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I.

EL ESTADO OLIGÁRQUICO

La oligarquía fue una clase social numéricamente reducida, compuesta por un conjunto de
familias cuyo poder reposaba en la propiedad de la tierra (rasgo inevitable), las propiedades
mineras, el gran comercio de importación-exportación y la banca. Esta diversificación de
actividades torna más evidente el escaso interés que -salvo excepciones- tuvieron por las
empresas industriales. La oligarquía se constituyó como parte de un país dependiente, con
un mercado escasamente desarrollado y desempeñando el papel de nexo entre el país y las
metrópolis imperialistas (Inglaterra y Estados Unidos principalmente). Pero sería erróneo
pensar a la oligarquía sólo con criterios de orden económico: «Hasta 1930, más o menos,
existía un veto en algunas familias para quienes no tenían otra credencial que su dinero... ".
Aunque los orígenes de las familias oligárquicas, en la mayoría de los casos, se remontaban
apenas a la época del guano, la pertenencia a la clase se definía además por el apellido,
lazos de parentesco, cierto estilo de vida; en otras palabras, a lo que sería criterios estrictos
de «clase» se añadían otros de tipo «estamental», como rezago y herencia de la colonia.

Durante las dos primeras décadas del siglo XX, con la excepción del gobierno de
Billinghurst y en cierta manera, del período de Benavides, la oligarquía ejerció directamente
el poder político. Este ejercicio se caracterizó, como lo ha señalado Francois Bourricaud, por
una fuerte tendencia a monopolizar el poder con la consiguiente neutralización de las capas
medias y la marginación casi completa de las clases populares. Uno de los instrumentos
empleados para este propósito fue el Partido Civil. Estrictamente no fue un partido político
en el sentido moderno y masivo del término; se confundió con un círculo de amigos o con el
Club Nacional. Por eso describir sus componentes es describir a la propia oligarquía. Jorge
Basadre anota que « ... pertenecían a este partido los grandes propietarios urbanos, los
grandes hacendados productores de azúcar y algodón, los hombres de negocios prósperos,
los abogados con los bufetes más famosos, los médicos de mayor clientela, los
catedráticos, en suma, la mayor parte de la gente a la que Ie había ido bien en la vida. La
clase dirigente se componía de caballeros de la ciudad, algunos de ellos vinculados al
campo, algo así como la criolla adaptación del gentleman inglés. Hacían vida intensa de club,
residían en casas amobladas con lujosos muebles del estilo imperio y abundantes en
alfombras y cortinajes; desarrollaban una vida propia de un tiempo en que no se amaba eI
aire libre y se vestía chaqué negro y pantalones redondos fabricados por los sastres
franceses de la capital. Vivían en un mundo feliz integrado por matrimonios entre pequeños
grupos familiares; los compañeros de juegos infantiles eran luego camaradas en el colegio y
en la Universidad, las cátedras de esta en las ciencias jurídicas y en las disciplinas literarias,
históricas o filosóficas podían serles adjudicadas más o menos fácilmente".

EI Estado que constituyó la oligarquía se caracterizó, en primer lugar, por un débil desarrollo
de sus aparatos administrativos. La sociedad política se encontró en cierta medida atrofiada.
Esta es la razón por la cual resulta sobrevalorada la función de los periódicos o de los
organismos gremiales como la Cámara de Comercio (fundada en 1888), la Sociedad

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Nacional de Industrias (1895), la Sociedad Nacional de Minería (1896), la Sociedad Nacional
Agraria (1896) o la Asociación de Ganaderos del Perú (1915). Resulta una consecuencia
natural que la burocracia civil sea poco numerosa: en 1905 Joaquín Capelo anotaba que en
Lima, sede de la administración central, apenas figuraban quinientos empleados públicos.

Sólo en apariencia el Estado oligárquico fue un Estado nacional. Es preciso tener en cuenta
la fuerte fragmentación regional que todavía a principios del siglo XX seguía caracterizando
a la sociedad peruana. Esta fragmentación regional afectó al bloque oligárquico hasta el
punto de poder distinguir con bastante claridad a las familias oligárquicas de la costa norte,
vinculadas directamente a la caña de azúcar (Aspíllaga, Pardo, De la Piedra), de las que se
habían originado en la sierra central y combinaban las actividades mineras con la ganadería
ovina (Fernandini, Olavegoya, Valladares), o de aquellas otras cuya historia marchó
paralelamente con el comercio lanero en el sur peruano (Forga, Gibson, Ricketts). EI grupo
más próximo a una dimensión nacional fue el de la oligarquía norteña, que diversificó sus
actividades hasta alcanzar una magnitud que sobrepasaba a la región; sin embargo esto no
impidió que se les denominara los «barones del azúcar", en clara alusión a sus hábitos casi
señoriales, y terminaron siendo sinónimo de oligarquía. En cambio otros, como los grandes
comerciantes y hacendados de Arequipa, ejercieron su hegemonía sólo -con la excepción de
la familia Gibson- en la escala regional: Arequipa, Puno, Cusco y en menor medida
Apurímac. Pero incluso este grupo a fines de los años 20, como en el caso mencionado de
los Ricketts, cuando entran en contacto con las textilerfas limeñas, comienzan a adquirir una
dimensión más nacional.

EI otro obstáculo para que el estado oligárquico alcanzara una dimensión nacional provenía
de las mismas haciendas. Los linderos de las haciendas eran también los límites de su
poder. Se permitían, toleraban y fomentaban formas de poder local. La propiedad de la tierra
en una localidad implicaba el ejercicio del poder político, y esto ocurría no sólo en los
lugares apartados. Todavía en 1929 el diario La Prensa denunciaba que «... en todo el Perú
los hacendados se muestran inclinados a mirar como cosa propia los caminos. Unos
pretenden cobrar peaje y otros se sienten señores feudales y obligan a los viajeros a que
recaben previamente su venia antes de quitar las tranqueras que siempre ponen en los
linderos del fundo (...). Pero es en el valle de Chicama sobre todo donde el cierre de
caminos llega a su máximo. El que iba de Salaverry a Pacasmayo sin sus correspondientes
cartas de presentación (...) se veía precisado prácticamente a dar la vuelta a todo el valle».
Tal vez el cronista citado exagere, pero por entonces se denunció que los caminos de la
hacienda Chiclín habían sido clausurados y que igualmente se habían puesto dificultades
para el tránsito por las haciendas La Viña y Pucala (Lambayeque).

Resulta evidente que la feudalidad, y de manera específica el gamonalismo, obstaculizaba


la conformación de una sociedad nacional. Pero igual efecto tuvieron los enclaves mineros y
petroleros, porque al articularse directamente con el mercado externo, desarrollaron una
relativa autosuficiencia (la mercantil de la Cerro de Pasco o el comercio libre de Casa
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Grande por el puerto de Malabrigo) y, además, una cierta autonomía política casi completa
en el campamento de Talara que funcionaba como si fuera parte integrante del territorio
norteamericano.

En la sociedad oligárquica el poder político aparecía privatizado y monopolizado por un


conjunto de familias, por lo que resulta tal vez imprescindible ilustrar esta característica con
el ejemplo de una de ellas: la familia Aspíllaga, propietaria de la hacienda Cayaltí, cuya
superficie pasaba las 11,000 has. dedicadas casi en una tercera parte al cultivo de la caña
de azúcar. Fue cabeza de esta familia Antero Aspíllaga, personaje cuya biografía trasciende
los marcos locales y alcanza una dimensión nacional.

Antero Aspíllaga había nacido en 1849 en la localidad de Pisco donde su familia compraría
después la hacienda algodonera Palto. Estudió en Lima en el colegio francés de Loisseau y
Fontaine. Tempranamente supo compartir la conducción de una hacienda con la vida
política. En 1888, como Ministro de Hacienda del gobierno de Andrés A. Cáceres y junto con
Lord Donoughmore (representante de Miguel P. Grace), estableció las bases definitivas del
discutido Contrato Grace que en 1889 desembocó en la celebre Peruvian Corporation. El
mismo año y ocupando el mismo cargo, promovió la liquidación del billete fiscal que
abundantemente había sido emitido durante la guerra con Chile. La actuación de Antero
Aspíllaga en estas dos gestiones de gobierno nos muestran con gran claridad su perfil
oligárquico: bondadosa entrega del país a las empresas extranjeras a través del Contrato
Grace y medida antipopular con la anulación del billete fiscal. Luego fue diputado por
Chiclayo, en 1892 senador por Lima, llegando a ser presidente de la cámara. Fue reelegido
como senador en 1895, 1902, 1903, 1909, 1910. Este último año fue también Alcalde de
Lima y jefaturó el Partido Civil. En 1912 fue candidato a la Presidencia de la República pero
terminó siendo derrotado por Billinghurst; volvió a ser candidato en 1919 y tampoco tuvo
éxito porque fue derrotado esta vez por Leguía. Siguió siendo presidente del Partido Civil.
Un año antes, en 1918, había fundado el diario La Ley. Sin embargo, los conflictos políticos
que se dieron durante el oncenio lo obligaron a marchar al exilio, al igual que José de la Riva
Agüero o Guillermo Lira (propietario de la hacienda Pampablanca en el valle de Tambo). En
1923 Antero Aspíllaga estaba en Chile, de donde marchó a otros países. No pudo ver el fin
del oncenio: falleció en diciembre de 1927, y con esa muerte terminó una de las biografías
más representativas del mundo oligárquico.

Una trayectoria evidentemente más exitosa fue la de José Pardo y Barreda, nieto del poeta
Felipe Pardo y Aliaga, hijo de Manuel Pardo, fundador del Partido Civil y Presidente de la
Republica entre 1872 y 1876. Los Pardo llegaron al país hacia fines del siglo XVlll y
formaron parte de la burocracia colonial. Alianzas matrimoniales los vincularon con la vieja
aristocracia, como los Osma o los Lavalle, pero la fortuna de la familia debe remontarse sólo
al período de los consignatarios del guano. Fue entonces que los Pardo adquirieron la
hacienda Tumán, en el departamento de Lambayeque.

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José Pardo y Barreda nació en Madrid en 1864. Realizó sus estudios en el Instituto de Lima
y prosiguió en la Universidad de San Marcos, donde obtuvo el título de abogado. Ingresó en
la carrera diplomática como secretario de la legación peruana en España (1888). Antes de
terminar el siglo regreso al país para dedicarse durante algunos años a la administración de
Tumán. La familia -repitiendo otras trayectorias- diversificó sus intereses promoviendo la
urbanización de Lima y Ilegando a incursionar en las actividades industriales con la fábrica
de tejidos La Victoria. Pardo terrateniente y empresario, fue también catedrático en la
Universidad de San Marcos, llegando a ocupar en 1914 el rectorado de esa casa de
estudios. Años antes había sido Ministro de Relaciones Exteriores (1903). Pero la
culminación de su carrera política fue ocupar la Presidencia de la República en 1904 -1908 y
1915 -1919. En su segundo período fue depuesto por el golpe de estado que dirigió Augusto
B. Leguía. Como tantos otros personajes de la Republica Aristocrática, se fue a Europa
donde permanecería a lo largo de veinticinco años, abandonando por completo la vida
pública y viviendo a costa de las rentas de Tumán y otras empresas. La actuación política
de Pardo tuvo rasgos nepóticos que en su momento fueron denunciados por la implacable
crítica de González Prada: «Un José Pardo y Barreda en la presidencia, un Enrique de la
Riva Agüero en la jefatura del gabinete, un Felipe de Osma y Pardo en la Corte Suprema,
un Pedro de Osma y Pardo en la alcaldía municipal, un José Antonio de Lavalle y Pardo en
una fiscalía, anuncia a un Felipe Pardo y Barreda en la Legación en Estados Unidos, a un
Juan Pardo y Barreda en el congreso y a todos los demás Pardo, de Lavalle, de Osma y de
la Riva Agüero donde quepan».

A la par que los Aspíllaga desarrollaban su carrera política, como en el caso de los Pardo,
la fortuna familiar había logrado diversificarse. Los Aspíllaga tenían acciones mineras, ac-
ciones petroleras, inversiones urbanas en Lima (en Breña y Cocharcas), intereses en el
Banco Internacional y en la Negociación Cartavio en convivencia con la Grace; figuraban en
dos compañías de seguros, en la Compañía Nacional de Recaudación y en la Compañía
Administradora del Guano, finalmente no pudieron dejar de contar con un «stud".

EI poder político nacional de la familia permitió asentar su poder local, que resultaba
imprescindible para la marcha de la hacienda Cayaltí. EI control sobre Prefecturas y
Subprefecturas, a la vez que protegía a la hacienda de cualquier amenaza externa, era
necesario por ejemplo para enganchar trabajadores. EI poder local, la privatización del
poder público, fue en general el sustento político de la sociedad oligárquica. Pasaremos a
explicarlo.

La combinación de dos elementos define a las relaciones existentes entre el estado y las
clases subalternas: la dictadura y el consenso. Una democracia es más sólida en la medida
en que sean más amplias sus bases consensuales. En el Estado Oligárquico, por el
contrario, hubo una hipertrofia peculiar de los elementos dictatoriales, es decir, de la
imposición, de la violencia de clase.

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La oligarquía no desarrolló un programa político, no contó con un proyecto en torno al cual
aglutinar a las otras clases, por eso tampoco se preocupó por constituir un grupo orgánico
de intelectuales que ayudaran a su dominación de clase. Si bien la oligarquía no omitió
monopolizar la vida universitaria o el periodismo, no mostró tampoco mayor entusiasmo por
los intelectuales, casi como si ignorara su rol de profesionales de la ideología, Ilegando en
algunos casos a una profunda incomprensión, como ocurrió con Riva Agüero. Todo esto
guarda directa relación con la carencia de un sustrato cultural común entre la oligarquía y
las clases subalternas: mientras los oligarcas se expresaban en español, conocían otras
lenguas modernas (inglés o francés), se educaban en Europa o en colegios europeos, las
clases populares seguían siendo mayoritariamente indígenas, portadoras de una tradición
cultural diferente que era ignorada o menospreciada por la clase dominante. Ni siquiera -en
muchos casos- tenían una Iengua en común lo que tornaba bastante difícil la constitución
de un consenso alrededor de la oligarquía.

A lo anterior debemos añadir que la Iglesia, como en los tiempos coloniales, tuvo que
continuar desempeñando su función cohesionadora del edificio social. EI cristianismo fue
uno de esos pocos nexos que comunicaba a la oligarquía con el pueblo; y la Iglesia, junto
con el ejército, continuaba siendo una de las pocas instituciones que funcionaban a escala
de todo el país. Persistían -ha señalado Basadre- expresiones de la religiosidad popular
como el Señor de los Milagros (Lima), el Señor de los Temblores (Cusco), el Señor de
Luren (lca), el Señor de Locumba (Moquegua), la Virgen de la Candelaria de Cayma
(Arequipa), etc.
Indudablemente, el cristianismo de las clases populares, especialmente en el ámbito rural,
no se caracterizó por su ortodoxia, lo que invitaba al desconcierto de más de una autoridad,
como un Prefecto de Apurímac para el cual en 1890 no era admisible que la religión católica
se mezclara con otras tradiciones, «pero lo sensible es que la mayor parte de los curas lejos
de afearlas con su palabra y evitarlas con su influencia y autoridad de párrocos, las
fomentan o permanecen indiferentes ante esa corriente de degradación, porque quitadas
ellas y depurado el culto, ven que se pierde el motivo de un buen negocio y tienen a los
ignorantes en la errónea y ridícula persuasión de que esas manifestaciones son agradables
a la divinidad». No entraremos a discutir si lo fueron o no, lo cierto es que este cristianismo,
a pesar de todos sus componentes indígenas, fue uno de los pocos medios de ejercicio del
consenso: ayudó a estructurar el paternalismo y a difundir entre las clases subalternas, una
concepción pesimista y resignada de la sociedad y de la vida. Recordando los años iniciales
de este siglo, un trabajador de la actual cooperativa Tumán resumió su biografía y la de sus
compañeros con la siguiente frase: «éramos una ficha sin valor», entablando de esta
manera una comparación con las «fichas», moneda de circulación interna en la hacienda o
valle.

En 1928 el personal eclesiástico en el Perú sumaba más de 3,000 personas entre curas y
monjas. En Lima funcionaban colegios religiosos como La Recoleta, Inmaculada, Maristas,
La Salle, Villa María, reclutando alumnos de situación acomodada. Las posiciones

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eclesiásticas conservadoras -predominantes en aquel entonces- se expresaron en la revista
El amigo del clero donde algunos artículos reivindicaban una salvación individual, ofrecían al
catolicismo como sólido baluarte ante las eventuales amenazas del socialismo o el
comunismo e incluso mostraron tempranas simpatías por Mussolini y el fascismo (I923), que
años después desarrollaría el ultramontano Riva Agüero en la revista de la Universidad
Católica.

Aunque en el Estado oligárquico predominó la violencia, los aparatos represivos estaban


escasamente desarrollados. En 1918 la gendarmería a nivel nacional apenas estaba
compuesta por algo más de 1,000 servidores. La Guardia Civil recién sería creada durante
el oncenio. Los grandes levantamientos indígenas, por esta razón, tuvieron que ser
reprimidos directamente por el Ejército. Ocurrió entonces que la violencia fue implementada
a través del control que ejercieron los oligarcas y gamonales en y desde sus propias
haciendas. En la relación entre oligarquía y clases subalternas ocupó un lugar decisivo,
como nexo, el gamonalismo. De esta manera se producía una división de trabajo -sobre la
que ha lIamado la atención Orlando Plaza- según la cual el control y la represión, la relación
directa y muchas veces conflictiva con el campesinado, recaía en los gamonales. En el caso
del gamonalismo, al criterio de clase se añadía la distinción étnica: en los pueblos de
provincia muchos gamonales integraban el grupo de los «mistis», de los «señores»
nítidamente diferenciados de los indios. Aunque, como veremos en un próximo capítulo,
esta situación admitía excepciones y variantes. Recordemos el caso peculiar de los
«gamonales indios».
EI paternalismo, al que luego nos referiremos al tratar de la mentalidad oligárquica, se
irradió también a las ciudades, pasó de la hacienda a las nuevas fábricas, y en estas
empresas caracterizadas por una escasa tecnificación se introdujeron también las
relaciones personales rigiendo el comportamiento de patrones y trabajadores.

EI dominio de la oligarquía sobre la sociedad llegó a funcionar gracias a la composición


heterogénea de las clases populares. Se trataba de grupos poco depurados, de una masa
«indiferenciada de clase» como argumenta Sinesio López, donde el artesanado se
encontraba en un lento proceso de descomposición, empezaban los signos de una
diferenciación campesina y aparecían los primeros núcleos obreros desperdigados en las
minas, los campamentos petroleros o las fábricas. La geografía contribuía a la
fragmentación de las clases populares. Se añadía también las diferencias regionales y
étnicas (entre quechuas y aimaras por ejemplo). Estas divisiones fueron fomentadas por los
oligarcas y los gamonales cuando querían retener a los trabajadores de sus haciendas al
interior de unidades relativamente autosuficientes, impidiendo los contactos con el exterior o
vinculaciones con otros trabajadores.

Lo que puede terminar de diferenciar a la oligarquía de una burguesía clásica es que la


primera no tuvo el propósito de elaborar un “proyecto nacional”, es decir, de elevar sus
intereses particulares a una categoría general, presentándolos como si encarnaran también

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los intereses de las otras clases y en función de esta finalidad realizar algunas concesiones
o incorporar otros elementos, sabiendo ceder en lo secundario. Lejos de buscar la in-
corporación de otras clases sociales a su proyecto, la oligarquía se propuso mantener
marginadas a las grandes masas, de lo cual una muestra es la persistente exclusión de los
analfabetos de la vida política. EI resultado fue el débil consenso de la oligarquía y el escaso
desarrollo de la sociedad política. Dicho en otras palabras: el Estado fue erigido casi en
exclusivo provecho de la clase dominante.

La oligarquía, en síntesis, no fue una clase dirigente. Primero, porque siempre se mantuvo
dependiente del capital imperialista; segundo, porque no pudo articular a otras clases en
torno a sus objetivos; tercero, porque carecía de un sustrato cultural común con las clases
populares. La oligarquía se resignó simplemente a su rol de clase dominante, a respaldarse
básicamente en la violencia; esto explica, como conclusión, el escaso interés por los
intelectuales, el menosprecio con que muchos de ellos eran vistos, y la pobreza de la vida
cultural peruana a pesar del apogeo oligárquico.

II. LA MENTALIDAD OLIGÁRQUICA

En estricto sentido, decíamos, no existe una ideología oligárquica, así como tampoco existe
un grupo orgánico de intelectuales, ni un “programa” de la oligarquía. Pero esto no significa
negar la existencia de un determinado “estilo de vida”, de una cierta concepción del mundo,
espontánea y poco consciente, de una mentalidad que contribuyó a la cohesión de la
oligarquía y a su dominio sobre la sociedad.

¿Qué elementos definirían a esta mentalidad oligárquica? En primer lugar el catolicismo. La


religión como en la época colonial, se encuentra presente en los principales actos de la vida
social. Es uno de los instrumentos que vinculan a los oligarcas con las clases subalternas:
Antero Aspíllaga era, por ejemplo, socio-protector de la hermandad del Señor de los
Milagros, y la hacienda Cayaltí estaba bajo la devoción de la Virgen María, cuya festividad
era celebrada “con toda solemnidad religiosa”, en el convencimiento de estar dando un
adecuado ejemplo a sus servidores. En las grandes haciendas costeñas, como en sus
similares andinas, encontramos una capilla y un santo patrón que originaba una festividad
anual en la cual participaban todos con un mismo fervor cristiano. Las procesiones eran
frecuentes dentro de las haciendas. En Lima, Ica y Arequipa la religiosidad exacerbada
frente a las corrientes liberales, positivistas y laicizantes de la época, promovió revistas de
definido cariz clerical. Esta tendencia se manifestó con mayor claridad en Arequipa, donde
se conformaron diversas cofradías en torno a las cuales se reunían las familias oligárquicas
con las provenientes de otras capas sociales. En 1914 la constitución del Estado no permitía
el ejercicio de ninguna otra religión. Fue por entonces que IIegó a Puno la primera Misión
Evangelista de Educadores, generándose un duro conflicto entre católicos y evangelistas
que se prolonga hasta 1924. Enrique López Albujar había observado en Chiclayo el conflicto
sin tregua entre el «fraile católico» y el «pastor protestante». EI catolicismo protegía a la

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sociedad oligárquica de cualquier amenaza externa proponiendo un ideal de «perfección» y
«ventura» individual.

Lo anterior ayuda a entender por qué muchos opositores del orden oligárquico empezaron o
terminaron siendo anticlericales. En otro terreno el aprismo buscó separar al Estado de la
Iglesia: una conquista liberal que desde luego no existía en la sociedad oligárquica. Se
entiende de esta manera que uno de los principales conflictos de la época fue el que
enfrentó al gobierno de Leguía contra los estudiantes y los obreros de Lima alrededor de la
advocación o no del Perú al Sagrado Corazón (mayo, 1923). Testimonian la intensidad del
conflicto el estudiante y el obrero muertos entre los manifestantes opositores. La religión
invadió aspectos de la vida profana como la actividad política e incluso influyó -a pesar de
ellos- a sus detractores y críticos, como lo veremos al referirnos a la mística aprista.

EI catolicismo conservador estuvo acompañado por una concepción «señorial» de la


sociedad. La condición de oligarca no nacía sólo de la posesión de determinados bienes;
contaba también la pertenencia a una determinada familia. Pero esto último no era sólo un
problema biológico o la herencia de un apellido: significaba asumir un determinado
comportamiento donde contaban la «moralidad», el respeto «de sus iguales» y la
obediencia de sus «subalternos». Este sentimiento señorial terminó invadiendo la vida
cotidiana. Una anécdota puede ayudar a ilustrar el peso de su influencia: por 1900 la familia
Porras Barrenechea habitaba en Barranco y en los meses de verano acostumbraban don
Guillermo Porras y su señora, doña Juana Barrenechea, pasear alrededor de un parque
cercano, como lo hacían otras familias que frecuentaban ese balneario; una noche en la
banca que ellos acostumbraban ocupar en el parque se encontraba otra pareja la que se
había sentado allí a pesar que los Porras tuvieron la precaución de enviar antes a una
criada a reservar una banca en un parque que se suponía público. Este incidente dio lugar a
un intercambio de expresiones con los «intrusos» que obliga su vez a un mutuo desafío a
duelo entre el Sr. Porras y el Sr. del Campo, que así era como se apellidaba el inesperado
ocupante de la banca. EI duelo terminó con la absurda muerte de Guillermo Porras. Pero
este no fue un caso singular, ni raro; la caballerosidad llegaba al extrema de obligar a morir
por nimiedades. En los periódicos de Lima y en los de provincias, como El Pueblo de
Arequipa, las noticias sobre duelos con arma blanca o pistola son tan frecuentes que hacen
recordar a las novelas de Emile Zolá o Balzac y al papel que cumplió el Bois de Boulogne
como lugar preferido para limpiar las deshonras. También en Trayectoria y destino, Víctor
Andrés Belaunde refiere el desafío a duelo entre Carlos Rospigliosi y Lino Velarde por un
«intercambio de frases acaloradas». Revisando El Tiempo de Lima podemos encontrar
duelos entre parlamentarios como Miguel Grau y Orestes Ferro. Pocos fueron mortales
como el enfrentamiento, una madrugada del mes de mayo de 1916, entre los delincuentes
«Carita» y «Tirifilo»: el primero acabó con siete heridas graves; el segundo, muerto.

Las concepciones señoriales exigían que no se ocultara la pertenencia a una clase social.
Todo lo contrario: debía exhibirse como signo de prestigio y mecanismo de dominación. Es

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por eso que el esplendor de la oligarquía fue sellado con el implemento de un consumo
lujoso y de una vida articulada en torno a la ostentación: el club privado (Country Club o
Club Nacional), la carrera de caballos (el turf), la vestimenta francesa o británica, los viajes a
Europa, las fotografías y las páginas sociales de periódicos y revistas (Variedades). EI viajero
Raúl Walle no dejó de observar que la ambición más alta de una limeña era vestirse a la
moda de París.

«EI Perú entero -como anota Pablo Macera- estaba entonces dominado por esa
caballerosidad que afectaba a todas las clases sociales. EI alcalde indígena y el señorito
limeño compartían ese mismo ideal, allí donde fallaba todo lo otro, inclusive el idioma». Esa
caballerosidad, según Macera, invade las polémicas de la época y a pesar de las grandes
diferencias entre uno y otros se encuentra presente en la discusión que escinde a
Mariátegui y a Sánchez o luego en la polémica entre el mismo Mariátegui y Haya. No debe
ser por azar que una de Ias obras literarias mas representativas de la época sea El
Caballero Carmelo, donde se ensalza tanto el valor como el «señorío» de un gallo de pelea.

Junto con la caballerosidad, las relaciones entre la oligarquía (y al lado de ella también los
gamonales) y las clases populares estaban regidas por la combinación entre violencia y
paternalismo. EI paternalismo era la derivación lógica de la privatización de la vida política y
existía gracias al débil desarrollo del Estado y de sus aparatos ideológicos o represivos.
Expresaba de una manera muy evidente el lugar privilegiado que tenían las relaciones
personales que posibilitaban la comunicación entre el propietario y sus trabajadores,
impidiendo paralelamente la comunicación en la base: en otras palabras, lo que Julio Cotler
ha denominado el «triángulo sin base», es decir, la comunicación de arriba hacia abajo y no
entre los de abajo.

Resulta tal vez más adecuado ejemplificar el paternalismo que continuar describiéndolo.
Hacia 1925 ocurre un conato de motín en la hacienda Picotani, ubicada en el departamento
de Puno, provincia de Azángaro. Los pastores piden que sea cambiado un administrador
de nacionalidad alemana que intento introducir excesivas innovaciones en la crianza del
ganado. Esta circunstancia motiva una carta del propietario Eduardo López de Romaña, de
la que extraemos un fragmento:

«Yo iré en abril y oiré las quejas de los que tengan algo que decir y haré justicia al que la
tenga, y trataré de mejorar su vida tanto en víveres como en casas y medicinas. Uds. no
deben oír a los que tratan de engañarlos. La carta que les han hecho firmar es un tejido de
mentiras y tonterías. Cuando se quejen deben decir: a tal pastor Ie han pegado o no Ie han
pegado y nada más. Todo lo demás se los escriben los que quieren ir a Picotani a
engañarlos. Cuando vaya a Picotani en abril, cada uno de Uds. hablará conmigo, y me dará
sus quejas, yo les oiré, y como los quiero como a hijos les haré justicia, pero no deben oir
los consejos de los que tratan de engañarlos».

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De manera muy evidente E. López de Romaña aparece identificado con una figura paterna.
La justicia en la hacienda depende por entero de su voluntad. Se supone (deben suponer en
todo caso) que el quiere y busca lo mejor para «sus» pastores, pero cualquier queja debe
ser dirigida en términos personales: el pastor y el hacendado. A cada pastor
individualmente, sin que exista un acuerdo entre ellos, expresando su oposición a cualquier
acuerdo previo entre los pastores.

EI paternalismo, aunque aparezca contradictorio en una primera impresión, era


acompañado por el racismo. EI poder omnímodo del propietario para dirigir la empresa y
administrar justicia exigía admitir su superioridad y la condición inferior del indio. Se
consideraba al indio producto de una serie de degeneraciones. Un ser inferior al que había
que explotar o proteger, pero al que no se Ie podía conceder los mismos atributos que a los
ciudadanos: de hecho el «analfabetismo» ayudaba a justificar su completa marginación de
la vida política. Las luchas campesinas de los años 1910-1925 contribuyeron a la
emergencia de diversas expresiones racistas. Para un hacendado que escribía por 1922 en
el periódico El Sur de Azángaro los indios carecían de ambición, de carácter y de alma. No
era excepcional una sentencia como la del filósofo Alejandro Deustua para el cual «el indio
no es ni puede ser sino una máquina».

Algunos atribuían la inferioridad del indio a características congénitas; otros achacaban la


responsabilidad a la conquista hispana, de una manera u otra, para todos contribuía a
explicar esa condición el alcoholismo y la difusión de la coca: un cúmulo de prejuicios a los
que se sumaba el mecanismo de atribuir al indio las represiones cotidianas de la sociedad
oligárquica. EI propio Deustua consideraba que el indio solo creía sentirse libre cuando
«desencadena sus apetitos sensuales». Emilio Romero recuerda que en la década del 20
era de mal gusto hablar en los colegios de la «vida de los serranos».

Las concepciones paternalistas exigían en contraparte la sumisión y la fidelidad de los


trabajadores. La combinación de estos lazos, de estas diversas modalidades de relaciones
personales, terminaba generando esa engañosa sensación de que dueños y trabajadores
formaban parte de una misma familia. De manera evidente se encuentra en la relación
entre el criado (o servidor doméstico) y la familia para la que trabajaba. También se
encuentra en las fábricas de esa época, la mayoría de las cuales no se encontraban
todavía diferenciadas nítidamente del artesanado. Desde luego que no podía dejar de
aparecer en la vida en las haciendas: es por esto que refiriéndose a los trabajadores de
Cayaltí, los Aspíllaga hablaban de la “familia cayaltiniana”: “Bambamarquinos, chucos,
chotanos, lajeños, celendinos, cruceños, todos trajeron aquí semillas sanas, para las
cuales, Cayaltí no sólo fue campo fértil para sus mejores brotes, sino que en el corazón de
mi familia encontraron un sitio preferente, confundiéndose: afectos y sentimientos ¡goces y
penas! hasta forjar lo que es hoy, la ejemplar familia cayaltiniana"

La familia fue la célula central de la sociedad oligárquica. Todavía persistían elementos de la


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familia extensa. Las alianzas matrimoniales eran un mecanismo que aseguraba la
pertenencia a una clase social. Al igual que la nobleza colonial, la oligarquía tuvo rasgos
endogámicos. Es por eso que los matrimonios eran cuidadosamente sopesados y nacían
luego de un prolongado noviazgo, en el que era decisiva la voluntad de los padres.

La vida en familia absorbía gran parte del tiempo libre «La sobremesa -recuerda José
Gálvez- unía estrechamente a todos los miembros del hogar. En ella se develaban
recuerdos y se afirmaban proyectos». Por eso es que las casas eran grandes, con muchas
habitaciones y espaciosos patios interiores, protegidas de cualquier intromisión imprevista
por grandes muros y por rejas. La vida familiar tenía una cierta sensación de claustro. EI
divorcio era un tabú. Una moral duramente represiva llevó a la aparición de un
comportamiento oculto y subterráneo, a una doble vida, que se realizaba por ejemplo en los
«fumaderos de opio» que proliferaron en Lima durante la década del 20. Desde luego que
nada de esto regía necesariamente para las clases populares. Sea suficiente indicar que
entre 1906 y 1933 el porcentaje medio de hijos «ilegítimos» era 55.5%. En 1907
Hildebrando Fuentes había observado en Lima la proliferación de «amoríos libres» que
atribuyó a las costumbres licenciosas de las «clases inferiores». EI azar ha deparado que
precisamente ese mismo año José de la Riva Agüero escriba una conmovida carta a Miguel
de Unamuno, en la que muestra su obsesión por la templanza del ascetismo, la represión
de las pasiones, de una manera extrema pero ilustrativa: «una vida casta, concentrada en el
estudio o en la acción serena y a largo plazo, lejos de la garrulería y de las vanidades
cotidianas, es mi constante aspiración. Pero la carne es flaca, y también el espíritu
desfallece, se rinde a la fatiga y se deja tentar por el bullicio del mundo...». Luego, requería
con angustia el consejo de su maestro: « ¿Qué me aconseja para ser siempre digno de mí,
y para realizar constantemente mi ideal de severidad espiritual y de estoicismo?». La
«severidad espiritual» termino alejando a Riva Agüero incluso de la vida matrimonial y
deviniendo por lo menos en una actitud misógina; fue un caso extremo, pero su época lo
hizo posible. La violencia de la sociedad oligárquica, en algunos casos, revertía sobre sus
mismos beneficiarios, en la flagelación y la represión personales.

EI emplazamiento central de la familia en la República Aristocrática aparecía sancionado por


la Iglesia, pero en última instancia su explicación venía del carácter familiar que tenían
todavía los negocios y las empresas.

La vida oligárquica resultaba tediosamente feliz. EI aburrimiento terminó siendo un


componente importante como resultado de estos matrimonios entre pares y de vidas
definidas desde el nacimiento, en un mundo de rentistas. En estas circunstancias resulta
natural la insatisfacción de un joven oligarca como Rafael de la Fuente Benavides (Martín
Adán) quien, sin querer ensayar otro camino, tampoco quiere aceptar la vida que Ie tienen
preparada y que no es más que una monótona repetición de otras vidas. «No estoy
convencido de mi humanidad; no quiero ser como los otros. No quiero ser feliz con permiso
de la policía».

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Pero en medio de esta empalagosa felicidad se anunciaban cambios. EI crecimiento de
Lima, acelerado a partir de 1919, conferirá una mayor importancia a los paseos, las plazas y
las calles. Muchos hábitos terminaron eclosionando con el oncenio, en sus fiestas, en la
celebración aparatosa de los centenarios (1921-1924), en la coronación de Chocano o en
otras manifestaciones evidentemente más frívolas como esos carnavales que terminaron
simbolizando al leguiísmo tanto como las carreteras o las irrigaciones.

De alguna manera todo esto había estado prefigurado en el Palais Concert: una gran
confitería ubicada en pleno Jirón de la Unión, a imitación del Café de la Paix, donde como
recuerda Sánchez se había contratado «una orquesta de damas vienesas, instaladas en
una especie de balcón colgante o taburete, desde donde, despaciosa y lánguidamente
acometían dulces valses».

EI Palais Concert, a pesar de su afrancesamiento, no contó con las simpatías de algunos


oligarcas. Antero Aspíllaga en una carta de principios de 1918 Ie decía a Ramón Aspíllaga lo
siguiente: «Lo que siento es que no haya un internado severo, para que en vez de estar
prematuramente desarrollándose en las calles y en el Palais Concert, estén estudiando con
más tranquilidad en los claustros del Colegio, como acontecía antes y de donde salían
inteligencias más nutridas y menos frívolas». En cualquier ocasión se manifestaba la
vocación represiva de la oligarquía: un sentido extremadamente rígido y enclaustrado de la
vida.
EI Palais Concert terminó reuniendo a los primeros intelectuales inconformes que como
Abraham Valdelomar no necesitaban esforzarse demasiado para desconcertar a los
oligarcas. La imaginación y el afán por divertirse podrían ser los inicios de una eventual
radicalidad. Es lo que se termina concluyendo de una anécdota bastante conocida. En 1917
algunos jóvenes escritores, entre los que se encontraba Mariátegui, Ilevaron a la bailarina
Norka Rousskaya a bailar en el cementerio la Marcha Fúnebre de Chopin, y terminaron
siendo apresados por el Prefecto y la gendarmería, en uno de los mayores «escándalos» de
la época.

La intolerancia y la fuerte tendencia represiva de la oligarquía mostraban los temores de una


clase que se sabía numéricamente reducida, con un poderío económico sólo aparente,
rodeada de una masa indígena y campesina a la que despreciaban para ocultar el temor
que los asediaba.

No quisieron constituirse en una clase dirigente; no buscaron convencer e incorporar en el


proyecto oligárquico a las clases populares, porque este proyecto -en estricto sentido- no
existía y porque temían que cualquier concesión terminara por ser el inicio del fin de ese
mundo donde, como reflexionaba con tristeza Martín Adán, la felicidad les era permitida por
la policía, o en otras palabras, existía gracias a la violencia, realizada mediante el
gamonalismo andino.
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EI temor fue otro componente subterráneo de la vida oligárquica. Y como era de esperarse,
se agudizó durante el oncenio. El desplazamiento político de la oligarquía, el destierro de
unos y el exilio de otros, explica un dicho que resume lo que queremos decir: «carta
recibida, carta leída, carta destruida». Sospechaban cualquier intromisión; una mala
conciencia les impelía a borrar sus testimonios, lo cual no ha sido nada benéfico para los
historiadores. EI temor social, unido a la religiosidad y sumadas las supersticiones dio como
resultado esa creencia, ahora en vías de extinción, en las «almas» y las «penas». Fue tema
de múltiples narraciones orales objeto de conversación en las sobremesas. “Y muchos
soñaban -como recuerda Gálvez- con bandidos, calaveras y escenas terroríficas”.

EI bandido -mencionado en la cita anterior- pertenece a la imaginación popular. Guillermo


Rouillon ha evocado la infancia de José Carlos Mariátegui conmovida por la imagen de un
gran bandido: Luis Pardo. Pardo era a medias un personaje de la historia y de la
imaginación colectiva: nacido en Chiquián, participó de las montoneras de Durand (1894-
95), fue perseguido por sus ideas políticas y -según una versión- por vengar una afrenta
familiar terminó convertido en bandolero y hasta 1909 actuó en el área de Cajatambo,
Huamalíes, Barranca, repitiendo el modelo del bandido social, es decir, robando a los ricos y
ayudando a los pobres:

« Por los cerros y los picos,


sin atenerse a sus cobres,
él les roba a los ricos,
y protege a los pobres.»

EI bandido social encarna la posibilidad de la rebeldía, la libertad y la independencia en


medio de una sociedad opresiva. Los bandidos fueron personajes de López Albújar en sus
Cuentos andinos (1920), donde al lado de la ferocidad y el temor, dejaban una estela de
admiración y caballerosidad. Igualmente los bandidos, todavía en los años 30, fueron tema
de inspiración en la música popular (ver por ejemplo El cancionero de Lima). José Varallanos
consideró imprescindible un detenido análisis sociológico del fenómeno.

EI temor y el desagrado por el presente condujo, a los espíritus más refinados de la


oligarquía, a la búsqueda de la evasión. EI lugar que para unos tuvo el «fumadero de opio»
para otros, como José de la Riva Agüero, lo ocupó la pasión por la vida colonial: bajo el
influjo indirecto de Ricardo Palma imaginaron a la colonia, especialmente al siglo XVII, como
una época de esplendor, de paz, de tranquilidad, de sosiego. La oligarquía terminó
construyendo -para difundirla luego a otras capas sociales-, una imagen mitificada de la
historia peruana en la que se exaltaban los elementos hispánicos (por occidentales y
cristianos), mientras se disminuía, menospreciaba o en todo caso, se omitía la tradición

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indígena; para ellos el proceso histórico peruano parecía nítidamente definido, la nación
existía, el Perú era una unidad: en cierta manera, ellos eran el Perú, así lo creyeron. Esta es
la mentalidad que va a dar origen al término «guerra de castas» para designar a cualquier
protesta o movimiento indígena contra la opresión de los gamonales; culpaban a los
campesinos del sur andino de querer exterminar a la raza blanca y de querer construir una
sociedad exclusivamente de/y para los indígenas. La propuesta indígena era el reverso de la
forma como los oligarcas concebían al Perú: la nación no podía convivir con estos racismos
enfrentados.

José Carlos Mariátegui y Víctor Raúl Haya de la Torre fueron críticos implacables de la
sociedad oligárquica. Tenían en común la negación de ese ordenamiento social aunque
difirieran claramente en el camino alternativo. Es por eso que no pudieron ignorar la
sociedad en la que estaban viviendo. Mariátegui, al momento de pensar en los temas que
compondrían los 7 Ensayos, tuvo presente las cuestiones que veinte años antes había
abordado García Calderón en Le Perou Contemporain. Además, los 7 Ensayos no se
entienden si se desconoce la paciente labor de lectura y asimilación de monografías y
estudios escritos durante esos años. Como otros hombres de la época, tanto Mariátegui
como Haya realizaron un provechoso aprendizaje en Europa y podían figurar entre los
mejores conocedores de la cultura occidental de entonces, no sólo por el conocimiento que
tenían de otras lenguas (francés, inglés, italiano), por las lecturas de autores clásicos y
contemporáneos, sino también por ese obsesivo afán de estar informados y conocer las
avances que ejecutaba la vanguardia intelectual europea (psicoanálisis, surrealismo,
relatividad). Debemos recordar adicionalmente que autores como Henri Barbusse y Romain
Rolland estuvieron siempre presentes en Mariátegui y Haya. Pero ¿en qué diferían del
«europeísmo» oligárquico? En que para ellos este conocimiento en la cultura europea no
implicaba subordinación, ni copia, sino la exigencia de una vía autónoma para el pensa-
miento latinoamericano: es decir, se trataba de conocerla para construir algo diferente.

Pero la ruptura con las concepciones oligárquicas no fue una negación mecánica. Algunos
elementos persistieron y puede resultar interesante referirnos brevemente a la religión.
Mariátegui no cayó en el fácil anticlericalismo. Pero si bien entendía que “las formas
eclesiásticas y doctrinas religiosas” eran «peculiares e inherentes al régimen económico y
social que las sostiene y produce», no dejaba de pensar en la necesidad de un sustituto de
los «mitos religiosos», una concepción alternativa que fuera a ocupar el vacío dejado en “la
conciencia profunda de los hombres”. José Carlos Mariátegui tuvo un pasado obsesionado
por el cristianismo (retiros espirituales, confesor personal, poemas místicos), del cual se
alejó por su proximidad a González Prada y después por su asimilación del marxismo. Pero
tal vez fue ese pasado lo que lo llevó a que asumiera la «teoría del mito» de Sorel y a que
años después pensara que el marxismo no solo era una teoría científica y una ideología de
la clase obrera, sino que también era el mito de nuestro tiempo. Mariátegui distinguía
religión de Iglesia: «... el socialismo es también, una religión, que seguirá gravitando en la
historia humana con la misma fuerza de siempre, no debe ser confundida con la palabra
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Iglesia».

En Haya de la Torre la presencia del cristianismo fue menos consciente pero más obsesiva.
Las imágenes bíblicas aparecen reiteradamente en sus discursos predominando las
referencias al nuevo testamento. Comparte esa obsesión peruana por la muerte de Cristo en
la cruz (recordemos que en esos años seguían en plena vigencia los ritos de Semana Santa
y el Sermón de las tres horas, creación colonial). El 12 de noviembre de 1932, refiriéndose a
la relación entre el aprismo y el Perú recurre a la siguiente imagen: «...la herencia que
recibimos de este Perú desangrado y oprimido es como cuando recibió Cristo a Lázaro, ya
muerto para que lo resucitara». Posteriormente, en un discurso pronunciado en Trujillo en
1933, quería insuflar aliento a sus seguidores diciendo: «Ha llegado la hora del calvario, de
sudar sangre. Nuestro Gólgota esta enhiesto. Aún no ha sonado la tercera hora». Pero Haya
recogió de la sociedad oligárquica también ese sutil culto a los muertos, con los cuales -por
lo menos metafóricamente- no dejó de mantener un diálogo: «porque, compañeros, esa es la
gran Iección que yo les debo a los muertos, a los mártires. Porque ellos me dicen desde sus
tumbas: nosotros somos tus maestros. Anda más allá. Lleva tu partido hasta donde nosotros
quisimos conducirlo. Haz de tu partido una religión. Haz de tu partido una huella eterna a
través de la historia». Y también como en el mundo oligárquico, Haya propuso un cierto ideal
ascético. En una carta a los prisioneros apristas decía: «Ganen tiempo, lean, estudien,
piensen, disciplinen la mente más y más. Acrezcan los valores espirituales que son más
fáciles de percibir y fortificar en el aislamiento. Que nada turbio, que nada amargo, que nada
ilógico empañe o tuerza la obra tenaz de reeducadora de los espíritus que es la mejor tarea
de un prisionero». Pero años antes, según su biógrafo Cossío del Pomar refrendado por
Alberto Baeza, Haya consideraba que «el matrimonio sin tener los medios es una absurda
aventura... contra las tentaciones hay que refugiarse en el deporte y hacer mucha vida
intelectual». Es su lema. Desde muchacho confía a sus amigos: «Odio la prostitución: el
amor comprado es vileza». Su padre Ie ha dado lacónicos pero expresivos y orientadores
consejos sobre la vida sexual en una carta, para él memorable: «no te apresures en buscar
placeres, la vida viril está regida por leyes semejantes a las de la economía: ahorrar es
capitalizar, dilapidar es decaer. Si quieres ser siempre joven, no tengas temor en conservar
tus energías». La entrega ascética a la causa partidaria será una meta de Haya y muchos
apristas.

EI historiador Jeffrey Klaiber argumenta que la incorporación de elementos cristianos en el


discurso aprista sería un factor decisivo en el proceso de «Iegitimación» de aprismo, en un
país mayoritariamente cristiano. Es indudable que se trata de una observación importante
pero, como veremos más adelante, el «mesianismo» del Apra no tiene que ver sólo con una
tradición cristiana, era una actitud generalizada en la década de 1920 y que, en el sur y en
los medios rurales, aparecía vinculada a la tradición andina.

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