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La cárcel: una herramienta imaginaria para abordar problemas reales

“Casi todos los deseos del pobre


están castigados con la cárcel.”
L .F . Céline

Los noventa: una nueva economía política del castigo

Las políticas estatales que se implementaron en América Latina en los años ochenta y
noventa, configuraron una nueva geografía de la desigualdad y del espacio urbano. Las
privaciones y la segregación espacial de grandes sectores de la población, estuvieron
fuertemente relacionados por la ausencia del Estado, o en su defecto, del nefasto
impacto de las políticas sociales. Los Estados también desarrollaron (intrínsecamente
vinculados al nuevo modelo neoliberal) una nueva idea o visión sobre la ciudad y su
estética. Y por sobre todo un nuevo sentido de seguridad que debería operar sobre ella.
Por eso comienza a circular y divulgarse una idea o concepto de seguridad ciudadana.
Este concepto anclado en las corrientes de individuación típicas del noventa que se
expandieron en todos los órdenes del Estado y la sociedad, establecía –según su reverso
y condición- que una política de seguridad debía estar ligada únicamente al control y
ataque al delito. La seguridad física se imponía entoences ante la seguridad integral.

En este sentido se operacionalizaron nuevas políticas que se caracterizaron en


reorganizar procedimental, instrumental y simbólicamente la violencia estatal, utilizando
y reconfigurando los diversos mecanismo (sociales, penales, etc.) del Estado. En este
nuevo escenario, los sistemas penales, también modificaron su estructura,
incorporándose o simplemente reflejando el nuevo paradigma. (Calveiro, P. 2012:12-18)
(Davis, M. 2006:50-58) (Sarlo, B. 2009: 85-88). David Garland ha manifestado el viraje
ocurrido en los sistemas punitivos a partir de la desestructuración de los estados de
bienestar, pasando de una cultura penal asistencial a una cultura del control, donde en
la última se coloca el énfasis en el castigo, la neutralización e incapacitación del
delincuente y la protección del público. (Garland, D. 2001:20-27).

Fue así que las Políticas de Seguridad, modificaron sustantavimante la economía política
del castigo. Una vez más –como en el pasado reciente- se ponían en marcha una serie de
dispositivos para controlar, vigilar y castigar a los “nuevos” habitantes de los enclaves de
pobreza y los territorios de relegados, productos de la nuevos cambios macrosociales, y
enmarcados dentro de la ideología de la defensa social.1 Ya no interesaba políticamente
y más tarde social y culturalmente integrar a la sociedad a un ofensor y su víctima luego
de un conflicto (delito). Ahora se imponía proteger a la sociedad de los peligrosos,
separándolos y neutralizándonos para mantener un orden social y gobernar a partir de
ellos.

Las nuevas políticas, a nivel micro y macro, se desarrollaron según las particulares de cada
país. Por eso el acento varía en función de cada práctica histórico-institucional. Mientras
que en otros países la violencia institucional o los juicios extrajudiciales fueron o son el
recurso utilizado –entre otros-, para el Uruguay la cárcel es por antonomasia su principal
dispositivo de control. Aunque esto ha cambiado en el presente dado el aumento de
violencia institucional que se registra, en particular vinculado a las agencias
específicamente punitivas del Estado.

Los años noventa instaló un programa cultural y una forma de gobernar a través del
delito.2 Si bien el Sistema Penal siempre definió la frontera ente ellos y nosotros, desde
esa década hasta la actualidad se configuró como la depositaria principal de la gestión de
la exclusión social. (Simon, J. 2011: 20-25) (Shearing,C;Wood,J. 2007: 11-37). En este
sentido Jack Young menciona que exclusión social y criminalidad se han transformado en
dos partes de un mismo proceso de “desciudanización, como clientes sociales en tanto
consumen política social de sobrevivencia y los residuos económicos y sociales que el
mercado le asigna, y también como clientes del sistema penal, en tanto consumidor final
de la industria de la seguridad.” (Young, J. 1999: 23)

Por todo lo mencionado siempre se deben considerarse “las prácticas penales menos
como una consecuencia de las teorías jurídicas que como un capítulo de la anatomía
política”3 de la sociedad.

1
Daroqui, Alcira, Sistema Penal y Derechos Humanos: la eliminación de los delincuentes, en: Espacio Abierto,
julio/setiembre, vol 16, número 3, pp-457-486
2
En nuestro país desde fines de los ochenta hasta nuestros días se ha aprobado leyes de corte más
punitivo. Teniendo en la ley de seguridad ciudadana del año 1995 un punto importante.
3
Foucault, Michel, Vigilar y castigar: nacimiento de la prisión, Buenos Aires, Siglo XXI, 2002, pág 19.
Prácticas institucionales del Sistema Carcelario

Los altos niveles de reincidencia de las personas que han estado recluidas, la estabilidad
de las tasas de criminalidad, la percepción dominante de la sociedad sobre “la
inseguridad” y las altas tasas de victimización nos demuestran el fracaso de la cárcel como
herramienta o dispositivo de control del delito. Uruguay no ha escapado a esta sentencia
y sin embargo la tasa de prisionización sigue creciendo, el encarcelamiento sigue siendo
el primer recurso utilizado por los jueces y las penas suelen ser cada vez más largas. En
este sentido “A lo largo de todo este tiempo se han demostrado varias cosas. En primer
lugar, que el crecimiento de las personas privadas de libertad no ha hecho descender las
tasas de criminalidad, y muchos menos las representaciones colectivas de inseguridad.
En segundo término, que las cárceles son siempre criminógenas: en 1988 el porcentaje
de reincidencia fue el 47%; en 2002, el 47.3%; en 2004, el 51%; y en 2009, el 60%”.
(Paternain, R. 2013: 108). Entonces debemos pensar el fracaso en función de los
objetivos. En el caso de que fueran a promover otra trayectoria de vida de las personas
que han cometido una infracción y disminuir la cantidad de delitos, entonces lo podemos
asumir como tal, pero quizás se presenta el primer nudo problemático a cuestionar o
complejizar: la función de la prisión. En este sentido, aparecen diversas teorías que
entienden la cárcel como una de las tantas formas que el sistema penal -producto
claramente del sistema social, económico y cultural- aplica dolor a los y las infractoras de
la ley, dentro de un programa social y cultural que elige el castigo como método de
“corregir” las conductas consideradas como desviadas de las normas establecidas. “El
reparto de dolor es el elemento central del castigo, también en los países sin tortura ni
pena de muerte. Con el encarcelamiento no excluimos las vida en su totalidad, pero
excluimos partes de la vida” (Christie, N. 2008:154).
Desde esta concepción, las prácticas institucionales se pueden comprender en función
de la aplicación de dolor y el objetivo del mismo. La selección del personal penitenciario,
la selectividad de los clientes a punir y las condiciones degradantes de reclusión dan
cuenta de ello. Introduciéndonos en la cotidianeidad, el mundo de las personas que
pueblan el sistema carcelario lo construye su “llavero” quedando sometidos a la
discrecionalidad del mismo. El encierro abusivo, el aislamiento, el escaso acceso a ofertas
laborales, educacionales y culturales - y la calidad de las mismas – refuerzan lo
anteriormente dicho.
En términos de Iñaki Rivera la práctica institucional cotidiana se basa en un sistema
“punitivo/premiable” y en un espacio practicado, donde las reglas se construyen y
reconstruyen todo el tiempo. La persona privada de libertad accede como “premio” a
algunas actividades o se castiga privándolo de las mismas pese a ser un derecho
consagrado. El interno entonces se adapta al sistema y modifica sus conductas por una
cuestión instrumental inmediata y no por entender que se encuentra en ese lugar porque
cometió un daño.
El trato hacia los y las reclusas y el dolor que implica la cárcel sólo colaboran en producir
y reforzar trayectorias violentas, lo que vulgarmente se denomina “la universidad del
delito”. Cuando esa persona sale en libertad probablemente se encuentra en peores
condiciones de las que ingresó, al igual que su entorno más cercano. Y aquí podemos
revincular la funcionalidad de la misma con sus productos, la reproducción y
profundización de las desigualdades sociales –relacionada con la selectividad del sistema
penal- y la gestión de la exclusión a través del depósito de los excedentes sociales. “(…)
el tratamiento carcelario de la miseria (re)produce sin cesar las condiciones de su propia
extensión: cuanto más se encierra a los pobres, más certezas tienen estos- si no hay por
otra parte algún cambio de circunstancias- de seguir siéndolo duramente y, en
consecuencia, más se ofrecen como blanco cómodo de la política de la criminalización
de la miseria. La gestión penal de la inseguridad social se alimenta así de su propio fracaso
programado” (Wacquant, L. 2010: 151).

Un cambio de paradigma: la justicia restaurativa y la mediación como dispositivo de la


misma
Una sociedad debiera proponerse suministrar la menor cantidad de sufrimiento a sus
integrantes, intentando procurar la mayor cantidad de bienestar e igualdad,
entendiéndolos como valores éticos supremos y aplicándolos también para las personas
que han cometido una infracción. En este sentido, “(…) los sistemas sociales deberían
construirse de manera que redujeran al mínimo la necesidad percibida de imponer dolor
para lograr el control social. La aflicción es inevitable, pero no lo es el infierno creado por
el hombre” (Christie, N. 1988:15).
La reducción del sistema penal y la cárcel como dispositivo de control social son
necesarios para promover otras formas de relacionamiento entre los individuos y el
desarrollo de los conflictos –con el fin de resolverlos- que necesariamente se generan en
el sistema económico, social y cultural donde nos hallamos inmersos. Para llevar a cabo
este proceso existen algunas teorías y tendencia que sugieren un cambio urgente de
paradigma en la concepción de justicia, pasando de una retributiva a una restaurativa o
de una justicia vertical a una horizontal. Esto no implica eliminar las sanciones penales y
medidas hacia una persona que cometió un delito pero busca reconfigurar los
estereotipos construidos sobre víctima y ofensor. En este marco, el delito se entiende
como un “equilibrio” que se rompe entre las partes involucradas y para la reparación del
daño es necesario el intercambio y la consideración de las necesidades de las personas
involucradas. En este sentido “La justicia restaurativa es un proceso mediante el cual
todos las partes implicadas en un delito en particular se reúnen para resolver
colectivamente la manera de afrontar las consecuencias del delito y sus implicaciones
para el futuro. Donde el principal objeto es restaurar la paz, reparar el daño y prevenir la
repetición de la victimización instaurando programas de reconciliación entre víctima y
ofensor y procesos de mediación, es decir medidas de restitución del daño causado y
sistemas de compensación” (Marshall, T cit. en Geraldes, T & Serrano, D (2014:57).
Uno de las herramientas para vehiculizar la justicia restaurativa es la Mediación, la misma
consiste en un dispositivo con marco jurídico que busca a través del intercambio de las
personas afectadas por el delito la resolución no violenta del conflicto y que procura
restaurar el daño. Es necesaria la voluntad de los/las implicados/as y todo el proceso es
acompañado -tanto en las instancias individuales como en las colectivas- por la figura de
un mediador neutral con un apoyo técnico interdisciplinario. El proceso implica poner a
la víctima en un lugar central (a diferencia de la justicia actual) dándole la oportunidad de
expresar las consecuencias que la infracción le produjo, a la vez que el ofensor debe
afrontar y responsabilizarse por el acto cometido. Luego de varias etapas, las personas
intentan lograr una reconciliación y una reparación tanto material como simbólica en
término de Isabel González Cano. Ahora bien, para plantearnos llevar este tipo de
mecanismos no sólo es necesaria una reforma de la Justicia también se vuelve imperante
un cambio en la construcción social y cultural acerca del delito y del castigo. Frente al
fracaso rotundo de las políticas represivas y la justicia punitiva, debemos intentar
apropiarnos de los conflictos e intentar resolverlos de tal forma que el sufrimiento y el
dolor sea lo más reducido para todos y todas.

Cultura, delito y sociedad


Reducir el Sistema Penal, desinstalar el castigo como respuesta al delito y como único
factor de la seguridad, limitar el poder punitivo del Estado, implica necesariamente
pensar una sociedad común a todos. Cualquier Política de Seguridad, y por ende Criminal,
debe subordinarse a una planificación integral de inclusión social. Ningún Código Penal,
o cantidad de personas privadas de libertad tiene que ver con el sentido de seguridad
que opera en la sociedad. En todo caso es una dimensión que condiciona entre otras.
Cuando se consigan mayores índices de igualdad, se necesitará menos sistema penal.
Habrá mayores herramientas, baterías y respuestas al conflicto social. Volver a recuperar
y colocar a las víctimas y los ofensores en el discurso penal sería un paso sumamente
transcendente. Favorecía mover la coerción y el castigo de la centralidad discursiva actual
del Estad propio de un modelo de Estado policial (eficiencia) y no de un Estado de derecho
(garantías). La cárcel nunca va a ser un vehículo para modificar la relación de poder que
existe entre unos y otros. (Calveiro, P. 2005: 44) Por eso de la misma forma que
afirmamos que profundiza la desigualdad social, tampoco es un instrumento para lo
contrario. Recuperar el conflicto es generar condiciones para formar comunidad, puesto
que el conflicto es parte de la comunidad. Desde allí con diversas estrategias de
prevención es donde se debería central un punto focal de cualquier política de seguridad.
Para lograr esto se debe dispensar el poder a los barrios y comunidad, para que los
actores que viven en ellos se transformen en sujetos y no en objetos de políticas de
prevención. Autonomizar y encontrar otras formas de gobernabilidad comunitaria y
barrial son las claves principales de las cuales se debe partir. Trabajar en la disminución
del sistema penal, es trabajar en un nuevo contrato social, donde los dispositivos de
contención no se vuelvan dispositivos de control social. Modificar la actual respuesta al
delito, es mover y desarrollar un entramado de políticas, discursos y mecanismos que
instalen otra sensibilidad por el otro. De entender que el delito ocurre principalmente
por una serie de fallas simbólicas, nos acercaría más a los hechos como son, reales y
concretos revestidos de falta de derechos ,y nos alejaría más de herramientas imaginarias
que solo promueven violencia, dolor e inseguridad. La imagen que define un hombre
vivo encerrado como un bicho en una celda es perversa, pero la sociedad que define es
todavía más perversa que la imagen.
Bibliografía
Calveiro, Pilar (2012). Violencias de Estado: la guerra antiterrorista y la guerra contra el crimen como
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Calveiro, Pilar, (2005). Familia y Poder, Araucaría, Bs.As.

Calveiro, Pilar, Familia y Poder, Bs.As, Araucaría, 2005, pág 44.

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Daroqui, Alcira, Sistema Penal y Derechos Humanos: la eliminación de los delincuentes, en: Espacio
Abierto, julio/setiembre, vol 16, número 3

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