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“En el pueblo dicen que puedes dar pases de abducción”.

El viejo estaba muy pancho, sobre un fardo de paja. Ni idea de cómo aguantaba el frío a esa altura.
Usaba una cosa griega; el hombro flaco por fuera.

¿Quieres un porrito?, dijo.

¿Y qué?, “Vainas de viejo”, pensé. Estaba buena. Tampoco sé cómo hacía con la mafafa. "Una
abducción", dijo, "con retorno, primera clase o turista". Mostraba los dientecitos amarillos. No
sonreía; no parecía serio. Podía ser la yerba.

“Nada de retorno”, dije. “Mucha mierda, mayor”.

"Tendrás que pasar unas pruebas", dijo. "¿Eres virgen?"

¡No!

"¿Eres mariquita?"

Y ahí me lo pensé, hermano. El man usaba vestido… ¿Y si quería echar uno? Tenía veinte años
aguantando frío en ese pico... Recordé que Alberto no quiso contarnos nada de cuando subió el
año pasado.

¡No!, le dije. Me miró largo, sin hablar. Los ojos como tizones enterrados bajo montones de
arrugas. Y era como si me viera desnudo. Empecé a sentir congeladas las pelotas.

Me mosqueé.

Entonces, lo vi. Iba limpio… La paja no olía... La cosa comenzó a parecerme una mierda bufa. Si
algo he olido en este culo de mundo es paja, man, y bosta de vaca.

Lo piqué con la suiza. No mucho. Pero el viejo era puro pellejo.

Los tipos transparentes aparecieron de la nada, llenos de tubos. Por la boca de la cueva vi la curva
de la nave, reflejando la nieve del pico. Cegaba. Recogieron al viejo. Boqueaba quedito. Ni me
miraron.

“Tengo miedo, man. Mira mis manos. Estoy desapareciendo”.

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