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“No hablarás mal de las universidades nacionales” reza uno de los

mandamientos argentinos. “No cuestionarás su acceso irrestricto, su gratuidad ni su


función social” agrega al final de cara oración el coro de fieles.
La Argentina tiene una historia singular con la educación en general y con la
educación universitaria en particular. Desde fines del siglo XIX, se la consideró como
un modo de formar ciudadanos. Así como la educación común tuvo su hito en 1884 con
la ley 1420, que la volvió gratuita y obligatoria, la universidad tuvo la reforma de 1918
que posibilitó su autonomía, su cogobierno y su gratuidad.
Estos momentos fundaron nuestro sentido común sobre la educación. Aun
quienes no pisaron una universidad suelen creer que es bueno que sean gratuitas y de
ingreso irrestricto. La consecuencia menos problematizada de esto es que termina
sucediendo que con nuestros impuestos todos pagamos la universidad a los pocos que
asisten. Con un sistema impositivo regresivo, esto significa que los que menos dinero
tienen financian las carreras de grado de personas que tienen un mejor pasar económico.
Con buena voluntad podemos entender que en esto pensaba María Eugenia
Vidal cuando preguntó “¿Es de equidad que durante años hayamos poblado la provincia
de Buenos Aires de universidades publicas cuando todos los que estamos acá sabemos
que nadie que nace en la pobreza en la Argentina llega a la Universidad?”.
Una frase principalmente desafortunada por su falta de matices y su escasa
perspectiva de futuro.
Se necesita mucho dinero y un alto capital social para asistir a la universidad.
Aun en un país con tradición de universidad gratuita, solo dos de cada cien estudiantes
son pobres.
Sin embargo, hay dos cuestiones para tener en cuenta para dimensionar cuán
desafortunada fue la frase de Vidal. En primer lugar, si bien los pobres no suelen asistir
a las universidades lo cierto es que se ven favorecidas por la existencia de ellas.
Cientistas sociales, economistas, médicos, ingenieros y otros egresados tienen, a partir
de sus prácticas profesionales, consecuencias directas e indirectas sobre su vida
cotidiana.
En segundo lugar, Vidal hacía implícitamente alusión a las universidades del
conurbano. Hay mucho para decir sobre estas jóvenes universidades –si tuvo sentido y
fue prolija su creación, si su oferta académica es adecuada, si son buenas o malas. Si
están dedicadas a enseñar e investigar o a servir como cajas de intendentes-. Más allá de
esto, una de las características salientes de estas universidades es la gran cantidad de
alumnos primera generación de universitarios que vienen de hogares de clase media
baja y baja. Si bien es cierto que los pobres no suelen acceder a la universidad, en las
universidades del conurbano lo hacen en una medida mayor que en otras. Y esto merece
ser reconocido por la gobernadora.
Este año es el centenario de la reforma universitaria, por lo que venimos
asistiendo a diversas celebraciones recordatorias. Sin embargo, lo que no estamos
logrando es revivir las intenciones de esos reformistas. Ellos en 1918 pensaron qué
universidad se necesitaba para esa sociedad que existía y la que estaba por venir. Hoy
en día, con una Argentina y un mundo que no son los de principios de siglo, no existiría
forma más auténtica de encarnar el espíritu de aquellos reformistas que repensando
algunos de sus fundamentamos básicos. Hacer lo que ellos hicieron: pensar a partir de
su presente una universidad para el futuro. Ya no somos el granero del mundo y la clase
media no se alcanza a simple prepotencia de trabajo. Somos un país desigual, con una
cantidad de personas viviendo bajo la línea de pobreza que duele. La universidad tiene
una función social, puede transformar la sociedad, hacerla un lugar mejor. Y para eso
tiene que tener una dirigencia política que esté a la altura, que entienda que buenas
universidades bien financiadas no es un privilegio de los sectores acomodados sino una
apuesta a vivir en un futuro mejor.

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