Vous êtes sur la page 1sur 13

sábado, 29 de diciembre de 2007

Desvelando el concepto de Literatura Infantil o Infanto-Juvenil

La conformación de un género literario para la infancia es relativamente nuevo. Éste comenzó a


consolidarse juntamente con la concepción de la definición de la figura del niño en el siglo XIX en
Europa. Situación que requirió, al mismo tiempo, que se pensase en materiales y productos
específicos para esta capa de la sociedad, así como el planteamiento de nuevas exigencias de
contenidos curriculares para el sistema escolar. He aquí que surgen historias y relatos
exclusivamente hechos para ellos, aunque con una gran carga didáctica y moralizante,
característica que le acompaña hasta los días de hoy.

Aunque todavía en nuestros días se discute sobre cuándo y cómo surge la literatura infantil o
infanto-juvenil, si es adecuado el nombre que posee o si existe o no realmente el género en
cuestión. Estas dudas en gran parte se deben a la ambigüedad que su nombre encierra. Por un
lado, la definición de literatura como tal ya es controvertida, pues a menudo se la considera como
aquel conjunto de obras literarias de un país, de una época o, aquellas obras consagradas por los
críticos o estudiosos de la literatura; o bien se le aplica la clásica definición de que la literatura es
la expresión de la belleza a través de la palabra escrita. En todo caso, nos vamos a encontrar con
respuestas muy variadas a lo largo de la historia de la literatura a la pregunta de ¿qué es
literatura?, pues como nos dice Carlos Velásquez (1998:13), cada corriente histórica, cada tipo de
pensamiento genera su propia definición. Ésta se pone de moda mientras llega otra más acorde
con el pensamiento de su sociedad. Pero, es principalmente a partir de los estudios de los
formalistas rusos en adelante que la literatura se puede definir a través del análisis de una serie de
factores que van logrando que un texto sea literario o no. Es decir, que un texto será literario en la
medida en que logre construir nuevas formas de interpretar el mundo y que, por lo tanto, obligue
al lector a reaccionar ante él y a tomar conciencia.De todos modos, hay que resaltar que su origen
y desarrollo fue un proceso que duró casi tres siglos y, en logró su afianzamiento a partir de la
segunda mitad del siglo XX. En este tiempo se ha tratado de explicar ¿qué es la literatura infantil?
Desde diversos campos de estudio: literario, psicológico y pedagógico, principalmente. Cada uno
de ello trata de dar cuenta de una respuesta que satisfaga a quienes están involucrados en ella:
escritores, lectores, bibliotecarios, mediadores, editores, etcétera. De ahí también la
multiplicación de los temas que conciernen al género: proceso de la lectura, historia del libro, del
lector, de la lectura, de la biblioteca, papel de la escuela.

Asimismo, la necesidad social de formar lectores niños y jóvenes, entonces, ha hecho con que la
literatura infantil se expanda en sus posibilidades de representación. Por eso, además del discurso,
la tendencia de los últimos 30 años ha sido la de incorporar a los textos para la infancia imágenes y
elementos gráficos. En esa nueva propuesta representacional, los elementos plásticos y literarios
se articulan creativamente para dar un sentido más amplio a lo leído y para estimular la lectura y
contribuir al acercamiento del niño al libro, consecuentemente, de ese modo, despertar el gusto
por la lectura y los libros. Por eso, proporcionar el encuentro de la palabra y la imagen puede ser
una gran experiencia para el receptor porque siendo un arte, a través de aspectos estéticos, tiende
a dar un sentido a la vida, una coherencia, una organización.

¿Qué es la literatura infanto-juvenil?

Muchas veces uno piensa: ¿Qué es la literatura infantil o infanto-juvenil? ¿Cuál es su origen? ¿Para
qué sirve? ¿Quién es su lector? ¿Qué es lo que éste prefiere leer? ¿Cómo hacer para que se
interese por leer más? Estas son algunas de las preguntas a las cuales han tratado de responder
estudiosos, investigadores, académicos, mediadores, bibliotecarios, mercadólogos, etc. desde que
el género aparece en el siglo XIX.

Para comenzar se sabe que la literatura infantil son historias y los poemas que, a lo largo de los
tiempos, seducen y cautivan al niño, aunque a veces no sean destinados al público infantil (el libro
“Robinson Crusoe”, de Daniel Defoe, es un ejemplo).

Como en la vida moderna la literatura infantil es uno de los tantos objetos culturales que se
ofrecen a la infancia (tal cual las historias en caricaturas, los juegos, los CD-ROM, los libros
didácticos), muchos llegan a confundirla con esos productos y a dudar de su valor literario.

El libro infantil, como modalidad artística, posee las características estéticas que envuelven la
literatura de una forma general. El adjetivo que lo especifica no disminuye su valor, ni significa la
pérdida de cualidad. Según Regina Zilberman, aunque sea un tipo de texto literario que trae la
peculiaridad de definirse por su destinatario, la obra infantil tiene su dimensión artística asegurada
cuando rompe con lo normativo, con lo pedagógico, en fin, con el punto de vista del adulto y, a
través de un ejercicio de cualidad con el lenguaje, lleva al lector a una comprensión abrangente de
la existencia.

La misma preocupación con la aprobación del niño por obras ni siempre a él destinadas tiene
Jesualdo Sosa, cuando define el género. Ese estudioso afirma que la literatura infantil es una
forma literaria escrita en un léxico especial, que busca estar de acuerdo con las características
psíquicas del niño y responder a sus exigencias intelectuales y espirituales. Pero, como ni todos los
libros son del agrado del pequeño lector (que puede preferir otros no escritos para él), Jesualdo
apunta para dos tipos de obras infantiles: las que pecan por la puerilidad y por el tono moralizador
con que se dirigen al receptor e las que agregan nuevos aspectos del conocimiento, satisfaciendo
la necesidad de experiencia del lector y ampliando su campo imaginativo. Son esas según él, las
aprobadas por el niño y las que realmente merecen el título de literatura infantil.

Otra mirada importante sobre la literatura infantil, que ayuda en la comprensión de su valor y de
su importancia para el niño, es ofrecida por Bruno Bettelheim, cuando, a partir de un estudio
sobre los cuentos de hadas, afirma que la obra infantil es aquella que, en cuanto divierte al niño,
ofrece esclarecimientos sobre él mismo, favoreciendo el desarrollo de su personalidad. El libro
infantil, así, presenta significados en varios niveles diferentes, enriqueciendo la existencia del niño.
A través de la lectura, él ve representados en el texto, simbólicamente, conflictos que enfrente
diariamente y encuentra soluciones porque la historia trae un final feliz. En otras palabras, el
cuento de hadas otorga a la infancia la seguridad de que los problemas existen, pero pueden ser
resueltos.

Cualquiera que sea, por lo tanto, la perspectiva a partir de la cual buscamos definir y delimitar el
concepto de literatura infantil, tenemos siempre como parámetro la posibilidad de identificación
del lector con el texto que manosea, y es justamente ese trazo de la obra infantil que resulta en las
características muy especificas que ella contiene.

Al reflexionar sobre esas peculiaridades, nos deparamos con el hecho de que, aunque el texto sea
consumido por el niño, es el adulto que, a partir de su interés y de su experiencia, elabora la obra
que va a destinarse a la infancia. Se puede, entonces, preguntar: ¿Qué adulto habla al niño y sobre
que punto de vista él habla? ¿Qué es lo que el adulto entiende sobre la responsabilidad de
presentar el mundo al niño? ¿A qué niño ese adulto habla? ¿Qué es lo que el adulto entiende por
presentar el mundo al niño en lo que respecta a la creación o composición literaria?

Todas estas cuestiones llaman dirigen la atención hacia la relación asimétrica, es decir, desigual
entre el autor-adulto, que crea la obra infantil (y detiene un largo conocimiento del mundo y del
lenguaje), y el lector-niño, que la consume (y está en desventaja en relación al dominio de ese
conocimiento).

Además de las a adaptaciones de obras destinadas a adultos para el público infantil, existe otro
tipo de adaptación, la cual ya está presente en la creación de obras nuevas para los niños. Eso
sucede porque cuando escribe, el autor siente la necesidad de superar la distancia que lo aleja de
su lector, es decir, la asimetría que se produce entre el adulto y el niño, porque el universo infantil
posee características y vivencias que lo diferencian de aquel del adulto.

En todo caso, cuando el niño comienza a ser diferenciado del adulto, que se desenvuelve de
acuerdo a necesidades y capacidades relacionadas al desarrollo progresivo y es tomado en cuenta
por la sociología, la psicología y la educación, es que comienzan a surgir obras destinadas a la
infancia. En este sentido, el proceso de formación de la literatura infantil conlleva a tomar en
cuenta los siguientes aspectos:

1. Literatura ganada. Algunos la llaman recuperada empleando una mala traducción del francés -
derobée- robada-; está claro que no puede ser recuperado lo que nunca perteneció al niño. En
esta literatura ganada se engloban todas aquellas producciones literarias que no nacieron para los
niños, sino que con el tiempo los niños se las han apropiaron o ganaron, o los adultos se las
destinaron, previa adaptación o no. Aquí cabe adaptar todos los cuentos tradicionales, relatos
folclóricos, romances o canciones utilizados en juegos, etc.

2. La literatura creada para los niños. Es la que se ha escrito directamente para ellos, bajo la forma
de cuentos o novelas, poemas y obras de teatro. Se ha producido y se sigue produciendo
actualmente, como por ejemplo. Las aventuras de Pinocho, de Collodi; La bruja Doña Paz, de
Antonio Robles y otros. De una u otra forma, esta literatura infantil tiene en cuenta, según los
cánones del momento, la condición del niño. Evidentemente en ella se reflejan muchas tendencias
y concepciones de la literatura infantil que la hacen particularmente viva e interesante.

3. Literatura instrumentalizada. Bajo este momento se pueden colocar bastantes libros que se
producen ahora sobretodo para los niveles de educación preescolar e iniciales. Propiamente son
más libros que literatura. Suelen aparecer bajo la forma de series en las que, tras escoger un
protagonista común, la hacen pasar por distintos escenarios y situaciones. hay otros textos que se
crean como extensión para ejercicios de gramática u otras asignaturas. Está claro que en todas
esas producciones predomina la intención didáctica sobre la literaria. La creatividad es mínima,
por no decir nula. Toman un esquema muy elemental y lo aplican así a varios temas monográficos
que pretenden convertir en centros de interés. No son literatura, aunque a veces así les llamen.
(Cervera, 1992:18)
De la descripción de los factores precedentes se desprenden las siguientes características de la
literatura infantil:

1. la maleabilidad y plasticidad que ofrecen los relatos orales para su adaptación al público infantil;

2. la tendencia a la manipulación de la literatura infantil en nombre del didactismo y de la moral a


que se ven afectados;

3. la predominancia del carácter adultocéntrico;

4. por su propia naturaleza, es una realidad interdisciplinar.

Literatura infanto-juvenil y lectura: caminos que convergen o se bifurcan

Al decir que la obra literaria es una forma de comunicación lingüística porque se vale de la lengua
para su creación y expresión, implícitamente estamos activando la figura del lector como receptor,
y no como simple destinatario, que debe interpretar una visión de mundo de las muchas que el
texto le ofrece. Eso significa que la lectura no podría existir sin la escritura y, esta a su vez, sin su
material de soporte: el libro. Son elementos intrínsecos que hacen posible la transmisión y
conservación de pensamientos y de la memoria de las civilizaciones humanas.

Según Garagalza (1990), el ser humano posee dos formas de captar la realidad: una directa a
través de los sentidos y otra, indirecta que hace posible la representación en su conciencia de una
realidad ausente por medio de signos y símbolos. Entre ellos figura el lenguaje verbal, no
considerado éste como una mera copia de la realidad, sino como la recuperación/representación
de la misma, donde no se obtiene el sentido literal de la palabra sino su sentido figurado, siendo
así una representación simbólica de lo real que queda siempre sujeta a la interpretación y que
necesariamente pasa por el filtro de las hermenéuticas o metodologías de interpretación de otros
lenguajes, como por ejemplo: los mitos, el arte, la literatura, productos culturales que, a su vez,
son pasivos tanto del lenguaje oral como del escrito.
Sin embargo, como la historia nos lo muestra, las limitaciones físicas y temporales que presenta el
lenguaje oral dificultan la transmisión y conservación del pensamiento y de la memoria, por esta
razón, el hombre ha trabajado en la creación e invención de métodos de fijación cultural que han
ido desde los más rudimentarios como cuerdas con nudos, objetos simbólicos hasta desenvolver
verdaderos sistemas de signos gráficos que han evolucionado desde los simples dibujos,
ideogramas pasando por los pictogramas y jeroglíficos hasta constituirse en el alfabeto que hoy
día empleamos para escribir.

El lenguaje escrito desde entonces ha evolucionado tanto en su aspecto formal como funcional y al
consolidarse como práctica social, no sólo permite registrar los acontecimientos históricos,
culturales, económicos y afectivos, sino que además, incrementa y facilita las posibilidades de
expresión y comunicación humanas. Por otro lado, la escritura en la medida de su empleo y
difusión ha generado en su trayecto de evolución racional el surgimiento de nuevos
comportamientos y de relaciones entre los elementos que intervienen en su construcción,
principalmente entre el libro y el lector.

Si por un lado la cultura oral se caracteriza por los actos de hablar y de escribir, la escrita, por otro
lado, se caracteriza por los actos de escribir y de leer. La comunicación del discurso en una, es
hablado; en la otra, es escrito (Silva, 1988). Por lo tanto, la función de comunicación que esta
última establece se realiza a partir de los documentos escritos palpables, concretos y de los
sujetos lectores. En este contexto, entonces, el libro se reafirma como bien cultural que fija en los
textos, por la vía de la escritura, el pensamiento y las vivencias humanas.

En la actualidad escribir y leer son prácticas sociales que se implican una a la otra. Ambas son
prerrequisito de ambas. En este marco, para la comprensión del discurso escrito, se impone
necesariamente un acto de lectura (Silva, 1988: 64), acto mismo que ya fue descrito en el punto
anterior de este trabajo.

Ahora bien, si concebimos la relación lector x libro desde esta perspectiva, encontraremos
consecuentemente en un primer plano al libro con su correlato lectura; en un segundo plano,
aparecen los mediadores que sirven para la difusión de este acto de lectura y para la formación de
niños lectores.

En términos generales entendemos que la formación del lector se inicia desde muy temprano de
forma gradual y que poco a poco se va consolidando por medio de la práctica constante de la
lectura que, como dice Freire (1984:95), es primero la lectura del mundo; después la lectura de la
palabra (...) y la lectura de ésta implica la continuidad de la lectura de áquel. Pero, al mismo
tiempo estas lecturas están impregnadas de lenguaje, sobretodo de la palabra que permite no sólo
la transmisión de pensamientos y deseos, sino que condiciona la relación para llegar al diálogo, a
la coexistencia y a la cooperación. (Cervera, 1992: 316).

Por lo que, crear la afición a la lectura en los niños implica un reto que debe ser asumido desde la
primera infancia, cuando el niño antes de los cinco años puede absorber una fantástica suma de
información y desarrolla la capacidad para retenerla. Ya que aprender en esta etapa, se convierte
para el niño en una necesidad vital, pues todas las personas que le rodean y el medio ambiente en
el que se mueve le enseñan a entender el lenguaje hablado y en donde también la función
simbólica juega un papel importante para esta fase de la adquisición del lenguaje, porque permite
no sólo que el niño actúe sobre las cosas, que las concretice, sino que interiorice estos esquemas
en acciones que posteriormente representará o manifestará. Pero también, esta función cognitiva
primaria hará emerger otras funciones más complejas que son de igual manera necesarias
(observación, atención, comprensión, memoria). Ya que una vez identificados los sonidos y
asociados al objeto, el niño desarrollará la capacidad de asociar el objeto al concepto,
considerando como concepto, la representación de un conjunto de rasgos característicos que
distinguen y relacionan entre sí un objeto de otro. Ya a la edad de seis años aproximadamente, el
niño ya ha asimilado una gran cantidad de conocimientos básicos sobre sí mismo, su familia, su
mundo y sus relaciones con él y, como mínimo, se ha ejercitado ampliamente en el uso de la
lengua, entonces se puede decir que el niño pasa a la etapa lingüística de integración social.

Por lo tanto, la lengua se convierte en la puerta que invita al niño:

(…)a entrar en contacto con una cultura, que implica un conjunto de representaciones organizadas
por un código de relaciones y valores. La literatura infantil, como parte de dicha cultura, le llegará
al niño inicialmente, a través del cuento oral y reforzará así la asociación simbólica de
determinados signos con determinados significados. Posteriormente, mediante la lectura, se
prolongará esta situación, en la medida en que significantes y significados sean comprendidos
entre autor y lector. (Cervera, 1992:316).

Espacios de difusión de la literatura infanto-juvenil


Lo descrito anteriormente nos lleva, ahora, a considerar el lugar donde se lleva a cabo el proceso
de difusión y divulgación del libro infato-juvenil y el del aprendizaje de la lectoescritura: la escuela.
Este es el espacio diferenciado que se constituye como un puente y como un espacio de tránsito
entre la familia y la sociedad y el mercado de trabajo, cuya función por excelencia es la de
transmitir la herencia cultural del pasado y proyectarse hacia el futuro como un factor esencial de
transformación social. En ese sentido, por un lado la escuela contiene un componente cultural,
que es la transmisión de conocimiento acumulado; por otro, contiene un componente
socioeducativo, que es la transmisión de normas, hábitos, conductas, actitudes.

Este concepto de escuela es el que prevalece a partir del momento en que la infancia es
diferenciada del mundo adulto y se constituye en una nueva categoría social que, como tal, se ve
sometida a un proceso de socialización y de control. Por eso, como afirma Regina Zilberman
(1987:18), la escuela adquiere en este proceso un papel preponderante, al asumir su doble rol que
es el de introducir al niño en la vida adulta, pero al mismo tiempo también deberá protegerlo
contra las agresiones del mundo exterior.

De ese modo la escuela se torna un lugar diversificado que alberga a la infancia, aislándola
momentáneamente del mundo exterior con el fin de inculcarle normas, hábitos, conductas,
conocimientos, visiones de mundo, de la vida, de lo cotidiano sin que haya ninguna reacción
contestatoria o postura crítica por parte del niño. Pues éste, al ser considerado un ser en
formación sólo le cabe recibir y absorber los conocimientos de una forma pasiva como si fuera una
esponja, para que más tarde sea capaz de reproducir el sistema social, político y económico regido
por la clase dominante con el fin de reciclarlo en lugar de transformarlo, lo cual permite, entre
otras cosas, su legitimación y preservación.

Desde este punto de vista, la escuela participa activamente en este proceso de manipulación del
niño que tiende a mantener el status quo de la sociedad y la literatura infantil en sus inicios
comparte con ella, de alguna manera, esa función de transmisión e inculcación de normas:

(…)transmitiendo, vía de regla, una enseñanza conforme a la visión adulta del mundo, ella se
compromete con los padrones que están en desacuerdo con los intereses del joven. Por ello,
puede sustituir al adulto, hasta con mayor eficacia, cuando el lector no está en el aula, o se
mantiene desatento a las órdenes de los más grandes. Ocupa, pues, la laguna surgida en ocasiones
en que los mayores no están autorizados a interferir, lo que sucede en el momento en que los
niños apelan a la fantasía y al placer (Zilberman, 1987:20).
Pero como nos dice Carlos Aldana (1995:70), la dominación no es estática ni completa; hay
márgenes de intervención y lucha que aprovechan los dominados. Por ello, pese a la relación
normativa que la escuela y la literatura infanto-juvnil comparten en determinado momento,
ambas pueden ser también liberadoras. Es decir, que pueden convertirse en espacios abiertos que
permitan al niño reflexionar más sobre sí mismo y, como consecuencia de esto, la presencia de la
literatura infanto-juvnil en la escuela se justifica porque:

1. La literatura infantil da respuesta a necesidades íntimas del niño, respuesta que se traduce en el
gusto que el niño manifiesta por ella.

2. La aproximación de la escuela a la vida es necesaria, y literatura infantil es fruto de la cultura


que se produce en la vida. Introducir este tipo de lecturas y de actividades en el aula es una forma
de acercamiento entre ambas realidades.

3. La literatura infantil propicia el aprovechamiento de elementos folclóricos. Esta integración del


folclore es garantía de aproximación al espíritu del pueblo.

4. La literatura infantil aporta sus estímulos lúdicos que generan motivación para el desarrollo del
lenguaje y actitudes psicoafectivas muy positivas.

5. Habida cuenta de que el niño aprende la lengua por dos procedimientos básicos, la imitación y
la creatividad, como es generalmente aceptado, hay que admitir que el lenguaje elaborado de la
literatura tal vez es menos permeable a la imitación; sin embargo, es mucho más sugerente desde
el punto de vista creativo, pues estímula constantemente por la presencia de nuevas situaciones,
por la construcción de frases inéditas y el empleo de formas de expresión más amplias.

6. La literatura infantil en la escuela, mejor que cualquier outro procedimiento, puede despertar
afición a la lectura. Se admite que los niños que aprenden a leer en casa están más motivados para
la lectura que los que aprenden en la escuela, porque los primeros aprenden con textos
fascinantes, mientras que los segundos utilizan textos sin contenidos significativos para ellos.
7. La literatura infantil contribuye a devolverle a la palabra su poder de convocatoria frente a la
invasión de la imagen y frente a la degradación de la propia palabra maltratada por los medios de
comunicación y en algunas situaciones de relación interpersonal. (Cervera, 1992:341)

Sin embargo, la escuela como un todo tiene el papel fundamental de ofrecer las condiciones para
formar al pequeño lector, primero lo proveerá de los instrumentos básicos o sea, lo habilitará en
las competencias cognoscitivas elementales; luego, a través de aspectos afectivos, lo estimulará
sistemáticamente hacia la reflexión, la comprensión, la interpretación y a la problematización de
su realidad. Al mismo tiempo, lo habilitará para que sea capaz de comprender los diversos tipos de
discurso que son presentados en diferentes soportes: revistas, carteles, periódicos, novelas, poesía
y otros más.

En otras palabras, la escuela como ese espacio diferenciado que se presenta como la única vía de
acceso a esos bienes culturales debe dar a cada lector el poder de leer, permitir y construir el
saber leer e incentivar el gusto por la lectura.

No obstante, la escuela y la práctica de la lectura a la vez que son vistas como instrumentos de
reproducción, también pueden ser considerados como espacios de contradicción, porque cada
lectura se presenta como una nueva escritura de un texto X, y en última instancia, porque la lecura
se presenta como una posibilidad de concientización y cuestionamiento de la realidad, es que
consideramos necesario discutir y reflexionar más a fondo sobre estos aspectos, principalmente
en nuestro contexto guatemalteco, donde el libro de lectura y el didáctica han sido, para la gran
mayoría, las únicas fuentes de acceso a la literatura infanto-juvenil y los recursos para poner en
práctica el acto de la lectura.

"Hacen como que me mandan, hago como que obedezco”. Rafael Bernal El complot mongol.

Lo noir y los sustos

El campo de los sustos es muy basto y los franceses lo llamaron noir, de negro, para decir que hay
espacios oscuros detrás de los avisos que invitan al consumo, las noticias que juegan con los datos
y la gente que sonríe para la foto en una reunión política o en la fiesta de un matrimonio
concertado, donde se luce la riqueza, el poder y lo pactado por debajo. Lo noir es un color
elegante que destaca la figura, pero también es el matiz de los que siguen a otros, de los que viven
del negocio funerario y de los que aparecen al final del túnel para capturar a alguien, embutirle los
pies en dos cubos con cemento y, una vez seco el material, tirarlo al río, no sin antes haber
conversado con la víctima, amablemente, como en el tango. Hay estilos para hacer que un susto
dure.

A Umberto Eco le gustaba lo noir, de hecho sus novelas son negras y detectivescas, en especial El
cementerio de Praga, que tiene que ver con las falsificaciones y con la que cierra su ciclo de
historia, fundamentado en los tantos sustos: quemar una abadía para que el mundo de la risa no
exista, borrar los documentos para reescribir sobre ellos, llegar a una isla donde se está en el
pasado, perder la memoria para recuperarla a partir de revistas light, perderse en los laberintos
del conocimiento no aceptado y crear un periódico para que la gente opine a través de la mentira.
Y en este juego de sustos también entra Adolfo Bioy Casares, con La invención de Morel, esa
novela de proyecciones holográficas que Borges dijo que era lo mejor que había leído, pues el
personaje era un susto que habitaba la neblina del puerto entre dársenas, barcos oxidados y grúas.
Quizás Isidro Parodi hubiera descubierto que un susto está compuesto de muchos sustos y que el
susto es, como en el cuadro de Edvard Munch, lo último que nos pasa.

Los detectives de novela

En las especies animales (y nosotros somos una de ellas) hay unos con más olfato que otros: los
que atraviesan las estepas y las tundras aguantando hambre y temperaturas desordenadas (como
los lobos) y esos que son inciertos y se acomodan en cualquier parte de la ciudad, sea estrecha o
amplia, como los gatos, animales que se caracterizan porque no hacen ruido, conviven bien con
mujeres que no se sabe si están vivas o muertas y saben de todos los pecados, sin escandalizarse.
En esto son superiores a los diablos que, por su condición de castigados, son muy ruidosos. Y si se
mezcla un gato con un lobo, lo que generaría un apareamiento demente, obtenemos un detective
de novela: un desorden en amores, una especie de paria al que la secretaria (que a veces es
amante ocasional) le lava y plancha la ropa, le ordena los libros leídos a medias y le lleva una
contabilidad donde los debes son más que las entradas. Esas secretarias de detective, capaces de
morder y tragar tornillos para escupir tuercas, tienen una doble virtud: ordenan el desorden
continuado y cuando las toca un intruso (pues suelen tener buenos cuerpos), lo miran a los ojos y
le indican dónde está el baño, lo que el otro obedece porque, con esa mirada, le han puesto la
boca de una pistola entre las cejas. Ellas son un susto y por eso trabajan con el detective, en una
pequeña oficina abundante en archivadores, en un cuarto o quinto piso mal iluminado y con una
ventana por la que han saltado a la calle los más desesperados. Hay clientes que no son fáciles de
tratar.
Estos detectives, que comienzan (con Poe) en el siglo xix, con un Auguste Dupin elegante y con
ganas de matar el tiempo, que resuelve el caso de un gorila asesino, empiezan a expandirse por la
novela negra dando testimonio de lo bajo, que no sólo corresponde a lo lumpen sino también a lo
alto. Y eso bajo (lo underground), que tiene que ver con todas las modalidades criminales, se cría
en las ciudades industriales y en los puertos, entre los que sobreviven en las callejuelas y los que
habitan los mayores lujos, que son un buen espacio para que el pecado engorde. Y ahí está el
detective de novela (y el que no), enterándose de asesinatos y gente escondida, asuntos de sexo
en el que se incluyen hasta zoofilias, tráfico de drogas locales y traídas del oriente, presencia de
esclavos trabajando en restaurantes chinos o de la India, contrabando desmesurado de bienes y
de gente, negocios que funcionan y no existen, en fin, en esa pradera de lo bajo, el detective-lobo-
gato, está en lo suyo, lo que incluye no creer en la verdad ni en la justicia, porque para él el mundo
no es un compuesto de palabras ni de legalidades sino algo que se mueve cuando lo chuzan, que
aprovecha más lo malo que lo bueno, que sube y se cae como las acciones en la bolsa (que más
que un asunto matemático es cosa de rumores y mentiras). Y en ese espacio de burbujas que
explotan en el aire y de aguas turbias que entran y salen por todos los resquicios, el detective de
novela enfrenta las desmesuras de la vida triste: la codicia, la envidia y el rencor. Y no es un
pesimista sino un cínico que, mentalmente sigue a Diógenes: hace parte del clan de los perros
callejeros, que duermen al sol y al agua y, cuando se levantan, se limpian las legañas y salen por
ahí para ver qué hay de comer que no haga mucho daño. Y como tienen uno que otro diente flojo,
no muerden lo que es muy duro. Son inteligentes.

El género literario

La novela de detectives, como la de aventuras, la histórica, la de espías y la de ciencia ficción, se ha


tenido como un género menor, quizá por la manera como usa el lenguaje y propone las
situaciones urbanas, siguiendo la premisa de Aristóteles: las cosas son como son, y no de otra
manera. Y en esto de que no hay más mundo que en el que vivimos (los nuevos que descubramos
se deben parecer a este) y que el desorden es un imperativo nietzscheano que campea aún en las
mejores familias y biografías (incluso las inventadas), los detectives de novela cuentan, denuncian,
agachan la cabeza, voltean la cara si la corrupción es mucha (como pasa en la Trilogía de Argel de
Jasmina Khadra), se aman a las carreras y al final no salvan a nadie (aunque el padre Brown, el
personaje de Chesterton lo intente), porque el hecho de vivir tantos juntos y en condiciones tan
diversas ya implica desajustes por todos los lados.

El camino de la perdición es grande, es el slogan de los predicadores. Y en este camino que


contiene otros que se bifurcan, lo que hace de la novela de detectives un juego de inteligencia,
pues hay que unir y desunir, soltar y coger, se muestra la carta de la bajara, lo que se tira, lo que se
pierde y gana, lo que se ve y no hay que ver. O que se ve al final y el demonio ya está hecho y salta
por todas partes y desde diversas caras y lugares, como pasa en Gamberros S.A., (libro que se
presentó esta semana en Medellín), del médico Emilio Restrepo (autor también de Joaquín
Tornado) o en las historias de Paco Ignacio Taibo ii y Paul Auster, y en las de tantos escritores
norteamericanos, europeos u orientales (Murakami, por ejemplo), vivos y muertos, que alientan el
género que, como en lo líquido de Zygmunt Bauman, va por todas partes, infiltrándose y
asustando.

Y lo que pasa es lo que pasa. En palabras de Georges Simenon, el escritor belga creador del
comisario Jules Maigret, escribir sobre un crimen, por ficticio que sea, ya es descubrir que algo
está pasando y al final se descubre para bien o para mal, que todo va de la alegría al susto, como
ganarse la lotería. Pero antes hay que caminar por encima de alambres de púas, sogas de
ahorcado y ventas de asuntos calientes, con el aplauso de la concurrencia y las injurias de las
malas bocas.

Vous aimerez peut-être aussi