Vous êtes sur la page 1sur 5

La flagelación

Los soldados del gobernador atan a Jesús a una columna para ejecutar la condena: la
flagelación romana se aplicaba a la espalda y caras posteriores de muslos y piernas.

Los flagelum –instrumentos con los que se flagelaba- solían tener tres correas en el extremo del
mango. En cada una de ellas se anudaban tres bolas metálicas o trozos de hueso, de manera que
cada golpe se multiplicaba por tres y desgarraba la zona golpeada. Solían ser dos los verdugos,
uno a cada lado.

El dolor es incalificable. El organismo intenta atenuar este dolor con estos Las hemorragias de la
flagelación no tienen porqué ser muy profusas, pues las lesiones no son todas muy profundas, y
por lo tanto, no afectan a grandes arterias o venas. Sin embargo, al ser una extensión muy amplia
de la piel comprometida en la flagelación, la pérdida sanguínea se va acumulando y puede llegar
a ser de uno o dos litros.

Corona de espinas

Como consecuencia de las profusas hemorragias provocadas por las múltiples heridas, todo el
cabello, en toda su longitud, se encuentra empapado de sangre húmeda o con costras originadas
al secarse y coagularse la sangre

Es posible que el madero transversal, muy pesado (hasta


30 o 40 Kg), basto y rugoso, fuera transportado por Jesús
El gobernador le condena a muerte en la cruz: patíbulo de delincuentes y malhechores que -como la flagelación- jamás se aplicaba a
ciudadanos romanos salvo en casos de deserción de soldados.

Le arrancan la túnica púrpura de forma violenta y brusca: es posible que la tela, basta y sucia, se hubiera adherido a la piel por simple
contacto de las costras de la sangre coagulada de gran parte de las heridas de la flagelación. Se abren de nuevo las heridas, avivándose el
dolor, y provocando una nueva hemorragia, frío, temblores musculares, vergüenza y pública humillación.

“Le ciñeron una corona de espinas entretejidas"

Le cargan la cruz
Le cargan la cruz. Los
historiadores del imperio romano de la época y posteriores, explican los diversos tipos de
cruces. Es posible que el madero transversal, muy pesado (hasta 30 o 40 Kg), basto y
rugoso, fuera transportado por Jesús entre la nuca y sus dos brazos, seguramente atados
con cuerdas al madero.

Se hienden los omoplatos y se agudiza el dolor de la corona de espinas en la región


occipital –posterior- de la cabeza. La cara, tronco y piernas quedan muy peligrosamente
expuestas a caídas de bruces, por tropiezo y debilidad. Pudieron haberse producido
erosiones y excoriaciones en cara, rodillas y manos, si no estuvieron atadas al madero.

No quedan muy lejos el Palacio de Poncio Pilato y el Gólgota, apenas unos mil o dos mil
pasos. Sin embargo, el camino de Jesús fue largo, difícil y muy doloroso: descalzo,
cubierto de heridas, con un madero bajo los hombros y una corona de espinas, sediento y
aturdido, en estado de shock, bajo un fuerte sol de mediodía, rodeado de burlas, injurias y
humillaciones que tendría que soportar en su camino.

“Y a uno que pasaba por allí, Simón de Cirene, el padre de Alejandro y de Rufo, que
volvía de su granja, le forzaron a llevar la cruz de Jesús” (Mc 15, 21). Aunque Simón
de Cirene es forzado a ayudar al reo, parece que Jesús se cayó tres veces, posiblemente de
cara, con todo el peso del madero en su cabeza: se producen contusiones faciales,
especialmente en la nariz, que es una región particularmente dolorosa y muy capilarizada,
por lo que se produciría una hemorragia nasal abundante (epistaxis). Traumas en la
frente, cara, labios, quizás dolores agudos por contusiones en dientes, y posiblemente en
las rodillas, al intentar parar, adelantando una de las piernas, el golpe tremendo de la cara,
aplastada por el madero en la caída al suelo.

Camino al Calvario

El rostro hermoso de Jesús está ahora pálido, amoratado, sangrante, con hinchazones y
la nariz deformada, sucio, lleno de polvo, maloliente, con los ojos hinchados, casi
cerrados por el dolor y las contusiones, por la luz intensa del mediodía que hiere las pupilas
dilatadas de Jesús. Lágrimas de Jesús. El rictus labial denota sufrimiento, angustia y
desamparo. Ruido ensordecedor de voces y gritos e insultos por todas partes. Quizás en los
labios se produjeron lesiones que causaron hematomas y posibles lesiones en la dentadura
anterior. Fuerte jaqueca tensional por las contusiones.

La sed se hace cada vez más insoportable. La boca está seca, la lengua como un trapo
áspero, quizás con heridas agrietadas. Inmenso dolor de alguna pieza dental contusionada
por caídas o golpes. Jesús intenta tragar saliva, pero es poco abundante, demasiado espesa
y pastosa.

Aturdido, Jesús baja la cabeza, como recogiéndose en sí mismo, defendiéndose de tantas


agresiones. Para aliviar el dolor, aprieta los dientes, cierra los ojos fuertemente, y luego
los abre y mira alrededor lúcidamente, buscando algún consuelo, alguna cara conocida, un
esbozo de sonrisa suplicante, que revista de dignidad y compasión su propio expolio. Y sus
ojos se encuentran con los de su madre. En medio del sufrimiento inmenso, halla el dulce
consuelo de su madre, María. Cada corazón vierte en el otro su propio dolor y,
reconfortado, prosigue su Via Crucis.

Aprieta con fuerza las manos y la nuca al madero para estimular la secreción de opioides
endógenos, como reflejo inconsciente de quien persigue algún alivio del dolor. Y mientras,
lágrimas saladas, salivación espesa, toses y carraspeo, vómitos, respiración acelerada,
aparte de una molesta taquicardia.

Es poco más de mediodía. Comienza a hacer mucho calor y Jesús suda y se fatiga aún
más. Posiblemente le hayan atado una cuerda al cuello o a la cintura para tirar de él,
gritándole soezmente, insultándole.

Tal vez, y desde que se terminó la flagelación, multitud de moscas y otros insectos se
lanzarían sobre las heridas sangrantes del reo. Mal olor por la ropa sucia, la sangre
coagulada, el vómito y el sudor. Y el ambiente fétido de unas calles sórdidas, apestadas por
la multitud de animales y de personas sudorosas y sucias. Es difícil imaginar tanto
sufrimiento físico y moral.

Crucifican a Jesús

Las cientos de heridas medio cerradas se reabren por segunda vez. Nueva hemorragia. “Le
crucificaron allí, a él y a los ladrones, uno a la derecha y otro a la izquierda. Jesús
decía «Padre, perdónales porque no saben lo que hacen»

Jesús muere en la cruz

Evidentemente, no gritó para llamar la atención, sino como consecuencia refleja de la


percepción instantánea de un dolor de fortísima e inefable intensidad, causado por un
infarto masivo
Y cuando tal cosa ocurrió, todas las emociones del pecado se volcaron sobre él,
como sombras en una foresta. Se sintió ansioso, culpable, solo. ¿No lo ves en la
emoción de su clamor?: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?» (
Mateo 27.46 ). Estas no son las palabras de un santo. Es el llanto de un pecador.

Él perdonó todos nuestros pecados. Él canceló la deuda,


que incluía la lista de todas las leyes que habíamos violado. Él quitó
la lista con las leyes y la clavó en la cruz.
Colosenses 2.13-14

Ven conmigo al cerro del Calvario y te diré por qué. Observa a los que empujan al
Carpintero para que caiga y estiran sus brazos sobre el madero travesaño. Uno
presiona con su rodilla sobre el antebrazo mientras pone un clavo sobre su mano. Justo
en el momento en que el soldado alza el martillo, Jesús vuelve la cabeza para mirar el
clavo.
¿No pudo Jesús haber detenido el brazo del soldado? Con un leve movimiento
de sus bíceps, con un apretón de su puño pudo haberse resistido. ¿No se trataba
de la misma mano que calmó la tempestad, limpió el templo y derrotó a la muerte?
Pero el puño no se cerró… y nada perturbó el desarrollo de la tarea.
El mazo cayó, la piel se rompió y la sangre empezó a gotear y luego a manar en
abundancia. Vinieron entonces las preguntas: ¿Por qué? ¿Por qué Jesús no opuso
resistencia?

Él tuvo más que esa razón. Vio algo que lo hizo mantenerse sumiso. Mientras el
soldado le presionaba el brazo Jesús volvió la cabeza hacia el otro lado, y con su mejilla
descansando sobre el madero, vio:
¿Un mazo? Sí.
¿Un clavo? Sí.
¿La mano del soldado? Sí.
Pero vio algo más. Vio la mano de Dios. Parecía la mano de un hombre. Dedos
largos y manos callosas, como los de un carpintero. Todo parecía normal, pero
estaba lejos de serlo. Esos dedos formaron a Adán del barro y escribieron verdades en
tablas de piedra. Con un movimiento, esta mano derribó la torre de Babel y abrió el
Mar Rojo.
De esta mano fluyeron las langostas que cubrieron Egipto y los cuervos que
alimentaron a Elías.
¿Podría sorprender a alguien que el salmista celebrara la liberación, diciendo:
«Tú dirigiste a las naciones con tu mano… Fue tu mano derecha, tu brazo y la luz
de tu complacencia» ( Salmos 44.2– 3 ).
Entre sus manos y la madera había una lista. Una larga lista. Una lista de
nuestras faltas: nuestras concupiscencias y mentiras y momentos de avaricia y
nuestros años de perdición. Una lista de nuestros pecados.

Por esto es que no cerró el puño. ¡Porque vio la lista! ¿Qué lo hizo resistir? Este
documento, esta lista de tus faltas. Él sabía que el precio de aquellos pecados era
la muerte. Él sabía que la fuente de tales pecados eras tú, y como no pudo aceptar
la idea de pasar la eternidad sin ti, escogió los clavos.

Yo no sé si los ángeles entrevistan a los que van a entrar en el cielo, pero si lo


hacen, la entrevista a este debió de haber sido muy divertida. Imagínate al ladrón
arribando al Centro de Procesamiento de las Puertas de Perlas.
Ángel: Tome asiento. Ahora, dígame… señor… hum… ladrón, ¿cómo llegó a ser
salvo?
Ladrón: Solo le pedí a Jesús que se acordara de mí en su reino. La verdad es que
no esperaba que todo ocurriera tan rápido.
Ángel: Ya veo. ¿Y cómo supo que era un rey?
Ladrón: Había un letrero sobre su cabeza: «Jesús de Nazaret, rey de los judíos».
Yo creí en lo que decía el letrero y… aquí estoy.
Ángel: (Tomando nota en una libreta) Creyó… un… letrero.
Ladrón: Exactamente. El letrero lo puso allí alguien de nombre Juan.

Vous aimerez peut-être aussi