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Emmanuel Levinas
Extraído de:
Entre nosotros. Ensayos para pensar en otro.
Pre-textos.Valencia 1993
Fenomenología
La Teodicea
Pero el malvado y gratuito sinsentido del dolor penetra incluso en esas formas
razonables que adoptan los "usos" sociales del sufrimiento que, en cualquier caso, no
disminuyen el escándalo de la tortura impactante y aislada de los disminuidos
psíquicos. Bajo la administración racional del dolor en las sanciones, distribuida por los
tribunales humanos con la dudosa apariencia de represión, el fracaso arbitrario y
extraño de la justicia en medio de las guerras, de los crímenes y de la opresión de los
débiles por los fuertes, se afinan como una suerte de fatalidad con aquellos
sufrimientos inútiles que derivan del azote de la naturaleza, como si se tratase de
efectos de una perversión ontológica. Además de la malignidad fundamental del
sufrimiento revelada por su fenomenología, ¿no es la experiencia humana el testimonio
histórico de la maldad y de la mala voluntad?
3. El fin de la teodicea.
La sensación de que, entre estos acontecimientos, el Holocausto del pueblo judío bajo el
imperio de Hitler se presenta como el paradigma de ese sufrimiento humano gratuito,
en donde el mal aparece en su horror diabólico, no es quizá meramente subjetiva. La
desproporción entre el sufrimiento y toda teodicea se manifiesta en Auschwitz con una
claridad cegadora. Su posibilidad pone en cuestión la fe tradicional multimilenaria. ¿No
adquiere en los campos de exterminio la declaración de Nietzsche acerca de la muerte
de Dios la significación de un hecho casi empírico? ¿Por qué extrañarse de que este
drama de la Historia Sagrada haya tenido entre sus actores principales a un pueblo
asociado desde siempre a esa historia, un pueblo cuyo destino y cuya alma colectiva
sería erróneo entender como limitados a un nacionalismo cualquiera, un pueblo cuya
gesta, bajo ciertas circunstancias, pertenece aún a la Revelación -aunque sea como
apocalipsis- que "da a pensar" o impide pensar a los filósofos?
Quiero evocar aquí el análisis que de esta catástrofe de lo humano y de lo divino hace
un judío canadiense, el filósofo Émil Fackenheim, de Toronto, en su obra y
especialmente en su libro La presencia de Dios en la historia, (6) traducido al francés y
prologado por el padre Bernard Dupuy. "El genocidio nazi del pueblo judío" -escribe-
"aún tiene precedente en la historia judía. Tampoco lo tiene fuera de esa historia.
Incluso los genocidios consumados difieren del Holocausto nazi en dos aspectos:
pueblos enteros han sido asesinados por razones (pavorosas en cualquier caso) como
la conquista del poder, de un territorio, de la riqueza (...). Las masacres de los nazis son
la aniquilación por la aniquilación, la masacre por la masacre, el mal por el mal (...).
Pero aún más única que el propio crimen fue sin duda la situación de las víctimas. Los
albigenses murieron a causa de su fe creyendo hasta la muerte que Dios tenía
necesidad de mártires. Los cristianos negros fueron masacrados por su raza, pero eran
capaces de encontrar su consuelo en una fe que no estaba en cuestión. Los más de un
millón de niños judíos masacrados en el Holocausto nazi no murieron ni a causa de su
fe ni por razones ajenas a la fe judía, sino a causa de la fidelidad de sus abuelos, que les
había convertido en niños judíos" (pp. 123-124). Los originarios de las comunidades
judías de la Europa oriental, que constituyeron la mayor parte de esos seis millones de
torturados y asesinados, representaban a los seres humanos menos corrompidos por
las ambigüedades de nuestro mundo, y el millón de niños asesinados poseía la
inocencia de los niños. Muerte de mártires, muerte acaecida en la incesante destrucción
por parte de los verdugos de esa dignidad de mártires, una destrucción cuyo acto final
se cumple hoy en la contestación póstuma del hecho mismo del martirio por los
supuestos "revisores de la Historia". El dolor en toda su malignidad y sin mezcla,
sufrimiento en vano. Esto hace imposibles y odiosos todos los pensamientos o
declaraciones que explicarían el sufrimiento por los pecados de quienes sufrieron o
murieron. Pero este fin de la teodicea que se impone ante la prueba más desmesurada
del siglo, ¿no revela, al mismo tiempo y de una forma más general, el carácter
injustificable del sufrimiento en el otro hombre, el escándalo en que consistiría que yo
justificase el sufrimiento de mi prójimo? De modo que el fenómeno mismo del
sufrimiento, en su inutilidad es, en principio, el dolor de los otros. Para una sensibilidad
ética -que se confirma en la inhumanidad de nuestro tiempo y contra ella-, la
justificación del dolor del prójimo es ciertamente el origen de toda inmoralidad.
Acusarse sufriendo es, sin duda, la recurrencia propia del yo a sí mismo. Quizá por ello
el para-otro -la más directa relación con los demás- es la más profunda aventura de la
subjetividad, su intimidad última. Pero esta intimidad tiene que ser discreta. No puede
ofrecerse como ejemplo ni narrarse como discurso edificante. No podría convertirse en
predicación sin pervertirse.
Esta reflexión final del filósofo de Toronto, formulada en términos que la convierten en
relativa al destino del pueblo judío, puede recibir una significación universal. La
humanidad que asistió, desde Sarajevo hasta Camboya, a tantas crueldades en el curso
de un siglo en el que Europa, con sus "ciencias humanas", parecía estar llegando al final
de su tarea, la humanidad que -ya o aún- respiraba en medios de estos horrores los
humos de los hornos crematorios de la "solución final" en la que la teodicea se reveló
bruscamente imposible, ¿se dispone, indiferente a abandonar al mundo al sufrimiento
inútil, entregándolo a la fatalidad política -o a la deriva- de las fuerzas ciegas que
infligen la desgracia a los débiles y a los vencidos y se la ahorran a unos vencedores
aliados con los malvados? O bien, incapaz de adherir a un orden -o a un desorden- que
sigue considerando diabólico, ¿no debería, con una fe más difícil que nunca, una fe sin
teodicea, continuar la Historia Sagrada? ¿No debería proseguir una historia que apela
ante todo a los recursos del yo en cada uno y a su sufrimiento inspirado por el
sufrimiento del otro hombre, a su compasión que es un sufrimiento no inútil (o amor),
que ya no es sufrimiento en vano y que tiene sentido pleno? ¿No estamos todos
abocados -como el pueblo judío a su fidelidad- al segundo término de esta alternativa
en las estribaciones del siglo veinte, tras el dolor inútil e injustificable que en él se ha
expuesto y desplegado sin sombra alguna de teodicea consoladora? (7) Nueva
modalidad para la fe de nuestros días e, incluso, modalidad esencial para nuestras
certidumbres morales en la modernidad que hoy despierta.
El orden interhumano