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Hurtado, Diego, “De la Historia del Progreso a la ‘Microhistoria’ Constructivista”, en Hurtado, Diego y

Drewes, Alejandro, Tradiciones y Rupturas: la Historia de la Ciencia en la Enseñanza, Buenos Aires: UNSAM-
Baudino Ediciones, 2003, Cap. 1: pp. 13-54.

1
DE LA HISTORIA DEL PROGRESO
A LA “MICROHISTORIA” CONSTRUCTIVISTA

1. Historiadores y científicos
El diccionario filosófico de biología de Medawar y Medawar (MyM), publicado en 1983, dedica a
Aristóteles algo más de dos páginas. En su versión en español puede leerse:

“Las obras biológicas de Aristóteles son una mezcolanza extraña y, en términos generales,
bastante fatigosa de datos producto de oídas, observación imperfecta, ilusiones y credulidad que
a veces llega a la franca simpleza.”

Y concluye un poco más abajo:

“Es difícil no simpatizar con aquellos nuevos científicos del siglo XVII que se vieron agraviados
y repudiaron la autoridad doctrinaria de estos enunciados” (Medawar y Medawar, 1988: 34-36).

En la misma década de 1980, sin embargo, en marcado contraste con este juicio, Thomas
Kuhn recordaba la impresión que le provocaron los primeros contactos, por el año 1947, con la
obra de Aristóteles:

“[...] Aristóteles había demostrado a menudo ser, como naturalista, un observador


extraordinariamente agudo. Especialmente en biología, sus escritos descriptivos proporcionaron
modelos que fueron fundamentales en los siglos XVI y XVII para la emergencia de la tradición
biológica moderna” (Kuhn, 2000: 16).

Estas valoraciones antitéticas acerca del estatus científico de los trabajos de Aristóteles
dedicados a lo que hoy podríamos llamar Biología resultan elocuentes respecto de una cuestión
central en Historia de la Ciencia: en toda narración que tiene por objeto la referencia al pasado de
la ciencia subyacen implícitas o explícitas, no importa si conscientes y reflexivas o espontáneas e
ingenuas, una concepción de la actividad científica y otra de la Historia, las cuales ejercen, a su
vez, determinaciones mutuas.
En un intento por caracterizar las peculiaridades de la Historia de la Ciencia como
disciplina, Jan Golinski alude a las dificultades de unir las palabras “historia” y “ciencia” en una
misma expresión:

“La historia está orientada hacia el pasado, mientras que la ciencia parece orientada hacia el
futuro; la historia está conectada con lo humano, la ciencia (mayormente) con el mundo no
humano; la historia está asociada con la cultura, la ciencia con la naturaleza; la historia es
pensada como subjetiva, la ciencia como objetiva; la historia usa el lenguaje común, mientras
que la ciencia usa el vocabulario técnico; y así siguiendo.”
Sin embargo, el autor recuerda que el “híbrido” que resultó de esta unión mostró una
asombrosa fertilidad en cuanto a dilucidar lo que la ciencia es y a su papel social y cultural
(Golinski, 1998: 1-2).

Volviendo al juicio de valor de MyM arriba mencionado, puede decirse que el mismo
representa una concepción de la historia “para uso de científicos”, que dominó el panorama
historiográfico desde sus orígenes en el siglo XVIII, que tuvo una presencia notoria hasta
mediados del siglo XX y que aún está presente en las historias de las disciplinas científicas que
cultivan las propias comunidades científicas.
En pocas palabras, la visión del pasado que subyace al juicio de MyM asume que todo
signo de extrañeza o “alteridad” es síntoma inequívoco de inferioridad epistemológica: que los
textos de Aristóteles sean algo diferente de lo que los autores entienden por Biología alcanza para
que estos textos sean considerados “una mezcolanza extraña”. Es decir, que MyM se proponen
evaluar la obra de Aristóteles - producida en Grecia durante el siglo IV a.C. - a partir de los
valores, los interrogantes y el contexto socio-cultural asociados a un corpus de conocimientos más
de dos milenios posterior. Este enfoque, ampliamente criticado desde la década de 1950, es lo que
en las discusiones historiográficas aparece mencionado como historia whig.1
Kuhn, dispuesto a aceptar que algo muy diferente de la ciencia del presente puede ser también
considerado conocimiento científico, y luego de realizar el arduo entrenamiento que supone la
posibilidad de familiarizarse y comprender en su propio contexto intelectual un conjunto de textos
provenientes de la Grecia antigua, encuentra en la obra de Aristóteles algo distinto a lo descrito
por MyM:

“Afirmaciones que me habían parecido previamente grandes errores, ahora me parecían, en el


peor de los casos, errores de poca importancia dentro de una tradición poderosa y, en general,
fructífera” (Kuhn, 2000: 19).

En términos más generales, la discordancia entre las concepciones de historia y de ciencia


que se esbozan en los juicios de MyM y de Kuhn ilustra una tensión que arrastra la historia de la
ciencia como una marca de nacimiento, y que se manifiesta en una serie de controversias que
llevan décadas de debate y perduran en el presente. De manera un poco simplificada aunque
abarcadora, el principal foco de conflicto puede identificarse con dos controversias. La primera,
alrededor de lo que suele aludirse como visiones “internalista” y “externalista” de la historia de la
ciencia. En cuanto al sentido de estos términos, existe cierto consenso. De acuerdo con Kuhn
(1970: 140):

“En su uso estándar entre historiadores, historia interna es aquella que enfoca primaria o
exclusivamente las actividades profesionales de una particular comunidad científica: ¿qué
teorías sostiene? ¿qué experimentos realiza? ¿cómo ambos elementos interaccionan para
producir novedades? La historia externa, por otro lado, considera las relaciones entre tales
comunidades científicas y la cultura en sentido amplio. El rol de los cambios religiosos o las
tradiciones económicas en el desarrollo científico, pertenecen entonces a la historia externa, lo
mismo que sus opuestos. Entre otros tópicos estándar para el externalismo están las instituciones
científicas y la educación, así como las relaciones entre ciencia y tecnología”.

1 Este punto se trata en detalle en el Capítulo II.


La segunda controversia, conectada con la anterior, puede sintetizarse en los siguientes
interrogantes: ¿deben los científicos escribir historia de la ciencia? ¿puede alguien que no posee
formación científica escribir historia de la ciencia?
En el marco de estas disputas, un destacado historiador contemporáneo de la Física del
siglo XX, Paul Forman (1991: 76), toma como ejemplo la biografía del físico teórico H. A.
Kramers escrita por un discípulo suyo, Max Dresden, para criticar un género de historia que
suelen cultivar los científicos. Esta perspectiva, sostiene Forman, “es frecuentemente expresada
por metáforas de trascendencia, salvación y santidad religiosas”. Más allá del ejemplo, Forman
se dedica a argumentar a favor de que la historia de la ciencia abandone la persecución de la
trascendencia y, por lo tanto, la retórica celebratoria que, en sus tradicionales reconstrucciones de
la actividad científica de las generaciones pasadas, heredara de la propia ciencia. Para Forman, el
género celebratorio es otra de las formas que toma la historia whig, a su vez característico de
visiones internalistas.
El apego de la historia a la visión que los científicos tienen de sí mismos, a su noción de
trascendencia, supone - señala con ironía Forman - haber rescatado a la historia de la ciencia de las
miserias de la sociedad humana para elevarla al campo autónomo del espíritu. Esta actitud ha
obstaculizado la visión de la historia de la ciencia como actividad social integrada a las demás
empresas sociales. Sin embargo, esta concepción ha cambiado desde 1970, continúa Forman,
momento en que los historiadores “han hablado del paso de la historia interna a la externa, de la
historia intelectual a la social e institucional, de la ‘vieja’ historia a la 'nueva’, de la historia
racional a la conflictiva, de la historia tradicional a la crítica”. Y concluye:

“Cuanto más nos comprendamos a nosotros mismos como independientes de la ciencia, tanto
más necesario será que asumamos la responsabilidad que es inseparable de la independencia
moral e intelectual - la obligación de decidir por nosotros mismos qué es lo bueno de la ciencia
y por medio de nuestras investigaciones y escritos históricos contribuir a alcanzar ese bien”
(Paul Forman, 1991: 85-86).

Otro notable historiador de la Física, Stephen Brush, se queja de esta suerte de declaración
de independencia de la historia de la ciencia y de la sobrevaloración que hace Forman del enfoque
externalista: “¿Hay alguna buena razón para imponer un único estilo o punto de vista sobre
todos los escritos sobre historia de la ciencia?” (Brush, 1995: 215). Brush se refiere al estigma
que significó en las décadas de 1960 y 1970 la frase “interpretación whig de la historia de la
ciencia”. Sin embargo, se queja de que los historiadores antiwhig extremos hacen una virtud de su
ignorancia de la ciencia moderna, y se pregunta si el enfoque whig es peor que el
“contextualismo” dogmático - entendido como la necesidad de estudiar las ideas y teorías de un
período en término del conocimiento científico y la cultura general de dicho período - que se ha
impuesto desde entonces.
Para mostrar que la perspectiva contextualista no está libre de problemas metodológicos,
señala que no hay una manera única y consistente de definir el contexto de un evento en la historia
de la ciencia. Brush también arremete contra una versión del contextualismo muy extendida en el
presente, que consiste en destacar la construcción social de los conceptos y las teorías científicas y
negar que los científicos estén realmente descubriendo la verdad acerca del mundo, o negar que
los esfuerzos por hacer esto tienen alguna superioridad moral o epistemológica respecto de las
denominadas seudociencias, las Humanidades o la Teología. Al respecto, Brush sostiene:
“Desafortunadamente, la construcción social con demasiada frecuencia ha sido simplemente
aseverada, no demostrada” (Brush, 1995: 216).
Finalmente, argumentando a favor de que los historiadores de la ciencia deben
necesariamente conocer la ciencia presente, Brush distingue entre enfoque whig y presentismo.
Mientras que el presentismo interroga el pasado inspirándose en cuestiones tomadas del presente,
el historiador whig da respuestas acerca del pasado que aparecen distorsionadas por las
consideraciones del presente. Para Brush, si bien hay que evitar la historia whig, hoy resulta claro
que no es posible escribir historia despojada de todo contenido presentista:

“¿Por qué muchos más historiadores eligen estudiar Historia de la Astronomía que la Historia
de la Astrología? ¿La de la teoría de Newton que la de Descartes? ¿La de Charles Darwin que
la de Jean-Baptiste de Lamarck? Habiendo hecho elecciones de tópicos pensando en el presente
y de preguntas para responder acerca de tales tópicos, tadavía se puede tratar de evitar las
respuestas whiggish” (Brush, 1995: 219-221).

Las divergencias en torno a los escritos de historia natural de Aristóteles que vimos en los
textos citados de MyM y Kuhn, o el breve recorte de una más ardua y barroca discusión entre
autores como Forman y Brush, son suficientes para los fines del presente texto como indicio de las
tensiones y contradicciones, de las discordancias y riquezas que componen el vasto panorama de
la historia de la ciencia del presente.
Un repaso no exhaustivo, pero tampoco arbitrario, de la historiografía de la ciencia,
entendida como el estudio de la variedad de formas en que cada época, escuela o autor han escrito
acerca de la ciencia del pasado, permitirá arrojar alguna luz sobre las motivaciones de las diversas
orientaciones que atraviesan hoy la disciplina, a la vez que mostrará un camino posible para la
adquisición de recursos críticos que permitan al lector juzgar acerca de la orientación, los
objetivos y la calidad de un texto de historia de la ciencia.
Aunque el recorrido podría iniciarse en la Grecia del siglo V a.C., hemos preferido, sin
embargo, comenzar en el siglo XVIII, momento donde es posible situar los comienzos de la
práctica de la historia de la ciencia como actividad diferenciada del propio ejercicio de la
investigación científica.

2. Racionalistas y románticos
Hasta fines del siglo XVII, sólo era posible acceder al conocimiento de lo que hoy llamamos
Ciencias Naturales y Ciencias Exactas a través del estudio de las obras que los eruditos antiguos,
medievales y renacentistas habían escrito sobre el tema. De esta forma, el acceso a tipos de
conocimiento específico obligaba a los especialistas de una disciplina a indagar a su vez en su
historia, esto es, en el corpus de textos heredados del pasado.
Como ejemplo, puede citarse el De magnete,2 tratado sobre las propiedades magnéticas de
algunos minerales, donde por primera vez la Tierra es considerada como un gran imán. Publicada
por William Gilbert en Londres en el año 1600, esta obra no deja dudas de que su autor poseía un
conocimiento exhaustivo acerca de todo lo escrito sobre el hierro y los imanes por sus
antecesores. Si bien a lo largo de toda la obra existen referencias a autores del pasado e, incluso,
la crítica de otras opiniones sirvió a Gilbert como estrategia retórica para destacar la novedad de
sus resultados, la primera parte del tratado se dedica exclusivamente a esbozar un recorrido sobre
todo aquello que el autor considera digno de mención acerca del imán, desde la antigüedad hasta
el presente.
22 El nombre completo es De magnete magneticisque corporibus et de magno magnete tellure, Physiologia nova.
Así, el capítulo inicial del libro primero se titula: “Escritos de autores antiguos y modernos
referidos a la piedra imán: varias opiniones y engaños”. Aún considerándose una obra moderna y
crítica de una buena parte del conocimiento heredado, Gilbert piensa que es imprescindible
comentar con cierta exhaustividad todo lo que se dijo de la piedra imán y de los fenómenos de
atracción y repulsión magnética, desde Platón, Aristóteles o Teofrasto, pasando por Dioscórides,
hasta Agrícola, por mencionar a unos pocos autores.
Contemporáneo de Gilbert, la figura de Francis Bacon suele tomarse como el ejemplo más
notorio, a comienzos del siglo XVII, del reconocimiento de un nuevo significado asociado a la
actividad científica que tendrá sus consecuencias sobre la Historia de la Ciencia. En sus escritos, la
ciencia deja de ser concebida como un conjunto de actividades disciplinarias desconectadas, con
un desarrollo histórico autónomo, para pasar a ser considerada una actividad con un significado
primario sobre el curso de la historia humana. Bacon sostiene que el propósito de la ciencia es
descubrir “las Causas y el movimiento secreto de las cosas, y ensanchar los límites del Imperio
Humano hasta donde todas estas cosas sean posibles”.3
Un primer desplazamiento hacia una nueva concepción de la Historia de la Ciencia puede ubicarse
en el momento en que la concepción baconiana de ciencia, como empresa colectiva y utilitaria, es
reconocida como objeto de interés e investigación para la conciencia histórica europea. Así, entre
otros objetivos, se concibe que es a través de la indagación del pasado de la ciencia que se podrán
explicar las propiedades distintivas, no solamente de la racionalidad europea, sino también de su
propia identidad y existencia en el tiempo (Christie, 1990: 6-7). Este giro tuvo lugar durante el
siglo XVIII y está asociado con el período que los historiadores llaman Ilustración. Un ejemplo
notorio se encuentra en Discurso Preliminar a la Enciclopedia de Diderot (1751) de D' Alembert,
obra que es según Asúa (1993: 10), “el primer intento programático autoconsciente de la historia
de la ciencia”.
Como breve paréntesis, conviene aclarar que la Ilustración ha sido evaluada de maneras
divergentes y fue objeto de intenso interés historiográfico durante la década de 1930. En Die
Philosophie der Aufklärung (1932), el historiador y filósofo alemán Ernst Cassirer consideró la
Ilustración como un fenómeno puramente intelectual que abarcó las Ciencias Naturales, la
Psicología, la Teología, la Historia, las leyes, la Sociología y la Estética, con preponderancia
general de la Filosofía, que se inició en Francia y Gran Bretaña y se difundió progresivamente al
resto de Europa.
Cassirer caracterizó este movimiento como un nuevo modo de “análisis” y “crítica”
diagramado en torno a la idea de progreso del conocimiento y de la ética e intentó articular la
cultura europea del siglo XX con los valores ilustrados de fines del siglo XVIII. De esta forma
intentaba responder a su percepción del posible colapso de los valores de la civilización occidental
debido al surgimiento de los totalitarismos y a la deshumanización y la fragmentación intelectual.
En oposición a esta visión, en su exilio en los Estados Unidos durante la Segunda Guerra Mundial,
Theodor Adorno y Max Horkheimer sostuvieron en Dialektik der Aufklärung (1944) que la
racionalidad ilustrada y su concepción instrumental de la razón habrían por el contrario conducido
a la eliminación de la libertad, al antisemitismo y otras formas de intolerancia y, en definitiva, la
misma habría sido responsable del surgimiento de los totalitarismos en Europa (Clark et al., 1999:
4-6).
Volviendo al siglo XVIII, es interesante acotar que la ciencia, ejemplificada en los trabajos
de Galileo, Descartes, Harvey, Bacon y Newton, fue concebida por los pensadores de la

33 Francis Bacon, “New Atlantis” (1616), en J. Spelling, R. Ellis and D. Heaths (eds.), The works of Francis Bacon
(14 vols., London 1872-74), vol. III, pp. 156.
Ilustración como motor a la vez que modelo de progreso, como el antídoto capaz de liberar al
intelecto de la superstición y la metafísica a la vez que como herramienta de prosperidad y
garantía de progreso político y social. En este sentido, digamos que los philosophes articularon
una actitud hacia la Edad Media concebida por los humanistas del Renacimiento, que la retrata
como un período de declinación catastrófico, tiempo de oscuridad y decadencia intelectual
supuestamente dominado por la ignorancia, la superstición y el dogma impuestos por la teología y
la escolástica. Veremos que una visión opuesta de la Edad Media comenzará a imponerse a
comienzos del siglo XX.
A través de este programa, y como justificación de las expectativas optimistas depositadas
en los beneficios potenciales de la razón, surgieron nuevas formas narrativas que presentan a la
ciencia de su tiempo como la culminación de un largo proceso de avance del conocimiento y la
civilización. Debe agregarse que el complemento de estas narraciones acerca del progreso
acumulativo, lineal e ininterrumpido de la ciencia estuvo integrado a una concepción empirista del
conocimiento, que asumió que el impacto de la realidad externa sobre los sentidos era el origen de
las ideas. De la asociación de las mismas resultaba el conocimiento, el cual era supuestamente
almacenado en la mente como marcas sobre una página en blanco. El conjunto del conocimiento
humano podía ser constantemente incrementado, dado que las ideas, que eran representaciones
fidedignas del mundo externo, podían ser traducidas al habla y a la escritura (Golinski, 1998: 3).
Desde la óptica del experimentador y hábil constructor de instrumentos, el químico y
predicador Joseph Priestley aportó a la historiografía de la Ilustración dos obras científicas, una
sobre electricidad y otra sobre óptica, que, si bien se instalaron en la comunidad científica como lo
más avanzado de la época sobre ambos tópicos, fueron sin embargo presentadas como historias.
En The History and Present State of Electricity (1767) y History and Present State of Discoveries
Relating to Vision, Light and Colours (1772), Priestley presenta el desarrollo histórico como el
relato de una sucesión de logros experimentales, los cuales, auxiliados por la construcción de
aparatos, van componiendo el repertorio de conocimientos que integran las ciencias de la
electricidad y la óptica de su tiempo. En este sentido, puede verse que la historia aparece como un
medio adecuado para establecer un orden secuencial en la incorporación de las novedades, a la vez
que la serie resultante de métodos y descubrimientos reseñados es presentada como indicador
evidente de progreso.
Si bien Priestley es un caso particularmente representativo del período, en la última mitad
del siglo XVIII pueden encontrarse numerosos ejemplos de obras dedicadas a disciplinas
específicas estructuradas total o parcialmente como relatos históricos: Bailly y Delambre en
Astronomía, Lagrange y Montucla en Matemática y Gmelin y Boerhaave en Química son algunos
ejemplos. Esta tradición de historias de alto contenido técnico, que intentan describir la evolución
de las diferentes disciplinas y cuyos autores fueron los propios especialistas, mantuvo vigencia e
incluso fue alentada por el proceso de profesionalización y organización de la vida científica a lo
largo del XIX y comienzos del XX. Durante este período, Kuhn (1977: 106) cita como ejemplos
de este enfoque a las obras de Kopp (Química), Poggendorff (Física), Sachs (Botánica), Zittel y
Archibald Geikie (Geología) y Klein (Matemática).
Un tanto esquemáticamente, puede decirse que la historia de la ciencia característica de la
Ilustración fue concebida como el relato de la cronología de logros positivos, incluidos los
metodológicos, que el paso del tiempo iría incrementando. En ellas el pasado forma una secuencia
en relación de continuidad con los desarrollos del presente.
Por último, a los escasos factores “externos” que se tomaron en cuenta en algunos de estos
relatos - por ejemplo, las creencias religiosas o las universidades - se les asignó una función
secundaria, como la de favorecer u obstaculizar el progreso del conocimiento que, en definitiva, se
suponía poseedor de una lógica de desarrollo autónoma, independiente de la dinámica social,
cultural y económica.
Así, hasta mediados del siglo XIX, la historia de la ciencia fue concebida como un
integrante más dentro del arsenal conceptual dedicado a ordenar la secuencia de descubrimientos y
a dilucidar y comprender cuestiones relativas a la correcta aplicación del método científico. Para
poner de manifiesto la evolución de estos elementos en el tiempo, una de las funciones del relato
histórico fue “tamizar” el pasado, excluyendo los errores, dignos de ser olvidados, y extraer el
escaso residuo de aquello que, desde la perspectiva de los conocimientos y valores dominantes,
era juzgado como un valioso antecedente.
Kragh (1989: 8) menciona que durante los siglos XVIII y XIX era característico incluir en
los trabajos científicos una “introducción histórica” en la cual se recapitulaba la historia del tema
tratado. El objetivo era evaluar a los antecesores, instalar el trabajo presentado por el propio autor
en dicha tradición y destacar sus aportes originales. Kragh cita como ejemplo las últimas ediciones
de The Origin of Species (1859) de Darwin. Al respecto, nos interesa mencionar el primer
volumen de los Principles of Geology (1930) de Charles Lyell. En esta obra Lyell construye una
interpretación del pasado en la que se sitúa el inicio de la Geología como ciencia a comienzos del
XIX y donde el propio Lyell aparece como emergente destacado de este proceso. Este “mito”
historiográfico será más tarde reforzado por la obra The Founders of Geology (1905) de
Archibald Geikie.4
Un enfoque historiográfico divergente del discutido hasta aquí puede encontrarse en la obra de
William Whewell, filósofo, historiador y científico de Cambridge, considerado por algunos autores
como el primer historiador de la ciencia moderno. En la obra de Whewell la historia de la ciencia
aparece integrada al intento de fundamentar intereses filosóficos. Como comentario que no
profundizaremos, puede mencionarse la influencia que ejerció sobre la temprana obra de Whewell
el tipo de historia que podemos llamar conjetural, que Adam Smith desarrolló en el ensayo “The
Principles which lead and direct Philosophical Enquiries: Illustrated by the History of Astronomy”
(1795).
En su obra History of the Inductive Sciences (1837), Whewell persigue varios objetivos.
Someter al juicio de la Historia su teoría de la inducción es seguramente el más relevante. Pero
también intenta demostrar a través de esta disciplina que la ciencia es una actividad no ajena a la
ética. En cuanto a este último punto, Whewell se opuso a las doctrinas positivistas y utilitarias de
la ciencia y a la noción estrecha de racionalismo que suele ser su complemento, mostrando que el
desarrollo de la ciencia depende no sólo de la razón, sino también del poder de la imaginación. Un
último objetivo, que no ahondaremos, es el uso que hace Whewell de la Historia como recurso
para resolver las polémicas científicas que sostuvo con sus contemporáneos. 5 Finalmente,
agreguemos que insistió en el uso de fuentes primarias y en la necesidad de hacer de la Historia
de la Ciencia una disciplina erudita (Cantor, 1991:69).
Las contribuciones de Whewell en este terreno estuvieron íntimamente conectadas con sus
intereses filosóficos. En las primeras páginas de The Philosophy of the Inductive Sciences (1840),
sostiene que la mejor manera de conocer cómo fueron descubiertas las verdades hoy aceptadas
universalmente es estudiando la Historia de la Ciencia. En cuanto a las ideas filosóficas que
apuntalan esta concepción, la principal es la relación que el autor establece entre hechos y teorías.
En la introducción de su History sostiene que los hechos sin teoría no pueden ir más allá del

44 Sobre este punto, puede verse, p.e., Laudan (1990: 315).


55 Por ejemplo, argumentó una defensa de la teoría ondulatoria de la luz.
conocimiento de los individuales, mientras que la teoría sin los hechos conduce a “la abstracción
vacía y a la ingenuidad estéril”.
El conocimiento especulativo - afirma - demanda la combinación de ambos ingredientes.
En varios lugares de esta obra enfatiza que la ciencia no puede progresar cuando los hechos
prevalecen sobre las teorías, o a la inversa. De esta forma, la historia es para Whewell un medio
crucial para corroborar su versión de la inducción, la cual estuvo vinculada a una de las más
importantes innovaciones presentadas en su History: la concepción del desarrollo científico en tres
estadios, preludio, estadio inductivo y secuela (“sequel”).
El preludio se caracteriza por la especulación prematura y la colección arbitraria de
hechos. Este estadio permite progresar mediante la conexión y aclaración de los hechos y las ideas
y suele preceder al descubrimiento de alguna importante verdad inductiva. Según Whewell, en este
punto se inicia el estadio inductivo que se caracteriza por el progreso rápido, dado que la
generalización inductiva permite imponer orden y conectar los hechos y las ideas. En general, este
período es obra de uno o dos hombres.
Durante el tercer estadio o secuela se consolidan las certezas de la disciplina, la nueva
generalización se extiende a nuevos problemas y, como consecuencia, su sentido se vuelve difuso
y su uso resulta sujeto a controversias. Si bien la intención de Whewell fue aplicar este esquema a
todas las ciencias, su History muestra que solamente logró su objetivo en seis de las diecisiete
disciplinas científicas de su taxonomía original, entre ellas la Astronomía, que Whewell consideró
como la “ciencia patrón”.
Cantor (1991: 75-83) señala la influencia sobre Whewell de algunos elementos de
historiografía romántica.6 A la concepción del hombre como ser racional inmerso en sistemas
políticos y económicos, la perspectiva romántica opuso una representación del hombre que
destacaba como atributos centrales la libertad y la imaginación. En este escenario, la Historia
aparece como un acto interpretativo.
Por otro lado, mientras que los historiadores racionalistas aceptaron y celebraron una idea de
progreso no problemática, la historiografía romántica, a través de la historia de Grecia y Roma
como principales ejemplos, buscó en cambio demostrar que el progreso, en sentido amplio, es
ilusorio y confirmar una visión cíclica de la Historia que intentó socavar el optimismo utilitario
dominante.
En este sentido, si bien Whewell aceptó la idea de progreso, rechazó el utilitarismo,
sostuvo una versión crítica de racionalismo y asumió que el científico creativo no podía valerse
únicamente de las herramientas de la razón, siendo imprescindible el uso de la imaginación
creativa. Agreguemos que para Whewell la ciencia del presente fue el resultado de un largo
proceso gobernado por leyes. El historiador, igual que el geólogo, se propone “ascender desde el
estado de cosas presente a una condición más antigua, desde la cual el presente es derivado por
medio de causas inteligibles” (Cantor, 1991: 81).
Mientras que relatos empiristas como los de Priestley ejemplificaron el progreso de la
ciencia concentrándose en los descubrimientos, el desarrollo de instrumentos y el uso de la
generalización inductiva, los mismos excluyeron, en cambio, toda consideración acerca de la
figura del científico como producto de su tiempo y como agente moral. Cantor (1991: 80)
encuentra en este punto una divergencia crucial en Whewell, para quien la historia de la ciencia
puede considerarse, incluso, como una forma de discurso moral. Para el sabio inglés, la acción es
regulada por principios internos y no por objetivos externos, como lo demuestran los grandes

66 Cantor señala principalmente la influencia del historiador alemán Barthold Niebuhr y los historiadores del grupo
anglicano liberal, inspirados principalmente por Niebuhr y Vico.
científicos, quienes habrían combinado especiales atributos tanto intelectuales como morales. Es
en este sentido que a su juicio la Historia se convierte en un arma eficaz contra el utilitarismo.
Si bien en su teoría de los tres estadios asumió la presencia del elemento acumulativo y,
por lo tanto, de progreso, también están presentes elementos que remiten a una noción de historia
cíclica. En esta composición, Hiparco, Copérnico y Kepler representan tres momentos diferentes
de generalización inductiva en la disciplina que Whewell llama “astronomía formal”. 7 Los tres
habrían sido precedidos por un estadio de preludio y continuados por un estadio de secuela. Sin
embargo, estos tres grandes momentos se encuentran interconectados y entre Hiparco y Kepler
habría existido progreso por acumulación de inducciones cada vez más poderosas. En síntesis, la
relación entre elementos cíclicos y acumulativos es problemática y, en este sentido, se produce un
apartamiento de la tradición racionalista.
La obra de Whewell ejerció una poderosa influencia, entre fines del siglo XIX y comienzos del
XX, sobre científicos que, como Pierre Duhem o Ernst Mach, buscaron en la Historia la respuesta
a interrogantes orientados hacia cuestiones filosóficas.
En los primeros años del siglo XX, buscando en la historia de la Mecánica evidencias para
su filosofía de la ciencia, el físico, filósofo e historiador francés Pierre Duhem salió al cruce del
mito historiográfico que concibió a la Edad Media como una era de oscuridad y estancamiento. En
la búsqueda de ejemplos históricos para respaldar su posición, Duhem encaró la investigación de
los orígenes de la Estática, tema que lo condujo a los escritos de Jordanus de Nemore, Albert de
Saxony, Jean Buridan y Nicole d' Oresme, entre otros. El resultado de estas investigaciones
condujo a Duhem a afirmar en Les origines de la statique (1905-1906):

“[...] la mecánica y la física, de las cuales el mundo moderno está justificadamente orgulloso,
proceden por una serie ininterrumpida de mejoras escasamente perceptibles, de las doctrinas
profesadas en el corazón de las escuelas medievales. La pretendida revolución intelectual fue
con mayor frecuencia meramente el resultado de evoluciones lentas y largamente preparadas, el
llamado renacimiento meramente una injusta y estéril reacción”.

En este marco, Duhem sostiene que no existe “un antagonismo irreducible entre el
espíritu científico y el espíritu del cristianismo”.8
Además del estudio en dos volúmenes sobre la Estática, Duhem desarrolló sus tesis en un
imponente conjunto de obras históricas, entre ellas, en los dos volúmenes de Études sur Léonard
de Vinci (1906-1913) y en los diez volúmenes de Le système du monde (1913-1959).
Kuhn señaló en varias ocasiones la importancia de los estudios de Duhem para la ciencia
medieval, el importante antecedente que significó comprenderla en sus propios términos y la
nueva luz que arrojó sobre algunas de las mayores novedades de la “nueva ciencia”.
Siguiendo a Duhem, entre los historiadores que defendieron la importancia y originalidad
del pensamiento científico medieval, puede mencionarse a Lynn Thorndike, autor de los cinco
volúmenes de History of Magic and Experimental Science (1913-1958). En las décadas
posteriores a la Segunda Guerra Mundial se producirá una explosión de estudios acerca de la
ciencia medieval, destacándose los trabajos de Anneliese Maier, Marshall Clagett, el ya citado
Alistair Crombie y E. J. Dijksterhuis, cuya obra The Mechanization of the World Picture (1950,
traducida al inglés en 1961) tuvo una influencia decisiva en numerosos autores de la siguiente

77 Whewell distinguió la “astronomía formal” de la “astronomía física”, plasmada esta última especialmente en la
obra de Newton.
88 Citado en Lindberg (1995: 62).
generación.

3. La construcción histórica de una disciplina


Dos factores contribuyeron a darle mayor densidad y complejidad al panorama historiográfico de
la primera mitad del siglo XX: la influencia, desde fines del XIX, de las investigaciones en Historia
de la Filosofía (Kuhn, 1996: 131) y el proceso de profesionalización e institucionalización de la
Historia de la Ciencia que se inicia con George Sarton.
En cuanto al primer punto, pueden mencionarse como obras particularmente
representativas: Metaphysical Foundation of Modern Physical Science (1925) de Edwin Burtt,
Great Chain of Being (1936) de Arthur Lovejoy y los Études Galiléennes (1939) de Alexandre
Koyré.
Lovejoy enseñó Filosofía en la Universidad de Harvard, Massachusetts, durante más de
cuarenta años. En la introducción del trabajo citado puede encontrarse algo que podría ser
llamado “manifiesto” de la perspectiva conocida como historia de las ideas científicas. Allí,
Lovejoy (1983: 10) sostiene: “Por historia de las ideas entiendo algo que es, a la vez, más
específico y menos restrictivo que la historia de la Filosofía”. Luego de anunciar su propósito de
aislar “tres ideas, que durante la mayor parte de la historia de la civilización occidental han
estado tan constante y estrechamente asociadas que muchas veces han actuado como una
unidad” y que, de esta forma, habrían engendrado una de las principales concepciones del
pensamiento occidental, conocida como “la Gran Cadena del Ser”, agrega un poco más abajo:

“[...] trataremos de rastrear estas ideas hasta sus orígenes históricos en el entendimiento de
determinados filósofos; trataremos de observar su fusión; de señalar algunas de las más
importantes de sus muy ramificadas influencias en muchos períodos y en distintos campos
(metafísica, religión, determinadas fases de la historia de la ciencia moderna, la teoría de la
finalidad del arte y, a partir de ahí, en los criterios de valor, en los valores morales e, incluso,
aunque con relativamente poca extensión, en las tendencias políticas); trataremos de ver cómo
las generaciones posteriores deducen de ellas conclusiones deseadas e incluso inimaginables
para sus creadores; indicaremos algunos de los efectos sobre las emociones humanas y sobre la
imaginación poética; y, por último, quizá, trataremos de sacar la moraleja filosófica del cuento”
(Lovejoy, 1983: 29).

En esta cita queda claro que el programa que Lovejoy plantea para la Historia de la
Ciencia se concentra en la caracterización de las diversas configuraciones que presenta un grupo
de conceptos a lo largo del tiempo sin tomar en cuenta las posibles determinaciones históricas
externas al campo puramente intelectual. Sloan sostiene que esta aproximación a la historia de la
ciencia como historia de las ideas científicas “busca aislar ideas primarias, tales como la de
Naturaleza’, evolución’ y ‘sistema natural’, y discutirlas como elementos sometidos a un
desarrollo histórico sin contextos históricos específicos”. También critica el intento de obtener
una comprensión contextual de las ideas al margen de la consideración de su integración a estadios
de un progreso histórico. En los años recientes, esta aproximación a la Historia de la Ciencia ha
sentido el fuerte impacto de la nueva historiografía, sobre todo del modelo de cambio científico
introducido por Kuhn (Sloan, 1990: 309). Un poco más adelante hablaremos de los Études
Galiléennes de Koyré, obra central de la historia de las ideas publicada tres años más tarde que la
obra comentada de Lovejoy.
En cuanto al segundo factor mencionado, el de la profesionalización e institucionalización
de la historia de la ciencia, es recién a mediados del siglo XX que la disciplina adquiere una
identidad académica a través de la formación de cátedras y programas de doctorado en las
universidades, y la consolidación de asociaciones y publicaciones periódicas especializadas.
Christie (1990:16) menciona como antecedente la cátedra dedicada a Historia de la Ciencia en el
Collège de France, que funcionó entre 1892-1913 e hizo de París un importante centro para el
desarrollo de la disciplina, liderado por notables historiadores y filósofos como Paul Tannery y, un
tiempo después, Koyré y su discípula y colega Hélène Metzger.
Como dato curioso, en un artículo aparecido en 1915 en la revista Science se contabilizan
162 cursos de historia de alguna ciencia particular y 14 cursos de historia general de la ciencia en
universidades, facultades y escuelas técnicas de los Estados Unidos, aunque se trata de cursos
dictados por científicos en actividad. Es interesante notar que su autor, entre las conclusiones de
su análisis estadístico, sostiene que, salvo para los casos de Química y Matemática, “hay una
fuerte evidencia sobre la probabilidad de que los cursos específicos estén perdiendo el favor del
público [...] y que los cursos generales se están transformando en el estándar aceptado para la
historia de la ciencia” (Brasch, 1915: 758).
Ahora bien, la construcción de una disciplina, sobre todo en sus estadios más tempranos,
suele involucrar un enorme componente de esfuerzo personal de un grupo reducido de individuos
que perciben las potencialidades de un área del conocimiento todavía no reconocida ni organizada.
Así, asumiendo múltiples roles - desde propagandista, divulgador y constructor de un sistema de
patrocinio, hasta “inventor” de una revista periódica, de un instituto de investigación o de carreras
full-time -, esta es la tarea que enfrentó el historiador belga George Sarton.
Sarton abandonó los estudios de Filosofía para estudiar Química y Cristalografía y luego
Matemática. En 1911 se doctoró con una disertación titulada Les principes de la Mécanique de
Newton, donde se percibe la influencia de Comte, Duhem y Tannery. El primer paso hacia la
institucionalización de la historia de la ciencia puede verse en la decisión de Sarton de crear una
revista dedicada al tema: en 1912 comienza la publicación de Isis, hoy una de las más prestigiosas
publicaciones periódicas de la disciplina. La Primera Guerra Mundial lo convierte en un refugiado.
A comienzos de la década de 1920 lo encontramos instalado en Harvard, donde atravesaría los
peores años de la depresión económica y de la Segunda Guerra Mundial en un ambiente
académico de razonable estabilidad.
Por su orientación hacia la historia universal, las filosofías positivistas y progresivistas -
sobre todo las de Auguste Comte y Herbert Spencer - y hacia algunos aspectos del socialismo
utópico, Thackray y Merton (1972: 476) lo describen como un hombre del siglo XIX. Ya en las
páginas iniciales del primer volumen de Introduction to the History of Science, publicado en 1927,
Sarton sostuvo que “la adquisición y sistematización de conocimiento positivo es la única
actividad humana verdaderamente acumulativa y progresiva”. Y un poco más adelante: “La
historia de la ciencia es la historia de la unidad de la especie humana, de su propósito sublime,
de su gradual redención” (Sarton, 1927-48: I, 4 y 32).
Para Sarton, la historia de la ciencia era la historia del pensamiento humano y de la
civilización en su más alta expresión y, por lo tanto, el fundamento para una filosofía verdadera y
un “nuevo humanismo”:

“[...] si se lee la historia de la ciencia, se lee la historia de la humanidad en lo que tiene de


mejor. La nueva comprensión de la riqueza de nuestro pasado que se abre ante nosotros; esta
nueva valuación de la continuidad de los esfuerzos humanos y de nuestra herencia de ciencia y
de sabiduría - esto es humanismo, aunque de una nueva especie, que incluye la ciencia en lugar
de excluirla -, humanismo científico si les parece bien, o mejor humanismo puro y simple,
humanismo y cultura” (Sarton, 1948: 170).9

En un trabajo publicado en 1984 en Isis, su discípulo I. Bernard Cohen, estudiante de química del
Harvard College a mediados de la década de 1930, cuenta su experiencia como alumno del curso
de historia de la ciencia que dictaba en aquel tiempo George Sarton:

“El enfoque de Sarton en estas lecciones [...] intentaba mostrar de forma tan completa como
fuera posible el gran panorama del desarrollo científico, concentrándose en la vida de los
científicos de la misma forma en que una consideración hagiográfica presenta las vidas de los
santos. El científico presentado sería situado de acuerdo a las ideas, por ejemplo, la teoría
ondulatoria de la luz o el electromagnetismo. Pero se debe remarcar que Sarton no disertó sobre
historia de las ideas como historia de la ciencia, sino más bien sobre la historia y la vida de los
científicos, junto con sus logras”.

Y agrega más abajo:

“Uno de sus temas favoritos fue la naturaleza acumulativa de la ciencia [...] Sus héroes
tendieron a ser científicos que consiguieron grandes logros bajo condiciones de adversidad o
que sin descanso incrementaron el conocimiento”(Cohen, 1984:13-4).

Thackray y Merton (1972: 494) señalan como paradoja el hecho de que, habiendo Sarton
construido la infraestructura de la disciplina, no tuviera éxito, sin embargo, en proveer una
orientación intelectual, ni el arsenal de problemas y técnicas que capturaran el interés de
potenciales estudiantes. La consecuencia irónica es que Sarton generó un medio académico
adecuado para que la primera generación de historiadores profesionales en los Estados Unidos
recibiera el impacto hipnótico producido por la obra de Koyré, filósofo hostil a todas las formas
de positivismo y ajeno a los intereses de la ciencia experimental. Sería a través de su figura que la
historia de la ciencia construiría su identidad profesional.

4. La Historia Social de la Ciencia


Para completar el panorama de la primera mitad del siglo XX, es necesario referirse a la
aproximación marxista de la historia de la ciencia y a la sociología del conocimiento científico,
que, en conjunto, dieron origen a la historia social de la ciencia.
El enfoque marxista de la historia de la ciencia supone que el desarrollo de las ideas
científicas, las prioridades en la elección de los temas de investigación, las diversas concepciones
de naturaleza e, incluso, las condiciones de posibilidad de los descubrimientos científicos son el
99 En cuanto a las resonancias de Comte que se perciben en los escritos de Sarton, puede tomarse como ejemplo la
la siguiente cita:“[...] al considerar en su conjunto el desarrollo efectivo del espíritu humano, se ve además que las
diferentes ciencias se han, de hecho, perfeccionado al mismo tiempo y mutuamente; se ve también que los
progresos de las ciencias y los de las artes han dependido los unos de los otros por innumerables influencias
recíprocas y, en fin, que todos han estado estrechamente ligados al desarrollo general de la sociedad [...] Resulta
por tanto de esto, que no se puede conocer la verdadera historia de cada ciencia, es decir, la formación real de los
descubrimientos de la cual ella se compone, más que estudiando, de una manera general y directa, la historia de
la humanidad [...] De este modo, estamos por cierto convencidos de que el conocimiento de la historia de las
ciencias es de la más alta importancia.” (Comte, 1993: 42-43).
producto de fuerzas históricas, en última instancia de carácter socioeconómico. Entre los propios
historiadores de la ciencia marxistas existió desde el comienzo una amplia gama de posturas
acerca de cómo debe ser concebida esta determinación de la actividad científica por parte de otros
factores históricos. Calificada como economicista, la perspectiva más extrema presente en algunos
de los primeros estudios de esta corriente sostuvo que existe una relación causal directa entre la
base socioeconómica y el desarrollo de la esfera intelectual.
En paralelo con este enfoque, se han desarrollado otros que aceptan grados de relativa
autonomía entre la base socioeconómica y la práctica científica. Refiriéndose a este tipo de
interpretaciones marxistas menos rígidas de la historia de la ciencia, sostiene Robert M. Young
(1990: 80):

“Si se conectan estas perspectivas a los recientes desarrollos en filosofía de la ciencia, una
simplificación útil podría decir que todos los hechos son dependientes de la teoría, que todas las
teorías son dependientes de los valores y que todos los valores se derivan de visiones del mundo
e ideologías que impregnan y constituyen lo que se consideran hechos, teorías, prioridades y
descubrimientos científicos aceptables [...] Todo es mediación - mediación de las fuerzas
sociales y económicas involucradas en la producción y reproducción de la vida real -. La ciencia
está dentro de la sociedad, dentro de la historia”.

La historia de la ciencia marxista hizo su entrada formal en el escenario angloamericano


cuando una delegación soviética se presentó al Segundo Congreso Internacional de Historia de la
Ciencia y la Tecnología realizado en Londres en 1931. Encabezada por Nikolai Bukharin, contaba
entre sus integrantes al prestigioso genetista N. I. Vavilov y al físico Boris Hessen. Este último
presentó el trabajo titulado “The Social and Economic Roots of Newton's Principia”, calificado
como “uno de los trabajos más influyentes presentado nunca a un encuentro de historia de la
ciencia” (Graham, 1985: 105).
Hessen sostuvo que el surgimiento del capitalismo mercantilista en los siglos XVI y XVII
habría generado numerosos problemas en el transporte, la industria y la minería, planteando a la
vez la demanda para su solución. En este marco, Hessen interpreta que en los Principia de
Newton se establecieron en lenguaje abstracto los principios sobre los cuales descansan las
soluciones a estos problemas. Así, las raíces del sentido de esta obra, producto de un típico
representante de la burguesía en ascenso, deberían buscarse en los problemas que planteó la
industria y el comercio en el siglo XVII (con especial énfasis en el factor tecnológico) como
fuerzas conformadoras de la vida intelectual (Hessen, 1971: 171).
Hessen critica en su trabajo a los historiadores de la ciencia por haber considerado en sus
relatos únicamente los motivos intelectuales, obteniendo como resultado una historia donde la
actividad científica resulta justificada primariamente por impulsos humanos individuales. Esta
perspectiva obstaculiza para el historiador soviético el reconocimiento de las leyes objetivas que
subyacen a los procesos históricos (Hessen, 1971: 153-4). Luego de describir el contexto
económico y tecnológico de Inglaterra durante la guerra civil y el Commonwealth y enfocar la
atención sobre cuestiones de comunicación, transporte por agua, industria (especialmente minería)
y guerra, concluye:

“Hemos comparado los principales problemas técnicos y físicos del período con el marco de
investigaciones que gobernó la Física durante el período que estamos investigando y hemos
llegado a la conclusión que este esquema conceptual de la Física estuvo principalmente
determinado por las tareas económicas y técnicas priorizadas por la burguesía en ascenso”
(Hessen, 1971: 166-7).

Como indicio del impacto producido especialmente por el trabajo de Hessen, pero también
por los del resto de la delegación soviética presente en el citado Congreso Internacional de 1931,
alcanza con mencionar que a los cinco días de su presentación ya se encontraban impresos y que a
los pocos días, con el título Science at the Cross Roads (1931), aparecieron publicados en forma
de libro.
El trabajo de Hessen, a la vez que suele presentarse como ejemplo paradigmático de
historiografía de la ciencia marxista y como indudable precursor de la historia social de la ciencia,
ha sido criticado vigorosamente por otros historiadores por “ingenuo” y “simplista” (pueden
verse, p.e., Ravetz, 1981 y Cohen, 1981). Graham (1985), desde una perspectiva diferente,
propone comprender el artículo de Hessen como resultado de la situación política peculiar y
amenazadora que vivieron algunos científicos e intelectuales en la Unión Soviética a comienzos de
1930. No ajeno a esta circunstancia, Hessen se contaba entre quienes atravesaban dificultades
políticas en los primeros años del estalinismo.
En los artículos que publicó durante este período, Hessen se dedicó a defender las teorías
de la Relatividad y la Mecánica Cuántica contra algunos críticos marxistas soviéticos que
proponían descartarlas por cuestionar, entre otros aspectos, los enfoques determinista y
materialista en la interpretación del comportamiento de la Naturaleza. En el trabajo presentado en
Londres en 1931, Hessen sostuvo que era posible separar el contenido intelectual de una teoría del
contexto social en que fue producida. En este contexto de discusión, Graham (1985: 717-719)
sostiene que la interpretación de Newton en términos de un marxismo económico elemental le
permitió a Hessen no sólo demostrar su ortodoxia marxista, sino también mostrar la necesidad de
separar el enorme mérito de la Física de Newton del orden económico en que se gestó y de las
conclusiones religiosas que el propio Newton y otros extrajeron de su teoría. Para Graham, la
conclusión implícita obvia (aunque no expresada por Hessen) sería que esta separación entre
origen social y valor cognitivo también tendría que aplicarse a las teorías de Einstein y de Bohr,
salvando de esta manera la compatibilidad entre el marxismo y la nueva Física.
Si bien la historiografía de la ciencia marxista no tuvo mayor impacto sobre el ámbito
universitario angloamericano, produjo obras destacadas que ejercieron cierta influencia en la
historia social de la ciencia. Marcados por el trabajo de Hessen, entre los autores que adoptaron
una perspectiva marxista se encuentran Benjamin Farrington, autor de Science in Antiquity
(1936); el cristalógrafo John D. Bernal, autor de The Social Function of Science (1939) y Science
in History (1954), donde se utiliza la historia de la ciencia para argumentar a favor de una mayor
planificación y control político de la investigación científica; los ensayos de Edgar Zilsel sobre la
temprana ciencia moderna (c. 1942-45); y Joseph Needham, químico dedicado a la embriología,
autor del impresionante Science and Civilization in Ancient China (1954-84), donde examina el
contraste entre el “despegue” científico de Europa durante los siglos XVI y XVII y el “fracaso” de
China en tal empresa. También puede mencionarse en este grupo, aunque de una generación
posterior, a Stephen Mason, autor de Main Currents of Scientific Thought (1956), reimpreso con
el título de A History of the Sciences (1962).
Como intento por caracterizar la matriz social de la ciencia desde una perspectiva
sociológica orientada históricamente, debe mencionarse a Robert K. Merton, cuyo trabajo seminal
Science, Technology, and Society in Seventeenth Century England (1938), si bien al margen de la
perspectiva marxista, dedica varias notas y menciones elogiosas a Hessen.
En esta obra, Merton concibe la ciencia como una actividad dependiente de factores sociales,
como las instituciones, el patrocinio, las relaciones con la religión o la tecnología. Como tal, se
propone mostrar cómo los valores culturales pudieron alentar la búsqueda de conocimiento natural y
cómo las instituciones científicas habrían ido ganando autonomía en la medida en que asimilaron los
principios éticos dominantes, que en Inglaterra habrían sido tomados de la religión. Dice Merton,
refiriéndose al siglo XVII:

“El puritanismo, y el protestantismo ascético en general, emergen como un sistema


emocionalmente coherente de creencias, sentimientos y acción que desempeñaron un papel no
pequeño en el surgimiento de un interés sostenido por la ciencia. Usando la palabra ´educación´
en un sentido primitivo, podemos decir que el puritanismo fue un componente básico de la
educación científica de este período” (Merton, 1984: 162).10

Entre las cualidades especiales de la ciencia inglesa del siglo XVII que la hacen especialmente
adecuada para su estudio, Merton comenta que el siglo comienza con la publicación del De
Magnete de William Gilbert en año 1600, para algunos autores el trabajo que inauguraró la ciencia
experimental moderna. También abundan los grandes matemáticos, como Napier, Wallis, Wren;
experimentalistas notables como Boyle, Hooke o Harvey, y excelentes astrónomos, como Halley y
Flamsteed. Con la creación, en 1660, de la Royal Society de Londres se inicia la publicación de los
Philosophical Transactions - una de las primeras y seguramente la más importante publicación
científica periódica en Europa -. Esta centuria se verá coronada por la publicación, en 1687, de los
Principia de Newton.
Una segunda razón que lleva a Merton a elegir la ciencia inglesa es que Inglaterra fue,
dentro de la Europa protestante, quien produjo ciencia de mayor calidad, seguida a la distancia
por Holanda, Dinamarca y Suecia. De esta forma, estudiando la ciencia inglesa del siglo XVII,
Merton planteó una extensión original de la tesis sostenida por el sociólogo alemán Max Weber en
La ética protestante y el espíritu del capitalismo. Esta obra había sido traducida al inglés en 1930
por Talcott Parsons, figura dominante dentro del ámbito de las ciencias sociales norteamericanas
de la primera mitad del siglo XX, con quien Merton mantuvo una estrecha relación intelectual
(puede verse, p.e., Cohen, 1990).
Kuhn aclara que Merton investiga la afirmación de Max Weber, que sostiene “que el
puritanismo contribuyó a legitimar el interés por la tecnología y las artes útiles”, y considera que
la “tesis Merton”, incluye dos afirmaciones: la primera, deudora de la historiografía marxista,
destaca la medida en que los filósofos naturales baconianos esperaban aprender de las artes
prácticas y, al mismo tiempo, hacer que la ciencia fuera algo útil. Esto se plasmó en el estudio de
las técnicas de los artesanos de la época e influyó en la transformación radical de algunas ciencias
durante el XVII.11 La segunda, afirma que “los valores de las comunidades puritanas - por
ejemplo, la importancia concedida a la salvación a través de las obras y a la comunión directa
con Dios a través de la Naturaleza - fomentaron tanto el interés por la ciencia como la
tendencia hacia el empirismo, el instrumentalismo y el utilitarismo que caracterizó a dichos
grupos durante el siglo XVII” (Kuhn, 1977: 23).

5. Platonismo y revolución científica

En oposición al enfoque social y a la historiografía sartoniana, a comienzos de la década de 1950


la figura que surge dominante es la del ya citado Alexandre Koyré. Nacido en Rusia, Koyré trabajó
en Francia en los años previos a la Segunda Guerra Mundial. Experto en Hegel y en alquimia
mística alemana, el autor de Études Galiléennes se transformaría en uno de los historiadores
centrales en la construcción del concepto de “revolución científica”. Al igual que a Sarton, los
conflictos europeos lo empujaron a emigrar a los Estados Unidos. Entre 1945 y 1964, alternó
entre París y las universidades de Harvard, Yale y Princeton. Fue en el medio académico
norteamericano donde su trabajo resultó particularmente influyente. Investigadores como Thomas

1010 El texto revisado de su tesis doctoral, defendida en 1935 en el Departamento de Sociología de la Universidad
de Harvard, fue originalmente publicado como “Science, Technology and Society in Seventeenth Century
England”, Osiris 4 (1938): 360-632. Este texto, revisado, fue reimpreso en 1970 con un prefacio del propio Merton.

1111 Kuhn las llamó “ciencias baconianas”, incluyendo en este grupo las investigaciones sobre
química, electricidad, magnetismo y metalurgia.
Kuhn, Charles Gillispie y Richard Westfall, entre otros, han reconocido la influencia decisiva de
Koyré sobre sus respectivas obras.
Algunos estudios recientes asocian la invención de la noción de “revolución científica”
durante las décadas de 1930 y 1940 a una reacción intelectual contra los totalitarismos que
asolaron Europa durante la primera mitad del siglo XX. 12 Como representante destacado de este
grupo, Koyré habría buscado localizar una “profunda transformación espiritual” durante el siglo
XVII, entendida como el momento en que se habrían creado y difundido en Europa los aspectos
más sobresalientes del pensamiento humano.
Esta transformación se habría producido no sólo en el contenido del conocimiento, sino también
en los propios marcos conceptuales del pensamiento científico y filosófico europeo. En este
sentido, Koyré entendió la revolución científica como un cambio de perspectiva intelectual que dio
lugar al surgimiento de una nueva metafísica o conjunto de presuposiciones intelectuales que
transformaron no solo el pensamiento, sino la práctica científica en su conjunto, especialmente la
Mecánica y la Astronomía.
Para Koyré, el caso ejemplar del surgimiento de la ciencia moderna está representado en
Galileo, cuyas más notorias novedades deberían ser interpretadas en el marco de una metafísica
platónica. En 1943, en su artículo “Galileo and Plato”, Koyré (1943: 403-404) sintetiza “la
actitud mental o intelectual de la ciencia moderna” mediante dos características:

“1) la destrucción del Cosmos y, entonces, la desaparición en ciencia de toda consideración


basada en esta noción; 2) la geometrización del espacio - esto es, la sustitución del espacio del
mundo cualitativamente diferenciado y concreto asumido por la concepción física pregalileana
por el espacio homegéneo y abstracto de la geometría euclídea -. Estas dos características
pueden ser sintetizadas y expresadas como sigue: la matematización (geometrización) de la
naturaleza y, entonces, la matematización (geometrización) de la ciencia”.

Y explica a continuación:

“La disolución del Cosmos significa la destrucción de la idea de una estructura del mundo
finita y jerárquicamente ordenada, de la idea de un mundo diferenciado cualitativa y
ontológicamente y de su reemplazo por la idea de un universo abierto, indefinido e incluso
infinito, unido y gobernado por las mismas leyes universales; un universo en el cual, en
contradicción con la concepción tradicional y su distinción y oposición de dos mundos, el del
Cielo y el de la Tierra, todas las cosas están en el mismo nivel de Ser”.

La noción de ruptura que surge de este panorama es drástica:

“Entonces, lo que los fundadores de la ciencia moderna tuvieron que hacer, no fue criticar y
combatir ciertas teorías erróneas y corregirlas o reemplazarlas por otras mejores. Ellos tuvieron
que hacer algo bastante diferente. Tuvieron que destruir un mundo y reemplazarlo por otro"
(Koyré, 1943: 405).

Como dijimos, el gran héroe esta historia es Galileo, quien - apunta Koyré -, juzga de sí
mismo “que ha hecho bastante más que declararse un seguidor y partisano de la epistemología
platónica”. Galileo “cree que ha demostrado la verdad del platonismo ‘por los hechos’”. Es
decir, concluye este autor, que “La nueva ciencia es para él una prueba experimental del

1212 Aplicado a Koyré, este argumento puede verse en Porter (1986).


platonismo” (Koyré, 1943: 427-428).
Su discípula Hélène Metzger utilizó este enfoque para interpretar la Filosofía natural, la
Teología y la Química del siglo XVIII como consecuencias de la revolución científica, esto es,
como el momento y la manera en que los intelectuales europeos asimilaron la gran síntesis
newtoniana.
Simultáneamente, algo similar ocurría en Gran Bretaña. Allí, a fines de la década de 1940 y
durante la de 1950, Herbert Butterfield y Alfred Rupert Hall, entre otros historiadores de la
ciencia, expusieron la idea de una gran discontinuidad de carácter revolucionario durante el siglo
XVII. En The Origins of Modern Science (1949), Butterfield extiende los alcances de esta
transformación hacia atrás, hacia la ciencia medieval. Como punto distintivo, la Química es
presentada durante el siglo XVIII a la espera de su revolución demorada, cuyo hito central será la
publicación en 1789 del Traité Élémentaire de Chimie, de Antoine L. Lavoisier.
La versión estándar de la revolución química que surge de la interpretación de Butterfield
dice que durante el siglo XVIII la Química habría sufrido una dramática transformación, que
consistió en desplazar la teoría del flogisto por la teoría del oxígeno en la explicación de los
fenómenos de combustión. Lavoisier aparece en esta versión como el único creador de esta teoría
y padre solitario de la Química moderna. Sin embargo, en las últimas dos décadas esta visión ha
sido enriquecida a partir de una más rigurosa contextualización de las actividades de Lavoisier,
moderando la idea de profunda ruptura epistemológica que significó su obra, al destacar los
vínculos que la relacionan con sus antecesores y contemporáneos (ver, p.e., Perrin, 1988).
En cuanto a la tradición historiográfica norteamericana de posguerra, fue inaugurada por el
ya mencionado estudiante de Sarton, I. Bernard Cohen, con Franklin and Newton (1956), libro
dedicado a Koyré, que extiende y profundiza la investigación de su tema de tesis doctoral. Allí
Cohen enfoca la Física del siglo XVIII como “legado del newtonianismo”.
En contrapunto con esta tendencia y retomando el continuismo de Duhem, durante la
década de 1950, Alistair Crombie fue el más enfático opositor a la perspectiva que sostuvo que el
nacimiento de la ciencia moderna fue la consecuencia de una revolución científica entendida como
una ruptura con la tradición científica medieval. En sus dos obras centrales, Augustine to Galileo:
The History of Science A.D. 400-1650 (1952) y Robert Grosseteste and the Origins of
Experimental Science: 1100-1700 (1953), Crombie argumentó que el desarrollo y la aplicación del
método científico basado en la experimentación - componente decisivo en el proceso de
surgimiento de la ciencia moderna - habría sido consecuencia del trabajo de articulación de las
doctrinas metodológicas de Aristóteles y, por lo tanto, una creación de pensadores medievales de
los siglos XIII y XIV. Una teoría sistemática de la ciencia experimental ya estaría presente para
Crombie en los escritos del oxoniense Robert Grosseteste.
Dice Crombie:

“Desde el comienzo del siglo XVII, el uso sistemático de los nuevos métodos experimental y de
abstracción matemática produjeron resultados tan novedosos que a este movimiento le ha sido
dado el nombre de ‘Revolución científica’. Estos nuevos métodos fueron expuestos en el siglo
XIII, pero fueron usados por primera vez con completa madurez y efectividad por Galileo.”

Y agrega:

“Los orígenes de la ciencia moderna deben buscarse al menos tan temprano como en el siglo
XIII, pero es desde el fin del siglo XVI que su desarrollo comienza a alcanzar una rapidez
inusitada” (Crombie, 1995: 26).
La obra de Crombie provocó una rápida reacción de muchos historiadores y desencadenó
un debate que, en algunos aspectos, todavía hoy perdura.
A modo de síntesis, digamos que puede situarse en la década de 1950 el inicio de los
estudios sistemáticos de historia de la ciencia, con presencia dominante en los Estados Unidos. En
este panorama, además de los historiadores ya citados, podemos mencionar a Charles C. Gillispie,
Otto Neugebauer, Marshall Clagett, Charles Singer, I.E. Drabkin y Marie Boas-Hall.
A comienzos de 1960, esta repentina “urbanización” de lo que había sido hasta entonces
una “aldea” académica, se tradujo en un caudal de estudios que produjeron consecuencias
variadas. Durante esta década y las siguientes, se asiste a una redefinición de las fronteras, ya sea
entre la propia Historia de la Ciencia y disciplinas como la Sociología, como entre las diferentes
ramas de la propia Historia. Al respecto, una consecuencia de esta reconfiguración es la
autonomía que ganan la Historia de la Tecnología y la Historia de la Medicina.
Por último, también se asiste a la vertiginosa discusión de modelos historiográficos. En
este proceso de expansión, las contribuciones de los historiadores colaboraron decisivamente en la
drástica modificación de la imagen de la ciencia que la Filosofía de la Ciencia había producido a
través de la obra de los filósofos del Círculo de Viena y Karl Popper durante la primera mitad del
siglo XX. En casi todos estos procesos, la obra de Thomas Kuhn jugaría un papel protagónico.

6. Kuhn y la historia “postkuhniana”


En un breve relato sobre sus comienzos en la Historia de la Ciencia, Kuhn (1984) correlaciona la
profesionalización de la disciplina en los Estados Unidos con las primeras demandas de
historiadores de la ciencia desde las universidades durante el período inmediatamente posterior a
la Segunda Guerra Mundial. Cuenta el autor que este fenómeno fue motivado por el rápido
crecimiento de la educación superior en su país y “una conciencia pública muy difundida del
poder de la ciencia y de su papel sin precedentes jugado en la victoria de los aliados”. En este
contexto, James Bryant Conant, presidente de la Universidad de Harvard, publicó On
Understanding Science (1947), una serie de cuatro ensayos en los que se proponen los estudios
de caso tomados de la Historia de la Ciencia como introducción al conocimiento científico para no
científicos. Poco antes de esta publicación, Kuhn, a dos años de obtener su docotrado en física,
había sido invitado a ser uno de los asistentes de Connant.

“La mayor parte de aquel verano lo utilicé leyendo a Aristóteles, Galileo y a algunos
escolásticos, junto con los Études galiléennes de Koyré, y el resultado fue para mí transformador.
A comienzos del otoño estaba considerando seriamente la posibilidad de pasarme de la ciencia a
su historia. En la primavera la decisión estaba tomada” (Kuhn, 1984: 30).

Así inicia Kuhn el camino que derivó en la publicación de una sucesión de obras que
marcaron el punto de inflexión de la transformación más significativa del siglo XX, tanto en
Filosofía como en Historia de la Ciencia. La primera obra, The Copernican Revolution (1957), es
una introducción general al tema del nacimiento de la ciencia moderna centrado en la astronomía,
la física y la cosmología contemporáneas de Copérnico, donde se combina la perspectiva de la
historia de las ideas de Koyré con un perceptivo tratamiento didáctico apto para una difusión
amplia del tema. La segunda, The Structure of Scientific Revolutions (1962/1970), presenta un
modelo de cambio científico que extrae su fundamento de una selección de “casos” tomados de la
Historia de la Ciencia e incorpora al análisis elementos de sociología y psicología de la percepción.
Si bien el impacto y el carácter de las innovaciones que introducen estas obras se
estudiarán con detalle en el Capítulo siguiente, nos interesa mencionar dos breves
caracterizaciones. La primera, sostenida por el filósofo de la ciencia Steve Fuller (1992: 272),
afirma que Kuhn aparece como el último representante del género que podría llamarse
“macrohistoria didáctica de la historia de la ciencia”. La segunda, del antropólogo Clifford
Geertz (2002), sostiene que The Structure fue “una llamada a las armas para aquellos que veían
en la ciencia el último bastión del privilegio epistémico o un pecado contra la razón para
aquellos que la veían como un camino real [royal] a lo realmente real [real]”.
La publicación de esta obra de Kuhn coincide con un momento de inédita expansión de la
Historia de la Ciencia y su notable dinámica, sostenida desde entonces, hace difícil una
caracterización exhaustiva de los últimos cuarenta años de la disciplina. En lo que resta de este
capítulo comentaremos solamente algunas derivaciones de las ideas de Kuhn y unas pocas obras
representativas del período.
Desde una mirada retrospectiva, The Structure estuvo llamada a representar, al margen de
lo que opinara su autor, el punto de partida del enfoque constructivista. A partir de esta obra, los
aportes provenientes de la Sociología y la Antropología, en especial de la tradición conocida como
Sociología del Conocimiento Científico,13 dominaron el panorama de la historia de la ciencia desde
fines de la década de 1970 hasta el presente y jugaron un papel central en el desarrollo de estudios
y debates alrededor de la llamada “construcción social del conocimiento científico”.
De una manera simplificada, puede decirse que mientras que la sociología de Merton acepta que la
actividad científica está guiada por normas racionales y el componente social no altera este núcleo,
en el extremo de los nuevos enfoques se asume que las diferentes formas de conocimiento
establecidas en diferentes contextos sociales deben estudiarse como fenómenos empíricos, que el
conocimiento es adquirido y heredado como parte de un conjunto de prácticas y procedimientos
producto del consenso, la autoridad y la costumbre, y que, por lo tanto, aquello que cuenta como
conocimiento en un contexto social puede ser mera creencia en otro (puede verse, p.e., Barnes,
1990).
En cuanto a las relaciones entre la Historia y la Antropología, Geertz (2002: 85) sostiene
que la influencia que la Historia de la Ciencia recibió en los últimos años de esta disciplina es una
consecuencia de la confluencia de ambas disciplinas hacia planteos comunes. Ambas enfrentan
problemas similares en su intento de comprender a personas muy diferentes a nosotros, que viven
en condiciones materiales diferentes y con ideas también diferentes. Sin embargo, para prevenir las
exageraciones en cuanto al territorio compartido por ambas disciplinas que podría sugerir la
célebre frase (debida a L. P. Hartley) “el pasado es otro país”, Geertz agrega que la cuestión es
más compleja que una simple simetría entre distancia espacial y “distancia” temporal, como lo
prueba el hecho de que otro país no es en absoluto el pasado. Esto demuestra que “´Nosotros´, al
igual que ´Ellos´, significa algo diferente para quienes miran hacia atrás y para quienes miran a
un lado”.
David Bloor y Barry Barnes, dos de los proponentes de la sociología constructivista más
radical conocida como “Programa Fuerte”, argumentaron que las ideas de Kuhn aportan
elementos fundamentales para una sociología constructivista del conocimiento científico,
entendida como una alternativa pragmática al tradicional punto de vista que sostiene que la ciencia
debe ser caracterizada por la estructura lógica de sus teorías o por algún otro tipo de atributo a
priori que colocaría los productos de la actividad científica al margen de los procesos de
construcción social y cultural.
La línea mertoniana enfocó su atención en la caracterización de las instituciones científicas,
la uniformidad en la experiencia educacional, el alto grado de unanimidad en los juicios
profesionales, las publicaciones y organizaciones que sirvieron a disciplinas específicas, factores

1313 Los
textos suelen referirse a esta escuela con las siglas SSK, del inglés, Sociology of Scientific
Knowledge.
todos interpretados como condiciones externas responsables de la cohesión social de la
comunidad científica. Para el Programa Fuerte, en cambio, el intento mismo de identificar
estructuras sociales independientes de los compromisos científicos surgidos de sus particulares
prácticas representa el abandono del aporte más sugerente que hay en la noción kuhniana de
paradigma. Por el contrario, la aproximación naturalista al conocimiento científico, junto con su
búsqueda y caracterización de convenciones, intereses y relaciones de autoridad, sería el camino
adecuado para explicar el éxito de las creencias científicas y su cristalización en teorías con
pretensión de verdad, entendido el concepto de verdad como un atributo transcultural y
atemporal, es decir, universal.
En definitiva, para esta perspectiva constructivista radical no existen estándares más altos
que aquellos surgidos de las propias comunidades de científicos, dado que no hay instancian
neutras y externas a estas comunidades. Para Barnes, esta consecuencia adquiere particular
protagonismo durante las controversias que entran en los cambios de paradigma:

“[...] los paradigmas, núcleo de la cultura científica, son transmitidos y sostenidos de la misma
forma en que se transmite la cultura generalmente: los científicos los aceptan y se comprometen
con ellos como resultado de su entrenamiento y socialización y el compromiso es mantenido por
un sistema desarrollado de control social” (Barnes, 1985: 89).

Esta propuesta fue acompañada de un amplio rango de estudios empíricos, tanto en


sociología como en historia, sobre la educación científica, el trabajo dentro de sus instituciones, la
obtención de recursos y las formas de transmisión y conservación de la autoridad científica. Puede
decirse que después de Kuhn, las “microhistorias” fueron la norma (Golinski, 1998: 26).

7. Quarks y geología victoriana


Un antecedente temprano de la tendencia comentada en el parágrafo anterior se encuentra en el
volumen tercero, publicado en 1971, de la revista Historical Studies in the Physical Sciences. Allí
aparece el artículo “Weimar Culture, Causality, and Quantum Theory, 1918-1927: Adaptation by
German Physicist and Mathematicians to a Hostile Intellectual Enviroment” de Paul Forman,
historiador del entorno de Kuhn en Berkeley. Al poco tiempo de su publicación, este trabajo
desencadenó una agitada polémica. Para Sánchez Ron (1984: 9-10), el intento de mostrar cómo
una comunidad de físicos incorpora elementos culturales y políticos tomados de su entorno en la
constitución de su objeto de estudio hace de este trabajo de Forman la realización de lo que en la
comunicación presentada por Boris Hessen en Londres en 1931 “no pasaba de ser más que una
declaración programática”.
Forman sostiene que el abandono del principio de causalidad en el marco de la física
cuántica no puede ser explicado por factores internos al desarrollo de la física. Su argumento
descansa en la caracterización del clima intelectual de Alemania entre 1918 y 1927 como
antirracionalista, dominado por filosofías que glorificaban los impulsos vitales, la intuición, la
creatividad y la aprehensión de la totalidad en la forma de “experiencia ni mediatizada ni
analizada”. Una obra particularmente influyente de este período es Untergang des Abendlandes
(1918) del filósofo alemán Spengler, donde se sostiene que el mal de la cultura occidental radica en
el dominio del espíritu fáustico dominado por el principio de causalidad. El rechazo de filosofías
afines a las ciencias de la naturaleza - dice Forman - era propio del “rechazo de la razón como
instrumento epistemológico”. Parte de la responsabilidad de la derrota alemana en la Primera
Guerra Mundial era atriuida a la ciencia y a su filosofía materialista y determinista (Forman, 1984:
52). Así, los matemáticos y físicos alemanes habrían reaccionado a este sentimiento social de
frustración y hostilidad adoptando una filosofía intuicionista y no causal como estrategia de
adaptación al ambiente:

“Estoy convencido [...] que el movimiento para prescindir de la causalidad en la física, que tan
súbitamente surgió y tan exuberantemente floreció en Alemania después de 1918, fue
primordialmente un esfuerzo de los físicos alemanes para adaptar el contenido de su ciencia a
los valores de su medio ambiente intelectual” (Forman, 1984: 42).

En cuanto a trabajos posteriores ya instalados en el debate constructivista esbozado en el


parágrafo anterior, pueden mencionarse como ejemplos representativos: Constructing Quarks: A
Sociological History of Particle Physics (1984) de Andrew Pickering, The Great Devonian
Controversy: The Shaping of Scientific Knowledge among Gentlemanly Specialists (1985) de
Martin Rudwick y Leviathan and the Air-Pump: Hobbes, Boyle, and the Experimental Life
(1985) de Steven Shapin y Simon Schaffer. Dado que algunas ideas de éste último se mencionarán
en el Capítulo III, comentaremos brevemente los dos primeros.
La obra de Pickering toma como punto de partida los trabajos de Murray Gell-Mann a
comienzos de la década de 1960 y enfoca la polémica acerca del estatus experimental de las
hipotéticas partículas elementales llamadas quarks (nombre acuñado por el propio Gell-Mann) que
se inició en el año 1977. Pickering sostiene que este debate muestra ciertos aspectos del método
experimental que han recibido poca atención por parte de historiadores y filósofos. La comunidad
de físicos que trabajaron en física de altas energías durante este período - afirma - fueron guiados
por una actitud de “oportunismo en contexto”: ellos tomaron las decisiones que tomaron porque
buscaron emplear sus particulares habilidades de especialistas en el desarrollo de nuevas áreas de
trabajo. En este caso, los intereses en juego provienen de una disciplina específica o “subcultura”.
En un artículo previo al libro mencionado y que es su antecedente, luego de un relato
laborioso, que incluye las hipótesis formuladas en la búsqueda del quark, el tipo de aceleradores y
las técnicas de medición involucradas en su uso, Pickering afirma:

“La producción de datos experimentales, entonces, es una parte viva de la matriz de los
compromisos científicos - a la vez estructurados por creencias teóricas y al mismo tiempo
reaccionando contra ellas - y deberían ser estudiadas como tales. Sobre todo, las técnicas
experimentales, los métodos y los procedimientos - el núcleo mismo de la ciencia empírica - no
deberían ser tratados como un componente adjunto no problemático de algún ejercicio teórico
superior”.

Y concluye más abajo:

“El presente estudio de caso sugiere que las comunidades científicas tienden a rechazar los datos
que entran en conflicto con el grupo de compromisos y, como contrapartida, tienden a ajustar
sus técnicas experimentales y métodos para ‘sintonizarlos’ a los fenómenos consistentes con
estos compromisos. Esta sugestión, apoyada por varios recientes estudios, implica que diferentes
grupos de científicos pueden habitar ‘mundos diferentes’ en un sentido mucho más profundo que
el asumido en los debates filosóficos contemporáneos sobre la carga teórica de la observación
en los lenguajes” (Pickering, 1981: 235-236).

En cuanto a la obra de Rudwick, digamos que el tema tratado se enmarca en la ciencia


británica del período victoriano, tal vez el más exhaustivamente investigado en las últimas dos
décadas. Obra ejemplar de este grupo, The Great Devonian Controversy narra la controversia
desencadenada a partir de la interpretación de los estratos geológicos en el norte de Devonshire,
que tuvo lugar dentro de la comunidad de geólogos británicos a fines de la década de 1830.
Entre los recursos puestos en juego por el autor, se destaca la habilidad del novelista,
necesaria para narrar el flujo de los eventos a lo largo de más de trescientas páginas con un grado
de resolución capilar. En el debate intervienen científicos con una amplia variedad de
competencias: geólogos, paleontólogos, recolectores de fósiles amateurs, entre otros. Algunos de
los protagonistas de esta historia - Roderick Murchison, Adam Sedgwick o Henry Thomas De la
Beche - son seguidos casi día a día en sus actividades. En este sentido, es notable el volumen de
material de archivo desplegado.
Rudwick se propone evitar cuidadosamente la mirada retrospectiva y su objetivo es la
indagación del papel jugado por las interacciones sociales en la conformación de las creencias
científicas y del proceso dinámico y multifacético de estabilización del consenso en el núcleo de
una comunidad de especialistas. Entre otros aspectos, se muestra cómo científicos “periféricos”
pueden en varios estadios del debate pasar a ocupar el centro de la escena.
El final de la historia es un sistema geológico original caracterizado por una fauna fósil
distintiva que fue aceptado por la comunidad británica de geólogos a comienzos de 1940 y que
años más tarde sería aceptado a escala internacional por los practicantes de la disciplina.
En sus reflexiones finales Rudwick oscila con cierta destreza reconociendo, por un lado
“la complejidad, la contingencia y la no inevitabilidad de los argumentos científicos por medio
de los cuales la interpretación consensuada fue alcanzada”, mientras que al mismo tiempo acepta
que “el Devónico puede también ser tratado como una confiable representación de una realidad
que existió antes de que esta fuera conocida”(Rudwick, 1985: 450, 454). Sobre el final, invoca
las restricciones que imponen los nuevos hallazgos empíricos:

“De esta manera, no es posible ver la evidencia empírica acumulada en el debate sobre el
Devónico, ni como determinante del resultado de la investigación de una manera no ambigua,
como podrían sostener los realistas ingenuos, ni como virtualmente irrelevante en el resultado de
la disputa sobre el campo agonístico, como los constructivistas podrían mantener. En cambio,
esto puede ser visto como habiendo tenido un efecto diferencial sobre el resultado del debate,
restringiendo la construcción social dentro de una limitada, pero confiable e indefinidamente
perfectible representación de la realidad natural” (Rudwick, 1985: 455-456).

Mencionemos, para terminar, la influencia de los llamados “estudios culturales” en la


Historia de la Ciencia. Como producto de esta orientación, sostiene Dear (1995), suele englobarse
bajo el nombre de “historia cultural” al tipo de obras recién discutidas. Como alternativa, Dear
propone utilizar el rótulo más flexible y significativo de “historia sociocultural” para designar una
historiografía cuyos tópicos de investigación son las prácticas de laboratorio, el discurso teórico
de los científicos y, en general, todo aquello que pueda intervenir en la práctica de producción del
conocimiento natural.
En lugar de hablar de la carga cultural en la interpretación de la naturaleza de las cosas -
sostiene el autror - debemos hablar, en primer lugar, de la determinación de la existencia de las
cosas. Dear cita la obra Science in Action (1987) de Bruno Latour, donde se argumenta que la
determinación de las propiedades de algo y el establecimiento de su existencia son procesos
coextensivos: la cosa es la concatenación de sus supuestas propiedades. Por otra parte, el mundo
social está hecho a partir de representaciones y los estudios de historia de la ciencia de las últimas
dos décadas intentan mostrar las íntimas conexiones entre éstas representaciones o, más
generalmente, entre las prácticas discursivas y las posiciones sociales de aquellos comprometidos
con las mismas. Estas observaciones obligan a asumir que las representaciones de la naturaleza
que elaboran los científicos no interactúan en un espacio abstracto, sino que el contenido social de
la actividad científica interviene en la construcción de sus significados (Dear, 1995: 153). En la
caracterización de este proceso se dirimen al presente gran parte de los debates y estudios
dedicados a la Historia de la Ciencia.

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