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26/3/2018 ¿Todavía sirve el PIB?

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Negocios / Pág. 25

¿Todavía sirve el PIB?


Los gobiernos y la prensa se obsesionan con la
medida, mientras los estadísticos la modiËcan. Pero
¿cuál es el verdadero punto del PIB y podrá alguna vez
medirse con precisión?

por

David Pilling km 

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¿Qué tienen en común los precios de los servicios de peluquería


en Beijing y los servicios sexuales en Londres? La respuesta es
que, dependiendo de cómo se los mida o incluso si es que se los
mide, el tamaño de las economías de China y Gran Bretaña se
expandirá o contraerá como un acordeón.

En abril, los estadísticos que trabajan bajo la égida del Banco


Mundial determinaron que el Producto Interno Bruto de China
era mucho más grande de lo que habían pensado antes. China
estaba, de hecho, a punto de superar a Estados Unidos como la
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mayor economía del mundo, muchos años antes de lo esperado.


¿La razón? Los estadísticos habían estado sobreestimando los
precios de todo, desde cortes de pelo hasta Ëdeos. Como
resultado, estaban subestimando el poder adquisitivo de los
chinos y, por lo tanto, el tamaño de la economía.

En junio, los estadísticos británicos también hicieron algo de


magia. Declararon que la economía del Reino Unido
(ciertamente, sólo una fracción del tamaño de la de China) era
5% más grande que lo estimado. Fue como si hubieran
descubierto de repente miles de millones de libras en ingresos
anuales detrás del sofá de la nación. Aquí, la explicación era más
simple. Entre otros ajustes a su metodología, los estadísticos
comenzaron a contar la “contribución” económica de la
prostitución y las drogas ilegales.

El Producto Interno Bruto se ha convertido en un término


ubicuo. Es la forma en que medimos el éxito económico. Los
países se juzgan según cuánto tengan. Los gobiernos pueden
subir o caer según el grado de eËciencia con el que lo generen
sus economías. Todo, desde los niveles de deuda hasta la
contribución del sector manufacturero, se mide en relación con
él. El PIB es lo que mueve al mundo. Sin embargo, ¿qué quiere
decir exactamente? Fuera de unos pocos expertos, la mayoría de
las personas sólo tiene una comprensión modesta. De hecho,
cuanto más se ahonda en el concepto del PIB, una de las ideas
más importantes en la vida moderna, más resbaladizo se vuelve.
En palabras de Diane Coyle, un economista que hace poco
escribió un libro entero sobre el tema, “el PIB es una entidad
inventada”.

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Coyle deËende el PIB como herramienta para la comprensión de


la economía, siempre y cuando entendamos sus limitaciones.
Cuando hablé con ella por teléfono, se mostró divertida por lo
que llamó “el fandango periódico” y “ritual público” que
acompaña la publicación trimestral de los datos del PIB. A pesar
de que los números están a menudo dentro del margen de error y
son revisados de manera rutinaria, les damos tanto signiËcado
como un sacerdote a sus liturgias.

El título del libro de Coyle, PIB: Una historia breve pero cariñosa,
deja clara su lealtad básica hacia el concepto. Sin embargo,
advierte, “no existe un PIB por ahí esperando ser medido por los
economistas. Es una construcción artiËcial… una abstracción
que suma todo, cepillos de uñas y de dientes, tractores, zapatos,
cortes de pelo, consultoría de gestión, limpieza de calles,
enseñanza de yoga, placas, vendas, libros y todos los otros
millones de productos y servicios”. Las personas que miden el
PIB, entonces, no están embarcadas en una empresa cientíËca,
como el descubrimiento de la masa de una montaña o la
longitud de la tierra. En cambio, se dedican a lo que equivale a
un acto de imaginación.

El PIB es una idea sorprendentemente nueva. Las primeras


cuentas nacionales que se asemejan a las modernas fueron
producidas en Estados Unidos, en 1942. No es especialmente
extraño que los gobiernos no se molestaran mucho por conocer
el tamaño de sus economías antes de esa fecha. Hasta la
revolución industrial, las sociedades agrícolas apenas crecían. El
tamaño de una economía era casi en su totalidad una función de
la población nacional. En 1820, China e India representaban casi
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la mitad de la actividad económica mundial, simplemente, por la


cantidad de personas que vivían allí.

Simon Kuznets, el economista bielorruso-estadounidense, al que


a menudo se le atribuye la invención del PIB en 1930, desde el
principio tenía serias reservas sobre el concepto. Coyle me dijo:
“Él hizo gran parte de la ejecución, pero conceptualmente quería
algo diferente. El Presidente Franklin Delano Roosevelt le había
pedido a Kuznets que llegara a una idea más precisa de un
Estados Unidos post-crash que parecía atrapado en una recesión
interminable. Roosevelt quería impulsar la economía a través del
gasto en obras públicas. Para justiËcar sus acciones, necesitaba
algo más que fragmentos de información como movimiento de
cargas o la longitud de las colas en los comedores abiertos. Los
cálculos de Kuznets indicaron que la economía se había
reducido a la mitad entre 1929 y 1932. Era una base mucho más
sólida sobre la que actuar.

Cuando se trataba de datos, Kuznets era meticuloso. Pero


¿exactamente qué había que medir? Él se inclinó por incluir sólo
las actividades que creía que contribuían al bienestar de la
sociedad. ¿Por qué incluir el gasto en armas -razonó- cuando la
guerra claramente perjudicaba el bienestar humano? También
quería restar publicidad (por inútil), actividades Ënancieras y
especulativas (por peligrosas) y el gasto público (tautológico, ya
que eran impuestos reciclados). Cabe pensar que no habría
estado encantado con la idea de que cuanta más heroína se
consume y prostitutas se visitan, más saludable es una
economía.

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Kuznets perdió su batalla. Las cuentas de ingresos nacionales


modernos incluyen las ventas de armas y los servicios de banca
de inversión. No distinguen entre “bienes” sociales, por ejemplo,
el gasto en educación, y “males” sociales (o necesidades), como
el juego, la reparación de los daños tras el huracán Katrina o la
prevención de la delincuencia (los países sin mucha
delincuencia pierden en la actividad económica relacionada,
como guardias de seguridad y reparación de ventanas rotas). El
PIB es amoral. Se deËne simplemente como el valor monetario
total de todo lo producido en determinado período.

Lo primero que hay que entender sobre el PIB es que es una


medida de Ìujo, no de stock. Un país con un alto PIB podría
haber abusado de su infraestructura durante años para
maximizar los ingresos. A veces, a Estados Unidos, con sus
aeropuertos añosos y carreteras menos que prístinas, se le acusa
precisamente de eso.

Tampoco toma en cuenta los recursos agotados. China ha estado


creciendo al 10% anual durante 30 años. Eso no considera las
(presumiblemente) Ënitas reservas de petróleo y gas que ha
estado consumiendo (el supuesto es que la tecnología siempre
vendrá al rescate). Tampoco representa lo que los economistas
llaman “externalidades”, los subproductos del crecimiento,
incluyendo la contaminación. Lo que pueda llegar a costar
limpiar ríos contaminados y restaurar los bosques talados no
concierne al PIB.

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Coyle me dijo que el PIB no provee “sentido de la compensación


entre el presente y el futuro”. La innovación puede ayudarnos a
encontrar alternativas a los recursos Ënitos, como los metales,
pero el PIB no toma en cuenta la sostenibilidad. Eso nos deja
vulnerables a “puntos de inÌexión”, como el repentino colapso
de las poblaciones de peces.

Incluso el mecánico asunto de medir todo lo producido no es tan


fácil como parece. Tomemos una pieza de pan, el ejemplo
proporcionado por el economista Ha-Joon Chang, cuando fui a
verlo a Cambridge. En la valoración de la barra de pan, si
contamos también la levadura y la harina que se usó, entonces
estamos contando dos veces, dijo. La producción se mide por el
valor añadido: se calcula el valor del pan, menos el valor de los
insumos intermedios, producidas, por ejemplo, por el molinero.
El pan es un producto relativamente simple. Pero trate de hacer
el ejercicio del valor agregado de un auto o un iPhone, que se
basan en cadenas de suministro mundial extremadamente
complejas. No es extraño que el Sistema de Cuentas Nacionales
de las Naciones Unidas, un manual de cómo medir el PIB, tenga
más de 700 páginas.

El PIB es mejor midiendo cantidad que calidad, dijo Chang,


quien publicó recientemente un libro, Economía: Guía del
usuario, en el que lanza una mirada pícara sobre nuestros
atesorados supuestos económicos. Tome un cubierto de cuchillo,
tenedor y cuchara. En términos de producción, una de tres
cucharas es igual de buena. En términos de calidad de vida, claro

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que no. Coyle llama al PIB un “artefacto de la era de la


producción en masa”.

De hecho, uno de los mayores fracasos del PIB es lo malo que


resulta para la captura de servicios. Eso es bastante problema,
dado que los servicios representan en la actualidad dos tercios de
la producción de muchas economías avanzadas. Los estadísticos
son bastante buenos para medir cosas que pueden caerles en el
pie, como ladrillos y barras de hierro. Pero luchan por medir los
intangibles, como paisajismo, los contratos de mantención de
motores o derivados sintéticos. ¿Cómo se compara la producción
de un neurocirujano en Brasil, un mecánico en Alemania y un
banquero de inversión en Nigeria?

Volvamos al ejemplo del corte de pelo en Beijing. Dado que no se


puede saber el precio pagado por cada corte de pelo, es
necesario tomar una muestra. Se puede determinar que, en
promedio, un corte de pelo en Beijing cuesta la mitad que uno en
Nueva York. Pero ¿cómo se sabe que son comparables? ¿Se juzga
la calidad del corte de pelo, la habilidad del peluquero, el brillo
de la decoración? ¿Debemos juzgar la eËciencia de una
enfermera por la cantidad de pacientes que ve en un día o la
calidad de la atención prestada? En términos estrictamente
mecánicos, se puede aumentar la eËciencia de una orquesta
Ëlarmónica al tocar conciertos al doble de velocidad.

Se puede decir que ese no es el punto. Un servicio vale lo que


soporte el mercado. Nadie va a pagar por escuchar una orquesta
acelerada. Pero hay una cuestión más fundamental en juego. ¿Es

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siempre más de un determinado servicio, mejor? Esa es la


implicación clara de la forma en que medimos el PIB. Tome la
banca. Antes de la crisis Ënanciera de 2008, el tamaño de la
industria Ënanciera en Estados Unidos había aumentado
astronómicamente, para llegar a casi el 8% del PIB en 2009 (eso
fue, en parte, resultado de los cambios en la forma en que se
mide la banca). Sin embargo, un sector bancario más grande,
como descubrimos posteriormente, no es necesariamente una
buena cosa. Gran parte de su tamaño se debía a un aumento de
la capacidad para generar productos “soËsticados”, algunos de
los cuales resultaron ser tóxicos. Dada la prolongada recesión
que siguió al colapso, se podría argumentar plausiblemente que
un sector Ënanciero ampliado destruyó PIB en lugar de crearlo.
Si la banca se hubiera restado del PIB en lugar de sumarlo, como
había propuesto Kuznets, es plausible especular que la crisis
Ënanciera nunca habría ocurrido.

La industria médica es otro ejemplo. Estados Unidos gasta casi


18% de su PIB en salud. Gran parte de eso lo consumen seguros,
costos inÌados de medicamentos y procedimientos innecesarios.
Los resultados, en términos de esperanza de vida y años de vida
saludable, no son obviamente mejores que en los países que
gastan la mitad. Vale la pena preguntarse, por lo tanto, si Estados
Unidos no estaría mejor si el gasto en salud contribuyera menos
al PIB, no más.

Si algunos servicios están sobreestimados, otros no se cuentan


en absoluto. El PIB toma sobre todo en cuenta cosas que se
compran y venden. Sectores de actividad no comercializados son
totalmente invisibles. El más obvio es el trabajo doméstico. No

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hay un valor monetario en absoluto asignado a cocinar, limpiar,


criar a los hijos y el cuidado de las personas mayores o
discapacitadas en el hogar. Eso es, en parte, porque este tipo de
trabajo, a menudo realizado por mujeres, está infravalorado.
También es difícil de estimar. Sin embargo, no contar el trabajo
doméstico es en cierto modo absurdo. En Japón, el gobierno está
haciendo campaña para que más mujeres trabajen, con el Ën de
aumentar el PIB. En muchos sentidos, esta es una buena idea.
Sin embargo, vale la pena llevar a cabo un experimento teórico.
Imagine que muchas de las mujeres nominalmente
desempleadas están cuidando niños o adultos mayores. Ahora,
por decreto, cada una de esas mujeres debe trabajar en la casa de
al lado, donde, por una tarifa por hora, pueden cuidar de un hijo
o padre de su vecino. De un día para otro, el PIB de Japón sería
más grande. Pero en términos de trabajo realizado,
absolutamente nada habría cambiado. La única diferencia sería
que el abuelo se preguntaría quién es el extraño que lo cuida -y el
gobierno habría encontrado una nueva fuente de ingresos
tributables.

La creciente desigualdad, un tema de interés repentino y urgente


en las economías avanzadas, es otro motivo por el que la tasa de
crecimiento visible puede no mostrar la verdadera imagen. El
desempeño de la economía estadounidense ha sido excepcional
durante décadas. Sin embargo, de acuerdo con Robert Reich, ex
secretario del Trabajo y, actualmente, profesor en la Universidad
de California, Berkeley, los salarios medios, ajustados por la
inÌación, no se han movido desde la década de 1970. Casi todos
los beneËcios del crecimiento han ido al 1% superior. Si no
somos parte de esa elite, el crecimiento del PIB ha sido, en el
mejor de los casos, irrelevante.

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Por otro lado, dice Coyle, el PIB es especialmente malo


capturando una de las características más importantes de las
economías modernas: la innovación. La llamada “contabilidad
hedónica” busca incluir el hecho de que los equipos como
computadoras están mejorando todo el tiempo. Si uno compra
hoy una computadora que tiene cuatro veces la capacidad de
procesamiento que la que se compró hace un año, pero cuesta lo
mismo, entonces, en realidad, su precio ha caído. Dicho de otra
manera, usted gana.

Como señala el autor Jeremy Rifkin, en su libro reciente, La


sociedad de costo marginal cero, el precio de muchos productos
-música en línea, autos compartidos gracias a internet,
Wikipedia, la energía solar, Skype- tiende a cero. ¿Cómo
valoramos la actividad económica sin un precio? No hace mucho
tiempo, los millonarios morían por falta de antibióticos que hoy
cuestan centavos. “Incluso si el valor de mercado de lo que se
produce en realidad no sube”, me dice Chang en su oËcina de
Cambridge, “si la gente vive mejor, come mejor y tiene más
tiempo libre, entonces se debe decir que esta sociedad tiene
mejor situación”.

Esto plantea la cuestión casi ËlosóËca de si necesitamos el


crecimiento en lo absoluto. La lenta realización de que el PIB
está fallando en capturar de manera adecuada nuestras
realidades económicas y sociales, ha dado lugar a una mini-
industria de esfuerzos por medir el progreso de diferentes
maneras. El ex Presidente francés Nicolas Sarkozy encargó a
destacados economistas, entre ellos, Joseph Stiglitz y Amartya
Sen, buscar mejores metodologías. Su informe, Medir nuestras
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vidas, concluye que nuestra métrica estándar de bienestar


económico no estaba a la altura. Peor aún, pensaron que
demasiado énfasis en el PIB podía enviar a los responsables
políticos en la dirección equivocada, por ejemplo, expandiendo
sus industrias bancarias y desestimando cosas más básicas,
como el acceso a la educación o la salud. “Si tenemos las
métricas equivocadas, nos esforzaremos por las cosas malas”,
concluyeron.

La expresión más conocida de escepticismo del PIB es


tristemente una de las más tontas. El índice de Felicidad
Nacional Bruta de Bután, que pretende captar el progreso
humano en términos más globales, no resiste mucho análisis. Un
mejor indicador, el índice de desarrollo humano, que tiene en
cuenta la esperanza de vida, la alfabetización y la educación, así
como el nivel de vida, pone a Bután en el puesto 140 en el
mundo, dos lugares encima de la República del Congo (Noruega
es el primero y Níger, en el lugar 187, el último). La “Felicidad
Nacional Bruta” de Bután parece un intento de encubrir su mal
desempeño.

Una puesta a prueba más seria de lo que podría llamarse el “mito


del crecimiento”, la idea de que la búsqueda del PIB es el alfa y
omega, la emprendió Robert Skidelsky, un renombrado
historiador económico. Junto con su hijo, el Ëlósofo moral
Edward Skidelsky, escribió un libro, ¿Cuánto es suËciente? El
dinero y la buena vida. La pregunta que se plantea es qué
impulsa a las personas en las sociedades acaudaladas a buscar
cada vez más riqueza cuando saben, intuitivamente, que esto no
les traerá felicidad extra.

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Los Skidelsky aceptan que los países pobres necesitan crecer


para alcanzar los estándares de vida occidentales, pero se
preguntan por qué las sociedades opulentas están obsesionadas
con el crecimiento. Su punto de partida es un ensayo de 1930
escrito por John Maynard Keynes, Posibilidades económicas para
nues– tros nietos, en el que asume que, a medida que el consumo
alcanzara ciertos niveles, el incentivo para trabajar más se
agotaría (otra falla del PIB es que no tiene en cuenta el número
de horas que la gente trabaja). En la era de la abundancia,
pensaba Keynes, la gente naturalmente renunciaría a la
posibilidad de consumir cada vez más en favor del ocio. Se
imaginaba que, para estos días, ninguno de nosotros estaría
trabajando más de 15 horas a la semana.

Hace unos meses, me encontré con Skidelsky, el mayor, en Hong


Kong. Le pregunté qué había salido mal con la teoría de Keynes.
Estábamos sentados en la terraza de un hotel cinco estrellas.
Mientras hablábamos, helicópteros despegaban hacia Macao
llevando jugadores a las mesas de bacará, donde tratarían de
ganar aún más dinero. ¿Por qué eran tan insaciables los seres
humanos? Una de las razones era que las necesidades eran
relativas, dijo. El dinero confería estatus. Así es que tener
“suËciente” signiËcaba tener más que otras personas. Si todo el
mundo estuviera bien, todos volaríamos a nuestro exclusivo
refugio en el Caribe, sólo para encontrar la playa llena de gente
igual de rica y nadie con mucha inclinación para servirnos
martinis y canapés.

Otra razón era la desigualdad. Una quinta parte de los británicos


vivía por debajo del umbral de la pobreza, dijo. En lugar de
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redistribuir mejor la riqueza, como abogaba Skidelsky por medio


de una renta básica, el pensamiento era agrandar más el pastel.
Eso nos obligaba a permanecer en una trayectoria de
crecimiento constante, lo que nos puso en una cinta sin Ën. “Es
un crecimiento sin Ën y sin propósito”, dijo.

El libro de los Skidelsky ha sido criticado por asumir que saben lo


que es bueno para la gente y dónde deberían estar los límites de
sus deseos. Coyle, por ejemplo, está en profundo desacuerdo con
ellos. La noción de buena vida de los Skidelsky, me dijo, provenía
de un estrato particular de la sociedad británica: “Una copa de
clarete, un buen libro y Radio 3 en el fondo”. El problema era que
no daban espacio a otros deseos. Tampoco daban mucho crédito
a la innovación, gran parte de la cual desestimaban como una
ilusión creada por avisadores habilosos. Coyle piensa que la
innovación es real. “¿Abandonarías la internet o nuevos sabores
de cereales para el desayuno?”, preguntó. “Yo no quiero que un
profesor de historia económica me diga lo que puedo o no
elegir”.

En el centro del debate sobre el PIB está la preocupación por que


nuestras sociedades hayan sido de alguna manera secuestradas
por la búsqueda de un único punto de datos. Nadie imagina
seriamente que el solo hacer un número abstracto cada vez más
grande puede ser un objetivo valioso en sí mismo. Sin embargo,
el PIB se ha convertido en un referente tan potente para lo que
apreciamos, que nos resulta difícil ver más allá. Pocos
economistas están ciegos a sus muchas limitaciones. La mayoría,
sin embargo, da la impresión de querer maximizarlo a toda costa.

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Coyle sostiene que debemos inventar nuevas formas de reÌejar la


realidad económica. Ella aboga por lo que llama el “enfoque de
tablero”. El Indice de Vida Mejor, desarrollado por la
Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico,
por ejemplo, permite a los usuarios comparar el desempeño de
los países de acuerdo con 11 criterios, que van desde ingresos y
vivienda hasta salud y el equilibrio entre trabajo y vida. Al
conectar los criterios que usted más valora puede ver cómo
funciona una economía en particular. Si, por ejemplo, el empleo
es su prioridad, entonces Suiza y Noruega son los mejores. Si, por
el contrario, está más interesado en una combinación de altos
ingresos y educación, Estados Unidos es el lugar.

En teoría, este enfoque permitiría a los votantes decidir lo que es


importante y a los políticos, diseñar las políticas para lograr los
resultados deseados. En la práctica, la combinación de múltiples
criterios de medida con múltiples varas de medir hace el
ejercicio subjetivo y difuso. El PIB puede ser anacrónico y
engañoso. Puede fallar por completo en capturar los complejos
equilibrios entre el presente y el futuro, el trabajo y el ocio, el
crecimiento “bueno” y el “malo”. Su gran virtud, sin embargo, es
que se trata de un solo número, concreto. Por el momento, puede
que sea todo lo que tengamos.

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