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Creo que con mucha facilidad tendemos, desde la demo-
cracia, a imaginar que ella enfrenta solo enemigos externos,
o que los adversarios del régimen democrático, aquellos que
ponen en peligro la propia democracia, están en la otra ribera,
en el otro régimen. Que se trata, por lo tanto, de resguardar
siempre a la democracia de aquello que está “allá afuera”. Quie-
nes venimos de experiencias autoritarias, de uno u otro perfil,
tendemos a pensar que los problemas de la democracia tienen
que ver con los restos del pasado, que tienen que ver con aque-
llo que queda del régimen anterior, con aquellas secuelas del
autoritarismo, de la dictadura, y que lo que falta, por lo tanto,
es simplemente limpiar a la democracia de aquello que le es
ajeno: eliminar esos enclaves autoritarios que están metidos en
nuestras leyes, eliminar esas prácticas sociales, esa forma de
organización social y política que corresponde a esa lógica, a
esa cadena de la mentalidad autoritaria.
Por supuesto que las democracias de reciente establecimien-
to tienen siempre temas pendientes con su pasado y, sin lugar a
dudas, conservan sus rastros y huellas. Hay lazos que logran la
pervivencia del autoritarismo en un régimen democrático, de
eso no tengo la menor duda. Pero quisiera dirigir la atención a
los problemas intrínsecos a la democracia, entender que la de-
mocracia es su propio problema. En ese aspecto, creo que hay
tres opciones frente a la idea de la democracia y sus desafíos.
La primera es la perspectiva autocrática que considera que la
democracia es un mal que hay que evitar, y que por lo tanto hay
que acudir a los expedientes autoritarios. Esta es una condena
abierta a la democracia. La segunda visión es aquella que creo
que podríamos llamar “ingenua”, que radica en pensar que la
democracia es la virtud política, que es un jardín al que solo
preguntas y respuestas