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Página/12 :: El país :: “Lucho por no olvidar” 9/26/10 11:57 PM

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El país | Domingo, 22 de agosto de 2010

LA HISTORIA DE SARA RUS, SOBREVIVIENTE DE AUSCHWITZ Y MADRE DE PLAZA DE MAYO

“Lucho por no olvidar”


Su infancia en el gueto de Lodz. Auschwitz y el trabajo en una fábrica de aviones. Su
entrada clandestina en una Argentina que no recibía judíos y una carta a Eva Perón. La
desaparición de su hijo y la búsqueda de justicia. Una mujer que recibió en 2008 el
premio Azucena Villaflor que da el gobierno nacional y fue declarada ciudadana ilustre
de la Ciudad de Buenos Aires hace un mes.

Por Victoria Ginzberg

La mujer levanta la vista. Tiene los ojos húmedos, enrojecidos.


“Mayormente no lloro”, dice. Se seca con un pañuelo de papel. Revuelve
el té que acaba de servir en la mesa de su departamento de Belgrano.
“Mayormente no lloro”, repite Sara Rus. Tiene 83 años. Pero habla y es
una nena de doce años que separan de la fila de la lechería del gueto
de Lodz, donde fue con su jarrito para conseguir alimento para su
hermano porque su madre está enferma y no puede amamantar. Es una
nena que ve morir al bebé y no puede contener las lágrimas. Después
será la joven que salvó a su mamá de las cámaras de gas de
Auschwitz, la que trabajó esclava en una fábrica de aviones y la que se
enamoró a pesar de todo. La mujer que llegó a la Argentina tras cruzar
de forma ilegal la frontera con Paraguay, la que empezó de nuevo y fue
feliz y perdió a su hijo mayor, cuando una patota de la última dictadura
se lo llevó de la Comisión Nacional de Energía Atómica. Hoy es la
abuela que conmueve a estudiantes en sus charlas y va al gimnasio y
baila rikudim. La que cree que la vida vale la pena porque después de
todo lo que vivió tiene una mesa para recibir visitas y compartir el pan
con una familia que la rodea de amor. “Hago lo que hice toda mi vida,
lucho por no olvidar. Para que los nazis de Alemania y los que
estuvieron acá nunca más tengan la fuerza que tuvieron.”

Lodz
Schejne María (Sara) Laskier de Rus nació en Lodz, Polonia, en 1927. Fue, hasta 1939, la única hija consentida
de Jacobo y Carola Laskier. Su papá era sastre. Hacía trajes a medida para los señores y tapados de piel para las
señoras. Sara iba a la escuela y estudiaba violín. Hasta que llegaron los nazis. “Yo no tenía noción de qué
pasaba. Mi madre decía ‘si ganan los alemanes vendemos todo y nos vamos de Polonia’. Mi padre creía que iba a
ser como en la Primera Guerra. Pero después teníamos que bajar de las veredas, usar la estrella de David para
identificarnos. Hubo mucha discriminación que probablemente yo no entendía. Con el correr del tiempo empecé a
darme cuenta. Un tío, hermano de mi madre, emigró porque un grupo de chicos polacos le dio una paliza por ser
judío. Ya teníamos familia en la Argentina y se vino acá”, cuenta.

Recuerda bien la primera vez que sintió en carne propia la violencia antisemita, aunque en esa oportunidad ni
siquiera la tocaron: “Un día aparecieron los alemanes en casa. Cuando entran, con esa prepotencia, ven mi violín
sobre la mesa. Uno pregunta ‘¿acá quién toca el violín?’. Mi madre, toda orgullosa, dice ‘mi hija está aprendiendo’.
‘Ah, ¿Te gusta el violín?’, dice y con una fuerza terrible lo revienta en la mesa”.

Pronto tuvieron que dejar el departamento e instalarse en un pieza del gueto. Empezaron las “selecciones”: los

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vecinos que se subían a un tren con la promesa de una vida mejor en otra parte. El trabajo era obligatorio. El que
no trabajaba, no comía. Y el que trabajaba casi no comía. A Sara la mandaron a una fábrica de sombreros:
sombreros para mujer, sombreritos para chicos y manguitos de piel para protegerse las manos en invierno. Carola
estaba débil y no podía cumplir con las obligaciones impuestas por los nazis. Su hija, que tenía catorce años, se
llevaba trabajo a su casa, preparaba una producción extra y la entregaba en nombre de su madre para que no le
quitaran la carta de alimentación.

“Mi madre en el año ’40 tuvo un bebé, un nene. Ella estaba muy enferma. Tenía tifus, prácticamente no tenía
leche para alimentar al nene. Había hospitales pero con muy pocos recursos. Yo, como una hermanita todavía
chiquita, iba a la madrugada a la lechería donde repartían un poquito de leche a la gente que tenía bebés, tenían
que presentar un papel. A mí no me consideraron, me ponía en la fila y me echaban, no podía conseguir... El
nene vivió tres o cuatro meses y lo más terrible, que mi madre un tiempo largo no se enteró por qué mi padre y yo
íbamos al hospital. Casi al año quedó otra vez embarazada, tuvo otro varoncito, que fue liquidado al nacer.” Sara
se quiebra. Llora. Aunque en general no lo haga.

Las lágrimas obedecen a la impotencia, a no haber podido intervenir para alejar la muerte. Lo mismo pasaría 37
años después. Frente a los SS, en cambio, sus acciones, sobre todo las más atrevidas, parecen haber salvado su
vida y la de su madre.

Pero antes de que la llevaran al campo de concentración le pasó otra cosa. Le pasó Bernardo. “Porque también
hay una historia de amor, también pasaban cosas como ésta, por lo menos a esta niña que está hablando”, dice
Sara y ahora sus ojos se iluminan.

Bernardo Rus llegó a su casa de la mano de papá Jacobo, que lo encontró un domingo en la calle y lo invitó a
cenar porque era “un muchacho muy interesante y daba gusto conversar con él”. Luego, la madre le reprocharía
haber traído a un hombre a quien la nena miraba demasiado. Y era verdad. Se llevaban doce años pero Sara se
sentía adulta: “Yo lo miré, él me miró... y empezó a venir más a menudo. Estábamos enamorados. Yo tenía una
libretita en la que él me anotó que si algún día sobrevivimos, el 5 del 5 del ’45 nos vamos a encontrar en el
edificio Kavanagh de Buenos Aires. El sabía que yo tenía familia en Argentina, se hablaba de eso en mi casa y él
leía mucho sobre Argentina”. Pero antes de esa fecha Sara y sus padres tuvieron que dejar el gueto.

Auschwitz
Habían sobrevivido a muchas “selecciones”. A la madre, que era flaquita, le rellenaban la ropa y le pintaban la
cara para que tuviera mejor semblante. De todas formas llegó el día en que rodearon la casa y les dijeron que
llevaran lo mínimo posible. Sara eligió una mochila muy chiquita que ella misma había cosido antes de la vida en
el gueto. No reparó en meter bombachas. En cambio, puso algunas fotos familiares y la libretita en la que
Bernardo anotó la fecha de su reencuentro: “Yo pensaba que podía ser... algún día, pero llegó un momento que
dejamos de pensar. Y empezó el viaje a Auschwitz”.

–¿Cómo fue?

–Nos fuimos los tres, con algunos vecinos y otros que no conocíamos.

–¿Ya sabían de qué se trataba?

–Absolutamente no sabíamos a dónde nos llevaban. En el viaje fuimos apretujados, sucios. Ponían un balde para
hacer las necesidades. Se viajaba en un tren de animales. Se veía que la gente se caía de hambre.

–¿Cuánto duró?

–Nunca supe. Perdí la noción del tiempo. Llegamos a Auschwitz. Nos llevaron a Birkenau, a una plaza enorme y
empezó la selección. A los hombres directamente los sacaron. Nunca más vi a mi padre. Te dabas cuenta quién
iba a un lado y quién a otro por cómo estaban físicamente. Mi madre estaba a la miseria, pero era una mujer muy
bonita y todavía muy joven. Pero me la llevaron. La pusieron de un lado y a mí del otro. En mi casa hablábamos
alemán y cuando veo que me encuentro sin mi madre... me atreví a acercarme a un SS con un rebenque que
estaba en el medio de la plaza. La gente me miraba. Pensaba que me iban a matar. El me mira y me dice ‘cómo
te atrevés a acercarte’. Le dije en alemán ‘¿por qué me sacaste a mi madre?’. Si hoy pienso lo que hice... Me
mira y me dice ‘¿de dónde hablás alemán?’. Le dije que en mi casa se hablaba. Me preguntó ‘¿cuál es tu madre?’
y me dijo: ‘Andá a buscarla’. La primera salvada. Desde ese entonces mi madre estaba siempre conmigo.
Sobrevivió a la guerra conmigo. Pero pasamos momentos muy duros.

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Las mandaron a los baños, les cortaron el pelo, les dieron ropa que no les quedaba y las llevaron a una barraca
donde se amontonaron en el piso de cemento. No tenían que hacer nada, excepto salir y formar para que las
contaran. Todos los días sacaban algunas mujeres de la fila. Mujeres que no volvían. A diferencia de la mayoría
de los prisioneros, no las marcaron con un número. “Llegamos en el ’44, estábamos destinadas a ir al gas.” Pero
no fueron. Las seleccionaron para trabajar en una fábrica.

Alemania, Austria
Después de dos meses en Auschwitz, se subieron otra vez a los trenes para viajar como animales que van al
matadero. Las ubicaron en una fábrica de aviones en Alemania. Sara tenía que remachar las chapas de las alas
con una pistola de aire comprimido que casi no podía sostener. “Siempre decíamos, ningún avión de acá se va a
levantar”, recuerda. En un turno nocturno, no vio los rieles que estaban en el piso y se cayó para atrás. Casi se
corta en dos. En la enfermería, una rusa la trató como a una enemiga de guerra.

“Había que trabajar todos los días. Pero yo no podía levantarme de la cama. Apareció un alemán que me dijo:
‘qué bien que te lo hiciste, vos pensaste que no vas a trabajar, que vas a estar acá descansando’. Yo era un poco
atrevida, o no me importaba más nada. Se ve que no pensé o no me interesó. Era bastante rebelde, parece. Le
dije en alemán: ‘¿qué me dijiste, que me hice esto a propósito? Sí, señor, me lo hice a propósito para quedarme
acá, pero no me imaginaba que iba a perder tanta sangre’. Mi mamá empezó a gritar ‘no le hagas caso, está loca,
no sabe lo que dice’. Las chicas que estaban en la habitación se quedaron mudas de miedo. pensaban que nos
iban a matar a todas por mi culpa. Un rato después aparece una alemana, una SS, y me dice ‘tenés suerte, el jefe
dijo que te mandemos algo de comer’. No podía creerlo”, relata.

–Todas las veces que se rebeló le fue bien.

–Una vez, en una charla que di, un abogado explicó que pude sobrevivir porque, para los alemanes, mientras vos
no te rebelás, no les contestás, no sos nadie, nada. Se ve que los impacta que alguien se les anime a
contradecirlos y enfrentarlos. Igual, mi descanso no duró mucho.

Después del accidente la mandaron a trabajar a la cocina como pelapapas. A veces podía comerse una papa
cruda y también traficaba en el forro de un tapadito cáscaras y pedazos de papas para sus compañeras. “Uno no
se puede dar idea de lo que puede significar una papa o la cáscara de una papa. Es el alimento más importante
que uno puede imaginarse”, dice. Y sabe.

Los aliados estaban cerca, así que otra vez subieron a los trenes. Esta vez rumbo al campo de concentración de
Mauthausen, en Austria, donde finalmente fueron liberadas: “El mismo día que llegamos la Cruz Roja ocupó el
campo. Y dejaron de matar. Los alemanes se estaban empezando a organizar para retirarse y todavía tenían ese
descaro de decirnos si queríamos ir con ellos porque venían los americanos. Fuimos liberados el 5 del 5 del ‘45.
Este día yo fui liberada. Esta fecha quedó en mi mente pero yo no sabía nada de Bernardo y él no sabía nada de
mí”.

En Mauthausen Sara recibió una carta. Bernardo la estaba buscando. Y ella fue a verlo. No fue en el Kavanagh,
pero no importó. Se casaron y buscaron trabajo. Sara se incorporó a una compañía de teatro. Empezaba a
reponerse pero un médico le dijo que debido al accidente que había sufrido en la fábrica no iba a poder tener
hijos. “Mi esposo estaba totalmente resignado, basta que me tenía a mí, que nos habíamos podido reencontrar y
estar juntos. Para mí, fue un golpe terrible.”

Argentina, vía Paraguay


En Buenos Aires, el tío de Sara estaba dispuesto a recibirla junto a su madre y su esposo. Pero el gobierno de
Juan Domingo Perón no le abría las puertas a los judíos. Después de un viaje en avión accidentado, en el que se
incendió una turbina y algunos religiosos querían también prender velas porque era viernes, llegaron a Paraguay.

“Oficialmente no podíamos entrar a la Argentina –relata–; teníamos que pasar ilegalmente con un barquito, juntar
un poco de plata para dar a una persona que nos cruce la frontera. Eramos diez. Nadie hablaba una palabra de
castellano. Nos llevaron a Clorinda. Y el tipo se mandó a mudar. Nos dejó solos, de noche, con lluvia. Hasta que
vino un policía a caballo con un rifle. Sentó a mi madre arriba del caballo y a mí me dio el rifle. Nos llevó a su
casa a los diez, con su mujer y no sé cuántos chicos y nos dieron de comer. Pero al otro día nos llevaron en
micros a Formosa y nos metieron en la cárcel. Pero era una cárcel... qué querés que te diga, los muchachos, los
vigilantes nos tenían tanta lástima. Había más de cien personas. A algunos los llevaron después a casas
particulares y a nosotros al templo. ¿Pero cómo se hace para ir a Buenos Aires? Nos decían que nos iban a

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mandar de vuelta a Paraguay. Mi esposo era un hombre muy inteligente. Ya sabíamos que existía Eva Perón, que
ella hacía mucho por la gente. El se atrevió a mandar una carta en polaco a Eva Perón. Le contaba nuestra
historia. Se ve que le llegó, la hizo traducir y mandó a decir que no nos asustemos y que nos iban a mandar
pases para ir a Buenos Aires. Efectivamente después de un tiempo nos mandaron los pases a todos los que
estábamos allá. Y nos vinimos a Buenos Aires.”

Había que empezar de cero. Bernardo se inició en el oficio de anudador textil y, asegura su mujer, llegó a ser el
mejor de Villa Lynch. Sara no se resignó a la idea de no tener hijos y fue a ver a un médico que para su sorpresa
le dijo que no tenía nada, sólo un cuerpo que había sufrido mucho y necesitaba reponerse. Daniel nació el 24 de
julio de 1950. Y cinco años después llegó Natalia: “El de Daniel fue un embarazo complicado porque era un
cuerpo complicado. Pero resistí. Era un chico hermoso y desde chiquito fue brillante en todo: en el colegio, se
recibió de lo que él quería, fue físico nuclear.... Hasta el año ’76 lo tenía yo”.

Sara dice que Daniel no militaba, pero que seguramente era peronista. Que ella no sabía nada porque su única
preocupación era rehacerse. “Recién empezábamos a vivir”, apunta.

El 15 de julio de 1977, a las dos y media de la tarde, Daniel Rus fue secuestrado en la puerta de la Comisión
Nacional de Energía Atómica (CNEA), donde trabajaba. Otros veinte físicos empleados de ese organismo fueron
detenidos ilegalmente durante la última dictadura. A Daniel lo subieron a una camioneta. Esa fue la última vez que
alguien lo vio. No hay testimonios que lo ubiquen en algún centro clandestino de detención, aunque su madre
sospecha que estuvo en la Escuela de Mecánica de la Armada, ubicada en la vereda de enfrente de la CNEA.

Cuando Daniel no llegó a casa, Sara y Bernardo pensaron que había tenido un accidente. Recorrieron comisarías
y hospitales, hasta que fueron a la CNEA y se enteraron de que estaba desaparecido. “Ahí empecé yo a luchar –
dice Sara, como si su vida anterior quedara reducida ante la pérdida de su hijo–. Fui al Ministerio del Interior,
presentamos hábeas corpus, mi esposo escribió cartas a todo el mundo, el Papa incluido, y me incorporé a las
Madres de Plaza de Mayo y empecé a dar vueltas a la plaza. Antes había entrado a una agrupación de
sobrevivientes de la guerra. Lo más triste fue que cuando desapareció Daniel esa gente, hasta los mismos
sobrevivientes, empezaron a alejarse de nosotros por el miedo que había en el país. Una chica que también fue
secuestrada, hermana de un muy amigo de Daniel que está desaparecido, nos contó que en la sala de torturas
había esvásticas. Estaba claro que acá habían aprendido una buena lección de los nazis... A mí me parecía que
era imposible perder a este hijo. Un día subí a la terraza de mi casa y grité tan fuerte, llamándolo, pensando que
él en algún lado podía estar escuchando. El siempre decía ‘vos sos tan fuerte mamá’. Y yo no pude hacer nada
por él.” Sara llora. Es otra vez la impotencia.

–Lo buscó, reclamó a las autoridades, a la Justicia, se unió a las Madres...

–Es verdad, pero me imagino que eso es lo que él pensó. No sé de qué manera lo mataron, cómo lo hicieron
sufrir. Mi madre vivió hasta los noventa años conmigo, pero en el momento en que me llevaron a mi hijo dejó casi
de hablar. No le interesó más la vida. Murió con su dolor y no pudo ver todavía bisnietas, lo que yo estoy
deseando.

–¿Y qué pasó con su esposo?

–En el ’77 dijo que estaba esperando que venga la democracia, que en algún momento vamos a tener que pasar
a estos asesinos. Y en el ’83 dijo: ‘si mi hijo en seis meses no vuelve, yo ya no tengo nada que hacer’. Vino la
democracia, pasaron seis meses, mi esposo se enfermó de un tumor y falleció el 2 de mayo de 1984.

“¿Sabés lo que todos me preguntan –se adelanta Sara–, de dónde saco mis fuerzas? Yo lucho por no olvidar.
Lucho por la memoria. Para que jamás los nazis de Alemania y los que estuvieron acá tengan la fuerza que han
tenido. La memoria es lo más importante, porque si no se tiene memoria las cosas vuelven a pasar. La fuerza sale
de que gracias a Dios tengo una familia, una hija, un yerno, dos nietas, las Madres de Plaza de Mayo, los amigos
que hice y que me quieren... Mi madre me decía, cuando estábamos en Alemania, ‘vas a ver que todavía vamos a
tener un pan sobre la mesa’ y yo le contestaba ‘¿en qué mesa?’. Yo digo que la vida es linda porque si pasó todo
eso y tengo una mesa y puedo recibir visitas, puedo servir y estar rodeada de amor... qué más se puede
pretender. La vida es hermosa, si uno no quiere vivir es fácil morirse.” Y apunta: “Yo tengo mis recuerdos bien
adentro. Si todavía puedo pensar, puedo contar, y mientras pueda contar, lo voy a seguir haciendo”.

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