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En relación con la justicia hay algo que muchas personas no tienen en claro y se confunden:
eso que normalmente los diarios y los abogados llaman "La Justicia" – entendiendo por ello
a jueces, fiscales, tribunales y leyes – no es la justicia. Es simplemente la administración del
derecho vigente. Y ni ese aparato administrativo, ni tampoco el derecho en sí, tienen con
frecuencia mucho que ver con la justicia como valor y como concepto.
El derecho y la justicia son como dos parientes que se conocen pero no viven bajo el mismo
techo. Básicamente, en la comunidad humana real la idea de la justicia gira alrededor del
principio de disponer la convivencia de tal modo que cada uno obtenga lo que le
corresponde. Naturalmente, qué es lo que – en justicia – "le corresponde" a cada uno es algo
que admite debates y depende fuertemente de criterios, filosofías, escalas de valores, usos y
costumbres etnoculturales. Pero, al menos a grandes rasgos, la idea general que la
comunidad tiene de lo que es justo, es que todos deberían tener la posibilidad concreta de
desarrollarse hasta el máximo de sus posibilidades individuales y de poder organizar
satisfactoriamente sus vidas sin interferencias, daños o imposiciones arbitrarias.
Por de pronto, la justicia como tal y entendida en términos rigurosos es un valor absoluto.
En realidad de verdad no admite, estrictamente hablando, términos intermedios. Algo es
justo, o es injusto. La idea es básicamente binaria. Ni siquiera tenemos una palabra concreta
y precisa para designar lo que sería tan solo "parcialmente justo" o "medianamente justo". Es
más: no solo no tenemos la palabra; ni siquiera tenemos el concepto de lo "casi justo". La
justicia en sí, no es negociable, aun cuando las sentencias del derecho puedan serlo en
ciertos casos.
Consecuentemente, siendo algo absoluto en esencia, a la justicia solo la puede conocer otro
absoluto; que es lo mismo que decir que solo la conoce Dios. Por eso es que la sociedad se
ve forzada a suplantar la justicia de cada individuo particular por el denominador común del
derecho de todos los miembros de la comunidad. Lo que popularmente se conoce como "el
imperio de la justicia" no es sino el imperio del derecho que se expresa en concreto a través
de la ley, de la norma – sea ésta escrita o consuetudinaria. Considerándolo objetivamente, si
bien todos aspiramos al imperio de la justicia, lo único que podemos tener en realidad, y en
el mejor de los casos, es el imperio de la ley. Y la ley no es sino la expresión concreta – ya
sea por escrito o por tradición – de una decisión eminentemente política a punto tal que una
ley es ley solo en tanto y en cuanto haya un poder capaz de hacerla cumplir. Sin ese poder,
cualquier ley no es más que letra muerta sobre un pedazo de papel, o mera declamación
retórica que quizás todos aplauden pero nadie cumple.
En un caso ideal, cuando se vulneran las normas del derecho, sea que lo haga el Estado o el
ciudadano, podemos hacer referencia a que se han alterado las normas aceptadas por
consenso comunitario y, por lo tanto, se impone la necesidad de restablecer el orden
jurídico. Pero se puede hacer referencia a la justicia de la administración del derecho
solamente en tanto y en cuanto quienes la ejercen incluyan en los considerandos de sus
sentencias también a la moral social y tengan, simultáneamente, autoridad moral suficiente
para dictar las sentencias que dictan. De otro modo, aun cuando el derecho haya sido
técnicamente bien administrado, nadie lo percibirá como justicia
Es cierto que la moral social es difícilmente determinable y no menos cierto es que – dentro
de ciertos límites – cambia con las épocas y las generaciones. En especial, su componente de
usos y costumbres mundanas suele ser bastante volátil. No obstante, por más compleja que
sea su definición y formulación, la moral social es un factor real, objetivo, existente y vivo,
que contribuye a estructurar la convivencia y las relaciones interpersonales mucho más allá
de las normas del derecho. La administración del derecho, en sus sentencias y disposiciones,
normalmente debería validar los principios regidores de la moral social siendo que el acto
jurídico expreso revela el nivel y la intención moral del magistrado. Cuando el cuerpo de
magistrados posee un alto nivel moral y sus integrantes conocen profundamente las mejores
tradiciones de su pueblo, el servicio brindado por la burocracia judicial puede llegar a
alcanzar muy altos grados de excelencia. En el caso opuesto, la falta de compromiso y
relación con la moral social desmerece y hasta podría decirse que en la práctica nulifica ante
la opinión pública real hasta la acción jurídica técnicamente más correcta.
Por supuesto que aquí nos topamos con una cuestión que podríamos catalogar de
"filosófica". ¿Debemos realmente esperar una moral – cualesquiera que fuere – de la
administración del derecho? ¿O más bien deberíamos exigir que los magistrados juzguen
conforme a derecho y de un modo absolutamente neutro en cuanto a lo moral? Si desde el
punto de vista "neutral" la diferencia entre el bien y el mal solo está dada por las normas del
derecho positivo, se fortalece la efectividad del derecho y merma la medida moral. Por el
contrario, si en los casos conflictivos o dudosos el magistrado decide darle preeminencia a lo
moral, su sentencia puede quedar desautorizada por el derecho positivo.
La pregunta del millón por supuesto es: ¿deseamos realmente que los jueces actuantes
tengan y expresen un criterio moral? El hecho es que difícilmente alguien se atrevería a
contestar esta pregunta en un sentido negativo, aun cuando de seguro surgiría un enorme
debate acerca de exactamente cuáles criterios morales serían aceptables y cuáles no. La
ambivalencia y el relativismo moral – por no decir la decadencia moral – en que ha caído
nuestra cultura hace que las expectativas morales se ubiquen en una especie de "tierra de
nadie" y lo máximo que hoy puede exigir la comunidad es que los magistrados al menos
respeten en sus sentencias aquellas normas morales que gozan de amplio consenso en la
sociedad. De todas formas, lo que la comunidad exige es que las sentencias sean conformes
a derecho pero, simultáneamente, conformes también al criterio moral mayoritariamente
aceptado. Es que el juez, para dictar una buena sentencia, debe respetar ese criterio moral
desde el momento en que de eso depende la aceptación de la sentencia por parte de la
comunidad. O bien y en otras palabras: de eso depende de que su sentencia sea percibida
como justa y por ende como un acto de verdadera justicia.
Pero ¿qué puede aplicar un juez cuando los hechos puestos a su consideración son
conformes a un derecho inmoral? ¿Cómo debe sentenciar un juez cuando debe aplicar una
ley que ha sido formalmente bien promulgada pero que es inmoral en sus objetivos o en su
misma esencia?
En estos casos es donde el derecho empuja a la justicia a un callejón sin salida. Y la única
manera de rescatarla es reformulando ese derecho y reestructurando a la burocracia jurídica
que lo administra. Para ello sin embargo, la burocracia jurídica misma carece de las
herramientas adecuadas para autodepurarse. Por lo cual todo el problema revierte hacia el
único auténtico Poder del Estado: el poder político.
De él, y sólo de él, depende el restablecimiento de la moral en el ámbito jurídico. Y más vale
que la restablezca, porque puede haber un derecho sin moral, pero sin moral no hay justicia.
En las partidas se define la justicia diciendo que es “una de las cosas por que mejor y más
enderezadamente se mantiene el mundo y que es como fuente de donde emanan todos los
derechos”.
Establece los tres siguientes mandamientos: 1º Que viva el hombre honestamente; 2º que no
haga mal ni daño a otro; 3º que dé su derecho a cada uno. Y el que los cumple, hace lo que
debe a Dios y a sí mismo y a los hombres, con quien vive, y cumple y mantiene la justicia.
Este texto sigue fielmente la triple manifestación práctica de la justicia establecida en el
Derecho Romano: a) vivir honestamente; b) no dañar a otro; c) dar a cada uno su derecho.
La justicia abstracta, como todos los grandes conceptos humanos o algo superiores a lo
humano, presenta tantas interpretaciones como corrientes del pensamiento. Posee carácter
teológico en San Agustín, que la define como amor al sumo bien, o sea, a Dios; se
manifiesta racionalista cuando Platón la basa en la actuación del propio obrar; de acento
exclusivamente jurídico es la ya transcrita definición justiniana; y hasta ha sido plasmada
como fórmula matemática por los pitagóricos, que la consideraban representable como el
cuadro de un número, o multiplicación de éste por sí mismo.
4. Clases de justicias: Escriche expresa, con gran acierto: “Justicia moral es el hábito del
ánimo de dar a cada uno lo que es suyo; y justicia civil, el hábito de conformar nuestras
acciones con la ley. La justicia moral es una virtud, pues consiste en la voluntad firme y
constante; mas la justicia civil puede no serlo, pues pasa y es tenido por justo el que se
arregla en sus acciones externas a la ley, aunque no tenga la voluntad constante de hacerlo
así; hay en el hombre justicia civil siempre que pueda decirse que su conducta no es
contraria a lo que disponen las leyes, cualquiera que sea el motivo que le hace obrar con
rectitud, pues en el fuero externo nadie es castigado por sus pensamientos.
“Justicia universal es la que abraza todas las virtudes; y justicia particular, la que no da a
uno más utilidad, ni a otro más carga que la que conviene. Justicia conmutativa es la que
guarda una entera igualdad en los contratos, observando la proporción aritmética; y Justicia
Distributiva, la que reparte los premios y las penas en razón del mérito y calidad de las
personas, guardando la proporción geométrica”.
Justicia. “Virtud que indica a dar a cada uno lo que le corresponde”. En sentido jurídico
equivale a lo que es conforme al Derecho. Ese último sentido no es muy exacto, porque no
siempre la Justicia y el Derecho son coincidentes, ya que puede haber derechos injustos, la
institución de la esclavitud se basaba en un derecho, pero representaba una injusticia. La
propiedad como derecho absoluto, incluso para destruirla, se basa en un derecho, pero
evidentemente representa otra injusticia. Modernamente se trata de corregir muchos
derechos por considerarlos antisociales, antinaturales y antieconómicos. De ahí que se vaya
abriendo paso, cada vez con mayor amplitud, la teoría del abuso del derecho”.
C urioso problema tenemos los abogados: la carrera que estudiamos se llama “derecho”,
pero profesionalmente nos dedicamos a la “justicia”. Y para colmo de males, tanto derecho
como justicia constituyen palabras con sentidos multívocos y de gran contenido emotivo.
Esto, por supuesto, provoca desacuerdos entre lo que entendemos por “derecho” y “justicia”.
Pero lo cierto es que más allá de las diversas concepciones filosóficas, es innegable la
vinculación entre derecho y justicia. Una vinculación que muchos desconocen, niegan, o no
quieren ver.
A lo largo de toda su existencia, el ser humano se ha regido por normas y las ha utilizado
para establecer un orden de convivencia. Estas normas pueden ser de distinto tipo: morales,
religiosas o jurídicas. Las normas jurídicas se distinguen claramente de las anteriores porque
son creadas por una autoridad normativa empírica (humana) de acuerdo con procedimientos
especiales y con órganos específicos de aplicación.
En términos simples podríamos decir que la actividad legislativa y la judicial constituyen los
dos pilares para la creación y la aplicación de las normas jurídicas.
NORMAS Y DERECHO
Ahora bien, ¿basta con la creación de cualquier norma jurídica para que hablemos de
derecho? ¿cualquier contenido normativo es derecho? ¿las normas elaboradas a espaldas de
la realidad social son en verdad “jurídicas”? ¿el ejercicio del poder legitima los contenidos
de las normas? Todas estas preguntas son particularmente importantes y deben analizarse
cuidadosamente en el contexto de los problemas actuales de un sistema democrático, ya que,
como decía Alexis de Tocqueville, “es fatalmente fácil confundir el principio democrático
de que el poder debería estar en manos de la mayoría, con la muy diferente pretensión de
que la mayoría con el poder en sus manos no necesita respetar límites”.
Cuando la sociedad clama por “justicia”, en realidad pide la aplicación de normas
razonables, justificadas racionalmente
UNA JUSTICIA
Es absurdo pensar que haya varias justicias que convivan o que confronten entre sí. La
justicia es una sola: no hay “justicia legítima”, porque la justicia es siempre legítima o no es
justicia -salvo que algún iluminado, a la mejor usanza del absolutismo pretenda imponer
“su” justicia-; tampoco hay “justicia por mano propia”, porque nuestra terrenal justicia
humana únicamente puede y debe ser impartida por los jueces o tampoco es justicia. Sólo
confrontan y se oponen a la justicia la irracionalidad, la intolerancia, la ineptitud y la
corrupción.
Por eso es bueno que toda la sociedad pueda alguna vez, efectivamente, sentir y
experimentar ese vínculo entre derecho y justicia que ahora, por momentos, pareciera estar
disociado.
Tenemos “derecho” a que ocurra, y si ello es así, como decimos los abogados, entonces
“será justicia”.
La concepción que vincula la juridicidad con la justicia cuenta con una larga y rica tradición
de pensamiento, que se remonta a la Antigüedad Clásica y ha tenido numerosos seguidores
en la civilización occidental fundada sobre el cristianismo.
El pensamiento humano, como el hombre, existe dentro de una tradición de sabiduría con la
que cada individuo debe confrontarse críticamente según su capacidad, con el fin de
progresar en el conocimiento de la verdad.
Al realizar esta operación, se deben evitar dos actitudes: no se puede confundir la tradición
con la repetición mecánica, ni se puede pretender comenzar el razonamiento desde el inicio,
contando únicamente con los propios recursos intelectuales, que no serían en absoluto
deudores de la cultura recibida.
En la larga tradición cultural que se refiere a la relación entre el derecho y la justicia, hay
una perspectiva que resulta especialmente interesante para el objeto de nuestra reflexión,
pues comprende el derecho estrechamente unido a la experiencia de los juristas.
Conviene tener presente que la justicia se puede ver desde otros puntos de vista: como
objetivo sociopolítico, como rectitud moral que se refiere a toda la persona, etcétera. Para la
comprensión del discurso es indispensable no confundir los diversos significados. En esta
exposición, se adopta el punto de vista que se refiere propiamente al derecho.
El objeto de esa justicia es to díkaion, ius: son denominaciones de una realidad objetiva, que
Santo Tomás de Aquino -gran representante medieval de esta visión realista y muy atento a
la especificidad del ámbito jurídico- llamará ipsa res iusta (la misma cosa justa) (cf. Suma
Teológica, II-II, q. 57, a. 1, ad. 1).
Resulta significativo que el Aquinate comience su tratado sobre la justicia con una cuestión
dedicada al derecho entendido como su objeto. El orden con el que procede en su
explicación manifiesta que la justicia presupone el derecho y se define en función de éste.
Desde esta perspectiva, el ordenamiento jurídico se presenta como un conjunto o una red de
múltiples relaciones jurídicas o de justicia, cuyos titulares son en última instancia personas
humanas (los demás sujetos sociales se constituyen en función de las personas humanas). En
este contexto, recupera su significado clásico la división fundamental del derecho en natural
y positivo; lo que es justo por naturaleza y lo que es justo por una disposición social
obligatoria (ley, costumbre, contrato, etcétera).
Se comprende fácilmente que los dos tipos de derecho están completamente entrelazados en
la realidad, porque en las relaciones humanas singulares el recurso a las exigencias naturales
de la justicia pasa a través de su declaración o determinación mediante fuentes jurídicas que
dependen de la voluntad humana; y viceversa, estas fuentes siempre se deben adecuar a la
justicia intrínseca, a la realidad de las relaciones que regulan, ya que de otro modo pierden
su verdadera juridicidad, que jamás es meramente formal.
En este sentido, resulta posible asumir cuanto de positivo hay en la cultura jurídica
contemporánea (tanto en la ciencia como en la práctica jurídica: por ejemplo, en el campo de
los derechos humanos, en la medida en que estos se conciben de modo objetivo, y no como
meras pretensiones subjetivas).
La concepción hasta aquí esbozada permite entender que el concepto de derecho se extiende
analógicamente de la cosa justa a otras realidades relacionadas con ella, sobre todo, a la
norma y a la facultad de exigir.
La norma o ley puede ser jurídica y recibir el nombre de derecho por participación, en la
medida que constituye una regla de derecho. Las reglas jurídicas son imprescindibles para la
vida del derecho y para la actividad de los juristas.
El mundo jurídico se puede ver desde la perspectiva de la norma o del derecho en sentido
subjetivo. Es posible, pero este enfoque requiere tener siempre presente el elemento central
de la juridicidad, constituido por lo que es justo. De otro modo, no se comprende que la
norma sea jurídica o que exista la facultad de exigir algo.
El derecho en sentido subjetivo se basa en la cosa justa como presupuesto esencial. Más allá
de este fundamento, el derecho se transforma en puro poder y no se distingue la juridicidad
de la mera fuerza.
Sólo si se considera el derecho desde la perspectiva de la justicia y del ser relacional de las
personas, se puede recuperar el respeto y el amor hacia lo que es justo, que pertenece a la
mejor tradición de la humanidad.