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Memoria feliz de un lector de Andrés Caicedo

Por Joaquín Mattos Omar

“Se suicida escritor en Cali”. Así, con ese escueto y anonimizador título, que
encabezaba una breve gacetilla refundida en sus páginas interiores, registró el principal
diario nacional, El Tiempo, la muerte de Andrés Caicedo Estela, ocurrida el viernes 4 de
marzo de 1977 en el apartamento 101 del edificio Corkidi, en la avendida Sexta de su
ciudad natal (que fue, por tanto, también su ciudad “mortal”). Pero no había nada que
objetarle a El Tiempo: Andrés Caicedo era entonces un autor conocido en Cali, pero
apenas si lo era en Colombia.
Sólo había publicado un libro, El atravesado (1975) –un relato sobre un
pandillero–, aparte de varios cuentos y numerosas notas sobre cine aparecidos, unos y
otras, en periódicos y revistas, en particular, en lo que se refiere a la crítica fílmica, en
Ojo al Cine, la publicación especializada que él mismo dirigió entre 1974 y 1976 y de la
que sólo salieron cuatro números.
Justamente, lo primero que leí de él fue un texto en el que se amalgamaban cuento
y cine. En efecto, en diciembre de 1976, salió al mercado el voluminoso segundo y
último tomo de Obra en marcha, la antología de “la nueva literatura colombiana”
elaborada por Juan Gustavo Cobo Borda y editada por el Instituto Colombiano de
Cultura (Colcultura) dentro de su estupenda Colección Popular. En sus 600 páginas, que
comprendía poemas y ficciones de 43 autores nacidos entre 1938 y 1951, figuraba su
cuento “Pronto”, adensado de referencias a películas y directores, y que tenía el
siguiente epígrafe: “Fragmentos de unas tales memorias de una cinesífilis, encontrados
dentro de una botella en las riberas del canal de Panamá”. La reseña biobibliográfica de
Caicedo, incluida en el “Fichero” de las páginas finales, apenas si ocupaba tres líneas.
Por cierto, allí se anunciaba: “Próximamente aparecerá en Colcultura su novela Que
viva la música” [así, sin signos de exclamación].
De modo que no podía esperarse que, tres meses después, cuando apenas se
disponía a circular la anunciada novela –que sería la que, como se sabe, lo lanzaría a la
fama–, la noticia de su muerte fuera de un tamaño mayor que la que le dedicó El
Tiempo.
En Barranquilla, ¡Que viva la música! se puso a la venta el sábado 26 de marzo de
1977. Esa mañana me apresuré a comprar mi ejemplar, que sólo costaba diez pesos. Lo
hice en un puesto de periódicos y revistas situado en la esquina de Veinte de Julio con
San Blas, junto a la entrada principal del almacén Tía (¡ya no se venden novedades
bibliográficas en esos sitios, a menos que sean ediciones piráticas!). La razón por la que
me volqué a adquirir con prontitud la novela es que la lectura del cuento “Pronto” había
bastado para despertar mi entusiasmo por el recién descubierto autor caleño; quizás,
bueno, hay que admitirlo, debió de haber incidido también el que, unas dos semanas
antes, y con algunos días de retraso, me hubiera enterado de que éste se había matado
ingiriendo 60 pastillas de Seconal
Pero con toda seguridad fue sólo un factor coadyuvante, porque, repito, la razón
principal fue el cuento “Pronto”, cuyas primeras líneas, que informan al lector que la
causa que desencadena la acción es un “prolongado estado espiritual… de
inmovilizadora tristeza aguzado considerablemente en los domingos”, que aqueja al
narrador personaje, me capturaron y me retuvieron sin remedio hasta esa frase
copromántica –llamésmola así– con la que éste declara que su aventura ha llegado a su
fin. Es que Caicedo sabía escribir muy bien “historias para jovencitos”: para jovencitos
ansiosos y atribulados.
Así que aquel mismo sábado, sin la menor pérdida de tiempo, me sumergí en
¡Que viva la música!, y fui arrastrado durante dos o tres días, a través de una “prosa
efervescente y contagiosa” (como se decía con exacta justicia en la contratapa), por un
fervor in crescendo que ni siquiera culminó en esa suerte de manifiesto o evangelio
decadente con que termina la novela. Al cerrar el pequeño volumen, estaba fascinado. Y
ahí mismo quedó sellada una de las admiraciones más enardecidas que haya profesado
por autor alguno durante mi adolescencia.
Quise enseguida leer todo cuanto había dejado publicado; quise enseguida saberlo
todo sobre él; quise, asimismo, como sucede cuando se está en posesión de una novedad
grande, compartirlo. Lo primero tuvo que esperar un tiempo para empezar a ser
satisfecho; lo segundo empezó a ser saciado a las pocas semanas, porque en los
suplementos literarios y en las revistas de letras del país se desencadenó un torrente de
artículos de todo género sobre Caicedo y sobre su obra; de lo tercero, compartirlo, fue
casual beneficiario un amigo cartagenero que llegó por aquellos días de visita a casa y
que hacía parte de la cofradía que me había permitido profundizar en el conocimiento
de la música salsa. Precisamente por eso, en vista de la abundante cantidad de salsa que
hay en el libro, se lo presté.
Pues bien: estuve a punto de perder mi querida edición príncipe de carátula
morada, pues el libro causó tal entusiasmo entre aquel clan de salsómanos, todos algo
mayores que yo, que circuló de mano en mano en una larga cadena de devoción lectora.
Tuve que emplearme a fondo en diversas gestiones, incluido el envío de una carta
desesperada, para lograr por fin, al cabo de unos cuatro meses, recuperar el volumen, ya
bastante maltrecho por cierto. Aún hoy, bibliofílico que soy, es uno de los tesoros de mi
biblioteca.
En cuanto a mis deseos de leer otros libros de Caicedo, recogí mi primer fruto en
septiembre de aquel mismo año de 1977, cuando compré, en la extinta librería
Contravía, situada en Veinte de Julio entre las calles 43 y 44, la primera edición de
Angelitos empantanados o historias para jovencitos, publicada por la editorial La
Carreta Literaria, de Medellín. Años después, en enero de 1980, por una suma de cien
pesos, me hice con Berenice, título bajo el cual Plaza y Janés había publicado en 1978
la segunda edición de la noveleta El atravesado, acompañada de tres cuentos. En rigor,
las únicas novedades que este libro ofrecía para mí eran el codiciado relato del peleador
callejero y el cuento “Maternidad”, pues los otros dos cuentos, “Berenice” y “El tiempo
de la ciénaga”, ya los conocía: el primero era en realidad un fragmento extrapolado, con
ciertas modificaciones, de “Angelita y Miguel Ángel”, cuento éste que hacía parte de
Angelitos empantanados o historias para jovencitos, y el segundo estaba incluido
también, en idéntica versión, en este último volumen.
Más tarde, y a partir de 1986, con la publicación del libro Destinitos fatales, se dio
inicio a la marea de ediciones de materiales literarios de Caicedo (cuentos, esbozos de
novelas) que, en su mayoría, eran inéditos, esto es, que no habían aparecido ni siquiera
en publicaciones periódicas. Desde un principio he tenido reticencia sobre esos libros,
pues he considerado que sólo se trata de borradores que, no por nada, él mantuvo hasta
el final arrumados dentro de un baúl.
De ahí que (fuera de sus críticas de cine y ciertos textos explícitamente
autobiográficos) me ceñí a los tres libros mencionados, ésos que él escribió cabalmente
como tales o cuyo contenido fue publicado bajo su expresa voluntad. Si ¡Que viva la
música! me había hechizado por su estilo y su ritmo, así como por la articulación justa
entre estos y la excitante trama de andanzas y malandanzas, placeres y agonías de su
hermosa heroína y demás personajes, los otros dos nuevos libros me gustaron porque
me ofrecieron otros ámbitos y otras voces de ese mismo universo integrado por
jovencitos de mi misma edad, que cursaban también el bachillerato y que, dotados de
una sensibilidad y vulnerabilidad exacerbadas, eran proclives también al dolor y a la
tristeza.

***

A riesgo de sufrir una decepción, de torcerles el cuello al encanto y al placer con


que recordé siempre aquellos tres primeros libros de Andrés Caicedo, decidí, a
comienzos de 2009, volverlos a leer para averiguar a fondo por qué me habían seducido
tanto en su momento (desoyendo así una lección del propio Caicedo, quien, a través de
su personaje estelar, María del Carmen Huerta, al referirse a Psicosis, de Alfred
Hitchcock, hace esta acotación: “Esa película que no he querido volverla a ver para no
olvidarla”).
Esa vez opté por alterar el orden de la remota y primera lectura, acaso para seguir
más o menos el mismo en que fueron escritos los textos: primero acometí los cuentos,
luego El Atravesado y, por último, me ocupé de ¡Que viva la música! (que, por cierto,
he vuelto a leer recientemente).
Para no andarme con rodeos, voy a decirlo de una buena vez por todas: la obra no
sólo no me desilusionó, sino que constituyó un espléndido redescubrimiento, y me
proporcionó una experiencia lectora distinta de la primera, claro está, pero igual de
gratificante, marcada por momentos de sorprendentes revelaciones, pero también por el
reencuentro nostálgico con pasajes que recordaba muy bien. El Caicedo de ese conjunto
narrativo (tan coherente, tan unitario) no es, de ninguna manera, un autor sólo para
teenagers ni tampoco un bisoño “que prometía”, como escribió con tonta arrogancia y
mezquindad provinciana la señorita Pilar Quintana.
Al final de esa relectura, creí haber identificado los motivos por los cuales esas
intensas y apretadas páginas, que en total apenas si suman 500, habían provocado mi
fervor juvenil. Trataré de exponerlos a continuación.
Empiezo por el lenguaje. Un lector de 17 años tiene que sucumbir, cómo no, al
hecho de hallar por primera vez una literatura que no sólo incorpora el registro
coloquial y aun el slang propios del habla que también es el de su generación, sino que
explota con una seductora eficacia las posibilidades expresivas de ellos.
Otro elemento clave es el carácter y conducta de sus personajes. Para cualquier
adolescente tímido que suela refugiarse en la lectura, que esté convencido de tener toda
la realidad en su contra y que se sienta dotado de una sensibilidad sólo apta para el
sufrimiento, es natural experimentar una gran simpatía inmediata por personajes
emocionalmente disfuncionales, frágiles, adictos a la tristeza y al dolor. Recuerdo que
por allá por 1981, en El Comején –un periodiquito marginal que publicaba con un grupo
de amigos de la Universidad del Atlántico–, en la consabida sección de las frases
célebres, incluí una vez una que, entresacada de un relato de Caicedo, me resultaba
exultante: “Cómo va a ponerse uno triste si la policía no lo deja”. Asimismo, hallé un
gran apoyo moral en la forma extrema y un tanto melodramática en que reaccionan sus
personajes masculinos frente a las frustraciones amorosas.
Por otro lado, y para referirme a un solo detalle concreto de esta parte sustancial
de la obra de Caicedo, hay que decir que cuando un muchacho abraza con avidez la
pretensión de adquirir en poco tiempo una completa formación intelectual, siempre va a
encontrar cosas que no sabe y que con vergüenza creerá que debía haber sabido ya, por
lo cual el sentimiento de impotencia producido por la idea de cuánto le falta por
aprender y conocer será para él una fuente constante de abatimiento Pues bien, es
inevitable que un muchacho así encuentre la voz y la expresión exactas de su
desasosiego en una frase como esta: “Nadie sabe lo que son los huecos en la cultura”.
Es comprensible, pues, que tal frase, que hallará nada más iniciar la lectura de ¡Que
viva la música!, acuda siempre a partir de entonces a sus labios al modo de una
jeremíada para desahogar la conciencia de su ignorancia. (La narradora sólo se refiere a
la cultura musical, pero el lector que describo la extenderá a la cultura en general).
Con respecto a los nuevos y gratos descubrimientos que me proporcionó mi
relectura, me limitaré a enumerar con concisión los más importantes de ellos, a saber: 1)
la presencia, en el contexto general de su realismo preciso, de una serie de rasgos y
episodios que rozan el prodigio o lo fantástico; 2) sus sutiles observaciones psicológicas
(“Para ella la belleza era la única actitud posible de expresar la riqueza moral que la
animaba ante la vida”, se lee en “El pretendiente”); 3) su vocación paródica, el recurso
frecuente a la intertextualidad (las alusiones, entre tantas otras, a “Berenice” y a “El
pozo y el péndulo”, de Poe; la referencia zumbona a H.P. Lovecraft a través del nombre
de un personaje, Héctor Piedrahita Lovecraft); 4) el diestro manejo habitual de un
narratario invocado, que en el caso de El atravesado, por ejemplo, se trata de un
personaje que hace parte de la acción, pero cuya presencia es sólo latente y anónima
porque su única función es la de escuchar al narrador, y que, en el caso de ¡Que viva la
música! y de los cuentos, es extrínseco al discurso narrativo (“el estimado lector”), pero
que tiene una particularidad significativa: le da también una marcada visibilidad al
narrador, siempre en primera persona, el cual, sin detrimento del modelo oral que
caracteriza las narraciones, nos indica explícitamente que está escribiendo lo que nos va
contando, que está haciendo un ejercicio literario del que incluso hace frecuentes
comentarios metatextuales; 5) la acertada combinación de coloquialismos,
regionalismos y slangs con cultismos lingüísticos o giros de esmerado estilo literario,
factor este último que se refuerza mediante un rico aparato de alusiones culturales.
No sé si Andrés Caicedo murió tranquilo (ahora hace ya 40 años exactos), pero
basta el repaso de estos tres libros para saber que, sin duda, dejó obra. El eterno
jovencito ha envejecido bien.

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