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TESTIMONIO DE BIBIANA VELEZ SOBRE RAUL GOMEZ

Recuerdo a Raúl con un amor inmenso. Su ausencia dejó un hueco en mi


vida, porque era mi compañero, me llenaba los días. Las noches no, porque
se acostaba tempranísimo; como él mismo decía, era el único poeta maldito
que se acostaba temprano. ¡Porque no le gustaba nada que le dijeran poeta
maldito! Era el gran compañero. A mí me fascina la hamaca, y él decía que
la gente que tiene hamaca le caía mejor. Yo sé que ése fue el primer
requisito para que nos volviéramos amigos. Decía que la hamaca es un
instrumento de una cuerda suspendido en el vacío desde el cielo. Y me
decía, ¡Oye, oye cómo suena!

Raúl fue a mi casa a principios del 89 a poco de llegar a Cartagena. Un gran


amigo mío, Alcides Figueroa, lo llevó a que me conociera porque había visto
mi obra en el Salón Nacional y le había gustado. Apenas llegó, entre que
por un lado le gustaba mi obra y que por otro había una hamaca
entronizada en la mitad de mi sala, el tipo se quedó.

Mi oficina era la hamaca, porque cualquier llamada, cualquier cosa que yo


tenía que hacer, escribir... era desde ahí. Pero cuando llegaba Raúl, la
hamaca era suya. Era su trono, su cuna, su podio, su escenario, su nave.
Un día en que yo quería quitármelo un poquito de encima, quité la hamaca.
Estaba convencida que iba a dar resultado ¡pero me cogió mi cama!, y no lo
pude sacar de ella en tres días.

Por lo menos iba tres o cuatro días a la semana a mi casa. Llegaba a las
diez u once de la mañana, se instalaba en la hamaca y yo en la mecedora, y
nos pasábamos el día entero conversando. Era una conversación deliciosa,
con cigarrillitos, bareticos y tinto. Normalmente no hablábamos de temas
muy serios que digamos, sino de cosas intrascendentes, de asuntos muy
cotidianos. Nos reíamos mucho —Raúl tenía unas carcajadas maravillosas—,
nos burlábamos de cualquier cosa. De vez en cuando me hacía comentarios
sobre literatura o me citaba a algún escritor. Me acuerdo que me contaba
que Borges decía que cada día estamos por lo menos un instante en el
paraíso, ¡y eso me parecía tan bello!

Hablábamos mucho de mi obra y de la de él. Me hacía mucho énfasis en la


importancia que tiene el arte en la sociedad. Decía que La pintura enseña a
la gente a mirar la vida. Sabía ser francamente adulador, subirle a uno el
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ego como pocos, una manera también de conseguir después lo que quisiera
de uno.

Raúl se levantaba a las cinco de la mañana y salía a caminar. Yo vivía a


veinte metros del mar, en Crespo, y lo veía caminando por la orilla del mar,
descalzo, porque le encantaba andar descalzo, como a mí, metiendo los pies
en el agua pero sin bañarse. Raúl nunca se bañaba en el mar. De pronto,
como era de río estaba acostumbrado a eso y el mar le parecía
sobrecogedor. Y caminaba también mucho por la ciénaga, se metía por
dentro de los manglares. Caminaba.

Como no desayunaba, muy temprano a mediodía ya tenía hambre.


Entonces almorzábamos y después, a tomar tinto como locos, cantidades de
tinto. ¡Un tinto!, y Yaneth, la chica que trabajaba conmigo, lo traía. Yo no
me tenía ni que mover del mecedor.

Fumábamos unos baretos que él se armaba con papel de tienda. Nada de la


sofisticación de esos papelitos de arroz que allá no se consiguen tan fácil —
yo los conseguía en Sanandresito, pero había que hacer viaje especial allá
—, él se los fumaba en esos papeles burdos. Yo creo que es lo que le daba
una tos terrible. ¡Además, con pepas y todo! Decía que era integral. Me
repetía, ¡Fuma marihuana, fuma marihuana!, y yo, ¡Baja la voz, baja la
voz!, porque se oía en todo el vecindario.

También me decía, ¡Es que tu pintura tiene marihuana! No sé qué tan cierto
sea. Yo creo que era una racionalización de su parte, porque creía que las
drogas a él le aportaban mucho. Pero yo no creo que nadie pinte por haber
fumado marihuana, aunque de pronto... Él mismo me decía que las drogas
le abrieron puertas a su fantasía pero que le dieron muy duro y trastocaron
mucho sus emociones. Sí se daba cuenta del daño que le hacían.

Le gustaba decir, Mejor la buena marihuaña que cualquier champaña. Le


gustaban esos juegos de palabras, naif de cierta manera. Como cuando
decía, El éxito es un almacén en Medellín, la fama es una carnicería en
Bogotá y la gloria es una galleta a veinte centavos. O que para la
presentación de un libro, Quiero que me hagan un coctel de corozo —se
refería a la fruta costeña, que es deliciosa, brillante y negra como una
berenjena.

Pablo, mi hijo, estaba pequeño cuando conocí a Raúl —tendría en ese


momento nueve meses— y creció viéndolo. Él habla muy bien, y yo creo
que es por oírlo tanto. ¡Es que tuvo un profesor magnífico! Como Raúl
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hablaba en voz alta, con ese vozarrón, como si estuviera en el escenario


siempre, Pablo donde estuviera tenía que estar oyéndolo.

A mí Raúl me absorbió mucho la vida. Yo le dedicaba muchísimo tiempo, y


él a mí. No me veía con casi nadie más, entre otras cosas porque la gente
no venía a mi casa sabiendo que se lo iban a encontrar. Sé de más de una
persona que pensaba eso. A mí no me importaba, yo prefería estar con él,
la verdad. ¡Era tan agradable estar con Raúl!

Yo lo llamaba Raulo, y él a mí Virgen del Carmen. Hablábamos de nuestras


vidas, de nuestras intimidades, de nuestro corazón más profundo, nos
contábamos de todo. Me hablaba mucho de su Príncipe del Sinú, el Pocho
Saker, un cereteano del que se enamoró. No sé qué tan real fue la relación.
Puede que fuera uno de esos amores platónicos que yo sé que él tenía al
final de su vida.

En esos últimos años aceptaba que era homosexual y lo decía. Aunque yo lo


veía de cierta manera como muy asexuado, tal vez porque conmigo lo era.
Él sí tenía su erotismo activo, de pronto cosas esporádicas, así, con
cualquier tinieblo por ahí. Pero cuando yo lo conocí sentí que el amor ya no
le interesaba. Antes sí se enamoraba pero ahora me parecía que había
dejado a un lado eso o había reprimido sus impulsos o estaba en otras
cosas, no sé. Vivía repitiéndome, Bibiana, como decía Stendhal, el amor es
una enfermedad; ¡lo importante es la amistad! Pareciera como que hubiera
erradicado el sufrimiento del amor de su vida. Quizá se sentía ya muy
maduro para eso. Por lo menos cuando estaba lúcido y cuerdo, porque al
final de su vida ¡se pegó una enamorada de un pelaíto de Bellas Artes! Un
día me dijo, Ven, que te lo voy a mostrar. Era un pelao joven que estudiaba
teatro ahí, un tal Iván, que tampoco le hacía caso y le huía. Me cantaba,
Éste es el diván d’Iván.

Raúl era un hombre simpático, de conversación agradable, de buen humor.


Me gustaba lo zafado que estaba de todas las costumbres, de todos los
formalismos sociales. Me encantaba que estuviera alejado de cualquier
consumismo, de cualquier moda, de cualquier grupo, de la pertenencia a
cualquier escuela. Un hombre independiente, libre de pensamiento. Era
frentero y te iba diciendo lo que pensaba. Buen compañero, buen amigo. Me
gustaba su vida ascética, eso de que pudiera vivir desposeído, que
anduviera en chancletas, su cuartico humilde. Su vida franciscana, como él
mismo decía, Yo vivo como monje. ¡Qué maravilla! Su gran lujo era la
marihuana. Claro, también era un exquisito del buen comer, de la música.
Si tenía plata, se iba al restaurante árabe en Bocagrande, que era caro, un
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restaurante de primera, a comer exquisiteces. O se iba al sauna del Hotel


Caribe. Se podía dar ciertos lujos sin depender de ellos. Eso me gustaba.

Era una persona cultivada, de muy buenas maneras. Jamás fue obsceno ni
vulgar. Al contrario, más educado que cualquier caballero por ahí. Era de
una delicadeza total. Y generoso, me invitaba mucho a comer, le hacía
regalos a mi hijo, me llevaba de pronto plantas de regalo. Le encantaba
vestirse, le encantaba la ropa, le encantaban los colores, vestirse de camisa
roja, pantalón verde... Compraba en la calle ropa de mala calidad pero que
a él le parecía bellísima. Me decía, ¡Mira este lujo, mira esta maravilla, mira
el color!, y se ponía esa ropa tres días y después la botaba por ahí y
compraba otra. Me decía, Mira que la marihuana me tiene rejuvenecido,
mírame la cara, mírame, no tengo arrugas. ¡Que no era cierto! Me acuerdo
que se tocaba mucho el pelo. Una vez llegó una palenquera a hacerle
trencitas en los cuatro pelos que tenía ahí adelante, con chaquiritas y todo.
Sí, Raúl era vanidoso.

Todo el mundo lo quería, porque era una personalidad avasalladora. Aunque


de pronto estoy hablando por mí, y los demás no lo querían tanto como yo;
es posible que más que quererlo lo admiraran como poeta, incluso a pesar
de ellos. ¡Porque se impuso! ¿Quién podía no darse cuenta del valor de su
obra?

Era muy sociable, una persona de amigos. En Cartagena sus grandes


amigos, que yo les llamo secuaces, eran Fran Arroyo e Iván Barboza,
escritores en ciernes en ese momento, Fran narrador e Iván poeta. Decía,
Fran es el muchacho más interesante en esta ciudad. Después Haroldo
Rodríguez se unió a ese combo. Ésa era también la gente que yo
frecuentaba.

Raúl quería emular lo de que sus discípulos lo envenenaran con cicuta,


¡aunque yo creo que eso ni se consigue por acá! Él tenía ese idealismo
griego. Fran dice que era porque se había enamorado de aquel pelao, Iván,
pero yo creo que era porque le dio por pensar que tenía sida. Pero Raúl
tenía una salud física increíble. Quería que los amigos, los discípulos, lo
mataran, lo envenenaran. ¡Y querían que fuera en la casa mía!, Bibiana,
¿podemos matar a Raúl en tu casa?, y yo, ¡No, no, no, no, gracias!

A mí no se atrevió a decirme que lo matara: a mí no me mostraba esa cara


maldita. Creo que me trataba mejor que a todo el mundo. ¡Yo tengo una
idea de Raúl tan positiva! Fue muy benigno conmigo. La sola muestra de
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agresividad que tuvo hacia mí fue al final de su vida y en realidad no fue


nada al lado de lo que le había hecho a otra gente.

Creo que Raúl en su madurez se dulcificó. Cuando lo cogía la locura y lo


trastocaba por completo, era otra cosa, pero en sus momentos de lucidez se
había dulcificado. Cuando yo lo conocí no estaba ya tan interesado en
transgredir ni en escandalizar ni en ser irreverente.

No sé si había alcanzado a resolver su Edipo y a solucionar varias de sus


incógnitas. Porque ahí había el problema de la madre superprotectora que
no lo dejó crecer, que no lo dejó ser independiente, ¡dizque por el asma!

La mayor parte del tiempo Raúl era amable, muy amistoso, muy cariñoso.
Pero de un momento a otro le daban las crisis, y ahí sí ya era otra persona.
Durante ocho años de conocerlo, del 89 al 97, la locura era episódica y le
duraba un mes, por ahí. Había que internarlo y con ayuda de la droga
psiquiátrica y me imagino que por haber dejado las otras drogas, volvía a la
“normalidad”. En el último año de su vida, el 96 y sobre todo el 97, la
locura lo tomó por completo.

Parece que el deterioro del cerebro, como dijo un médico bioenergético al


que lo llevé en Medellín, era porque tenía un problema en el cuerpo calloso.
Se supone que no había una muy buena comunicación entre los dos
hemisferios. Es decir, él tenía ya problemas físicos, neurológicos, y yo creo
que llegó un momento en que se reventó el cable y hubo cortocircuito.
Además, mucho abuso de las drogas. ¡Cualquiera se enloquece metiendo
tanto como metía él!

Sus drogas eran la marihuana, el bazuco y la cocaína; aunque desde luego


no fue la marihuana lo que lo enloqueció, con toda seguridad. Además, las
drogas psiquiátricas también hicieron su tanto, el Akinetón, el Lexotán y el
Rohypnol. Metía cantidad de Rohypnol para poder dormir después de esas
periqueras. ¡Pero que no me digan que el perico y la marihuana le hacían
daño y que las drogas psiquiátricas no, por favor!

La primera crisis que me tocó le dio unos nueve meses después de haberlo
conocido. Me llamaron del hotel La Muralla, en la Media Luna —no sé por
qué tenían mi teléfono—, Mire señora, aquí está este hombre incendiando
libros y ya le sacó una navaja a otro del hotel.
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Él se bajaba siempre en esos hotelitos de la Media Luna, que es una calle de


burdeles, aunque hay también hoteles normales. Me acuerdo que una vez
me dijo, ¡Bibiana!, ve a mi hotel, ve con Pablo, que estoy en un hotel
familiar, muy decoroso, tiene las paredes en terciopelo rojo. ¡Imagínate!

Ese hotel La Muralla era un hotelito delicioso, una habitación amplia, con un
patio muy agradable, soleado... No era lúgubre. Todavía me acuerdo que él
tenía una de esas bombas de insecticida manuales que son clásicas en
Cartagena. Le había metido un ambientador y, cada vez que fumaba
marihuana, lo echaba para disimular lo que creo que no se podía disimular.
No duraba nunca mucho en los hoteles, porque después que salía con sus
embarradas grandes, ya nadie lo aceptaba.

Ese día en que me dijeron que estaba loco, que estaba quemando no sé qué
en el hotel, llegó a mi casa. Yo tenía que terminar un cuadro urgente y me
fui al estudio, que quedaba encima de mi salón. Yo allá arriba pintando, y
Raúl abajo en la hamaca cantando en todos los idiomas. Había un síntoma
inequívoco de que Raúl iba a entrar en una crisis profunda: que se pusiera a
cantar. ¡Y cantaba bien! Se sabía más de mil canciones, ¡con letras y todo!
Cantaba y cantaba y cantaba y cantaba. Pasó mucho tiempo ahí cantando,
y yo arriba terminando el cuadro. Cuando terminé, bajé de mi estudio, Ajá,
Raulo, ¿y qué?, pero no había forma de dialogar con él. Solamente me dijo,
Dame 20.000 pesos para irme pa’Cereté. Ahí me dio risa porque dije, Huy,
este hombre cogió carretera. En Cartagena decimos de alguien que se
enloqueció, que “cogió carretera”. ¡Y es verdad!, Raúl cuando estaba loco
en Cereté se iba caminando diecisiete kilómetros a Montería hasta tres
veces al día. ¡Coger carretera!, los locos se van, se quieren ir, a todos les
dan ganas de irse, salir, andar, coger carretera...

Aunque yo le podía dar la plata, quería hacerlo entrar en razón. Pero no


había posibilidad de diálogo, no pude comunicarme con él. ¡Nada!, ¡era una
pared!, ¡la imposibilidad total! Qué frustración. Ésa fue la primera vez que
lo vi loco, y me di cuenta de que era imposible la comunicación. Finalmente
le di los 20.000 pesos y se fue.

Volvió al hotel y se encerró tres días en la habitación. Con otra amiga, La


Pulga [Martha Helena Restrepo], nos fuimos a avisar a la policía. Les
dijimos, Miren, éste es un profesor de la universidad, un eminente poeta,
así que me hacen el favor y lo tratan bien, ¡váyanse sin los bolillos!
Entonces se han ido ¡con un lazo! Le tocaban la puerta y nada que Raúl
abría. Al fin la tumbaron, y Raúl los estaba convenciendo, les habló tan
normalmente, que dijeron los policías, Este tipo no está loco. Y entonces La
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Pulga dijo, ¡Por favor, ¿no ven cómo huele el cuarto?! Estaba pintando con
excrementos en la pared. Finalmente lo llevamos al hospital psiquiátrico
San Pablo.

Yo estudié psicología y me interesó sobre todo la antipsiquiatría. Creí que


nunca en mi vida iba a meter a nadie en una institución psiquiátrica. Eso iba
contra mis principios. Había tenido una idea muy platónica de la locura,
muy idealista, que el loco es una maravilla, que la sociedad es la que está
loca. Puede que haya algo de cierto en eso, porque dicen que el loco es una
persona tan sensible que no soporta el desequilibrio de la sociedad. Hablar
de la locura todavía es un misterio. Pero ahí, en ese momento, entendí por
qué la gente amarra a un loco al árbol en el patio de la casa, porque no
pueden hacer otra cosa.

Un año después vino el siguiente episodio. A mí en esos años me tocaron


como ocho más o menos entre Cartagena, Bogotá, Medellín. Una noche me
llamaron de un hotel de Bogotá, en la Avenida Jiménez, Mire señora, aquí
tenemos a este tipo que nos quemó un colchón del hotel y ahí está sin
zapatos tirado en una acera...

Él sí estaba sufriendo con la locura, definitivamente; ya no se quería


enloquecer así. Al salir de las clínicas me dijo algunas veces, Ya le he
ganado a la locura, pero en realidad no manejó eso nunca. Había gente a la
que creía que manipulaba diciendo que estaba loco, porque era manipulador
de cierta manera. Esa gente tiene una idea de que el loco no puede hablar
coherentemente o de que no se acuerda de nadie, ¡y él se acordaba de todo
el mundo toda la vida! En pleno delirio se acordaba muy bien de quién eras
tú. Tenía una memoria prodigiosa y te podía sacar una anécdota de hacía
diez años y cosas así. Entonces la gente no le creía. Decían, Mentiras, este
tipo no está loco, sino que quiere joder, quiere hacer lo que le dé la gana,
pedir todo lo que quiere... ¡Pero, por favor, ¿qué más loco lo quieren?!

Cuando estaba loco cantaba, se travestía, era muy atrevido y no respetaba


barreras sociales normales. Se entraba a las casas aunque nadie lo hubiera
invitado o se llevaba cualquier cosa delante de la gente. Lo de cantar era
una de las partes bonitas de su locura. Yo lo tengo en video cantando divino
“Fumando espero” en la hamaca en mi casa. Era cuando estaba enamorado
de Iván, así que empieza con la letra clásica de la canción y después
empata con que si el diván d’Iván. Y me cantó también “¿Y cómo es él?”,
que estaba de moda en ese momento, caminando por mi casa con esa
caminadera de él. Mientras cantaba estaba locuaz y alegre, pero de pronto,
acabando la canción, ya te ponía una cara maluca. Me acuerdo que no quise
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tomar en el video esas caras malucas de él. Con la locura le daba por
travestirse. Se puso mucha ropa mía, se pintaba los labios, se teñía el pelo,
le gustaba usar mis carteras, se ponía esos pantalones que en Colombia
llamamos chicles, que yo no sé cómo le entraban. Y salía así a la calle, con
el chicle, con las carteras, con sus tintes... La gente me decía, ¡Pero cómo
tú lo vistes así! Y yo, ¿Y cómo así que yo lo visto así?, ¡él llega a mi casa y
coge lo que le da la gana! Llegó incluso una vez cuando yo no estaba, se
encerró en la cocina y empezó a hacer un brebaje con todas las especias de
la cocina, cogió plantas y no sé qué más, prendió velas y se puso un vestido
negro, que no sé cómo le entró porque ese algodón no era elástico.
Después encontré el vestido roto y cortado. Le pregunté y me dijo, Es que
no me lo podía sacar. ¡Entonces lo cortó!

Un día, ya en el 96, me acuerdo que nos encontramos en la alcaldía en


Cartagena. Me sacó la cartera para coger plata y con un pintalabios que
había ahí me pintó los labios a mí y se empezó a pintar los labios él, ¡ahí
delante de cantidad de gente, al frente de la alcaldía a las diez de la
mañana!

Pero eso era sólo cuando estaba en sus crisis de locura. Él era consciente de
esas crisis, pero no se acordaba de lo que hacía cuando estaba loco. Yo creo
que si fuera de las crisis hubiera sabido eso de él mismo, le hubiera chocado
horriblemente, hubiera sido un shock verse en esa especie de travestismo
que le entraba. Porque él aceptaba su homosexualidad, estaba hasta
orgulloso de ella, pero no le gustaba la idea del afeminamiento en un
hombre. Le molestaba mucho la idea del hombre afeminado y de la “loca”.
Entre otras cosas jamás admitió la palabra “gay”. Le chocaba. Decía que no
entendía a dos hombres conviviendo, compartiendo una domesticidad del
hogar, una cosa que para él era femenina. No aceptaba esa parte. Entendía
el homosexualismo o lo homoerótico como los griegos, o como él creía que
era entre los griegos: para él la homosexualidad era dos hombres muy
masculinos juntos, como dos compañeros en el campo de batalla. Quizá
estaba defendiéndose de aceptar en sí mismo un poquito de feminidad.

Una vez se desnudó después de una lectura de poemas que hizo en la


Galería Libro Café, un bar que tiene Eparkio Vega, el director del grupo de
teatro de la Universidad de Cartagena, en una pequeña bóveda en la
muralla. Su esposa, Carmen Ana Santos, le leía el I Ching a Raúl, y cuando
salía malo no le quería decir y se lo componía.
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Yo creo que a grandes rasgos fue autosuficiente. Tenían un cierto respeto


por él y había gente que lo quería ayudar, así que él vivía de sus recitales,
de sus cursos de poesía, de la Casa Silva —María Mercedes Carranza lo
apoyó mucho—, de sus libros, que le daban plata. Siempre vendía sus
libros. Como buen árabe era un buen negociante. Tenía esa vena árabe.

Colcultura le dio una Beca Nacional de Creación para el montaje de


Prometeo, una obra que había adaptado y que iba a montar con un grupo
de teatro de la Escuela de Bellas Artes y con el director de teatro de allá,
Iván González. Al fin creo que nunca se hizo, pero sí le dieron su plata.
Dicen que Mara Berrocal y Enrique Jatib le propusieron que volviera a
aplicar para una segunda beca. Ellos estaban en la Casa de la Cultura y les
tocó preocuparse de él. Pero no sé que eso saliera.

Raúl pedía solamente cuando estaba loco. Me acuerdo que en un Festival de


Cine de Cartagena, cuando Serrat estaba de jurado, se dedicó a rondarle y
a pedirle a toda la gente que estaba haciendo fila para entrar a las películas.
No es que pidiera agresivamente, pero de pronto la gente sentía como
agresividad el hecho de que estuviera pidiendo con tanta insistencia, que sí
o sí. Imponía cierto respeto por su tamaño, su voz, su propia locura.

Durante ese Festival se vio con Serrat, que fue un ídolo para él. Decía que
si no hubiera sido poeta le hubiera gustado ser cantante. En ese momento,
cuando vio a Serrat, estaba muy loco. Yo no estuve, pero me habría
gustado ver si Serrat se dio cuenta realmente de quién era esa persona.
Estaba también por ahí García Márquez, y Raúl me dijo, García Márquez es
una maricona, tiene una peluca de rizos plateados. A él no le caía muy bien,
no sé por qué. Adoraba a Álvaro Cepeda, decía que era muy superior a
García Márquez, y a veces tenía unos delirios de que viajaba con Álvaro
Cepeda y con Obregón en una nave espacial a Marte. Admiraba
profundamente al Tuerto López, valoraba muchísimo su poesía. Yo creo que
Raúl estuvo tan ligado a Cartagena porque se consideraba entroncado con
el Tuerto López, y es verdad que algo tiene de él. Apreciaba también a
Álvaro Mutis. Una vez estuve con él conociéndolo, saludándolo. Mutis es una
persona de una humanidad increíble, un admirador enorme de Raúl.
Hablamos de cosas muy sencillas, pero se le veía un afecto enorme hacia él.
Entre sus contemporáneos apreciaba a Giovanni Quessep.

En 1993 me fui con Raúl a Medellín. Fue una manera de sacarlo de


Cartagena, porque la atmósfera estaba saturada, la gente estaba incómoda
con él, se había puesto agresivo y no lo querían deambulando por la calle.
Nadie lo quería ver. Llevaba tres meses en la cárcel de Ternera donde una
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fiscal a la que había insultado lo había metido arbitrariamente, por miedo.


Me dijo que era una maravilla estar en la cárcel porque era un sitio de
hombres. Me acuerdo que un día que lo saqué de San Pablo me dijo, ¡Ay,
no, Bibiana, es que en la clínica mental hay mucho loco! Le gustaba la
cárcel porque había hombres. ¡Tenía esa cárcel alborotada!

Entonces se reunieron 60 personas en Bellas Artes dizque por la “causa


Raúl”, porque estaba en la cárcel, ¡y hasta abrieron una cuenta bancaria
para ayudarlo! Yo estaba en ese momento cansada del tema Raúl, ¡me
ocupaba mucho tiempo! Claro que por voluntad propia: yo le abría las
puertas de mi casa, de mi tiempo, de todo a Raúl porque me fascinaba.
Entonces pensé, Ah, bueno, hay 60 personas queriendo hacer algo por Raúl,
¡yo no voy a hacer nada esta vez! Pero las tales 60 personas no hicieron
nada, pasaron tres meses y seguía Raúl ahí en la cárcel. Entonces decidí ir a
visitarlo a ver qué. Me fui con dos amigos y me lo encontré mal, me dio
mucha tristeza verlo así. Decidimos sacarlo de ahí. Fuimos a hablar con el
director de la cárcel, que me dijo, Sí, es que yo no sé este hombre por qué
está aquí, este tipo no tiene que estar aquí, ¡si yo precisamente tengo una
carta escrita para el Defensor del Pueblo para que lo saquemos! ¡Tenía a
todo el mundo aburrido en la cárcel!, hasta el director quería sacarlo.

Entonces nos pusimos a intentar sacarlo. A mí me habían llamado del


Festival de Poesía de Medellín para pedirme que él participara. Le
mandaban el pasaje y todo. Yo les dije, Miren, Raúl está loco y está en la
cárcel, pero insistían, Fíjese a ver si puede venir que nosotros acá le
conseguimos psiquiatra. Raúl había estado ya antes en Medellín, en el 91 o
92, en uno de los capítulos del Festival “La poesía tiene la palabra” en el
Centro de Convenciones, que albergaba a doce mil personas, ¡y le dieron
una tremenda ovación, de pie todo el auditorio!

Entonces fuimos adonde la fiscal a que echara para atrás la acusación.


Tuvimos que decirle, Nosotros sabemos que Raúl no puede estar suelto
aquí, que eso es una amenaza pública, pero tranquila porque a él lo han
invitado al Festival de Poesía de Medellín, así que se va para allá y se
quedará en un hospital psiquiátrico. La señora se convenció, nos hizo caso y
lo sacó.

Raúl se fue dos días para São Paulo, como le decíamos al hospital San
Pablo, y allá lo fuimos a visitar con Jim Amaral, que quería ilustrar su libro
Del amor. Al fin eso no se dio, no sé por qué. Estuvimos una tarde entera
con Raúl. Jim estuvo cariñosísimo, sobando a Raúl y pechichándolo.
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Al cabo de dos días llegué, Raúl, nos vamos pa’Medellín, y lo monté en un


taxi. Le había conseguido el ajuar, porque no tenía nada: perfume como
para entusiasmarlo, pantalones, unas sandalias de cuero muy buenas...
¡primeros auxilios para Raúl! Pero no le gustaron las cosas que le había
comprado, Este pantalón no me queda bien, lo voy a cambiar; estas
sandalias no me gustan. Él prefería esas chancletas plásticas de Taiwan, las
“trespuntá”, como le decimos nosotros. Me dejó esperando en el taxi y se
fue a cambiar los pantalones y a comprarse unas sandalias. Yo con la
maleta en el taxi, y Raúl que no regresaba, ¡Raúl se me escapó, es que soy
boba por haberlo dejado irse ahora! Pero volvió y nos fuimos al aeropuerto.
Comió de todo antes de montarse en el avión y se montó con una lata de
sardinas en salsa de tomate pringando todo el asiento; pidió doble porción
cuando nos dieron la bobada esa que dan ahí.

Llegamos a Medellín, tomamos un taxi al hotel desde el aeropuerto de


Rionegro, y ahí me fue cantando tangos. ¡Él se sintonizó en seguida con
Medellín, que es tanguero! Yo pensaba dejarlo en el Festival e irme para
donde una amiga, pero me dijeron, ¡No!, tú te quedas aquí con Raúl. A la
mañana siguiente estaba dormida, porque me había trasnochado, y me
llamaron, ¡Mire, que Raúl está poniendo problemas aquí! Y yo, ¡A mí no me
digan nada, yo les dije que estaba mal y ustedes me aseguraron que le
tenían un psiquiatra! Estuvieron todo el tiempo detrás de mí para que yo lo
cuidara.

Apenas llegó tenía plata porque unos muchachos le habían vendido unos
libros, y en seguida fue a buscar bazuco. Se compró una grabadora y era
oyendo música de Ricardo Ray todo el día; paseaba por todo el hotel con su
grabadora en el oído, bailando. Se cambiaba hasta tres veces al día. Que de
rojo completo, que de verde con rojo, que naranja y azul.

Hubo un recital interesantísimo en ese anfiteatro del Cerro Nutibara, una


tarde entera oyendo poesía, ¡impresionante!, de la una de la tarde a las
siete de la noche, y el público ahí. Raúl leyó muy bien. En otro recital en la
Biblioteca Pública Piloto pidió unos lentes para poder leer y se probó varios
que no le gustaron, hasta que finalmente dio con los que le parecían bien.
Después tuvo que pedir algún libro suyo para la lectura. Cuando el dueño le
pidió al final que se lo devolviera le espetó, ¡Pero si yo lo escribí!, y siguió
caminado con el libro en la mano. Otra vez, en un recital que tenía en un
parque se puso a cantar “Gracias a la vida” y no leyó sus poemas.

Ahí me tocó conseguirme la manera de meterlo en un hospital psiquiátrico


para no volvernos a Cartagena con él después del Festival y que la fiscal lo
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volviera a meter en la cárcel. Hablé hasta con el alcalde de Medellín, que iba
a los recitales. Una amiga sugirió que lo lleváramos adonde un
bioenergético, ese que dijo que tenía un problema en el cuerpo calloso, o
sea problemas neurológicos. Pero el tipo, muy bioenergético y todo, dijo
que no podía hacer nada con la bioenergía y que lo lleváramos a
tratamiento tradicional. Entonces lo llevamos a la clínica de Bello, donde lo
recibió una psiquiatra joven a la que le pareció que Raúl estaba muy bien y
dijo, ¿Usted se quiere ir para su casa?, y él, ¡Sí, sí, claro!, y le mostró que
tenía plata. ¡Nos lo devolvieron después de haber ido hasta allá! Al día
siguiente volvimos al hospital, y Raúl entonces sí dijo, Doctora, yo sé que
esto es mentiras, pero a mí Joan Manuel Serrat me habla telepáticamente.
¡Menos mal que salió con esto!, porque ahí sí lo recibieron.

Yo me fui para Cartagena. Raúl estuvo en la clínica veinte días máximo y


cuando salió lo recibieron en su casa los de la revista Prometeo, los
organizadores del Festival. Pero después me llamaron a decirme que estaba
insoportable, que no sabían qué hacer con él, así que se fue para la calle
nuevamente. Alguien me llamó a contarme que había visto a Raúl muy mal,
que los de Prometeo no lo habían cuidado y que se lo quería llevar a un
finca que tenía en Santa Helena. Yo le dije, ¡Un momentito!, ¡los de
Prometeo sí lo han cuidado! Todo el mundo creía a veces que a Raúl no le
daban cuidado, ¡y qué va!, lo que pasaba es que llegaba un momento en
que ya no podías hacer más nada.

En ese tiempo yo le edité un librito, El esplendor de la mariposa, pensando


en que le ayudaría, porque él vivía de eso. Me amparé en el concepto de
Pedro Granados, un poeta peruano que conocí en el Festival y que luego
contó muy bien en un libro todo esto de Raúl en Medellín. Me ayudó, porque
yo no era quién para decir si lo publicaba o no. Fue una edición baratita, la
hicimos en una imprenta baratonga en Cartagena. Yo diseñé la portada, que
era como un naipe, con una foto de él pa’rriba y pa’bajo. Le mandé el libro
a Medellín, y estaba cabreadísimo con la portada; parece que la pintaba con
pintauñas. Pero consiguió vivir un tiempito allá de ese libro.

No sé si finalmente Juan Manuel le mandó plata para devolverse a


Cartagena, pero al cabo de un tiempo llegó nuevamente por allá. Lo
llevamos con Fran e Iván a San Pablo y no nos lo querían aceptar. Ya
estaban agotados y, además, ese hospital psiquiátrico como que no da
abasto. Eso me sorprendió enormemente, ¡yo no sabía que en Cartagena
hubiera tanto loco! Le metieron una inyección muy fuerte y nos dijeron,
Llévenselo para la casa, y nosotros, ¡Nooooo! Pero cómo sería la inyección
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que a los diez minutos Raúl dijo, Quiero una cama, quiero una cama, y se
cayó de espaldas, ¡pam! No sé cómo no se rompió la cabeza. Ahí entré yo
gritando, ¡Ay, a este hombre le han puesto una sobredosis! —no me habría
extrañado nada, porque ésas son las camisas de fuerza que usan—, y al fin
lo recibieron unos días.

Cuando salió estuvo en mi casa una semana. Oíamos Ricardo Ray desde las
nueve de la mañana. Un día lo pasamos entero oyendo “La hamaca colgá”,
de Celina y Reutilio. Ésa es una canción divina. Llegaron unos amigos —mi
casa era un club de bañistas, porque estaba al lado del mar— y me decían,
Oye, yo llegaba y estaban oyendo “La hamaca colgá”; me iba al mar, volvía
dos horas después y “La hamaca colgá”...

Mientras tanto Fran y yo buscamos por todos lados a ver dónde íbamos a
poner a vivir a Raúl. Donde ya había vivido no lo querían volver a recibir, y
nosotros lo queríamos sacar del ambiente de la Media Luna. Ya habíamos
hablado con María Mercedes Carranza, y ella se había comprometido a
pagarle otro de esos talleres de poesía que él hacía en la Universidad de
Cartagena o en el Museo de Arte Moderno. Estuvimos buscando por todas
partes. Llegábamos, Mire que es para un profesor de poesía..., hasta que
por fin le conseguimos un cuarto ¡en El Pueblito en Bocagrande!

Ahí vino ya el viaje a Cuba en 1995. Como en el San Pablo ya no querían


recibirlo, decidieron mandarlo para Cuba. Con ese prestigio de la medicina
en Cuba se creía que era el milagro que faltaba. A nuestro famoso Pambelé
también lo habían mandado, aunque como que no le sirvió tampoco mucho.
No me acuerdo de quién fue la idea, pero creo que salió de la gente de la
Casa de la Cultura de Cartagena.

Se organizó la cosa y Raúl se fue. Yo creo que estuvo allá tres o cuatro
meses, pero no le gustó mucho. Él nunca fue castrista. Ésa fue una de sus
diferencias con los teatreros en el momento de su teatro, que no entró por
la cosa de hacer teatro político ni nada de eso. Nunca quiso comprometerse
con la política en su obra. De Cuba me dijo que era deprimente, que allí no
se conseguía nada, que no te podías tomar ni una limonada en esa ciudad.
Él no tenía ningún romanticismo acerca de Cuba.

Llegó bien de Cuba, tranquilo, superlúcido. Allá estuvo sin drogas. ¡Y llegó
con chapa de dientes! Desde que yo lo conocí le faltaban los dientes,
aunque tenía cierta habilidad para que no se le notara, por los bigotes,
cómo movía la boca. Pero esa caja de dientes le chocó, o de pronto hasta le
molestaba. Después la perdió o quién sabe dónde la refundió, pero no la
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volvió a usar. Ya estaba requeteacostumbrado a andar sin dientes y eso no


era ningún problema para él, sino para los otros.

Estaba muy contento porque le habían publicado ya la antología de Norma.


Y andaba escribiendo algo nuevo, Los poetas, amor mío. Estaba
atravesando una etapa positiva. Ése fue el momento del video de Roberto
Triana para Colcultura. Me acuerdo que nos puso a caminar agarrados de
manos a Raúl y a mí, y La Pulga se moría de la risa, ¡Huy, ¿y ese
matrimonio que se ha inventado Roberto Triana con ustedes dos?! Raúl
estaba muy bien todavía en esa época del video de Triana, a mediados del
95.

Yo también grabé un video de Raúl en esa época, que presenté en el


Festival de Cine de Bogotá. Hay una escena increíble en la que tararea a
Albéniz y lo baila en la hamaca. Le gustaba mucho Albéniz. También le
gustaban los cantos gregorianos, como a mí, y los oíamos a menudo. Me
pedía que pusiera “Beatus Vir”. No sé dónde habrá aprendido eso, pero se
sabía varios de memoria y los repetía. No sé si había sido monaguillo,
aunque no creo porque el papá era librepensador. Ahí fue cuando surgió
una crítica que le hizo Álvaro Marín, pupilo del poeta Juan Manuel Roca. Una
reseña en un Magazín Dominical de El Espectador en la que decía que era
“egótico”, no se me olvida la palabra. Raúl se sintió malísimo.

Él se sabía buen escritor. Además, era autocrítico y botaba muchas cosas de


las que escribía —se reía de la gente que tenía tantos poemas; en sus
talleres me decía, Me han traído un libro, ¡con 700 poemas!, Bibiana,
¡imagínate!, y nos moríamos de la risa—, pero por momentos le entraba
una inseguridad increíble, que parecía que fuera su primera poesía.
Entonces me decía, Bibia, ¿y verdad te gusta? Me lo repetía cantidades, ¿De
verdad te gusta? ¿Tú sí crees que esto es bueno? Era muy sensible a la
crítica y esa reseña en El Espectador lo acabó.

No sé si fue su recaída en las drogas o el artículo, pero al final del 95


recayó. De pronto no fue por la crítica ni nada, sino por lo cíclico de su
enfermedad. Él estaba bien un rato y después, ¡pam!, le daba la crisis. ¡Y
Marín tenía todo el derecho de hacer la crítica!

Cuando volvió de Cuba, la gente dice que estaba muy serio y que no metía
nada, pero eso es mentira, me acuerdo perfectamente que cuando llegó de
Cuba estaba fumando hierba. Lo que estábamos tratando de evitar era que
se metiera en el bazuco, porque eso sí lo acababa. Desde principios del 96
yo ya no lo aceptaba en mi casa. Me separé de él por la tristeza que me
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daba no podernos comunicar de verdad como nos comunicábamos antes.


¡Me dolía tanto no poder ya realmente entenderme con él como amigos y
estar conversando, y tener la empatía y la sintonía de antes!

Entonces me mandó a decir que me iba a matar, ¡Dile a Bibiana que pase lo
que pase la voy a matar! Me imagino que no entendió que no lo quisiera
recibir. Una noche llegó en una agresividad total, a gritarme cosas muy
ofensivas. Creo que no era la primera vez que yo no le abría la puerta
cuando llegaba con esa agresividad. Yo tenía una cantidad de amigos ahí
porque nos íbamos para un concierto de Rolando Laserie y nos demoramos
para salir esperando a que acabara con esa gritería que tenía. Cuando ya
vimos que se había apartado, salimos a coger el carro y lo vimos ahí,
rondándonos, ceñudo, malencarado.

Después de eso no volvió a mi casa. Tuvo una intuición y una dignidad


impresionantes y desde que sintió que yo no lo iba a aceptar más, él
tampoco siguió yendo. Lo veía de lejos de pronto. Una vez lo vi, en
calzoncillos, caminando con unos cartones en la mano como cualquier
gamín. ¡Qué tristeza!

Una vez muchos meses después, ya en el 97, me vació una bolsa de mierda
a la puerta. Pero a los poquitos días fue el Día de la Madre, y llegó a las
siete de la mañana a timbrarme. No le abrí. Cuando bajé vi que me había
dejado una florecita en la manija de la puerta. Eso fue poco antes de morir.
¡Ay, cómo no le abrí! ¡El Día de la Madre! Porque él me decía, Mamá; de vez
en cuando, pero me lo decía con énfasis, No, es que tú eres mi mamá.
Aunque yo creo que eso de buscarse papás y mamás era de pronto algo
acomodado para que uno fuera proveedor; él no necesitaba ni papá ni
mamá ni un carajo porque era autosuficiente y realmente no le tenía miedo
a las cosas, se sentía a sus anchas adonde iba. No era tímido para nada, ni
apocado.

No creo que Raúl se suicidara. Él siempre dejó claro que esa salida no era
su estilo. La noche anterior a la muerte, unas pocas horas antes, se
encontró en la Plaza de Santo Domingo con Jaime Abello y le regaló un
caballito de mar. No había en él angustia, desesperación o depresión
profunda para llevarlo al suicidio. Y a sangre fría, como por decisión tomada
o como acto conceptual, no creo que nadie se suicide. Raúl me hizo varios
poemas. Hay uno bellísimo en el que dice algo tan verdadero y tan
metafísico: que uno en todos sus amores ama cada vez a un ser presentido
y perfecto. Me encanta ese poema,
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Bibiana/Nacimos para amar un ser imaginario/que se asoma en los ojos de


quienes lo anteceden/antes de mostrarse/él plenamente y ya para siempre
en el paraíso

Y este “Nocturno”,

Buenas noches Bibiana/un día estaré muerto/y tú lo lamentarás/y tú me


llorarás/Amiga de mi soledad/Virgen de mi soledad/Pintora de mi
soledad/Soledad de mi soledad

Una sincera amistad/en mí te anida paloma/En mi pecho oculta estás

Hay otro poema que empieza, Bibiana, aroma de marihuana, que ahora no
encuentro. Para mi hijo Pablo escribió una obrita de tres páginas para unos
títeres que yo le había hecho. Yo le hice un retrato. Eso fue en el año 91,
cuando hice retratos de todos mis amigos. Como él era gallo en el
horóscopo chino quería que le pusiera un gallo, Ponme un gallo ahí en el
cuadro. Le fascinaban los gallos. Estoy en mora de ponerle un gallo en ese
retrato. Sí, estoy en deuda con Raúl.

Doy gracias a la vida por haber conocido a Raúl, tenerlo tan cerca, que haya
sido un amigo, mi “compañero”. Me dio a conocer la vida como poesía. Lo
poético vivo a cada instante. El regocijo de lo cotidiano, un café, una
hamaca, una mecedora, un cigarrillo, una palabra, una canción. Asombro de
estar vivo, gozo del aquí y el ahora, ¡iluminación!; puerta abierta a otra
realidad, a lo otro, lo natural, lo metafísico —él me decía, Mi poesía es
metafísica—, la búsqueda, la sabiduría. Ninguna concesión a la mentira.
Desenmascarada la apariencia, aparece la verdad clara, apacible, redonda y
jugosa como una fruta (Yo tengo para ti mi buen amigo/ un corazón de
mango del Sinú).

Fue un hombre de corazón ardiente, de todo corazón. Por eso a mí me llegó


ahí, al corazón, ¡rotundamente!

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