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Han pasado ya algunos años, no tantos, desde aquel primer encuentro. Y pareciera que
poco han cambiado las cosas: aún soy esbelto y guardo la misma admiración por él;
Carlos Llano, por su parte, sigue siendo el excelente expositor y maestro con aquel gran
sentido del humor, pero, sobre todo, aún defiende a capa y espada el principio de
realidad. De manera que, me parece, esta es una de las ideas claves para entenderle.
Carlos Llano desconfía del pensamiento desvinculado de la acción. Para actuar, no basta
pensar, es necesario reconocer los relieves, las aristas y simas del mundo. Es decir, el
pensamiento puro mata. Es infecundo. Fútil.
Uno de los primeros consejos profesionales que me dio fue el de tener siempre un pie en
la tierra. Por aquel tiempo, mi padre quería involucrarme en su negocio de engranes y
yo, filósofo al fin, me resistía a mancharme de grasa. Quizá esto es lo que más me
sorprende de Llano, su capacidad de combinar una intensa vida empresarial con sus
afanes intelectuales. Los negocios y la academia no son para él dos esferas
incompatibles. (El segundo consejo que me dio fue de orden estrictamente intelectual:
«aprende griego». Creo que esto lo pinta de pies a cabeza. Su afán por conciliar lo que
otros consideran inconciliable).
EL INTÉRPRETE DE LA ACCIÓN
Prima facie, el énfasis en la acción no deja de ser curioso en un hombre cuyo talante es
el de un intelectual. Sin embargo, si escarbamos un poco en su trayectoria, nos daremos
cuenta de que en su mente siempre han rondado autores y temas relacionados con la
acción humana.
Una de las primeras fuentes de las que se nutre es la escolática a la usanza de Tomás de
Aquino. Pero no cualquier Tomás, sino aquél que está volcado al estudio de la decisión.
¿Qué es lo que convierte el pensamiento abstracto en acción concreta? Decidirse a
ejecutar el proyecto. Este proceso es precisamente el que cautiva la atención de Llano.
La principal originalidad de Llano radica en haber detectado que este interés por la
acción podía alimentarse de Santo Tomás de Aquino, al que ha dedicado muchas
páginas desde que se doctoró en Roma. No debería extrañarnos tanto que Tomás sea la
fuente de inspiración de su teoría de la acción. Al fin y al cabo, el Aquinate es discípulo
de Aristóteles a quien puede considerarse como el fundador de la filosofía práctica.
Como buen aristotélico, Tomás se interesa por la racionalidad práctica. Esto es, por el
modo como los seres humanos averiguamos los medios para conseguir nuestros fines.
Este tipo de razonamiento implica un componente que no puede reducirse al
pensamiento. Cuando actuamos racionalmente hacemos un cálculo sobre los medios que
nos conducen al fin que nos hemos propuesto. Sin embargo, este cálculo implica,
también, factores de tipo psicológico, emocional y volitivo. La tradición escolástica,
siguiendo de cerca al de Estagira, vinculó este proceso con la virtud de la prudencia.
Quien haya leído el libro de Carlos Llano, Análisis de la acción directiva, se percatará
de la deuda de su autor con la teoría escolástica de la prudencia y del acto de decisión.
Llano también recibe la influencia del movimiento del 68. Una lectura de Las formas
actuales de la libertad es suficiente para detectar que uno de sus interlocutores es
Herbert Marcuse: el «padre de la Nueva Izquierda» cuyas críticas sociales resonaron en
las filas del movimiento izquierdista estudiantil. La distinción entre libertad de y
libertad para (inspirada, evidentemente, en Isaiah Berlin) inerva dicho libro. Para Llano,
la libertad no significa primordialmente liberación, ruptura de vínculos, disolución de
lazos; la libertad es fundamentalmente la capacidad de compromiso. Esta idea entronca
con su teoría de la acción. La libertad es un ámbito del crecimiento humano en la
medida en que sus fines valen la pena y sólo si los medios para obtenerlos perfeccionan
al agente. Llano gusta de jugar con la dimensión reflexiva del verbo decidir: uno se
decide. Esto es, nuestras elecciones nos forjan, dan forma a nuestra alma.
Sorprende lo fecunda que resulta en las manos de Llano la teoría escolástica de las
virtudes. No sería nada aventurado afirmar que una parte significativa de la pedagogía
del IPADE descansa en ella. No le avergüenza hacer filosofía del mundo ordinario. Se
atreve a hablar filosóficamente de la empresa, contra quienes piensan que eso --la
empresa- es demasiado vulgar, demasiado procaz para ser digno de la olímpica mirada
de Atenea. Cuando lo hace imprime la misma fuerza y asertividad que en sus textos
académicos. Se mantiene fiel a sus premisas teóricas en sus concreciones prácticas. Así,
la dirección de empresa es un conjunto de habilidades, en especial de la prudencia.
Perfeccionarlas es algo que no se logra escuchando clases, sino interactuando y
trabajando. Las habilidades directivas son, en suma, las virtudes humanas aplicadas a la
conducción de las organizaciones.
Visto desde la empresa, este cariz cristiano significa la humanización de las relaciones
laborales. La dirección de personas y no de máquinas. El sensibilizar tanto a patrones
como a empleados para que se reconozcan, unos a otros, como seres humanos en una
sana alteridad.