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Estados Unidos
El reconocido escritor y geógrafo Jared Diamond
plantea en este artículo si la Administración Trump
conseguirá destruir "los puntos fuertes de Estados
Unidos, basados en la ciencia y en las pruebas"
22 DIC 2017 - 18:17 CET
¿Cuáles son esas palabras feas? Entre ellas está “vulnerable”, pero la labor del Centro
para el Control de Enfermedades del Gobierno es, cómo no, identificar esas
enfermedades ante las que los estadounidenses son especialmente vulnerables. Otra
palabra malsonante es “diversidad”, pero un control de enfermedades eficaz exige
reconocer que las personas son diversas en sus vulnerabilidades médicas. Por ejemplo,
las mujeres, pero no los hombres, son vulnerables al cáncer de ovarios; los ancianos,
pero no los niños, son vulnerables a la enfermedad del Alzheimer; y los estadounidenses
de tez clara son más vulnerables al cáncer de piel que los estadounidenses de tez oscura.
Otras palabras inapropiadas son “basado en las pruebas” y “basado en la ciencia”. Pero
las pruebas y la ciencia son la base de la medicina moderna. La razón por la que la
esperanza de vida media estadounidense (incluso la de los senadores y congresistas
republicanos) es de aproximadamente 80 años, en vez de 50 años como hace dos siglos,
es que las pruebas científicas han demostrado hechos que hoy son aceptados, como que
el agua contaminada causa enfermedades concretas y que los antibióticos específicos
curan enfermedades específicas.
Estas prohibiciones de palabras por parte del Gobierno resultarían absurdas en cualquier
país. Aunque a uno no le sorprendería que las propusiesen las autoridades de un
pequeño pueblo de algún país pobre y lejano con bajos niveles de alfabetización, uno
espera lo contrario del Gobierno central de los Estados Unidos de América. Estados
Unidos es el líder mundial en ciencia, tecnología y medicina. Su producción científica
supera la de todo el resto del mundo junto. La mayoría de las principales instituciones
de enseñanza superior y de las industrias tecnológicamente innovadoras son
estadounidenses. La ciencia y la tecnología son las principales razones por las que
Estados Unidos es el país más poderoso del mundo desde hace por lo menos 70 años.
Por lo tanto, Estados Unidos es el último país del mundo en el que uno esperaría ver las
actitudes contrarias a la ciencia del Gobierno de Trump. ¿Cómo se puede explicar esta
evidente paradoja? Deja perplejos a muchos estadounidenses, y atónitos a mis amigos
europeos.
Uno de los dos factores es que Estados Unidos no fue fundado solo como una
democracia normal, sino como una democracia extrema. Mientras que los países
europeos occidentales se consideran políticamente democráticos, Gran Bretaña, Italia y
otras democracias europeas occidentales han sido, de hecho, mucho más
antidemocráticas desde un punto de vista social y ha existido en ellas una mayor
división de clases que en Estados Unidos. Nuestra Declaración de Independencia
empezó con la afirmación de la igualdad; la igualdad de oportunidades es desde hace
tiempo uno de los principales ideales estadounidenses; y la inmigración hacia Estados
Unidos desde Europa privó en gran medida a los inmigrantes de sus ventajas heredadas
y les obligó a empezar de nuevo en unas condiciones más próximas a la igualdad.
Estas son, por tanto, dos de las razones que explican por qué Estados Unidos, el líder
mundial en ciencia, tiene paradójicamente un Gobierno que es el líder mundial en la
oposición a la ciencia. ¿Cómo acabará todo esto?
Son tiempos de balances del año, y la ciencia tiene también los suyos, y con una
peculiaridad notable. En mitad de un panorama desolador de guerras y desplazamientos
de desposeídos, reediciones tragicómicas de la tensión nuclear, inteligencias políticas
ausentes y guerras de las galaxias, el recuento de los descubrimientos científicos del año
supone seguramente el único balance de buenas noticias que vamos a ver estos días. Son
los óscar del conocimiento, y conviene conocerlos.
Lee en Materia cómo la noticia más deslumbrante del año vuelve a provenir del campo
de la física: la kilonova, una formidable colisión de estrellas de neutrones que ha
permitido detectar por primera vez sus efectos no solo en forma de luz y demás
radiaciones del espectro electromagnético, sino también como ondas gravitacionales, las
deformaciones del espacio y el tiempo que predijo Einstein hace más de cien años con
su teoría de la relatividad general, el fundamento de la cosmología moderna.
Quien siga pretendiendo enterrar la física en el siglo XXI está condenado a cometer un
error garrafal tras otro
Pero también la biología vive tiempos de esplendor, y este año nos ha dejado ejemplos
exquisitos de ese vigor. Entre los destacados por la revista Science se encuentra el
descubrimiento de una tercera especie de orangután en Sumatra, el Pongo tapanuliensis,
en lo que supone el primer hallazgo de una nueva especie de gran simio en 90 años.
Quizá no dure mucho, porque solo queda una pequeña población en un bosque ignoto
de esa isla de Indonesia.
Los lectores de Materia conocen estos y otros descubrimientos que han iluminado el año
que acaba. Son los óscar del conocimiento, y las mejores noticias que habremos
recibido en 2017.
El director del NIH, Francis Collins, resaltó este martes que las investigaciones de este
tipo se recuperan tras un proceso de deliberación de tres años llevado a cabo por
expertos del sector público y privado. “Tenemos la responsabilidad de asegurar que la
investigación con agentes infecciosos se lleva a cabo de forma responsable”, afirmó
Collins, que dirige esta agencia pública desde 2009, al inicio de la era Obama.
Además, durante el tiempo que duró la moratoria, 10 de los 21 proyectos que quedaron
paralizados obtuvieron una dispensa para seguir adelante extremando la seguridad
porque se consideraron excepcionales. Se trataba, en concreto, de unos experimentos
sobre el MERS y la gripe. Para Collins, el nuevo marco de trabajo aporta garantías
adicionales que “maximizan el beneficio” y minimizan el riesgo.
La Navidad está aquí, y con ella los mitos que la acompañan, el más destacado de los
cuales es el de Papá Noel. En esta época, muchos niños oyen la historia de un hombre
que vive eternamente, reside en el Polo Norte, sabe lo que desean todos los niños del
mundo, conduce un trineo tirado por renos voladores, y entra en las casas a través de la
chimenea, que la mayoría de los críos ni siquiera tienen.
Dados los múltiples absurdos y contradicciones del relato, es sorprendente que siquiera
los niños se lo crean. Sin embargo, la investigación que llevamos a cabo en mi
laboratorio muestra que el 83% de los chavales de cinco años piensan que Papá Noel es
real.
¿Por qué?
¿Una ventaja evolutiva?
El célebre etólogo y escritor Richard Dawkins proponía en un ensayo de 1995 que los
niños son crédulos por naturaleza y propensos a creerse casi cualquier cosa. Incluso
insinuaba que creer era una ventaja evolutiva para los pequeños. Lo ilustraba bastante
convincentemente con el ejemplo de un niño que vivía cerca de un pantano infestado de
caimanes. Dawkins argumentaba que un niño escéptico que tiende a evaluar
críticamente la recomendación de sus padres de que no se bañe en el pantano tiene
menos probabilidades de sobrevivir que otro que hace caso sin pensar.
Esta idea de que los niños pequeños se creen las cosas fácilmente es compartida por
mucha gente, entre otros el filósofo del siglo XVIII Thomas Reid y los psicólogos del
desarrollo, que sostienen que los críos tienen una fuerte inclinación a confiar en lo que
les dice la gente.
¿Cuáles son, entonces, algunas de las herramientas que emplean los adultos para decidir
qué creerse, y qué pruebas tenemos de que los niños disponen de ellas? Voy a centrarme
en tres. Una es la atención al contexto en el que se inserta la nueva información; la
segunda es la tendencia a sopesar esa información nueva comparándola con los propios
conocimientos de partida, y la tercera es la capacidad de evaluar la competencia de los
demás en la materia.
Imagine que lee un artículo sobre una nueva especie de pez al que llamaremos "surnit".
A continuación, imagine que lo lee en dos contextos diferentes. En uno, su médico llega
con retraso y usted está en la sala de espera leyendo el artículo en un ejemplar de
National Geographic, la revista oficial de una sociedad científica.
En esencia, eso fue los que hicimos con los niños. Les hablamos de animales
desconocidos, como los "surnits". Algunos oyeron lo que les contamos en un contexto
fantástico, en el cual les decíamos que los dragones o los fantasmas capturaban los
peces. Otros tuvieron noticia de su existencia en un contexto científico, en el cual les
explicamos que los médicos o los investigadores los utilizan.
Con tan solo cuatro años, la probabilidad de que los niños afirmasen que los "surnits"
existían realmente era más alta cuando habían oído hablar de ellos en el contexto
científico que en el fantástico.
Una de las principales maneras que tenemos los adultos de aprender cosas nuevas es oír
hablar de ellas a otras personas. Imagine que oye hablar de una nueva especie de pez a
un biólogo marino o a su vecino de al lado, que suele obsequiarle con noticas de
abducciones por parte de extraterrestres. Su evaluación de la autoridad y fiabilidad de
ambas fuentes probablemente guiará sus ideas sobre la existencia real del pez.
El célebre etólogo y escritor Richard Dawkins proponía en un ensayo de 1995 que los
niños son crédulos por naturaleza y propensos a creerse casi cualquier cosa. Incluso
insinuaba que creer era una ventaja evolutiva
Descubrimos que los niños creían en los seres posibles y rechazaban los imposibles. Los
críos tomaron la decisión comparando la información nueva con los conocimientos que
ya tenían. Con respecto a los animales improbables ‒aquellos que era posible que
existiesen, pero que eran infrecuentes o extraños‒, la probabilidad de que creyesen en
ellos era mayor cuando el que afirmaba que existían era el cuidador del zoo afirmaba
que cuando lo afirmaba el cocinero.
En otras palabras, los niños utilizan la autoridad, igual que los adultos.
Si los niños son tan listos, ¿por qué creen en Papá Noel?
La razón es sencilla: los padres y los demás adultos hacen todo lo posible por mantener
el mito. En un reciente estudio, descubrimos que el 84% de los padres declaraba que
llevaba a sus hijos a que viesen a más de dos imitadores de Papá Noel durante las
Navidades. The Elf on the Shelf [El duende en el estante], que en origen era un libro
infantil ilustrado cuyos protagonistas eran los duendes que informaban a Papá Noel de
cómo se portaban los niños cuando se acercaba la Navidad, es ahora una franquicia
multimillonaria. Asimismo, el servicio de correos de Estados Unidos promueve el
programa "Cartas de Papá Noel" por el cual envía respuestas personales a las misivas de
los niños.
¿Y por qué nos sentimos obligados a esforzarnos tanto? ¿Por qué el tío divertido de la
familia insiste en trepar al tejado en Nochebuena para hacer sonar sus pisadas y tocar las
campanillas?
La repuesta es, sencillamente, que los niños no son irreflexivamente crédulos y no se
creen todo lo que les contamos. Por tanto, los adultos tenemos que inundarlos de
pruebas como las campanillas en el tejado, los papás noeles vivientes en el centro
comercial, o la zanahoria a medio comer la mañana de Navidad.
Considerando este esfuerzo, sería básicamente irracional que los niños no creyesen en
Papá Noel. De hecho, al hacerlo están ejercitando su capacidad de pensar
científicamente.
En primer lugar, los pequeños evalúan las fuentes de información. Como indica la
investigación que estamos llevando a cabo en mi laboratorio, hay más probabilidades de
que crean lo que dice un adulto sobre qué es real que lo que dice un niño.
En segundo lugar, utilizan la evidencia (por ejemplo, el vaso de leche vacío y las
galletas a medio comer de la mañana de Navidad) para llegar a una conclusión sobre si
ese ser existe o no. Otro estudio de mi laboratorio muestra que los niños se sirven de
pruebas similares para guiar sus creencias sobre la Bruja de los Caramelos, un ser
fantástico que los visita la noche de Halloween y les deja juguetes nuevos a cambio de
caramelos.
En tercer lugar, los estudios muestran que, a medida que la comprensión de los niños se
vuelve más sofisticada, suelen hacerse más preguntas sobre los puntos absurdos del
mito de Papá Noel; por ejemplo, cómo un hombre gordo puede caber en una chimenea
estrecha o cómo puede ser que los animales vuelen.
No hay pruebas de que creer y acabar dejando de creer en Papá Noel afecte de manera
significativa a la confianza en los padres. Es más, los niños no solo poseen las
herramientas para averiguar la verdad, sino que participar en la historia de Papá Noel
puede ser una oportunidad para que ejerciten esas capacidades.
Así que si piensan que sería divertido para usted y para su familia invitarlo a casa en
Navidad, háganlo. A sus hijos no les hará daño, y hasta es posible que aprendan algo.
El año está lleno de celebraciones y fiestas sagradas (aunque cada vez son menos
sagradas), y la temporada navideña es la que está más llena de todas. Muy pronto
estaremos —si no lo estamos ya— deseándonos unos a otros “Feliz Navidad”, “Bon
Nadal”, “Bo Nadal” o “Eguberri on”. Pero antes llega el solsticio de invierno, el
fenómeno astronómico que marca el día más corto y la noche más larga del año.
Los romanos no tenían claro cuándo celebrar el solsticio de invierno. Julio César
decretó que el día más corto era el 25 de diciembre
Durante mucho tiempo, a las festividades se les asignaba una fecha aleatoria. Los
romanos no tenían claro cuándo celebrar el solsticio de invierno. Julio César decretó
oficialmente que el día más corto del año era el 25 de diciembre. En el siglo I después
de Cristo, Plinio lo situó en el 26, y su contemporáneo Lucio Columela, experto en
agricultura, escogió el 23. En el año 567, el Concilio de Tours proclamó que todo el
periodo desde Navidad hasta la fiesta de la Epifanía debía ser un mismo ciclo, y en el
siglo VII estaba ya vigente el periodo de 12 días de paz, vida hogareña, fiestas y espíritu
caritativo.
Sin embargo, el solsticio de invierno sigue cambiando de día. Puede caer en cualquier
punto entre el 20 y el 22 de diciembre, dependiendo del huso horario. No es frecuente
que caiga el 22 de diciembre: el último fue en 1975 y no se repetirá hasta 2203. El de
este año se producirá para el centro de España exactamente el 21 de diciembre, a las
17.28.
Al final del relato de Anne Enright, el padre vuelve a casa y se dirige al dormitorio de su
hijo. El niño está en la cama, sentado con las piernas cruzadas y los ojos apretados.
—¿Ya?
—Sí.
Richard Cohen es editor y autor de ‘Persiguiendo el sol. La historia épica del astro que
nos da la vida’ (Turner) y de ‘How to Write Like Tolstoy’, cuya traducción en español
será publicada en otoño de 2018 por Blackie Books.
Contaba Jorge Semprún en su novela La escritura o la vida que durante dos años vivió
sin verse el rostro, encerrado en el campo de concentración nazi de Buchenwald: “No
hay espejos en Buchenwald. Veía mi cuerpo, su delgadez creciente, una vez por semana,
en las duchas. Ningún rostro, sobre ese cuerpo irrisorio”. Unas 56.000 personas fueron
asesinadas en el sistema de campos de Buchenwald, desde su apertura en 1937 hasta su
liberación en 1945. Los prisioneros veteranos se negaban a visitar al médico, siempre,
ocurriera lo que ocurriera. “Lo habitual era salir de la enfermería por la chimenea del
crematorio”, resumía Semprún, detenido en 1943 como comunista español en la
Resistencia francesa. “Dulzón, insinuante, con tufos acres, propiamente nauseabundos.
El olor insólito, que era el del horno crematorio”, recordaba.
Cuando Semprún salió vivo de Buchenwald y empezó a hablar con un joven oficial
francés del ejército aliado, arrancó su relato por algo desconcertante: las sesiones de
cine organizadas por los mandos de las SS los domingos por la tarde. En un barracón al
lado de la enfermería de Wagner, los presos veían comedias musicales de cine mudo,
contaba Semprún como resumen de sus dos años en el infierno, sin mencionar los
cadáveres que salían por la chimenea. El militar francés no entendía nada. "Cualquiera
podría haberle narrado el crematorio, los muertos por agotamiento, los ahorcamientos
públicos, la agonía de los judíos en el Campo Pequeño, la afición de Ilse Koch por los
tatuajes en la piel de los deportados", rememoraba satisfecho Semprún.
De las supuestas lámparas de piel humana de Ilse Koch solo quedan fotografías, pero el
tétrico libro de Wagner sí ha llegado a nuestros días. Otro ejemplar se guarda en la
biblioteca de la Universidad Friedrich Schiller de Jena (Alemania), en la que el médico
nazi presentó su tesis doctoral, vinculando los tatuajes a la criminalidad sin ningún
método científico.
Erich Wagner fue arrestado por el Ejército estadounidense en 1945. Pero, en 1948,
escapó. Durante años, consiguió vivir en Baviera y en la Selva Negra con un nombre
falso, hasta que fue detenido de nuevo en 1958. El 22 de marzo de 1959, se suicidó, sin
esperar a su juicio. El tribunal que juzgó su tesis doctoral en la Universidad de Jena
calificó de “muy buena” su obra Sobre el tema del tatuaje.
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Y queda la variante del totalismo horizontal, fundado sobre una xenofobia cada vez más
presente, incluso muy cerca de nosotros. Según nos enseña el budismo, cabe más de un
infierno dentro del mismo marco ideológico. Incluso según muestra la tragedia de los
rohingya en Birmania, puede existir un infierno construido desde una religión de paz.
La Ley de Memoria Histórica es uno de los textos menos leídos y más citados de
nuestra legislación. En su exposición de motivos invoca “el espíritu de reconciliación y
concordia que guió la Transición”, ese espíritu que da sentido “al modelo constitucional
de convivencia más fecundo que hayamos disfrutado nunca”. También manifiesta que
ha llegado la hora de que “la democracia española y las generaciones vivas recuperen
para siempre a todos los que directamente padecieron las injusticias y agravios
producidos, por unos u otros motivos políticos o ideológicos o de creencias religiosas”.
Y, finalmente, establece que esta Ley debe inspirar las políticas públicas dirigidas al
conocimiento de nuestra historia.
Leí, hace años, un artículo sobre la memoria histórica del excelente escritor Manuel
Rivas, en el que se preguntaba por qué despierta tanta hostilidad la memoria histórica en
la derecha española, y reivindicaba una memoria democrática identificada con la
búsqueda de los restos de los asesinados por los franquistas. Me lo ha hecho recordar un
reciente artículo suyo en el que casi reproduce el anterior.
Por mi lado, mi abuelo materno tenía 70 años en 1936 cuando fue violentamente sacado
de su casa por unos milicianos, ante la despavorida mirada de sus hijos menores de
edad, para ser fusilado ante la tapia del cementerio de Aravaca. Pertenecía a una familia
liberal que, en el siglo XIX, había conocido el exilio, la persecución y también el
fusilamiento con gobiernos absolutistas. Tengo que agradecer a mi madre que no me
contara con detalle este suceso, y que apartara de mí cualquier resentimiento. Al morir,
ya muy anciana, descubrí entre sus papeles la lista oficial con los nombres de los
asesinos, y decidí romperla.
Los españoles de hoy debemos asumir por fin los horrores de la guerra civil
Pese al tiempo transcurrido, parece que aún no se puede hablar de nuestros asesinados y
de nuestros asesinos sin una emoción que conlleve la tentación de olvidar a los
asesinados y a los asesinos de los otros. Seamos quienes seamos, los unos y los otros.
Sin embargo, hay una verdadera urgencia cívica para que los españoles de hoy
asumamos por fin los horrores de la guerra civil y de los cuarenta años de dictadura sin
separar a unas víctimas de otras, comprendiendo lo que sucede cuando el odio se
apodera de nuestra convivencia. Ese odio que ha vuelto a aparecer en Cataluña
dividiendo a los catalanes con los mismos sentimientos cainitas que la Transición quiso
superar.
La memoria histórica, cuando se aborda fragmentada por los herederos de una de las
dos Españas, constituye el mayor obstáculo para que se imponga definitivamente la
consigna final de Azaña, “Paz, piedad, perdón”, un olvido que no es desmemoria sino
reconciliación.
2017 ha sido un año en el que las democracias han vivido peligrosamente. Antes de cada
elección cundía el temor por el populismo; y una vez celebradas, por la
ingobernabilidad. Y en casi todas las campañas ha habido que temer la interferencia de
hackers, el estruendo de las noticias falsas y la ya incomoda emocionalidad que todo lo
impregna.
Los Puigdemont, Orban, Kaczynski, han devenido en los tontos útiles del auténtico
poder, el geopolítico y el que se sustenta sobre la reproducción del sistema económico
real, que ha conseguido acceder a una despolitización sorprendente. Resulta así que la
frustración derivada por una distribución de recursos cada vez más asimétrica se ha
conseguido canalizar hacia las batallas identitarias que se desgañitan en el ciberespacio.
Por ahora, la principal víctima de este proceso está siendo la democracia. Esta se
encuentra, en acertada expresión de Yascha Mounk, cada vez más encajonada entre un
(neo)liberalismo no democrático a escala global y una democracia no liberal a nivel
nacional. ¡Estupendo! Los pueblos y su supuesta voluntad general por encima de los
ciudadanos individuales, y los imperativos sistémicos doblegando la supuesta
autonomía de la política.
Ahora que todavía estamos bajo el impacto de las últimas elecciones catalanas, urge
más que nunca ponerlas en contexto, narrarlas de otra manera, aprender a evaluarlas
desde otras claves y dentro de pautas generales más amplias de las meramente
nacionales. Porque ya nada de lo local se explica sin recurso a fenómenos con
repercusión planetaria. Y si tuviera que elegir cuál ha sido el tema político central del
2017, lo que los acontecimientos de este año más han contribuido a sacar a la luz, lo
tengo claro: la fragilidad de la democracia.
Una voz de mujer contesta el interfono. '¿Quién es?' Hola, vengo a ver al señor Federico
Acosta. 'Ah, sí, usted es... Sí, sí, pase'. La puerta se abre y aparece entonces la fachada
de una casa antigua pero señorial, una línea de pasto, plantas de hojas mojadas. Llueve.
'Pase, el señor Federico le espera', dice la mujer del interfono, ahora en persona. Hay un
recibidor y una moqueta y pasillos oscuros y luego, detrás de una puerta, una salita para
tomar té o café. 'Ahora llega el señor', dice la mujer.
Pasan dos minutos y aparece, vestido de traje, el señor Federico Acosta. Se presenta y
empieza a hablar. Dice que el terremoto se sintió bastante pero que allí, en el Paseo del
Pedregal, en el oeste de la Ciudad de México, no se nota tanto. El suelo es de lava, dice,
macizo, no hueco. Por eso. Se refiere al terremoto del 19 de septiembre, el más intenso
en México desde 1985. Un buen puñado de edificios y casas colapsaron. Hubo muertos.
"Yo dije, 'no, no: se cayó el resto de México, fácil".
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Y toda la gente que se reunió, ¿de qué rama del árbol genealógico son?
De los Sierras. Todos los Sierras. Éramos 230, y aun faltaban. Yo francamente no
conocía a todos. Estábamos ubicados, pero no nos conocíamos todos. ¿Café?
González Acosta explica que Cortés, arrepentido de su acto, cabildeó para que el rey de
España, Carlos V, obsequiara tierras y títulos a su ahijada. Y así fue. El monarca le
concedió el señorío de Tacuba, terreno que comprende el centro histórico de la actual
Ciudad de México, el Zócalo, la Catedral, el Palacio Nacional, y se extiende por
decenas de kilómetros.
Por casi cuatro siglos, esa concesión implicaba el pago de una renta, primero por parte
de la Corona, y luego por los sucesivos gobiernos de México. El terreno era de Isabel,
sus hijos, sus nietos... Resulta difícil imaginar a los descendientes de Moctezuma
echando a la curia de la catedral, o construyendo un club de campo en el Zócalo. Mejor
que eso, los Gobiernos pagaban. Y así fue hasta finales de 1933. De hecho, fue un 27 de
diciembre de hace 84 años, cuando la Secretaría de Hacienda mexicana, en manos del
presidente Abelardo Rodríguez, decidió que no pagaría un peso más a ningún
descendiente de Moctezuma.
No
El otro día conocí a uno de ellos, Federico Acosta. Y le preguntaba, 'usted, ¿qué
pretende?' Y él decía, 'no, pues que nos reconozcan'.
En una república con casi dos siglos de historia, los reclamos nobiliarios suenan un
poco a extravagancia. Pese al optimismo de los quejosos.
La señora María de los Ángeles Fernanda Olivera, de 75 años, recibió a este diario
pocos días después de que lo hiciera su pariente lejano, el señor Acosta. Olivera viene
del lado de los Andrada, del primer hijo legítimo de Isabel. Acosta de los hijos de Juan
Cano.
Hace años que la pensión de Moctezuma, la famosa renta, dejó de ser un tema polémico
en México. El abuelo de la señora Olivera fue de los últimos que la cobró. Su padre
promovió incluso un amparo ante la Suprema Corte de Justicia para que el Gobierno la
reestableciera. Pero sin éxito. Otros lo han intentado desde entonces con el mismo
resultado.
No es una cuestión de dinero, explica la señora Olivera. "Lo bonito es que te reconozcan
de donde vienes, que tengas un lugar en la historia. Y ahora hace falta una persona así
como Moctezuma, que ponga orden en el país porque está esto hecho un desastre".
María de los Ángeles Fernanda Olivera vive en un adosado en Tlalnepantla, una zona
habitacional a las afueras de la capital. El día de la visita, echó mano de un taburete para
alzarse, y tomar un enorme rollo de papel que yacía sobre el trinchador. Luego liberó la
mesa de la sala y desplegó el rollo de papel, que alcanzó una longitud cercana a los diez
metros.
"Esto lo hice yo", dice, "el árbol genealógico de la familia". Y allí aparecían casi 500
años de nombres y ramas, su orgullo heráldico. Al rato, su marido, Arturo, apareció por
la puerta. Saludó y subió por las escaleras.
Y para usted, ¿qué sería lo ideal? Dice: 'que nos tengan en cuenta', pero, ¿cómo?
Pues mira, pensándolo bien, me gustaría un cargo en el Gobierno, pero no les conviene
mi presencia, yo soy muy rígida. O sea, no pienso que el Gobierno tenga la obligación
de darnos un cargo. A mi lo que me gustaría es que nos tuvieran en cuenta, nuestro
origen, una de las familias más antiguas que hay en México.
Mexicanos de primera
Federico Acosta va un poco más allá que la señora Olivera. Aunque lleva años
barruntando el asunto, aquella reunión de octubre de 2016 le abrió los ojos: "A ver, aquí
hay algo que hay que matizar. Se dice que nosotros buscamos cobrar la pensión. Es
falso. Nosotros no demandamos nada. Pero si nos interesaría como familia ser
escuchados, porque somos mexicanos de primera clase. Yo creo que deberíamos de
tener voz y voto".
¿Sobre qué?
La solución, admite al final el señor Acosta, quizá sea armar una fundación y empezar a
trabajar desde ahí.
Bueno, mi abuelo era amigo de los presidentes. Yo conocí a Luis Echeverría. Un día me
dijo, '¿qué pasó con su abuelo?'. Me dijo, 'mi primer trabajo en el PRI fue convencer a
tu abuelo de que nos rentara la casa aquella de San Cosme, para lanzar la campaña de
Manuel Avila Camacho. Y accedió'.
Antes de despedirse, como si hubiera olvidado lo que acababa de decir, el señor Acosta
lamentó que "el pueblo le es invisible a la autoridad. Para el Gobierno no ha existido.
Por eso podríamos tener voz y voto, para que sean escuchados". Afuera seguía
lloviendo.
En la escuela se aprende la fórmula para calcular las dos raíces de una ecuación de
segundo grado, pero para tercer y cuarto grado no es igual de sencillo dar con una
fórmula análoga, que de las soluciones de forma explícita y sola usando las operaciones
elementales (suma, resta, multiplicación, potencia y raíces). Para quinto grado, y
superiores, ahora se sabe que no existe dicha expresión, pero para llegar a esa
conclusión tuvieron que pasar muchos años de investigación matemática.
Uno de los grandes científicos involucrados en este reto intelectual fue el ingeniero
hidráulico Rafael Bombelli (1526, Bolonia – 1572, Roma). En alguno de sus descansos,
motivado por la paralización momentánea de alguna obra de ingeniería, Bombelli
decidió escribir un libro de álgebra. Había leído detalladamente el Ars Magna, del
médico y matemático Gerolamo Cardano, en la que incluía la fórmula de resolución de
la ecuación de tercer grado; la Arithmetica de Diofanto de Alejandría (nacido alrededor
del 200/214 d. C. y fallecido entre el 284 y 298 d. C.), de la que hizo una completa
traducción; y básicamente todo lo escrito sobre el tema.
En sus estudios algebraicos, de forma secundaria, dio con una de sus principales
contribuciones a las matemáticas: la creación de los números complejos. Estos aparecen
al resolver las ecuaciones de segundo grado cuyas soluciones implican una raíz
cuadrada de un número negativo. Por ejemplo, en la ecuación x2= -1, las soluciones son
la raíz cuadrada de -1. Evidentemente, no hay ningún número real cuyo cuadrado sea
negativo, lo que contrariaba tremendamente a los matemáticos de siglo XVI. Las
soluciones están en un cuerpo de números desconocidos hasta entonces: los números
imaginarios o complejos. De forma general los números complejos tienen una parte real
y otra imaginaria, y se pueden escribir como c= a + bi, donde i es la raíz de -1, la unidad
imaginaria. En este caso, a sería la parte real y b la parte imaginaria del número c.
Los números complejos aparecen al resolver las ecuaciones de segundo grado cuyas
soluciones implican una raíz cuadrada de un número negativo
Las raíces de números negativos aparecían en los escritos de Cardano, pero consideraba
que eran “tan sutiles que eran inútiles”, y no investigó más sobre ellos. Sin embargo,
Bombelli desarrolló la aritmética de los números complejos, descubriendo las reglas de
su suma y su multiplicación. Para trabajar con estos números, inventó una sofisticada
notación. En palabras del ilustre matemático Gottfried Leibniz, creador del cálculo
diferencial, Bombelli se adelantó a su tiempo.
Bombelli no encontró las reglas de los complejos al estudiar las ecuaciones de segundo
grado, sino las de tercero, como x3 = 15 x+4. La ecuación tiene una primera solución
sencilla, 4. Pero usando fórmula de Cardano se obtenía otra solución, en la que aparecía
una suma de dos raíces cúbicas y la raíz cuadrada de -121. Bombelli denotó 2 + √-121 =
(2+√-1)3 y 2 - √-121 = (2-√-1)3 . Aplicando las reglas adecuadas de suma y
multiplicación, encontró soluciones que hasta entonces no se entendían.
Bombelli se refería a los números imaginarios +√-1 y –√-1 como “più di meno” y
“meno di meno”. Fue el gran matemático Leonhard Euler el primero que denotó a la
raíz cuadrada de (-1) como i, en 1777, quién además se dedicó a estudiarlos en
profundidad (su fórmula, una de las más bellas de las matemáticas, los relaciona con el
número e y con π). Los números complejos son un objeto básico de las matemáticas,
que aparece en numerosas ramas de la investigación (geometría compleja, análisis
complejo, fractales, circuitos eléctricos, por ejemplo).
Una niña está reescribiendo buena parte de la historia de los primeros americanos. Sus
restos, hallados en Alaska, tienen una antigüedad de unos 11.600 años. Un grupo de
investigadores ha logrado obtener su genoma completo. Al compararlo con el de nativos
americanos tanto ancestrales como actuales, han comprobado que pertenecía a un
pueblo desconocido hasta ahora. Más importante aún, los genes de la pequeña señalan
que los primeros americanos son más antiguos de lo que se creía y cruzaron desde Asia
antes de lo que se pensaba.
La teoría más aceptada sobre los primeros americanos mantiene que cruzaron a América
desde Asia por un puente terrestre que quedó sumergido al final de la última glaciación.
Lo que no está tan claro es si aquellos primeros colonos pertenecían a un mismo grupo o
vinieron en distintas oleadas. Tampoco se sabe con certeza cuándo cruzaron y qué paso
en los milenios siguientes hasta llegar a la amplísima diversidad genética, lingüística y
cultural de los actuales nativos americanos.
"En 2015 mostramos que los ancestros de los nativos americanos entraron en una única
oleada desde Siberia y que fue en América donde divergieron en dos grandes ramas",
dice el investigador en paleogenómica del Museo de Historia Natural de Dinamarca, el
mexicano Víctor Moreno Mayar. Aquel trabajo, publicado en Science, señalaba que la
división americana se produjo hace unos 13.000 años, cuando los hielos de la última
glaciación estaban en retirada. Ahora, el nuevo estudio liderado por Moreno desvela que
la niña de Alaska era una nativa americana "pero su ADN nos dice que formaba parte de
una población externa, diferente de las otras dos ramas".
La niña, nombrada Pequeño Amanecer, solo vivió entre seis y doce semanas y fue
enterrada en las cercanías del río Upward Sun, en la parte central de Alaska. El
yacimiento ya ha dado algunos frutos, como el registro más antiguo de consumo de
salmón en suelo americano. Su datación por radiocarbono la sitúa como uno de los
fósiles humanos más antiguos localizados más al norte.
Pero son sus genes los que más alegrías están dando a la ciencia. Al contar con los datos
de todo su genoma, su ADN se convierte en un punto de referencia muy robusto a la
hora de compararlo con otras poblaciones del pasado. Teniendo en cuenta mecanismos
de diferenciación como la deriva genética, el flujo de genes entre grupos o la tasa de
mutaciones, los investigadores lograron un reloj biológico muy preciso cuyos resultados
publica la revista Nature.
Así, los investigadores confirmaron que los ancestros de los primeros americanos
empezaron a diferenciarse de otros pueblos asiáticos hace más de 36.000 años. Doce
milenios después, el aislamiento era completo, reforzado porque fue entonces cuando la
Edad de Hielo marcó su máximo glacial, quedando muy pocas regiones del hemisferio
norte libres de hielo y con presencia humana. "La niña nos dice también que hace
20.000 años los nativos americanos ya eran americanos", comenta Moreno. Estuvieran
donde estuvieran (en Asia, América o entremedias), para entonces eran genéticamente
diferentes de los asiáticos.
"Lo que no sabemos es dónde se originó el linaje americano", reconoce Moreno. Pero
Pequeño Amanecer vuelve a dar pistas. Después de su separación inicial, los genes de la
niña muestran que sus antepasados mantuvieron el contacto (hubo flujo genético) con
las otras poblaciones americanas. Y para ello debían estar en la misma región,
probablemente al norte de la gigantesca capa de hielo que cubría casi todo el actual
Canadá y buena parte de los EE UU. Por entonces, la corriente del Pacífico norte hacía
de Alaska un lugar más habitable y libre de hielo perpetuo.
"¿Dónde estuvo viviendo esta población aislada de ancestrales nativos americanos hace
más de 15.000 años? La cuestión se complica por el hecho de que este periodo de
aislamiento se produjo durante el Último Máximo Glacial, cuando las condiciones eran
tan frías y secas en el hemisferio norte que las poblaciones humanas de muchos lugares,
como Siberia, tuvieron que abandonarlas por un clima tan extremo", recuerda el
científico del Instituto de Investigación Ártica y Alpina de la Universidad de Colorado-
Boulder (EE UU), John F. Hoffecker.
Raro será el aficionado a la música que no haya utilizado un buscador inteligente para
descubrir canciones afines a sus gustos, o autores y bandas a los que desconocía pero
que enseguida le tocan una fibra sensible. El buscador de iTunes fue tal vez el primero
en lograr unos resultados asombrosos, pero hoy tiene una fuerte competencia de Spotify,
Google Play Music y Amazon. Poca gente, sin embargo, se ha preguntado cómo
funciona todo eso. Lee una de las claves en Materia: la técnica de inteligencia artificial
llamada procesamiento de señales, que se utiliza en este caso para analizar las músicas
de todo el mundo y examinar sus relaciones estructurales (melodía, armonía, ritmo,
timbre). El estudio muestra, por ejemplo, que la música de Botsuana es la más singular
del planeta, con sus solos de arco (un primitivo instrumento de cuerda) y sus canciones
corales.
Los gigantes tecnológicos tienen acceso a un tesoro de información: los gustos
musicales de millones de personas
Que la más abstracta de las artes pueda analizarse, clasificarse y predecirse mediante la
inteligencia artificial puede parecer paradójico. Pero la verdad es que la música es en
cierto sentido matemática pura, como descubrió Pitágoras (con precedentes
mesopotámicos, al igual que siempre). De hecho, la música es el fundamento de toda
una rama de las matemáticas. La inteligencia artificial tiene mucho que aportar a la
psicología de la estética, a la musicología y a la propia música. Cabe predecir que los
compositores la usarán pronto de forma generalizada y creativa.
La serie armónica
La serie armónica, como ya anticipó Pitágoras,
relaciona las matemáticas con la música
142
Carlo Frabetti
15 DIC 2017 - 15:55 CET
Imaginemos dos monedas de 6 cm de diámetro una encima de otra, tal como
planteábamos la semana pasada. Es evidente que la de arriba podrá sobresalir un
máximo de 3 cm, pues en ese momento su centro de gravedad (que coincide con el
centro geométrico) quedará justo encima del borde de la de abajo. Es fácil ver que, en
ese momento, el centro de gravedad de esta pareja de monedas estará en el punto medio
de su radio común, por lo que si las apoyamos sobre una tercera, la del medio solo
podrá sobresalir 1,5 cm del borde de la de abajo. Menos fácil de ver sin ayuda de una
imagen (como la que adjunta Nacho en el comentario 25 de la semana pasada) es que si
apilamos estas tres sobre una cuarta, la tercera solo podrá sobresalir 1 cm, pues, si
tomamos como unidad el diámetro de la moneda, los “voladizos” máximos son,
respectivamente, 1/2, 1/4, 1/6, 1/8, 1/10, 1/12…
crece muy despacio, pero crece indefinidamente (es lo que en matemáticas se denomina
una serie divergente), por lo que el voladizo global puede ser, en teoría, tan grande
como queramos.
con todos sus términos divididos por 2, y puesto que la serie armónica es divergente,
también lo será su serie mitad.
Series convergentes
No todas las series crecen indefinidamente: hay otras, llamadas convergentes, que se
acercan tanto cuanto queramos a un valor finito, denominado límite de la serie.
Tomar conciencia
Esa historia empieza hace 22 años cuando publiqué
una columna con el título 'Aporofobia' en el 'ABC'
para señalar que solo rechazamos a los extranjeros
cuando son pobres
Adela Cortina
29 DIC 2017 - 23:27 CET
La aporofobia, el rechazo al pobre, es tan antigua como la humanidad, pero hasta hace
bien poco carecía de un nombre, y era preciso encontrarlo para poder reconocerla y
prevenirse frente a ella. Porque conocemos la xenofobia, el recelo frente al extranjero, la
cristianofobia y la islamofobia, la homofobia, y una gran cantidad de patologías que
levantan muros entre los seres humanos. El hecho de saber cómo se llaman nos permite
tomar conciencia más clara de ellas y tratar de erradicarlas.
Esa historia empieza hace 22 años cuando publiqué una columna con el título
Aporofobia en las páginas de Creación ética de ABC para señalar que no son los
extranjeros los que producen rechazo, porque los turistas son bien acogidos, incluso se
han creado para ellos unas “ciencias de la hospitalidad”, sino que molestan los pobres,
los que parece que no pueden traer dinero ni beneficios, sino solo plantear problemas.
Los refugiados e inmigrantes son tratados con hostilidad, pero no por ser extranjeros,
sino por ser pobres. Buscando en el diccionario de griego encontré ese término, áporos,
que se refiere a quien no tiene recursos, a quien no tiene salida, como ocurre con la
palabra aporía, que significa callejón sin salida.
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Más tarde publiqué un artículo con el mismo título en El País, sugiriendo incluir el
término en el Diccionario de la Lengua Española porque cuando una realidad social
malsana actúa sin ser reconocida funciona como una ideología que ejerce
clandestinamente su dominación.
Decía Ortega y Gasset que lo que nos pasa es que no sabemos lo que nos pasa, por eso
es decisivo tomar conciencia, en este caso, de que existe la tendencia a rechazar al
pobre, incluso al cercano, al de la propia familia.
Pero, una vez puesto el nombre, es necesario dar dos pasos más, como he propuesto en
mi libro Aporofobia, el rechazo al pobre. Por una parte, indagar las causas de nuestra
tendencia a dar con tal de recibir, que excluye del juego del intercambio a los que parece
que no pueden devolver nada valioso. Y, sobre todo, intentar desactivar la propensión a
rechazar a los peor situados, potenciando el respeto a las personas concretas y
agudizando la sensibilidad para descubrir lo bueno que toda persona puede ofrecer, sin
exclusiones.
Se trata de un problema para el cual no ha habido hasta ahora una solución exitosa:
tanto el diálogo y la negociación como la presión y las sanciones han fracasado. De la
perseverancia de ese desafío hablan la decena de resoluciones del Consejo de Seguridad
de Naciones Unidas que el régimen norcoreano ha incumplido en la última década. La
más reciente, aprobada el 22 de diciembre pasado como respuesta al lanzamiento de un
misil balístico de alcance intercontinental el 28 de noviembre pasado, impone un duro
régimen de sanciones a las importaciones de petróleo y maquinaria pesada norcoreanas.
Dado el hermetismo que domina las actuaciones del régimen norcoreano, es imposible
saber si la mano tendida a Corea del Sur por Kim Jong-un en su discurso de año nuevo
debe ser interpretada como una muestra de agotamiento que permita vislumbrar una
oportunidad de negociación o una estratagema para dividir a la comunidad internacional
y, especialmente, a los surcoreanos, precisamente cuando las sanciones están teniendo
éxito.
Revuelta en Irán
Hastiada de la revolución, la sociedad pide apertura y
justicia social
El País
3 ENE 2018 - 00:00 CET
Las revueltas que se iniciaron el jueves pasado en la ciudad de Mashad para luego
extenderse por todo el país se han convertido en un desafío de primer orden para el
régimen iraní. La veintena de muertos y los centenares de detenidos sitúan las protestas
en una magnitud no vista desde 2009, cuando la elección fraudulenta de Mahmud
Ahmadineyad desencadenó una ola de protestas que fue sofocada sin contemplaciones
por el régimen.
Si en aquella ocasión la motivación del descontento fue sobre todo política y fue
encabezada por los universitarios en las grandes ciudades, ahora las protestas se han
originado en los incontables problemas económicos —el principal, el coste de la vida,
pero también la corrupción—, la falta de perspectivas de futuro y la frustración ante
unas reformas mil veces prometidas pero luego nunca llevadas a cabo o pospuestas sine
die. Todo ello mientras el régimen iraní invierte sustanciosos recursos en sostener a sus
aliados en Líbano, Siria, Irak, Bahréin o Yemen, peones de su rivalidad ideológica,
estratégica y religiosa con Arabia Saudí.
Hasta ahora, el Estado iraní ha mostrado disponer tanto de la capacidad represiva como
de la voluntad de emplearla para imponerse a los disidentes. Los iraníes aspiran, como
tantos en la región, a prosperar económicamente en sociedades abiertas políticamente,
en paz y libres de corrupción. Y están cansados de una revolución que aspira a
legitimarse en una lucha obsesiva contra todo tipo de enemigos, interiores y exteriores
en lugar de gobernando para ellos.
Hay que superar la pereza intelectual que lo reduce todo al fantasma del populismo.
Populismo es un término con muy limitado valor explicativo. La crítica del populismo
tiene un sentido muy preciso: descalificar todo discurso que se niegue a aceptar el
principio básico de la ideología dominante: No hay alternativa. Con lo cual los críticos
del populismo y el retrato que ellos hacen de lo que llaman populismo, coinciden en un
punto: el rechazo del pluralismo. Este momento es el que hay que dejar atrás. De la
simple descalificación de los que tienen la impertinencia de desafiar al statu quo hay
que pasar al reconocimiento de los problemas que están en el origen del malestar. La
política necesita que los ciudadanos la sientan útil y se vean reconocidos por ella.
Abuso y autoridad
Cuando el débil pierde el miedo y se rebela contra el
fuerte, comienza una revolución que acaba con los
poderosos
José I. Torreblanca
4 ENE 2018 - 00:00 CET
Fue la sorpresa de 2017. Y seguirá ahí en 2018. Por una razón muy sencilla: cuando
algo carece de nombre no existe, pero cuando por fin adquiere uno todo el mundo lo
puede nombrar.
Piensen en la violencia de género. Hubo en tiempo en que se hablaba de “cosas de
pareja” o se disculpaba con aquello de “todas las parejas discuten”. Por tanto, era mejor
no meterse. Pero un día se le puso nombre a aquello, y las mujeres maltratadas
descubrieron que lo que a ellas les pasaba no era normal, o no debía serlo, y pudieron
comenzar a denunciar (con muchos silencios, indiferencias e insuficiencias, sí, pero
aquello ya no tuvo marcha atrás).
Con los abusos dentro de la Iglesia ocurrió algo parecido. Muchos niños y niñas,
víctimas de religiosos pederastas, no acertaban a ponerle un nombre a lo ocurrido. Y esa
ausencia de nombre hacía más fácil encubrir a los pederastas y trasladar la culpa a las
víctimas, muchas de las cuales tardaron décadas en denunciar lo ocurrido.
El acoso sexual en el mundo laboral se rige por el mismo patrón: las insinuaciones, los
toqueteos, las encerronas, promesas o amenazas de los jefes carecían de un nombre que
los hiciera visibles. Ahora lo tienen. Lo que hace más fácil denunciarlos y pararlos.
En todos los casos, la fórmula es la misma. Donde el poder se ejerce lejos de las
miradas de los demás (en el hogar, en el patio, en la sacristía, en el despacho) es más
fácil que surja el abuso. Y que ese abuso conduzca a la impunidad del agresor. Lo
relevante es que pese a ese patrón tan claro, la sociedad tiende a dudar de la palabra de
la víctima ante un agresor considerado superior (el marido, el matón, el servidor de Dios
o el jefe). Porque todos saben que cuando el débil pierde el miedo y se rebela contra el
fuerte es cuando comienza una revolución que acaba con los poderosos. El miedo es el
instrumento de los poderosos; la palabra, el de los débiles. Desde tiempo inmemorial.
@jitorreblanca
Garras digitales
La Casa Blanca inaugura el año con un preocupante
despliegue de la diplomacia tuitera
4 ENE 2018 - 00:00 CET
Donald Trump es un peligro que crece. Quienes creyeron que sería posible someterle a
control o que la púrpura presidencial le moderaría se han equivocado. Ni siquiera la
guardia pretoriana de generales retirados que le rodea en la Casa Blanca, todos ellos
veteranos halcones, pero inteligentes y prudentes, ha podido doblarle el espinazo.
El presidente es un acosador nato, desconsiderado y grosero, sin respeto por nada y para
nadie, y con un insulto siempre preparado en sus labios o en su cuenta de Twitter. Como
sucede con muchos matones, tiene una piel tan fina ante las críticas y los ataques ajenos
como afiladas están sus garras digitales.
Las horas y días de ocio, como son los del cambio de año, parecen especialmente
propicios para su desenfreno. Convencido de que tal actitud le ha dado buenos
resultados como candidato electoral y también en un primer año presidencial que sus
turiferarios consideran glorioso, ahora parece decidido a convertir su fraseo compulsivo
e improvisado en las redes sociales en el principal instrumento de la política
internacional de Estados Unidos.
En pocas horas del incipiente 2018, Trump ha intervenido con sus dardos digitales en
cuatro escenarios conflictivos, Pakistán, Palestina, Irán y Corea del Norte, en todos los
casos con resultados polémicos y desestabilizadores. Donde antes había enviados
especiales y nutridos equipos de diplomáticos, militares y agentes secretos recogiendo
datos, analizando y negociando, ahora está Trump en soledad con sus tuits nocturnos,
más eficaces según su criterio que algunos departamentos de su administración a los que
detesta y cuyos presupuestos recorta, como la secretaría de Estado o las agencias de
inteligencia, .
Al gobierno de Pakistán le ha dedicado un primer tuit del año, con la amenaza de retirar
las ayudas para combatir el terrorismo, que ha abierto una crisis diplomática con este
país esencial para la estabilidad de Afganistán y de la región. Una amenaza similar ha
dirigido a la Autoridad Palestina, a la que acusa de negarse a negociar la paz con Israel.
Y no ha faltado como blanco de sus ataques un habitual como es el líder de Corea del
Norte, Kim Jong-un, al que tanta atención había dedicado en 2017 con su calificativo de
hombre-cohete.
La versión más infantilizada de Trump compite con Kim sobre el tamaño de los
respectivos botones nucleares, lo que no oculta el revés sufrido por Washington ante la
astucia estratégica con que Pyongyang ha conseguido avanzar en su programa nuclear,
hasta situarse en posición de amenazar directamente el territorio de EE UU. Ahora, en el
momento de mayor riesgo de conflagración desde el armisticio de 1953 con el que
finalizó la guerra, es el régimen del norte el que sigue llevando la iniciativa con esta
propuesta de conversaciones que ha descolocado a la Casa Blanca.
Finalmente, los tuits de Trump en reacción a las revueltas contra el régimen de Irán son
el último avatar de una diplomacia internacional reducida al grado cero, que poco ayuda
a los iraníes opuestos al régimen y disfraza su inacción y su impotencia para influir en la
región con una verborrea provocadora e intimidatoria en las redes sociales.
Aporofobia
Ahora que tenemos palabra solo nos falta coraje
Llevaba años dándole vueltas, pero necesitaba tantas explicaciones que la gente se me
escapaba sin entender el meollo de la cuestión.
“Si llegaran en yate desde Siria o Marruecos con las bodegas cargadas de glamour, no
les pondríamos ni una pega”, argumentaba. “No sé por dónde vas”, soltaba el
respondón.
“Pues que cuando un hortera cierra un garito para inundarlo de champagne del bueno,
se nos escapa la admiración aunque sea un gañán y el epítome de descerebrado”,
insistía. “No te capto”, repetía el ciego de entendederas.
Y en estas llega la Fundación del Español Urgente y dictamina que el palabro del año es
aporofobia. ¡Menudo alivio! Al menos existe un nuevo y solitario vocablo para definir
un sentimiento tan antiguo como atenazante: nos dan miedo los pobres. No se trata de su
color, tendencia, procedencia o creencias, lo que tenemos es terror al contagio. Volcados
más en el tener que en el ser, ver en otros la miseria, asusta tanto que el rechazo resulta
salvador. Ahora que tenemos palabra solo nos falta coraje. Si no nos aterrara
escucharlos, podrían contarnos que no es imposible que mañana seamos nosotros
quienes necesitemos la mano tendida de un valiente.
Pensamiento crítico
Vicenç Navarro
Una realidad que ha pasado desapercibida en los múltiples análisis que se han hecho en
los mayores medios de comunicación españoles, incluyendo catalanes, de las votaciones
que tuvieron lugar en Catalunya el 21 de diciembre es que lo que ha sucedido en
Catalunya tiene algunos puntos de semejanza con lo que ha estado ocurriendo en otros
países a los dos lados del Atlántico Norte. Me estoy refiriendo al resurgimiento de
amplios sectores de la clase trabajadora como nuevo agente de cambio a favor de
opciones de derecha o incluso ultraderecha. En EEUU, por ejemplo, esta clase social
–la clase trabajadora- (que círculos del establishment político mediático
estadounidense apenas reconocían su existencia, asumiendo que había desaparecido o se
había convertido en clases medias) jugó un papel determinante en la elección del
candidato Trump, un candidato de la ultraderecha estadounidense que se había
presentado como el candidato antiestablishment, salvador de la patria, frente al
neoliberalismo y globalización promovidos por el Partido Demócrata gobernante, que
supuestamente estaba debilitando la identidad nacional del país.
En Francia, fue también la olvidada clase trabajadora la que fue el apoyo electoral
mayor de la ultraderecha francesa, dirigida por Marine Le Pen, en protesta a las
políticas neoliberales del Partido Socialista presidido por el Sr. Hollande (que habían
afectado muy negativamente la calidad de vida y bienestar de tal clase), y también en
rechazo a la dilución y pérdida de la identidad francesa amenazada por la integración
europea promovida por el gobierno Hollande. El cinturón rojo de París dejó así de
apoyar a las izquierdas y votó en su lugar a la ultraderecha. Una situación casi
idéntica apareció en la Gran Bretaña. En aquel país fue también la clase trabajadora
la que apoyó masivamente la salida del país de la Unión Europea como oposición al
establishment neoliberal europeo y como consecuencia de su deseo de recuperar la
identidad británica. Como bien escribió Owen Jones, autor de Chavs. La
demonización de la clase obrera (Capitán Swing, 2012), la ignorada o supuestamente
desaparecida clase trabajadora, existía y su protesta estaba abrumando a las estructuras
de poder británico, lo que culminó más tarde en el Brexit.
No puede dudarse que, en base a los datos disponibles y fácilmente accesibles, el hecho
más notorio que ocurrió aquel día de las elecciones del 21D no fue solo la elección
-de nuevo- de la coalición independentista, liderada por Convergència (conocida
después como PDeCAT y últimamente como Junts per Catalunya, que ha
gobernado Catalunya durante la mayor parte del periodo democrático), sino
también el apoyo electoral de grandes sectores de la clase trabajadora a
Ciudadanos, uno de los partidos políticos más opuestos a Convergència, y al
establishment político mediático catalán que ha controlado durante la gran
mayoría al periodo democrático todos los aparatos de la Generalitat de Catalunya.
Este voto a Ciudadanos ha sido un voto de protesta al establishment político mediático
(nacionalista primero e independentista después) que gobierna la Generalitat de
Catalunya promoviendo a través de los medios públicos de la Generalitat, como TV3 y
Catalunya Ràdio, así como de los medios privados (todos ellos subvencionados por
fondos públicos), un nacionalismo conservador –el pujolismo-, recientemente
convertido en independentismo, que polariza Catalunya según el sentido de
identidad nacional de sus ciudadanos y, a lo cual, la clase trabajadora, de mayoría
castellanoparlante, se opone.
Ahora bien, lo que merece ser citado es que durante la campaña electoral el carácter
neoliberal de tal partido –Ciudadanos- apenas apareció. En realidad, Ciudadanos es de
la misma familia política que Convergència (que se rebautizó como PDeCAT y
últimamente como Junts per Catalunya), lo cual casi nunca apareció en la
campaña electoral. La evidencia de que sus políticas neoliberales (como la reducción
de gasto público, la reducción de impuestos, su oposición al incremento del salario
mínimo, entre otras) dañarían a las clases trabajadoras que les votaron es abrumadora.
La escasa experiencia de gobierno del partido Ciudadanos en Catalunya, la muy
buena prensa que recibieron de los mayores medios de comunicación españoles, y
la gran cantidad de recursos para promocionarse en la campaña, explican que este
componente de su doctrina económica neoliberal apenas fuera conocido por sus
votantes (ver mi artículo “La utilización de las banderas para ocultar las políticas
responsables de la gran crisis social” en Público, 18 de diciembre de 2017). Pero esta
orientación neoliberal, sin embargo, no pasó desapercibida por las clases más
pudientes catalanas que sí consideraron correctamente a Ciudadanos como el más
sensible a sus intereses. La gran paradoja del electorado favorable a Ciudadanos
fue su curva en forma de U, siendo muy acentuada entre las rentas inferiores –
clase trabajadora- por un lado, y entre las clases pudientes de mayor renta, por el
otro. El barrio barcelonés donde Ciudadanos consiguió un mayor porcentaje de
voto fue el más rico de Barcelona, Pedralbes (un 42%). Las clases dominantes
tienen siempre una conciencia de clase más desarrollada que cualquier otro grupo
o clase social. El apoyo de las clases pudientes a Ciudadanos era lógico y predecible
pues respondía a sus intereses. No así, sin embargo, el apoyo recibido por tal partido por
la clase trabajadora, que vería afectada negativamente su bienestar económico y social
por la aplicación de tales políticas.
Lo mismo ocurrió, por cierto, en EEUU. Los mayores porcentajes de apoyo a
Trump (que era el candidato que representaba con mayor crudeza a la clase
empresarial estadounidense, profundamente antisindical) provenían de los barrios
blancos más pobres (de clase trabajadora) y también de los barrios más pudientes.
La coherencia en el comportamiento electoral de las clases pudientes (que
correctamente leyeron quiénes defendían mejor sus intereses de clase) contrastó también
en aquel país con la incoherencia del comportamiento electoral de las clases
trabajadoras subalternas que priorizaron la expresión de su enfado y su
nacionalismo identitario sobre sus intereses de clase.
Había gran interés en que el tema nacional acaparara todo el tema electoral
Lo cierto es que el debate de las banderas fue un diseño bien ejecutado por las
fuerzas dirigentes del Estado español por un lado (el PP, Ciudadanos y el PSOE) y
de la Generalitat de Catalunya, por el otro (PDeCAT o Junts per Catalunya, con la
ayuda de ERC), para no hablar de sus responsabilidades en haber causado la gran crisis
social de Catalunya (y de España). La rigidez y falta de sensibilidad del PP hacia las
demandas nacionales procedentes de Catalunya, le suponía réditos electorales en el resto
de España. Y el “procés” diseñado por los independentistas hacia la independencia
exprés, así como las tensiones generadas, eran necesarias para aumentar sus bases
electorales, que lograron ampliar. Las detenciones y “exilios” movilizaron el apoyo
electoral al independentismo. Y puesto que a ambos partidos tampoco les interesaba
que se reavivara el eje derechas versus izquierdas (por su gran vulnerabilidad si
ello hubiera ocurrido) no hubo interés en salirse del tema nacional.
Y ahí nos lleva al punto clave de la respuesta a la pregunta que inicia tal sección:
grandes sectores de las izquierdas catalanas no se sienten identificados con esta España
monárquica. La lucha por la plurinacionalidad de España es fundamental y, además,
tenemos que crear otro sentimiento de pertenencia a un proyecto común y para ello las
izquierdas necesitan recuperar temas olvidados o dejados de lado en la suficiente
recuperación de la memoria histórica. Esta falta de recuperación explica que,
paradójicamente, las dos banderas (la estelada y la borbónica) más utilizadas por
los dos bandos durante la campaña electoral, sean banderas partidistas en
extremo. Pero hay que darse cuenta que para la mayoría de catalanes la bandera
catalana no es la estelada sino la “senyera”. Y muchos catalanes que nos sentimos
españoles no nos sentimos identificados con la bandera que representa el Estado
monárquico. La bandera española para millones de españoles y catalanes era, y
continúa siendo, la bandera republicana.
Soy consciente del argumento, que encuentro también razonable, de que la juventud ha
sido socializada (a través del fútbol y otras competiciones) identificando la bandera
borbónica como la española, y que introducir la republicana puede retrotraernos a una
época pasada.
Pero hay que ser conscientes, por otra parte, que mantener la monárquica como la única
representante para definir España (aunque es lo que instruye la ley y la Constitución) es
contribuir a una pérdida de identidad. Supone también la desaparición de un punto de
referencia en la consideración de alternativas al proyecto monárquico actual. No es por
casualidad que el Estado sea tan intolerante hacia el uso de tal bandera republicana.
Basta recordar al súperpatriota españolista, Presidente de las Cortes Españolas, el
socialista José Bono, prohibiendo a los combatientes republicanos que visitaron tal
institución, enarbolaran la republicana.
De ahí que se necesite un respeto tanto a las personas que ya han sido socializadas a
considerar la bandera borbónica como la española, y a aquellos que consideran la
republicana como la suya, recuperando un significado y una visión de España distinta a
la actual. Aplaudo en este sentido la excelente presentación del senador de Podem
Catalunya, Óscar Guardingo, en su intervención en el Senado, en la comisión sobre la
aplicación del 155, con una crítica convincente del comportamiento de los herederos del
franquismo, cuando resaltó que había otra España, terminando su presentación con los
colores de la bandera republicana. Era una crítica a una versión dominante de lo que es
España, a la cual se le recordaba que el espíritu de la España republicana continuaba
existiendo.
Las banderas republicanas españolas tenían que haber aparecido en las marchas
en Catalunya frente al neoliberalismo y frente al independentismo. Sin complejos,
herederos de aquellos que han hecho más por este país, sintiéndonos españoles no
monárquicos, y descontentos con el Estado español controlado por la derecha
española de siempre, así como con la Generalitat de Catalunya, que continúa
controlada también por la derecha catalana de siempre. No ser conscientes de ello
lleva a una situación en la que los dos partidos mayoritarios en Catalunya son el
gobierno de Junts per Catalunya por un lado, y Ciudadanos por el otro, ambos de
la misma familia política neoliberal. El primero ocultando sus políticas detrás de la
estelada y el segundo ocultando sus políticas neoliberales bajo la bandera borbónica.
Pero en esta redefinición, lo más importante no son los colores de las banderas sino el
significado de los conceptos. Patria tiene que decir calidad de vida, y nación el
bienestar de las clases populares que la constituyen. Y sí, utilizando estos criterios
pueden hacerse listas de quién es más patriota en este país. No es el que la tiene más
larga (la bandera) sino el que ha beneficiado más a la mayoría de la población a través
de las políticas públicas que mejoren su calidad de vida y su bienestar. Y hoy las
derechas “súperpatriotas” de los dos lados del Ebro suspenden dramáticamente. El
deterioro de la calidad de vida, resultado de la enorme crisis social que existe tanto en
Catalunya como en el resto de España, es resultado de los años de gobiernos de derecha
“súperpatriotas” en este país. Y, en cambio, de ello ni siquiera se pudo hablar durante la
campaña. Y ahí está el triunfo de los de siempre. Así de claro.
7 de Enero de 2018
Los hombres mueren: estas tres simples palabras encierran la gran tragedia privada y
pública de nuestra especie. Somos artefactos biológicos construidos para no perdurar,
para permanecer en activo unos pocos años antes de nuestra desintegración final. Esta
verdad, tan difícil de aceptar por la conciencia, supone una condena y un reto. ¿De qué
modo puede asumirse? ¿Se puede hacer algo al respecto? Desde hace unos años, una
corriente tecno-científica llamada transhumanismo centra sus esfuerzos en investigación
en rebatir el dominio de la muerte. Tanto es así que algunos de sus representantes han
prometido que la inmortalidad está a la vuelta de unos pocos años. El catedrático de
Lógica y Filosofía de la Ciencia en la Universidad de Málaga, Antonio Diéguez, ha
estudiado esta promesa en su libro Transhumanismo (Herder, 2017), desmantelando
parte de las promesas transhumanistas y ofreciendo un importante caudal de
pensamiento crítico al respecto. En la siguiente entrevista partimos de sus conclusiones
para reflexionar sobre la utopía de la inmortalidad y su reverso más realista.
Has estudiado a fondo el transhumanismo, el movimiento tecno-cultural que ha
prometido, entre otras cosas, “vencer a la muerte”. Es obvio que el deseo de
inmortalidad ha acompañado al ser humano desde el inicio de la vida racional,
pero la promesa de los científicos transhumanistas vuelve a agitar nuestros anhelos
más recónditos. Mi primera pregunta es: ¿estamos moral y filosóficamente
preparados para ser inmortales?
Es una cuestión muy diferente. El dolor no propicia la muerte, sino todo lo contrario. Su
función biológica es la de evitar la muerte al avisarnos de situaciones peligrosas para el
organismo y motivarnos para eludirlas. El dolor es algo enormemente útil. Los
vertebrados (aunque en el caso de los peces esto es aún controvertido), y posiblemente
algunos invertebrados con un sistema nervioso complejo, como los cefalópodos, y en
especial el pulpo, sienten dolor ante cualquier estímulo interior o exterior que pone en
peligro sus vidas (aunque haya también disfunciones en este mecanismo, como dolores
ficticios en miembros amputados, dolores ante estímulos no nocivos, o dolores
inespecíficos). Para experimentar dolor no hace falta un alto grado de consciencia. Hay
indicios de que los peces sienten dolor, y sin embargo el grado de consciencia que les
suponemos es muy pequeño. Sin el dolor, ningún vertebrado sobreviviría mucho
tiempo. Acabaría desangrado, infectado, amputado, quemado, congelado o aniquilado
por los parásitos. El dolor indica un daño en los tejidos que debe ser atendido por el
organismo, retirándose del estímulo en ese momento o poniendo remedio al daño si es
que sabe y tiene la capacidad de hacerlo. Sobre todo, su función es hacer que el
organismo evite en el futuro nuevos daños. El organismo aprende rápidamente cuál fue
la causa de su dolor y procura no repetir la experiencia.
Imaginar la inmortalidad es algo que solo unos pocos privilegiados han podido
hacer (Borges, Simone de Beauvoir). Incluso los científicos transhumanistas
parecen no poder hacerlo. ¿No es un contrasentido?
No creas. Los transhumanistas le echan mucha imaginación al asunto. Otra cosa es que
la inmortalidad que imaginan pueda ser tomada siempre en serio. En algunos casos se
parece a una perpetua Disneylandia; en otros, tiene unos tintes místicos de unión
espiritual con otras mentes o con el cosmos que recuerdan más a una religión que a otra
cosa. No es extraño que hayan empezado a surgir orientaciones religiosas dentro del
transhumanismo. En realidad, sobre este asunto hay muy pocas imágenes nuevas que
puedan añadirse a las que ya nos han proporcionado las tradiciones religiosas con sus
diferentes escatologías. Los transhumanistas, pese a su esfuerzo imaginativo, no van
mucho más allá de introducir abundante tecnología allí donde antiguamente se
imaginaban huríes, banquetes interminables, paraísos en la tierra, o comunión espiritual
de los santos.
La ciencia nunca logrará vencer a la muerte, al menos si hacemos caso del segundo
principio de la termodinámica.
La ciencia nunca logrará vencer a la muerte, al menos si hacemos caso del segundo
principio de la termodinámica. Todo tendrá un final. Lo que sí se conseguirá
posiblemente es alargar la vida de los seres humanos de una forma muy significativa,
quizás hasta los 122, la edad máxima que alguien ha podido vivir hasta ahora, quizás
bastante más. Habrá que verlo. Será muy difícil, pero no parece que sea imposible. La
ballena boreal, un mamífero como nosotros, puede vivir más de 200 años. Obviamente,
una perspectiva de extensión semejante en la esperanza de vida de los seres humanos,
sin cambios radicales en nuestra tecnología y nuestro sistema económico, sería
catastrófica. Habría que ralentizar o detener por completo el número de nacimientos si
no queremos que la superpoblación acabe con cualquier posibilidad de subsistencia, y
eso tendría repercusiones sociales enormes. Significaría que unas pocas generaciones,
dos o tres, habrían decidido convertirse en los ocupantes permanentes de este planeta,
en sus dueños definitivos. Quizás pueda pensarse que no hay motivo para lamentar que
generaciones aún no nacidas no tengan ninguna oportunidad de venir a la existencia.
Después de todo, si no existen, no pueden sufrir ningún daño ni ninguna injusticia. Pero
no está claro que el ser humano no necesite de las nuevas generaciones para no
estancarse como especie cultural e histórica. Podríamos tener un cuerpo
permanentemente joven y aun así nuestra mente envejecería hasta dejar de tener ideas
arriesgadas y verdaderamente novedosas; hasta dejar de ambicionar cambios sociales y
políticos sustanciales. La perspectiva de un planeta convertido en multitudes de jóvenes
con mente de jubilados no parece muy halagüeña. Para mantener el impulso histórico y
vital, no bastaría con cuerpos inmortales, habría que potenciar también la mente. Y, sin
embargo, incluso una mente mejorada estaría sometida al envejecimiento, por el mero
hecho de ser una mente experimentada.
Este nuevo impulso del transhumanismo por vencer la muerte y por lograr un
mejoramiento radical del ser humano, ¿revela el fracaso de las religiones, de la
filosofía o de la cultura?
Más bien revela la persistencia de las esperanzas de trascendencia que las religiones y
ciertas filosofías han querido siempre alimentar. O quizás revela que estamos
programados para desear la persistencia en el ser, por miserable que sea nuestra vida.
Desde un punto de vista evolutivo, somos máquinas de pervivencia. Por eso la búsqueda
de la mejora humana por medios tecnológicos ha estado presente en nuestra especie
desde sus orígenes mismos, como ya señaló Ortega. La tecnología es el modo en el que
el ser humano ha conseguido pervivir en este planeta, y lo hace transformando el
planeta entero en un entorno artificial apropiado. Es ahora cuando notamos con claridad
los efectos de estar en una nueva era, el Antropoceno. Pero el ser humano comenzó a
generarla desde el primer instante de su existencia. Los seres humanos han vivido
siempre en una naturaleza 2.0. La naturaleza como tal, la originaria, la prehumana, nos
es bastante ajena, y quizás por eso soñamos que podemos prescindir de ella y no
percibimos con la contundencia debida la amenaza de su destrucción previsible.
Creemos ingenuamente que cuando las cosas empiecen a ir mal aquí, nos mudaremos a
Marte o a otros planetas fuera del Sistema Solar. Creemos que esta naturaleza es como
la piel mudable de una serpiente: nos procuraremos otra cuando se nos agote. Esta
mentalidad no encierra un fracaso de las religiones ni de la cultura, sino que ella misma
es una manifestación de ese sentido de trascendencia sobre lo natural que las religiones
y la cultura tradicional han sostenido. Solo en las últimas décadas hemos empezado a
comprender sus límites. Ortega, de nuevo, lo vio con claridad: somos centauros
ontológicos, en parte naturales y en parte extranaturales. La naturaleza no es nuestro
lugar, pero tampoco podemos prescindir de ella, al menos mientras sigamos siendo
humanos. No podemos renunciar a nuestra voluntad de autocreación, pero tampoco
podemos desembarazarnos de nuestro pasado, de los proyectos vitales que hemos sabido
que fueron exitosos y fructíferos, y que en el fondo buscamos recrear.
Pues me temo que tienes razón, que eso es lo que parece. Pero como yo no creo
tampoco en el determinismo tecnológico, ni en el histórico o social, no puedo aceptar
que no haya escapatoria posible. Como dice Jorge Riechmann, un admirado colega
filósofo y poeta al que leo y escucho siempre con gran atención, estamos en el siglo de
la Gran Prueba. Nos vamos a jugar nuestro futuro como especie en los próximos años.
Todavía no está decido que el final sea el desastre, pero lo que sí parece muy claro es
que para evitarlo nuestro modo de vida tiene que experimentar cambios radicales, más
profundos de lo que habitualmente se supone. No basta con reciclar los plásticos y
pasarse al coche eléctrico. Todo el sistema económico debe transformarse. La cuestión
es si estaremos dispuestos a hacer dichos cambios cuando le veamos de verdad las
orejas al lobo, y si no será para entonces demasiado tarde. Hay quienes confían en que
la tecnología venga una vez más a salvarnos, pero yo no apostaría solo a esa carta. Es
más, apostar solo a esa carta es parte del problema. Es uno de los reproches principales
que cabría hacerle al transhumanismo. Su tecnoutopía no solo incluye mejores
tecnologías –máquinas superinteligentes entre ellas– que supuestamente paliarán e
incluso revertirán la depredación que hemos practicado sobre nuestro planeta, sino que
promueve la aplicación directa de las biotecnologías al ser humano para limitar el
deterioro causado o para adaptarnos a él. Así, se nos dice que podríamos intentar la
mejora moral del ser humano mediante manipulación genética, de modo que un
aumento en la empatía conduzca a una disponibilidad mayor para aceptar sacrificios en
nuestro bienestar en favor del bien común; e incluso se nos sugiere la posibilidad de
rediseñar genéticamente a los seres humanos para que consuman menos recursos y
soporten mejor un clima más cálido o una mayor presencia de toxinas en el medio
ambiente.
Borges describe muy bien el inimaginable tedio de la inmortalidad. Esta ha sido, por
otra parte, la acusación más repetida contra la idea misma de inmortalidad, aunque la
réplica que se ha dado no es menos atendible: más tedioso es estar muerto. No estoy
muy seguro de que nos enseñe mucho caracterizar al ser humano como un ser-para-la-
muerte, pero sí parece que sin la consciencia de la muerte, nuestras acciones, nuestro
proyecto de vida, nuestras relaciones con los demás, nuestro apego por ciertos lugares o
ciertas cosas, se verían seriamente trastornados. Como dice Borges en “El inmortal”:
“Todo, entre los mortales, tiene el valor de lo irrecuperable y de lo azaroso”. Sin la
consciencia de la muerte nada podría ser visto como único, como especial. Todo
acontecería bajo la perspectiva de una posible repetición.
Escribe Hannah Arendt “los hombres, aunque han de morir, no han nacido para
eso, sino para comenzar”. ¿Significa esto que la aceptación de la muerte es una
empresa imposible para la razón o para el espíritu?
Creo que la respuesta queda implícita en lo ya dicho. Una vida de duración indefinida
deja en algún momento de tener el sentido de una vida coherente y unificada. Se
convierte en una sucesión de vidas, o mejor, de episodios vitales deslavazados y sin una
narrativa que los unifique. Llegaría un momento en que cualquiera que viviera sin fin en
el sentido temporal viviría también sin fin en el sentido teleológico, a no ser el de la
mera pervivencia. Podría cambiar de fines, quizás tantas veces como quisiera, pero
cuanto más lo hiciera, más dificultades tendría en poder articular toda esa concatenación
de proyectos renovados como una senda recorrida por el mismo sujeto que la inició.
Obviamente, todo esto no son más que suposiciones. Habrá que esperar a que podamos
conversar con un inmortal para confirmarlo.
Son pocos los científicos que se adhieren sin ambages al transhumanismo, aunque hay
que admitir que algunos de los que lo hacen muestran una verdadera falta de
sensibilidad por el sufrimiento que sus ideas podrían causar, y que su confianza absoluta
en que el camino a seguir es el que ellos trazan pone de evidencia que atienden muy
poco a los deseos y a la voluntad de los demás. Sólo así puede entenderse, por ejemplo,
que haya quien reclame la resurrección de un neandertal mediante la biotecnología. Yo
no diría que hay entre los transhumanistas, sean científicos o no, un afán especial por
controlar la mente de las personas, sino que más bien lo que parecen manifestar es una
confianza excesiva en que el uso completamente libre de la tecnología conducirá
necesariamente a consecuencias beneficiosas para todos. Más que síntomas de
totalitarismo, lo que muestran es una visión de la sociedad y del papel de la ciencia y la
tecnología cercana, por no decir bastante coincidente, con la que preconiza el
neoliberalismo. Pero en el movimiento transhumanista hay de todo, y también hay
socialistas.
Claro que la filosofía y el arte saben cosas que la ciencia no sabe. Pretender lo contrario
delataría un cientifismo poco justificable, aunque algunos, como Stephen Hawking,
estén empeñados en defenderlo desde su autoridad como científicos, y desde sus escasos
conocimientos filosóficos, todo hay que decirlo. Pero ciertamente no se puede
generalizar esta posición. Un prestigioso científico español, catedrático de Genética en
la Universidad de Valencia, que también es filósofo, Andrés Moya, distingue en algunas
de sus publicaciones entre la ciencia fáustica y la ciencia prometeica. Creo que es una
distinción bastante iluminadora para entender lo que está sucediendo, e incluso una
buena propuesta para hacer mejor ciencia, o una ciencia más humana, como habría
dicho Feyerabend. La ciencia fáustica toma su nombre del personaje de Goethe.
Recordemos que Fausto, revirtiendo el comienzo del evangelio de San Juan, afirma: “en
el principio era la acción”. Para la ciencia fáustica lo principal no es “la palabra”, el
“logos” –la comprensión o el entendimiento, vale decir–, sino la transformación, la
manipulación de la realidad, el afán de dominio, como bien señalas. La ciencia
prometeica, en cambio, estaría interesada antes en la comprensión que en la acción. Se
preocupa de no actuar a ciegas o con información insuficiente. La acción solo puede
venir tras un profundo conocimiento de los “porqués” y los “para qué”, es decir, de los
fundamentos teóricos, de las consecuencias previsibles y de los fines a los que debe ir
dirigida. Podría decirse que la ciencia prometeica muestra que otra ciencia (diferente a
la fáustica) es posible. Ya sé que afirmar esto no va a cambiar nada, y que la
tecnociencia sigue su marcha, pero si lo decimos y lo creemos cada vez más personas,
quizás en el futuro sí pueda cambiar algo en el modo de hacer ciencia. Al fin y al cabo,
la ciencia es un elemento de nuestra cultura y, como tal, puede ser influido por otros,
como ha sucedido a lo largo de la historia, por mucho que hoy la influencia vaya sobre
todo en el otro sentido: de la ciencia al resto de la cultura.
¿Qué crees que pensaría un transhumanista que leyera esto que has dicho un poco
antes de que la ciencia nunca logrará vencer a la muerte?
Depende de lo radical que fuera en sus convicciones. Los más moderados no estarían
muy lejos de lo que digo. Los más radicales pensarían que me equivoco y que soy
demasiado escéptico con respecto a las posibilidades que nos abren las nuevas
tecnologías.
Ante todo quejándome poco de que ese sea mi destino, como el de todos, y pensando
menos aún en él. Eso del memento mori no va conmigo. Ya que estamos aquí sin que
nadie nos haya preguntado, lo mejor es llevar con dignidad este hecho, disfrutar de la
vida lo que se pueda, preferiblemente de las cosas más sencillas, que suelen ser las más
agradables de frecuentar, buscar la compañía de los seres queridos y tratar de dejar un
grato recuerdo en aquellas personas que lo conservarán durante unos años. Esa
existencia extra proporcionada por la persistencia de nuestro recuerdo también es
llamada “inmortalidad”, sobre todo cuando dura muchas generaciones. Aspirar a ella no
está mal, pero desde luego no sirve para compensar una vida desperdiciada.
Has expresado varias veces que la mortalidad es nuestro destino más probable. De
acuerdo con esto, ¿qué concibes a modo de esperanza?
La muerte no es nuestro destino más probable, sino que es nuestro destino inevitable. La
esperanza la dejo para cosas concretas en la vida cotidiana.
La muerte no es nuestro destino más probable, sino que es nuestro destino inevitable. La
esperanza la dejo para cosas concretas en la vida cotidiana. Ayuda a hacerla más
llevadera. Tengo esperanza en que España consiga resolver problemas que viene
arrastrando desde hace siglos, porque he visto cómo ha conseguido hacerlo con algunos
de ellos. Tengo esperanza en que consigamos erradicar la guerra y la pobreza, como las
mises de los concursos de belleza, porque es factible y porque hemos hecho progresos
significativos hacia ese fin en las últimas décadas. Tengo esperanza en que a mis hijas
les vaya bien en la vida. Todo esto es realista, alcanzable, y pensar en ello me facilita la
existencia, así que es ahí donde pongo mis esperanzas. Por supuesto que me gustaría
tener esperanzas más trascendentes. Me gustaría que la muerte no fuera un final, pero
dicho esto, ya no sabría cómo terminar la frase.
¿Crees que tener conocimientos sobre ciencia y filosofía ayuda a aceptar el aciago
destino o nos nubla la vista con un horizonte trágico nada beneficioso para el
ánimo?
En muchas ocasiones sí, pero creo que en este asunto ayuda más la filosofía que la
ciencia. La ciencia puede mostrarte la maravilla y majestuosidad del universo, la belleza
de su orden, la complejidad de su urdimbre, la sutileza de sus detalles, y ello suscita una
sensación estimulante de comprensión y de reconciliación con la naturaleza, pero
finalmente el mensaje que deja es desolador: todo esto es indiferente a tus cuitas y a las
del resto de tus congéneres. La filosofía, en cambio, ha buscado siempre algún consuelo
a esa indiferencia cósmica. Supongo que de ahí viene la expresión “tomarse las cosas
con filosofía”. Pero en la filosofía encuentras de todo. Encuentras filósofos del
consuelo, como Epicuro o Marco Aurelio, y encuentras filósofos del naufragio, como
Schopenhauer o Cioran. Lo que ocurre es que incluso estos últimos pueden ser también
una fuente de consuelo si se los interpreta de la forma apropiada. Por lo menos,
proporcionan una sacudida que vale para salir del atolladero.
Si la muerte fuera una entidad con la que se pudiera uno comunicar, ¿qué le
dirías?, ¿qué le preguntarías?, ¿qué le pedirías?
Autor
Roberto Valencia
La depresión no es pasar una mala racha, ni estar frustrado ni sentir mucha rabia o
tristeza ante las indudables injusticias del mundo. La depresión es una enfermedad
crónica y recurrente que afecta a entre el 8% y el 12 % de la población y representa una
principal causa de discapacidad (la primera, según las previsiones de la OMS para
2030).
En general, su vida instintiva -aquello que normalmente le hace sentirse vivo- se apaga.
En la gran mayoría de casos, pierde apetito y sufre anhedonia, es decir, incapacidad
para obtener placer de la vida. La persona, aunque cansada y con poca energía, nota
paradójicamente dificultades para dormir: sufre penalidades para conciliar o mantener el
sueño, y deambula por la noche, esperando con inquietud y zozobra la llegada del nuevo
día. El paciente depresivo rehúye el contacto social, porque cualquier intercambio
humano le resulta fatigoso y estéril, y cualquier tarea o responsabilidad se convierte en
inmensa y definitivamente excesiva. Desde esa inseguridad básica, el mundo se vuelve
amenazante, hostil, intratable, evitable a ser posible.
Sin embargo, sigue existiendo una percepción de la depresión en la sociedad como una
mera reacción emocional a acontecimientos adversos. En una encuesta llevada a cabo
por nuestro grupo, en colaboración con la empresa Ipsos, preguntamos a 1.700 personas
de todo el territorio nacional, representativas según edad, género y actividad laboral,
acerca de las causas de la depresión. El 53 % respondió espontáneamente que “los
acontecimientos adversos de la vida”, mientras que sólo el 6 % hizo alusión a factores
biológicos o genéticos. El resto de la encuesta es coherente con esta visión “reactiva” y
más leve de la depresión: la mayoría de los encuestados trataría de ayudar al paciente
deprimido animándole a “que haga actividades” (90 %), “que piense en positivo” (87
%) o “que ponga de su parte” (76 %). Los encuestados creen en su mayoría que el
psicólogo es el profesional más indicado para tratar el trastorno, por encima del médico
de familia o el psiquiatra. El 50 % considera que la depresión se puede fingir y el 14 %
cree que en realidad no es una enfermedad. Estos resultados muestran que existe una
banalización general del término depresión, lo cual tiene efectos nefastos en el abordaje
de esta enfermedad: al mismo tiempo que minimiza el sufrimiento del auténtico
enfermo depresivo, asciende a categoría de enfermedad el malestar psicológico, la
frustración, la desazón y la infelicidad.
Hacer una apuesta política decidida por la atención a las personas con trastorno mental
grave es un acierto seguro como sociedad y, además, un indicador de su integridad
moral. Para ello, lo primero es diferenciar la enfermedad mental del mero sufrimiento,
inherente a la vida humana. Para lo primero, debemos poder ofrecer a los pacientes el
mejor tratamiento médico y psicosocial. Para el sufrimiento, quizá tengamos que
recurrir a un cambio en la filosofía de vida..
El último libro de Francisco J. Ayala lleva por título ¿Clonar humanos? (Alianza
Editorial) y no hace falta avanzar mucho en él para saber que la respuesta es no. No se
trata de resolver un misterio. Se trata de una exploración de lo que nos hace humanos,
en una época en la que todo se puede copiar. Ayala, madrileño de 83 años, es uno de los
mayores especialistas en genética y clonación, con una treintena de libros. En su
despacho de la Universidad de California en Irvine, al sur de Los Ángeles, donde enseña
biología desde hace tres décadas sin ninguna intención de jubilarse (“hago lo que me
gusta, investigar y enseñar”), Ayala responde a la pregunta que plantea en su libro.
Esta es otra idea que va contra la clonación humana. Para cuando una persona decide
que quiere ser clonada, o decidimos que alguien merece ser clonado, su genoma
acumula muchas mutaciones. “Tenemos 3.000 millones de nucleótidos. Las mutaciones
se producen con una frecuencia de una por cada 100 millones. Cada vez que hay una
reproducción celular, la nueva célula va a tener entre 30 y 300 mutaciones respecto a la
anterior. La gran mayoría son perjudiciales. Pero al mismo tiempo no tienen gran efecto
porque la mayoría son también recesivas”.
Aquel proyecto del banco de semen fracasó, por cierto. Y después de dos décadas desde
la clonación de la oveja, la aplicación en humanos se empieza a vislumbrar, aunque
lejos de las fantasías de hacer copias exactas de personas adultas. Ayala cita dos
situaciones. “El primer caso es reemplazar células con defectos genéticos o accidentes.
No se ha llegado a conseguir aún, pero se hará en cualquier momento. Por ejemplo, una
persona que tenga un accidente y sufra una pequeña rotura en la médula espinal que
impide que se transmitan las señales del cerebro y está paralizada. Si se cogen las
células de esa persona, se clonan y aprendemos a ponerlas en esa zona, se puede curar.
Eso está sobre la mesa”.
“Otra cosa que se está investigando muy activamente es clonar órganos. Si aprendemos
a producir un riñón a través de clonación podemos hacerlo con los propios genes de la
persona, sin peligro de rechazo”. Ayala apunta también a investigaciones centradas en
“cortar el ADN en sitios muy precisos, hacer cortes de 20 o 40 nucleótidos”, que
permitirían corregir enfermedades. “Por ejemplo, la anemia falciforme, una enfermedad
prácticamente letal. Se debe a que en la hemoglobina hay un aminoácido que está mal.
Las células sanguinas se producen constantemente en la espina dorsal. Se podría ir a la
espina dorsal, sacar células, y cambiar el ADN que resulta en la producción de este
aminoácido”.
Hay 2.000 enfermedades genéticas, y si se suman las mentales, 5.000”, advierte. “No se
pueden corregir todas, hay que centrarse en una concreta”. El futuro de una humanidad
libre de enfermedades a través de la genética es otra fantasía, advierte, porque además
es una carrera contra nuestra propia evolución. “Los individuos tenemos muchas
mutaciones nuevas en los genes. Uno puede estar curando enfermedades y que se sigan
produciendo mutaciones genéticas dañinas. El mundo ideal de una humanidad sin
anormalidades genéticas es inconcebible, y en último término indeseable”, considera.
Ayala no tiene ninguna simpatía por las empresas que hacen análisis genéticos por
correo. “No tengo ningún interés y no me fío, lo que hacen es una chapuza”, afirma.
“Yo no lo hago porque no me interesa saber lo que tengo. Lo que anuncian en televisión
es que puedes saber si tienes antepasados vascos, santanderinos, italianos o africanos.
No tengo ninguna confianza en esos resultados. Pero además, ¿qué se aprende de ello?”.
Ayala sí admite su asombro por el avance de la tecnología. “La primera secuencia del
genoma humano se planteó como un proyecto a 15 años que costaría 3.000 millones de
dólares. Se terminó en 10 años y por menos dinero. Ahora se puede hacer por 10.000
dólares en una semana. Lo que avanzó mucho más de lo que pensábamos en los noventa
es la tecnología de secuenciación. Nadie se lo hubiera imaginado”.
Aunque critique la popularización de los análisis genéticos, llama a todos estos avances
“la cuarta revolución industrial”. Tal es el impacto que cree que va a tener la genética.
“Cambiar el genoma tendrá consecuencias enormes. La medicina va a cambiar a largo
plazo. Vamos a eliminar gran cantidad de defectos y habrá menos necesidad de
hospitales y medicinas”. Partes enteras de la medicina serán sustituidas. Lo que
llamamos medicina preventiva tenderá a ser genética. “La revolución va a ser de la
salud y el estilo de vida, que va a cambiar cuando no tengamos que ir al médico. Una
gran parte de la población lleva mutaciones defectivas y tiene enfermedades con origen
genético, hay muy poca gente que no tenga un defecto genético que necesite
tratamiento”.
El último libro de Francisco J. Ayala lleva por título ¿Clonar humanos? (Alianza
Editorial) y no hace falta avanzar mucho en él para saber que la respuesta es no. No se
trata de resolver un misterio. Se trata de una exploración de lo que nos hace humanos,
en una época en la que todo se puede copiar. Ayala, madrileño de 83 años, es uno de los
mayores especialistas en genética y clonación, con una treintena de libros. En su
despacho de la Universidad de California en Irvine, al sur de Los Ángeles, donde enseña
biología desde hace tres décadas sin ninguna intención de jubilarse (“hago lo que me
gusta, investigar y enseñar”), Ayala responde a la pregunta que plantea en su libro.
Esta es otra idea que va contra la clonación humana. Para cuando una persona decide
que quiere ser clonada, o decidimos que alguien merece ser clonado, su genoma
acumula muchas mutaciones. “Tenemos 3.000 millones de nucleótidos. Las mutaciones
se producen con una frecuencia de una por cada 100 millones. Cada vez que hay una
reproducción celular, la nueva célula va a tener entre 30 y 300 mutaciones respecto a la
anterior. La gran mayoría son perjudiciales. Pero al mismo tiempo no tienen gran efecto
porque la mayoría son también recesivas”.
Aquel proyecto del banco de semen fracasó, por cierto. Y después de dos décadas desde
la clonación de la oveja, la aplicación en humanos se empieza a vislumbrar, aunque
lejos de las fantasías de hacer copias exactas de personas adultas. Ayala cita dos
situaciones. “El primer caso es reemplazar células con defectos genéticos o accidentes.
No se ha llegado a conseguir aún, pero se hará en cualquier momento. Por ejemplo, una
persona que tenga un accidente y sufra una pequeña rotura en la médula espinal que
impide que se transmitan las señales del cerebro y está paralizada. Si se cogen las
células de esa persona, se clonan y aprendemos a ponerlas en esa zona, se puede curar.
Eso está sobre la mesa”.
“Otra cosa que se está investigando muy activamente es clonar órganos. Si aprendemos
a producir un riñón a través de clonación podemos hacerlo con los propios genes de la
persona, sin peligro de rechazo”. Ayala apunta también a investigaciones centradas en
“cortar el ADN en sitios muy precisos, hacer cortes de 20 o 40 nucleótidos”, que
permitirían corregir enfermedades. “Por ejemplo, la anemia falciforme, una enfermedad
prácticamente letal. Se debe a que en la hemoglobina hay un aminoácido que está mal.
Las células sanguinas se producen constantemente en la espina dorsal. Se podría ir a la
espina dorsal, sacar células, y cambiar el ADN que resulta en la producción de este
aminoácido”.
Hay 2.000 enfermedades genéticas, y si se suman las mentales, 5.000”, advierte. “No se
pueden corregir todas, hay que centrarse en una concreta”. El futuro de una humanidad
libre de enfermedades a través de la genética es otra fantasía, advierte, porque además
es una carrera contra nuestra propia evolución. “Los individuos tenemos muchas
mutaciones nuevas en los genes. Uno puede estar curando enfermedades y que se sigan
produciendo mutaciones genéticas dañinas. El mundo ideal de una humanidad sin
anormalidades genéticas es inconcebible, y en último término indeseable”, considera.
Ayala no tiene ninguna simpatía por las empresas que hacen análisis genéticos por
correo. “No tengo ningún interés y no me fío, lo que hacen es una chapuza”, afirma.
“Yo no lo hago porque no me interesa saber lo que tengo. Lo que anuncian en televisión
es que puedes saber si tienes antepasados vascos, santanderinos, italianos o africanos.
No tengo ninguna confianza en esos resultados. Pero además, ¿qué se aprende de ello?”.
Ayala sí admite su asombro por el avance de la tecnología. “La primera secuencia del
genoma humano se planteó como un proyecto a 15 años que costaría 3.000 millones de
dólares. Se terminó en 10 años y por menos dinero. Ahora se puede hacer por 10.000
dólares en una semana. Lo que avanzó mucho más de lo que pensábamos en los noventa
es la tecnología de secuenciación. Nadie se lo hubiera imaginado”.
Aunque critique la popularización de los análisis genéticos, llama a todos estos avances
“la cuarta revolución industrial”. Tal es el impacto que cree que va a tener la genética.
“Cambiar el genoma tendrá consecuencias enormes. La medicina va a cambiar a largo
plazo. Vamos a eliminar gran cantidad de defectos y habrá menos necesidad de
hospitales y medicinas”. Partes enteras de la medicina serán sustituidas. Lo que
llamamos medicina preventiva tenderá a ser genética. “La revolución va a ser de la
salud y el estilo de vida, que va a cambiar cuando no tengamos que ir al médico. Una
gran parte de la población lleva mutaciones defectivas y tiene enfermedades con origen
genético, hay muy poca gente que no tenga un defecto genético que necesite
tratamiento”.
Otra afirmación frecuente es que la mindfulness reduce el estrés, algo que pocas pruebas
confirman. En cuanto a promesas como la mejora del estado de ánimo y la atención,
unos hábitos alimenticios más saludables, mejor calidad del sueño y un control del peso
más eficaz, tampoco cuentan con el pleno respaldo de la ciencia.
Mientras que las pruebas de sus efectos benéficos son escasas, a veces la mindfulness y
la meditación pueden conducir a la aparición de psicosis, manías, pérdida de la
identidad personal, ansiedad y pánico, y provocar que se revivan recuerdos traumáticos.
Los expertos opinan que su práctica no es adecuada para todo el mundo, especialmente
para las personas que padecen problemas graves de salud mental, como la esquizofrenia
o el trastorno bipolar.
Otro problema de la bibliografía sobre el tema es que, con frecuencia, los métodos de la
investigación son poco rigurosos. Las maneras de medir el mindfulness son
enormemente variables, y evalúan fenómenos muy dispares al tiempo que les ponen a
todos la misma etiqueta. Esta falta de equivalencia entre las medidas y los objetos de
medición hace que sea problemático generalizar sobre un estudio partiendo de otro. La
investigación sobre mindfulness se apoya excesivamente en las encuestas, que exigen
que la gente haga un ejercicio de introspección y hable de estados mentales que a veces
son escurridizos y efímeros. Como es bien sabido, estas declaraciones adolecen de
parcialidad. Por ejemplo, las personas que aspiran a poseer esta conciencia o atención
plena pueden declarar que ya la poseen porque la consideran algo deseable, no porque
realmente la hayan alcanzado.
La comunidad que la practica se tiene que poner de acuerdo en cuáles son sus elementos
fundamentales, y los investigadores deberían especificar con claridad de qué manera
estos elementos están incluidos en sus evaluaciones y en sus prácticas. La información
que aparece en los medios de comunicación debería ser igualmente concreta en lo que
se refiere a qué estados mentales y qué prácticas abarca el mindfulness en vez de
emplearlo como un término amplio.
Los expertos deberían evaluar sistemáticamente estos efectos cuando estudian las
terapias que lo emplean. Las personas que lo practican tienen que estar al tanto de su
existencia y no recomendar los tratamientos como primera estrategia si se pueden
aplicar otros más seguros y cuya eficacia se haya demostrado más sólidamente
Siempre que sea posible, los investigadores que estudian la eficacia de los tratamientos
de mindfulness deberían compararlos con tratamiento alternativos dignos de crédito. Se
debería evitar desarrollar nuevos enfoques de la materia hasta que no sepamos más
sobre los ya existentes. Los científicos y los médicos tendrían que emplear pruebas
controladas aleatorizadas que fuesen rigurosas y trabajar con otros investigadores ajenos
a la tradición del mindfulness.
Por último, los estudiosos y los practicantes de la disciplina deberían reconocer que es
verdad que a veces tiene efectos negativos. Igual que los medicamentos están obligados
a dar a conocer sus posibles efectos secundarios, los tratamientos de mindfulness
también tendrían que hacerlo. Los expertos deberían evaluar sistemáticamente estos
efectos cuando estudian las terapias que lo emplean. Las personas que lo practican
tienen que estar al tanto de su existencia y no recomendar los tratamientos como
primera estrategia si se pueden aplicar otros más seguros y cuya eficacia se haya
demostrado más sólidamente.
Como desgraciadamente viene sucediendo desde que Trump irrumpió en la Casa Blanca
—por ejemplo, con el polémico veto a la inmigración— la decisión tiene numerosas
derivadas que amenazan con ampliar la tragedia a los mismos estadounidenses. Hay
miles de ciudadanos de EEUU —un porcentaje muy importante menores de edad—
nacidos de salvadoreños acogidos al Estatus de Protección Temporal que pueden ver en
septiembre de 2019 cómo sus padres son deportados. Lo mismo ocurre con
estadounidenses casados con salvadoreños, que se arriesgan a la expulsión de sus
parejas.
Donald Trump no quiere gente de “países de mierda” en Estados Unidos. Así lo expresó
el presidente este jueves durante una reunión para renegociar el programa que concede
residencia legal a inmigrantes de Haití, El Salvador y países africanos, según fuentes
citadas por The Washington Post. El lunes, el republicano retiró dichas protecciones a
200.000 salvadoreños; en noviembre lo hizo con 59.000 haitianos.
La conversación tuvo lugar en el Despacho Oval, y según las fuentes citadas, los
asistentes —congresistas y senadores— quedaron estupefactos por los comentarios
despectivos del presidente. La conversación se produjo en el marco de las negociaciones
sobre otro programa migratorio, DACA, que concede las mismas protecciones a
800.000 inmigrantes que llegaron a EE UU como menores, de la mano de sus padres.
Según The New York Times, cuando Trump escuchó que en la propuesta los
legisladores querían reinstarurar las protecciones para los haitianos, el presidente dijo:
“¿Por qué queremos a gente de Haití aquí?”.
La Oficina del alto comisionado de Naciones Unidas para los Derechos Humanos ha
calificado este viernes como "racistas" los comentarios del presidente de Estados
Unidos, Donald Trump, consideró El Salvador y Haití como "agujeros de mierda".
"Estos comentarios del presidente de Estados Unidos son sorprendentes y vergonzosos.
Lo siento, pero no pueden ser definidos de otra manera que como racistas", afirmó en
rueda de prensa el portavoz de la Oficina, Rupert Colville.
Un análisis reciente de la ONG International Crisis Group sostiene que El Salvador está
incapacitado de recibir a sus 200.000 ciudadanos residentes en EE UU. Haití, acechado
por el crimen y los desastres naturales se encuentran en una fragilidad institucional
similar.
Los comentarios del presidente no llegan sin precedentes. “Todos tienen sida”, dijo
Trump en junio del año pasado, también en el Despacho Oval, sobre 15.000 haitianos
que habían llegado a EE UU desde que tomó posesión. Sobre 40.000 nigerianos, el
republicano pidió: “Que vuelvan a sus cabañas en África”. Trump se alzó al poder
utilizando una dura retórica antiinmigrante que, más allá de estos comentarios, se ha
traducido en un incremento del 40% en las deportaciones, la promesa de construir un
muro con la frontera sur y un veto migratorio contra países musulmanes y refugiados.
En 2017, el presidente también retiró el TPS para 5.300 nicaragüenses y unos 1.000
sudaneses, cuyo país vive todavía una situación de inestabilidad. Y está considerando
hacer lo mismo con 86.000 hondureños. En el punto de mira de la Administración están
miles de ciudadanos de Sudán del Sur, Yemen, Nepal, Somalia y Siria.
Jean Calment es la persona más longeva de la que hay constancia. Nació en 1875,
conoció a Van Gogh, montó en bicicleta y fumó casi toda su vida. Cuando murió en
1997, a los 122 años, se barajó que la siguiente persona viva de más edad era Lucy
Askew, británica de 104 años. Su sexo no es casualidad. Entre los que alcanzan el siglo
de edad, hay cuatro mujeres por cada hombre. Esta superioridad en la esperanza de vida
se mantiene en cualquier punto del planeta. Ellas suelen vivir varios años más que ellos,
no está claro por qué.
Los autores creen que esta superioridad tiene una explicación biológica
El trabajo analiza también las defunciones entre esclavos en la isla caribeña de Trinidad
(Trinidad y Tobago) a principios del siglo XIX, durante hambrunas en Ucrania en 1933,
Suecia entre 1772 y 1773 e Irlanda entre 1845 y 1849, y dos epidemias de sarampión en
Islandia en 1846 y 1882. Solo se contemplan casos en los que la esperanza de vida de
uno o los dos sexos bajó de los 20 años. “Solo hemos encontrado casos documentados
del pasado porque, afortunadamente, en la actualidad es muy improbable que, incluso
en las peores crisis, la esperanza de vida sea de 20 años o menos”, explica Virginia
Zarulli, investigadora del Centro Max Planck de Odense (Dinamarca) y primera autora
del estudio.
En casi todos los casos analizados las mujeres vivieron más que los hombres. La ventaja
va del medio año más de vida en el peor de los casos (Liberia) a 3,7 años más en el
mejor (Irlanda). La única excepción se da entre los esclavos de Trinidad, algo que
Zarulli y su equipo atribuyen a que los hombres eran considerados más valiosos para
trabajar en el campo y por tanto se les cuidaba más. La mayoría de la ventaja en
supervivencia de las mujeres sobre los hombres se da durante el primer año de vida,
después del cual las diferencias entre sexos se atenúan. En Liberia, Trinidad, Islandia e
Irlanda ese desequilibrio en la mortalidad infantil explica hasta el 50% de toda la
divergencia. En catástrofes más recientes, como la hambruna que siguió a la II Guerra
Mundial en Holanda y otras registradas en Asia, se observa una ventaja similar.
“En condiciones normales, la mortalidad de niños tiende a ser mayor que la de las niñas,
por eso la proporción natural es de unos 107 niños nacidos por cada 100 niñas”, explica
Zarulli. “La enorme diferencia que hemos encontrado en favor de las féminas durante
las crisis es muy sorprendente. Lo que se sabe de las épocas estudiadas es que, si había
un trato preferencial por sexos, los machos eran los beneficiarios, por lo que es incluso
más reseñable que a pesar de una posible discriminación las niñas sobrevivan más”,
argumenta.
"Este trabajo viene a demostrar que las mujeres son el sexo fuerte, aunque también
sufren más achaques a edades avanzadas
Los autores creen que esta superioridad tiene una explicación biológica. En condiciones
de vida similares, las féminas siempre viven más, como han demostrado varios
estudios, incluido uno entre monjes y monjas de clausura en Bavaria (Alemania), estas
con una ventaja de hasta un año de vida más. Entre la mayoría de mamíferos, incluidos
los primates, tanto salvajes como en cautividad, las hembras también viven
significativamente más tiempo. Las hormonas sexuales pueden ser parte de la
explicación, señala el estudio. Los estrógenos femeninos son antiinflamatorios y
protegen el sistema circulatorio, mientras la testosterona está asociada a una mayor
mortalidad por algunas enfermedades. Los estrógenos fortalecen el sistema inmune,
mientras la testosterona y la progesterona parecen hacer lo contrario. La incidencia de
infecciones es menor entre mujeres que hombres (la mayoría de las muertes en las
poblaciones analizadas pueden achacarse a la disentería, la inanición y la diarrea). Junto
a estos factores biológicos hay otros sociales que han venido ayudando al sexo
femenino, como que ellas fuman, beben y se drogan menos, conducen de forma menos
temeraria, cuidan más su alimentación y tienen menos comportamientos arriesgados.
“El hecho de que entre bebés, cuando las diferencias de comportamiento son mínimas,
las niñas sobreviviesen mucho más parece apuntar que la ventaja femenina tiene unas
raíces biológicas bien asentadas”, opina Zarulli. “A riesgo de simplificar demasiado,
podemos ver fácilmente cómo, para sobrevivir, una tribu imaginaria necesita solo unos
cuántos hombres, pero muchas más mujeres. Un solo hombre puede tener muchos hijos,
pero el número de bebés que puede criar una mujer es limitado”, señala.
Si se hubieran tenido en cuenta no sólo los nacimientos, sino las concepciones, algo
complicado de encontrar en los registros, la superioridad femenina sería incluso mayor,
pues “por cada 100 hembras se conciben unos 160 varones”, explica Diego Ramiro,
demógrafo del Consejo Superior de Investigaciones Científicas. “Este trabajo viene a
demostrar que las mujeres son el sexo fuerte, aunque debido a que viven más también
sufren más achaques”, añade.
Siempre he pensado que una novela es como un matrimonio más o menos largo
mientras que una columna es un lío de una noche. Fui finalista del premio Nadal en
2003 con El gran silencio y he ganado también el Hammett de la Semana Negra de
Gijón y el Tigre Juan por Niños de tiza, así como el premio Logroño por Punto de
fisión, de donde toma su título esta trinchera.
Como se ve, con mis novelas he hecho lectores y amigos, y con mis columnas más bien
al contrario. Pero está bien así, porque siempre he pensado que un escritor ha de luchar
contra el poder, sea del signo que sea, aunque la señal de su triunfo resulte tan
minúscula como una picadura de mosquito en el culo de un elefante.
Con los buenos sentimientos sólo se hace mala literatura, dijo una vez André Gide, que
gastaba bastante mala leche. No he leído de ellos más que frases sueltas, pero dudo
mucho de que los panfletos antisemitas de Céline estén a la altura de sus novelas
(confesaré que tampoco soy muy fan de sus novelas, de ese estilo exaltado,
entrecortado, trufado de exclamaciones y puntos suspensivos). Ahora bien, resulta
curioso que el anuncio de la publicación (ahora frustrada) de las Bagatelas de Céline en
Francia coincidera con el del Mein Kampf en Alemania. El año pasado leí algunos
capítulos sueltos del Mein Kampf, más que nada para documentarme sobre mi último
libro, y tal vez lo más escandaloso que encontré allí es que Hitler felicitaba a los juristas
del otro lado del charco por haber puesto los cimientos para construir en los Estados
Unidos un perfecto estado racista. Es la tesis de un estudio editado el pasado año,
Hitler’s American Model: The United States and the Making of Nazi Race Law, del
profesor James Q. Whitman, un libro lo bastante incómodo para no provocar el menor
escándalo.
En la escena más perversa de Farenheit 451, la soberbia adaptación que hizo Truffaut de
la novela de Bradbury, el jefe de los bomberos que queman libros improvisa un exaltado
discurso acerca de su labor, advirtiendo que hay que destruir esos volúmenes nefastos
que ponen en peligro la vida y la civilización. Lo dice con un libro en la mano, la
cámara se acerca y vemos el título: es el Mein Kampf. No obstante, los desvaríos
antisemitas de Céline eran tan brutales que algunos de ellos se prohibieron también en la
Alemania nazi, ante el temor de que resultaran contraproducentes. De hecho, muchos
pensaban que los había escrito en broma y se vendieron como libros humorísticos. Pero
lo verdaderamente imperdonable de su conducta llegó durante la guerra, cuando
colaboró activamente con el gobierno de Vichy delatando a docenas de compatriotas. Al
final de la contienda fue apresado y encarcelado en Dinamarca, y se libró por los pelos
de que lo extraditaran a Francia para fusilarlo por traidor. Según cuenta él mismo, le
hicieron varias veces un tratamiento a lo Dostoievski, levantándolo de madrugada para
ponerlo ante el paredón, vendarle los ojos y luego llevarlo de vuelta a la celda.
Se nos ha ido un año tan lleno de convulsiones, contusiones y sainetes que la palpitante
y siempre tiránica actualidad ha hecho que nos pasaran casi inadvertidos, entre muchos
otros, dos centenarios que en otras circunstancias habrían dado bastante que hablar.
Uno, el que a primera vista parece más serio, es el de la toma del Palacio de Invierno de
San Petersburgo por el Ejército Rojo, que dio pie al establecimiento de la URSS. Este
hecho extrae ante todo su seriedad, como todas las revoluciones políticas, del elevado
número de cadáveres con los que abona el campo de batalla (y que a medida que crece
hace más difícil admitir que los que murieron lo hicieron “para nada”), pero le añade a
esta gravedad histórica una seriedad moral: la de haber supuesto, para muchísimas
personas y durante muchísimo tiempo, un foco de esperanza política que señalaba a la
humanidad el camino de su futuro.
¿El que hayamos pasado como de puntillas sobre este centenario se debe solamente a
que ya no existe la Unión Soviética y, por lo tanto, el foco ha desaparecido, llevándose
con él el prometido final feliz de la historia universal? No creo que este sea el principal
motivo, sobre todo porque el final del “socialismo real” ha coincidido con una cierta
revitalización del comunismo, al menos como vocablo, que intenta por todos los medios
desprenderse de su funesto pasado histórico y engancharse a las nuevas circunstancias.
Pienso más bien que la causa fundamental de la ausencia de conmemoración de la
revolución de octubre es la infinita vergüenza que produce, sobre todo en el ámbito
intelectual y de la opinión en general, el haber permanecido ciegos durante décadas y
décadas ante la evidencia hoy irrefutable de lo que fue aquel “socialismo real”, que hoy
aún reconocemos en los Estados comunistas residuales como China, Cuba o Corea del
Norte y sus adláteres, en los que lejos de ver un estadio “degradado” del proyecto
comunista podemos experimentar en vivo la cruda realidad de lo que fue desde el
principio aquel “socialismo” en el que ya en 1920, en su visita a Lenin, Fernando de los
Ríos vio “las tenebrosidades de un mundo policíaco”. Incluso podría suceder que el
alboroto con el que hoy nos escandalizamos ante las “posverdades” que fabrican los
gabinetes de prensa especializados en producir “hechos alternativos” para justificar
ciertas políticas nos oculte, más o menos interesadamente, la facilidad con la cual
durante tanto tiempo las élites culturales y los líderes de opinión occidentales
contribuyeron, amparados en una racionalidad moral superior, a negar una siniestra
realidad que conocían bien, convirtiéndose en aliados objetivos de los aparatos de
propaganda de esos regímenes policíacos.
Pero, ¿no se podría objetar que, pese a todo, la revolución de octubre fracasó, mientras
que la revolución de Duchamp ha tenido éxito? No es tan seguro. Las dos revoluciones
fracasaron en la medida en que el mundo post-moderno del que se consideraban la
avanzadilla no llegó a existir o, lo que es peor, sólo pudo hacerlo con los tintes
infernales del totalitarismo. Pero ambas nos han dejado como herencia el síndrome de
“despreciar al burgués” (hoy convertido en “despreciar al ciudadano”, que después de
todo es lo que significaba “burgués”), junto con una desconfianza frente a la
representación pública y artística y una nostalgia de la inmediatez estética y política que
ha dado lugar a un linaje de artistas incómodos en su propia condición, de la que les
gustaría liberarse, y a otro de políticos que habitan las instituciones representativas al
mismo tiempo que las ponen en entredicho. Y a lo mejor la discreción con la que hemos
atravesado estos dos centenarios tiene que ver con un cierto y comprensible afán de
cubrir nuestras vergüenzas que, sin embargo, podría conllevar una desagradable falta de
reflexión sobre nuestro pasado y, en definitiva, un déficit de explicación con nosotros
mismos y con el porvenir de las sociedades de nuestro tiempo.
El actor Max von Sydow (segundo por la izquierda), en el papel de Knut Hansum en la
película de Jan Troell 'Hansum' (1996). En vídeo, perfil del escritor francés Céline.
El horror caduca antes que la belleza. En agosto de 2009 la princesa Mette-Marit viajó a
Presteid, un pueblo a 1.500 kilómetros de Oslo. Se cumplían 150 años del nacimiento de
Knut Hamsun, premio Nobel de Literatura en 1920, y la futura reina de Noruega fue la
encargada de inaugurar un espectacular Centro Hamsun diseñado por Steven Holl.
Todos los honores parecerían pocos para recordar al escritor noruego más universal
después de Ibsen si no fuera porque el homenajeado dejó dos piedras en nuestros
zapatos. Una de ellas es el elogio fúnebre que en 1945 dedicó a un “guerrero de la
humanidad” que acababa de suicidarse: Adolf Hitler. Certificada la derrota alemana,
nadie podía acusarle de oportunismo como cuando regaló la medalla del Nobel a
Goebbels o celebró la ocupación de su propio país: cinco años bajo el yugo nazi.
Ni que decir tiene que el museo de Presteid recuerda a su ilustre patrón sin que las luces
de su obra oculten las sombras de su vida. Su mera inauguración supuso la
reconciliación con la mitad buena de un artista incómodo al que, terminada la guerra, le
aplicaron la cómoda teoría del mal irracional: fue enviado a un psiquiátrico.
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