson.
Uno de los slogans del irrealismo romántico (del cual los hombres modernos están impregnados hasta la
medula, y los que más lo vomitan no son los menos afectados . . . ) es la proclamación, repetida hasta la saturación
del espı́ritu como las fórmulas publicitarias, de los derechos absolutos y de la religión del amor. Ası́, el amor se
convierte en su propia ley y en su propio fin: como Dios, vive de sı́ mismo. La pareja constituye un mundo cerrado
donde los dioses, iguales el uno al otro, se adoran recı́procamente. A mayor opresión, mayor encuadramiento
biológico, social o religioso. . . ¡He aquı́ que ya empezamos a conocer los frutos de esta nueva religión! Como
ciertos venenos, ha podido dar al hombre cierta embriaguez, pero esta embriaguez tiene despertares dolorosos.
La mentira es dulce en la boca, amarga en las entrañas. Vespasiano decı́a al morir: “siento que me vuelvo Dios”.
Es lo mismo para todas las cosas creadas: se suben a la cabeza como ı́dolos cuando abandonan el cuerpo como
principio de vida; su divinización es el primer sı́ntoma de su agonı́a. Es fácil gritar a una mujer: te adoro. Pues
basta para adorarla un cerebro turbado por los vapores de una pasión anárquica, y la palabra no compromete
a nada. Es más difı́cil decirle: te amo. Pues el amor implica la apertura y la donación de sı́ mismo.
Nada nos interesa tanto como analizar en sus diferentes aspectos este divorcio entre el amor moderno y las
diversas realidades que constituyen su clima normal.

Ruptura con la especie

Por de pronto, está ya claro que el amor tiende a separarse de su clima biológico, es decir, a excluir el hijo.
Existe sin duda, aún en las sociedades más sanas, una cierta tensión entre la llamada ciega de la especie y las
exigencias de las personas que forman la pareja. Esta tensión es inherente al dualismo de nuestra naturaleza
(el hombre, ser espiritual y social, no sabrı́a procrear, como los animales, abandonándose solo a las fuerzas
biológicas) pero actualmente reviste una agudeza que en muchos casos equivale a la ruptura. Examı́nese la
literatura especı́ficamente “amorosa” desde la historia de Tristán e Isolda hasta las novelas rosas que deleitan
a las modistillas; sorprende constatar el pequeño lugar que en ella ocupa el hijo. Los héroes de esta literatura

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viven, se unen, sufren y se separan como si el hijo no fuera la consecuencia natural y común del amor: leyendo
esto, se piensa en unos trabajos botánicos en los cuales se describieran extensamente los árboles sin hablar nunca
de los frutos. Se podrán objetar que la literatura no es el reflejo fiel de las costumbres pasadas y presentes,
pero, en otro sentido, modela las costumbres futuras: el pescado se empieza a podrir por la cabeza. ¿Y quién
osarı́a pretender que el niño permanece hoy tan deseado o incluso aceptado como antes?
Su aparición eventual, ¿no la consideran muchas parejas como un accidente enojoso, como un desgarrón en
la trama frágil del amor, como una especie de expiación de la voluptuosidad cuyo pago es legı́timo esquivar?
Por otra parte los progresos actuales del neo-maltusianismo y del aborto se explican muy bien por el
repliegue idólatra de la pareja sobre sı́ misma. Es evidente que, si la pareja es Dios, si no persigue otro fin que
un pequeño bienestar y una pequeña seguridad para dos, el niño, que viene a romper el cerco donde la aı́sla su
doble egoı́smo, sólo puede ser tratado como un intruso y un aguafiestas, estando permitidas contra él todas las
medidas de defensa y de expulsión. Este estado de cosas justifica la frase del moralista: el peor enemigo del
niño aún es el amor.
El amor moderno también tiende a sustraerse a su ambiente social. Se sabe el papel que jugaban —
inhumanamente a veces—en las uniones de antes, las consideraciones de casta, fortuna, categorı́a social, religión.
Un viejo adagio de Lorena expresaba ası́ la primera condición de un buen matrimonio: “en tu puerta y de tu
clase” (“á ta porte et de la sorte”).
Hoy todo ha cambiado. La mayorı́a de la gente se casa sin consultar otra cosa que su corazón, a su capricho,
y se generalizan las uniones entre personas de diferentes razas, tradiciones y medios sociales y culturales. ¿Es esto
un progreso? Seguramente, pero en un reducido número de casos. En una región donde las tradiciones sociales
aún son relativamente vivas, me he tomado la molestia de seguir a un cierto número de matrimonios llamados
de razón, y un cierto número de matrimonios llamados de amor. En el primer caso, los jóvenes se casaban sin
esperar que “el corazón hable”, bajo la presión de un imperativo social obscuro, y la elección del cónyuge venı́a
determinada ante todo, por conveniencias de situación, fortuna, tradiciones polı́ticas o religiosas. Bastaba, y
ésta era la única concesión hecha a las inclinaciones personales que el novio no disgustara abiertamente a la
novia. En el segundo, la unión, provocada sólo por la atracción mutua, se realizaba fuera de toda preocupación
social y muy a menudo contra la voluntad de las familias. Pues bien, en verdad debo constatar que estos
matrimonios “de amor” han proporcionado la mayorı́a de los divorcios, trastornos familiares, y hogares sin
hijos. La paradoja tan sólo es aparente: la misma idolatrı́a del amor, la misma sed de una felicidad anárquica
e inmediata, primero acerca a los esposos y después los separa.
No se trata de resucitar esa pobre caricatura de las viejas costumbres, consumida y endurecida, que fue
el matrimonio de interés del siglo pasado: las instituciones, las tradiciones sólo pueden ayudar a los individuos
en la medida en que permanecen vivas. Pero es necesario confesar que la fragilidad actual de los lazos sociales
constituye un peligro inmenso para la unidad de la pareja. La miseria humana se ha dado en todos los tiempos
y en todos los lugares: las querellas, las tentaciones, los adulterios, nunca han dejado de amenazar el equilibrio
conyugal, pero hubo un tiempo en que la fuerza de las instituciones era tal que los peores conflictos individuales
no llegaban a dislocarlo. En los instantes peores, los esposos sacaban, suministradas por el organismo social
del que formaban parte, la paciencia de permanecer fieles a su vocación. No estaban solos en su amor: el alma
colectiva que habı́a presidido el nacimiento de su unión también impedı́a que se disolviera. Hoy, los enamorados,
privados de estas tutelas, no tienen otra garantı́a de fidelidad que el ardor y la duración de su pasión. Ahora
bien, la pasión personal sólo puede suplir durante mucho tiempo el encuadramiento social en algunos seres
selectos. Más vale tener este peso de las costumbres, estas fatalidades del medio, como lazo de unión que como
barrera. En las uniones socialmente convenidas, todo el pasado personal y hereditario de los esposos tiende a
acercarles. Alguien decı́a que se habla mucho de los prı́ncipes que se casan con pastoras, pero nadie dice nunca
cómo han terminado, estos matrimonios..
No negamos que en algunas parejas excepcionales puede existir un amor que trascienda, no sólo las
afinidades sociales, sino además las sanciones de la ley de la moral; nos contentamos afirmando que no se
gana nada queriendo generalizar las cosas extraordinarias. Y además, en amor como en todo, la cualidad del
pecado sigue a la cualidad de la virtud: sólo el buen vino da lugar al buen vinagre. La firmeza de la institución
matrimonial purifica y realza “el amor libre”. La pasión anárquica sólo conserva alguna grandeza en un clima
virtuoso, valor humano de un quebrantador de las formas sociales se mide por la solidez de dichas formas: no
se necesita fuerza ni valor para derribar una puerta abierta.

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La peor desgracia en que puede incurrir el pecado, es estar al alcance de todos. Cuando Tristán e Isolda en
lugar de errar por el bosque inhóspito sostenidos sólo por su amor, consumen burguesamente su adulterio sin
riesgo ni castigo, ya no ofrecen ningún interés.

Ruptura con Dios

En fin—y quizás ahı́ está el mal supremo—, el amor se separa cada dı́a más del ambiente religioso en el
que se bañaba desde la aurora de la humanidad. La mayorı́a de las civilizaciones han hecho del matrimonio—
con un sentido profundo de las exigencias del hombre total—, una sustitución no sólo social, sino también
divina. El vı́nculo espiritual corrı́a paralelo con el encuadramiento biológico y social; ası́, el amor, apoyado por
abajo y coronado por arriba, se insertaba armoniosamente en el conjunto de la vida: era una pieza maestra
en un edificio acabado que encontraba sus fundamentos en la institución y las costumbres y su bóveda en la
consagración religiosa.
El hombre que, rechaza la religión no deja de ser un animal esencialmente religioso: entonces traspone su
sed de absoluto en objetos relativos. La “religión” y, correlativamente, la degradación del amor surgen en la
medida en que el amor y la religión se separan. Pues cualquier cosa creada que pretende elevarse por sus propias
fuerzas por encima de su nivel natural, vuelve a caer automáticamente por debajo de este nivel: Icaro expira
en el barro por haber querido rozar el cielo. Cuándo sobre una cosa finita se abate un deseo infinito, no tarda
en reducirse a la nada: el que de la libertad hace un ı́dolo se inclina ya hacia la esclavitud, y el que adora un
amor está maduro para la decepción y la inconstancia.
El amor nunca está tan cerca de la profanación absoluta como cuando pretende ponerse en lugar de lo
sagrado, en vez de buscar humildemiente la consagración. Está hecho para adherirse a la religión y no para ser
su propia religión.

Exclusivismo de la pareja

El amor, desarraigado y destronado de esta forma, se reduce al exclusivismo de una pareja separada del
resto del universo. Esto se puede bautizar como “amor libre”. Pero ¿libre de qué? ¿De lo que lo oprime
y de lo que lo nutre? Sin duda cuando las civilizaciones declinan, las pautas sociales, morales o religiosas se
transforman en cargas exteriores al hombre, sorprendidas por una especie de rigidez cadavérica. Pero no por ello
han desaparecido los vı́nculos vitales. Entonces, no conviene destruirlos, sino renovarlos. La anarquı́a no es el
remedio, sino la consecuencia y el último estadio del conformismo: es la embolia lo que sigue al endurecimiento
del conformismo: es la embolia lo que sigue al endurecimiento de la arteria. La explosión, la mutilación, no son
liberaciones.
Ası́ pues, el amor de la pareja cerrada sobre si misma procede de una mutilación. Dos ramas pueden estar
tan estrechamente enmarañadas como se quiera: si no están unidas al mismo tronco y alimentadas por la misma
savia extraı́da de las mismas raı́ces, no tardan en secarse. Esta pareja aislada está condenada a la asfixia como
los pulmones privados de aire. Y es incapaz de poseer nunca esta plenitud recı́proca a la cual lo sacrifica todo.
Los poetas pueden cantar “el instante supremo en que el universo no es nada”. Pero la realidad universal es
indivisible como un cuerpo vivo, y el gesto idólatra, por el cual los enamorados se separan del universo, separa
también el uno del otro. Cada uno permanece cautivo de su yo solitario, no ama en el otro a un objeto exterior
que se ha hecho realmente presente a su alma por una especie de transfusión misteriosa, sino a un instrumento
adaptado a su deseo o la proyección idealizada de sı́ mismo. Este amor no es más que un subjetivismo apenas
extendido, en egoı́smo traspuesto: el ardor del abrazo y las humaredas de la imaginación hacen creer en la
comprensión mutua, pero los corazones y los espı́ritus permanecen esencialmente separados. “El hombre dice:
mi ángel; la mujer suspira: mamá, mamá, y estos dos imbéciles están persuadidos de que piensan lo mismo”
(Baudelaire). La pareja verdaderamente unida no es la pareja cerrada, sino la pareja abierta.
De esta fragilidad del amor procede el aislamiento de la pareja. Basta la menor prueba fı́sica o moral
para sumergir en su soledad esencial a los enamorados que sólo están unidos por la carne o por el sueño. Sólo
nosotros. . . Esta máscara ligera puesta sobre el “sólo yo” no tarda en rasgarse y en poner al desnudo el egoı́smo
esencial que disimula. En la hora de mi deseo te he preferido al mundo. Éste sólo es el primer estadio del
proceso de separación que me llevará a preferirte a cualquier cosa en la hora de mi lasitud. Pues un ser elegido
por la pura arbitrariedad individual no podrı́a suplir durante mucho tiempo el universo que ha usurpado. El

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desmenuzamiento de la pareja sigue a la adoración del amor, como la repugnancia sigue a la embriaguez. Es el
mismo fenómeno de desintegración que continúa: después de haber arrancado la piedra de la unidad del edificio,
la deshace en polvo. Don Juan, Lovelac, Valmont y el seductor de la mesa redonda son los hijos, cuánto más
degradados más legı́timos, de Tristán de rodillas ante Isolda divinizada.

¿El porvenir de la pareja?

¿Y en la actualidad? El pesimismo es un diagnóstico necesario, pero no un remedio: es más importante


reconstruir que llorar sobre las ruinas.
Precisamente por respeto al pasado y porque creemos en la huella indeleble que la historia deja en el
hombre, juzgamos imposible volver a las épocas pasadas en el que la pareja era sólida porque la personalidad
humana apenas emergı́a de las comunidades y las instituciones. Para desear volver a tal forma de civilización,
es preciso imaginar que se puede borrar con un trazo de pluma todo el intervalo que ha transcurrido entre el
momento presente y la época que se añora. Puesto que estamos ligados por todo nuestro pretérito, no podemos
volver a tales épocas pasadas.
Pero si bien es locura adorar el pásado como tal, en cambio es bueno y necesario buscar en la experiencia del
pasado y en las lecciones que nos da la historia de las civilizaciones y de las decadencias, los puntos de tangencia
de lo eterno, es decir, las condiciones generales de equilibrio que corresponden a las necesidades inmutables de
la naturaleza humana y fuera de las cuales se disuelven las personas y las sociedades.
Ası́ pues, no se trata de renegar de la civilización moderna, sino de expurgarla de su veneno, de dominarla
a fin de adaptarla a las exigencias del hombre eterno. Solamente una selección de hombres, conscientes del
camino sin salida en que se ha perdido nuestra civilización, podrá desempeñar esta tarea, se opondrá al proceso
paralelo de concentración y aislamiento que amenaza la esencia misma de la humanidad y restituirá, lúcida y
voluntariamente, el equilibrio que poseı́an nuestros antepasados entre el individuo y su medio. Será necesario que
el hombre se coloque de nuevo “ante el espejo de su natividad” y que su libertad, su genio creador, extraviado
durante tanto tiempo en la persecución exclusiva de lo artificial y, de lo cuantitativo, se despliegue en la lı́nea de
sus nécesidades profundas, al fin reconocidas. La humanidad no puede, no debe, pararse en su camino: basta
que cambie de dirección. El renacimiento de una civilización, sin duda nueva en cuanto a su estilo temporal,
pero esencialmente orientada hacia la profundización de lo eterno al modo del humanismo hindú, griego o
medieval, sólo puede aportarnos el contrapeso necesario a las conquistas casi exclusivamente técnicas: por ella
adquiriremos este “suplemento de alma” reclamada por Bergson, que permitirá al hombre completo reunir y
asimilar los procesos de un cerebro que ha funcionado aislado demasiado tiempo.
Depende de nosotros el que la fiebre que atormenta al mundo moderno sea el indicio de una crisis de
crecimiento o el sı́ntoma de una agonı́a. Tenemos que rehacer hombres completos, es decir, hombres en los que
todas las potencias se equilibren en la unidad.
El amor es una de estas potencias. No hemos de adorarlo ni maldecirlo sino volverlo a situar en su contexto
general, hacerlo solidario de los otros elementos de nuestro destino. Ciertamente, serı́a ridı́culo querer suprimir
este carácter fatal e irreductible a cualquier regla fijada de antemano, cuya huella lleva todo amor verdadero.
Ni la comunidad de las costumbres, de los gustos y de los intereses, ni el sentido moral o religioso podrı́an
reemplazar la elección misteriosa que une para siempre a dos seres únicos. Pero conviene recordar que, ası́ como
la atracción ciega y espontánea puede nacer en cualquier lugar y entre personas cuales quiera procediendo sólo
del egoı́smo que entraña, el amor sólo puede crecer y desarrollarse normalmente con la ayuda de otras facultades.
Para no morir de asfixia necesita ser atizado desde fuera: el aire no crea el destello, pero la llama más ardiente
se extingue en un vaso cerrado.
El remedio más seguro para la desencarnación del vı́nculo sexual es una profunda adhesión del espı́ritu a
los orı́genes y fines biológicos del amor. Si la llamada de la especie no es oı́da y seguida por todo el hombre,
degrada a la vez el alma y la carne. El hijo, este fruto del amor tan exterior a los dos seres que lo han creado,
este fruto que sólo existe verdaderamente a partir de la hora en que se separa de la rama, rompe el exclusivismo
de la pareja: sustituye la adoración recı́proca que encadena por un fin común que libera.
También es necesario, para la salud y la continuidad del amor, un modo de vida social a la vez estable y
más aireado. Un hecho de experiencia corriente es que la vida de la pareja es más sana y más duradera en los
medios en los que los hombres están protegidos contra la dispersión y el anonimato del siglo por un retı́culo
orgánico de tradiciones familiares, locales y profesionales. El hecho de estar arraigado y de pertenecer a una

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célula social viva, en que los individuos empujados por un mismo destino guardan entre sı́ un contacto estrecho
y permanente, contribuye eficazmente a estrechar y a prolongar los lazos del amor. No se trata de inmolar las
personas a las instituciones, sino de poner las instituciones al servicio de las personas. La comunidad protege
la comunión.
En cuanto al espı́ritu religioso, cuyo renacimiento todavı́a frágil pero universal constituye uno de los raros
signos felices de nuestra época apocalı́ptica, al elevar el amor hasta el cielo, también lo fortalece en la tierra.
Tan sólo para él, la palabra “siempre”, pronunciada con tanta imprudencia en la aurora del todo amor, deja de
ser la traducción mentirosa del éxtasis de un instante.
En definitiva, los esposos tienen tantas más oportunidades de realizar un gran amor recı́proco cuanto más
unidos están en todos los dominios por una comunidad de vida, es decir, por un amor común. La vinculación a
los mismos hijos, la adhesión al mismo grupo social, el servicio al mismo ideal, constituyen, en planos diferentes,
este lazo común sin el cual la atracción recı́proca sólo es una ilusión efı́mera.
Amar es menos contemplarse y saborearse el uno al otro que entregarse ambos a las mismas realidades que
comprenden y rebasan el valor ontológico de la pareja considerada en sı́ misma.
Incluso pensamos que en el estado actual de las cosas la plenitud del amor descansa, infinitamente más que
antes, en la elección recı́proca y el fervor personal.
Pero esta elección, este fervor, a pesar de que primero parecen tan profundos, sólo pueden alcanzar la plena
medida del amor a través de una purificación larga y severa.
Hablar de las ilusiones del amor naciente es un lugar común. Y por lo tanto no es todo mentira esta llama
efı́mera que promete la eternidad. Claudel describe magnı́ficamente: “La ilusión es el presentimiento de lo que
es, a través de lo que no es.” Todo el problema consiste en despojar el amor de su ganga de ilusiones, librar el
oasis del espejismo, lo que es de lo que no es. La tarea es dura, puesto que nada se adhiere más al hombre que
su propia nada.
Cuando la pasión se despierta en nosotros, el ser que amamos permanece en gran parte imaginario: es
nuestro sueño proyectado más allá el que nosotros estrechamos en él. Ahora bien, todos los sueños tienen en
común conducir al despertar, y a un despertar tanto más amargo cuanto más hermosos eran aquéllos. Alguien
decı́a, se ama a una muchacha, se casa con una mujer: ya no es la misma persona. Las quimeras se desploman
al contacto de la vida cotidiana y el ser adorado como único se convierte poco a poco en un hombre o una mujer
“como los otros”. Entonces, para salvar el amor es necesario pasar de lo falso a lo verdadero y absoluto; es
necesario traspasar el lado “realista” de lo real y volver a encontrar el alma solitaria e inmutable del ser amado
bajo el sedimento de los dı́as y los disfraces de la vida social.
Respecto a esto, el matrimonio indivisible posee un valor único. En todos los tiempos, los hedonistas han
gemido alegando su dureza y barbarie. Pero éstas sólo son el precio de su virtud purificadora. En los amores
transitorios son posibles todas las ilusiones, pero el matrimonio, por su contacto ı́ntimo y cotidiano, siempre
llega a usar las quimeras más tenaces. Ningún disfraz resiste el hilillo de agua de la costumbre: en el matrimonio,
el ideal ya no puede ser falseado, es necesario que se encarne o que desaparezca. Ası́ pues, el matrimonio, por su
exigencia de compromiso total y perenne, constituye la prueba del amor, y, como toda prueba, implica esfuerzo
y dolor. Pero para dos seres que verdaderamente aspiran a la unidad, lo esencial no es gozar, sino compartir.
Por consiguiente, los sufrimientos comunes son vı́nculos más profundos aún que las alegrı́as. Llega una hora en
la vida—la hora de la madurez de la pareja—en que el sufrimiento y la alegrı́a ya no sirven como realidades
opuestas, sino como los dos polos inseparables de una realidades única que se llama amor.
Pero esta fusión, esta unidad, sólo pueden realizarse en un plano superior al de la pasión. Es preciso que el
amor pase de la carne al alma, del yo al espı́ritu, y lo que sólo era un deseo se convierta en una ofrenda. Para
amar totalmente al otro como a sı́ mismo. Sin esta purificación, el amor no escapa en el presente a la ilusión,
ni en el porvenir a la muerte. El espectáculo de los innumerables fracasos de amores y juramentos “eternos”
comprueba amargamente esta ley.
El poeta desengañado suspira en presencia de una pareja de enamorados felices:
“Ellos eran el presente, y yo el pasado.
Y yo sabı́a la palabra final de la quimera.”
Nosotros sabemos demasiado bien que la decepción y la nada son quienes pronuncian esta palabra final de
la quimera entregada a sı́ misma. Solamente el amor verdadero, él amor que transporta al hombre más allá de
sı́ mismo y domina el instinto avaro de una felicidad vulgar e inmediata, comulga lo suficiente en la eternidad

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para desafiar la usura de las horas. La pasión sólo es una promesa; únicamente el amor sabe mantenerla.
Sin embargo, es necesario prevenir ahora cualquier ilusión. El amor del hombre y de la mujer es, de todas
las cosas humanas, aquella cuya evolución armoniosa requiere las condiciones más difı́ciles. En efecto, la vida
de la pareja constituye el punto de convergencia de las exigencias más diversas y a veces más opuestas de
la naturaleza humana: llamada de la especie biológica, necesidad de plenitud personal de los dos seres que
componen la pareja, leyes y prejuicios de la sociedad, ideal moral y religioso, etc. Es necesario persuadirse
de que, en este dominio, el éxito más hermoso todavı́a es como una costa relativamente mal recortada entre
necesidades tan divergentes. Aquı́, la ley de la mezcla y de lo relativo, que es la ley central de la creación,
desempeña más papel que en ninguna otra parte.
Pero nosotros encontraremos su realidad, tomando conciencia de esta relatividad del amor. El amor humano
ha sido el objeto de una idolatrı́a positiva o negativa; durante demasiado tiempo, se ha parecido a una vejiga
que se hincha y se vacı́a alternativamente. Ahora se trata de dirigirla a sus proporciones relativas, pero reales.
El hombre y la mujer tienen tantas más oportunidades de realizar en ellos la plenitud del amor, cuanto más
solidario hacen este amor de todas sus otras facultades. Ası́ pues, es preciso sanar al hombre completo, igual
su cuerpo que su alma, sus instintos que sus ideales. Pues aunque se puede desmontar una máquina usada o
averiada para salvar ciertas piezas, ocurre lo mismo con un todo vivo.
Cada aparte depende del conjunto; la salud y la enfermedad, la vida y la muerte son indivisibles. La
salvación del hombre.

III. SEXUALIDAD Y VIDA ESPIRITUAL

¿Puedem explicarse el héroe y el santo por la sublimacion? Planteamiento del problema

En primer lugar se constatan analogı́as muy sorprendentes entre el instinto sexual y los móviles que animan
al héroe y al santo. En primer lugar, la fuerza del impulso que acapara completamente al hombre y, sacando
de él energı́as insospechadas, lo hace capaz de acciones que traspasan el potencial de la vida normal. Sófocles
canta: “La diosa Afrodita, invencible, se burla de nosotros.” Asimismo los héroes y los santos son presa
de otro amor que los empuja más allá de ellos mismos. La sexualidad y la vida espiritual tienen en común
desbordar los intereses temporales y egoı́stas del hombre: le hacen correr riesgos y aceptar sacrificios que en
otras circunstancias le anonadarı́an. A partir de un cierto grado de exaltación, uno y otro tienden a poner en
guardia el instinto de conservación. En el perı́odo de celo, el gallo silvestre, cuya desconfianza es proverbial
entre los cazadores, deja que se le aproximen y le abátan muy fácilmente. Leandro expone todos los dı́as su
vida para volver a ver a Hero y los santos afrontan, sin temblar, las peores prue bas y la muerte para rendir
testimonio a Dios.
La naturaleza de las fuerzas que entran en juego en los dos casos, explican muy bien estas analogı́as. La
sexualidad tiende a la conservación de la especie, es decir, a la prolongación indefinida de la vida temporal, a
la perpetuidad. Por el contrario, la vida espitual nos relaciona con el mundo inmóvil de la eternidad. Pero una
y otra nos empujan más allá de los lı́mites de nuestra miserable persona: ambos constituyen una especie de
desafı́o a la muerte y representan en relación al individuo limitado y relativo, algo infinito y absoluto.
Pero estas semejanzas entre la vida sexual y la vida espiritual también explican su antagonismo. Este
antagonismo no afecta la esencia del hombre; la sexualidad y el ideal espiritual constituyen dos tendencias
fundamentales de nuestro ser, que, en sı́, pueden y deben coexistir; pero, en el estado concreto de nuestra
naturaleza limitada y caı́da, es bastante raro que dos fuerzas tan ávidas de totalidad y de absoluto puedan
coincidir armoniosamente, puesto que si ambas nos arrojan más allá del tiempo individual, es para sumergirnos
una en el futuro de la especie biológica y la otra en la eternidad del puro espı́ritu. La sexualidad alarga el ser
en el tiempo mientras que la vida espiritual lo eleva más allá del tiempo. El abismo que los separa es el que se
extiende entre lo perpetuo y lo eterno, entre lo indefinido y el infinito.
Este antagonismo nunca ha dejado de ser experimentado por los mı́sticos de todos los tiempos y de todos los
lugares. Contra este sentimiento tradicional, reacciona vivamente una cierta corriente actual de espiritualidad,
que, entre otras cosas, se caracteriza por un laudable esfuerzo de “redención” de la carne y de integración de
la sexualidad en la vida religiosa. Y, sin duda, nuestra época tiene razón al combatir una concepción de la
“pureza” falsa y pueril que degradó y emponzoñó durante demasiado tiempo las relaciones del hombre con Dios.
También conviene recordar que no es enteramente casual que, desde la aurora de la humanidad, la mayorı́a de

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los seres llamados a la concepción religiosa se han impuesto una abstinencia carnal absoluta, y que, aunque
es bueno allanar al máximo los caminos del Señor, también existe cierta presunción y peligro en menospreciar
una experiencia de siglos. Si tantos mı́sticos han sentido tan vivamente esta incompatibilidad entre el impulso
religioso y la voluptuosidad carnal, ha sido porque es necesario que un sentimiento tan profundo y universal
descanse en algún fundamento ontológico. Sin embargo, otros apetitos también materiales (por ejemplo, la
gula) no crean este desgarramiento interior, siendo, por otra parte, limitados en función de la sexualidad por
ascetismo tradicional; el ayuno se prescribe sobre todo para domeñar el instinto genital: sin Ceres y sin Baco,
Venus se hiela. . . En verdad, es muy claro que esta exigencia de castidad ha dado lugar a muchas exageraciones y
caricaturadas (fobia obsesiva de las cosas de la carne, catálogo de los pecadqs elaborados en función de la lujuria,
piedad puerilmente dirigida a la abstinencia carnal, etc.); a través de sus desviaciones y sus degradaciones,
también expresa un estado de hecho cuya importancia no se puede subestimar. El mı́stico siente amenazado
por la llamada de la especie su contacto ı́ntimo con Dios y sus reacciones, a veces excesivas o torpes, proceden
de la intuición de una necesidad auténtica.
Seamos más precisos. No se trata de pretender que haya la menor incompatibilidad entre la vida sexual
normal y la vida religiosa, en tanto que virtud, e incluso en tanto que santidad. Incluso convenimos de buen grado
en que el cumplimiento de todos los deberes del matrimonio exige, al menos tantos esfuerzos de devoción y de
abnegación (y por consiguiente de santidad auténtica) como la vocación religiosa. La tensión de la que hablamos
solamente existe entre la vida sexual y la piedad propiamente mı́stica, es decir, esta especie de tacto interior,
de sensibilidad espiritual, que nos pone en contacto inmediato y continuo con las realidades sobrenaturales. La
embriaguez de los sentidos rompe la intimidad de esta comunión; el impulso hacia el porvenir, inherente a la
sexualidad, desvı́a al hombre de la pura contemplación de lo eterno presente. No se puede olvidar—y este hecho
sencillo tiene el valor de un ejemplo—que el único testimonio absolutamente puro de lo eterno en la humanidad,
Cristo, no ha saboreado el goce carnal y que, nacido de una virgen, murió virgen.
Platón, en Timeo, expresa de forma mı́stica las relaciones entre el sexo y el espı́ritu. Dijo que existı́a
en nosotros al modo de un ser vivo, la semilla sobrenatural en substancia, es decir, la facultad que nos hace
capaces de acceder a lo eterno. Al igual que nosotros, este ser está hecho de cuerpo y alma, y su cuerpo gira
en su cerebro a la manera de un astro: sigue el ritmo de las resoluciones celestes, único movimiento cı́clico que
reproduce en el tiempo la inmovilidad de lo eterno, mientras que respira por los orificios del cráneo. Pero si a
causa de la inercia y materialidad de los pensamientos, el movimiento giratorio del cerebro ya no lo entraña,
cae en la columna vertebral, y allı́, la necesidad de respirar lo empuja a los órganos sexuales de donde quiere
salir para vivir. Sólo puede hacerlo por la emisión de semen en el hombre y por el parto en la mujer. Ası́ la
perpetuidad imita a la eternidad: lo sexual es lo espiritual degradado. Antes que Freud, Platón habı́a observado
este carácter anárquico de la sexualidad en relación a la persona espiritual. “Lo que es de naturaleza sexual
es congénitamente imposible de persuadir y tiránico como un ser vivo que no escucha las palabras y que, bajo
el aguijón de la necesidad, intenta dominarlo todo. Cuando no puede hacerlo, se revuelve, se indigna, oprime
la voluntad.” Todo lo que hay de cierto en Freud sobre la coartación de la libido y la etilogı́a de los nemosis
(si flectere superos nequeo, Acheronta movebo . . . ) ya está contenido un germen en Platón, con la diferencia
de que Platón explica el fenómeno sexual partiendo del espı́ritu, mientras que Freud tiende sin cesar a explicar
cosas del espı́ritu a partir del sexo.
Se halla la misma divergencia de interpretación a propósito de los fenómenos llamados de sublimación.
Entre ciertos seres selectos (artistas, héroes y santos), es un hecho que el apetito sexual, coartado y desviado de
sus fines normales, en vez de manifestarse por perturbaciones del psiquismo y de las transposiciones impuras,
parece purificarse, cambiar de nivel y poner su energı́a al servicio de un ideal espiritual que lo capta en su
órbita. Desde Platón, todos los espiritualistas piensan que es un fenómeno normal el retorno completo del
hombre a sus orı́genes y a sus fines divinos. Los materialistas responden que es el simple cambio de estado de
una energı́a sexual que permanece cualitativamente idéntica a sı́ misma, como el agua transformada en vapor
continúa siendo agua.
Digamos claramente que esta última interpretación encierra una contradicción radical. Explicar lo superior
por lo inferior, el espı́ritu por la materia, ni significa absolutamente nada. En efecto, el materialista sólo puede
desarrollarse su sistema, elevándose por encima de la misma materia, hasta una idea de la materia que considera
como la traducción válida y fiel de lo real. Ası́ pues, si, como pretende, todas las ideas, en lugar de tener como
función expresar la verdad, sólo son simples estados de la materia; a su vez esta afirmación sólo es un simple

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estado de la materia y no contiene más verdad que cualquier otra idea. El materialismo se sirve del espı́ritu
para negar el espı́ritu, y de la verdad para destruir la verdad: por consiguiente sólo puede ser verdad en tanto
que mentira.
Para que la carne se ponga al servicio del espı́ritu, para que el instinto se adapte al ideal: uno no se prende
a la nada. Si todo se dirige a los juegos del instinto, la misma noción de sublimación pierde todo su sentido:
todo no es más que torbellino de la misma arena o remolino en la misma agua. . .

¿A donde conduce a la sublimacion?

Tal como se presenta ordinariamente, el problema de la sublimación se nos aparece como un problema mal
planteado. Se habla adecuadamente de adaptación, de integración del instinto sexual en ideal espiritual. Muy
bien, pero ¿qué es lo que se adapta?, ¿qué es lo que se integra?
La distinción freudiana entre lo genital y lo sexual reviste aquı́ una importancia externa. Lo genital es
el instinto animal que tiende hacia el acoplamiento carnal anónimo; sólo existe un estado puro en la bestia
donde se ejerce de un modo irresistible, pero intermitente (época de celo). Lo sexual, patrimonio del hombre,
es algo infinitamente más vasto, más complejo y más continuado: en la persona humana, todo puede recibir
un colorido o una orientación dé orden sexual; dicho de otro modo, todo, sin ser especı́ficamente sexual, puede
estar impregnado y dominado por la sexualidad: imaginación, sentimientos, pensamientos, voluntad de poder,
amor, arte, ideal, etcétera.
Los hombres cuya vida sexual se limita puramente a lo genital, es decir, que les satisface una cópula
cualquiera y sin mañana constituyen un caso lı́mite. En realidad, incluso los amantes más vulgares aman un
poco con su alma; tienen emociones y sentimientos que rebasan el deseo de la simple unión carnal; los esfuerzos
y los sacrificios que se imponen para verse y poseerse, la esperanza misteriosa que los habita y que transfigura
su vida un instante, con su lenguaje y sus promesas de fidelidad, demuestran una aspiración tan confusa y
desviada como se quiera, hacia una clase de absoluto que la carne sola no puede dar. En el hombre, el impulso
genital constituye un núcleo alrededor del cual se agregan mil elementos extragenitales. Incluso el inconstante
y el libertino sueñan obscuramente en poseer el alma única e inmoral, a través de la carne común y fugaz. De lo
contrario, ¿qué significarı́an estas exclamaciones: tú y siempre, que los amantes no dejan de repetir y profanar?
Si la pasión del hombre no desbordara la necesidad animal, un enamorado engañado o abandonado olvi-
darı́a su pena en brazos de la primera cortesana. Por consiguiente, todos saben que las cosas no ocurren tan
sencillamente.
Esta distinción nos ayuda a comprender mejor el mecanismo de la sublimación. Lo genital como tal,
no podrı́a ser realzado ni transfigurado; nuestra vida sexual comporta una faceta animal irreductible; no se
“sublima” más la necesidad elemental del coito que la de comer o beber. Según los temperamentos, lo puramente
genital puede exasperarse o atrofiarse por la privación, pero no transformarse. En la sexualidad lo que se puede
sublimar, pasar al servicio del espı́ritu, es lo que no es especı́ficamente sexual; este halo de imágenes, de
sentimientos y de deseos que se polarizan alrededor del sexo, estos elementos, biológicos si no psicológicos, que,
por sı́ mismos, son neutros e indeterminados con respecto al sexo, pero que éste puede siempre movilizar en su
provecho. Tomemos un ejemplo brutal: no se sublima una erección como tal, sino las imágenes y las emociones
que la provocan o la acompañan. Por otra parte, dado el papel del psiquismo en nuestras emociones carnales,
esto es muy significativo.
No se trata, pues, de una especie de transmutación misteriosa, de un golpe de varita mágica por el cual
el instinto se convertirá en ideal, sino simplemente de un desplazamiento del centro de la sı́ntesis humana, de
un retorno a la verdadera jerarquı́a de nuestras tendencias. Como todas las grandes pasiones, la sexualidad
tiende sin cesar a hacerse exclusiva; tiene apetitos totalitarios; se apodera de elementos que por derecho no
le pertenecen. Ası́ pues, la sublimación devuelve al espı́ritu, lo que la carne le habı́a quitado: facultades y
energı́as que, por el hecho mismo de su indeterminación respecto a todos los móviles, pueden ser sucesivamente
explotados por cada uno. Es una restitución del equilibrio más que una metamorfosis.
La imaginación, con todas sus resonancias en la afectividad sensible, constituye el terreno de elección de la
sublı́mación. A priori, no se inclina ni hacia el instinto ni hacia lo ideal; solamente se adapta a las tendencias
dominantes del individuo. El enamorado sueña mujeres, el avaro riquezas, el ambicioso honores y poder, mientras
que la fantası́a del artista está poblada de formas ideales, y la del santo de imágenes sagradas.
Resumamos: el apetito sexual, por poco que se le abandone a sı́ mismo, tiende a convertirse en el centro,

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1
en todo del hombre. ¿No es normal que esta exigencia de absoluto, usurpada por la carne, vuelva al espı́ritu?
La sublimación no es otra cosa.

Verdadera y falsa sublimacion

Hasta aquı́ sólo he hablado de la verdadera sublimación. Desgraciadamente, ésta es muy rara mientras
que los ersatz (N. E. C.) de sublimación adulterados, cuyo lamentable espectáculo confiere un inmenso alcance
concreto a las crı́ticas de los ideales espirituales y religiosos formulados por un Nietzsche o un Freud, son
innumerables. Todo el problema está en saber, ante estas personas cuya sexualidad no se despliega normalmente
y que ante todo pretenden vivir para el espiritu, si estos elementos psicológicos de los que hablábamos ahora,
tan pasado verdaderamente del servicio del instinto al del ideal, si hay descentración, integración auténtica, o
bien solamente transposición, si el espı́ritu ha recuperado su bien o si está simplemente engañado por la carne,
que obra con astucia y se disfraza.
Después de Nietzsche e innumerables psicólogos, la escuela freudiana ha observado que muy a menudo
coincidı́a un cierto estado de privación, de tensión y a veces incluso de anomalı́a de la facultad sexual, con
el nacimiento o desarrollo del ideal espiritual o religioso, y, después de haber analizado las carencias y las
perturbaciones del sentido genital en un cierto número de artistas, héroes y mı́sticos, han sacado la conclusión
de que su ideal no era otra cosa que la reacción compensadora de una sexualidad alejada de su vida normal.
Esta afirmación descansa sobre un postulado inaceptable: el sexo concebido como realidad suprema, e
incluso como realidad única. En la buena psicologı́a, el análisis de las relaciones entre la inhibición sexual y la
manifestación de la espiritualidad, en un buen número de casos, demuestra simplemente que las dos tendencias
no pueden desenvolverse simultáneamente y que para entregarse completamente a una de ellas, es necesario
sacrificar más o menos la otra. Ni elección, ni exclusión, son forzosamente sinónimos de compensación. Cuando
un jardinero está obligado a arrancar o podar una planta para que otra pueda desarrollarse, esto no significa
que la segunda sea un vástago de la primera. Dichos psicólogos, ignorantes del pluralismo y de la jerarquı́a de
las facultades humanas, han confundido con excesiva facilidad la noción de causa y la de condición. Para que
aparezcan las estrellas, es necesario que se oculte el sol y que se extiendan las tinieblas. Por lo tanto, la noche
no crea los astros. Del mismo modo, el ayuno sexual puede favorecer la elevación espiritual. Pero las alas vienen
de todas partes: para que el pájaro se dirija al cielo no basta con abrir la puerta de la jaula. . . El que ha sentido
un solo soplo de heroı́smo o de santidad, sabe para siempre que esta experiencia no se puede reducir a las cosas
de la carne y de la fantası́a.
Sin embargo, hay—y aquı́ el freudismo recobra sus derechos—bastantes estados llamados “espirituales”
que apenas son otra cosa que transposiciones sexuales. Son más frecuentes las falsas sublimaciones que las
verdaderas. Aquı́, los impulsos cambian de color y de etiqueta, pero no de naturaleza y de nivel, y lo que se
llama ideal no es más que la coartada y el disfraz de un instinto que, a pesar de ser rechazado y desviado,
conserva todas sus exigencias y busca, por otros caminos, una satisfacción disimulada y bastarda. Se observan
tales compensaciones en muchos estados de ánimo cuya efervescencia imaginativa se impone a la profundidad
espiritual: entusiasmos “¡dealistas!” de la pubertad (que ciertos hombres nunca abandonan completamente),
devociones turbias (por otra parte más frecuentes en la mujer, cuya sexualidad menos localizada y menos brutal
que la del hombre en sus manifestaciones, se presta más a las ilusiones, supuestas amistades espirituales, etc.).
Basta excavar hasta las raı́ces estos sentimientos equı́vocos, o seguirlos hasta sus frutos, para darse cuenta de que
ante todo están motivados por la privación y por la espera de voluptuosidades más sólidas. Un dı́a, una mujer
joven me decı́a, ingenuamente: “Es raro, desde que me casé no encuentro en la oración las mismas dulzuras.”
¡Y con motivo! Una cierta literatura y una cierta música religiosa traducen admirablemente el sentimentalismo
vulgar y adúltero, la “Schwármerei” de mala ley de esta devoción impura que en realidad sólo es un residuo y
un ersatz del amor humano.
Las imágenes y los sentimientos verdaderamente sublimados, aparecen integrados en la sı́ntesis espiritual;
participan de su profundidad y de su trascendencia; el simbolismo es semejante al de la pseudosublimación, pero

1
En realidad la carne sólo es un sı́mbolo y un pretexto. El pecado de lujuria únicamente reside en el espı́ritu, pero
en el espı́ritu que hace de la carne el instrumento de su sed de infinito extraviada y degradada. La “lucha espiritual” no
es entre el espı́ritu y la carne: es entre el espı́ritu de lo alto que tiene a Dios por aliado y el espı́ritu de abajo que tiene
la carne por cómplice.

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el alma divina juega a través de los sı́mbolos como el sol en las nubes, y les confiere una pureza, una transparencia,
un reflejo de eternidad que no equivocan.2 Para comprender a fondo la diferencia, basta comparar la imaginación
amorosa del Cantar de los cantares o de los poemas de San Juan de la Cruz con un canto religioso que nos ha
legado la devoción degenerada del siglo XIX (por ejemplo el cántico: Corazón de Jesús, dulce encanto de mi vida,
o bien: Dueño de mi vida, o, Tú nuestro encanto por siempre serás.) Por aquél nos sentimos transportados por
una ráfaga más allá de la carne y de la fantası́a: las palabras copiadas del amor humano, tienen resonancias que
exceden este amor; dejan en nuestro espı́ritu una especie de rastro misterioso que es la señal del artista divino
sobre los materiales humildes que utiliza. Por el segundo, al contrario estamos en el lado del amor humano:
quien ha vivido a fondo la verdadera plenitud y el verdadero vacı́o de las pasiones terrestres sabe bien—de tal
modo el lirismo pseudorreligioso suena a hueco y falso—que sólo se trata de manifestaciones abortadas de un
instinto enfermo que disimula su miseria bajo un garabato mı́stico. Si se compara la vida sexual normal con
la luz solar, conviene distinguir, entre los que caminan en la “noche de los sentidos”, los verdaderos mı́sticos
que se dirigen al resplandor de las estrellas y los compensadores impotentes que alumbran lamparillas cuya luz
obscurece las estrellas y no reemplaza al sol.
El criterio diferencial entre la espiritualidad verdadera y la falsa sólo puede establecerse por la respuesta a
las siguientes preguntas: ¿Hay ascensión, es decir cambio de nivel?, ¿o solamente desviación en el mismo nivel?
Los elementos y los sı́mbolos sensibles, ¿están verdaderamente ligados a un contexto espiritual que los realza?
¿O bien conservan su naturaleza y su finalidad inferiores bajo la máscara con que se recubren? Más exactamente:
¿hay sı́ntesis (es decir asunción de los elementos que permanecen exteriores los unos a los otros)? El vino más
generoso contiene agua. Pero esta agua es vino. Por el contrario, en un vino aguado, el agua es agua, y echa a
perder el vino. Del mismo modo, la piedra es una estatua, ella, continúa siendo piedra pero al mismo tiempo
es una obra de arte: el cincel del escultor le da un alma. Mientras que el mal escultor sólo estropea la piedra,
ésta, bajo el cincel, pierde sus aristas naturales y no adquiere la belleza de la forma ideal. Estas imágenes se
aplican de maravilla a la falsa sublimación que desfigura todo lo que en vano trata de transfigurar. Doble yerro:
el hombre falta a la vez a la tierra y al cielo.
Pero, ¿cuáles son los indicios concretos que nos permiten responder con un sı́ o un no a las pregun-
tas planteadas anteriormente? Desgraciadamente, ninguno es irrecusable; todos los signos exteriores e in-
teriores de la santidad son susceptibles de una imitación imaginaria, y no podemos juzgar a los otros ni
a nosotros mismos con una certeza absoluta: solamente Dios sondea la carne y los corazones. Sin em-
bargo, existen ciertos criterios psicológicos y morales cuya convergencia nos permite distinguir, con bastan-
te probabilidad, la sublimación auténtica (esta “metanoia”, este “cambio de alma” exigido por el Evangelio) de
sus innumerables falsificaciones humanas.
a) Si la compensación, en el sentido freudiano de la palabra, es decir, la transposición de los instintos sin
cambio de alma ni de nivel, constituye la ley central de la falsa sublimación, la verdadera se reconoce ante todo
por la repulsa de esta forma de compensación. En psicologı́a, se aplica a fondo el adagio de la vieja psique: la
naturaleza tiene horror al vacı́o. Todas nuestras pasiones no satisfechas tienden automáticamente a saciarse en
otro plano. Ası́, el ambicioso desengañado, reacciona con la misantropı́a, el menospreciado aparenta honores,
etc. . . Pe igual modo, el apetito sexual contrariado en su ejercicio normal, ya por su defecto de evolución
(narcicismo, pubertad mal terminada, etc . . . ), ya por contenciones sociales y morales, intenta colmar este
vacı́o insinuándose bajo otras formas, en otros dominios. Aquı́ se produce una necesidad rigurosa: la obediencia
a las leyes de la gravedad que, como lo ha demostrado admirablemente Simone Weil, son válidas para la parte
inferior del alma y para el cuerpo, siendo sólo dominadas por la gracia. Por ejemplo, cuando, espontáneamente,
de una mujer que ha pasado la edad del amor decimos: ha caı́do en la devoción, esta humilde fórmula expresa
perfectamente el carácter “pesado” y por consiguiente demasiado humano de su conversión. San Juan de la
Cruz analiza admirablemente tales fenómenos en su descripción de la “lujuria espiritual” de los principiantes.
Pero mientras la piedad impura se esfuerza sin cesar por tapar con fantası́as este vacı́o de la naturaleza no
satisfecha, la devoción verdadera lo acepta con toda su amargura.
Es la “nada” de San Juan de la Cruz, la “noche de los sentidos”. El santo no busca ninguna compensación
imaginaria a la extinción de sus apetitos naturales: en el silencio y la obscuridad de la fe espera la compensación
2
Cf. la frase admirable de Santa Mónica explicando a su hijo la diferencia entre la experiencia religiosa auténtica y
las fantası́as de la imaginación: “Distingo, por no sé qué sabor imposible de traducir con palabras, la diferencia entre
Dios cuando se revela, y mi alma cuando sueña.” (San Agustı́n, Confesiones, traducción del R. P. de Mondadon.)

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sobrenatural.
b) Este rechazo de las compensaciones, también se llama desapego. La pasión carnal exige, más que ninguna
otra, la presencia sensible del ser amado; a diferencia de otros sentimientos como la amistad y la admiración,
soporta muy mal la distancia entre el deseo y su objeto. Todo lo que es sexual, por naturaleza, es adhesivo,
“pegajoso”. La sexualidad mal sublimada y desviada hacia la religión, presenta las mismas taras: se aferra a las
formas sensibles (devociones particulares, consuelos y “dulzuras” en la plegaria) y a las personas (confesores,
directores espirituales). La distancia y el desapego son el criterio de la pureza; cuanto más sublimados son los
elementos sensibles de la piedad, más los acoge el alma y los sacrifica con libertad: Dominus tulit, Dominus
abstulit.
c) La sexualidad y el orgullo tienen afinidades profundas y misteriosas. El amor humano no purifica,
dilata el yo al mismo tiempo que agita la carne. Los amantes vulgares no sólo desean poseer, sino además
deslumbrar al ser amado; quieren ser preferidos a todo, y su susceptibilidad aumenta en función de su vanidad.
Este engreimiento del yo se traduce por la fatuidad en el hombre y la coqueterı́a en la mujer. En general el
mismo orgullo afecta la pseudosublimación. Hacer constar que los falsos mı́sticos están devorados por la sed
de destacar, es una trivialidad: necesitan que el afecto y la estimación de los demás apoyen continuamente su
ilusión debilitada. De ahı́ proceden los refinamientos de una susceptibilidad a menudo más aguda que la del
común de los mortales. El yo es eminentemente vulnerable porque las compensaciones de que se alimenta son
ilusorias, y por consiguiente siempre amenazadas por el áspero contacto de la real. Nietzsche decı́a: “No te
hinches, el menor pinchazo te reventará.”
d) En fin, el mayor signo de una sı́ntesis auténticamente centrada en el espı́ritu es la unión, en un plano
superior, de elementos psicológicos que en un plano inferior se demuestra que son radicalmente incompatibles.
Las pasiones de la carne y del yo (y las falsas sublimaciones que sólo son proyección disfrazada) siempre
permanecen sometidas a lo que los hindúes llaman “el delirio de los contrarios”. Por ejemplo, una mujer de mala
vida que al convertirse se vuelve cerrada e inexorable a las cosas de la carne, no ha ascendido verdaderamente
hacia el espı́ritu: el proceso de su conversión se parece al andar de un viajero que, caminando por la ladera
de una montaña, pasa de una vertiente a otra sin cambiar de altitud. Pero si su conversión se acompaña de
una comprensión y una piedad más aguzadas respecto al pecado del que se ha despojado, verdaderamente hay
ascensión: ha alcanzado la cima de la montaña, desde la cual su ojo abarca las dos vertientes con la misma
mirada. Cualquier contradicción es el indicio de una ascensión: fuera de allı́, el cambio de nivel es ilusorio. Por
consiguiente, respecto a las realidades carnales, las falsas sublimaciones casi siempre se acompañan de rencor,
injusticia y susceptibilidad: no estando superada la sexualidad, sino solamente disfrazada, se opone ásperamente
a todo lo que podrı́a arrancarle su máscara; reacciona como una “virtud” estrecha y agresiva, de la misma clase
que el pecado correspondiente que el alma no ha superado realmente y hacia el cual se inclina en secreto.
Nietzsche decı́a: “Wer verfolgt, folgt” (quien persigue, consigue). El Don Juan de Rostand rı́e burlonamente:
“Mira con qué ojo luciente me detesta la virtud.” Aquı́ la virtud caza exactamente en el mismo terreno y con
las mismas armas que la pasión. Por el contrario, el santo, puesto que está perfectamente libre de la carne y del
pecado, se inclina con más compasión que nadie sobre esta carne y este pecado, rotas las cadenas que a ellos le
ataban. Es necesario ser libre para visitar a los prisioneros.

Relaciones entre la vida sexual y la vida espiritual

Ya hemos dicho que el ejercicio normal de la sexualidad frena innegablemente el impulso espiritual, si no en
tanto que virtud, al menos en tanto que experiencia vivida de las cosas de Dios. Pero correlativamente, limita
las posibilidades de ilusión. Aquel que vive las realidades del amor humano en toda su densidad y plenitud
terrestres, corre menos riesgo de confundirlas con Dios que aquel cuyo ideal o vocación no dejan a las pasiones
una salida confesable más allá del amor sobrenatural. Una mujer joven—el ejemplo hace contrapeso al que he
citado antes—me decı́a poco después de su matrimonio: “Ahora encuentro mucho menos ardor y dulzura en la
oración, pero lo poco que me queda me parece más verdadero que antes.”
Sin embargo, no olvidemos que la sublimación de las pasiones no es privilegio exclusivo de los seres con-
sagrados a la castidad. La sexualidad vale lo que vale el hombre completo: un alma naturalmente elevada
trasciende, espiritualiza siempre más o menos las imágenes y los deseos que se refieren al sexo. En la vida
conyugal hay igualmente una sublimación progresiva que es tan normal como necesaria. A la efervescencia car-
nal e imaginativa del “primer amor”, a la vez tan embriagador y efı́mero, normalmente debe suceder una ternura

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más tranquila y más pura, una comunión más espiritual. Si no se produce esta evolución, la unidad de la pareja
no resiste los golpes del tiempo. Esta sublimación es menos completa y total que la de las almas consagradas a
la vida religiosa; en cierto sentido, también es más difı́cil, puesto que las cosas de la carne, aceptadas y vividas
en toda su realidad, son difı́ciles de levantar. Pero donde la operación tiene éxito, esta dificultad es una garantı́a
de solidez.
Igualmente, ya hemos hecho observar que la abstinencia sexual completa, al facilitar la libertad y la soledad
interiores, al alejar de nosotros los lazos más fuertes y los deberes más absorbentes de aquı́ abajo, favorece
poderosamente la elevación espiritual. Su papel no es menos importante por ser negativo: al barrer el terreno
delante del ideal, hace más fácil el “despegue” hacia el cielo. La historia de la santidad muestra claramente
que es una de las mayores condiciones para la conquista de lo absoluto. Pero esta ventaja comporta terribles
inconvenientes: el camino empinado expone a los vértigos más graves y a los peores riesgos de caı́da. Si el ser
consagrado a la continencia no sabe aceptar el aislamiento y el vacı́o interiores, si no cambia en sı́, mediante un
sacrificio incondicional y total, la dirección y el nivel del ardor pasional, su sensualidad se insinuará por caminos
torcidos en otros territorios del alma, del mismo modo como un rı́o parado en su curso hacia el mar transforma
a su alrededor las tierras en pantanos. Nunca hay que olvidar: “Aire gracioso con que la avara sensualidad
sabe mendigar un trozo de espı́ritu cuando se le niega un trozo de carne“ (Nietzsche). Obsérvese que ésta es
la tendencia de tantos ideales y devociones equı́vocos, impuros y estériles como los pantanos, y que por su
falta de densidad y realismo humano, se sitúan psicológica y moralmente muy al margen de la vida normal.
Los “espirituales” creen demasiado fácilmente que han superado la plenitud terrestre cuando ni siquiera la han
alcanzado. Sé bien que se puede superar sobrevolando, es decir, sin contacto casual y directo con la tierra, al
igual que los santos. Pero también se puede, al igual que los iluminados, soñar que se vuela, y permanecer por
debajo del realismo humano, es decir, en el sueño y la mentira. La continencia es un medio de perfección que
sólo vale según el uso que de él se hace. Y si se usa mal, cuanto más noble y sutil es el instrumento, más grave
el daño.
Una nota falsa sorprende más en el arco de un violinista que en los labios de un niño que se divierte con
una flauta; una fórmula llana, aceptable en prosa, es imperdonable en poesı́a. . .
La verdadera sublimación, poniendo al servicio del amor más alto las inmensas reservas de energı́a sensibIe
de ordinario destinadas a los apetitos carnales y egoı́stas, confiere al ideal espiritual esta potestad y esta
continuidad de acción que nos asombran en los héroes y en los santos. Éstos pueden hacer por su ideal o por
Dios lo que todos nosotros hacemos tan espontáneamente por nuestros ı́dolos, puesto que han desplazado su
centro interior de atracción; siguen el camino ascendente con tanta facilidad como nosotros seguimos el camino
descendente;3 son atraı́dos hacia el cielo como nosotros, hacia la tierra; invierten las leyes de la gravedad: caen
hacia arriba.

Conclusion

Ası́, la sublimacion no explica el heroı́smo y la santidad: la caridad y el don de sı́ no proceden más del
instinto que la música del ruido o la arquitectura de la piedra. Es más bien necesario invertir los términos
y decir que el heroı́smo y la santidad son los que explican la sublimación. Aquı́ el instinto suministra la
materia, pero el soplo que vivifica y reúne viene de otra parte. La tesis materialista sólo es cierta para las falsas
sublimaciones. E incluso lo que se llama correctamente “engaño de instinto”, fluye, en un cierto sentido, de
un ideal y de un amor superiores. Tan sólo que este ideal y este amor ya no son vividos en su propio nivel
como en la sublimación verdadera, sino soñados, es decir, rebajados al nivel de una imaginación que se erige
en reina, en lugar de permanecer sirviente. Hace poco escribimos: “Aquellos que refieren los ideales al simple
juego de las necesidades anipiales, se contradicen en sus propias expresiones.” En efecto, ¿qué significan las
fórmulas “astucias del instinto” o “sexualidad disfrazada” que sin cesar salen de su pluma? ¿Por qué se obra
con astucia sino para engañar a alguien? ¿Y por qué se disfraza uno, sino para no ser reconocido por nadie? Si
el instinto fuera la única realidad humana, no habrı́a que recurrir a estos subterfugios: el hecho mismo de que
haya necesidad de obrar con astucia, implica la existencia de un amor que lo trasciende.
Nietzsche decı́a: “La forma y el grado de sexualidad de un hombre lo impregnan hasta las cumbres del

3
Aquı́ sólo examinamos los casos lı́mite de sublimación perfecta, sin pretender en absoluto que todos los héroes y
todos los santos realizan su vocación sin esfuerzos ni dificultades.

26
espı́ritu.” Esta frase, rigurosamente conforme con la doctrina de Aristóteles y de Santo Tomás sobre el com-
puesto humano, encierra, a la vez, el germen y la reputación de todo freudismo. Pues Nietzsche ha dicho: “lo
impregnan”; y no ha dicho: “lo constituyen”. Todas nuestras facultades arraigan en la misma substancia; son
rigurosamente solidarias una de otras; una corriente ininterrumpida de intercambios orgánicos, las reúne y las
modela. Y aun en este caso, la fórmula puede y debe cambiarse: incluso es justo decir que la forma y el grado de
espiritualidad de un hombre lo impregnan hasta las profundidades del sexo, por otra parte se está enamorando
con el espı́ritu: un hombre noble y delicado no tiene una mujer con los gestos, las palabras y sobre todo los
sentimientos de una bruta. Pero si todo está tan ı́ntimamente relacionado, es importante saber alrededor de
qué centro se organiza esta corriente de intercambios, si la sı́ntesis humana se trata por arriba o por abajo, si la
carne ennoblecida es la que se eleva hasta el espı́ritu o bien el espı́ritu prostituido se rebaja hasta la carne. San
Agustı́n decı́a: “Aquel que no es espiritual hasta en su carne (esta frase define admirablemente la verdadera
sublimación), se vuelve carnal hasta en su espı́ritu.” La sublimación realiza, dentro de lo que es posible en
esta vida imperfecta, la verdadera unidad del hombre, al llevar esta influencia de la carne y del alma y que
pueden llegar a ser la prueba del uno o del otro, bajo el dominio del espı́ritu: transforma en profundidades a los
elementos sensibles que, en lugar de abrirse a los rayos de lo alto, con excesiva frecuencia permanecen siendo
bajos fondos.
Precisamente la gran tara del freudismo—al menos en la medida en que su psicologı́a se extiende y degenera
en metafı́sica del sexo—es haber explorado ilimitadamente estos bajos fondos del alma sin la ayuda de otra luz
ni de otro amor. El freudismo, puesto que juzga al hombre a través del sexo y no el sexo a través del hombre,
está impregnado hasta el fondo por el prejuicio hiper-espiritualista que pretende combatir: el sexo concebido
como una cosa irreduciblemente vil y baja. Al reducir el espı́ritu al sexo, envilece el espı́ritu sin salvar el sexo:
conduce a todo el hombre al mismo nivel de bajeza.
Por el contrario, la sublimación, tal como aparece a la luz de la psicologı́a tradicional, dirige la sensibilidad
humana al fin divino del hombre. Y Por ello la dirige también a su verdadera fuente, puesto que ninguna cosa
podrı́a tener por destino lo que no tiene por origen. Hólderlin ’escribe magnı́ficamente: “Los rı́os tienen su fuente
en el mar.” La metafı́sica moderna del sexo padece la estrechez de miras común a todos los materialismos: no
ascienden lo suficiente por la escalera de las causas.
Los rı́os surgen de la tierra obscura y pesada, y las estructuras geológicas determinan el lugar de su origen y
los meandros de su cauce. Por lo tanto, su verdadera fuente es la lluvia del cielo que procede del mar. Del mismo
modo, nuestra vida sensible toma su origen en las profundidades de la materia Y hasta la muerte permanecerá
cautiva de esta materia, como un rı́o de su lecho. Pero su principio supremo está en el cielo. Es necesario que
se cumpla el ciclo: es necesario que los rı́os, nacidos del mar, vuelvan al mar y que el hombre, salido de Dios,
vuelva a Dios, La sublimación de los santos sólo es la respuesta positiva a esta exigencia suprema.
Depende de nosotros el que encontremos el espı́ritu en la carne y la eternidad en el tiempo. A alguien que
se lamentaba de estar obsesionado por las cosas temporales, Santa Catalina de Siena le respondı́a: “Nosotros
somos quienes las hacemos temporales, ya que todo procede de la bondad divina.” Cuando Dánte pide a Beatriz
que lo guı́e por el cielo: “Enséñame cómo se eterniza el hombre”, plantea el problema de la sublimación en su
forma más absoluta. La solución está en el misterio de la Encarnación.

IV. LA INDISOLUDILIDAD DEL MATRIMONIO

No tenemos la intención de exponer aquı́ con detalle la enseñanza de la teologı́a católica sobre la indisolubil-
idad del matrimonio. Suponemos que esta enseñanza es conocida por nuestros lectores, y sin dejar de recordar
los grandes trazos, nos dedicaremos a hacer hincapié en el lado psicológico y “existencial” del problema. Sobre
este punto, como sobre muchos otros, el catolicismo, que posee una teologı́a y una moral tan completas como
equilibradas, quizá no ha hecho el esfuerzo suficiente para justificar sus principios sobre el terreno de la experi-
encia psicológica y para responder a las crı́ticas que precisamente le reprochan desconocer al hombre de carne
y alma y las condiciones concretas de su existencia.

Que el hombre no separe. . .

El principio de la indisolubilidad del matrimonio está contenido por completo en este texto del Evangelio:
“Se le acercaron los fariseos y para tentarle le dijeron: ¿Le está permitido a un hombre repudiar a su mujer

27
por cualquier motivo? él respondió: ¿No habéis leı́do que el Creador hizo al principio el hombre y la mujer
diciendo: dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y ellos serán una sola carne? Ası́
ellos ya no son dos, sino una sola carne. Por consiguiente, que el hombre no separe lo que Dios ha unido.” Y
San Pablo, haciéndose eco de la enseñanza del Señor, se expresa ası́: “A los que están casados, ordeno (no yo,
sino el Señor), que la mujer no se separe de su marido. Y si está separada, que permanezca sin casarse o que se
reconcilie con su marido, y que el marido no repudie a su mujer”4
Esta exigencia de indisolubilidad se funda en dos razones:
1. En el derecho natural. La procreación que, desde la teologı́a tradicional, es el fin principal del matrimonio,
no puede ser abandonada en la especie humana, como en los animales, al azar de un encuentro sin mañana.
Pues el niño no tiene sólo necesidad de ser puesto en el mundo y alimentado durante los primeros meses de su
vida; su larga duración exige, además, la asistencia continua de su padre y de su madre; sólo puede desarrollarse
dentro de un medio familiar único y estable. Por consiguiente, la separación de los esposos, esas dos piezas
maestras del edificio familiar, necesariamente compromete la buena educación de los hijos y, por consiguiente,
el equilibrio de toda la sociedad.
2. En el carácter sacramental del matrimonio. La unión del hombre y la mujer es tan indestructibie como
la de Cristo en la Iglesia, que le sirve de sı́mbolo y de modelo. La pareja “que únicamente es una sola carne”
debe tender, por su fidelidad, a la gracia sacramental, a ser una sola alma; y el hombre no tiene derecho a
separar lo que Dios ha unido.
La indisolubilidad del matrimonio, ası́ fundada sobre una exigencia esencial de la naturaleza y sobre la
consagración divina, no sugere excepción alguna. La Iglesia católica nunca concede el divorcio; en un cierto
número de casos bien determinados (no consumación del matrimonio, falta de consentimiento, error sobre la
identidad de la persona, consanguinidad, etc.) se limita a constatar la nulidad del vı́nculo sacramental. Todo
lo que puede hacer en este dominio consiste en disipar un error y una apariencia; todo sacramento otorgado
fuera de las condiciones necesarias para su validez, no compromete ni a la Iglesia que lo confiere, ni a los
fieles que lo reciben, y, en tales casos, las autoridades religiosas, lejos de consentir en separar lo que Dios ha
unido verdaderamente, sólo tienen la potestad de desatar un lazo ilusorio, dicho de otro modo, de devolver por
derecho a los pseudo-cónyuges una libertad que nunca habı́an perdido. No es lı́cito hablar de divorcio donde no
ha habido verdadero matrimonio.

Razones profundas de la indisolubilidad del matrimonio

Es tradicional constatar que la unión del hombre y de la mujer, consagrada por el matrimonio, tiene una
finalidad doble.
En primer lugar, permite la expansión fı́sica y moral de las dos personas que constituyen la pareja. Dios
dijo: “No es bueno que el hombre esté solo”, y le creó una compañera semejante a él. El hombre y la mujer
son dos seres complementarios; no solamente están hechos para vivir juntos, sino, además, el uno para el otro.
Su amor recı́proco, la fusión de sus destinos, favorece a la vez su segurida material y su plenitud espiritual.
El matrimonio constituye simultáneamente la forma más elemental y el fundamento indestructible de cualquier
vida social.
Además, por la procreación, asegura la continuidad de la especie humana y la sana educación de los hijos
por la influencia del ambiente familiar.
Estos dos fines del matrimonio son solidarios. Por una parte, la atracción recı́proca que une a los dos sexos
tiene como consecuencia moral la procreación. Chesterton decı́a: “Uno no se casa porque la tierra necesita
estar poblada, se casa porque está enamorado.” Es de sentido común; no obstante, el mandamiento “creced y
multiplicaos” ya está contenido en germen en la simpatı́a amorosa. Y, recı́procamente, la procreación, al crear
nuevos lazos entre los esposos, los llena de nuevos motivos para amarse y ayudarse mutuamente.
Sin embargo, parece —en la medida en que puedan aislarse dos elementos tan estrechamente mezclados en la
unidad de la vida concreta—que la Iglesia ha querido acentuar el primer punto, proclamando la irrevocabilidad
del matrimonio. La teologı́a tradicional afirma con fuerza que la procreación constituye el fin principal de la
unión conyugal y que el amor recı́proco de los esposos viene en segundo lugar. Es muy aclaratorio observar que
ningún otro compromiso afectivo, ningún otro vı́nculo social—por otra parte, cualquiera que sea su grado de

4
1 Cor.VII-10,11

28
profundidad y de espiritualidad—es sancionado y coronado por un sacramento. Los lazos que unen el amigo al
amigo, el prı́ncipe a su pueblo, etc., ni son sacramentales ni irrevocables; en rigor, incluso uno puede desligarse
de los votos religiosos, pero no de las promesas de matrimonio. Ası́ pues, la importancia excepcional que la
Iglesia atribuye al vı́nculo conyugal es ante todo porque ve en él al origen inmediato de la vida y la base necesaria
de la sociedad humana. Lo que cuenta a sus ojos es más la continuidad de la familia que la cualidad del amor
entre los esposos. El texto de la Escritura, “No serán sino una sola carne”, no deja ninguna duda respecto a
esto, puesto que ¿qué es aquı́ la carne, sino la facultad de transmitir la vida? Se ha dicho: una sola carne, y no
una sola alma a un solo espı́ritu. La unión espiritual está prescrita como un deber y un ideal, pero la simple
unión carnal, incluso sin amor, basta para hacer indisoluble el matrimonio. Ası́ la impotencia de uno de los
cónyuges o la no consumación del matrimonio entrañan automáticamente la anulación, mientras que la ausencia
de amor y la “ incompatibilidad de caracteres” más incurable no son tenidas en consideración por la jurisdicción
eclesiástica. La Iglesia, dominando desde muy arriba el individualismo y la sensibilidad románticos, ve en el
matrimonio algo más que el intercambio pasional y sentimental entre dos individuos, su solicitud se extiende
más allá de la efı́mera pareja, hasta el conjunto de la Ciudad temporal que es el cuerpo de la Ciudad divina. Al
unirse los esposos no se comprometen solamente uno con el otra, se comprometen uno y otro con una realidad
que los engloba y los supera: en primer lugar, con la familia de la cual son origen y apoyo, después con la
Ciudad, cuerpo viviente cuyas familias son las células. Una institución tan fundamental necesita ser protegida
contra las mil vicisitudes del instinto y del interés personales. Si los esposos no tienen derecho a separarse es
menos por la pareja misma que por todo lo que descansa en ella.
El matrimonio constituye el núcleo irreductible de la comunidad humana: si aquél se corrompe, ésta se
pudre por completo. El camino en el que se comprometen los esposos tiene un único sentido, es el mismo camino
de la vida temporal; la única salida está delante, y no es posible retroceder sin herir peligrosamente a otros
seres que arrastra el mismo movimiento irreversible. En primer lugar, el matrimonio depende del individuo;
luego es el individuo el que depende del matrimonio. Cada uno es libro de elegir su vı́nculo según sus gustos y
su voluntad, pero después de haberlo elegido ya no es libre de romperlo.

¿Compañeros de eternidade?

Las instituciones son a las personas lo que el cauce de un rı́o a sus aguas. La Iglesia, en su eterna sabidurı́a
sumada a una experiencia milenaria, sabe que una corriente tan impetuosa y tan intermitente como la pasión
carnal necesita un cauce profundo para no desviarse de su objeto y perderse en pantanos. Encuentra este cauce
en el matrimonio como institución y como sacramento. La teologı́a clásica ha recalcado este elemento formal
y social del vı́nculo conyugal. Por reacción, hoy vemos surgir una especie de mı́stica del matrimonio que se
preocupa más de la cualidad del vı́nculo personal entre los esposos que de su prolongación social. Se tiende
cada vez más a ver la esencia del matrimonio en el impulso de amor, consagrado por Dios, por el cual dos seres
comprometen y unen para siempre sus destinos. Lo restante—fidelidad recı́proca, procreación y educación de
los hijos, encuadramiento social, etc.—surge de esta fuente como lo temporal procede de lo eterno. Es el mito
de los “compañeros de eternidad”. . .
Siendo el hombre espı́ritu y carne, personal y social, estos dos conceptos del matrimonio parecen más
complementarios que opuestos. Conviene presentar a los hombres un ideal del matrimonio altamente espiritual.
Pero tampoco es malo—esto sólo serı́a para evitar una exaltación peligrosa seguida de amargas desilusiones—
distinguir bien lo que es la esencia del matrimonio y lo que es su perfección. Sin duda es de desear que los
esposos establecan entre sı́ lazos espirituales lo suficientemente profundos para transformarles en compañeros
de eternidad; no lo es menos que se exija para el matrimonio un determı́nado nivel de espiritualidad a tı́tulo
de elemento necesario y constitutivo. La unión conyugal, en tanto que tal, está medida por el tiempo, y las
gracias inherentes, aunque proceden de la fuente divina y pueden tener una incidencia en la vida eterna, son
dadas no solamente en el tiempo, sino también por el tiempo. Independientemente de todas las superestructuras
espirituales que puedan añadirse, la indisolubilidad del matrimonio está esencialmente ligada a la sexualidad
y a la procreación, y su finalidad se refiere mucho más a la perpetuidad de la especie que a la eternidad del
individuo. El hecho de que un matrimonio sin amor sea perfectamente válido a los ojos de la Iglesia5 nos da ya
una prueba suficiente. Y la legitimidad de las segundas nupcias muestra, con más evidencia aún, este carácter

5
Cfr. Santo Tomás, Sum.Teol.Supl.IX,48,2.

29
temporal y social de la indisolubilidad del matrimonio. En efecto, el vı́nculo sacramental queda roto por la
muerte de uno de los cónyuges, y el superviviente, libre de cualquier obligación, queda apto para contraer una
nueva unión. Los esposos, en tanto que tales, son tan poco compañeros de eternidad, que el sacramento que les
liga se disuelve en la hora misma en que el individuo deja la vida temporal para entrar en la eterna.
El Evangelio afirma claramente esta ruptura del vı́nculo conyugal en la muerte: “Los saduceos se acercaron
a Jesús y le hicieron esta pregunta: Maestro, Moisés ha dicho: si alguien muere sin hijos, su hermano se casará
con su viuda y dará posteridad a su hermano. Ası́ pues, habı́a entre nosotros siete hermanos. El primero se casó
y murió, y como no tenı́a hijos, dejó su mujer a su hermano. El segundo hizo lo mismo, después el tercero. . .
hasta el último. Después de todos ellos, la mujer también murió. Ası́, pues, en la resurrección, ¿de cuál de
los siete será la mujer? Pues todos la han poseı́do. Jesús les respondió: Estáis equivocados, puesto que no
comprendéis las Escrituras ni el poder de Dios. Pues en la resurrección, los hombres no tendrán mujeres, ni
las mujeres maridos, sino que serán como los ángeles de Dios en el cielo”.6 En cuanto a la legitimidad de las
segundas nupcias, San Pablo es muy claro: “Una mujer está ligada tanto tiempo como viva su marido, pero si
el marido muere, es libre de casarse con quien quiera”.7 Y añade: “Quiero que las viudas jóvenes se casen, que
tengan hijos y que dirijan su hogar”.8
A menudo he observado que esta doctrina que limita el efecto del sacramento al tiempo y a la muerte,
tiene el don de disgustar a las almas enamoradas. Ciertos esposos exclamarán: ası́ pues, más allá de la tumba,
¿no quedará nada de este amor en el que, no obstante, sentimos palpitar uno y otro la misma promesa de
eternidad?—este es el lugar—apropiado para repetir la frase del Evangelio: lo que ha nacido de la carne, es
carne y lo que ha nacido del espı́ritu, espı́ritu. La Iglesia ha instituido un sacramento válido para todo. Pero una
cosa es este sacramento propiamente dicho y otra cosa es la cualidad de alma de los que lo reciben. El matrimonio
no confiere necesariamente el amor espiritual. Pero tampoco lo excluye; por el contrario, la intimidad de la
vida conyugal y la fidelidad a las gracias sacramentales ofrecen un terreno particularmente propicio para la
manifestación y el desarrollo de tal amor. Cristo ha dicho: “Serán como los ángeles de Dios en el cielo.” Todo
lo que habremos puesto de angélico, en nuestro amor, es decir, de verdaderamente espiritual, será salvado en el
cielo.
La muerte disuelve el matrimonio en lo que tiene de vı́nculo carnal y social (¿y es otra cosa para la mayorı́a
de los esposos?); no disuelve la amistad espiritual que mezcla, una con otra, a dos almas inmortales. únicamente
en este sentido está permitido hablar de compañeros de etemidad? Lo que hay de inmortal en el matrimonio,
supera el matrimonio; en la muerte, la unión de los esposos, abolida abajo y transfigurada arriba, es un aspecto
de la comunión de los santos.

Objeciones contra la indisolubilidad del matrimonio

Si ciertos espı́ritus, empujados por una sed prematura de absoluto, han podido reprochar a la Iglesia el
limitar la indisolubilidad del matrimonio a la vida terrestre y permitir las segundas nupcias, son infinitamente
más numerosos que los que la acusan de un rigorismo excesivo porque prohı́be el divorcio. Por otra parte,
estas dos crı́ticas proceden del mismo punto: la rebelión de las inclinaciones subjetivas contra una ley universal.
Ignorando que una institución como el matrimonio ante todo está hecha para todos, unos querrı́an plegarla a
la medida de su fidelidad y otros de su inconstancia, pero en ambos casos el deseo individual es el que impera.
Los adversarios de la indisolubilidad del matrimonio se apoyan, en conjunto, en los siguientes argumentos:
La Iglesia, dicen, da muestras en esta materia, de un rigorismo inhumano: desconoce las aspiraciones y los
derechos más legı́timos del individuo. Al prolongar hasta la muerte las uniones que terminan sin amor o las que
el amor les ha abandonado, subordina la realidad a la apariencia, la savia interior a la corteza social, la persona
viva a una ley muerta. Una unión sólo tiene valor en la medida en que está vivificada por el amor; y cuando
entre dos seres, en lugar de lazos ı́ntimos de amor, no quedan más que las cadenos externas de la ley, ya no hay
realidad en el matrimonio.
Ası́ pues, ¿por qué encarnizarse en observar lo que ya está muerto? En esto hay un trabajo de embalsamador
que es contrario a las leyes de la vida.

6
Mat.XXII,23–30
7
1 Cor.VII,39
8
1 Tim.V,14

30
La ley de la Iglesia, al impedir a los esposos separados rehacer su vida sobre la base de un nuevo amor,
dificulta o emponzoña el ejercicio de la facultad más noble de hombre; puesto que, o bien el individuo respetuoso
de la ley corta de raı́z este nuevo amor y vive en un desierto afectivo, o bien viola la ley; pero, entonces, su amor,
acusado de pecado y prohibido por lo moral y la opinión, arrastra necesariamente una existencia vergonzosa y
mutilada.
Todo esto—hipocresı́a de los falsos amores legales y disimulo de los verdaderos amores ¡legı́timos!—
mantiene un clima de fariseı́smo muy desfavorable para la virtud de los individuos y la armonı́a de la ciu-
dad.
Resumiendo, no se gana nada queriendo esclavizar la vida múltiple y movediza bajo el yugo de una ley
abstracta y rı́gida; ası́ sólo se consigue esterilizar la ley y pudrir la vida
Al responder a estas crı́ticas, no haremos la tonterı́a ni la hipocresı́a de negar la parte de verdad que
contienen. De todas las cosas humanas, el amor del hombre y de la mujer es aquella cuya evolución armoniosa
requiere el concurso de los elementos más dispares. En efecto, la vida de la pareja constituye el punto de
convergencia de las exigencias más diversas—y a veces más opuestas— de la naturaleza humana: necesidad
de plenitud carnal y espiritual de las dos personas que forman la pareja, procreación y educación de los hijos,
necesidades sociales, ideal moral y religioso, etc. . . Es preciso reconocer que el éxito más hermoso en este dominio,
todavı́a es algo desdibujado entre dos necesidades tan numerosas y tan divergentes. La ley de la mezcla y de lo
relativo, que es la ley central de la creación, juega a fondo en este hogar de la vida temporal que es el matrimonio.
Pues el principio que debe guiarnos en este dédalo no es el de la perfección absoluta: es el del mayor bien, para
no decir del menor mal. Y, después de todo, lo encontramos en la doctrina de la indisolubilidad del matrimonio.

La ley y la vida

Alguien ha dicho: “estos profundos contactos entre la sensibilidad y el espı́ritu, en los que se reconoce
nuestra época”. Esta especie de prospección de la sensibilidad (en el sentido más amplio de la palabra) por el
espı́ritu ha tenido como resultado una profundización incontestable del dato psicológico. Pero esta conquista
tiene su precio. El pensamiento moderno, centrado en lo existencial y lo subjetivo, tiende cada vez más a
desconocer o a olvidar todo lo que, en nuestra naturaleza y en nuestro destino, es irreductible a la experiencia
vivida y al análisis psicológico. Las leyes, las instituciones—humanas o divinas—son las primeras vı́ctimas de
este estado de ánimo. Se olvida que tienen un ser, una dignidad propias, independientemente de las personas que
rigen, y se juzga su valor—incluso su legitimidad—, únicamente según sus efectos psicológicamente revelables y
su resonancias existenciales. Y si estos efectos son invisibles, si la auscultación de las almas no permite descubrir
estas resonancias, la institución se disipa en la nada. . .
Este método, aplicado al matrimonio sacramental suscita el siguiente razonamiento: “Lo que Dios ha
unido. . . Este sacramento es grande. . .” Estas palabras expresan la esencia ideal del matrimonio. Pero ¿qué
queda en la existencia concreta? ¿Dónde están los efectos de un sacramento tan grande, en el alma de esos
innumerables esposos, unidos solamente por el instinto, el interés y la costumbre, que van al matrimonio y no
salen ya de él, como la rueda permanece fiel al carril en que cae? Conclusión: donde el amor no es vivido por
dentro, no hay matrimonio. El que fue gran existencialista, Nietzsche, ha resumido esta concepción subjetivista
del matrimonio en un aforismo al aguafuerte: “Dicen que sus uniones han sido bendecidas en el cielo. Pero yo
no quiero este Dios de los superfluos que viene cojeando a bendecir lo que no ha unido.”
Lo que ha unido. . . La expresión sólo va lejos aparentemente: no rebasa el hombre ni sus estremecimientos
subjetivos. Lo que Dios no ha unido en el plano de la experiencia individual, puede haberlo unido en otro plano.
En realidad, cualquier institución—y a fortiori una institución religiosa—es trascendente a las personas y su
valor, su finalidad, no son medidos por lo que un individuo efı́mero y limitado puede experimentar y controlar
desde dentro. En este punto, la posición de Santo Tomás excluye cualquier escapatoria. A la pregunta de si un
matrimonio concluido por una razón “deshonesta” (por ejemplo, el deseo puramente carnal o el interés material)
constituye un verdadero matrimonio, contesta que tal unión es perfectamente válida, aunque el contrayente esté,
por ello, en estado de pecado. Y a las crı́ticas que le objetan que no serı́a legı́timo que el matrimonio, siendo
un bien en sı́ mismo y la imagen de la unión de Cristo y la Iglesia, procediera de una causa impura, replica que
el matrimonio es una cosa y la intención de los contrayentes es otra.9 En el edificio social, los individuos son

9
Sum.Teol.Supl.,XLVIII,2

31
las piedras y las instituciones el cemento sin notar los efectos en su interior; se sienten solas en el edificio. Pero
no por ello el cemento deja de tener su existencia y su finalidad. Y si cada piedra, sublevada contra el cemento
inhumano que la ata sin impregnarla, reivindica su libertad personal, el resultado más claro de esta llamada a
los “derechos del individuo” es el derrumbamiento del edificio.10
Ası́ pues, argumentará triunfalmente el adversario, confesáis que el matrimonio sacramental sólo tiene
sentido como encuadramiento social y religioso y que queda, por su misma naturaleza, radicalmente extraño al
amor. ¿Por qué, pues, no ir hasta el final de vuestro pensamiento y reconocer, con el trovador, que el matrimonio
y el amor se excluyen recı́procamente ya que el primero implica la obligación y la sujección, mientras que el
segundo es por esencia espontáneo y gratuito?
Antes de entrar en el punto álgido del debate, examinemos un poco lo que se esconde con excesiva frecuencia
bajo este hermoso nombre de amor. Se escandalizan al ver que la Iglesia se contenta con el simple consentimiento
voluntario, incluso si está dictado por los motivos más bajos, para encadenar para siempre a dos seres. Por el
contrario, esta conducta nos parece llena de sabidurı́a y las adquisiciones de la psicologı́a moderna (exploración
del inconsciente, crı́tica de los ideales y poner al desnudo la mentira interior, etc.) la justifican plenamente. Se
acusa a la Iglesia de sacrificar el amor—realidad ı́ntima—a la institución—apariencia social. Pero, aparte de
que la Iglesia no puede comprometerse para definir la validez de una institución fija y universal en el caudal de
las disposiciones subjetivas y las causas accidentales, serı́a necesario saber si el coeficiente más alto de realidad
se encuentra siempre al lado del “amor”. El amor auténtico es escaso, y sus caricaturas son numerosas. La
Rochefoticatild decı́a ya que: “el amor presta su nombre a una infinidad de comercios en los que no tiene mayor
parte que el Dux en lo que se hace en Venecia”. En este terreno, la “sinceridad” no significa gran cosa; con
demasiada frecuencia no es más que el arte de mentirse espontáneamente a sı́ mismo. ¡Cuántos hombres creen
amar, y su amor es solamente ardor carnal, exaltación ilusoria y el vano deseo de conquistar y dominar! ¿Este
amor no es más irreal aún que una institución? ¿La pasión es menos ilusoria que la ley por ser un poco más
cálida y embriagadora? Aquı́ hago un llamamiento a todos los que nunca han opuesto una barrera a su libertad
de amar: la ceniza que han depositado en el fondo de su alma las hogueras de paja de las antiguas pasiones,
bastarán para mostrarles la nada del amor entregado a sı́ mismo. Apariencia por apariencia, la ley que asegura
la continuidad de la especie humana y el equilibrio de la sociedad vale al menos tanto como la pasión que sólo
asegura el bienestar egoı́sta y efı́mero del individuo.
Por otra parte, todo esto sólo se dice para refutar al adversario en su propio terreno puesto que no es
cierto que la ley no sea más que una apariencia ni que sea contraria al amor. Todo lo que podemos conceder a
nuestro adversario es que el sacramento del matrimonio no confiere el amor. Al igual que el sacramento de la
penitencia hace eficaz la contricción pero no la suple, ası́ el sacramento del matrimonio corona y perfecciona el
amor conyugal pero no lo crea. Por otra parte también tiene algo de sobrenatural bajo todas sus formas: gratia
supponit et perfecit naturam. No basta presentarse al altar para enamorarse; para esto la naturaleza se basta a
sı́ misma, y la gracia, que es de otro orden, opera en otro plano; más bien corresponde a cada uno examinarse
y decidir por sı́ mismo si está lo suficientemente enamorado para presentarse al altar. Pero, esto supuesto, la
indisolubilidad de matrimonio, lejos de oponerse al amor, más bien lo favorece.
En primer lugar, antes del matrimonio. El solo hecho de saber que el compromiso que va a contraer es
irrevocable, incita a los individuos a no aventurarse a la ligera en este callejón sin salida. Al igual que el
conquistador que, al quemar sus barcos antes del combate, se corta cualquier posibilidad de retirada, los novios
que aceptan ligarse uno a otro hasta la muerte, sacan de esta “idea-fuerza” una garantı́a previa contra todos los
futuros azares del destino que amenazarán su amor. Inversamente, la sola idea del posible divorcio se instala
disimuladamente en el fondo del alma como un gusano puesto por una mosca en un fruto naciente y que corre
el peligro de que un dı́a devore la substancia. ¿No se ha dicho que en ciertas substancias—en particular en el
momento de las grandes pruebas—basta entrever una cosa posible para que se convierta en necesaria? Por otra
parte, este hecho psicológico elemental basta para liquidar el mito del “matrimonio de prueba” propuesto por
ciertos reformadores de matrimonio, más preocupados por inventar paradojas que por sostenerlas con razones
válidas.
Ahora, después del matrimonio. El pacto nupcial, al situar de una vez para siempre la substancia del amor
10
La comparación es parcialmente inadecuada. En el edificio humano, las piedras pueden y deben estar impregnadas
por el cemento que las une; dicho de otro modo, la institución puede y debe ser vivida en el interior del alma. Pero sin
esto es válida.

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más allá de las, contingencias, contribuye necesariamente a decantar y a purificar este amor. El primer efecto
de un dique consiste en comprimir el curso de un rı́o; el segundo es hacer más profundas y más limpias sus
aguas. La necesidad de sufrir y vencer la prueba del tiempo obra sobre los esposos como un harnero que separa
el cascabillo del grano: poco a poco la despoja de sus elementos accidentales e ilusorios para sólo retener el
núcleo incorruptible; transforma la pasión en amor verdadero. Pero, insistirá el adversario, ¿si no existe ningún
amor desde el principio? Contestaremos repitiendo que si el deber de fidelidad no puede cambiar nada de la
cualidad ı́ntima de este fruto delicado que es el amor, al menos crea un clima que favorece su maduración.
Pues el amor no nos es dado o negado a la manera de un capital inmutable; como todas las cosas vivientes,
está sometido a una evolución que comporta pruebas, crisis y enfermedades. Amenazado desde dentro por la
costumbre o desde fuera por la atracción del cambio, puede salir más fuerte o morir según como reaccione ante
estas pruebas. Nietzsche decı́a: “Todo lo que no me hace morir me hace más fuerte.” Y precisamente la Iglesia,
al imponer al amor la obligación de no morir, contribuye a transformar en mudas purificaciones estas crisis
y estas enfermedades que, en un clima más suave y en apariencia más humano, conducirı́an a la muerte. El
principio de indisolubilidad del matrimonio, pone la duración esta piedra de toque de lo real al servicio del
amor.
No es menos cierto que algunas uniones representan un fracaso total e irremediable en el plano del amor
humano. Todos conocemos esposos que, debido a una absoluta incompatibilidad de sentimientos, no tienen
la menor esperanza de introducir la más ligera mezcla de comprensión y ternura en la cadena inexorable que
los ata hasta la muerte. Es forzoso confesar que en tales casos la indisolubilidad del matrimonio parece una
institución inhumana. ¿Por qué estos desgraciados están obligados a arrastrar toda su vida las consecuencias
de un error pasajero y a menudo involuntario? ¿Y por qué el acto quizá más absurdo de su pasado debe cerrar
para siempre su porvenir?
Ordenemos nuestra respuesta:
En primer lugar, puede ocurrir que estas uniones lamentables comporten motivos válidos de anulación
(locura de uno de los cónyuges, falta de consentimiento, etc.). Esta solución lo concilia todo.
Pero si no es ası́, es decir, si estas uniones psicológicamente catastróficas cumplen las condiciones formales
de un verdadero matrimonio, la respuesta es tan clara como cruel: la Iglesia pide a estos “mal amados” una
renuncia absoluta en el plano del amor y de la felicidad humanas. ¿Pero a qué los sacrifica? Sencillamente al
bien común, que siempre debe ser preferido al bien del individuo allı́ donde no sea posible la conciliación. El
principio de la indisolubilidad de matrimonio es como una puerta asaltada por la tempestad de las pasiones y
de los intereses personales: si se entreabre, no es posible retenerla en sus goznes y todo el huracán se precipita
por allı́. Las vı́ctimas del matrimonio merecen toda la comprensión posible, pero que no se hagan excepciones a
su favor, puesto que de excepción en excepción (de hecho ¿no son excepcionales, es decir, únicas e irreductibles,
todas las situaciones humanas?) se destruye la regla que es la pared maestra del edificio social. Por lo demás,
esta exigencia de sacrificios individuales por el bien general no es especı́fica del matrimonio. Otras instituciones
y otras realidades sociales imponen la misma renuncia a los individuos. Si se encuentra escandaloso que los
esposos desunidos inmolen su felicidad personal a la institución universal que protege la felicidad de los demás,
¿qué se dirá al soldado al que la Patria invita a morir para salvar ese bien nacional del cual ya no partici-
pará? Tales contradicciones forman parte del destino humano, y ha sido necesario llegar a nuestra época de
hiperestesia mórbida del yo y de igualitarismo grosero, que considera la felicidad del individuo como un derecho
incondicional, para encontrar materia de indignación y escándalo.
Por otra parte, ¿estos esposos desgraciados están excluidos definitivamente del festı́n del amor y la alegrı́a?
La misma barrera que les impide la felicidad humana, les invita a buscar más arriba una felicidad pura. Cuando
un camino terrestre está cerrado a la vez por delante y por detrás, queda una sola salida: el cielo. Hubo un
tiempo en que las simples instituciones humanas bastaban para suscitar el entusiasmo y la fidelidad: ası́, por
ejemplo, se podı́a servir hasta la muerte a un prı́ncipe al que no se amaba, por pura fidelidad a la institución
monárquica; más que su persona, se veı́a en él al representante de una tradición tutelar, el eslabón de una cadena
que une el pasado con el porvenir. Pero si la monarquı́a no termina en la persona del prı́ncipe, con mayor razón
el vı́nculo conyugal rebasa la persona de los esposos: como institución humana, une las generaciones pasadas a
las generaciones del porvenir. Lo que Dios ha unido, en los casos extremos, conviene acentuar la palabra Dios,
y esta unidad rechazada en la tierra, es preciso buscárla en el cielo.
Más allá de la persona del cónyuge que no se puede amar, queda la persona de Dios que es amor, y lo que

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aborta en el tiempo, siempre puede crecer en lo eterno.
En cuanto a la acusación de hipocresı́a que se aplica tan a gusto contra los esposos que permanecen ligados
el uno al otro sin amor y en los que toda la virtud se limita a “salvar las apariencias”, exige una doble aclaración.
En primer lugar, las apariencias tienen su valor; por una parte, constituyen la armadura de la sociedad, y
por otra aseguran, un poco a la manera de las monedas fiduciarias, la continuidad y la armonı́a de las relaciones
exteriores entre los hombres. Pascal ya habı́a observado, con una sabidurı́a profunda, distinta de la de los
apóstoles de la sinceridad a cualquier precio, que, sin el respeto de estas convenciones y de estas “reglas de
juego”, no serı́a posible ninguna vida social.
A continuación, convendrı́a definir claramente lo que se entiende por hipocresı́a y sinceridad. Ser sincero, es
manifestar al exterior lo que se es en el interior. Muy bien. Pero entonces, en un cierto sentido, hay hipocresı́a
en todas partes donde hay dualismo y conflicto, en todas partes donde el hombre está llamado a escoger entre
un deseo y un deber. ¿Se acusará de insinceridad al viajero alterado que, al pasar bajo el árbol del prójimo,
se abstiene por honestidad de coger el fruto que le reclama su sed? ¿O bien, al soldado que se lanza al asalto
cuando el deseo de todo su ser es huir y sobrevivir? ¿Será, pues, necesario seguir todos los impulsos y traducir
en acto todos sus deseos, bajo pretexto de estar de acuerdo consigo mismo? Pero, la inconstancia y la traición
que surgen necesariámente de este principio, ¿no son mentiras al menos tan profundas e infinitamente más
destructoras que la fidelidad artificial? El hombre está condenado a la hipocresı́a, en el sentido etimológico de
la palabra, es decir, a disimular, a rechazar en la obscuridad y el silencio una parte de sı́ mismo, mientras no
alcance la unidad interna perfecta.
Tan sólo el bruto y el santo ignoran el conflicto interior y se comprometen totalmente en todos sus actos:
de esta forma, escapan completamente a la hipocresı́a, el uno por abajo puesto que sólo es instinto, y el otro
por arriba, puesto que sólo es amor.
En resumen, la indisolubilidad del matrimonio presenta más ventajas que inconvenientes, en cualquier
terreno que se sitúe. Allı́ donde la unión es psicológicamente real, es decir, fundada en el amor, protege y
profundiza este amor. Allı́ donde es psicológicamente irreal, es decir, sin amor, salva al menos la realidad social
del matrimonio. De este modo, si no puede realizar siempre lo mejor, al menos evita lo peor.

El problema del amor ”libre”

Sin embargo, existe un caso en que el principio de la indisolubilidad del matrimonio, parece oponerse al
amor: el de los esposos mal avenidos a quienes la Iglesia prohı́be contraer una nueva unión y que si osan desafiar
su prohibición, los arroja fuera de su comunión bajo el epı́teto infamante de “pecadores públicos”. ¿No es una
institución bárbara aquella que arroja a la “clandestinidad”—con todo lo que esto comporta de degradación o
de sufrimiento—los afectos más auténticos que, en un clima menos riguroso, podrı́an expansionarse de dı́a?
He aquı́ la objeción con toda su fuerza. Creemos poder responder, sin la menos atracción por la paradoja,
que incluso en este punto, el rigorismo de la Iglesia sirve una vez más al amor verdadero, y ello en la misma
medida en que condena el amor falso.
Expliquémosnos. No cometeremos la ingenuidad de pretender que el amor sólo puede existir en el matri-
monio. En primer lugar, está claro que el amor que conduce al matrimonio empieza antes del mismo (no se
aman porque se casan, se casan porque se aman). E incluso se puede encontrar el amor auténtico fuera del
matrimonio: por ejemplo, nadie pondrá en duda que el pecado de Eloisa y Abelardo encierra más plenitud
humana que una unión legı́tima cimentada únicamente en la comunidad de intereses materiales, o en la fuerza
inerte de las costumbres. Pero las grandes pasiones, y todavı́a más, los grandes amores son excesivamente
raros.11 Es demasiado fácil denunciar, como por ejemplo lo ha hecho Plisnier en una novela célebre, la nada
de ciertos matrimonios en los que, bajo una capa de respetabilidad social, bullen las pasiones más abyectas en
la mediocridad más incurable. Pero, ¿por qué no exponer el otro lado del dı́ptico? Si el gran amor es escaso
dentro del matrimonio, ¿es acaso muy frecuente fuera de él? Consideren por un momento, los detractores del
matrimonio, la cualidad de la mayorı́a de las uniones libres: encontrarán sin dificultad todos los defectos de
los malos matrı́monios y además la rebelión contra el orden social y la ley religiosa. La Iglesia tiene razón mil

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Por otra parte es excesivo oponer estas grandes pasiones al matrimonio. El amor “al margen”, en la medida en que
es verdaderamente amor, tiende al matrimonio, es decir, hacia la fusión irrevocable de dos seres y de dos destinos: es
una especie de matrimonio en potencia que la hostilidad de las circunstancias hace abortar.

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veces al defender la unidad de la familia y la santidad de la ciudad contra estos asaltos destructores de las
pasiones individuales que subjetivamente no valen más que los peores matrimonios y, objetivamente, incluso
roen los cimientos del bien común. El matrimonio no excluye ni la ciega violencia del instinto ni la voracidad
del egoı́smo: al menos les asigna una órbita y lı́mites. Pero la pasión anárquica donde se disimulan las preten-
siones devoradoras de una carne y de un yo desorbitados, bajo la máscara del amor, verdaderamente no merece
ninguna indulgencia. . .
En cuanto al gran amor ilegı́timo—aquel que se impone con todo el peso de la necesidad y que compromete
el alma hasta el fondo—, la moral católica le ofrece una doble salida: o bien rebasar la ley, sacrificando el
lado carnal y terrestre del afecto y elevándolo totalmente a esa región ideal donde el amor no tiene otra ley
que él mismo, o bien violar francamente la ley con todas las responsabilidades, todos los riesgos, y todos los
sufrimientos que implica esta actitud.
Los deberes normales del matrimonio (procreación, educación de los hijos, fidelidad recı́proca de los es-
posos), no agotan, a priori en todos los casos, la polaridad sexual del ser humano: impregnan también las
regiones más elevadas del alma y marcan nuestro ser eterno. Ası́ pues, el hombre o la mujer pueden encontrar a
veces su verdadero compañero de eternidad fuera del matrimonio. El amor sopla donde quiere: Beatriz no era
la mujer de Dante, Hólderlin no se casó con Diotima. . . La moral más exigente no exige cortar de raı́z un amor
tal, sino colocarlo lo suficientemente alto, por encima del tiempo y de la carne, para que, no amenazando ya el
orden y el bien protegidos por la ley, no tenga que sufrir sus rigores. Por consiguiente, guardémosnos aquı́ de
cualquier imaginación romántica y subrayemos, una vez más, el carácter excepcional de estas grandes pasiones
transfiguradas.
Fuera del matrimonio, la mujer a menudo es más Dalila que Beatriz y el ser que creemos que es “el eterno
femenino que nos atrae hacia arriba” corre el riesgo de ser en realidad sólo la Eva seducida por la serpiente que
nos arrastra en su caı́da. . ..
En cuanto a la comisión propiamente dicha—aquella en que los amantes no temen infringir la ley—, no
negamos que puede encerrar una cualidad de amor superior, al lado de un desorden moral grave. Pues bien,
incluso en este terreno que precisamente es el del adversario, nos atrevemos a afirmar que las exigencias de
la ley cristiana aún contribuyen a realzar la cualidad del amor. No temamos ser por un momento el abogado
del diablo: pleiteamos por Dios, puesto que lo que puede quedar de bueno en el diablo, procede de Dios. Es
justo que aquel que escoge violar la ley, sufra el contragolpe de su rebelión. Sin hacer nuestro el proverbio
español “Haz lo que quieras, paga el precio, y Dios estará contento”, pensamos que aquel que asume todas
las consecuencias de su falta, ya lleva en él un germen de rescate y perdón. Sed una cosa u otra. . . Si el
hijo pródigo, después de haber dejado a su padre hubiera colocado su capital en valores seguros y se hubiera
abandonado a prudentes libertinajes, sin duda nunca habrı́a vuelto a la casa donde nació. Hay algo, peor que
el pecado: el deseo fraudulento de ganar, dos apuestas jugando a un solo color; querer acumular el placer de
la falta y las ventajas de la virtud, la embriaguez de la anarquı́a y los beneficios del orden. En este juego, se
evapora instantáneamente todo lo que puede quedar de nobleza y de profundidad. Y precisamente por esto, la
intransigencia de la Iglesia sirve indirectamente al amor libre, ciertamente no en tanto que libre sino en tanto
que amor. Lo limita en cuanto al número, lo profundiza en cuanto a la cualidad: doble ventaja. Al imponer
a los candidatos al pecado fuertes barreras para franquear, y sufrimientos para soportar, hace una selección
entre las pasiones anárquicas y eleva el nivel de las que resisten la prueba. En efecto, no olvidemos que todo se
conserva en el hombre y que, en cualquier época o cualquier medio que sea, la cualidad del pecado sigue a la
cualidad de la virtud: solamente el buen vino da lugar a buen vinagre. La pureza y la firmeza de la institución
matrimonial purifican y consolidan por repercusión el amor libre; la pasión anárquica conserva alguna fuerza y
grandeza en función de los obstáculos que le opone una moral rigurosa. Puesto que en épocas en que el principio
de indisolubilidad del matrimonio no sufrı́a ninguna excepción, florecieron las grandes pasiones ¡legı́timas!, ya en
la leyenda de Tristán e Isolda, ya en la historia de Abelardo y Eloisa. Pero allı́ donde se ejerce sin restricciones
el amor libre, allı́ donde el adulterio y el divorcio no son objeto de ninguna sanción por la ley y la opinión,
¿dónde están pues esos grandes aventureros del amor, dignos de atraer las miradas y hacer correr las lágrimas
de las generaciones venideras? Donde ya no hay riesgo, ya no hay aventura. El amor libre cae en la vulgaridad,
en la medida en que escapa a la tragedia. La facilidad lo corrompe todo, incluido el desorden.
La peor desgracia en que puede incurrir el pecado es en la de estar al alcance de todos. Cuando ya no hay
frutos prohibidos, no quedan frutos podridos.

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Concluyamos: en el amor libre hay el elemento amor y el elemento libertad (en este caso serı́a mejor decir
anarquı́a). Lo primero es el fruto, lo segundo el gusano. La ley de la Iglesia protege la substancia de fruto
contra los destrozos del gusano, imponiendo lı́mites y sanciones a esta libertad devoradora.

Si el grano muere. . .

Hubo tiempos en que las instituciones dirigı́an a los individuos: el hombre les daba crédito espontáneamente
y deslizaba su destino en el molde que le ofrecı́an las leyes y las costumbres.
Por el contrario, en nuestra “edad refleja” los individuos son los que dirigen las instituciones: el hombre
sólo acepta obedecerlas en la medida en que, revestidas de una especie de consagración interna, responden a
una necesidad subjetiva, a una elección personal.
Esta disposición tiene su lado negativo y su lado positivo. Constituye un peligro terrible para la estabilidad
de las instituciones, pero tiende de un solo golpe a eliminar el conformismo social y religioso. En las épocas en
que el desorden penetra en las costumbres, la obediencia a la ley se convierte en la expresión del amor y de la
libertad.
Se tiene la costumbre de quejarse de la dureza del matrimonio indisoluble. Pero, ¿la ley es demasiado
dura para el hombre, o el hombre es demasiado blando para la ley? A aquel que no ama nada, todos los
vı́nculos parecen cadenas. Pero aquel que siente vivir en sı́ un amor inmortal, no tiene miedo de ligarse hasta
la muerte. Y la ley cristiana precisamente nos invita a esta profundización y a esta purificación. La institución
del matrimonio, vista bajo este ángulo, parece el guardián de la fidelidad interior. Al igual que el hombre no
está hecho para el Sabbat, tampoco está hecho para el matrimonio. El matrimonio es lo que está hecho para
el hombre. Pero el hombre es más que el individuo: sólo realiza su verdadero destino superando los lı́mites de
su yo carnal y decaı́do, mediante el amor y el sacrificio. Es el sentido de la parábola evangélica: si el grano no
muere. . . Muere, y al mismo tiempo entra en su vida verdadera, cuando renunciando a su dureza, a su soledad
egoı́sta, empieza a hundir sus raı́ces en la tierra y a elevar su tallo hacia el cielo. Una imagen perfecta del
matrimonio con sus prolongaciones temporales y su consagración divina. . .
En este nivel, la exigencia de la indisolubilidad se confunde con el voto más ı́ntimo de la persona humana,
puesto que ambos nos convidan igualmente a esta superación de nosotros mismos que es la esencia del amor y
la aurora de la liberación eterna.

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