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La ciencia y la anticiencia hoy en día en

Estados Unidos
El reconocido escritor y geógrafo Jared Diamond
plantea en este artículo si la Administración Trump
conseguirá destruir "los puntos fuertes de Estados
Unidos, basados en la ciencia y en las pruebas"
22 DIC 2017 - 18:17 CET

El Gobierno estadounidense de Donald Trump ordenó recientemente al Centro para el


Control de Enfermedades que eliminase de todas las solicitudes de financiación una lista
de palabras que antes se consideraban moralmente correctas, pero cuyo uso se va a
prohibir ahora. Esta lista ha suscitado protestas y causado sorpresa, no solo porque la
orden del Gobierno supone una censura antidemocrática del lenguaje, sino también
porque entre las palabras se incluyen algunas fundamentales para el control de
enfermedades, la democracia estadounidense y los valores republicanos conservadores.

¿Cuáles son esas palabras feas? Entre ellas está “vulnerable”, pero la labor del Centro
para el Control de Enfermedades del Gobierno es, cómo no, identificar esas
enfermedades ante las que los estadounidenses son especialmente vulnerables. Otra
palabra malsonante es “diversidad”, pero un control de enfermedades eficaz exige
reconocer que las personas son diversas en sus vulnerabilidades médicas. Por ejemplo,
las mujeres, pero no los hombres, son vulnerables al cáncer de ovarios; los ancianos,
pero no los niños, son vulnerables a la enfermedad del Alzheimer; y los estadounidenses
de tez clara son más vulnerables al cáncer de piel que los estadounidenses de tez oscura.

Otra palabra que se va a prohibir es “derecho”. Pero la famosa segunda frase de la


Declaración de Independencia estadounidense respecto a Gran Bretaña presentada en
1776 justificaba la declaración afirmando: “Sostenemos que estas verdades son
evidentes en sí mismas, que todos los hombres son creados iguales; que han sido
dotados por su Creador de ciertos derechos inalienables... que para garantizar estos
derechos se instituyen entre los hombres los Gobiernos”. Es decir, nuestra nación se
fundó sobre la base de que se tienen derechos y de que la principal función del Gobierno
estadounidense es garantizar esos derechos.

La razón por la que la esperanza de vida media estadounidense (incluso la de los


senadores y congresistas republicanos) es de aproximadamente 80 años, en vez de 50
años como hace dos siglos, es que las pruebas científicas han demostrado hechos que
hoy son aceptados, como que el agua contaminada causa enfermedades concretas y que
los antibióticos específicos curan enfermedades específicas

Otras palabras inapropiadas son “basado en las pruebas” y “basado en la ciencia”. Pero
las pruebas y la ciencia son la base de la medicina moderna. La razón por la que la
esperanza de vida media estadounidense (incluso la de los senadores y congresistas
republicanos) es de aproximadamente 80 años, en vez de 50 años como hace dos siglos,
es que las pruebas científicas han demostrado hechos que hoy son aceptados, como que
el agua contaminada causa enfermedades concretas y que los antibióticos específicos
curan enfermedades específicas.

La prohibición de la palabra “feto” resulta particularmente irónica. Los republicanos


conservadores partidarios del Gobierno de Trump muestran una especial preocupación
por los fetos, cuyas vidas se tienen que preservar independientemente de su viabilidad,
aunque a esos mismos políticos dejen de interesarles los fetos una vez que han nacido y
empiezan a reclamar fondos del Gobierno para financiar la educación pública, los
seguros sanitarios y otras necesidades de la vida posfetal.

Estas prohibiciones de palabras por parte del Gobierno resultarían absurdas en cualquier
país. Aunque a uno no le sorprendería que las propusiesen las autoridades de un
pequeño pueblo de algún país pobre y lejano con bajos niveles de alfabetización, uno
espera lo contrario del Gobierno central de los Estados Unidos de América. Estados
Unidos es el líder mundial en ciencia, tecnología y medicina. Su producción científica
supera la de todo el resto del mundo junto. La mayoría de las principales instituciones
de enseñanza superior y de las industrias tecnológicamente innovadoras son
estadounidenses. La ciencia y la tecnología son las principales razones por las que
Estados Unidos es el país más poderoso del mundo desde hace por lo menos 70 años.

Por lo tanto, Estados Unidos es el último país del mundo en el que uno esperaría ver las
actitudes contrarias a la ciencia del Gobierno de Trump. ¿Cómo se puede explicar esta
evidente paradoja? Deja perplejos a muchos estadounidenses, y atónitos a mis amigos
europeos.

En la historia estadounidense, nuestra supremacía científica ha coexistido con una


antigua y ampliamente extendida desconfianza en la ciencia, y de manera más general,
en la razón

De hecho, en la historia estadounidense, nuestra supremacía científica ha coexistido con


una antigua y ampliamente extendida desconfianza en la ciencia, y de manera más
general, en la razón. Entre los innumerables ejemplos que existen, se cita con frecuencia
el juicio de Scopes de 1925, en el que un maestro que enseñaba biología evolutiva en un
colegio de Tennessee fue procesado y condenado por infringir una ley del estado de
Tennessee - aprobada en 1925 y que no se derogó hasta 1967- que prohibía la enseñanza
de la evolución. Las restricciones sobre la enseñanza de la evolución siguen estando
muy extendidas en los colegios estadounidenses hoy en día. Pero la evolución es el
principal hecho distintivo de la biología: no se puede enseñar biología sin entender la
evolución, como tampoco se puede enseñar química o física sin entender las moléculas
o los átomos, respectivamente.

Se ha hablado mucho, sin llegar a un acuerdo, de la causa de esta paradoja


estadounidense. Voy a mencionar ahora dos factores que han contribuido a ella y que me
parecen mucho más predominantes en Estados Unidos que en otras democracias ricas.
Pero reconozco que puede haber otros factores que hayan contribuido a que se dé esta
paradoja aparte de estos dos.

Uno de los dos factores es que Estados Unidos no fue fundado solo como una
democracia normal, sino como una democracia extrema. Mientras que los países
europeos occidentales se consideran políticamente democráticos, Gran Bretaña, Italia y
otras democracias europeas occidentales han sido, de hecho, mucho más
antidemocráticas desde un punto de vista social y ha existido en ellas una mayor
división de clases que en Estados Unidos. Nuestra Declaración de Independencia
empezó con la afirmación de la igualdad; la igualdad de oportunidades es desde hace
tiempo uno de los principales ideales estadounidenses; y la inmigración hacia Estados
Unidos desde Europa privó en gran medida a los inmigrantes de sus ventajas heredadas
y les obligó a empezar de nuevo en unas condiciones más próximas a la igualdad.

Esa noble creencia en la igualdad de oportunidades choca con la crueldad de la


desigualdad de capacidad. Algunas personas están realmente más capacitadas que otras
en determinados ámbitos, como el baloncesto o la ciencia. Y eso ha provocado la
sempiterna desconfianza de los estadounidenses en los expertos en general, y en los
científicos en particular.

Lo cierto es que muchos hechos científicos básicos contradicen la ingenua evidencia de


nuestros sentidos. Por ejemplo, nuestros sentidos nos dicen que los seres humanos son
exclusivamente humanos, mientras que los simios y los gusanos y todo lo demás son
animales: pero los biólogos han hallado ahora innumerables pruebas de que los seres
humanos evolucionaron no hace mucho a partir de sus antepasados simios. Nuestros
ojos nos dicen que la Tierra es plana, y que el Sol gira alrededor de la Tierra: pero los
astrónomos han hallado innumerables pruebas de que la Tierra es redonda y de que la
Tierra gira alrededor del Sol.

Hoy en día, los estadounidenses políticamente conservadores muestran explícitamente


su desconfianza hacia la ciencia y su rechazo hacia los expertos, y apelan a la sabiduría
del hombre normal y corriente en la toma de decisiones. Esa declarada admiración por
el hombre normal y corriente es pura palabrería. Irónicamente, la suerte del hombre
estadounidense de a pie empeora constantemente desde hace dos décadas, y la actual
revisión del código fiscal llevada a cabo por los republicanos beneficia sobre todo a los
superricos. El líder de Corea del Norte, a quien no le importa ayudar a sus científicos a
diseñar cohetes y bombas basados en la mejor ciencia moderna, también comparte esa
desconfianza del Gobierno estadounidense hacia los expertos científicos.

Hoy en día, los estadounidenses políticamente conservadores muestran explícitamente


su desconfianza hacia la ciencia y su rechazo hacia los expertos, y apelan a la sabiduría
del hombre normal y corriente en la toma de decisiones. Esa declarada admiración por
el hombre normal y corriente es pura palabrería

El otro factor que pienso que ha contribuido a crear la paradójica desconfianza


estadounidense en la ciencia y la razón es el papel de las religiones fundamentalistas en
Estados Unidos. En la época en la que se fundó el país hace siglos, los países europeos
que se convirtieron en nuestras principales fuentes de inmigrantes tenían religiones
apoyadas por sus Gobiernos y practicadas por la mayoría de los ciudadanos: por
ejemplo, la religión católica en Italia y España, la Iglesia de Inglaterra, y las religiones
estatales luteranas en los países escandinavos. Muchos inmigrantes de Europa vinieron a
EE UU concretamente para escapar de esas religiones estatales y se dedicaron a fundar
muchas religiones nuevas, como el mormonismo, los Testigos de Jehová, los
Adventistas del Séptimo Día, diversos grupos baptistas y otras.
Esas nuevas religiones estadounidenses no surgieron de las nuevas pruebas científicas
sobre Dios, sino que, por el contrario, solían surgir como un flagrante desafío a la
evidencia. Por ejemplo, las principales enseñanzas de la muy popular Iglesia Mormona
se basan en la creencia de que Moroni, un ser glorificado resucitado, se apareció ante un
chico adolescente llamado Joseph Smith en el oeste del estado de Nueva York el 21 de
septiembre de 1823; con el tiempo, le enseñó unos platos de oro enterrados con unos
grabados en el “idioma egipcio reformado”, que explicaban que los indios americanos
eran descendientes de los hebreos que navegaron hasta Norteamérica por el Océano
Pacífico; y reveló a Joseph Smith cómo traducir esos textos egipcios al inglés, como un
libro de la Biblia llamado el Libro de Mormón. La única prueba que respalda ese relato
es la palabra del propio Joseph Smith, y de 11 testigos que juraron haber visto los platos
grabados de Smith que parecían de oro. En cambio, hay muchas pruebas que respaldan
la opinión no mormona predominante de que Joseph Smith escribió él mismo el Libro
de Mormón, inspirándose en leyendas de los indios americanos locales.

Evidentemente, el sistema de creencias del mormonismo y de otras religiones


fundamentalistas estadounidenses choca con el punto de vista científico basado en las
pruebas. Pero las religiones fundamentalistas estadounidenses engloban a muchos
estadounidenses, cuya influencia política resulta muy desproporcionada en comparación
con su número de practicantes, porque están muy motivados y bien organizados y se
hacen oír políticamente. Por tanto, las religiones fundamentalistas estadounidenses son
otra fuerza poderosa en Estados Unidos que se opone a la ciencia, a la razón y a los
expertos en general, y a la biología evolutiva en particular.

Estas son, por tanto, dos de las razones que explican por qué Estados Unidos, el líder
mundial en ciencia, tiene paradójicamente un Gobierno que es el líder mundial en la
oposición a la ciencia. ¿Cómo acabará todo esto?

No lo sé, pero quiero mencionar el hecho evidente de que el resultado dependerá de la


libertad de elección de los votantes estadounidenses en las próximas elecciones de 2018
y 2020, y de los esfuerzos que se están realizando en muchos niveles del Gobierno
estadounidense para impedir que los votantes estadounidenses ejerzan su libertad de
elección. La situación actual de Estados Unidos me recuerda un dicho de los antiguos
griegos: “A quien un dios quiere destruir, antes lo enloquece”. La gran pregunta sin
resolver en la política estadounidense ahora mismo es si los que serán destruidos en las
próximas elecciones estadounidenses serán solo los conservadores que ahora dominan el
Partido Republicano estadounidense y, por tanto, se producirá un regreso nacional a la
cordura política; o si, por el contrario, lo que se destruirá serán los puntos fuertes de
Estados Unidos basados en la ciencia y en las pruebas. La respuesta a esa pregunta se
espera con mucho interés, no solo por parte de los propios estadounidenses, sino
también por parte de los líderes de China, Rusia, Corea del Norte y nuestros otros
rivales.

Jared Diamond es catedrático de Geografía en la Universidad de California en Los


Ángeles. Algunos de sus libros más vendidos son Armas, gérmenes y acero; Colapso;
El tercer chimpancé; y El Mundo hasta ayer.

Los ‘óscar’ del conocimiento


Las ondas gravitatorias vuelven a deslumbrar al
mundo en 2017, mostrando de nuevo el inmenso
vigor de la física. También la biología está en
excelente forma
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Javier Sampedro
Madrid 23 DIC 2017 - 11:29 CET

Son tiempos de balances del año, y la ciencia tiene también los suyos, y con una
peculiaridad notable. En mitad de un panorama desolador de guerras y desplazamientos
de desposeídos, reediciones tragicómicas de la tensión nuclear, inteligencias políticas
ausentes y guerras de las galaxias, el recuento de los descubrimientos científicos del año
supone seguramente el único balance de buenas noticias que vamos a ver estos días. Son
los óscar del conocimiento, y conviene conocerlos.

Lee en Materia cómo la noticia más deslumbrante del año vuelve a provenir del campo
de la física: la kilonova, una formidable colisión de estrellas de neutrones que ha
permitido detectar por primera vez sus efectos no solo en forma de luz y demás
radiaciones del espectro electromagnético, sino también como ondas gravitacionales, las
deformaciones del espacio y el tiempo que predijo Einstein hace más de cien años con
su teoría de la relatividad general, el fundamento de la cosmología moderna.

Quien siga pretendiendo enterrar la física en el siglo XXI está condenado a cometer un
error garrafal tras otro

Durante décadas se ha repetido con obstinación que, si el XX fue el siglo de la física, el


XXI lo sería de la biología, pero las evidencias son aún más tozudas que los agoreros, y
nos muestran un año tras otro que la física está en mejor forma que nunca. Los
creadores del detector LIGO de ondas gravitacionales no solo han conseguido este año
ver la kilonova antes que cualquier observatorio terrestre o espacial, sino que se han
llevado un cantado premio Nobel de Física por sus fundamentales logros anteriores.
Quien siga pretendiendo enterrar la física en el siglo XXI está condenado a cometer un
error garrafal tras otro hasta que deponga su actitud.

Pero también la biología vive tiempos de esplendor, y este año nos ha dejado ejemplos
exquisitos de ese vigor. Entre los destacados por la revista Science se encuentra el
descubrimiento de una tercera especie de orangután en Sumatra, el Pongo tapanuliensis,
en lo que supone el primer hallazgo de una nueva especie de gran simio en 90 años.
Quizá no dure mucho, porque solo queda una pequeña población en un bosque ignoto
de esa isla de Indonesia.

La técnica CRISPR de edición genómica sigue avanzando a pasos de gigante hacia su


aplicación clínica
Los avances técnicos pueden resultar aburridos para el lector general, pero son tal vez el
más poderoso motor del progreso científico. Es el caso de la criomicroscopía
electrónica, que está produciendo unas imágenes de asombrosa precisión de las
proteínas y sus asociaciones en plena acción. Los complejos de proteínas son las
auténticas nanomáquinas que ejecutan todas las tareas de la célula, desde sintetizar sus
componentes químicos hasta conformar sus estructuras de alto nivel, pasando por
catalizar todas las reacciones del metabolismo que nos mantiene vivos. La
criomicroscopía es el equivalente biológico del detector LIGO, una ventana al
microcosmos que nos ofrece una visión enteramente nueva de los mecanismos
esenciales de la vida y de la enfermedad humana. Y, como en el caso del LIGO, también
se ha llevado un Nobel este año.

Además, la técnica CRISPR de edición genómica sigue avanzando a pasos de gigante


hacia su aplicación clínica, y ha inspirado este año unas metodologías de enorme
potencial biomédico, que ya son la gran esperanza de llegar un día a corregir los 35.000
cambios de una sola letra en el ADN (mutaciones puntuales) que están detrás del grueso
de las enfermedades raras que afligen a la humanidad.

Los lectores de Materia conocen estos y otros descubrimientos que han iluminado el año
que acaba. Son los óscar del conocimiento, y las mejores noticias que habremos
recibido en 2017.

Estados Unidos vuelve a permitir las


investigaciones que pueden producir
virus letales
La Administración de Trump levanta una moratoria de
Obama a la financiación de experimentos con
gérmenes peligrosos
Washington 22 DIC 2017 - 18:40 CET

Los experimentos de riesgo vuelven a los laboratorios de Estados Unidos. El Gobierno


de Donald Trump ha levantado esta semana una moratoria a la financiación de
investigaciones que pueden incrementar el peligro y el contagio y los gérmenes. En
otras palabras, abre la puerta a una serie de ensayos controvertidos que pueden convertir
los virus en un arma letal, algo que llevaba prohibido desde 2014 por de Barack Obama.

La medida desbloquea la manipulación y refuerzo de patógenos como el síndrome


respiratorio por coronavirus de Oriente Medio (MERS), gripe o el síndrome respiratorio
agudo y severo (SARS) y extiende este tipo de métodos a otros virus como el ébola. Los
Institutos Nacionales de Salud (NIH, en sus siglas en inglés) anunciaron la decisión el
pasado martes y recalcaron que estas investigaciones solo podrán llevarse a cabo previa
consideración de un grupo de expertos de la agencia, que deben concluir que los méritos
científicos y beneficios potenciales justifican el riesgo.
Los defensores de este tipo de experimentos (conocidos como gain-of-function en la
jerga científica) ponen el acento en su mayor capacidad de hallazgo y desarrollo de
vacunas, mientras que los detractores se llevan las manos a la cabeza por el peligro que
supone cualquier error o fuga de virus de semejante calibre. La moratoria de Obama
llegó, de hecho, en un momento de mucha polémica sobre este asunto, el mismo año en
se supo que los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades habían
expuesto de forma accidental a los trabajadores de su laboratorio de Atlanta a un brote
descontrolado de ántrax.

El director del NIH, Francis Collins, resaltó este martes que las investigaciones de este
tipo se recuperan tras un proceso de deliberación de tres años llevado a cabo por
expertos del sector público y privado. “Tenemos la responsabilidad de asegurar que la
investigación con agentes infecciosos se lleva a cabo de forma responsable”, afirmó
Collins, que dirige esta agencia pública desde 2009, al inicio de la era Obama.

Además, durante el tiempo que duró la moratoria, 10 de los 21 proyectos que quedaron
paralizados obtuvieron una dispensa para seguir adelante extremando la seguridad
porque se consideraron excepcionales. Se trataba, en concreto, de unos experimentos
sobre el MERS y la gripe. Para Collins, el nuevo marco de trabajo aporta garantías
adicionales que “maximizan el beneficio” y minimizan el riesgo.

Por qué los niños creen (o no) que Papá


Noel existe?
El 83% de los chavales de cinco años piensan que Papá
Noel es real, según un estudio
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The Conversation
23 DIC 2017 - 11:43 CET

La Navidad está aquí, y con ella los mitos que la acompañan, el más destacado de los
cuales es el de Papá Noel. En esta época, muchos niños oyen la historia de un hombre
que vive eternamente, reside en el Polo Norte, sabe lo que desean todos los niños del
mundo, conduce un trineo tirado por renos voladores, y entra en las casas a través de la
chimenea, que la mayoría de los críos ni siquiera tienen.

Dados los múltiples absurdos y contradicciones del relato, es sorprendente que siquiera
los niños se lo crean. Sin embargo, la investigación que llevamos a cabo en mi
laboratorio muestra que el 83% de los chavales de cinco años piensan que Papá Noel es
real.

¿Por qué?
¿Una ventaja evolutiva?

En la base de esta paradoja se encuentra un planteamiento de fondo según el cual la


naturaleza de los niños pequeños es intrínsecamente crédula ‒es decir, se creen todo lo
que les cuentan‒, en vez de racional.

El célebre etólogo y escritor Richard Dawkins proponía en un ensayo de 1995 que los
niños son crédulos por naturaleza y propensos a creerse casi cualquier cosa. Incluso
insinuaba que creer era una ventaja evolutiva para los pequeños. Lo ilustraba bastante
convincentemente con el ejemplo de un niño que vivía cerca de un pantano infestado de
caimanes. Dawkins argumentaba que un niño escéptico que tiende a evaluar
críticamente la recomendación de sus padres de que no se bañe en el pantano tiene
menos probabilidades de sobrevivir que otro que hace caso sin pensar.

Esta idea de que los niños pequeños se creen las cosas fácilmente es compartida por
mucha gente, entre otros el filósofo del siglo XVIII Thomas Reid y los psicólogos del
desarrollo, que sostienen que los críos tienen una fuerte inclinación a confiar en lo que
les dice la gente.

¿Es posible que no sean muy diferentes de los adultos?

Sin embargo, la investigación que llevamos a cabo en mi laboratorio muestra que, en


realidad, los niños son consumidores racionales y reflexivos de información. De hecho,
en gran parte emplean las mismas herramientas que los adultos para decidir qué creerse.

¿Cuáles son, entonces, algunas de las herramientas que emplean los adultos para decidir
qué creerse, y qué pruebas tenemos de que los niños disponen de ellas? Voy a centrarme
en tres. Una es la atención al contexto en el que se inserta la nueva información; la
segunda es la tendencia a sopesar esa información nueva comparándola con los propios
conocimientos de partida, y la tercera es la capacidad de evaluar la competencia de los
demás en la materia.

Veamos primero el contexto.

Imagine que lee un artículo sobre una nueva especie de pez al que llamaremos "surnit".
A continuación, imagine que lo lee en dos contextos diferentes. En uno, su médico llega
con retraso y usted está en la sala de espera leyendo el artículo en un ejemplar de
National Geographic, la revista oficial de una sociedad científica.

En el otro, usted tropieza con un artículo sobre el descubrimiento mientras espera en la


cola de la tienda y hojea el National Enquirer, una publicación sensacionalista
estadounidense que se distribuye en los supermercados. Supongo que el contexto que
rodease a su introducción a esta nueva información orientaría su juicio acerca de la
existencia real del nuevo pez.

En esencia, eso fue los que hicimos con los niños. Les hablamos de animales
desconocidos, como los "surnits". Algunos oyeron lo que les contamos en un contexto
fantástico, en el cual les decíamos que los dragones o los fantasmas capturaban los
peces. Otros tuvieron noticia de su existencia en un contexto científico, en el cual les
explicamos que los médicos o los investigadores los utilizan.
Con tan solo cuatro años, la probabilidad de que los niños afirmasen que los "surnits"
existían realmente era más alta cuando habían oído hablar de ellos en el contexto
científico que en el fantástico.

De qué manera utilizan los niños el conocimiento y la autoridad

Una de las principales maneras que tenemos los adultos de aprender cosas nuevas es oír
hablar de ellas a otras personas. Imagine que oye hablar de una nueva especie de pez a
un biólogo marino o a su vecino de al lado, que suele obsequiarle con noticas de
abducciones por parte de extraterrestres. Su evaluación de la autoridad y fiabilidad de
ambas fuentes probablemente guiará sus ideas sobre la existencia real del pez.

En otro proyecto de investigación, presentamos a los niños animales desconocidos para


ellos que podían ser posibles (por ejemplo, un pez que vive en el océano) o imposibles
(por ejemplo, un pez que vive en la Luna). Luego les dimos a elegir entre averiguar por
sí mismos si el ser existía realmente o preguntar a alguien. También escucharon los que
les contó un guarda del zoológico (un experto) o un cocinero (un no experto).

El célebre etólogo y escritor Richard Dawkins proponía en un ensayo de 1995 que los
niños son crédulos por naturaleza y propensos a creerse casi cualquier cosa. Incluso
insinuaba que creer era una ventaja evolutiva

Descubrimos que los niños creían en los seres posibles y rechazaban los imposibles. Los
críos tomaron la decisión comparando la información nueva con los conocimientos que
ya tenían. Con respecto a los animales improbables ‒aquellos que era posible que
existiesen, pero que eran infrecuentes o extraños‒, la probabilidad de que creyesen en
ellos era mayor cuando el que afirmaba que existían era el cuidador del zoo afirmaba
que cuando lo afirmaba el cocinero.

En otras palabras, los niños utilizan la autoridad, igual que los adultos.

Los adultos son la explicación

Si los niños son tan listos, ¿por qué creen en Papá Noel?

La razón es sencilla: los padres y los demás adultos hacen todo lo posible por mantener
el mito. En un reciente estudio, descubrimos que el 84% de los padres declaraba que
llevaba a sus hijos a que viesen a más de dos imitadores de Papá Noel durante las
Navidades. The Elf on the Shelf [El duende en el estante], que en origen era un libro
infantil ilustrado cuyos protagonistas eran los duendes que informaban a Papá Noel de
cómo se portaban los niños cuando se acercaba la Navidad, es ahora una franquicia
multimillonaria. Asimismo, el servicio de correos de Estados Unidos promueve el
programa "Cartas de Papá Noel" por el cual envía respuestas personales a las misivas de
los niños.

¿Y por qué nos sentimos obligados a esforzarnos tanto? ¿Por qué el tío divertido de la
familia insiste en trepar al tejado en Nochebuena para hacer sonar sus pisadas y tocar las
campanillas?
La repuesta es, sencillamente, que los niños no son irreflexivamente crédulos y no se
creen todo lo que les contamos. Por tanto, los adultos tenemos que inundarlos de
pruebas como las campanillas en el tejado, los papás noeles vivientes en el centro
comercial, o la zanahoria a medio comer la mañana de Navidad.

Cómo evalúan los niños

Considerando este esfuerzo, sería básicamente irracional que los niños no creyesen en
Papá Noel. De hecho, al hacerlo están ejercitando su capacidad de pensar
científicamente.

En primer lugar, los pequeños evalúan las fuentes de información. Como indica la
investigación que estamos llevando a cabo en mi laboratorio, hay más probabilidades de
que crean lo que dice un adulto sobre qué es real que lo que dice un niño.

En segundo lugar, utilizan la evidencia (por ejemplo, el vaso de leche vacío y las
galletas a medio comer de la mañana de Navidad) para llegar a una conclusión sobre si
ese ser existe o no. Otro estudio de mi laboratorio muestra que los niños se sirven de
pruebas similares para guiar sus creencias sobre la Bruja de los Caramelos, un ser
fantástico que los visita la noche de Halloween y les deja juguetes nuevos a cambio de
caramelos.

En tercer lugar, los estudios muestran que, a medida que la comprensión de los niños se
vuelve más sofisticada, suelen hacerse más preguntas sobre los puntos absurdos del
mito de Papá Noel; por ejemplo, cómo un hombre gordo puede caber en una chimenea
estrecha o cómo puede ser que los animales vuelen.

¿Se está preguntando qué decirle a su hijo?

Algunos padres se preguntan si, al participar en el mito de Papá Noel, están


perjudicando a sus hijos. Tanto los filósofos como los blogueros han elaborado
argumentos contra la perpetuación de la "mentira de Papá Noel", y algunos han llegado
a afirmar que podría llevar a desconfiar permanentemente de los padres y otras
autoridades.

Entonces, ¿qué deberían hacer los padres?

No hay pruebas de que creer y acabar dejando de creer en Papá Noel afecte de manera
significativa a la confianza en los padres. Es más, los niños no solo poseen las
herramientas para averiguar la verdad, sino que participar en la historia de Papá Noel
puede ser una oportunidad para que ejerciten esas capacidades.

Así que si piensan que sería divertido para usted y para su familia invitarlo a casa en
Navidad, háganlo. A sus hijos no les hará daño, y hasta es posible que aprendan algo.

Jacqueline D. Woolley es catedrática y directora del Departamento de Psicología de la


Universidad de Texas en Austin.

Cláusula de divulgación: Jacqueline D.Woolley ha recibido financiación del Instituto


Nacional de Salud Infantil y Desarrollo Humano.
Solsticio: principio o fin
El bamboleo del planeta, que apenas dura un segundo,
aún sobrecoge. Este fenómeno astronómico que
marca la noche más larga del año dio origen a las
fiestas paganas que precedieron a la Navidad
21 DIC 2017 - 00:00 CET

El año está lleno de celebraciones y fiestas sagradas (aunque cada vez son menos
sagradas), y la temporada navideña es la que está más llena de todas. Muy pronto
estaremos —si no lo estamos ya— deseándonos unos a otros “Feliz Navidad”, “Bon
Nadal”, “Bo Nadal” o “Eguberri on”. Pero antes llega el solsticio de invierno, el
fenómeno astronómico que marca el día más corto y la noche más larga del año.

Todavía debería sorprendernos cómo se bambolea nuestro mundo. El planeta gira


inclinándose sobre su eje como una peonza y, por tanto, rodea el Sol, situado en un
ángulo que determina cuánta luz recibe cada parte del planeta en un momento dado. El
mundo no solo da vueltas: su forma se altera ligeramente y su eje se mueve, un proceso
denominado nutación, que quiere decir “cabeceo”. La inclinación de la Tierra y los
efectos de su rotación diaria hacen que los dos puntos del cielo a los que apuntan los
extremos opuestos del eje varíen muy despacio, en un círculo que se completa cada
26.000 años. A medida que la Tierra recorre su órbita, en el plazo de medio año, el
hemisferio polar más alejado del Sol y que por tanto está en invierno se inclina hacia él
y entra en el verano.

Aunque el solsticio no dura más que un instante, en algunas culturas lo consideran la


mitad del invierno y en otras, en cambio, su principio. La mayoría de nosotros sabe todo
esto, pero el paso de las estaciones sigue teniendo algo de sobrenatural. En Solstice
(solsticio), un relato publicado por la escritora estadounidense Anne Enright este año en
la revista The New Yorker, un hombre casado vuelve en coche a casa ese día. “Era el
cambio del año”, empieza la historia. “Esas pocas horas que son como el parpadeo de
un ojo inmenso, la justa luz para comprobar que el mundo sigue ahí, antes de volver a
cerrarse… Parecía el final de las cosas. Daban ganas de recuperar la religión… Pensó en
la posibilidad de que esta vez no saliera bien. De que esta vez el mundo girase y girase
hasta hundirse en las sombras… En ese momento, lo creyera él o no, el sol se detendría
en el cielo, o parecería detenerse. Interrumpiría su descenso y empezaría su lento viaje
de regreso al verano y al centro del cielo”.

Desde siempre, los solsticios han provocado un extraordinario abanico de reacciones:


ritos de fecundidad, fiestas del fuego, ruedas ardientes, ofrendas a los dioses. Solsticio
procede de las palabras latinas sol y sistere, “detenerse”. Muchas costumbres invernales
de Europa Occidental proceden de los antiguos romanos, que creían que el dios de las
cosechas, Saturno, había gobernado la Tierra en una época anterior. Por eso celebraban
el solsticio de invierno —y su promesa de la vuelta del verano— con las Saturnales,
unas grandes fiestas llenas de regalos, intercambio de papeles (los esclavos reprendían a
sus amos) y festividades públicas entre el 17 y el 24 de diciembre.

Los romanos no tenían claro cuándo celebrar el solsticio de invierno. Julio César
decretó que el día más corto era el 25 de diciembre

La transición del Imperio Romano y sus rituales paganos al cristianismo se prolongó


durante varios siglos y culminó en el gran triunfo militar de Constantino en el año 312.
Él volvió a unir el imperio y puso fin a medio siglo de guerra civil. Constantino atribuyó
su victoria al dios cristiano y promulgó unas leyes que promovían el cristianismo. Así
que se apropió de muchas costumbres paganas para modificarlas, de forma que el Sol y
el Hijo de Dios quedaron indisolublemente unidos en la cabeza de la gente.

Aunque el Nuevo Testamento no ofrece ningún indicio de la verdadera fecha en la que


nació Jesús (los primeros autores hablan más bien de primavera), en el año 354 Liberio,
obispo de Roma, la fijó en el 25 de diciembre. En todos los países cristianos, la Navidad
absorbió gradualmente todos los demás ritos del solsticio de invierno, de modo que, por
ejemplo, los discos solares que antiguamente se pintaban tras las cabezas de los
gobernantes en Asia pasaron a ser los halos de las figuras cristianas; la Misa del Gallo
española, la misa de medianoche, se llama así porque se supone que cantó un gallo la
noche que nació Jesús. Hasta entonces, los gallos se relacionaban con el sol, porque más
bien cantan antes del amanecer. Pero la tradición cristiana los incluyó en el relato de san
Pedro y su triple negación de Cristo antes de que el gallo cantara tres veces, y acabaron
simbolizando al pecador que acepta el perdón divino a través de Jesucristo.

Durante mucho tiempo, a las festividades se les asignaba una fecha aleatoria. Los
romanos no tenían claro cuándo celebrar el solsticio de invierno. Julio César decretó
oficialmente que el día más corto del año era el 25 de diciembre. En el siglo I después
de Cristo, Plinio lo situó en el 26, y su contemporáneo Lucio Columela, experto en
agricultura, escogió el 23. En el año 567, el Concilio de Tours proclamó que todo el
periodo desde Navidad hasta la fiesta de la Epifanía debía ser un mismo ciclo, y en el
siglo VII estaba ya vigente el periodo de 12 días de paz, vida hogareña, fiestas y espíritu
caritativo.

Sin embargo, el solsticio de invierno sigue cambiando de día. Puede caer en cualquier
punto entre el 20 y el 22 de diciembre, dependiendo del huso horario. No es frecuente
que caiga el 22 de diciembre: el último fue en 1975 y no se repetirá hasta 2203. El de
este año se producirá para el centro de España exactamente el 21 de diciembre, a las
17.28.

Al final del relato de Anne Enright, el padre vuelve a casa y se dirige al dormitorio de su
hijo. El niño está en la cama, sentado con las piernas cruzadas y los ojos apretados.

—Silencio —dice—. ¿Está pasando?

—Dentro de un minuto —responde el padre.

—¿Ya?

Pasan los segundos. El niño aprieta todavía más los párpados.


—¿Ya?

—Sí.

Richard Cohen es editor y autor de ‘Persiguiendo el sol. La historia épica del astro que
nos da la vida’ (Turner) y de ‘How to Write Like Tolstoy’, cuya traducción en español
será publicada en otoño de 2018 por Blackie Books.

La tesis doctoral más perversa de la


historia
Un médico nazi analizó en 1940 los tatuajes de los
prisioneros del campo de concentración de
Buchenwald
28 DIC 2017 - 16:11 CET
Un prisionero de Buchenwald posa para la tesis de Erich Wagner. Imagen cedida por
USM Books

Contaba Jorge Semprún en su novela La escritura o la vida que durante dos años vivió
sin verse el rostro, encerrado en el campo de concentración nazi de Buchenwald: “No
hay espejos en Buchenwald. Veía mi cuerpo, su delgadez creciente, una vez por semana,
en las duchas. Ningún rostro, sobre ese cuerpo irrisorio”. Unas 56.000 personas fueron
asesinadas en el sistema de campos de Buchenwald, desde su apertura en 1937 hasta su
liberación en 1945. Los prisioneros veteranos se negaban a visitar al médico, siempre,
ocurriera lo que ocurriera. “Lo habitual era salir de la enfermería por la chimenea del
crematorio”, resumía Semprún, detenido en 1943 como comunista español en la
Resistencia francesa. “Dulzón, insinuante, con tufos acres, propiamente nauseabundos.
El olor insólito, que era el del horno crematorio”, recordaba.

En aquel campo de concentración, a tan solo ocho kilómetros de Weimar (Alemania),


había alguien que sí podía verse su rostro en un espejo y que además estaba obsesionado
con la piel de los demás. Era Erich Wagner, uno de los médicos de Buchenwald. Había
nacido en 1912 en Chomutov, una pequeña ciudad de mineros del carbón en la actual
República Checa. Y, con 28 años, Wagner firmó la que es, posiblemente, la tesis
doctoral más perversa de la historia.

El 6 de septiembre de 1939, el médico ingresó como jefe de asalto en las Waffen-SS, el


brazo armado del Partido Nazi. Cinco días antes, había comenzado la Segunda Guerra
Mundial, con la invasión alemana de Polonia. En el campo de concentración de
Buchenwald ya había unos 10.000 judíos desde la Noche de los cristales rotos, el 9 de
noviembre de 1938, cuando un estallido de violencia contra los hebreos acabó con miles
de ellos detenidos por toda la Alemania nazi. En su estreno como médico del campo,
Wagner aplicó la inyección letal a un grupo de gitanos que sufría una leve enfermedad
contagiosa, según consta en los documentos del memorial de Buchenwald. Y en 1940
comenzó su gran obra: una tesis doctoral titulada Sobre el tema del tatuaje.
Una empresa estadounidense de coleccionismo de material nazi, USM Books, con sede
en Rapid City (Dakota del Sur), pone ahora a la venta por 995 dólares (835 euros) un
ejemplar original de aquel macabro trabajo. La tesis, de 51 páginas ilustradas con 30
imágenes, analiza los tatuajes de 800 personas según su “raza y nacionalidad”, su
educación y su “pasado criminal”. Contiene fotografías de prisioneros desnudos en
Buchenwald, de pie y con la mirada perdida, mostrando sus tatuajes de mujeres sin
ropa, dibujos de penes, soldados a caballo e iconos de la época, como el ya entonces
célebre Mickey Mouse, creado por Walt Disney en 1928.

Un superviviente acusó a Wagner de matar a los prisioneros tatuados tras fotografiar su


piel

Tras la liberación de Buchenwald, el 11 de abril de 1945, uno de los prisioneros


supervivientes, el ingeniero químico austriaco Gustav Wegerer, recordaría: “El doctor
Wagner, médico de las SS, trabajó en una tesis doctoral sobre los tatuajes.
Sorprendentemente, todos los prisioneros a los que ordenó acudir a su consulta
murieron. Y sus tatuajes fueron arrancados. No es arriesgado asumir que fueron
liquidados por él en el edificio del hospital”.

Cuando Semprún salió vivo de Buchenwald y empezó a hablar con un joven oficial
francés del ejército aliado, arrancó su relato por algo desconcertante: las sesiones de
cine organizadas por los mandos de las SS los domingos por la tarde. En un barracón al
lado de la enfermería de Wagner, los presos veían comedias musicales de cine mudo,
contaba Semprún como resumen de sus dos años en el infierno, sin mencionar los
cadáveres que salían por la chimenea. El militar francés no entendía nada. "Cualquiera
podría haberle narrado el crematorio, los muertos por agotamiento, los ahorcamientos
públicos, la agonía de los judíos en el Campo Pequeño, la afición de Ilse Koch por los
tatuajes en la piel de los deportados", rememoraba satisfecho Semprún.

El español publicó La escritura o la vida en 1995, medio siglo después de su liberación,


pero recordaba perfectamente a Ilse Koch, la llamada Bruja de Buchenwald. Estaba
casada con el comandante del campo, Karl Otto Koch, y tras la Segunda Guerra
Mundial fue acusada de haber arrancado la piel tatuada de los prisioneros para hacerse
lámparas con las que decorar su casa. Los cargos nunca se demostraron.

El médico Erich Wagner se suicidó en 1959 sin esperar a su juicio

De las supuestas lámparas de piel humana de Ilse Koch solo quedan fotografías, pero el
tétrico libro de Wagner sí ha llegado a nuestros días. Otro ejemplar se guarda en la
biblioteca de la Universidad Friedrich Schiller de Jena (Alemania), en la que el médico
nazi presentó su tesis doctoral, vinculando los tatuajes a la criminalidad sin ningún
método científico.

El dermatólogo alemán Peter Elsner ha diseccionado ahora la obra de Wagner, en una


revista especializada alemana. Según Elsner, incluso “la autoría científica de la tesis es
cuestionable”. En 1957, subraya, otro prisionero de Buchenwald, el escritor médico
Paul Grünwald, declaró que fue él mismo quien diseñó el cuestionario, interrogó a los
800 presos, recopiló los datos y redactó la tesis de Wagner. El nazi, mientras, daba
algunas indicaciones y, sobre todo, “se aseguraba de que los tatuajes especialmente
bonitos fueran fotografiados en el departamento de fotografía”, según el testimonio de
Grünwald. La tesis doctoral más perversa de la historia es, además, plagiada.

Erich Wagner fue arrestado por el Ejército estadounidense en 1945. Pero, en 1948,
escapó. Durante años, consiguió vivir en Baviera y en la Selva Negra con un nombre
falso, hasta que fue detenido de nuevo en 1958. El 22 de marzo de 1959, se suicidó, sin
esperar a su juicio. El tribunal que juzgó su tesis doctoral en la Universidad de Jena
calificó de “muy buena” su obra Sobre el tema del tatuaje.

Los dos infiernos


Hitler o Mussolini no justifican a Stalin o a Lenin.
Todos crearon regímenes totalitarios
Antonio Elorza
29 DIC 2017 - 00:00 CET

Al conmemorar el centenario de la Revolución de Octubre conviene recordar algo: lo


contrario del infierno no es necesariamente el paraíso, sino que con frecuencia suele ser
otro infierno. La observación debe aplicarse a la justificación más utilizada para
esconder la barbarie practicada por el comunismo soviético, cuando se le compara con
el más brutal de los fascismos, el nacionalsocialismo de Hitler. El espontáneo defensor
añadirá que de esa pesadilla se libró el mundo gracias a la victoria de la URSS guiada
por Stalin, olvidando el pacto Molotov-Ribbentrop de 1939.

Una vez conocido el componente terrorista de la política de Lenin, tras la apertura


parcial de los archivos de Moscú, se desvanece la imagen del gran revolucionario, cuyos
excesos serían explicables por la guerra civil, contrapuesto al criminal que desvirtuó
transitoriamente la gran obra de construcción del “socialismo real”. En el marxismo
soviético, como en el nazismo, el terror fue consustancial al sistema. Y no es una
cuestión secundaria en la medida que siguen existiendo organizaciones políticas que se
refugian detrás de su ocultamiento, con el santo propósito de destruir la democracia, en
nuestro caso “el régimen de 1978”, actualizando la desestabilización practicada por
aquel “calvo genial”. La broma es como para ser tomada en serio.

Un criminal político no exculpa a su oponente. Hitler o Mussolini no justifican a Stalin


o a Lenin, ni a la inversa. Todos establecieron regímenes totalitarios donde el correlato
del monopolio de poder en manos del partido-Estado fue el aplastamiento de los
derechos humanos hasta llegar al genocidio. En el caso del comunismo, es preciso
ampliar el espacio iluminado más allá del estalinismo. Tanto para el interior del sistema
soviético como hacia su exterior. Hoy sabemos que la eliminación del adversario no fue
una táctica aplicada excepcionalmente a Trotski. Venía de antes y siguió vigente hasta
los años setenta. Cualquier dirigente comunista que pensaba por su cuenta, disintiendo
de la URSS, incluso los “queridos camaradas” al frente de “partidos hermanos”, podía
ver su vida en peligro en un hospital soviético o por un camión que arrollaba su
vehículo en tierras del “socialismo realmente existente”. Son los casos comprobados de
Togliatti, al desobedecer a Stalin, de Berlinguer e incluso de figuras menos relevantes,
como el “comandante Carlos” de nuestra Guerra Civil. “La NKVD no olvida”,
sentenció este último. Y el Politburó del PCUS no perdona, cabría añadir.

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Tampoco es aceptable creer que la experiencia fascista concluyó en 1945, ni siquiera


que las democracias occidentales supieron mantener las promesas entonces formuladas

Y está el espacio exterior, habitualmente disociado de la URSS a la hora de establecer


un balance general de la experiencia comunista. En particular, la segregación afecta al
comunismo asiático, visto como si se hubiera tratado de una flor exótica. Tanto Kim
Jong-un, como el Mao de los 40 millones de muertos en el Gran Salto Adelante o los
jemeres rojos con 1,5 millones de víctimas sobre ocho millones de camboyanos, son
ramas del árbol del marxismo-leninismo. No pueden extraerse de la valoración global.

Existía en el comunismo una diferencia sustancial del nazismo en cuanto a su dimensión


teleológica: la emancipación de la humanidad frente al imperio de una raza. Esto resultó
inútil para corregir al totalitarismo soviético en sus distintas variantes, pero explicaría la
evolución del comunismo eurooccidental hacia la democracia y su papel positivo allí
donde los comunistas se enfrentaron al fascismo. Pero es una tradición política agostada
desde la década de 1980 y hoy sin influencia real sobre la izquierda en crisis.

Tampoco es aceptable creer que la experiencia fascista concluyó en 1945, ni siquiera


que las democracias occidentales supieron mantener las promesas entonces formuladas.
El mejor ejemplo lo ofreció la política norteamericana, creando escenarios infernales, de
Indochina a Irak, especialmente bajo las presidencias de Nixon y Bush Jr.,
contribuyendo a asentar el horror de los neosultanismos prooccidentales (ejemplo, el de
Mobutu en el Congo, a medias con Bélgica y Francia). La influencia de los fascismos,
en su componente populista o en la negación radical de los derechos civiles y en la
exaltación de líderes carismáticos, ha seguido difundiéndose bajo distintas máscaras
políticas a escala mundial.

Y queda la variante del totalismo horizontal, fundado sobre una xenofobia cada vez más
presente, incluso muy cerca de nosotros. Según nos enseña el budismo, cabe más de un
infierno dentro del mismo marco ideológico. Incluso según muestra la tragedia de los
rohingya en Birmania, puede existir un infierno construido desde una religión de paz.

Antonio Elorza es catedrático de Ciencia Política.

La desmemoria que no cesa


Pese al tiempo transcurrido desde la Guerra Civil,
parece que aún no se puede hablar de nuestros
asesinados y de nuestros asesinos sin una emoción
que conlleve la tentación de olvidar a los asesinados
y a los asesinos de los otros
Gregorio Marañón y Bertrán de Lis
28 DIC 2017 - 00:00 CET
EULOGIA MERLE

En España la memoria histórica brilla por su ausencia. No es ya el olvido sino, como


diría Sor Juana Inés de la Cruz, algo peor, la negación de la memoria. Y la memoria
histórica que reivindico no es la memoria de ninguna de esas dos Españas que helaban
los corazones, sino una memoria que integre la de todos y alumbre nuestro pasado para
que nuestro hoy y nuestro mañana sean diferentes.

La Ley de Memoria Histórica es uno de los textos menos leídos y más citados de
nuestra legislación. En su exposición de motivos invoca “el espíritu de reconciliación y
concordia que guió la Transición”, ese espíritu que da sentido “al modelo constitucional
de convivencia más fecundo que hayamos disfrutado nunca”. También manifiesta que
ha llegado la hora de que “la democracia española y las generaciones vivas recuperen
para siempre a todos los que directamente padecieron las injusticias y agravios
producidos, por unos u otros motivos políticos o ideológicos o de creencias religiosas”.
Y, finalmente, establece que esta Ley debe inspirar las políticas públicas dirigidas al
conocimiento de nuestra historia.

Leí, hace años, un artículo sobre la memoria histórica del excelente escritor Manuel
Rivas, en el que se preguntaba por qué despierta tanta hostilidad la memoria histórica en
la derecha española, y reivindicaba una memoria democrática identificada con la
búsqueda de los restos de los asesinados por los franquistas. Me lo ha hecho recordar un
reciente artículo suyo en el que casi reproduce el anterior.

El autor contrapone la mirada del relato histórico a la memoria literaria, inclinándose


por ésta, porque fomenta “lo vivido y lo imaginado”. Esta subordinación del esfuerzo
por averiguar la verdad, que conforma la ciencia social de la historia, en favor de lo que
califica como “presente recordado”, es peligrosa. En palabras de otra gran escritora,
Rosa Montero, “recordar es mentir”, pues “la memoria es un prestidigitador, un mago
experto en escamoteos”. Tampoco es defendible que la memoria democrática se reduzca
a la búsqueda de los asesinados de un sólo bando.

La república de 1931 se quebró cuando una parte de la izquierda no aceptó el resultado


electoral

Pertenezco a la generación que hizo la Transición, y milité siempre en la oposición


democrática a la dictadura desde posiciones progresistas. ¿Por qué despierta hostilidad
la memoria histórica en un sector de la derecha española?

La república democrática de 1931 se quebró en 1934, cuando una parte de la izquierda


española no aceptó el resultado de las elecciones generales y propició un golpe de
Estado revolucionario. En 1936, tras el asesinato de Calvo Sotelo, estalló la rebelión
militar, y el Gobierno renunció al monopolio de la fuerza armando a los sindicatos y
partidos políticos. Esta decisión, que atentó contra la esencia de un Estado de Derecho,
tuvo trágicas consecuencias. A partir de ese momento, tanto fascistas y sus compañeros
de filas, como socialistas, comunistas y anarquistas, cometieron miles de asesinatos,
tantos que es difícil encontrar hoy un español que no tenga en su familia asesinados,
incluso de ambos lados, y también, aunque el olvido aquí resulta comprensible, asesinos
o cómplices de esos crímenes. Estas masacres generalizadas se complican si recordamos
que los anarquistas no sólo fueron asesinados por los fascistas sino también por los
comunistas.

Por mi lado, mi abuelo materno tenía 70 años en 1936 cuando fue violentamente sacado
de su casa por unos milicianos, ante la despavorida mirada de sus hijos menores de
edad, para ser fusilado ante la tapia del cementerio de Aravaca. Pertenecía a una familia
liberal que, en el siglo XIX, había conocido el exilio, la persecución y también el
fusilamiento con gobiernos absolutistas. Tengo que agradecer a mi madre que no me
contara con detalle este suceso, y que apartara de mí cualquier resentimiento. Al morir,
ya muy anciana, descubrí entre sus papeles la lista oficial con los nombres de los
asesinos, y decidí romperla.

Los españoles de hoy debemos asumir por fin los horrores de la guerra civil

Mi abuelo Marañón, uno de los tres fundadores de la Agrupación al Servicio de la


República, cuando murió Calvo Sotelo le escribió a su amigo, y ministro de Instrucción
Pública, Marcelino Domingo,: “El vil, el infame asesinato de Calvo Sotelo por los
guardias de la República, a los que todavía no se ha condenado, por lo que el Gobierno
da la sensación de una lenidad increíble, nos sonroja y nos indigna a los que luchamos
contra la Monarquía, ... España está avergonzada e indignada... Esto no puede ser. Todos
los que estuvimos frente a aquello tenemos que estar frente a lo de hoy... No somos los
enemigos del Régimen, sino los que luchamos por traerlo, ni los fascistas, sino los
liberales de siempre, y por eso hablamos así ahora”. Meses más tarde, después de haber
sido conducido a una checa de la que salió trémulo y sin articular palabra, el gobierno
de la República le facilitó, junto a Ramón Menéndez Pidal y a sus respectivas familias,
la salida de España porque no estaba en situación de defender sus vidas. Permaneció
seis años en el exilio y sus bienes fueron incautados por el Gobierno franquista, que
también le despojó de su cátedra universitaria y de su puesto en el Hospital Provincial.

Al terrible período de la Guerra le siguieron casi cuatro décadas de dictadura. Como


escribió el poeta “el tiempo engendra décadas … aunque aquella admirable unidad de
medida, que Tito Livio usó para narrar la historia de Roma, parece algo
desproporcionada para distribuir la vida de cualquiera de nosotros”. En efecto, aquel
periodo de tiempo, que cada vez nos parecerá, en términos históricos, más corto, truncó
la vida de muchos españoles.

Pese al tiempo transcurrido, parece que aún no se puede hablar de nuestros asesinados y
de nuestros asesinos sin una emoción que conlleve la tentación de olvidar a los
asesinados y a los asesinos de los otros. Seamos quienes seamos, los unos y los otros.
Sin embargo, hay una verdadera urgencia cívica para que los españoles de hoy
asumamos por fin los horrores de la guerra civil y de los cuarenta años de dictadura sin
separar a unas víctimas de otras, comprendiendo lo que sucede cuando el odio se
apodera de nuestra convivencia. Ese odio que ha vuelto a aparecer en Cataluña
dividiendo a los catalanes con los mismos sentimientos cainitas que la Transición quiso
superar.

La memoria histórica, cuando se aborda fragmentada por los herederos de una de las
dos Españas, constituye el mayor obstáculo para que se imponga definitivamente la
consigna final de Azaña, “Paz, piedad, perdón”, un olvido que no es desmemoria sino
reconciliación.

Gregorio Marañón es miembro de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando.

Guerras identitarias de distracción


La principal fuente de conflicto gira en torno al
quiénes somos y contra quién estamos
Fernando Vallespín
29 DIC 2017 - 00:00 CET

2017 ha sido un año en el que las democracias han vivido peligrosamente. Antes de cada
elección cundía el temor por el populismo; y una vez celebradas, por la
ingobernabilidad. Y en casi todas las campañas ha habido que temer la interferencia de
hackers, el estruendo de las noticias falsas y la ya incomoda emocionalidad que todo lo
impregna.

Ser hoy ciudadano se ha convertido también en algo desacostumbrado. Una de las


principales novedades es que quienes se enfrentan en la palestra pública ya no son solo
los políticos; ahora todos participan de la descalificación del contrario. Todos contra
todos. Ya sea vía enjambre o ejerciendo de francotiradores solitarios. Y en esta guerra
hobbesiana llama la atención cómo la principal fuente del conflicto gira en torno al
quiénes somos y contra quién estamos. Las cuestiones identitarias han pasado al centro
de la confrontación política, diluyendo en el camino la tradicional confrontación
izquierda / derecha.

Los Puigdemont, Orban, Kaczynski, han devenido en los tontos útiles del auténtico
poder, el geopolítico y el que se sustenta sobre la reproducción del sistema económico
real, que ha conseguido acceder a una despolitización sorprendente. Resulta así que la
frustración derivada por una distribución de recursos cada vez más asimétrica se ha
conseguido canalizar hacia las batallas identitarias que se desgañitan en el ciberespacio.

Para muestra un botón. Mientras apreciamos el gran avance de la “rebelión de las


mujeres” que supuso el #MeToo, pasa con indiferencia la reforma fiscal de Trump, que
ha sellado la más espectacular sumisión del poder político al poder económico. Quizá el
momento de máxima desvergüenza del neoliberalismo rampante. Pequeños saltos
emancipatorios, que contrastan con la ya intratable desfachatez de un orden económico
al que nadie se atreve a ponerle ni una coma.

Por ahora, la principal víctima de este proceso está siendo la democracia. Esta se
encuentra, en acertada expresión de Yascha Mounk, cada vez más encajonada entre un
(neo)liberalismo no democrático a escala global y una democracia no liberal a nivel
nacional. ¡Estupendo! Los pueblos y su supuesta voluntad general por encima de los
ciudadanos individuales, y los imperativos sistémicos doblegando la supuesta
autonomía de la política.
Ahora que todavía estamos bajo el impacto de las últimas elecciones catalanas, urge
más que nunca ponerlas en contexto, narrarlas de otra manera, aprender a evaluarlas
desde otras claves y dentro de pautas generales más amplias de las meramente
nacionales. Porque ya nada de lo local se explica sin recurso a fenómenos con
repercusión planetaria. Y si tuviera que elegir cuál ha sido el tema político central del
2017, lo que los acontecimientos de este año más han contribuido a sacar a la luz, lo
tengo claro: la fragilidad de la democracia.

A 500 años de la muerte de Moctezuma,


sus parientes lejanos buscan a alguien
que les escuche
Federico Acosta y María Fernanda Olivera,
decimocuarta generación de la realeza azteca,
renuncian al dinero de su linaje. Sólo quieren que
les hagan caso
366
Pablo Ferri
México 28 DIC 2017 - 14:45 CET

Una voz de mujer contesta el interfono. '¿Quién es?' Hola, vengo a ver al señor Federico
Acosta. 'Ah, sí, usted es... Sí, sí, pase'. La puerta se abre y aparece entonces la fachada
de una casa antigua pero señorial, una línea de pasto, plantas de hojas mojadas. Llueve.

'Pase, el señor Federico le espera', dice la mujer del interfono, ahora en persona. Hay un
recibidor y una moqueta y pasillos oscuros y luego, detrás de una puerta, una salita para
tomar té o café. 'Ahora llega el señor', dice la mujer.

Pasan dos minutos y aparece, vestido de traje, el señor Federico Acosta. Se presenta y
empieza a hablar. Dice que el terremoto se sintió bastante pero que allí, en el Paseo del
Pedregal, en el oeste de la Ciudad de México, no se nota tanto. El suelo es de lava, dice,
macizo, no hueco. Por eso. Se refiere al terremoto del 19 de septiembre, el más intenso
en México desde 1985. Un buen puñado de edificios y casas colapsaron. Hubo muertos.
"Yo dije, 'no, no: se cayó el resto de México, fácil".

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Federico Acosta recibió a EL PAÍS en su domicilio a principios de octubre. Justo hacía


un año que él y otros 230 primos, hermanos, tíos, y un largo etcétera de familiares se
habían reunido en un rancho en el Ajusco, en las afueras de la capital. La primera
reunión masiva en años de los Moctezuma. O de una parte de los Moctezuma,
descendientes del último gran tlatoani de los aztecas, el último emperador. El que
recibió a Hernán Cortés, el que murió misteriosamente después de que le hicieran preso.
El principio del fin.

Y toda la gente que se reunió, ¿de qué rama del árbol genealógico son?

De los Sierras. Todos los Sierras. Éramos 230, y aun faltaban. Yo francamente no
conocía a todos. Estábamos ubicados, pero no nos conocíamos todos. ¿Café?

Federico Acosta es un hombre mediano, magro, de mirada intensa y algo desconfiada.


Aquel día, en su casa, recordó la reunión familiar y dijo que fue el principio de algo
importante. Nada concreto, pero algo.

Mucha gente en México sabe que Moctezuma Xocoyotzin procreó intensamente. La


mayoría de los cálculos le adjudican 19 vástagos, lo cual, entonces y ahora, resulta
extraordinario. Los aztecas pensaban que la línea sucesoria era cosa de las mujeres, una
especie de seguro sanguíneo. El historiador cubano Alejandro González Acosta, experto
en parte de la heráldica de la realeza azteca lo resume de esta manera: "hijo de hija mi
nieto es, hijo de mi hijo quién sabe. Los judios también lo hacían así".

González Acosta, investigador del Instituto de Investigaciones Bibliográficas de la


UNAM, ha estudiado al detalle el árbol genealógico de la hija mayor de Moctezuma,
bautizada Isabel tras la conquista. Es un erudito de las ramas reales, la línea sucesoria.
Si hoy, a 500 años de la caída de Moctezuma y sus breves sucesores, Cuitláhuac y
Cuauhtémoc, si hoy, vaya, alguien reclamara el trono de la gran Tenochtitlan, debería
ser algún primo de Federico Acosta. Quizá era alguno de los que fueron a aquella
reunión en el Ajusco.

La historia de la conquista de Tenochtitlan y los meses posteriores configuran un


enorme enredo de crónicas, historias, dimes y diretes. A grandes rasgos, Hernán Cortés
tomó bajo su protección a Isabel de Moctezuma. La casó con uno de sus soldados,
Alonso de Grado, pero este murió poco después. Luego, dice González Acosta, Cortés
"la violó o cometió estupro: por la fuerza, o por engaño". Pocos meses más tarde la
volvió a casar, de nuevo con uno de sus hombres. Pero primero tuvo a la hija de Cortés,
Leonor, a quién esta desconoció. Con su nuevo marido, Pedro de Andrada, tuvo a su
primer hijo legítimo. Poco después murió Pedro y se casó con otro soldado, Juan Cano,
con quien tuvo cinco hijos más.

González Acosta explica que Cortés, arrepentido de su acto, cabildeó para que el rey de
España, Carlos V, obsequiara tierras y títulos a su ahijada. Y así fue. El monarca le
concedió el señorío de Tacuba, terreno que comprende el centro histórico de la actual
Ciudad de México, el Zócalo, la Catedral, el Palacio Nacional, y se extiende por
decenas de kilómetros.

Por casi cuatro siglos, esa concesión implicaba el pago de una renta, primero por parte
de la Corona, y luego por los sucesivos gobiernos de México. El terreno era de Isabel,
sus hijos, sus nietos... Resulta difícil imaginar a los descendientes de Moctezuma
echando a la curia de la catedral, o construyendo un club de campo en el Zócalo. Mejor
que eso, los Gobiernos pagaban. Y así fue hasta finales de 1933. De hecho, fue un 27 de
diciembre de hace 84 años, cuando la Secretaría de Hacienda mexicana, en manos del
presidente Abelardo Rodríguez, decidió que no pagaría un peso más a ningún
descendiente de Moctezuma.

Y así hasta ahora.

Diez metros de árbol genealógico

Y usted, ¿conoce a los Cano?

No

El otro día conocí a uno de ellos, Federico Acosta. Y le preguntaba, 'usted, ¿qué
pretende?' Y él decía, 'no, pues que nos reconozcan'.

Pues es lo lógico, ¿no? Que nos reconozca el Gobierno

Pero, ¿que reconozcan qué?

En una república con casi dos siglos de historia, los reclamos nobiliarios suenan un
poco a extravagancia. Pese al optimismo de los quejosos.

La señora María de los Ángeles Fernanda Olivera, de 75 años, recibió a este diario
pocos días después de que lo hiciera su pariente lejano, el señor Acosta. Olivera viene
del lado de los Andrada, del primer hijo legítimo de Isabel. Acosta de los hijos de Juan
Cano.

Hace años que la pensión de Moctezuma, la famosa renta, dejó de ser un tema polémico
en México. El abuelo de la señora Olivera fue de los últimos que la cobró. Su padre
promovió incluso un amparo ante la Suprema Corte de Justicia para que el Gobierno la
reestableciera. Pero sin éxito. Otros lo han intentado desde entonces con el mismo
resultado.

No es una cuestión de dinero, explica la señora Olivera. "Lo bonito es que te reconozcan
de donde vienes, que tengas un lugar en la historia. Y ahora hace falta una persona así
como Moctezuma, que ponga orden en el país porque está esto hecho un desastre".

María de los Ángeles Fernanda Olivera vive en un adosado en Tlalnepantla, una zona
habitacional a las afueras de la capital. El día de la visita, echó mano de un taburete para
alzarse, y tomar un enorme rollo de papel que yacía sobre el trinchador. Luego liberó la
mesa de la sala y desplegó el rollo de papel, que alcanzó una longitud cercana a los diez
metros.

"Esto lo hice yo", dice, "el árbol genealógico de la familia". Y allí aparecían casi 500
años de nombres y ramas, su orgullo heráldico. Al rato, su marido, Arturo, apareció por
la puerta. Saludó y subió por las escaleras.

Y para usted, ¿qué sería lo ideal? Dice: 'que nos tengan en cuenta', pero, ¿cómo?

Pues mira, pensándolo bien, me gustaría un cargo en el Gobierno, pero no les conviene
mi presencia, yo soy muy rígida. O sea, no pienso que el Gobierno tenga la obligación
de darnos un cargo. A mi lo que me gustaría es que nos tuvieran en cuenta, nuestro
origen, una de las familias más antiguas que hay en México.

Mexicanos de primera

Federico Acosta va un poco más allá que la señora Olivera. Aunque lleva años
barruntando el asunto, aquella reunión de octubre de 2016 le abrió los ojos: "A ver, aquí
hay algo que hay que matizar. Se dice que nosotros buscamos cobrar la pensión. Es
falso. Nosotros no demandamos nada. Pero si nos interesaría como familia ser
escuchados, porque somos mexicanos de primera clase. Yo creo que deberíamos de
tener voz y voto".

¿Sobre qué?

Sobre cuestiones sociales, cuestiones inherentes a lo que le hubiera gustado a nuestra


familia antiguamente. Ser oídos para tomar ciertas decisiones.

La solución, admite al final el señor Acosta, quizá sea armar una fundación y empezar a
trabajar desde ahí.

¿Ustedes se han acercado al Gobierno para llegar a algún acuerdo?

Bueno, mi abuelo era amigo de los presidentes. Yo conocí a Luis Echeverría. Un día me
dijo, '¿qué pasó con su abuelo?'. Me dijo, 'mi primer trabajo en el PRI fue convencer a
tu abuelo de que nos rentara la casa aquella de San Cosme, para lanzar la campaña de
Manuel Avila Camacho. Y accedió'.

Antes de despedirse, como si hubiera olvidado lo que acababa de decir, el señor Acosta
lamentó que "el pueblo le es invisible a la autoridad. Para el Gobierno no ha existido.
Por eso podríamos tener voz y voto, para que sean escuchados". Afuera seguía
lloviendo.

El matemático que inventó los números


complejos
Rafael Bombelli, con su mentalidad de ingeniero, ideó
los números complejos porque le resultaban
necesarios para sus cálculos
8
Manuel de León y Ágata Timón
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2 ENE 2018 - 17:42 CET


La obra 'Algebra' de Rafael Bombelli.
¿Se imaginan a los matemáticos celebrando concursos de problemas en las plazas
públicas seguidos con pasión por miles de ciudadanos? Por raro que parezca, esto
ocurría en la primera mitad del siglo XVI en Italia, en ciudades como Bolonia y Milán.
Los desafíos empezaban cuando se dejaba un escrito (una cartella) en una puerta de
alguna iglesia, a forma de reto; y concluían con el enfrentamiento dialéctico de los
matemáticos, en un acto público seguido por cientos de ciudadanos. Muchos de los
problemas matemáticos objeto de disputa estuvieron relacionados con la búsqueda de
las soluciones de las ecuaciones algebraicas de tercer y cuarto grado (es decir, aquellas
en las que el grado máximo de las variables es tres o cuatro, respectivamente). Durante
siglos, grandes matemáticos, de la talla de Gauss y Euler, trataron de dar con una
fórmula general para resolverlas y, en el camino, surgieron conceptos fundamentales
como los números imaginarios (o complejos) y la teoría de grupos.

En la escuela se aprende la fórmula para calcular las dos raíces de una ecuación de
segundo grado, pero para tercer y cuarto grado no es igual de sencillo dar con una
fórmula análoga, que de las soluciones de forma explícita y sola usando las operaciones
elementales (suma, resta, multiplicación, potencia y raíces). Para quinto grado, y
superiores, ahora se sabe que no existe dicha expresión, pero para llegar a esa
conclusión tuvieron que pasar muchos años de investigación matemática.

Uno de los grandes científicos involucrados en este reto intelectual fue el ingeniero
hidráulico Rafael Bombelli (1526, Bolonia – 1572, Roma). En alguno de sus descansos,
motivado por la paralización momentánea de alguna obra de ingeniería, Bombelli
decidió escribir un libro de álgebra. Había leído detalladamente el Ars Magna, del
médico y matemático Gerolamo Cardano, en la que incluía la fórmula de resolución de
la ecuación de tercer grado; la Arithmetica de Diofanto de Alejandría (nacido alrededor
del 200/214 d. C. y fallecido entre el 284 y 298 d. C.), de la que hizo una completa
traducción; y básicamente todo lo escrito sobre el tema.

En sus estudios algebraicos, de forma secundaria, dio con una de sus principales
contribuciones a las matemáticas: la creación de los números complejos. Estos aparecen
al resolver las ecuaciones de segundo grado cuyas soluciones implican una raíz
cuadrada de un número negativo. Por ejemplo, en la ecuación x2= -1, las soluciones son
la raíz cuadrada de -1. Evidentemente, no hay ningún número real cuyo cuadrado sea
negativo, lo que contrariaba tremendamente a los matemáticos de siglo XVI. Las
soluciones están en un cuerpo de números desconocidos hasta entonces: los números
imaginarios o complejos. De forma general los números complejos tienen una parte real
y otra imaginaria, y se pueden escribir como c= a + bi, donde i es la raíz de -1, la unidad
imaginaria. En este caso, a sería la parte real y b la parte imaginaria del número c.

Los números complejos aparecen al resolver las ecuaciones de segundo grado cuyas
soluciones implican una raíz cuadrada de un número negativo

Las raíces de números negativos aparecían en los escritos de Cardano, pero consideraba
que eran “tan sutiles que eran inútiles”, y no investigó más sobre ellos. Sin embargo,
Bombelli desarrolló la aritmética de los números complejos, descubriendo las reglas de
su suma y su multiplicación. Para trabajar con estos números, inventó una sofisticada
notación. En palabras del ilustre matemático Gottfried Leibniz, creador del cálculo
diferencial, Bombelli se adelantó a su tiempo.
Bombelli no encontró las reglas de los complejos al estudiar las ecuaciones de segundo
grado, sino las de tercero, como x3 = 15 x+4. La ecuación tiene una primera solución
sencilla, 4. Pero usando fórmula de Cardano se obtenía otra solución, en la que aparecía
una suma de dos raíces cúbicas y la raíz cuadrada de -121. Bombelli denotó 2 + √-121 =
(2+√-1)3 y 2 - √-121 = (2-√-1)3 . Aplicando las reglas adecuadas de suma y
multiplicación, encontró soluciones que hasta entonces no se entendían.

Los matemáticos no habían sido capaces de ver la utilidad de esta construcción


abstracta, pero, Bombelli, con su mentalidad de ingeniero, ideó los números complejos
porque le resultaban necesarios para sus cálculos. Así surgen algunos avances
matemáticos, de la necesidad de nuevos instrumentos para tratar fenómenos físicos o
aplicaciones a la ingeniería.

Bombelli se refería a los números imaginarios +√-1 y –√-1 como “più di meno” y
“meno di meno”. Fue el gran matemático Leonhard Euler el primero que denotó a la
raíz cuadrada de (-1) como i, en 1777, quién además se dedicó a estudiarlos en
profundidad (su fórmula, una de las más bellas de las matemáticas, los relaciona con el
número e y con π). Los números complejos son un objeto básico de las matemáticas,
que aparece en numerosas ramas de la investigación (geometría compleja, análisis
complejo, fractales, circuitos eléctricos, por ejemplo).

Manuel de León es director del ICMAT.


Ágata Timón es responsable de comEl
ADN de una niña reescribe la historia
de los primeros americanos
Los restos hallados en Alaska datados hace 11.500 años
pertenecen a un pueblo desconocido hasta ahora
4 ENE 2018 - 10:30 CET

Una niña está reescribiendo buena parte de la historia de los primeros americanos. Sus
restos, hallados en Alaska, tienen una antigüedad de unos 11.600 años. Un grupo de
investigadores ha logrado obtener su genoma completo. Al compararlo con el de nativos
americanos tanto ancestrales como actuales, han comprobado que pertenecía a un
pueblo desconocido hasta ahora. Más importante aún, los genes de la pequeña señalan
que los primeros americanos son más antiguos de lo que se creía y cruzaron desde Asia
antes de lo que se pensaba.

La teoría más aceptada sobre los primeros americanos mantiene que cruzaron a América
desde Asia por un puente terrestre que quedó sumergido al final de la última glaciación.
Lo que no está tan claro es si aquellos primeros colonos pertenecían a un mismo grupo o
vinieron en distintas oleadas. Tampoco se sabe con certeza cuándo cruzaron y qué paso
en los milenios siguientes hasta llegar a la amplísima diversidad genética, lingüística y
cultural de los actuales nativos americanos.
"En 2015 mostramos que los ancestros de los nativos americanos entraron en una única
oleada desde Siberia y que fue en América donde divergieron en dos grandes ramas",
dice el investigador en paleogenómica del Museo de Historia Natural de Dinamarca, el
mexicano Víctor Moreno Mayar. Aquel trabajo, publicado en Science, señalaba que la
división americana se produjo hace unos 13.000 años, cuando los hielos de la última
glaciación estaban en retirada. Ahora, el nuevo estudio liderado por Moreno desvela que
la niña de Alaska era una nativa americana "pero su ADN nos dice que formaba parte de
una población externa, diferente de las otras dos ramas".

Los investigadores pudieron secuenciar el genoma completo de la pequeña

La niña, nombrada Pequeño Amanecer, solo vivió entre seis y doce semanas y fue
enterrada en las cercanías del río Upward Sun, en la parte central de Alaska. El
yacimiento ya ha dado algunos frutos, como el registro más antiguo de consumo de
salmón en suelo americano. Su datación por radiocarbono la sitúa como uno de los
fósiles humanos más antiguos localizados más al norte.

Pero son sus genes los que más alegrías están dando a la ciencia. Al contar con los datos
de todo su genoma, su ADN se convierte en un punto de referencia muy robusto a la
hora de compararlo con otras poblaciones del pasado. Teniendo en cuenta mecanismos
de diferenciación como la deriva genética, el flujo de genes entre grupos o la tasa de
mutaciones, los investigadores lograron un reloj biológico muy preciso cuyos resultados
publica la revista Nature.

Así, los investigadores confirmaron que los ancestros de los primeros americanos
empezaron a diferenciarse de otros pueblos asiáticos hace más de 36.000 años. Doce
milenios después, el aislamiento era completo, reforzado porque fue entonces cuando la
Edad de Hielo marcó su máximo glacial, quedando muy pocas regiones del hemisferio
norte libres de hielo y con presencia humana. "La niña nos dice también que hace
20.000 años los nativos americanos ya eran americanos", comenta Moreno. Estuvieran
donde estuvieran (en Asia, América o entremedias), para entonces eran genéticamente
diferentes de los asiáticos.

"Lo que no sabemos es dónde se originó el linaje americano", reconoce Moreno. Pero
Pequeño Amanecer vuelve a dar pistas. Después de su separación inicial, los genes de la
niña muestran que sus antepasados mantuvieron el contacto (hubo flujo genético) con
las otras poblaciones americanas. Y para ello debían estar en la misma región,
probablemente al norte de la gigantesca capa de hielo que cubría casi todo el actual
Canadá y buena parte de los EE UU. Por entonces, la corriente del Pacífico norte hacía
de Alaska un lugar más habitable y libre de hielo perpetuo.

Sobre la relevancia del estudio, el investigador de las universidades de Cambridge


(Reino Unido) y Copenhague (Dinamarca) y coautor del estudio, Eske Willerslev,
afirma: "Hemos podido mostrar que probablemente entraron en Alaska hace algo más
de 20.000 años. Se trata de la primera vez que tenemos una evidencia genética directa
de que todos los nativos americanos pueden ser rastreados hasta una única población de
origen, por medio de una única migración fundadora", afirma.

Queda sin responder dónde se formó la población fundacional de los primeros


americanos
Las palabras de Willerslev, y toda la investigación, vienen a confirmar parte de la
conocida como hipótesis de la parada en Beringia. Postulada en 2007, en ella se sostiene
que los ancestros de los primeros americanos se aislaron durante milenios de sus
orígenes asiáticos y que aquella población fundacional encontró refugio en alguna
región desconocida situada en el encuentro entre Asia y América hoy sumergida bajo el
estrecho de Bering. El estudio de Nature corrobora el aislamiento durante milenios pero
no dónde se produjo.

"¿Dónde estuvo viviendo esta población aislada de ancestrales nativos americanos hace
más de 15.000 años? La cuestión se complica por el hecho de que este periodo de
aislamiento se produjo durante el Último Máximo Glacial, cuando las condiciones eran
tan frías y secas en el hemisferio norte que las poblaciones humanas de muchos lugares,
como Siberia, tuvieron que abandonarlas por un clima tan extremo", recuerda el
científico del Instituto de Investigación Ártica y Alpina de la Universidad de Colorado-
Boulder (EE UU), John F. Hoffecker.

Para Hoffecker, que no ha participado en el actual estudio, la investigación aunque


relevante, falla al no reconocer la existencia de pistas sobre la presencia humana en
diversas partes de Beringia muy anteriores (de 30.000 a 25.000 años). "No tenemos
ADN antiguo de estas zonas, por lo que no sabemos si eran en realidad nativos
americanos ancestrales, pero no es ilógico suponer que lo fueran y, por tanto, que se
tratara de la población que quedó aislada en Beringia de su origen asiático durante el
último Máximo Glacial", afirma.

unicación y divulgación del ICMAT.

Las matemáticas de la emoción


La inteligencia artificial produce una interesante
clasificación de las músicas del mundo
3
Javier Sampedro
Madrid 29 DIC 2017 - 16:08 CET

Raro será el aficionado a la música que no haya utilizado un buscador inteligente para
descubrir canciones afines a sus gustos, o autores y bandas a los que desconocía pero
que enseguida le tocan una fibra sensible. El buscador de iTunes fue tal vez el primero
en lograr unos resultados asombrosos, pero hoy tiene una fuerte competencia de Spotify,
Google Play Music y Amazon. Poca gente, sin embargo, se ha preguntado cómo
funciona todo eso. Lee una de las claves en Materia: la técnica de inteligencia artificial
llamada procesamiento de señales, que se utiliza en este caso para analizar las músicas
de todo el mundo y examinar sus relaciones estructurales (melodía, armonía, ritmo,
timbre). El estudio muestra, por ejemplo, que la música de Botsuana es la más singular
del planeta, con sus solos de arco (un primitivo instrumento de cuerda) y sus canciones
corales.
Los gigantes tecnológicos tienen acceso a un tesoro de información: los gustos
musicales de millones de personas

El procesamiento de señal no es la única clave de los buscadores inteligentes. Hay otra


muy importante que se basa en el big data. Apple, Google y los demás gigantes
tecnológicos tienen acceso a un tesoro de información: los gustos musicales de millones
de personas. Cuando tú adquieres o declaras tu gusto por un puñado de canciones, la
máquina las compara con los patrones que ha encontrado previamente en millones de
usuarios, y después utiliza la regla de oro: cuando dos personas han coincidido antes,
tenderán a coincidir después. Eso permite al sistema predecir tus gustos futuros y
aconsejarte una música de la que no tenías ni idea, pero que encuentras placentera al
descubrirla. La combinación de estas técnicas, y varias otras, logra unos porcentajes
asombrosos de acierto en la predicción de los gustos individuales. Gran parte de estos
procedimientos, por desgracia, son secreto industrial. Pero los científicos pueden
acceder en ocasiones a algunos datos y protocolos, y publicar los resultados que
obtienen.

La música es un arte en verdad singular. Su poder para manipular nuestras emociones


no solo es inmenso, sino también inmediato en un sentido literal: no precisa en absoluto
la mediación de nuestro entendimiento, como sí ocurre cuando observamos una
escultura o leemos una novela. De hecho, ni siquiera tenemos una idea clara de en qué
consiste entender una pieza musical. Sin embargo, la psicología experimental demuestra
que ciertas pautas melódicas y armonías encierran un significado automático en el que
están de acuerdo la gente con formación musical y el resto de los mortales. El ejemplo
más notable es probablemente el de los modos musicales: los oyentes de cualquier
cultura asocian el modo mayor con la alegría, el modo menor con el terror, y la
ambigüedad entre ambos (como ocurre en el blues) con la tristeza. Esto ocurre incluso
en poblaciones africanas muy aisladas que nunca han estado expuestas a la música
occidental.

La música es en cierto sentido matemática pura, como descubrió Pitágoras

Que la más abstracta de las artes pueda analizarse, clasificarse y predecirse mediante la
inteligencia artificial puede parecer paradójico. Pero la verdad es que la música es en
cierto sentido matemática pura, como descubrió Pitágoras (con precedentes
mesopotámicos, al igual que siempre). De hecho, la música es el fundamento de toda
una rama de las matemáticas. La inteligencia artificial tiene mucho que aportar a la
psicología de la estética, a la musicología y a la propia música. Cabe predecir que los
compositores la usarán pronto de forma generalizada y creativa.

La serie armónica
La serie armónica, como ya anticipó Pitágoras,
relaciona las matemáticas con la música
142
Carlo Frabetti
15 DIC 2017 - 15:55 CET
Imaginemos dos monedas de 6 cm de diámetro una encima de otra, tal como
planteábamos la semana pasada. Es evidente que la de arriba podrá sobresalir un
máximo de 3 cm, pues en ese momento su centro de gravedad (que coincide con el
centro geométrico) quedará justo encima del borde de la de abajo. Es fácil ver que, en
ese momento, el centro de gravedad de esta pareja de monedas estará en el punto medio
de su radio común, por lo que si las apoyamos sobre una tercera, la del medio solo
podrá sobresalir 1,5 cm del borde de la de abajo. Menos fácil de ver sin ayuda de una
imagen (como la que adjunta Nacho en el comentario 25 de la semana pasada) es que si
apilamos estas tres sobre una cuarta, la tercera solo podrá sobresalir 1 cm, pues, si
tomamos como unidad el diámetro de la moneda, los “voladizos” máximos son,
respectivamente, 1/2, 1/4, 1/6, 1/8, 1/10, 1/12…

Obsérvese lo deprisa que decrece el voladizo: si apiláramos monedas de 6 cm de


diámetro, la sexta solo podría sobresalir 2 mm, y a partir de ahí el desplazamiento sería
tan pequeño que no podríamos ajustarlo manualmente. Esto puede llevarnos a pensar
que el desplazamiento máximo de la moneda superior de la pila con respecto a la de
abajo del todo puede llegar a ser de unos 8 o 9 cm; pero, por increíble que parezca, la
serie

1/2 + 1/4 + 1/6 + 1/8 + 1/10 + 1/12…

crece muy despacio, pero crece indefinidamente (es lo que en matemáticas se denomina
una serie divergente), por lo que el voladizo global puede ser, en teoría, tan grande
como queramos.

A quienes posean conocimientos de matemáticas no les habrá sorprendido este resultado


tan contraintuitivo, porque la serie anterior es la conocida serie armónica

1 + 1/2 + 1/3 + 1/4 + 1/5 + 1/6…

con todos sus términos divididos por 2, y puesto que la serie armónica es divergente,
también lo será su serie mitad.

La serie armónica se denomina así porque, como ya observó Pitágoras, la longitud de


onda de los armónicos de una cuerda que vibra es inversamente proporcional a la
longitud de dicha cuerda, de acuerdo con la serie de fracciones 1, 1/2, 1/3, 1/4, 1/5, 1/6,
1/7… (aunque Pitágoras, obviamente, no comparaba longitudes de onda sino tonos
musicales).

Se puede demostrar de forma ingeniosa y sencilla que la serie armónica crece


indefinidamente. ¿Cómo?

Series convergentes

No todas las series crecen indefinidamente: hay otras, llamadas convergentes, que se
acercan tanto cuanto queramos a un valor finito, denominado límite de la serie.

La famosa paradoja de Aquiles y la tortuga nos brinda un claro ejemplo. Si la tortuga va


1 metro por delante de Aquiles y él es el doble de rápido que ella, cuando la tortuga
haya recorrido 1 m, Aquiles habrá recorrido 2 y en ese momento la alcanzará. Ninguna
paradoja, pues, si planteamos la cuestión desde el punto de vista físico. Pero desde el
punto de vista estrictamente matemático podemos decir que cuando Aquiles ha
recorrido 1 m, la tortuga ha recorrido 1/2; cuando Aquiles ha recorrido ese 1/2, la
tortuga ha recorrido 1/4; cuando Aquiles ha recorrido ese 1/4, la tortuga ha recorrido
1/8… Aquiles nunca alcanzará a la tortuga porque siempre le quedará un trecho por
recorrer. A no ser que demostremos que la suma

1 + 1/2 + 1/4 + 1/8 + 1/16…

es finita, o sea, que la serie es convergente. ¿Cómo podemos demostrarlo de forma


sencilla e ingeniosa?

Tomar conciencia
Esa historia empieza hace 22 años cuando publiqué
una columna con el título 'Aporofobia' en el 'ABC'
para señalar que solo rechazamos a los extranjeros
cuando son pobres

Adela Cortina
29 DIC 2017 - 23:27 CET

La aporofobia, el rechazo al pobre, es tan antigua como la humanidad, pero hasta hace
bien poco carecía de un nombre, y era preciso encontrarlo para poder reconocerla y
prevenirse frente a ella. Porque conocemos la xenofobia, el recelo frente al extranjero, la
cristianofobia y la islamofobia, la homofobia, y una gran cantidad de patologías que
levantan muros entre los seres humanos. El hecho de saber cómo se llaman nos permite
tomar conciencia más clara de ellas y tratar de erradicarlas.

El 20 de diciembre de este año 2017 la Real Academia de la Lengua introdujo en el


Diccionario de la Lengua Española el término “aporofobia”, dándole carta de
naturaleza en el mundo de habla hispana, y el 29 de diciembre Fundéu BBVA, la
Fundación del Español Urgente, la elige como “palabra del año”. Pero todo esto tiene
una historia.

Esa historia empieza hace 22 años cuando publiqué una columna con el título
Aporofobia en las páginas de Creación ética de ABC para señalar que no son los
extranjeros los que producen rechazo, porque los turistas son bien acogidos, incluso se
han creado para ellos unas “ciencias de la hospitalidad”, sino que molestan los pobres,
los que parece que no pueden traer dinero ni beneficios, sino solo plantear problemas.
Los refugiados e inmigrantes son tratados con hostilidad, pero no por ser extranjeros,
sino por ser pobres. Buscando en el diccionario de griego encontré ese término, áporos,
que se refiere a quien no tiene recursos, a quien no tiene salida, como ocurre con la
palabra aporía, que significa callejón sin salida.

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Más tarde publiqué un artículo con el mismo título en El País, sugiriendo incluir el
término en el Diccionario de la Lengua Española porque cuando una realidad social
malsana actúa sin ser reconocida funciona como una ideología que ejerce
clandestinamente su dominación.

Poco a poco organizaciones cívicas fueron incorporando el término para organizar


congresos, la Fundación RAIS lo utiliza para explicar mejor las situaciones de violencia
a que se ven sometidas en ocasiones personas sin hogar, el Ministerio del Interior
recurre a él para tipificar los delitos de ofensas contra los pobres, Wikipedia recogió el
término en su diccionario, Fundéu le dio también acogida. Y un buen número de jóvenes
hace sus trabajos de grado o de máster sobre la aporofobia porque están convencidos de
que es uno de los males con los que hay que acabar.

Decía Ortega y Gasset que lo que nos pasa es que no sabemos lo que nos pasa, por eso
es decisivo tomar conciencia, en este caso, de que existe la tendencia a rechazar al
pobre, incluso al cercano, al de la propia familia.

Pero, una vez puesto el nombre, es necesario dar dos pasos más, como he propuesto en
mi libro Aporofobia, el rechazo al pobre. Por una parte, indagar las causas de nuestra
tendencia a dar con tal de recibir, que excluye del juego del intercambio a los que parece
que no pueden devolver nada valioso. Y, sobre todo, intentar desactivar la propensión a
rechazar a los peor situados, potenciando el respeto a las personas concretas y
agudizando la sensibilidad para descubrir lo bueno que toda persona puede ofrecer, sin
exclusiones.

El desprecio al pobre es una violación de la dignidad de las personas concretas y un


atentado contra la democracia, que tiene por valores supremos la igualdad y la libertad
de todos los seres humanos. Por eso el objetivo prioritario del siglo XXI es erradicar la
pobreza, como indica el primero de los Objetivos del Desarrollo Sostenible, y cultivar la
propensión a cuidar de los más vulnerables.

Sospechoso guante norcoreano


Es inadmisible que Trump sabotee una posible vía de
diálogo con referencias incendiarias al tamaño de
su botón nuclear
El País
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4 ENE 2018 - 00:00 CET

El programa nuclear y de misiles norcoreano supone la amenaza más grave a la paz y


seguridad que enfrenta el mundo. Bien fuera por un intercambio nuclear o mediante una
guerra convencional, las consecuencias de un enfrentamiento armado serían
devastadoras para la península coreana y para el mundo.

Se trata de un problema para el cual no ha habido hasta ahora una solución exitosa:
tanto el diálogo y la negociación como la presión y las sanciones han fracasado. De la
perseverancia de ese desafío hablan la decena de resoluciones del Consejo de Seguridad
de Naciones Unidas que el régimen norcoreano ha incumplido en la última década. La
más reciente, aprobada el 22 de diciembre pasado como respuesta al lanzamiento de un
misil balístico de alcance intercontinental el 28 de noviembre pasado, impone un duro
régimen de sanciones a las importaciones de petróleo y maquinaria pesada norcoreanas.

Dado el hermetismo que domina las actuaciones del régimen norcoreano, es imposible
saber si la mano tendida a Corea del Sur por Kim Jong-un en su discurso de año nuevo
debe ser interpretada como una muestra de agotamiento que permita vislumbrar una
oportunidad de negociación o una estratagema para dividir a la comunidad internacional
y, especialmente, a los surcoreanos, precisamente cuando las sanciones están teniendo
éxito.

Sea cual fuera la motivación, es obligatorio, como ha hecho el gobierno surcoreano de


Moon Jae-In, explorar -con todo realismo y prudencia- las posibilidades abiertas por
Pyongyang. Lo que resulta inadmisible es que ante un problema tan grave, el presidente
Trump sabotee esa vía con referencias incendiarias al tamaño de su botón nuclear. Sus
declaraciones muestran que la política exterior de Trump solo tiene un objetivo:
alimentar el nacionalismo xenófobo y racista que le sostiene en el poder, aunque para
ello sea necesario hacer del mundo un lugar más inseguro.

Revuelta en Irán
Hastiada de la revolución, la sociedad pide apertura y
justicia social
El País
3 ENE 2018 - 00:00 CET

Las revueltas que se iniciaron el jueves pasado en la ciudad de Mashad para luego
extenderse por todo el país se han convertido en un desafío de primer orden para el
régimen iraní. La veintena de muertos y los centenares de detenidos sitúan las protestas
en una magnitud no vista desde 2009, cuando la elección fraudulenta de Mahmud
Ahmadineyad desencadenó una ola de protestas que fue sofocada sin contemplaciones
por el régimen.

Si en aquella ocasión la motivación del descontento fue sobre todo política y fue
encabezada por los universitarios en las grandes ciudades, ahora las protestas se han
originado en los incontables problemas económicos —el principal, el coste de la vida,
pero también la corrupción—, la falta de perspectivas de futuro y la frustración ante
unas reformas mil veces prometidas pero luego nunca llevadas a cabo o pospuestas sine
die. Todo ello mientras el régimen iraní invierte sustanciosos recursos en sostener a sus
aliados en Líbano, Siria, Irak, Bahréin o Yemen, peones de su rivalidad ideológica,
estratégica y religiosa con Arabia Saudí.

La diferencia entre la respuesta conciliadora del presidente Hasan Rohaní, pidiendo


escucha y diálogo, y la amenazante del líder supremo de la revolución, el ayatolá Ali
Jamenei, culpando de las revueltas a los enemigos del régimen y evocando los mártires
de la guerra con Irak en los años ochenta del pasado siglo, retratan bien la pugna entre
modernizadores e inmovilistas que caracteriza a la política iraní y las dificultades de
hacer evolucionar la teocracia fundada en 1979 por el ayatolá Jomeini hacia un sistema,
aunque autóctono, más cercano a la democracia. Pero sobre todo hacen temer una
escalada de la violencia, especialmente si los sectores más duros del régimen, con los
guardianes de la revolución a la cabeza, deciden tomar bajo su control la represión para
dar una respuesta ejemplarizante al desafío al sistema que implican las protestas.

En ese contexto, la respuesta de Donald Trump, azuzando a los manifestantes contra el


régimen, es un error mayúsculo que puede resultar contraproducente pues debilita al
presidente Rohaní y a los sectores moderados. Además de torpe, es cínica porque es
sabido el nulo aprecio de Trump por los derechos humanos y la promoción de la
democracia —que ni siquiera fueron mencionados en su discurso de investidura—. Y
menos aún por los iraníes, a los que ha incluido en su veto migratorio, cerrando o
dificultando sus posibilidades de viajar a EE UU. También es oportunista, porque
aprovecha las revueltas para cargar contra un acuerdo nuclear esencial para mantener la
paz en la región y lograr que el Irán revolucionario encauce sus demandas regionales
por cauces diplomáticos.

Hasta ahora, el Estado iraní ha mostrado disponer tanto de la capacidad represiva como
de la voluntad de emplearla para imponerse a los disidentes. Los iraníes aspiran, como
tantos en la región, a prosperar económicamente en sociedades abiertas políticamente,
en paz y libres de corrupción. Y están cansados de una revolución que aspira a
legitimarse en una lucha obsesiva contra todo tipo de enemigos, interiores y exteriores
en lugar de gobernando para ellos.

Salir del erial


Es imprescindible que se amplíe la agenda política más
allá de la cuestión catalana
Josep Ramoneda
4 ENE 2018 - 00:00 CET

El año en que vivimos pendientes de Cataluña ha dejado la política española convertida


en un erial. Solo Ciudadanos ha sacado rédito del conflicto catalán, colocándose en pista
para el relevo de la derecha si el PP no se renueva o para seguir echándole una mano si
resiste pero le necesita.

Rajoy arrastra la losa de su fracaso en Cataluña, con un triunfalismo económico que


sólo le aleja de la percepción ciudadana de la realidad. La oposición está deprimida.
Atrapado en la cuestión catalana, Pedro Sánchez no ha sabido sacar al PSOE de la
posición subalterna en que le dejó la Gestora. Y Podemos sigue en alarmante proceso de
descomposición.

Empieza un año complicado en que es imprescindible que se amplíe la agenda política


más allá de la cuestión catalana. Ocultados por el monotema supuran otros muchos
problemas —corrupción, desempleo, desregulaciones, neoautoritarismo, cambio
climático, y un largo etcétera— que no se puede permitir que queden fuera del control
político y de la visibilidad pública.

Al mismo tiempo, el panorama judicial que nos espera no ayudará ni a la reducción de


las fracturas ni a la apertura de un tiempo en Cataluña basado en el reconocimiento
mutuo y la aceptación de los límites: ni el independentismo tiene fuerza para imponer su
objetivo máximo, ni las instituciones españolas para liquidarlo definitivamente.

Hay que superar la pereza intelectual que lo reduce todo al fantasma del populismo.
Populismo es un término con muy limitado valor explicativo. La crítica del populismo
tiene un sentido muy preciso: descalificar todo discurso que se niegue a aceptar el
principio básico de la ideología dominante: No hay alternativa. Con lo cual los críticos
del populismo y el retrato que ellos hacen de lo que llaman populismo, coinciden en un
punto: el rechazo del pluralismo. Este momento es el que hay que dejar atrás. De la
simple descalificación de los que tienen la impertinencia de desafiar al statu quo hay
que pasar al reconocimiento de los problemas que están en el origen del malestar. La
política necesita que los ciudadanos la sientan útil y se vean reconocidos por ella.

España necesita una renovación: lo proclamó la irrupción de Podemos pero nadie ha


sabido darle cuerpo. ¿Cómo renovar un régimen gripado? Macron ha conseguido el
sueño del sistema: aparentar que todo cambia para que no cambie nada fundamental.

¿Qué enseña el método Macron? Que es posible alcanzar el poder si se es capaz de


armar un proyecto político atractivo desde las grietas y sobre las ruinas de los partidos
tradicionales, dejando a derecha e izquierda encalladas en divisiones internas
irreconciliables. En conclusión: el caso catalán ha demostrado que PP y PSOE están
demasiado anquilosados para afrontar desafíos de fondo con autoridad política y
suturando fracturas en vez de agrandarlas. Hay que moverse.

Abuso y autoridad
Cuando el débil pierde el miedo y se rebela contra el
fuerte, comienza una revolución que acaba con los
poderosos
José I. Torreblanca
4 ENE 2018 - 00:00 CET

Fue la sorpresa de 2017. Y seguirá ahí en 2018. Por una razón muy sencilla: cuando
algo carece de nombre no existe, pero cuando por fin adquiere uno todo el mundo lo
puede nombrar.
Piensen en la violencia de género. Hubo en tiempo en que se hablaba de “cosas de
pareja” o se disculpaba con aquello de “todas las parejas discuten”. Por tanto, era mejor
no meterse. Pero un día se le puso nombre a aquello, y las mujeres maltratadas
descubrieron que lo que a ellas les pasaba no era normal, o no debía serlo, y pudieron
comenzar a denunciar (con muchos silencios, indiferencias e insuficiencias, sí, pero
aquello ya no tuvo marcha atrás).

O en el acoso escolar. Hubo un tiempo en el que eran “cosas de niños”. Y la reacción de


padres, amigos e incluso profesores era: “Que se arreglen entre ellos”, o “si te pegan,
pega”. Así que se miraba hacia otro lado. Hasta que se le puso un nombre y se pudo
comenzar a actuar.

Con los abusos dentro de la Iglesia ocurrió algo parecido. Muchos niños y niñas,
víctimas de religiosos pederastas, no acertaban a ponerle un nombre a lo ocurrido. Y esa
ausencia de nombre hacía más fácil encubrir a los pederastas y trasladar la culpa a las
víctimas, muchas de las cuales tardaron décadas en denunciar lo ocurrido.

El acoso sexual en el mundo laboral se rige por el mismo patrón: las insinuaciones, los
toqueteos, las encerronas, promesas o amenazas de los jefes carecían de un nombre que
los hiciera visibles. Ahora lo tienen. Lo que hace más fácil denunciarlos y pararlos.

En todos los casos, la fórmula es la misma. Donde el poder se ejerce lejos de las
miradas de los demás (en el hogar, en el patio, en la sacristía, en el despacho) es más
fácil que surja el abuso. Y que ese abuso conduzca a la impunidad del agresor. Lo
relevante es que pese a ese patrón tan claro, la sociedad tiende a dudar de la palabra de
la víctima ante un agresor considerado superior (el marido, el matón, el servidor de Dios
o el jefe). Porque todos saben que cuando el débil pierde el miedo y se rebela contra el
fuerte es cuando comienza una revolución que acaba con los poderosos. El miedo es el
instrumento de los poderosos; la palabra, el de los débiles. Desde tiempo inmemorial.
@jitorreblanca

Garras digitales
La Casa Blanca inaugura el año con un preocupante
despliegue de la diplomacia tuitera
4 ENE 2018 - 00:00 CET

Donald Trump es un peligro que crece. Quienes creyeron que sería posible someterle a
control o que la púrpura presidencial le moderaría se han equivocado. Ni siquiera la
guardia pretoriana de generales retirados que le rodea en la Casa Blanca, todos ellos
veteranos halcones, pero inteligentes y prudentes, ha podido doblarle el espinazo.

El presidente es un acosador nato, desconsiderado y grosero, sin respeto por nada y para
nadie, y con un insulto siempre preparado en sus labios o en su cuenta de Twitter. Como
sucede con muchos matones, tiene una piel tan fina ante las críticas y los ataques ajenos
como afiladas están sus garras digitales.
Las horas y días de ocio, como son los del cambio de año, parecen especialmente
propicios para su desenfreno. Convencido de que tal actitud le ha dado buenos
resultados como candidato electoral y también en un primer año presidencial que sus
turiferarios consideran glorioso, ahora parece decidido a convertir su fraseo compulsivo
e improvisado en las redes sociales en el principal instrumento de la política
internacional de Estados Unidos.

En pocas horas del incipiente 2018, Trump ha intervenido con sus dardos digitales en
cuatro escenarios conflictivos, Pakistán, Palestina, Irán y Corea del Norte, en todos los
casos con resultados polémicos y desestabilizadores. Donde antes había enviados
especiales y nutridos equipos de diplomáticos, militares y agentes secretos recogiendo
datos, analizando y negociando, ahora está Trump en soledad con sus tuits nocturnos,
más eficaces según su criterio que algunos departamentos de su administración a los que
detesta y cuyos presupuestos recorta, como la secretaría de Estado o las agencias de
inteligencia, .

Al gobierno de Pakistán le ha dedicado un primer tuit del año, con la amenaza de retirar
las ayudas para combatir el terrorismo, que ha abierto una crisis diplomática con este
país esencial para la estabilidad de Afganistán y de la región. Una amenaza similar ha
dirigido a la Autoridad Palestina, a la que acusa de negarse a negociar la paz con Israel.
Y no ha faltado como blanco de sus ataques un habitual como es el líder de Corea del
Norte, Kim Jong-un, al que tanta atención había dedicado en 2017 con su calificativo de
hombre-cohete.

La versión más infantilizada de Trump compite con Kim sobre el tamaño de los
respectivos botones nucleares, lo que no oculta el revés sufrido por Washington ante la
astucia estratégica con que Pyongyang ha conseguido avanzar en su programa nuclear,
hasta situarse en posición de amenazar directamente el territorio de EE UU. Ahora, en el
momento de mayor riesgo de conflagración desde el armisticio de 1953 con el que
finalizó la guerra, es el régimen del norte el que sigue llevando la iniciativa con esta
propuesta de conversaciones que ha descolocado a la Casa Blanca.

Finalmente, los tuits de Trump en reacción a las revueltas contra el régimen de Irán son
el último avatar de una diplomacia internacional reducida al grado cero, que poco ayuda
a los iraníes opuestos al régimen y disfraza su inacción y su impotencia para influir en la
región con una verborrea provocadora e intimidatoria en las redes sociales.

Aporofobia
Ahora que tenemos palabra solo nos falta coraje

3 ENE 2018 - 00:03 CET

Llevaba años dándole vueltas, pero necesitaba tantas explicaciones que la gente se me
escapaba sin entender el meollo de la cuestión.
“Si llegaran en yate desde Siria o Marruecos con las bodegas cargadas de glamour, no
les pondríamos ni una pega”, argumentaba. “No sé por dónde vas”, soltaba el
respondón.

“Pues que cuando un hortera cierra un garito para inundarlo de champagne del bueno,
se nos escapa la admiración aunque sea un gañán y el epítome de descerebrado”,
insistía. “No te capto”, repetía el ciego de entendederas.

“Que no nos gustan ni negros, ni moros, ni gitanos, ni refugiados, ni sin papeles, ni


ancianos, ni parados, ni sin techo, ni homosexuales, ni tatuados, ni los que peinan rastas,
ni perroflautas..., pero solo si andan flojos de cartera”, decía caldeando el ambiente.
“Qué cosas dices. Nosotros no somos así, pero no se puede abrir la puerta a todo el
mundo”, sentenciaba otro acompañado por la aprobación de muchos.

Y en estas llega la Fundación del Español Urgente y dictamina que el palabro del año es
aporofobia. ¡Menudo alivio! Al menos existe un nuevo y solitario vocablo para definir
un sentimiento tan antiguo como atenazante: nos dan miedo los pobres. No se trata de su
color, tendencia, procedencia o creencias, lo que tenemos es terror al contagio. Volcados
más en el tener que en el ser, ver en otros la miseria, asusta tanto que el rechazo resulta
salvador. Ahora que tenemos palabra solo nos falta coraje. Si no nos aterrara
escucharlos, podrían contarnos que no es imposible que mañana seamos nosotros
quienes necesitemos la mano tendida de un valiente.

Pensamiento crítico
Vicenç Navarro

Lo que no se ha contado sobre las


elecciones catalanas
enero 5, 2018

Una realidad que ha pasado desapercibida en los múltiples análisis que se han hecho en
los mayores medios de comunicación españoles, incluyendo catalanes, de las votaciones
que tuvieron lugar en Catalunya el 21 de diciembre es que lo que ha sucedido en
Catalunya tiene algunos puntos de semejanza con lo que ha estado ocurriendo en otros
países a los dos lados del Atlántico Norte. Me estoy refiriendo al resurgimiento de
amplios sectores de la clase trabajadora como nuevo agente de cambio a favor de
opciones de derecha o incluso ultraderecha. En EEUU, por ejemplo, esta clase social
–la clase trabajadora- (que círculos del establishment político mediático
estadounidense apenas reconocían su existencia, asumiendo que había desaparecido o se
había convertido en clases medias) jugó un papel determinante en la elección del
candidato Trump, un candidato de la ultraderecha estadounidense que se había
presentado como el candidato antiestablishment, salvador de la patria, frente al
neoliberalismo y globalización promovidos por el Partido Demócrata gobernante, que
supuestamente estaba debilitando la identidad nacional del país.
En Francia, fue también la olvidada clase trabajadora la que fue el apoyo electoral
mayor de la ultraderecha francesa, dirigida por Marine Le Pen, en protesta a las
políticas neoliberales del Partido Socialista presidido por el Sr. Hollande (que habían
afectado muy negativamente la calidad de vida y bienestar de tal clase), y también en
rechazo a la dilución y pérdida de la identidad francesa amenazada por la integración
europea promovida por el gobierno Hollande. El cinturón rojo de París dejó así de
apoyar a las izquierdas y votó en su lugar a la ultraderecha. Una situación casi
idéntica apareció en la Gran Bretaña. En aquel país fue también la clase trabajadora
la que apoyó masivamente la salida del país de la Unión Europea como oposición al
establishment neoliberal europeo y como consecuencia de su deseo de recuperar la
identidad británica. Como bien escribió Owen Jones, autor de Chavs. La
demonización de la clase obrera (Capitán Swing, 2012), la ignorada o supuestamente
desaparecida clase trabajadora, existía y su protesta estaba abrumando a las estructuras
de poder británico, lo que culminó más tarde en el Brexit.

¿Ha pasado algo semejante en Catalunya? La aparición de la clase trabajadora como


actor político en las elecciones del 21D

No puede dudarse que, en base a los datos disponibles y fácilmente accesibles, el hecho
más notorio que ocurrió aquel día de las elecciones del 21D no fue solo la elección
-de nuevo- de la coalición independentista, liderada por Convergència (conocida
después como PDeCAT y últimamente como Junts per Catalunya, que ha
gobernado Catalunya durante la mayor parte del periodo democrático), sino
también el apoyo electoral de grandes sectores de la clase trabajadora a
Ciudadanos, uno de los partidos políticos más opuestos a Convergència, y al
establishment político mediático catalán que ha controlado durante la gran
mayoría al periodo democrático todos los aparatos de la Generalitat de Catalunya.
Este voto a Ciudadanos ha sido un voto de protesta al establishment político mediático
(nacionalista primero e independentista después) que gobierna la Generalitat de
Catalunya promoviendo a través de los medios públicos de la Generalitat, como TV3 y
Catalunya Ràdio, así como de los medios privados (todos ellos subvencionados por
fondos públicos), un nacionalismo conservador –el pujolismo-, recientemente
convertido en independentismo, que polariza Catalunya según el sentido de
identidad nacional de sus ciudadanos y, a lo cual, la clase trabajadora, de mayoría
castellanoparlante, se opone.

Pero el rechazo a Convergència (Junts per Catalunya) incluye no sólo el aspecto


identitario. Convergència (en sus distintas versiones PDeCAT y Junts per Catalunya) es
un partido de orientación liberal (es decir, neoliberal en lo económico) que gobernó
Catalunya por muchos años con un partido cristianodemócrata, Unión Democrática
(integrada hoy en el PSC), y más tarde con ERC (en alianza en el gobierno Junts pel Sí)
y con la ayuda de la CUP, un partido este último que se define como revolucionario pero
que siempre antepone el proyecto nacional al social (como también hace ERC). Su
sucesor, el PDeCAT (y su última versión Junts per Catalunya) ha sido un defensor
de las políticas neoliberales, tanto en su reforma laboral como en sus recortes de
gasto público, siendo los más extensos ocurridos en España. Ni qué decir tiene que la
gran crisis que la aplicación de tales políticas ha provocado en Catalunya, ha creado una
gran desazón en la clase trabajadora. Y la gran astucia de Ciudadanos ha sido canalizar
este enfado antiestablishment político-mediático independentista, ocultando su
neoliberalismo, presentándose como el más antiindependentista y más
antinacionalista catalán y el más español. Y, por lo visto, lo consiguió.

El apoyo electoral de la clase trabajadora catalana a Ciudadanos

El voto a Ciudadanos fue muy acentuado en los barrios obreros de Barcelona y


Tarragona, provincias que concentran la gran mayoría de la clase trabajadora en
Catalunya. El análisis electoral muestra que aquellos barrios por debajo de los niveles
medianos de renta del municipio votaron por Ciudadanos. Un análisis sobre la
procedencia del apoyo a Ciudadanos muestra claramente que provino
predominantemente de los barrios obreros, y muy en especial de Barcelona y
Tarragona, alcanzando ahí porcentajes del voto electoral de casi el 35-40% del
electorado. Ejemplos son Ciudad Meridiana, Trinitat Nova, La Marina del Prat-Zona
Franca, Vallbona, Trinitat Vella, Torre Baró, Les Roquetes o el Turó de la Peira, entre
otros, todos ellos con un nivel de renta inferior a la mediana de la ciudad de
Barcelona. Pero incluso en barrios obreros populares, con elevada densidad de la clase
trabajadora con niveles de renta semejantes e incluso ligeramente superiores al
promedio de la ciudad, como la Sagrera, el porcentaje de voto fue elevado (un 25%)
garantizando que fuera el primer ganador en la mayoría de barrios de clase trabajadora.

De lo que no se dijo sobre Ciudadanos durante la campaña electoral: su filosofía


económica es neoliberal, idéntica al PDeCAT

Ahora bien, lo que merece ser citado es que durante la campaña electoral el carácter
neoliberal de tal partido –Ciudadanos- apenas apareció. En realidad, Ciudadanos es de
la misma familia política que Convergència (que se rebautizó como PDeCAT y
últimamente como Junts per Catalunya), lo cual casi nunca apareció en la
campaña electoral. La evidencia de que sus políticas neoliberales (como la reducción
de gasto público, la reducción de impuestos, su oposición al incremento del salario
mínimo, entre otras) dañarían a las clases trabajadoras que les votaron es abrumadora.
La escasa experiencia de gobierno del partido Ciudadanos en Catalunya, la muy
buena prensa que recibieron de los mayores medios de comunicación españoles, y
la gran cantidad de recursos para promocionarse en la campaña, explican que este
componente de su doctrina económica neoliberal apenas fuera conocido por sus
votantes (ver mi artículo “La utilización de las banderas para ocultar las políticas
responsables de la gran crisis social” en Público, 18 de diciembre de 2017). Pero esta
orientación neoliberal, sin embargo, no pasó desapercibida por las clases más
pudientes catalanas que sí consideraron correctamente a Ciudadanos como el más
sensible a sus intereses. La gran paradoja del electorado favorable a Ciudadanos
fue su curva en forma de U, siendo muy acentuada entre las rentas inferiores –
clase trabajadora- por un lado, y entre las clases pudientes de mayor renta, por el
otro. El barrio barcelonés donde Ciudadanos consiguió un mayor porcentaje de
voto fue el más rico de Barcelona, Pedralbes (un 42%). Las clases dominantes
tienen siempre una conciencia de clase más desarrollada que cualquier otro grupo
o clase social. El apoyo de las clases pudientes a Ciudadanos era lógico y predecible
pues respondía a sus intereses. No así, sin embargo, el apoyo recibido por tal partido por
la clase trabajadora, que vería afectada negativamente su bienestar económico y social
por la aplicación de tales políticas.
Lo mismo ocurrió, por cierto, en EEUU. Los mayores porcentajes de apoyo a
Trump (que era el candidato que representaba con mayor crudeza a la clase
empresarial estadounidense, profundamente antisindical) provenían de los barrios
blancos más pobres (de clase trabajadora) y también de los barrios más pudientes.
La coherencia en el comportamiento electoral de las clases pudientes (que
correctamente leyeron quiénes defendían mejor sus intereses de clase) contrastó también
en aquel país con la incoherencia del comportamiento electoral de las clases
trabajadoras subalternas que priorizaron la expresión de su enfado y su
nacionalismo identitario sobre sus intereses de clase.

Había gran interés en que el tema nacional acaparara todo el tema electoral

La centralidad del tema nacional identitario ocultó e hizo irrelevante la


importancia del tema social. Y esa fue la gran victoria de las derechas el día 21D.
Los dos partidos mayoritarios, vencedores de las elecciones, uno liderando el
futuro gobierno mayoritario independentista (la antigua Convergència con el
nombre de Junts per Catalunya), el otro liderando la oposición (Ciudadanos), eran
ambos miembros del grupo europeo liberal, cuya más reciente aportación al
Parlamento Europeo fue proteger los paraísos fiscales existentes en Europa. La
centralidad en la temática de las banderas fue su gran éxito.

Lo cierto es que el debate de las banderas fue un diseño bien ejecutado por las
fuerzas dirigentes del Estado español por un lado (el PP, Ciudadanos y el PSOE) y
de la Generalitat de Catalunya, por el otro (PDeCAT o Junts per Catalunya, con la
ayuda de ERC), para no hablar de sus responsabilidades en haber causado la gran crisis
social de Catalunya (y de España). La rigidez y falta de sensibilidad del PP hacia las
demandas nacionales procedentes de Catalunya, le suponía réditos electorales en el resto
de España. Y el “procés” diseñado por los independentistas hacia la independencia
exprés, así como las tensiones generadas, eran necesarias para aumentar sus bases
electorales, que lograron ampliar. Las detenciones y “exilios” movilizaron el apoyo
electoral al independentismo. Y puesto que a ambos partidos tampoco les interesaba
que se reavivara el eje derechas versus izquierdas (por su gran vulnerabilidad si
ello hubiera ocurrido) no hubo interés en salirse del tema nacional.

La enorme dificultad de cambiar el tema electoral pasando del tema nacional al


tema social

En estas circunstancias, las izquierdas catalanas como Catalunya En Comú-Podem


lo tuvieron muy difícil para romper esta polarización, pues a todos los otros partidos
(que todos ellos, excepto la CUP, habían realizado y puesto en marcha políticas
neoliberales) les hubiera perjudicado el cambiar de tema centrándose en la enorme crisis
social existente en Catalunya. Tanto el PP como el PDeCAT (Junts per Catalunya)
habían sido protagonistas de las reformas neoliberales como la reforma laboral y los
enormes recortes al gasto público social. En cuanto al PSC, su credibilidad estaba
también limitada pues su partido hermano, el PSOE, había iniciado las políticas
neoliberales y no ha habido hasta hoy una crítica seria de tal pasado. Referente a
ERC y a la CUP, tales partidos siempre, en su apoyo al independentismo, habían
antepuesto el tema independentista sobre cualquier otro, apoyando unos
presupuestos que reprodujeron gran parte de las políticas neoliberales.
¿Por qué ahora la clase trabajadora catalana votó a la derecha ultraliberal?

La respuesta a esta es relativamente fácil. En realidad, es fácil de entender por qué el


cinturón rojo de Barcelona ha votado naranja dejando de votar rojo o morado en
estas elecciones. No hay ninguna duda de que, de la misma manera que el PP ha
sido el mayor fabricante de independentistas, el gobierno independentista de Junts
pel Sí ha sido el mayor fabricante de Ciudadanos en Catalunya. Cada vez que la
coalición gobernante en Catalunya de Junts pel Sí se define como representante del
pueblo catalán hiere los sentimientos identitarios de muchos de los catalanes no
independentistas que reclaman también ser españoles y que, por cierto, son la mayoría
de ciudadanos que vive en Catalunya. No hay duda que la máxima causa de que
grandes sectores de la clase trabajadora en Catalunya votara a Ciudadanos se debe
al éxito de canalizar el sentimiento español a través suyo.

En la misma manera en que, nunca antes en Catalunya, los independentistas habían


mostrado mayor agresividad en el desarrollo de su “procés”, nunca antes había habido
una respuesta igualmente contundente por el sentido de pertenencia a España. Tenía que
haber sido claro desde el principio para las izquierdas catalanas no independentistas que
un adversario mayor para ellas sería Ciudadanos que utilizaría la defensa de la
españolidad para movilizar ampliamente a la clase trabajadora a su favor. Debiera
haber sido necesario mostrar que detrás del supuesto “patriotismo” español estaba
la versión más “dura” del neoliberalismo. Y los datos así lo muestran claramente.
El trasvase de votos desde las izquierdas no independentistas a Ciudadanos ha sido
importante y significativo. Más de un 25% del voto a Catalunya En Comú-Podem y
cerca del 36% del voto al PSC en 2015 fueron a Ciudadanos el 21D. Naturalmente que
hubo también una transferencia en sentido contrario, pero mucho menor (Toni Rodon,
“On han anat els vots del 27-S aquest 21-D?”, Naciódigital, 24 de diciembre de 2017).

Pero existió otro problema del que tampoco se habla

Pero el problema mayor que tienen las izquierdas catalanas no independentistas es su


dificultad a la hora de canalizar el sentimiento de ser español porque la visión
hegemónica hoy en este país del Estado español es la versión monárquica y ello como
resultado del gran dominio que las derechas tuvieron durante la Transición, ayudadas
por el transformado PSOE que abandonó parte de su bagaje ideológico durante ésta,
resultado de las presiones del Ejército y de la Monarquía. El bipartidismo era el eje de
un sistema monárquico que el PSOE hizo suyo.

La visión monárquica de España, sin embargo, nunca fue popular en Catalunya.


Por mucho que las izquierdas catalanas estuvieran en desacuerdo no sólo con la
secesión propuesta por los independentistas sino también en la manera tan
irresponsable que los independentistas habían propuesto alcanzarla, no les era
fácil salir en defensa del Estado español, incluyendo de la bandera borbónica, una
bandera muy semejante a la que enarbolaron y el mismo himno que las tropas
franquistas –que se llamaron a sí mismas los nacionales- cuando ocuparon el
territorio catalán. Cuando la marcha en oposición a la independencia se organizó,
fueron los partidos monárquicos los que la lideraron. Era difícil para un español
republicano sentirse cómodo con tal identificación.
El enorme coste de la desmemoria histórica y la necesidad de las izquierdas de
redefinir España

Y ahí nos lleva al punto clave de la respuesta a la pregunta que inicia tal sección:
grandes sectores de las izquierdas catalanas no se sienten identificados con esta España
monárquica. La lucha por la plurinacionalidad de España es fundamental y, además,
tenemos que crear otro sentimiento de pertenencia a un proyecto común y para ello las
izquierdas necesitan recuperar temas olvidados o dejados de lado en la suficiente
recuperación de la memoria histórica. Esta falta de recuperación explica que,
paradójicamente, las dos banderas (la estelada y la borbónica) más utilizadas por
los dos bandos durante la campaña electoral, sean banderas partidistas en
extremo. Pero hay que darse cuenta que para la mayoría de catalanes la bandera
catalana no es la estelada sino la “senyera”. Y muchos catalanes que nos sentimos
españoles no nos sentimos identificados con la bandera que representa el Estado
monárquico. La bandera española para millones de españoles y catalanes era, y
continúa siendo, la bandera republicana.

Soy consciente del argumento, que encuentro también razonable, de que la juventud ha
sido socializada (a través del fútbol y otras competiciones) identificando la bandera
borbónica como la española, y que introducir la republicana puede retrotraernos a una
época pasada.

Pero hay que ser conscientes, por otra parte, que mantener la monárquica como la única
representante para definir España (aunque es lo que instruye la ley y la Constitución) es
contribuir a una pérdida de identidad. Supone también la desaparición de un punto de
referencia en la consideración de alternativas al proyecto monárquico actual. No es por
casualidad que el Estado sea tan intolerante hacia el uso de tal bandera republicana.
Basta recordar al súperpatriota españolista, Presidente de las Cortes Españolas, el
socialista José Bono, prohibiendo a los combatientes republicanos que visitaron tal
institución, enarbolaran la republicana.

De ahí que se necesite un respeto tanto a las personas que ya han sido socializadas a
considerar la bandera borbónica como la española, y a aquellos que consideran la
republicana como la suya, recuperando un significado y una visión de España distinta a
la actual. Aplaudo en este sentido la excelente presentación del senador de Podem
Catalunya, Óscar Guardingo, en su intervención en el Senado, en la comisión sobre la
aplicación del 155, con una crítica convincente del comportamiento de los herederos del
franquismo, cuando resaltó que había otra España, terminando su presentación con los
colores de la bandera republicana. Era una crítica a una versión dominante de lo que es
España, a la cual se le recordaba que el espíritu de la España republicana continuaba
existiendo.

Las banderas republicanas españolas tenían que haber aparecido en las marchas
en Catalunya frente al neoliberalismo y frente al independentismo. Sin complejos,
herederos de aquellos que han hecho más por este país, sintiéndonos españoles no
monárquicos, y descontentos con el Estado español controlado por la derecha
española de siempre, así como con la Generalitat de Catalunya, que continúa
controlada también por la derecha catalana de siempre. No ser conscientes de ello
lleva a una situación en la que los dos partidos mayoritarios en Catalunya son el
gobierno de Junts per Catalunya por un lado, y Ciudadanos por el otro, ambos de
la misma familia política neoliberal. El primero ocultando sus políticas detrás de la
estelada y el segundo ocultando sus políticas neoliberales bajo la bandera borbónica.

Pero en esta redefinición, lo más importante no son los colores de las banderas sino el
significado de los conceptos. Patria tiene que decir calidad de vida, y nación el
bienestar de las clases populares que la constituyen. Y sí, utilizando estos criterios
pueden hacerse listas de quién es más patriota en este país. No es el que la tiene más
larga (la bandera) sino el que ha beneficiado más a la mayoría de la población a través
de las políticas públicas que mejoren su calidad de vida y su bienestar. Y hoy las
derechas “súperpatriotas” de los dos lados del Ebro suspenden dramáticamente. El
deterioro de la calidad de vida, resultado de la enorme crisis social que existe tanto en
Catalunya como en el resto de España, es resultado de los años de gobiernos de derecha
“súperpatriotas” en este país. Y, en cambio, de ello ni siquiera se pudo hablar durante la
campaña. Y ahí está el triunfo de los de siempre. Así de claro.

ANTONIO DIÉGUEZ / CATEDRÁTICO DE LÓGICA Y FILOSOFÍA DE


LA CIENCIA

“La inmortalidad implicaría la


desaparición del yo, y solo un yo puede
tener experiencias”
Roberto Valencia

7 de Enero de 2018

CTXT está produciendo el documental 'La izquierda en la era Trump'.


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Los hombres mueren: estas tres simples palabras encierran la gran tragedia privada y
pública de nuestra especie. Somos artefactos biológicos construidos para no perdurar,
para permanecer en activo unos pocos años antes de nuestra desintegración final. Esta
verdad, tan difícil de aceptar por la conciencia, supone una condena y un reto. ¿De qué
modo puede asumirse? ¿Se puede hacer algo al respecto? Desde hace unos años, una
corriente tecno-científica llamada transhumanismo centra sus esfuerzos en investigación
en rebatir el dominio de la muerte. Tanto es así que algunos de sus representantes han
prometido que la inmortalidad está a la vuelta de unos pocos años. El catedrático de
Lógica y Filosofía de la Ciencia en la Universidad de Málaga, Antonio Diéguez, ha
estudiado esta promesa en su libro Transhumanismo (Herder, 2017), desmantelando
parte de las promesas transhumanistas y ofreciendo un importante caudal de
pensamiento crítico al respecto. En la siguiente entrevista partimos de sus conclusiones
para reflexionar sobre la utopía de la inmortalidad y su reverso más realista.
Has estudiado a fondo el transhumanismo, el movimiento tecno-cultural que ha
prometido, entre otras cosas, “vencer a la muerte”. Es obvio que el deseo de
inmortalidad ha acompañado al ser humano desde el inicio de la vida racional,
pero la promesa de los científicos transhumanistas vuelve a agitar nuestros anhelos
más recónditos. Mi primera pregunta es: ¿estamos moral y filosóficamente
preparados para ser inmortales?

La inmortalidad en sentido literal, es decir, entendida como la imposibilidad de morir


estando ya vivo, es una noción que solo vale para la ciencia ficción.

No estamos ni moral ni filosóficamente preparados para la inmortalidad porque es


imposible estarlo. La inmortalidad es algo estrictamente inconcebible, aunque podamos
designarla con un término que aparenta tener un significado bien determinado. No es
algo que podamos incluir en una unidad, y por ello el concepto nos engaña haciéndonos
pensar que se refiere a algo definido con precisión. Para empezar, no está nada claro
quién (o qué) sería el sujeto de dicha inmortalidad. Incluso cuando el creyente cristiano
piensa en la inmortalidad del alma, o del alma junto al cuerpo glorioso tras la
resurrección de los muertos, es decir, cuando piensa en una “vida” en el más allá, solo
es capaz de imaginar la repetición indefinida de sus actos (en este caso, la
contemplación de la divinidad), o, si se quiere, en una sucesión interminable de
episodios, pero eso no abarcaría más que un pequeño trozo de esa inmortalidad: aquel
en el que el sujeto aún seguiría siendo algo parecido a lo que fue en un primer momento.
Además, esa forma de verlo asume que la inmortalidad se daría en un tiempo sin fin,
pero hay quien considera que es más acertado entenderla como una existencia fuera del
tiempo, lo cual la hace aún más inconcebible. La inmortalidad en sentido literal, es
decir, entendida como la imposibilidad de morir estando ya vivo, es una noción que solo
vale para la ciencia ficción. Hay organismos, como la hidra, con una vida de duración
indefinida, pero ni siquiera eso puede ser considerado como inmortalidad. En ese
sentido, la muerte nos es de lo más natural; si bien la nuestra propia siempre se nos
antoja como innatural, tan innatural como solo puede ser la nada.

Si la promesa de la inmortalidad es inconcebible, ¿de qué modo se sitúa la ciencia


médica respecto a esta imposibilidad?

La investigación biomédica no trata de proporcionarnos la inmortalidad, ni siquiera


como ideal. Bastante tiene con mantener la salud de los sanos y curar de sus dolencias a
los enfermos. La muerte es otra cosa, que le pasa, por cierto, tanto a los enfermos como
a los sanos cuando llegan a viejos. Uno se puede morir sanísimo. De hecho, a eso es a lo
que yo aspiraría, a morir muy tarde y muy sano, y creo que es una aspiración más
sensata que la de la inmortalidad. Para conseguir satisfacerla, la ayuda de la
investigación biomédica es fundamental. El envejecimiento, por otro lado, no es una
enfermedad. Sobre esto se ha discutido mucho, pero parece haber un cierto consenso al
respecto. La pretensión de considerar el envejecimiento como una enfermedad curable,
o al menos, como una enfermedad que podemos prevenir indefinidamente, no solo
encierra supuestos teóricos discutibles, sino que viene empujada a menudo por intereses
poco científicos. Si se aceptara alguna vez que el envejecimiento es una enfermedad, los
sistemas de seguridad social de aquellos países que los tuvieran se verían presionados
para pagar los medicamentos anti-envejecimiento, que hoy se venden a precio de oro en
muchos casos, sin que su eficacia esté probada.
¿Y qué hay del dolor? Es una pregunta muchas veces realizada, pero me gustaría
saber tu opinión: ¿qué papel juega el dolor en nuestras vidas?

Es una cuestión muy diferente. El dolor no propicia la muerte, sino todo lo contrario. Su
función biológica es la de evitar la muerte al avisarnos de situaciones peligrosas para el
organismo y motivarnos para eludirlas. El dolor es algo enormemente útil. Los
vertebrados (aunque en el caso de los peces esto es aún controvertido), y posiblemente
algunos invertebrados con un sistema nervioso complejo, como los cefalópodos, y en
especial el pulpo, sienten dolor ante cualquier estímulo interior o exterior que pone en
peligro sus vidas (aunque haya también disfunciones en este mecanismo, como dolores
ficticios en miembros amputados, dolores ante estímulos no nocivos, o dolores
inespecíficos). Para experimentar dolor no hace falta un alto grado de consciencia. Hay
indicios de que los peces sienten dolor, y sin embargo el grado de consciencia que les
suponemos es muy pequeño. Sin el dolor, ningún vertebrado sobreviviría mucho
tiempo. Acabaría desangrado, infectado, amputado, quemado, congelado o aniquilado
por los parásitos. El dolor indica un daño en los tejidos que debe ser atendido por el
organismo, retirándose del estímulo en ese momento o poniendo remedio al daño si es
que sabe y tiene la capacidad de hacerlo. Sobre todo, su función es hacer que el
organismo evite en el futuro nuevos daños. El organismo aprende rápidamente cuál fue
la causa de su dolor y procura no repetir la experiencia.

Imaginar la inmortalidad es algo que solo unos pocos privilegiados han podido
hacer (Borges, Simone de Beauvoir). Incluso los científicos transhumanistas
parecen no poder hacerlo. ¿No es un contrasentido?

No creas. Los transhumanistas le echan mucha imaginación al asunto. Otra cosa es que
la inmortalidad que imaginan pueda ser tomada siempre en serio. En algunos casos se
parece a una perpetua Disneylandia; en otros, tiene unos tintes místicos de unión
espiritual con otras mentes o con el cosmos que recuerdan más a una religión que a otra
cosa. No es extraño que hayan empezado a surgir orientaciones religiosas dentro del
transhumanismo. En realidad, sobre este asunto hay muy pocas imágenes nuevas que
puedan añadirse a las que ya nos han proporcionado las tradiciones religiosas con sus
diferentes escatologías. Los transhumanistas, pese a su esfuerzo imaginativo, no van
mucho más allá de introducir abundante tecnología allí donde antiguamente se
imaginaban huríes, banquetes interminables, paraísos en la tierra, o comunión espiritual
de los santos.

¿Revela esta incapacidad de imaginar la inmortalidad nuestro origen animal? ¿Lo


azaroso de la razón humana?

Muy posiblemente, aunque la razón humana ha podido despegarse imaginativamente en


múltiples ocasiones de lo que podría esperarse por su origen animal. Ha podido
imaginar números transfinitos, que, puestos a imaginar científicamente, es lo más
parecido que encuentro a la inmortalidad.

Si la ciencia lograra vencer a la muerte, ¿constituiría la inmortalidad un horizonte


deseable en términos sociales, políticos y ecológicos?

La ciencia nunca logrará vencer a la muerte, al menos si hacemos caso del segundo
principio de la termodinámica.
La ciencia nunca logrará vencer a la muerte, al menos si hacemos caso del segundo
principio de la termodinámica. Todo tendrá un final. Lo que sí se conseguirá
posiblemente es alargar la vida de los seres humanos de una forma muy significativa,
quizás hasta los 122, la edad máxima que alguien ha podido vivir hasta ahora, quizás
bastante más. Habrá que verlo. Será muy difícil, pero no parece que sea imposible. La
ballena boreal, un mamífero como nosotros, puede vivir más de 200 años. Obviamente,
una perspectiva de extensión semejante en la esperanza de vida de los seres humanos,
sin cambios radicales en nuestra tecnología y nuestro sistema económico, sería
catastrófica. Habría que ralentizar o detener por completo el número de nacimientos si
no queremos que la superpoblación acabe con cualquier posibilidad de subsistencia, y
eso tendría repercusiones sociales enormes. Significaría que unas pocas generaciones,
dos o tres, habrían decidido convertirse en los ocupantes permanentes de este planeta,
en sus dueños definitivos. Quizás pueda pensarse que no hay motivo para lamentar que
generaciones aún no nacidas no tengan ninguna oportunidad de venir a la existencia.
Después de todo, si no existen, no pueden sufrir ningún daño ni ninguna injusticia. Pero
no está claro que el ser humano no necesite de las nuevas generaciones para no
estancarse como especie cultural e histórica. Podríamos tener un cuerpo
permanentemente joven y aun así nuestra mente envejecería hasta dejar de tener ideas
arriesgadas y verdaderamente novedosas; hasta dejar de ambicionar cambios sociales y
políticos sustanciales. La perspectiva de un planeta convertido en multitudes de jóvenes
con mente de jubilados no parece muy halagüeña. Para mantener el impulso histórico y
vital, no bastaría con cuerpos inmortales, habría que potenciar también la mente. Y, sin
embargo, incluso una mente mejorada estaría sometida al envejecimiento, por el mero
hecho de ser una mente experimentada.

Déjame que retome la utopía por un momento. Si se lograra consiguiera la


inmortalidad, ¿sería un logro democrático (al alcance de todos) o aristocrático?

Casi cualquier tecnología novedosa ha estado en sus comienzos al alcance de muy


pocos. Solo de aquellos que podían permitírsela en esas fases iniciales, en las que su
precio suele ser muy alto. La esperanza de los transhumanistas es que, al igual que ha
sucedido en otras ocasiones, a medida que la tecnología se desarrolle y expanda, sus
precios bajarían y estarían a disposición de casi todos, y para los pocos excluidos
siempre quedaría el recurso a las políticas públicas de redistribución y seguridad social.
El problema es que, si el tiempo que se tarda en procurar un acceso igualitario a dichas
tecnología de mejora es lo suficientemente largo, las desigualdades económicas iniciales
habrán quedado ya cristalizadas sin remedio en desigualdades aún mayores de tipo
genético. Los ricos serán genéticamente diferentes de los pobres, y una brecha así sería
insalvable, porque minaría cualquier atisbo de solidaridad humana. Téngase en cuenta
que llevar la delantera en este asunto puede implicar pertenecer ya a otra especie
biológica.

Este nuevo impulso del transhumanismo por vencer la muerte y por lograr un
mejoramiento radical del ser humano, ¿revela el fracaso de las religiones, de la
filosofía o de la cultura?

Más bien revela la persistencia de las esperanzas de trascendencia que las religiones y
ciertas filosofías han querido siempre alimentar. O quizás revela que estamos
programados para desear la persistencia en el ser, por miserable que sea nuestra vida.
Desde un punto de vista evolutivo, somos máquinas de pervivencia. Por eso la búsqueda
de la mejora humana por medios tecnológicos ha estado presente en nuestra especie
desde sus orígenes mismos, como ya señaló Ortega. La tecnología es el modo en el que
el ser humano ha conseguido pervivir en este planeta, y lo hace transformando el
planeta entero en un entorno artificial apropiado. Es ahora cuando notamos con claridad
los efectos de estar en una nueva era, el Antropoceno. Pero el ser humano comenzó a
generarla desde el primer instante de su existencia. Los seres humanos han vivido
siempre en una naturaleza 2.0. La naturaleza como tal, la originaria, la prehumana, nos
es bastante ajena, y quizás por eso soñamos que podemos prescindir de ella y no
percibimos con la contundencia debida la amenaza de su destrucción previsible.
Creemos ingenuamente que cuando las cosas empiecen a ir mal aquí, nos mudaremos a
Marte o a otros planetas fuera del Sistema Solar. Creemos que esta naturaleza es como
la piel mudable de una serpiente: nos procuraremos otra cuando se nos agote. Esta
mentalidad no encierra un fracaso de las religiones ni de la cultura, sino que ella misma
es una manifestación de ese sentido de trascendencia sobre lo natural que las religiones
y la cultura tradicional han sostenido. Solo en las últimas décadas hemos empezado a
comprender sus límites. Ortega, de nuevo, lo vio con claridad: somos centauros
ontológicos, en parte naturales y en parte extranaturales. La naturaleza no es nuestro
lugar, pero tampoco podemos prescindir de ella, al menos mientras sigamos siendo
humanos. No podemos renunciar a nuestra voluntad de autocreación, pero tampoco
podemos desembarazarnos de nuestro pasado, de los proyectos vitales que hemos sabido
que fueron exitosos y fructíferos, y que en el fondo buscamos recrear.

El problema es que estamos concibiendo y ejecutando bastante mal nuestra


voluntad de autocreación. Parecemos una especie empeñada en desarrollar nuestro
potencial de autodestrucción (guerras, amenaza nuclear, desastre ecológico...). No
creo demasiado en los determinismos, pero ¿no parece que esa supuesta libertad de
autocreación sigue un guion de destrucción del que no podemos escaparnos?

Pues me temo que tienes razón, que eso es lo que parece. Pero como yo no creo
tampoco en el determinismo tecnológico, ni en el histórico o social, no puedo aceptar
que no haya escapatoria posible. Como dice Jorge Riechmann, un admirado colega
filósofo y poeta al que leo y escucho siempre con gran atención, estamos en el siglo de
la Gran Prueba. Nos vamos a jugar nuestro futuro como especie en los próximos años.
Todavía no está decido que el final sea el desastre, pero lo que sí parece muy claro es
que para evitarlo nuestro modo de vida tiene que experimentar cambios radicales, más
profundos de lo que habitualmente se supone. No basta con reciclar los plásticos y
pasarse al coche eléctrico. Todo el sistema económico debe transformarse. La cuestión
es si estaremos dispuestos a hacer dichos cambios cuando le veamos de verdad las
orejas al lobo, y si no será para entonces demasiado tarde. Hay quienes confían en que
la tecnología venga una vez más a salvarnos, pero yo no apostaría solo a esa carta. Es
más, apostar solo a esa carta es parte del problema. Es uno de los reproches principales
que cabría hacerle al transhumanismo. Su tecnoutopía no solo incluye mejores
tecnologías –máquinas superinteligentes entre ellas– que supuestamente paliarán e
incluso revertirán la depredación que hemos practicado sobre nuestro planeta, sino que
promueve la aplicación directa de las biotecnologías al ser humano para limitar el
deterioro causado o para adaptarnos a él. Así, se nos dice que podríamos intentar la
mejora moral del ser humano mediante manipulación genética, de modo que un
aumento en la empatía conduzca a una disponibilidad mayor para aceptar sacrificios en
nuestro bienestar en favor del bien común; e incluso se nos sugiere la posibilidad de
rediseñar genéticamente a los seres humanos para que consuman menos recursos y
soporten mejor un clima más cálido o una mayor presencia de toxinas en el medio
ambiente.

Heidegger definió el hombre como el ser-para-la-muerte. ¿Cómo sería el ser-para-


no-la-muerte? A tu juicio, ¿acertaron Borges y Simone de Beauvoir en sus textos
literarios?

Borges describe muy bien el inimaginable tedio de la inmortalidad. Esta ha sido, por
otra parte, la acusación más repetida contra la idea misma de inmortalidad, aunque la
réplica que se ha dado no es menos atendible: más tedioso es estar muerto. No estoy
muy seguro de que nos enseñe mucho caracterizar al ser humano como un ser-para-la-
muerte, pero sí parece que sin la consciencia de la muerte, nuestras acciones, nuestro
proyecto de vida, nuestras relaciones con los demás, nuestro apego por ciertos lugares o
ciertas cosas, se verían seriamente trastornados. Como dice Borges en “El inmortal”:
“Todo, entre los mortales, tiene el valor de lo irrecuperable y de lo azaroso”. Sin la
consciencia de la muerte nada podría ser visto como único, como especial. Todo
acontecería bajo la perspectiva de una posible repetición.

Escribe Hannah Arendt “los hombres, aunque han de morir, no han nacido para
eso, sino para comenzar”. ¿Significa esto que la aceptación de la muerte es una
empresa imposible para la razón o para el espíritu?

Yo lo interpretaría más bien en el sentido de una crítica o corrección a su maestro


Heidegger. Habría que ver el contexto, pero supongo que lo que quiere decir es que el
ser humano no es un ser-para-la-muerte, sino alguien volcado siempre a la esperanza de
un nuevo comienzo, aunque sepamos que la muerte acabará finalmente con cualquier
proyecto o empresa que iniciemos. La muerte de los demás la aceptamos como normal,
incluso la de los seres queridos, al menos con el tiempo. La muerte propia es siempre
una posibilidad que sabemos que algún día se hará real, pero la contemplamos como si
fuera a ocurrirle a un yo futuro que aún no somos, y en ese sentido la aceptamos solo a
medias.

La muerte supone tanto un límite de la experiencia como un límite de la vida.


Respecto a lo primero, ¿es cierto que la cancelación de la muerte supondría la
cancelación de los límites de la experiencia?

La inmortalidad implicaría la desaparición del yo, y solo un yo puede tener


experiencias. La cancelación de la muerte no sería una cancelación de los límites de la
experiencia, sino una cancelación de toda experiencia, esto es, de toda experiencia
significativa sentida por un yo. Borges coincide en ello cuando escribe que la
inmortalidad sería para cualquier persona una forma de “dilatar su agonía y multiplicar
el número de sus muertes”.

¿La muerte supone un garante de que la vida puede tener un sentido?

Creo que la respuesta queda implícita en lo ya dicho. Una vida de duración indefinida
deja en algún momento de tener el sentido de una vida coherente y unificada. Se
convierte en una sucesión de vidas, o mejor, de episodios vitales deslavazados y sin una
narrativa que los unifique. Llegaría un momento en que cualquiera que viviera sin fin en
el sentido temporal viviría también sin fin en el sentido teleológico, a no ser el de la
mera pervivencia. Podría cambiar de fines, quizás tantas veces como quisiera, pero
cuanto más lo hiciera, más dificultades tendría en poder articular toda esa concatenación
de proyectos renovados como una senda recorrida por el mismo sujeto que la inició.
Obviamente, todo esto no son más que suposiciones. Habrá que esperar a que podamos
conversar con un inmortal para confirmarlo.

Volviendo al transhumanismo, los avances de sus científicos tratan, sobre todo de


intervenir sobre el cuerpo como cuerpo, y cuando trasladan sus objetivos a la
mente, es para tratar de idear mecanismos de control de las conciencias y de las
conductas. ¿Revela esto alguna perversión totalitaria de estos de los científicos?

Son pocos los científicos que se adhieren sin ambages al transhumanismo, aunque hay
que admitir que algunos de los que lo hacen muestran una verdadera falta de
sensibilidad por el sufrimiento que sus ideas podrían causar, y que su confianza absoluta
en que el camino a seguir es el que ellos trazan pone de evidencia que atienden muy
poco a los deseos y a la voluntad de los demás. Sólo así puede entenderse, por ejemplo,
que haya quien reclame la resurrección de un neandertal mediante la biotecnología. Yo
no diría que hay entre los transhumanistas, sean científicos o no, un afán especial por
controlar la mente de las personas, sino que más bien lo que parecen manifestar es una
confianza excesiva en que el uso completamente libre de la tecnología conducirá
necesariamente a consecuencias beneficiosas para todos. Más que síntomas de
totalitarismo, lo que muestran es una visión de la sociedad y del papel de la ciencia y la
tecnología cercana, por no decir bastante coincidente, con la que preconiza el
neoliberalismo. Pero en el movimiento transhumanista hay de todo, y también hay
socialistas.

Al respecto de esto, tengo que preguntarte si la filosofía, el arte o la cultura saben


algo sobre la vida que la ciencia no sabe. La ciencia, en su empeño técnico de
dominar el medio natural, obvia este tipo de consideraciones sobre la imposibilidad
de la inmortalidad o el hecho de que ésta pueda no ser algo aconsejable. Te pido
disculpas por una pregunta tan general. Pero, ¿está la ciencia ensimismada?
¿Debería dejarse influir más de lo que lo hace por el arte o el pensamiento?

Claro que la filosofía y el arte saben cosas que la ciencia no sabe. Pretender lo contrario
delataría un cientifismo poco justificable, aunque algunos, como Stephen Hawking,
estén empeñados en defenderlo desde su autoridad como científicos, y desde sus escasos
conocimientos filosóficos, todo hay que decirlo. Pero ciertamente no se puede
generalizar esta posición. Un prestigioso científico español, catedrático de Genética en
la Universidad de Valencia, que también es filósofo, Andrés Moya, distingue en algunas
de sus publicaciones entre la ciencia fáustica y la ciencia prometeica. Creo que es una
distinción bastante iluminadora para entender lo que está sucediendo, e incluso una
buena propuesta para hacer mejor ciencia, o una ciencia más humana, como habría
dicho Feyerabend. La ciencia fáustica toma su nombre del personaje de Goethe.
Recordemos que Fausto, revirtiendo el comienzo del evangelio de San Juan, afirma: “en
el principio era la acción”. Para la ciencia fáustica lo principal no es “la palabra”, el
“logos” –la comprensión o el entendimiento, vale decir–, sino la transformación, la
manipulación de la realidad, el afán de dominio, como bien señalas. La ciencia
prometeica, en cambio, estaría interesada antes en la comprensión que en la acción. Se
preocupa de no actuar a ciegas o con información insuficiente. La acción solo puede
venir tras un profundo conocimiento de los “porqués” y los “para qué”, es decir, de los
fundamentos teóricos, de las consecuencias previsibles y de los fines a los que debe ir
dirigida. Podría decirse que la ciencia prometeica muestra que otra ciencia (diferente a
la fáustica) es posible. Ya sé que afirmar esto no va a cambiar nada, y que la
tecnociencia sigue su marcha, pero si lo decimos y lo creemos cada vez más personas,
quizás en el futuro sí pueda cambiar algo en el modo de hacer ciencia. Al fin y al cabo,
la ciencia es un elemento de nuestra cultura y, como tal, puede ser influido por otros,
como ha sucedido a lo largo de la historia, por mucho que hoy la influencia vaya sobre
todo en el otro sentido: de la ciencia al resto de la cultura.

¿Qué crees que pensaría un transhumanista que leyera esto que has dicho un poco
antes de que la ciencia nunca logrará vencer a la muerte?

Depende de lo radical que fuera en sus convicciones. Los más moderados no estarían
muy lejos de lo que digo. Los más radicales pensarían que me equivoco y que soy
demasiado escéptico con respecto a las posibilidades que nos abren las nuevas
tecnologías.

Desde tu posición de filósofo, ¿cómo afrontas el destino nada ficticio de la muerte?

Ante todo quejándome poco de que ese sea mi destino, como el de todos, y pensando
menos aún en él. Eso del memento mori no va conmigo. Ya que estamos aquí sin que
nadie nos haya preguntado, lo mejor es llevar con dignidad este hecho, disfrutar de la
vida lo que se pueda, preferiblemente de las cosas más sencillas, que suelen ser las más
agradables de frecuentar, buscar la compañía de los seres queridos y tratar de dejar un
grato recuerdo en aquellas personas que lo conservarán durante unos años. Esa
existencia extra proporcionada por la persistencia de nuestro recuerdo también es
llamada “inmortalidad”, sobre todo cuando dura muchas generaciones. Aspirar a ella no
está mal, pero desde luego no sirve para compensar una vida desperdiciada.

Has expresado varias veces que la mortalidad es nuestro destino más probable. De
acuerdo con esto, ¿qué concibes a modo de esperanza?

La muerte no es nuestro destino más probable, sino que es nuestro destino inevitable. La
esperanza la dejo para cosas concretas en la vida cotidiana.

La muerte no es nuestro destino más probable, sino que es nuestro destino inevitable. La
esperanza la dejo para cosas concretas en la vida cotidiana. Ayuda a hacerla más
llevadera. Tengo esperanza en que España consiga resolver problemas que viene
arrastrando desde hace siglos, porque he visto cómo ha conseguido hacerlo con algunos
de ellos. Tengo esperanza en que consigamos erradicar la guerra y la pobreza, como las
mises de los concursos de belleza, porque es factible y porque hemos hecho progresos
significativos hacia ese fin en las últimas décadas. Tengo esperanza en que a mis hijas
les vaya bien en la vida. Todo esto es realista, alcanzable, y pensar en ello me facilita la
existencia, así que es ahí donde pongo mis esperanzas. Por supuesto que me gustaría
tener esperanzas más trascendentes. Me gustaría que la muerte no fuera un final, pero
dicho esto, ya no sabría cómo terminar la frase.

¿Crees que tener conocimientos sobre ciencia y filosofía ayuda a aceptar el aciago
destino o nos nubla la vista con un horizonte trágico nada beneficioso para el
ánimo?
En muchas ocasiones sí, pero creo que en este asunto ayuda más la filosofía que la
ciencia. La ciencia puede mostrarte la maravilla y majestuosidad del universo, la belleza
de su orden, la complejidad de su urdimbre, la sutileza de sus detalles, y ello suscita una
sensación estimulante de comprensión y de reconciliación con la naturaleza, pero
finalmente el mensaje que deja es desolador: todo esto es indiferente a tus cuitas y a las
del resto de tus congéneres. La filosofía, en cambio, ha buscado siempre algún consuelo
a esa indiferencia cósmica. Supongo que de ahí viene la expresión “tomarse las cosas
con filosofía”. Pero en la filosofía encuentras de todo. Encuentras filósofos del
consuelo, como Epicuro o Marco Aurelio, y encuentras filósofos del naufragio, como
Schopenhauer o Cioran. Lo que ocurre es que incluso estos últimos pueden ser también
una fuente de consuelo si se los interpreta de la forma apropiada. Por lo menos,
proporcionan una sacudida que vale para salir del atolladero.

Si la muerte fuera una entidad con la que se pudiera uno comunicar, ¿qué le
dirías?, ¿qué le preguntarías?, ¿qué le pedirías?

Es una pregunta interesante. Nunca me había puesto a mí mismo en esta situación


trágica del caballero y la muerte. Decirle yo o preguntarle a ella, creo que nada. No me
apetecería entrar en conversación con quien viene a quitármelo todo, a aniquilarme
literalmente. No iba a darle encima el gusto de una buena conversación, a lo Bergman.
Me conformo con que no me haga danzar; mejor acabar rápido. Sí le pediría una cosa, la
que casi todos le pediríamos: ¿por qué no vuelves más tarde?

Autor

 Roberto Valencia

Por qué estar triste no es estar deprimido


El autor explica por qué la equiparación entre el
sufrimiento, inherente a la vida humana, y la
enfermedad colapsa los servicios de salud mental.
En los últimos 15 años se ha multiplicado la
prescripción de antidepresivos en un 200 %
10 ENE 2018 - 13:15 CET

La depresión no es pasar una mala racha, ni estar frustrado ni sentir mucha rabia o
tristeza ante las indudables injusticias del mundo. La depresión es una enfermedad
crónica y recurrente que afecta a entre el 8% y el 12 % de la población y representa una
principal causa de discapacidad (la primera, según las previsiones de la OMS para
2030).

En la fase aguda, el paciente deprimido se siente desproporcionadamente triste, decaído,


sin fuerzas ni ganas de llevar a cabo actividad alguna, inseguro e inundado de
pensamientos desastrosos sobre sí mismo, el pasado y el futuro. El sujeto se siente
atrapado en la desesperanza y con una pobre consideración de sí mismo, asediado por
sentimientos de culpa e inutilidad. Suele considerar que es una carga para los demás,
alguien sin remedio ni opciones para avanzar o mejorar. El escritor William Styron, gran
enfermo depresivo, lo describió como “una gris llovizna de horror”. La persona
comprueba con perplejidad que su mente no funciona con la agilidad ni precisión de
antes, tiene bloqueos, despistes, incapacidad para tomar decisiones o planificar tareas
sencillas.

En general, su vida instintiva -aquello que normalmente le hace sentirse vivo- se apaga.
En la gran mayoría de casos, pierde apetito y sufre anhedonia, es decir, incapacidad
para obtener placer de la vida. La persona, aunque cansada y con poca energía, nota
paradójicamente dificultades para dormir: sufre penalidades para conciliar o mantener el
sueño, y deambula por la noche, esperando con inquietud y zozobra la llegada del nuevo
día. El paciente depresivo rehúye el contacto social, porque cualquier intercambio
humano le resulta fatigoso y estéril, y cualquier tarea o responsabilidad se convierte en
inmensa y definitivamente excesiva. Desde esa inseguridad básica, el mundo se vuelve
amenazante, hostil, intratable, evitable a ser posible.

La persona experimenta con perplejidad que su mente no funciona con agilidad ni


precisión, tiene bloqueos, despistes, incapacidad para tomar decisiones o planificar
tareas. En general, su vida instintiva -aquello que normalmente le hace sentirse vivo- se
apaga

Por tanto, la depresión no es una mera expresión intensa de emociones negativas


(tristeza, miedo, rabia, congoja, desaliento…) sino un declinar estable de la biología que
hace al ser humano sentirse vivo: el tono, la fuerza vital, el humor, el instinto. Multitud
de estudios de neuroimagen apuntan hacia la existencia de una alteración básica de la
regulación del ánimo: reducción del volumen del hipocampo, hiper-activación de la
amígdala ante estímulos negativos, atenuación del circuito de recompensa de la corteza
prefrontal, estriado y núcleo accumbens… Muy profunda debe ser esta alteración
neurobiológica para generar ese “hundimiento energético” que relatan los pacientes, o,
en mejores palabras, Sylvia Plath: “Incapaz de escribir una letra. Dioses amenazantes.
Me siento exiliada en una estrella fría, incapaz de sentir nada, excepto un irremediable
entumecimiento horrible” (Diarios, 1957).

Sin embargo, sigue existiendo una percepción de la depresión en la sociedad como una
mera reacción emocional a acontecimientos adversos. En una encuesta llevada a cabo
por nuestro grupo, en colaboración con la empresa Ipsos, preguntamos a 1.700 personas
de todo el territorio nacional, representativas según edad, género y actividad laboral,
acerca de las causas de la depresión. El 53 % respondió espontáneamente que “los
acontecimientos adversos de la vida”, mientras que sólo el 6 % hizo alusión a factores
biológicos o genéticos. El resto de la encuesta es coherente con esta visión “reactiva” y
más leve de la depresión: la mayoría de los encuestados trataría de ayudar al paciente
deprimido animándole a “que haga actividades” (90 %), “que piense en positivo” (87
%) o “que ponga de su parte” (76 %). Los encuestados creen en su mayoría que el
psicólogo es el profesional más indicado para tratar el trastorno, por encima del médico
de familia o el psiquiatra. El 50 % considera que la depresión se puede fingir y el 14 %
cree que en realidad no es una enfermedad. Estos resultados muestran que existe una
banalización general del término depresión, lo cual tiene efectos nefastos en el abordaje
de esta enfermedad: al mismo tiempo que minimiza el sufrimiento del auténtico
enfermo depresivo, asciende a categoría de enfermedad el malestar psicológico, la
frustración, la desazón y la infelicidad.

El efecto más inmediato de este malentendido es el colapso de los centros de salud


mental, que inicialmente fueron diseñados para atender de forma integral y continuada
los trastornos mentales graves (como la esquizofrenia, el trastorno bipolar, el trastorno
obsesivo-compulsivo o la depresión mayor) y ahora se reorganizan a la fuerza para
atender un aluvión de demandas emocionales camufladas de “depresión”. Por poner un
ejemplo, es un hecho cotidiano en España que un trabajador que se siente maltratado en
sus condiciones laborales -y experimenta indignación, rabia, inquina y hasta
desesperación por ello- no acude a quejarse a un abogado o a un sindicato, como sería
natural, sino a una consulta de psiquiatría, donde el profesional trata de absorber este
sufrimiento con terapia de apoyo, proponiendo técnicas de afrontamiento y…
prescribiendo medicación (porque, efectivamente, con un antidepresivo mejorará mucho
su respuesta al estrés y le acabará afectando todo menos).

Así, en los últimos 15 años se ha multiplicado la prescripción de antidepresivos en un


200 %. Otras personas acuden a la consulta psicológica y reciben altas dosis de
psicología positiva, que ayudan a reconsiderar y reinterpretar la situación adversa (ya
dijo Epícteto que lo importante no era la realidad sino la interpretación que tenemos de
ella…). El modelo clínico ha demostrado ser muy útil para explicar los trastornos
mentales graves, pero no parece eficaz para explicar y dar sentido al sufrimiento
inherente a la vida humana. En realidad, en unas décadas hemos pasado de santificar el
sufrimiento (“cargar con la Cruz de Cristo”) a tratar de suprimirlo con psicofármacos o
terapia cognitiva. Un reto nuevo de nuestra sociedad es abordar este “malestar
medicalizado” de forma más humana, constructiva, transformadora, con mayor énfasis
en las redes de apoyo y los recursos potenciales del sujeto, aceptando el valor de las
emociones negativas para la adaptación al medio y la supervivencia. ¿Dónde hacerlo?
Una opción sería en Atención Primaria, pero mientras los médicos de familia sigan
disponiendo de 4-5 minutos por paciente, difícilmente será posible. Hay iniciativas
prometedoras que apuestan por incluir psicólogos grupales de cabecera en los Centros
de Salud, ofrecer más tiempo y más formación en Salud Mental a enfermeros y
médicos, o crear la figura del psiquiatra consultor, que asesora, orienta o supervisa los
casos, sin necesidad de derivarlos a Atención Especializada.

La depresión no es una mera expresión intensa de emociones negativas (tristeza, miedo,


rabia, congoja, desaliento…) sino un declinar estable de la biología que hace al ser
humano sentirse vivo: el tono, la fuerza vital, el humor, el instinto

La descongestión de pacientes con cuadros reactivos o adaptativos de la Red de


Atención en Salud Mental nos daría una oportunidad de oro para el salto de calidad
asistencial que todavía nos falta. Aunque en los años 80 la Reforma Psiquiátrica supuso
un avance histórico en la humanización del tratamiento de los trastornos mentales, y
aunque en los últimos años (hasta la crisis) se ha desarrollado una aceptable red de
atención psiquiátrica socio-comunitaria, tenemos, aún, asignaturas pendientes:

1. Homogeneizar la calidad de atención a los trastornos mentales en todo el territorio


nacional. Hoy en día, hay diferencias clamorosas entre CC.AA. en la ratio profesional /
paciente, en la accesibilidad a recursos de rehabilitación psicosocial y en el
funcionamiento de programas de continuidad de cuidados.
2. Mejorar la atención de los trastornos mentales graves desde su inicio, que suele
ocurrir en la adolescencia. Para ello es necesaria la implementación de Programas de
Intervención Temprana en Psicosis, que incluyan un abordaje preventivo dirigido a las
poblaciones en alto riesgo. En esta línea, debe por fin desbloquearse la creación de la
especialidad de Psiquiatría de Niños y Adolescentes.

3. Desarrollar Programas de Atención específica a patología concretas, como el


trastorno bipolar, la psicosis refractaria, los trastornos de la alimentación o los trastornos
de personalidad. La sub-especialización de los profesionales, como en otras
especialidades, mejora la competencia de los clínicos, permite la actualización de los
conocimientos y la investigación, y ofrece a los pacientes, en general, una mejor
atención..

Hacer una apuesta política decidida por la atención a las personas con trastorno mental
grave es un acierto seguro como sociedad y, además, un indicador de su integridad
moral. Para ello, lo primero es diferenciar la enfermedad mental del mero sufrimiento,
inherente a la vida humana. Para lo primero, debemos poder ofrecer a los pacientes el
mejor tratamiento médico y psicosocial. Para el sufrimiento, quizá tengamos que
recurrir a un cambio en la filosofía de vida..

Guillermo Lahera Forteza es psiquiatra, profesor de Psiquiatría y Psicología Médica


en la Universidad de Alcalá e investigador adscrito al CIBERSAM.

Francisco J. Ayala: “Podremos curar


personas clonando células”
El biólogo reflexiona en su último libro, ‘¿Clonar
humanos?’, sobre los controvertidos avances de la
ingeniería genética y el futuro de la evolución
humana
9 ENE 2018 - 13:48 CET

El último libro de Francisco J. Ayala lleva por título ¿Clonar humanos? (Alianza
Editorial) y no hace falta avanzar mucho en él para saber que la respuesta es no. No se
trata de resolver un misterio. Se trata de una exploración de lo que nos hace humanos,
en una época en la que todo se puede copiar. Ayala, madrileño de 83 años, es uno de los
mayores especialistas en genética y clonación, con una treintena de libros. En su
despacho de la Universidad de California en Irvine, al sur de Los Ángeles, donde enseña
biología desde hace tres décadas sin ninguna intención de jubilarse (“hago lo que me
gusta, investigar y enseñar”), Ayala responde a la pregunta que plantea en su libro.

“Clonar humanos no se puede en el sentido de clonar a la persona”, explica. “Hay que


distinguir entre el genotipo, los genes, y el fenotipo, un término antiguo que incluye a
toda la persona. Mis genes se pueden clonar y ponerlos en un huevo y se reproduciría
ahí un individuo con mis genes. Pero ese individuo no va a ser Francisco Ayala. Para
que lo fuera tendría que haber sido expuesto a toda mi experiencia, desde el seno de mi
madre hasta la escuela a la que fui en Madrid, mis amigos y mi familia. Sería un
individuo completamente diferente”. En otras palabras, se pueden clonar genes, crear
humanos genéticamente iguales, pero copiar personas es otra cosa. Es imposible.

Se han cumplido 20 años del anuncio de la clonación de la oveja Dolly, un antes y un


después en la historia de la biología. La imaginación del público se fijó en los humanos
inmediatamente. Pero un hombre no es una oveja. Ayala alerta sobre los peligros de la
genética: el mito de que somos nuestros genes. “Imaginemos que tenemos 500 libros del
tamaño de la Biblia. Serían 3.000 millones de letras, tantas como las que tiene el
genoma humano. Tenemos las letras, pero no sabemos lo que quieren decir. Para
descifrar el mensaje hay que ir párrafo por párrafo, como en un libro. Todavía hay
expertos ingenuos que no tienen en cuenta la complejidad de crear un ser humano
adulto”. A Ayala le gusta poner como ejemplo de fantasía el proyecto del biólogo
Hermann J. Muller, que se propuso mejorar la raza humana a través de la manipulación
genética. Muller planteó crear bancos de esperma de hombres de gran mérito. Llegó a
fundarse un almacén de este tipo en California, donde se pretendía que solo hubiera
semen de premios Nobel. “La idea de usar esperma de premios Nobel para engendrar
gente muy inteligente está mal dirigida. Porque con la edad, el número de mutaciones
aumenta y se van acumulando en el esperma. Cuando una persona es premio Nobel,
normalmente tiene más de 60 años y por tanto tiene gran cantidad de mutaciones
deteriorantes en su esperma”.

Esta es otra idea que va contra la clonación humana. Para cuando una persona decide
que quiere ser clonada, o decidimos que alguien merece ser clonado, su genoma
acumula muchas mutaciones. “Tenemos 3.000 millones de nucleótidos. Las mutaciones
se producen con una frecuencia de una por cada 100 millones. Cada vez que hay una
reproducción celular, la nueva célula va a tener entre 30 y 300 mutaciones respecto a la
anterior. La gran mayoría son perjudiciales. Pero al mismo tiempo no tienen gran efecto
porque la mayoría son también recesivas”.

La selección natural continúa a través de la multiplicación de las mutaciones buenas y la


eliminación, por enfermedades y muerte, de las malas, explica Ayala. La adaptación al
medio, sin embargo, ya no es genética. “La adaptación de los humanos al mundo
moderno es más cultural que genética. Nos adaptamos modificando el ambiente, no
modificando los genes. Creamos los ambientes que nos son beneficiosos. Corregimos la
temperatura, elegimos las comidas que nos benefician. Se produce el problema del
deterioro del medio ambiente, que tendrá consecuencias en muchos sentidos. Pero
nuestra adaptación seguirá siendo por medio de la cultura, identificando la forma de
vivir bien. Modificar los genes para tratar de crear beneficios no es concebible. No nos
vamos a adaptar por medio de mutaciones. Hace varios siglos que la humanidad no se
adapta así”.

Aquel proyecto del banco de semen fracasó, por cierto. Y después de dos décadas desde
la clonación de la oveja, la aplicación en humanos se empieza a vislumbrar, aunque
lejos de las fantasías de hacer copias exactas de personas adultas. Ayala cita dos
situaciones. “El primer caso es reemplazar células con defectos genéticos o accidentes.
No se ha llegado a conseguir aún, pero se hará en cualquier momento. Por ejemplo, una
persona que tenga un accidente y sufra una pequeña rotura en la médula espinal que
impide que se transmitan las señales del cerebro y está paralizada. Si se cogen las
células de esa persona, se clonan y aprendemos a ponerlas en esa zona, se puede curar.
Eso está sobre la mesa”.

“Otra cosa que se está investigando muy activamente es clonar órganos. Si aprendemos
a producir un riñón a través de clonación podemos hacerlo con los propios genes de la
persona, sin peligro de rechazo”. Ayala apunta también a investigaciones centradas en
“cortar el ADN en sitios muy precisos, hacer cortes de 20 o 40 nucleótidos”, que
permitirían corregir enfermedades. “Por ejemplo, la anemia falciforme, una enfermedad
prácticamente letal. Se debe a que en la hemoglobina hay un aminoácido que está mal.
Las células sanguinas se producen constantemente en la espina dorsal. Se podría ir a la
espina dorsal, sacar células, y cambiar el ADN que resulta en la producción de este
aminoácido”.

Hay 2.000 enfermedades genéticas, y si se suman las mentales, 5.000”, advierte. “No se
pueden corregir todas, hay que centrarse en una concreta”. El futuro de una humanidad
libre de enfermedades a través de la genética es otra fantasía, advierte, porque además
es una carrera contra nuestra propia evolución. “Los individuos tenemos muchas
mutaciones nuevas en los genes. Uno puede estar curando enfermedades y que se sigan
produciendo mutaciones genéticas dañinas. El mundo ideal de una humanidad sin
anormalidades genéticas es inconcebible, y en último término indeseable”, considera.

Ayala no tiene ninguna simpatía por las empresas que hacen análisis genéticos por
correo. “No tengo ningún interés y no me fío, lo que hacen es una chapuza”, afirma.
“Yo no lo hago porque no me interesa saber lo que tengo. Lo que anuncian en televisión
es que puedes saber si tienes antepasados vascos, santanderinos, italianos o africanos.
No tengo ninguna confianza en esos resultados. Pero además, ¿qué se aprende de ello?”.
Ayala sí admite su asombro por el avance de la tecnología. “La primera secuencia del
genoma humano se planteó como un proyecto a 15 años que costaría 3.000 millones de
dólares. Se terminó en 10 años y por menos dinero. Ahora se puede hacer por 10.000
dólares en una semana. Lo que avanzó mucho más de lo que pensábamos en los noventa
es la tecnología de secuenciación. Nadie se lo hubiera imaginado”.

Aunque critique la popularización de los análisis genéticos, llama a todos estos avances
“la cuarta revolución industrial”. Tal es el impacto que cree que va a tener la genética.
“Cambiar el genoma tendrá consecuencias enormes. La medicina va a cambiar a largo
plazo. Vamos a eliminar gran cantidad de defectos y habrá menos necesidad de
hospitales y medicinas”. Partes enteras de la medicina serán sustituidas. Lo que
llamamos medicina preventiva tenderá a ser genética. “La revolución va a ser de la
salud y el estilo de vida, que va a cambiar cuando no tengamos que ir al médico. Una
gran parte de la población lleva mutaciones defectivas y tiene enfermedades con origen
genético, hay muy poca gente que no tenga un defecto genético que necesite
tratamiento”.

Francisco J. Ayala: “Podremos curar


personas clonando células”
El biólogo reflexiona en su último libro, ‘¿Clonar
humanos?’, sobre los controvertidos avances de la
ingeniería genética y el futuro de la evolución
humana

9 ENE 2018 - 13:48 CET

El último libro de Francisco J. Ayala lleva por título ¿Clonar humanos? (Alianza
Editorial) y no hace falta avanzar mucho en él para saber que la respuesta es no. No se
trata de resolver un misterio. Se trata de una exploración de lo que nos hace humanos,
en una época en la que todo se puede copiar. Ayala, madrileño de 83 años, es uno de los
mayores especialistas en genética y clonación, con una treintena de libros. En su
despacho de la Universidad de California en Irvine, al sur de Los Ángeles, donde enseña
biología desde hace tres décadas sin ninguna intención de jubilarse (“hago lo que me
gusta, investigar y enseñar”), Ayala responde a la pregunta que plantea en su libro.

“Clonar humanos no se puede en el sentido de clonar a la persona”, explica. “Hay que


distinguir entre el genotipo, los genes, y el fenotipo, un término antiguo que incluye a
toda la persona. Mis genes se pueden clonar y ponerlos en un huevo y se reproduciría
ahí un individuo con mis genes. Pero ese individuo no va a ser Francisco Ayala. Para
que lo fuera tendría que haber sido expuesto a toda mi experiencia, desde el seno de mi
madre hasta la escuela a la que fui en Madrid, mis amigos y mi familia. Sería un
individuo completamente diferente”. En otras palabras, se pueden clonar genes, crear
humanos genéticamente iguales, pero copiar personas es otra cosa. Es imposible.

Se han cumplido 20 años del anuncio de la clonación de la oveja Dolly, un antes y un


después en la historia de la biología. La imaginación del público se fijó en los humanos
inmediatamente. Pero un hombre no es una oveja. Ayala alerta sobre los peligros de la
genética: el mito de que somos nuestros genes. “Imaginemos que tenemos 500 libros del
tamaño de la Biblia. Serían 3.000 millones de letras, tantas como las que tiene el
genoma humano. Tenemos las letras, pero no sabemos lo que quieren decir. Para
descifrar el mensaje hay que ir párrafo por párrafo, como en un libro. Todavía hay
expertos ingenuos que no tienen en cuenta la complejidad de crear un ser humano
adulto”. A Ayala le gusta poner como ejemplo de fantasía el proyecto del biólogo
Hermann J. Muller, que se propuso mejorar la raza humana a través de la manipulación
genética. Muller planteó crear bancos de esperma de hombres de gran mérito. Llegó a
fundarse un almacén de este tipo en California, donde se pretendía que solo hubiera
semen de premios Nobel. “La idea de usar esperma de premios Nobel para engendrar
gente muy inteligente está mal dirigida. Porque con la edad, el número de mutaciones
aumenta y se van acumulando en el esperma. Cuando una persona es premio Nobel,
normalmente tiene más de 60 años y por tanto tiene gran cantidad de mutaciones
deteriorantes en su esperma”.

Esta es otra idea que va contra la clonación humana. Para cuando una persona decide
que quiere ser clonada, o decidimos que alguien merece ser clonado, su genoma
acumula muchas mutaciones. “Tenemos 3.000 millones de nucleótidos. Las mutaciones
se producen con una frecuencia de una por cada 100 millones. Cada vez que hay una
reproducción celular, la nueva célula va a tener entre 30 y 300 mutaciones respecto a la
anterior. La gran mayoría son perjudiciales. Pero al mismo tiempo no tienen gran efecto
porque la mayoría son también recesivas”.

La selección natural continúa a través de la multiplicación de las mutaciones buenas y la


eliminación, por enfermedades y muerte, de las malas, explica Ayala. La adaptación al
medio, sin embargo, ya no es genética. “La adaptación de los humanos al mundo
moderno es más cultural que genética. Nos adaptamos modificando el ambiente, no
modificando los genes. Creamos los ambientes que nos son beneficiosos. Corregimos la
temperatura, elegimos las comidas que nos benefician. Se produce el problema del
deterioro del medio ambiente, que tendrá consecuencias en muchos sentidos. Pero
nuestra adaptación seguirá siendo por medio de la cultura, identificando la forma de
vivir bien. Modificar los genes para tratar de crear beneficios no es concebible. No nos
vamos a adaptar por medio de mutaciones. Hace varios siglos que la humanidad no se
adapta así”.

Aquel proyecto del banco de semen fracasó, por cierto. Y después de dos décadas desde
la clonación de la oveja, la aplicación en humanos se empieza a vislumbrar, aunque
lejos de las fantasías de hacer copias exactas de personas adultas. Ayala cita dos
situaciones. “El primer caso es reemplazar células con defectos genéticos o accidentes.
No se ha llegado a conseguir aún, pero se hará en cualquier momento. Por ejemplo, una
persona que tenga un accidente y sufra una pequeña rotura en la médula espinal que
impide que se transmitan las señales del cerebro y está paralizada. Si se cogen las
células de esa persona, se clonan y aprendemos a ponerlas en esa zona, se puede curar.
Eso está sobre la mesa”.

“Otra cosa que se está investigando muy activamente es clonar órganos. Si aprendemos
a producir un riñón a través de clonación podemos hacerlo con los propios genes de la
persona, sin peligro de rechazo”. Ayala apunta también a investigaciones centradas en
“cortar el ADN en sitios muy precisos, hacer cortes de 20 o 40 nucleótidos”, que
permitirían corregir enfermedades. “Por ejemplo, la anemia falciforme, una enfermedad
prácticamente letal. Se debe a que en la hemoglobina hay un aminoácido que está mal.
Las células sanguinas se producen constantemente en la espina dorsal. Se podría ir a la
espina dorsal, sacar células, y cambiar el ADN que resulta en la producción de este
aminoácido”.

Hay 2.000 enfermedades genéticas, y si se suman las mentales, 5.000”, advierte. “No se
pueden corregir todas, hay que centrarse en una concreta”. El futuro de una humanidad
libre de enfermedades a través de la genética es otra fantasía, advierte, porque además
es una carrera contra nuestra propia evolución. “Los individuos tenemos muchas
mutaciones nuevas en los genes. Uno puede estar curando enfermedades y que se sigan
produciendo mutaciones genéticas dañinas. El mundo ideal de una humanidad sin
anormalidades genéticas es inconcebible, y en último término indeseable”, considera.

Ayala no tiene ninguna simpatía por las empresas que hacen análisis genéticos por
correo. “No tengo ningún interés y no me fío, lo que hacen es una chapuza”, afirma.
“Yo no lo hago porque no me interesa saber lo que tengo. Lo que anuncian en televisión
es que puedes saber si tienes antepasados vascos, santanderinos, italianos o africanos.
No tengo ninguna confianza en esos resultados. Pero además, ¿qué se aprende de ello?”.
Ayala sí admite su asombro por el avance de la tecnología. “La primera secuencia del
genoma humano se planteó como un proyecto a 15 años que costaría 3.000 millones de
dólares. Se terminó en 10 años y por menos dinero. Ahora se puede hacer por 10.000
dólares en una semana. Lo que avanzó mucho más de lo que pensábamos en los noventa
es la tecnología de secuenciación. Nadie se lo hubiera imaginado”.

Aunque critique la popularización de los análisis genéticos, llama a todos estos avances
“la cuarta revolución industrial”. Tal es el impacto que cree que va a tener la genética.
“Cambiar el genoma tendrá consecuencias enormes. La medicina va a cambiar a largo
plazo. Vamos a eliminar gran cantidad de defectos y habrá menos necesidad de
hospitales y medicinas”. Partes enteras de la medicina serán sustituidas. Lo que
llamamos medicina preventiva tenderá a ser genética. “La revolución va a ser de la
salud y el estilo de vida, que va a cambiar cuando no tengamos que ir al médico. Una
gran parte de la población lleva mutaciones defectivas y tiene enfermedades con origen
genético, hay muy poca gente que no tenga un defecto genético que necesite
tratamiento”.

¿Qué es el ‘mindfulness’? Nadie lo sabe


realmente, y eso es un problema
La concentración en el momento presente para
aumentar la atención hace furor en las escuelas, los
centros de trabajo y las clínicas. Sin embargo, han
surgido interrogantes acerca de hasta qué punto
está definida e investigada
6 ENE 2018 - 10:30 CET

Probablemente hayan oído hablar del mindfulness. Actualmente se encuentra en todos


lados, como muchas de las ideas y las prácticas tomadas de los textos budistas que han
pasado a formar parte de la cultura de masas de Occidente.

Sin embargo, un estado de la cuestión publicado en la revista Perspectives of


Psychological Science muestra que es más el bombo que las pruebas. Algunas
revisiones de estudios sobre el tema indican que puede ser útil en caso de problemas
psicológicos como la ansiedad, la depresión y el estrés. No obstante, no está claro qué
clase de mindfulness o de meditación necesitamos para cada problema específico.

El estudio, en el que participó un numeroso grupo de investigadores, médicos y


practicantes de la meditación, descubrió que no existe una definición inequívoca de
mindfulness. Esto puede tener repercusiones graves. Si unos tratamientos y unas
prácticas muy diferentes entre sí se consideran equivalentes, las pruebas científicas de la
validez de uno se pueden emplear erróneamente para defender otro.

Al mismo tiempo, si ampliamos demasiado el campo o lo hacemos en la dirección


equivocada, puede ocurrir que nos quedemos sin los beneficios de la técnica en general.
Entonces, ¿qué es 'mindfulness'?

Las definiciones de mindfulness son desconcertantemente variadas. Los psicólogos


miden el concepto de acuerdo con diversas combinaciones de aceptación, atención,
conciencia, focalización en el cuerpo, curiosidad, actitud libre de juicios, concentración
en el presente, etcétera.

La definición es igualmente poco precisa cuando lo consideramos como un conjunto de


prácticas. Un breve ejercicio de introspección a partir de una aplicación para el teléfono
móvil realizado durante el viaje de casa al trabajo se puede considerar equivalente a un
retiro de meditación de varios meses. Mindfulness puede hacer referencia tanto a la
práctica de los monjes budistas como a lo que hace nuestro profesor de yoga durante
cinco minutos al principio o al final de la clase.

Por decirlo claramente, mindfulness y meditación no son lo mismo. Algunas clases de


meditación implican mindfulness, pero no en todas las prácticas de mindfulness
interviene la meditación, y tampoco toda la meditación se basa en la mindfulness.

Mindfulness se refiere principalmente a la idea de concentrarse en el momento presente,


pero no es algo tan simple. También hace referencia a diversas formas de practicar la
meditación que tienen como objetivo desarrollar la capacidad de ser conscientes del
mundo que nos rodea, así como de nuestras pautas y hábitos de comportamiento. En
realidad, poca gente coincide en su verdadero objetivo y en qué es y que no es
mindfulness.

¿Para qué sirve?

El mindfulness se ha aplicado a casi cualquier cuestión imaginable, desde los problemas


de relación, o con el alcohol o las drogas, hasta la mejora de la capacidad de liderazgo.
Los deportistas la usan para encontrar la "claridad" en el terreno de juego y fuera de él,
y en las escuelas se ofrecen programas de esta materia. Se puede encontrar en los
lugares de trabajo, en los centros médicos y en las residencias para la tercera edad.

Las definiciones de mindfulness son desconcertantemente variadas. Los psicólogos


miden el concepto de acuerdo con diversas combinaciones de aceptación, atención,
conciencia, focalización en el cuerpo, curiosidad, actitud libre de juicios, concentración
en el presente, etcétera

También se ha escrito un buen puñado de libros pregonando los beneficios del


mindfulness y la meditación. Por ejemplo, en su revisión supuestamente crítica Altered
Traits: Science Reveals How Meditation Changes your Mind, Brain and Body [Rasgos
alterados. Cómo cambia la meditación nuestra mente, nuestro cerebro y nuestro cuerpo],
Dan Golestein sostiene que uno de los cuatro beneficios del mindfulness es la mejora de
la memoria de trabajo. Sin embargo, un reciente análisis de 18 estudios que
investigaban los efectos de las terapias basadas en esta técnica para la atención y la
memoria lo ha puesto en tela de juicio.

Otra afirmación frecuente es que la mindfulness reduce el estrés, algo que pocas pruebas
confirman. En cuanto a promesas como la mejora del estado de ánimo y la atención,
unos hábitos alimenticios más saludables, mejor calidad del sueño y un control del peso
más eficaz, tampoco cuentan con el pleno respaldo de la ciencia.

Mientras que las pruebas de sus efectos benéficos son escasas, a veces la mindfulness y
la meditación pueden conducir a la aparición de psicosis, manías, pérdida de la
identidad personal, ansiedad y pánico, y provocar que se revivan recuerdos traumáticos.
Los expertos opinan que su práctica no es adecuada para todo el mundo, especialmente
para las personas que padecen problemas graves de salud mental, como la esquizofrenia
o el trastorno bipolar.

La investigación sobre mindfulness

Otro problema de la bibliografía sobre el tema es que, con frecuencia, los métodos de la
investigación son poco rigurosos. Las maneras de medir el mindfulness son
enormemente variables, y evalúan fenómenos muy dispares al tiempo que les ponen a
todos la misma etiqueta. Esta falta de equivalencia entre las medidas y los objetos de
medición hace que sea problemático generalizar sobre un estudio partiendo de otro. La
investigación sobre mindfulness se apoya excesivamente en las encuestas, que exigen
que la gente haga un ejercicio de introspección y hable de estados mentales que a veces
son escurridizos y efímeros. Como es bien sabido, estas declaraciones adolecen de
parcialidad. Por ejemplo, las personas que aspiran a poseer esta conciencia o atención
plena pueden declarar que ya la poseen porque la consideran algo deseable, no porque
realmente la hayan alcanzado.

Poquísimos intentos de comprobar si esta clase de tratamientos funciona los compara


con otros de probada eficacia, que es el principal procedimiento por el cual la ciencia
clínica puede demostrar el valor adicional de las nuevas terapias. Además, muy pocos
estudios se llevan a cabo en consultas clínicas corrientes en vez de en contextos de
investigación especializados.

Una reciente revisión de diversos trabajos encargada por la Agencia para la


Investigación y la Calidad del Cuidado de la Salud de Estados Unidos descubrió que la
calidad del procedimiento empleado en muchos proyectos era demasiado escasa como
para incluirlos en el análisis, y que los tratamientos de mindfulness tenían un efecto
moderado, útil sobre todo para la ansiedad, la depresión y el dolor. Nada demostraba
que fuesen eficaces para los problemas de atención, la mejora del estado de ánimo, las
drogadicciones, los hábitos alimentarios, el sueño o el control del peso.

¿Qué se debería hacer?

No cabe duda de que mindfulness es un concepto útil y un prometedor conjunto de


prácticas. Puede ayudar a prevenir los problemas psicológicos y tal vez sea útil como
complemento a los tratamientos actuales. También podría ser de ayuda para el
funcionamiento mental y el bienestar generales. Pero la promesa no se cumplirá si no se
abordan los problemas.

La comunidad que la practica se tiene que poner de acuerdo en cuáles son sus elementos
fundamentales, y los investigadores deberían especificar con claridad de qué manera
estos elementos están incluidos en sus evaluaciones y en sus prácticas. La información
que aparece en los medios de comunicación debería ser igualmente concreta en lo que
se refiere a qué estados mentales y qué prácticas abarca el mindfulness en vez de
emplearlo como un término amplio.

Los expertos deberían evaluar sistemáticamente estos efectos cuando estudian las
terapias que lo emplean. Las personas que lo practican tienen que estar al tanto de su
existencia y no recomendar los tratamientos como primera estrategia si se pueden
aplicar otros más seguros y cuya eficacia se haya demostrado más sólidamente

El mindfulness se debería evaluar no por autorreferencia, sino sirviéndose en parte de


mediciones neurobiológicas y conductuales más objetivas, como contar las
respiraciones. Entonces se podrían utilizar tonos aleatorios para "preguntar" a los
participantes si se han concentrado en la respiración (presionar el botón izquierdo) o si
su mente ha vagado (presionar el botón derecho).

Siempre que sea posible, los investigadores que estudian la eficacia de los tratamientos
de mindfulness deberían compararlos con tratamiento alternativos dignos de crédito. Se
debería evitar desarrollar nuevos enfoques de la materia hasta que no sepamos más
sobre los ya existentes. Los científicos y los médicos tendrían que emplear pruebas
controladas aleatorizadas que fuesen rigurosas y trabajar con otros investigadores ajenos
a la tradición del mindfulness.

Por último, los estudiosos y los practicantes de la disciplina deberían reconocer que es
verdad que a veces tiene efectos negativos. Igual que los medicamentos están obligados
a dar a conocer sus posibles efectos secundarios, los tratamientos de mindfulness
también tendrían que hacerlo. Los expertos deberían evaluar sistemáticamente estos
efectos cuando estudian las terapias que lo emplean. Las personas que lo practican
tienen que estar al tanto de su existencia y no recomendar los tratamientos como
primera estrategia si se pueden aplicar otros más seguros y cuya eficacia se haya
demostrado más sólidamente.

Nicholas Van Dam y Nicholas Haslam trabajan en la Universidad de Melbourne.

El Trump más inhumano


La amenaza de deportación a 200.000 refugiados
salvadoreños es inaceptable
9 ENE 2018 - 00:00 CET

La decisión de Donald Trump de retirar el Estatus de Protección Temporal a 200.000


salvadoreños residentes en EEUU constituye una gravísima agresión contra los derechos
de cientos de miles de personas, que fueron acogidas en su momento en estado de
extrema necesidad, al tiempo que abre la puerta a una de las deportaciones masivas más
grandes y vergonzosas del país norteamericano.

El programa de Protección Temporal fue creado en 1990 para conceder visados


extraordinarios a ciudadanos afectados por guerras o desastres naturales, es decir,
personas cuya vida corría auténtico peligro. El estatus de protección tiene un carácter
individual y se concede caso por caso: así fue reconocido en su momento por las
autoridades de EEUU a unos refugiados a los que ahora se dice simple y llanamente que
Washington ha cambiado de opinión. Esa no es forma, desde luego, de ganarse el
respeto de la comunidad internacional donde el cumplimiento de los compromisos
adquiridos es la piedra angular de las relaciones entre países, algo que, al parecer,
Trump no entiende.

Como desgraciadamente viene sucediendo desde que Trump irrumpió en la Casa Blanca
—por ejemplo, con el polémico veto a la inmigración— la decisión tiene numerosas
derivadas que amenazan con ampliar la tragedia a los mismos estadounidenses. Hay
miles de ciudadanos de EEUU —un porcentaje muy importante menores de edad—
nacidos de salvadoreños acogidos al Estatus de Protección Temporal que pueden ver en
septiembre de 2019 cómo sus padres son deportados. Lo mismo ocurre con
estadounidenses casados con salvadoreños, que se arriesgan a la expulsión de sus
parejas.

Trump ya ha actuado previamente con la misma inaceptable inhumanidad contra


haitianos y nicaragüenses. Pero la magnitud de afectados en el caso de El Salvador
exige una rectificación pronta de la Casa Blanca.

Trump, sobre inmigrantes de El Salvador


y Haití: “¿Por qué recibimos a gente de
países de mierda?”
El presidente hizo el comentario tras escuchar una
propuesta de restaurar un programa de protección
migratoria para Haití, El Salvador y países
africanos
941
Nicolás Alonso
Washington 12 ENE 2018 - 10:03 CET

Donald Trump no quiere gente de “países de mierda” en Estados Unidos. Así lo expresó
el presidente este jueves durante una reunión para renegociar el programa que concede
residencia legal a inmigrantes de Haití, El Salvador y países africanos, según fuentes
citadas por The Washington Post. El lunes, el republicano retiró dichas protecciones a
200.000 salvadoreños; en noviembre lo hizo con 59.000 haitianos.

El republicano respondió así a la propuesta de algunos legisladores para encontrar una


alternativa la eliminación del programa, conocido como Estatus de Protección Temporal
(TPS). Trump refutó la propuesta diciendo que sería mejor que EE UU acogiera a
personas de países como Noruega. El TPS es un programa diseñado en 1990 para
conceder visados temporales y permisos de trabajo a personas de 10 países afectados
por guerras o desastres naturales. Muchos de los beneficiarios viven en EE UU desde
hace décadas. Muchos de sus hijos son americanos. Si los legisladores no encuentran
una solución legal que el presidente quiera aprobar, estos centenares de miles de
immigrantes deberán marcharse del país si no encuentran otra manera de permanecer en
EE UU legalmente.

La conversación tuvo lugar en el Despacho Oval, y según las fuentes citadas, los
asistentes —congresistas y senadores— quedaron estupefactos por los comentarios
despectivos del presidente. La conversación se produjo en el marco de las negociaciones
sobre otro programa migratorio, DACA, que concede las mismas protecciones a
800.000 inmigrantes que llegaron a EE UU como menores, de la mano de sus padres.
Según The New York Times, cuando Trump escuchó que en la propuesta los
legisladores querían reinstarurar las protecciones para los haitianos, el presidente dijo:
“¿Por qué queremos a gente de Haití aquí?”.

La Oficina del alto comisionado de Naciones Unidas para los Derechos Humanos ha
calificado este viernes como "racistas" los comentarios del presidente de Estados
Unidos, Donald Trump, consideró El Salvador y Haití como "agujeros de mierda".
"Estos comentarios del presidente de Estados Unidos son sorprendentes y vergonzosos.
Lo siento, pero no pueden ser definidos de otra manera que como racistas", afirmó en
rueda de prensa el portavoz de la Oficina, Rupert Colville.

En un comunicado al Times, Raj Shah, un portavoz de la Casa Blanca, no desmintió los


comentarios de Trump y afirmó: “Mientras algunos políticos de Washington eligen
pelear por otros países, el presidente siempre peleará por el pueblo americano. Al igual
que otros países tienen sistemas de inmigración basados en un sistema meritocrático, el
presidente Trump quiere luchar por soluciones permanentes que hagan a nuestro país
más fuerte, recibiendo a quienes puedan contribuir a nuestra sociedad”.

Un análisis reciente de la ONG International Crisis Group sostiene que El Salvador está
incapacitado de recibir a sus 200.000 ciudadanos residentes en EE UU. Haití, acechado
por el crimen y los desastres naturales se encuentran en una fragilidad institucional
similar.

Los comentarios del presidente no llegan sin precedentes. “Todos tienen sida”, dijo
Trump en junio del año pasado, también en el Despacho Oval, sobre 15.000 haitianos
que habían llegado a EE UU desde que tomó posesión. Sobre 40.000 nigerianos, el
republicano pidió: “Que vuelvan a sus cabañas en África”. Trump se alzó al poder
utilizando una dura retórica antiinmigrante que, más allá de estos comentarios, se ha
traducido en un incremento del 40% en las deportaciones, la promesa de construir un
muro con la frontera sur y un veto migratorio contra países musulmanes y refugiados.

En 2017, el presidente también retiró el TPS para 5.300 nicaragüenses y unos 1.000
sudaneses, cuyo país vive todavía una situación de inestabilidad. Y está considerando
hacer lo mismo con 86.000 hondureños. En el punto de mira de la Administración están
miles de ciudadanos de Sudán del Sur, Yemen, Nepal, Somalia y Siria.

Las mujeres viven más que los hombres


hasta en las condiciones más extremas
Las féminas de corta edad resisten mejor que los
varones en momentos de hambrunas, epidemias o
esclavitud, aunque no está claro por qué
11 ENE 2018 - 18:51 CET

Jean Calment es la persona más longeva de la que hay constancia. Nació en 1875,
conoció a Van Gogh, montó en bicicleta y fumó casi toda su vida. Cuando murió en
1997, a los 122 años, se barajó que la siguiente persona viva de más edad era Lucy
Askew, británica de 104 años. Su sexo no es casualidad. Entre los que alcanzan el siglo
de edad, hay cuatro mujeres por cada hombre. Esta superioridad en la esperanza de vida
se mantiene en cualquier punto del planeta. Ellas suelen vivir varios años más que ellos,
no está claro por qué.

Ahora, un estudio ha analizado la tasa de mortalidad en grupos sometidos a hambrunas,


epidemias y esclavitud. Sus conclusiones muestran que las féminas también resisten
mejor en estas horribles condiciones y destapan un hecho sorprendente. La mayor parte
de la ventaja entre ellos y ellas aparece en el primer año de vida.

La mayor mortalidad registrada en la historia se dio en Liberia entre 1820 y 1843. El


Gobierno de EE UU animó a los esclavos liberados a que se marchasen a una nueva
patria en África. A muchos solo les esperaba la muerte. El 43% de los emigrados
falleció al año de llegar, probablemente debido a enfermedades infecciosas. En esos
años, la esperanza de vida de un niño nacido en Liberia era de 1,68 años y la de una
niña, de 2,23, según el estudio, publicado en la revista de la Academia Nacional de
Ciencias de EE UU.

Los autores creen que esta superioridad tiene una explicación biológica

El trabajo analiza también las defunciones entre esclavos en la isla caribeña de Trinidad
(Trinidad y Tobago) a principios del siglo XIX, durante hambrunas en Ucrania en 1933,
Suecia entre 1772 y 1773 e Irlanda entre 1845 y 1849, y dos epidemias de sarampión en
Islandia en 1846 y 1882. Solo se contemplan casos en los que la esperanza de vida de
uno o los dos sexos bajó de los 20 años. “Solo hemos encontrado casos documentados
del pasado porque, afortunadamente, en la actualidad es muy improbable que, incluso
en las peores crisis, la esperanza de vida sea de 20 años o menos”, explica Virginia
Zarulli, investigadora del Centro Max Planck de Odense (Dinamarca) y primera autora
del estudio.

En casi todos los casos analizados las mujeres vivieron más que los hombres. La ventaja
va del medio año más de vida en el peor de los casos (Liberia) a 3,7 años más en el
mejor (Irlanda). La única excepción se da entre los esclavos de Trinidad, algo que
Zarulli y su equipo atribuyen a que los hombres eran considerados más valiosos para
trabajar en el campo y por tanto se les cuidaba más. La mayoría de la ventaja en
supervivencia de las mujeres sobre los hombres se da durante el primer año de vida,
después del cual las diferencias entre sexos se atenúan. En Liberia, Trinidad, Islandia e
Irlanda ese desequilibrio en la mortalidad infantil explica hasta el 50% de toda la
divergencia. En catástrofes más recientes, como la hambruna que siguió a la II Guerra
Mundial en Holanda y otras registradas en Asia, se observa una ventaja similar.
“En condiciones normales, la mortalidad de niños tiende a ser mayor que la de las niñas,
por eso la proporción natural es de unos 107 niños nacidos por cada 100 niñas”, explica
Zarulli. “La enorme diferencia que hemos encontrado en favor de las féminas durante
las crisis es muy sorprendente. Lo que se sabe de las épocas estudiadas es que, si había
un trato preferencial por sexos, los machos eran los beneficiarios, por lo que es incluso
más reseñable que a pesar de una posible discriminación las niñas sobrevivan más”,
argumenta.

"Este trabajo viene a demostrar que las mujeres son el sexo fuerte, aunque también
sufren más achaques a edades avanzadas

Los autores creen que esta superioridad tiene una explicación biológica. En condiciones
de vida similares, las féminas siempre viven más, como han demostrado varios
estudios, incluido uno entre monjes y monjas de clausura en Bavaria (Alemania), estas
con una ventaja de hasta un año de vida más. Entre la mayoría de mamíferos, incluidos
los primates, tanto salvajes como en cautividad, las hembras también viven
significativamente más tiempo. Las hormonas sexuales pueden ser parte de la
explicación, señala el estudio. Los estrógenos femeninos son antiinflamatorios y
protegen el sistema circulatorio, mientras la testosterona está asociada a una mayor
mortalidad por algunas enfermedades. Los estrógenos fortalecen el sistema inmune,
mientras la testosterona y la progesterona parecen hacer lo contrario. La incidencia de
infecciones es menor entre mujeres que hombres (la mayoría de las muertes en las
poblaciones analizadas pueden achacarse a la disentería, la inanición y la diarrea). Junto
a estos factores biológicos hay otros sociales que han venido ayudando al sexo
femenino, como que ellas fuman, beben y se drogan menos, conducen de forma menos
temeraria, cuidan más su alimentación y tienen menos comportamientos arriesgados.

“El hecho de que entre bebés, cuando las diferencias de comportamiento son mínimas,
las niñas sobreviviesen mucho más parece apuntar que la ventaja femenina tiene unas
raíces biológicas bien asentadas”, opina Zarulli. “A riesgo de simplificar demasiado,
podemos ver fácilmente cómo, para sobrevivir, una tribu imaginaria necesita solo unos
cuántos hombres, pero muchas más mujeres. Un solo hombre puede tener muchos hijos,
pero el número de bebés que puede criar una mujer es limitado”, señala.

Si se hubieran tenido en cuenta no sólo los nacimientos, sino las concepciones, algo
complicado de encontrar en los registros, la superioridad femenina sería incluso mayor,
pues “por cada 100 hembras se conciben unos 160 varones”, explica Diego Ramiro,
demógrafo del Consejo Superior de Investigaciones Científicas. “Este trabajo viene a
demostrar que las mujeres son el sexo fuerte, aunque debido a que viven más también
sufren más achaques”, añade.

Los dos investigadores que han dirigido la investigación, Kaare Christensen, de la


Universidad del Sur de Dinamarca, y James Vaupel, fundador del Centro Max Planck de
Investigación Demográfica en Rostock (Alemania), llevan años estudiando los
fundamentos biológicos del envejecimiento y los límites de longevidad humana. Según
Vaupel no hay límite de edad establecido para nuestra especie —una declaración
discutida por otros expertos— y es de esperar que se sigan ganando 10 años de
esperanza de vida cada 40 años. Si esto es cierto, es de esperar que las mujeres seguirán
llevando ventaja durante mucho tiempo.
Céline mal fusilado

Acabo de publicar PALOS DE CIEGO, un libro donde indago en el misterio de mi


hermano mayor, que murió en una de las clínicas dedicadas al tráfico de niños en 1965,
al tiempo que investigo una supuesta matanza de juglares ciegos ucranianos en la época
de Stalin .

Siempre he pensado que una novela es como un matrimonio más o menos largo
mientras que una columna es un lío de una noche. Fui finalista del premio Nadal en
2003 con El gran silencio y he ganado también el Hammett de la Semana Negra de
Gijón y el Tigre Juan por Niños de tiza, así como el premio Logroño por Punto de
fisión, de donde toma su título esta trinchera.

Como se ve, con mis novelas he hecho lectores y amigos, y con mis columnas más bien
al contrario. Pero está bien así, porque siempre he pensado que un escritor ha de luchar
contra el poder, sea del signo que sea, aunque la señal de su triunfo resulte tan
minúscula como una picadura de mosquito en el culo de un elefante.

enero 12, 2018

Visto cómo anda el patio de la libertad de expresión, la editorial Gallimard se ha echado


atrás en su proyecto de volver a publicar Bagatelas para una masacre, el vitriólico
panfleto antisemita que el escritor francés Louis-Ferdinand Céline dio a la imprenta allá
por 1937. El libro no sólo esparce su veneno a chorros contra los judíos, sino también
contra los masones, contra los comunistas y prácticamente contra cualquiera que se
pusiera a tiro. La decisión de plegar velas por parte de la editorial se entiende no sólo
desde la sensibilidad puritana actual, que se ofende por cualquier cosa y que se quedaría
catatónica de leer los espumarajos rabiosos de Céline. Sino también desde varias
advertencias serias del mismo gobierno, presionado por la comunidad judía en Francia,
un gobierno que no en vano, mucho tiempo atrás, ya había censurado las entrevistas
públicas al escritor y echado tierra sobre la celebración de un homenaje público.

El problema con Céline, claro, es que no se lo puede despachar a la categoría de una


rareza, un descerebrado o un Luis del Val cualquiera: se trata de uno de los grandes
novelistas del siglo XX, un escritor de la talla de Ezra Pound, quien por cierto también
demostró simpatías nazis, lanzó arengas a favor del fascismo en Radio Roma y pagó por
ello con una buena temporada en un sanatorio psiquiátrico. El problema es que el
hombre que escribió esas barbaridades abominables contra los judíos era el mismo que
escribió Viaje al fin de la noche, una de las novelas fundamentales del pasado siglo. De
modo que hay que convivir con esa dualidad que parece intolerable a tantos moralistas y
que pone de los nervios a los puritanos de cualquier género: el hecho incontrovertible de
que alguien pueda ser a la vez un genio y un botarate.

Con los buenos sentimientos sólo se hace mala literatura, dijo una vez André Gide, que
gastaba bastante mala leche. No he leído de ellos más que frases sueltas, pero dudo
mucho de que los panfletos antisemitas de Céline estén a la altura de sus novelas
(confesaré que tampoco soy muy fan de sus novelas, de ese estilo exaltado,
entrecortado, trufado de exclamaciones y puntos suspensivos). Ahora bien, resulta
curioso que el anuncio de la publicación (ahora frustrada) de las Bagatelas de Céline en
Francia coincidera con el del Mein Kampf en Alemania. El año pasado leí algunos
capítulos sueltos del Mein Kampf, más que nada para documentarme sobre mi último
libro, y tal vez lo más escandaloso que encontré allí es que Hitler felicitaba a los juristas
del otro lado del charco por haber puesto los cimientos para construir en los Estados
Unidos un perfecto estado racista. Es la tesis de un estudio editado el pasado año,
Hitler’s American Model: The United States and the Making of Nazi Race Law, del
profesor James Q. Whitman, un libro lo bastante incómodo para no provocar el menor
escándalo.

En la escena más perversa de Farenheit 451, la soberbia adaptación que hizo Truffaut de
la novela de Bradbury, el jefe de los bomberos que queman libros improvisa un exaltado
discurso acerca de su labor, advirtiendo que hay que destruir esos volúmenes nefastos
que ponen en peligro la vida y la civilización. Lo dice con un libro en la mano, la
cámara se acerca y vemos el título: es el Mein Kampf. No obstante, los desvaríos
antisemitas de Céline eran tan brutales que algunos de ellos se prohibieron también en la
Alemania nazi, ante el temor de que resultaran contraproducentes. De hecho, muchos
pensaban que los había escrito en broma y se vendieron como libros humorísticos. Pero
lo verdaderamente imperdonable de su conducta llegó durante la guerra, cuando
colaboró activamente con el gobierno de Vichy delatando a docenas de compatriotas. Al
final de la contienda fue apresado y encarcelado en Dinamarca, y se libró por los pelos
de que lo extraditaran a Francia para fusilarlo por traidor. Según cuenta él mismo, le
hicieron varias veces un tratamiento a lo Dostoievski, levantándolo de madrugada para
ponerlo ante el paredón, vendarle los ojos y luego llevarlo de vuelta a la celda.

Ni aun así se arrepintió y, ya anciano, Céline siguió lanzando escandalosas proclamas


contra los judíos, sin importarle un pimiento los seis millones de víctimas del
Holocausto. Cuando su hermana se lo encontró, demacrado, hecho polvo, trabajando
otra vez de médico para los pobres, le preguntó: “Pero, ¿no te habían fusilado?” Pudo
haberle respondido lo mismo que Gila en sus memorias: “Me fusilaron mal”.

Cien años después


En el año recién terminado han pasado casi
inadvertidos los centenarios de la toma del Palacio
de Invierno y la presentación del urinario 'Fuente'.
Dos tentativas de subversión en una misma
atmósfera: el fin del mundo moderno
José Luis Pardo
12 ENE 2018 - 00:00 CET
RAQUEL MARÍN

Ay, qué pesado, qué pesado


Siempre pensando en el pasado

Se nos ha ido un año tan lleno de convulsiones, contusiones y sainetes que la palpitante
y siempre tiránica actualidad ha hecho que nos pasaran casi inadvertidos, entre muchos
otros, dos centenarios que en otras circunstancias habrían dado bastante que hablar.
Uno, el que a primera vista parece más serio, es el de la toma del Palacio de Invierno de
San Petersburgo por el Ejército Rojo, que dio pie al establecimiento de la URSS. Este
hecho extrae ante todo su seriedad, como todas las revoluciones políticas, del elevado
número de cadáveres con los que abona el campo de batalla (y que a medida que crece
hace más difícil admitir que los que murieron lo hicieron “para nada”), pero le añade a
esta gravedad histórica una seriedad moral: la de haber supuesto, para muchísimas
personas y durante muchísimo tiempo, un foco de esperanza política que señalaba a la
humanidad el camino de su futuro.

¿El que hayamos pasado como de puntillas sobre este centenario se debe solamente a
que ya no existe la Unión Soviética y, por lo tanto, el foco ha desaparecido, llevándose
con él el prometido final feliz de la historia universal? No creo que este sea el principal
motivo, sobre todo porque el final del “socialismo real” ha coincidido con una cierta
revitalización del comunismo, al menos como vocablo, que intenta por todos los medios
desprenderse de su funesto pasado histórico y engancharse a las nuevas circunstancias.
Pienso más bien que la causa fundamental de la ausencia de conmemoración de la
revolución de octubre es la infinita vergüenza que produce, sobre todo en el ámbito
intelectual y de la opinión en general, el haber permanecido ciegos durante décadas y
décadas ante la evidencia hoy irrefutable de lo que fue aquel “socialismo real”, que hoy
aún reconocemos en los Estados comunistas residuales como China, Cuba o Corea del
Norte y sus adláteres, en los que lejos de ver un estadio “degradado” del proyecto
comunista podemos experimentar en vivo la cruda realidad de lo que fue desde el
principio aquel “socialismo” en el que ya en 1920, en su visita a Lenin, Fernando de los
Ríos vio “las tenebrosidades de un mundo policíaco”. Incluso podría suceder que el
alboroto con el que hoy nos escandalizamos ante las “posverdades” que fabrican los
gabinetes de prensa especializados en producir “hechos alternativos” para justificar
ciertas políticas nos oculte, más o menos interesadamente, la facilidad con la cual
durante tanto tiempo las élites culturales y los líderes de opinión occidentales
contribuyeron, amparados en una racionalidad moral superior, a negar una siniestra
realidad que conocían bien, convirtiéndose en aliados objetivos de los aparatos de
propaganda de esos regímenes policíacos.

Las dos revoluciones fracasaron porque el mundo post-moderno no llegó a existir

El otro centenario ha sido el de la presentación, por parte de Marcel Duchamp, de un


urinario firmado con el seudónimo de Richard Mutt y bautizado como Fuente a una
exposición de artistas independientes en una galería de arte de Nueva York. Comparado
con la revolución de octubre, este “atentado simbólico” puede parecer solamente una
broma (aunque una broma pesada), como sin duda se lo pareció a muchos de sus
contemporáneos, quién sabe si también a su propio autor. Pero el caso es que, andando
el tiempo, y mucho después de su desaparición material, ha llegado a ser considerado
como la obra de arte más influyente del siglo XX, según dictamen de 500 expertos
internacionales en el año 2004. Y ello no sólo porque representa el gesto fundador del
arte conceptual, sino porque acaso resume mejor que otras piezas la intención profunda
de las vanguardias históricas, convertidas hoy en una suerte de clasicismo del arte
contemporáneo. Se diría que no existe entre estos dos hechos revolucionarios más
relación que la de que el azar los ha reunido en el mismo año.

Y sin embargo se trata de dos tentativas de subversión inmersas en una misma


atmósfera: la que anunciaba, con el telón de fondo de la guerra mundial, el final del
mundo moderno (de lo que entonces se llamaba “la sociedad burguesa”) y su sustitución
por otro diferente y mejor. En segundo lugar, así como la revolución de octubre no
pretendía ser una revolución política entre otras, sino la que pondría fin a la política en
cuanto tal (ya que culminaría con la desaparición del Estado, que es el marco que en la
modernidad confiere sentido al término “política”), tampoco la revolución vanguardista
quería ser una revolución artística más (como lo habrían sido el barroco o el
neoclasicismo), sino que aspiraba a terminar con el arte como institución y como esfera
diferenciada para diluirlo en la vida común, del mismo modo que el comunismo
prometía, en palabras de Lenin, abolir la diferencia entre una cocinera y un jefe de
Estado. Por último, el estadio histórico-cultural que ambas revoluciones querían superar
es en los dos casos lo que hemos dado en llamar la representación; y aunque no se
puedan identificar de forma simple la representación estética y la representación
política, ambas aluden a todo un entramado de mediaciones (el parlamento y la
separación de poderes en un caso, la autonomía de los valores estéticos y la crítica de
arte en el otro) que ese nuevo mundo post-burgués vendría a invalidar mediante el
paradigma de la inmediatez. Y a todo ello ha de añadirse que, durante la primera mitad
del siglo pasado, las complicidades, connivencias, alianzas y dobles militancias entre los
miembros de los ismos políticos y los de los artísticos fueron moneda corriente y hasta
casi obligatoria en algunos períodos concretos.

Las representaciones estética y política aluden a todo un entramado de mediaciones

Pero, ¿no se podría objetar que, pese a todo, la revolución de octubre fracasó, mientras
que la revolución de Duchamp ha tenido éxito? No es tan seguro. Las dos revoluciones
fracasaron en la medida en que el mundo post-moderno del que se consideraban la
avanzadilla no llegó a existir o, lo que es peor, sólo pudo hacerlo con los tintes
infernales del totalitarismo. Pero ambas nos han dejado como herencia el síndrome de
“despreciar al burgués” (hoy convertido en “despreciar al ciudadano”, que después de
todo es lo que significaba “burgués”), junto con una desconfianza frente a la
representación pública y artística y una nostalgia de la inmediatez estética y política que
ha dado lugar a un linaje de artistas incómodos en su propia condición, de la que les
gustaría liberarse, y a otro de políticos que habitan las instituciones representativas al
mismo tiempo que las ponen en entredicho. Y a lo mejor la discreción con la que hemos
atravesado estos dos centenarios tiene que ver con un cierto y comprensible afán de
cubrir nuestras vergüenzas que, sin embargo, podría conllevar una desagradable falta de
reflexión sobre nuestro pasado y, en definitiva, un déficit de explicación con nosotros
mismos y con el porvenir de las sociedades de nuestro tiempo.

Lo que debemos a los nazis


Publicar los panfletos antisemitas de Céline es una
forma de recordar que nos conciernen
275
Javier Rodríguez Marcos
11 ENE 2018 - 09:00 CET

El actor Max von Sydow (segundo por la izquierda), en el papel de Knut Hansum en la
película de Jan Troell 'Hansum' (1996). En vídeo, perfil del escritor francés Céline.

El horror caduca antes que la belleza. En agosto de 2009 la princesa Mette-Marit viajó a
Presteid, un pueblo a 1.500 kilómetros de Oslo. Se cumplían 150 años del nacimiento de
Knut Hamsun, premio Nobel de Literatura en 1920, y la futura reina de Noruega fue la
encargada de inaugurar un espectacular Centro Hamsun diseñado por Steven Holl.
Todos los honores parecerían pocos para recordar al escritor noruego más universal
después de Ibsen si no fuera porque el homenajeado dejó dos piedras en nuestros
zapatos. Una de ellas es el elogio fúnebre que en 1945 dedicó a un “guerrero de la
humanidad” que acababa de suicidarse: Adolf Hitler. Certificada la derrota alemana,
nadie podía acusarle de oportunismo como cuando regaló la medalla del Nobel a
Goebbels o celebró la ocupación de su propio país: cinco años bajo el yugo nazi.

Mette-Marit y las autoridades que la acompañaban conocían de sobra el pasado de un


novelista apestado y popular a partes iguales. Su popularidad es la segunda piedra. En
1890 Hansum publicó Hambre, una de las novelas más influyentes de las letras
contemporáneas. De Kafka a Thomas Mann pasando por Bukowski o Paul Auster, la
lista de sus admiradores ilustra su influencia. Por el lado hispánico habría que añadir a
Juan Rulfo, que llegó a sostener que toda buena literatura venía de Escandinavia. Si
pensamos en lo que debemos a Rulfo caeremos en lo que debemos a Hansum.

Ni que decir tiene que el museo de Presteid recuerda a su ilustre patrón sin que las luces
de su obra oculten las sombras de su vida. Su mera inauguración supuso la
reconciliación con la mitad buena de un artista incómodo al que, terminada la guerra, le
aplicaron la cómoda teoría del mal irracional: fue enviado a un psiquiátrico.

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El modelo noruego, sin embargo, no parece de importación fácil. Tardaremos en ver a la


primera dama de Francia, profesora de literatura, inaugurando un centro de estudios con
el nombre de Louis-Ferdinand Céline. Ha bastado el anuncio de que Gallimard
publicará este año sus panfletos antisemitas para que se reactive la polémica en torno al
mejor escritor francés de su tiempo (junto a Marcel Proust). “Si el fascismo y el
comunismo solo hubieran seducido a los imbéciles habría sido más fácil librarse de
ellos”, afirmó, en una frase célebre, Jean-François Revel. Si Céline solo hubiera escrito
el ramplón y vomitivo Bagatelas para una masacre podríamos vomitar y quedarnos
tranquilos. El problema es que escribió también una obra maestra: Viaje al fin de la
noche, insuperable retrato de los tiempos modernos. Que se puede ser genial y
monstruoso es ya un lugar común. Lo importante es que el genio no maquille al
monstruo. Ni viceversa. Por eso Gallimard ha escogido la mejor manera de tratar lo
execrable: una edición crítica. Convertir en historia lo que hasta ahora solo era pasto de
la propaganda o de la indignación no es una forma de celebrarlo sino, bien al contrario,
de evitar que se olvide. Y de evitar que, pasado el tiempo, el antisemitismo de Céline
parezca tan remoto como el de Quevedo, es decir, algo que no va con nosotros.

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