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Las políticas estatales que se implementaron en América Latina en los años ochenta y
noventa, configuraron una nueva geografía de la desigualdad y del espacio urbano. Las
privaciones y la segregación espacial de grandes sectores de la población, estuvieron
fuertemente relacionados por la ausencia del Estado, o en su defecto, del nefasto
impacto de las políticas sociales. Los Estados también desarrollaron (intrínsecamente
vinculados al nuevo modelo neoliberal) una nueva idea o visión sobre la ciudad y su
estética. Y por sobre todo un nuevo sentido de seguridad que debería operar sobre ella.
Por eso comienza a circular y divulgarse una idea o concepto de seguridad ciudadana.
Este concepto anclado en las corrientes de individuación típicas del noventa que se
expandieron en todos los órdenes del Estado y la sociedad, establecía –según su reverso
y condición- que una política de seguridad debía estar ligada únicamente al control y
ataque al delito. La seguridad física se imponía entoences ante la seguridad integral.
Fue así que las Políticas de Seguridad, modificaron sustantavimante la economía política
del castigo. Una vez más –como en el pasado reciente- se ponían en marcha una serie de
dispositivos para controlar, vigilar y castigar a los “nuevos” habitantes de los enclaves de
pobreza y los territorios de relegados, productos de la nuevos cambios macrosociales, y
enmarcados dentro de la ideología de la defensa social.1 Ya no interesaba políticamente
y más tarde social y culturalmente integrar a la sociedad a un ofensor y su víctima luego
de un conflicto (delito). Ahora se imponía proteger a la sociedad de los peligrosos,
separándolos y neutralizándonos para mantener un orden social y gobernar a partir de
ellos.
Las nuevas políticas, a nivel micro y macro, se desarrollaron según las particulares de cada
país. Por eso el acento varía en función de cada práctica histórico-institucional. Mientras
que en otros países la violencia institucional o los juicios extrajudiciales fueron o son el
recurso utilizado –entre otros-, para el Uruguay la cárcel es por antonomasia su principal
dispositivo de control. Aunque esto ha cambiado en el presente dado el aumento de
violencia institucional que se registra, en particular vinculado a las agencias
específicamente punitivas del Estado.
Los años noventa instaló un programa cultural y una forma de gobernar a través del
delito.2 Si bien el Sistema Penal siempre definió la frontera ente ellos y nosotros, desde
esa década hasta la actualidad se configuró como la depositaria principal de la gestión de
la exclusión social. (Simon, J. 2011: 20-25) (Shearing,C;Wood,J. 2007: 11-37). En este
sentido Jack Young menciona que exclusión social y criminalidad se han transformado en
dos partes de un mismo proceso de “desciudanización, como clientes sociales en tanto
consumen política social de sobrevivencia y los residuos económicos y sociales que el
mercado le asigna, y también como clientes del sistema penal, en tanto consumidor final
de la industria de la seguridad.” (Young, J. 1999: 23)
Por todo lo mencionado siempre se deben considerarse “las prácticas penales menos
como una consecuencia de las teorías jurídicas que como un capítulo de la anatomía
política”3 de la sociedad.
1
Daroqui, Alcira, Sistema Penal y Derechos Humanos: la eliminación de los delincuentes, en: Espacio Abierto,
julio/setiembre, vol 16, número 3, pp-457-486
2
En nuestro país desde fines de los ochenta hasta nuestros días se ha aprobado leyes de corte más
punitivo. Teniendo en la ley de seguridad ciudadana del año 1995 un punto importante.
3
Foucault, Michel, Vigilar y castigar: nacimiento de la prisión, Buenos Aires, Siglo XXI, 2002, pág 19.
Prácticas institucionales del Sistema Carcelario
Los altos niveles de reincidencia de las personas que han estado recluidas, la estabilidad
de las tasas de criminalidad, la percepción dominante de la sociedad sobre “la
inseguridad” y las altas tasas de victimización nos demuestran el fracaso de la cárcel como
herramienta o dispositivo de control del delito. Uruguay no ha escapado a esta sentencia
y sin embargo la tasa de prisionización sigue creciendo, el encarcelamiento sigue siendo
el primer recurso utilizado por los jueces y las penas suelen ser cada vez más largas. En
este sentido “A lo largo de todo este tiempo se han demostrado varias cosas. En primer
lugar, que el crecimiento de las personas privadas de libertad no ha hecho descender las
tasas de criminalidad, y muchos menos las representaciones colectivas de inseguridad.
En segundo término, que las cárceles son siempre criminógenas: en 1988 el porcentaje
de reincidencia fue el 47%; en 2002, el 47.3%; en 2004, el 51%; y en 2009, el 60%”.
(Paternain, R. 2013: 108). Entonces debemos pensar el fracaso en función de los
objetivos. En el caso de que fueran a promover otra trayectoria de vida de las personas
que han cometido una infracción y disminuir la cantidad de delitos, entonces lo podemos
asumir como tal, pero quizás se presenta el primer nudo problemático a cuestionar o
complejizar: la función de la prisión. En este sentido, aparecen diversas teorías que
entienden la cárcel como una de las tantas formas que el sistema penal -producto
claramente del sistema social, económico y cultural- aplica dolor a los y las infractoras de
la ley, dentro de un programa social y cultural que elige el castigo como método de
“corregir” las conductas consideradas como desviadas de las normas establecidas. “El
reparto de dolor es el elemento central del castigo, también en los países sin tortura ni
pena de muerte. Con el encarcelamiento no excluimos las vida en su totalidad, pero
excluimos partes de la vida” (Christie, N. 2008:154).
Desde esta concepción, las prácticas institucionales se pueden comprender en función
de la aplicación de dolor y el objetivo del mismo. La selección del personal penitenciario,
la selectividad de los clientes a punir y las condiciones degradantes de reclusión dan
cuenta de ello. Introduciéndonos en la cotidianeidad, el mundo de las personas que
pueblan el sistema carcelario lo construye su “llavero” quedando sometidos a la
discrecionalidad del mismo. El encierro abusivo, el aislamiento, el escaso acceso a ofertas
laborales, educacionales y culturales - y la calidad de las mismas – refuerzan lo
anteriormente dicho.
En términos de Iñaki Rivera la práctica institucional cotidiana se basa en un sistema
“punitivo/premiable” y en un espacio practicado, donde las reglas se construyen y
reconstruyen todo el tiempo. La persona privada de libertad accede como “premio” a
algunas actividades o se castiga privándolo de las mismas pese a ser un derecho
consagrado. El interno entonces se adapta al sistema y modifica sus conductas por una
cuestión instrumental inmediata y no por entender que se encuentra en ese lugar porque
cometió un daño.
El trato hacia los y las reclusas y el dolor que implica la cárcel sólo colaboran en producir
y reforzar trayectorias violentas, lo que vulgarmente se denomina “la universidad del
delito”. Cuando esa persona sale en libertad probablemente se encuentra en peores
condiciones de las que ingresó, al igual que su entorno más cercano. Y aquí podemos
revincular la funcionalidad de la misma con sus productos, la reproducción y
profundización de las desigualdades sociales –relacionada con la selectividad del sistema
penal- y la gestión de la exclusión a través del depósito de los excedentes sociales. “(…)
el tratamiento carcelario de la miseria (re)produce sin cesar las condiciones de su propia
extensión: cuanto más se encierra a los pobres, más certezas tienen estos- si no hay por
otra parte algún cambio de circunstancias- de seguir siéndolo duramente y, en
consecuencia, más se ofrecen como blanco cómodo de la política de la criminalización
de la miseria. La gestión penal de la inseguridad social se alimenta así de su propio fracaso
programado” (Wacquant, L. 2010: 151).
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