El ser humano desde los primeros años de su vida adquiere la habilidad
para comunicarse y todo lo que esto implica: el mejor momento de
hablar, cuándo debe callar, con quién hablar, con quién no… esta comunicación, y saber cómo usarla, ha posibilitado la construcción de las sociedades. Es evidente que sin lenguaje y sin la comunicación no hubiera podido darse la sociedad humana, el lenguaje es fundamental en las relaciones humanas y en cualquier otra especie en la tierra. Incluso, podríamos pensar que el lenguaje complejo propio de ser humano constituye realidades y visiones del mundo.
Para cada generación humana el lenguaje y la habilidad para comunicar
han sido parte del constructo social. La influencia de esto en la vida humana es innegable. El poder comunicarnos nos representa y nos orienta…, constituye patrones y los reafirma. El ser humano se muestra y se cambia a sí mismo.
La habilidad para comunicar expresa la esencia humana, esa identidad
general de la propia vida, el sentimiento, la emoción, la razón. El hombre, desesperadamente, intenta entender y que lo entiendan; en esa eterna obsesión del hombre de apoderarse del sentido, reflexiona en base a una ilusión que se manifiesta como propulsor de cambio.
El hombre aprovecha cada sentido para expresar cualquier sensación,
sentimiento, o argumento, no escatima, unificando los sentidos y las artes para conmocionar y remembrar el error, para que estos permanezca en las mentes pero no en las acciones. El lenguaje reafirma la trascendencia y el ciclo: persistir eternamente, constituir nuevos algoritmos. Hay que leer un libro, o ver cine, ver esa pantalla superflua que muestra sustancias con la intención de hacer este mundo algo mejor. El lenguaje siempre, evidentemente, quiere cambiar los ciclos, cambiar el mundo.
El lenguaje y la comunicación intentan cambiar para trascender, para
entenderse, no hay comunicación sin reflexión, sin que el hombre se piense a sí mismo. Es una reflexión aunada de los sentidos, lo que lo hace completo, integro. Y aunque usualmente se hable solo de la visión y el oído, la comunicación también implica aromas, sabores y olores. La reflexión se alía con quien expresa y a quien se le es expresado algo empatizando estrechamente por medio de cada sentido.
El lenguaje y el comunicar son un truco y una magia. Como un
ilusionista, comunicar es una mentira hecha realidad, una creación. Tal mentira (o creación) irrumpe en nuestra segunda gran obsesión: ser Dios. El lenguaje crea a partir de mentiras.
El lenguaje nos hace creadores de nosotros mismos en conjunto, pues
Dios no puede ser más que imaginarios de un grupo, que se relacionan. El lenguaje nos hace divinos porque concebimos la ilusión trascendente de varias mentes.
Comunicarse es el arte de las apariencias y las fantasías, por ello, es
capaz de decirnos cómo la realidad misma se constituye como una construcción ideológica, social o simbólica. En este sentido, la ficción del lenguaje es más real que la realidad misma. Para entender el mundo de hoy necesitamos del lenguaje; en él encontramos esa dimensión crucial, que advierte que no estamos listos para confrontar en nuestra propia realidad.
Si todo es mentira, si hay mentiras aceptadas por todos para no
volvernos locos, mentiras aceptadas por todos para que no se permita a nadie acercarse a la locura. Mentiras que aseguran la permanencia de un orden, mentiras que nos acarician a diario, y la mentira de cada uno que es cada mundo personal, individual, cada uno desde su máscara; si todo es mentira, todo puede ser verdad. Crear verdades desde la mentira habitual, eso permite la comunicación, crear ideas porque dice, argumenta, expone, o como mínimo plantea una cuestión desde la mentira, es decir desde una narración inventada, desde la ficción. Pero es una mentira porque, desde luego, hemos partido de la nada. Ya cuando los seres empezaron a comunicar empezaron a crear.