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Alvar Ezquerra, Jaime. Las claves de la historia: los Imperios del Próximo Oriente.

Barcelona: Planeta, 1993.

Índice
1. Introducción.
1.1. Ámbitos geográficos, pueblos, lenguas y escritura.
1.2. La periodización

2. El surgimiento de los primeros Estados.


2.1. De la aldea al Estado.
2.2. El proceso de estatalización en Mesopotamia.

3. El Tercer Milenio.
3.1. Súmer (2900-2334).
3.2. Ebla (2400-2250).
3.3. Acad (2334-2193).
3.4. Los Neosumerios (2120-2003).

4. La Primera Mitad del Segundo Milenio.


4.1. La época de Isín y Larsa (ss. XX y XIX).
4.2. El Antiguo Reino Asirio (s. XIX-1780).
4.3. El Imperio Paleobabilónico (1894-1595).
4.4. El Antiguo Reino Hitita (ss. XVII-XV).

5. La Segunda Mitad del Segundo Milenio.


5.1. El Imperio de Mitanni (1550-1350).
5.2. El Imperio Medio Babilónico: los casitas (s. XVI-1156).
5.3. El Imperio Medio Asirio (1365-1077).
5.4. El Imperio Hitita (1370-1200).

6. La Primera Mitad del Primer Milenio.


6.1. La situación internacional.
6.2. El Imperio Neoasirio (934-612).
6.3. El Imperio Neobabilónico (626-542).

7. El Imperio Persa.
7.1. Las invasiones iranias.
7.2. El Reino Medo (700-550).
7.3. La dinastía Aqueménida (s. VII-330).
7.4. Las estructuras del Imperio Persa.

8. Claves históricas del Próximo Oriente.


1. Introducción.

La historia del Próximo Oriente, como la de cualquier otra época o lugar,


trasciende los límites de la mera descripción de dinastías y acontecimientos ilustres. La
capacidad de adaptación de las comunidades humanas a las condiciones ambientales, las
formas de organización social para producir bienes alimenticios y de consumo, las
tensiones que se generan y las transformaciones que experimentan en su vicisitud
histórica son realidades que el historiador debe afrontar para comprender el
funcionamiento de las sociedades y su originalidad frente a las restantes.
Por tanto, el interés primordial del estudioso no debe ser conocer cómo fueron
las cosas en el pasado, sino por qué el mundo de los hombres se ha configurado del
modo en que lo ha hecho. Y la respuesta pasa necesariamente por entender los procesos
que condujeron a ciertas comunidades a adquirir unas formas complejas de organización
social que lentamente habrían de desembocar en la realidad actual. El presente no es
más que un término transitorio de un discurso, que no requiere el concurso de fuerzas
externas para hacerlo inteligible. Esa es la nítida línea que separa el conocimiento
histórico del quehacer de tantos oscurantistas, verdaderos neo-hechiceros, que depositan
en seres extraterrestres la responsabilidad de la experiencia histórica de los hombres y
especialmente de los que habitaron el Próximo Oriente en el período que hemos dado en
llamar Antigüedad. Los filibusteros del saber campean precisamente con mayor
impunidad por aquellos territorios por los que el conocimiento racional elabora
penosamente y con toda cautela el frágil edificio de la verosimilitud histórica.
La historia del Próximo Oriente es más apasionante desde la óptica de quienes
ven en ella los experimentos de los hombres que discurren desde el momento en que
dejan de ser meros recolectores y se organizan como comunidades capaces de producir
los bienes que requieren para su subsistencia, hasta que, desarrolladas las formas de
organización imperial, las potencias helenísticas modifican definitivamente las
tradicionales formas de vida en que se había desenvuelto la historia próximo-oriental en
los cinco milenios precedentes.

1.1. Ambitos geográficos, pueblos, lenguas y escritura.


Los ámbitos geográficos abarcados bajo la denominación de Próximo Oriente
son muy variados. Inicialmente se distinguen cuatro unidades bien diferenciadas:
Anatolia, Mesopotamia, Irán y la zona sirio-palestina. Omitimos Egipto que también
forma parte, desde un punto de vista amplio, del Próximo Oriente, por sus
características económicas, sociales y políticas. Pero la magnitud de sus fuentes
documentales y el uso de la escritura jeroglífica, frente al cuneiforme, han provocado el
desarrollo de una disciplina independiente, la Egiptología, lo que justifica un estudio
aparte, a pesar de las múltiples conexiones entre su historia y la del Próximo Oriente
asiático.
Cada uno de estos ámbitos contiene diversos eco-sistemas, cuya explotación
obliga al hombre a actuar de modo diferente en cada caso. Tal es uno de los
fundamentos de las distintas formas de organización que encontramos en el mundo
próximo-oriental.
Las gentes que habitaron estas regiones son de muy variada procedencia. La
mayor parte es de origen semita, razón por la que las distintas lenguas habladas por
ellos están emparentadas entre sí, pudiendo ser agrupadas en tres ramas lingüísticas: el
semita noroccidental, el semita meridional y el semita oriental. Del primero derivan el
cananeo (amorita, ugarítico, fenicio, hebreo) y el arameo, que serán las lenguas
dominantes en la región sirio-palestina. El semita meridional dará lugar a los distintas
dialectos arábigos, mientras que el semita oriental será el precedente de las lenguas más
importantes habladas en Mesopotamia, el acadio, del que derivan el asirio y el
babilonio.
A estas lenguas hay que añadir el sumerio, que fue la lengua dominante en el
sur mesopotámico hasta su desplazamiento por el acadio y las lenguas del tronco
indoeuropeo, que hacen su aparición en este escenario por la inmigración de fuertes
contingentes en distintas etapas. Unos, los luvitas y los hititas, dominarán la meseta de
Anatolia a partir del 2000 aproximadamente; los otros, iranios -sobre todo medos y
persas-, se asentarán poco a poco en el cambio del segundo al primer milenio en el
altiplano al que otorgarán definitivamente su nombre. Finalmente, es necesario
mencionar otros grupos lingüísticos, como el de los hurritas, omnipresentes en la
historia del Próximo Oriente, desde los archivos del palacio de Ebla, y que terminarán
desempeñando un importante papel en la configuración del Imperio de Mitanni en la
parte central del II Milenio; aún, en los primeros siglos del I Milenio, sus descendientes
se reorganizarán en el reino de Urartu, en la zona oriental de Anatolia. Otros grupos
menores tendrán una cierta influencia en el desarrollo histórico del Próximo Oriente,
como los elamitas, que desarrollan una importante cultura contemporánea a la
mesopotámica, y otros muchos pueblos, como los guteos, lullubi, casitas, etc. a los que
nos iremos refiriendo en sus lugares correspondientes. Naturalmente, aún son muchos
los pueblos que intervienen en la historia próximo-oriental, pero su mera mención no
serviría más que para convertir la lectura en una tediosa actividad.
Prácticamente todos estos pueblos emplearon la escritura cuneiforme para
representar sus distintas lenguas. La adaptación de esa forma de escritura a sistemas
lingüísticos de enorme disparidad fonética y sintáctica, constituye una ingente actividad
intelectual por parte de los escribas de las distintas cancillerías. Sin embargo, también se
emplearon otros sistemas de escritura, como los jeroglíficos hititas (aunque la mayor
parte de los textos hititas están en cuneiforme) y, sobre todo, por su importancia
cultural, la escritura alfabética fenicia que supone, como mayor innovación, la
representación individualizada de cada sonido, con lo que se simplifica el aprendizaje,
al tiempo que se articula infinitamente mejor la representación de la lengua.

1.2. La periodización.
El amplio período cronológico abarcado por la historia próximo-oriental
propicia la abundancia de pueblos con distintas experiencias históricas, lo que provoca
esa imagen de complejidad aparentemente ajena, por ejemplo, a Egipto. Sin embargo,
una vez adquiridas las coordenadas espacio-temporales, se puede comprender sin
excesiva dificultad el discurso histórico del Próximo Oriente, en el que interesa sobre
todo definir la importancia cultural de cada comunidad que evoluciona ante nosotros.
Intentaremos a continuación presentar esquemáticamente a los protagonistas de esta
historia para facilitar su comprensión.
Desde el punto de vista histórico, el punto de arranque de nuestra exposición
debe ser el paso decisivo de la economía de recolección a la de producción; es decir, la
adquisición de la agricultura como fundamento económico y, como consecuencia,
principio del ordenamiento social. Sin embargo, es muy difícil precisar cuándo tiene
lugar en cada región tan trascendental cambio, que es consecuencia de un largo proceso
adaptación. En Mesopotamia propiamente dicha, sabemos que sus más antiguos
habitantes se instalan allí dedicados ya a actividades agrícolas en el VI Milenio, pero no
empiezan a organizarse bajo estructuras estatales hasta dos milenios después. Hacia
mediados del IV Milenio aparecen los primeros testimonios de escritura, lo que
demuestra la existencia de un ejercicio del poder centralizado, coincidente con la
aparición de las primeras concentraciones urbanas propiamente dichas. Durante la
segunda mitad del IV Milenio se van consolidando las distintas unidades estatales, hasta
que en el cambio de milenio, en torno al 3000, comienza el llamado período dinástico
primitivo. Este se prolonga hasta el 2300 y corresponde a la cultura sumeria.
En el norte de Siria se desarrolla entre mediados del III Milenio y el 2250 la
primera dinastía de Ebla, con una importancia cultural extraordinaria, pues rompe la
imagen que hasta hace una década se tenía sobre el mundo del Próximo Oriente en el III
Milenio.
De nuevo en Mesopotamia, entre el 2300 y el 2100 se produce la hegemonía
del Imperio Acadio, fundado por Sargón y que supone el predominio cultural semita
frente al sumerio y, por otra parte, la primera unificación del territorio bajo un solo
poder político, frente a los diminutos estados autónomos de la época sumeria. Al mismo
tiempo, entre mediados del III Milenio y 2150, Elam desarrolla una cultura propia, bajo
la dinastía de Awan, con sede en Susa.
Desde la caída del Imperio Acadio hasta el fin del III Milenio, la historia
política de Mesopotamia está dominada por la Tercera Dinastía de Ur, que desaparece
hacia el año 2003.
Por tanto, en el tercer milenio hay tres grandes focos culturales: Elam, Ebla y
Mesopotamia. En esta última región se distinguen tres fases culturales bien diferencias:
Súmer, Acad y III dinastía de Ur.
La documentación que poseemos a partir del II Milenio es mucho más
abundante, no sólo por la cantidad que aportan las viejas culturas que poseían la
escritura desde el milenio anterior, sino sobre todo por su difusión generalizada por las
innumerables unidades estatales. Esta realidad hace más compleja la historia próximo-
oriental, cuyo análisis se va haciendo paralelamente más denso. Es conveniente dividir
el milenio en dos mitades, que se justifican por las cesuras culturales que se aprecian
hacia la mitad del milenio.
El tránsito del III al II Milenio está caracterizado por la desaparición del
Imperio de Ur III en la Baja Mesopotamia, el movimiento de los amorreos que
terminará provocando el establecimiento de algunos grupos en el interior de
Mesopotamia donde darán forma al llamado Imperio Paleobabilónico y, finalmente, por
la llegada de indoeuropeos luvitas e hititas a Anatolia, convirtiéndose así en el elemento
étnico dominante en torno al que se articula la monarquía de Hatti.
Las culturas más importantes durante esta primera mitad del milenio serán, en
Mesopotamia, el Antiguo Reino Asirio y el Imperio Paleobabilónico y, en Anatolia, el
reino hitita. Naturalmente, junto a estas grandes potencias conviven pequeñas unidades
estatales que desempeñan un importante papel en la producción de bienes económicos y
en los juegos de las alianzas políticas, como los reinos amoritas del norte de Siria, los
pequeños estados que comienzan a proliferar por Palestina, antiguas ciudades-estado
que mantienen su antaño prestigio, como Isín, Larsa o Mari y, al este de Mesopotamia,
la renaciente pujanza de Elam hasta el advenimiento de Hammurabi, máximo
representante de la dinastía paleobabilónica.
Con la desaparición de esta dinastía en 1595 debido a la toma de Babilonia
por el rey hitita Mursil I, comienza una época de gran inestabilidad política que va a
caracterizar toda la parte central del milenio y que justifica la cesura que
mencionábamos anteriormente. Poco antes, las campañas del rey hitita por la parte norte
de Siria pone fin al reino amorreo de Alepo, lo que facilita el incremento de poder de
los hurritas, hasta la consolidación del Imperio de Mitanni hacia mediados del s. XVI.
Esta circunstancia, unida a los problemas internos del reino hitita, provocan su
decadencia, que tendrá su máxima expresión cuando a mediados del s. XV se erija una
dinastía hurrita en Hatusa, la capital de los hititas. Por otra parte, el vacío de poder en
Mesopotamia había posibilitado la implantación de los casitas, un pueblo procedente del
Zagros, que instaura una dinastía propia en Babilonia, la dinastía casita, bajo cuya
hegemonía se desarrolla el Imperio Medio Babilónico, desde mediados del s. XVI hasta
el s. XII. Por último, la separación de las dos mitades del milenio se justifica también en
la región sirio-palestina por la expansión imperialista egipcia, pues a comienzos del s.
XV, el faraón Tutmosis III extiende sus dominios asiáticos hasta la parte central de
Siria.
La segunda mitad del II Milenio va a estar políticamente dominada por las
grandes potencias surgidas como consecuencia de la caída del Imperio de Mitanni hacia
1350, que tras sus enfrentamientos con Egipto se había visto sumamente debilitado. El
golpe definitivo le vino por la acción combinada del rey hitita Suppiluliuma, fundador
del Imperio de Hatti, y de Assurubalit, con el que comienza el Imperio Medio Asirio. A
estas dos grandes formaciones hay que añadir el ya mencionado Imperio
Mesobabilónico casita y, por supuesto, el Imperio Nuevo Egipcio que tendrá una
intervención permanente en los asuntos asiáticos.
Desde el punto de vista histórico el fin del Milenio comienza a producirse en
el s. XII, cuando la situación internacional queda definitivamente transformada como
consecuencia, por una parte, de las invasiones de los denominados Pueblos del Mar y,
por otra, del desplazamiento de los arameos. Si los primeros provocan el colapso en las
zonas costeras, los segundos lo ocasionan en las regiones del interior, incluida
Mesopotamia. Evidentemente, las causas de la desaparición de los Imperios de Hatti,
Assur o Babilonia no son lineales, sino que están relacionadas con múltiples factores
internos en desequilibrio, agravados por la coyuntura internacional. La reorganización
de las formaciones estatales es más o menos lenta dependiendo de las distintas regiones.
Pero si las grandes potencias imperialistas habían sido la tónica dominante durante la
segunda mitad del II Milenio, el período siguiente se va a caracterizar por la dinámica
de múltiples estados de pequeñas dimensiones diseminados por toda la región, a
excepción del Imperio Nuevo Asirio, que surge como potencia dominante en
Mesopotamia y que ampliará su radio de acción por todo el Próximo Oriente hasta su
desaparición a finales del s. VII, en que su poderío se ve suplatando por el del Nuevo
Imperio Babilónico.
Esta primera mitad del I Milenio se distingue por la variedad de estados que
van desde Anatolia a Palestina: Urartu en torno al lago Van, en la zona oriental de
Anatolia; el reino frigio de Gordion y el de Lidia en Asia Menor; las ciudades griegas
de la costa occidental de Anatolia; los reinos neohititas de Anatolia meridional y norte
de Siria; los reinos arameos asentados en la misma región; las ciudades fenicias del
litoral sirio; los reinos de Judá e Israel y los filisteos en Palestina.
Pero las alteraciones afectan también al amplio mundo situado al este de
Mesopotamia. Allí se ha ido produciendo lentamente, desde antes del cambio de
Milenio, la penetración de los indoiranios, de entre los que van a destacar dos pueblos
asentados en la parte occidental del Irán: los medos y los persas, que relativamente
pronto se van a organizar bajo la forma monárquica como reflejo de la realidad
circundante. A finales del s. VII el reino medo comienza a intervenir activamente en la
política mesopotámica y gracias a su alianza con Babilonia consigue tomar Nínive en
612, lo que marca el principio del fin de Asiria y el auge de Media y Babilonia. Sin
embargo, a mediados del s. VI Media queda integrada dentro del Imperio Persa, que
comienza así una irresistible expansión, culminada antes de la conclusión del siglo con
la anexión de todos los territorios que forman parte del Próximo Oriente, incluido
Egipto.
En consecuencia, la segunda mitad del I Milenio no va a ser más que la
historia del Imperio Persa, hasta que desaparezca ante el fulminante avance del ejército
macedónico capitaneado por Alejandro Magno. La historia del mundo helenístico en el
Próximo Oriente está tan profundamente marcada por la simbiosis cultural entre oriente
y occidente que verdaderamente supone una cesura en el propio desarrollo, ampliada
además por la dominación romana. Tan sólo las regiones más orientales conseguirán
perpetuar la idiosincrasia de lo oriental más allá del influjo ejercido por las culturas
griega y romana. De este modo, el Imperio Persa se prolonga a través del tiempo en las
dinastías Arsácida, y Sasánida, como nexo de unión con el mundo islámico, que
constituye la imagen más evidente de la nueva ruptura cultural entre el oriente
musulmán y el occidente cristiano.

2. El surgimiento de los primeros Estados.

2.1. De la aldea al Estado.


La necesidad de desarrollar considerables obras de ingeniería para controlar el
abastecimiento de agua mediante sistemas de irrigación y drenaje obliga el contacto y el
trabajo colectivo de comunidades, en general poco extensas, incapaces por sí mismas de
someter la naturaleza a sus menesteres. De ese modo, pequeñas agrupaciones que en
condiciones ambientales diferentes hubieran desarrollado una vida política
independiente, quedan integradas en un proceso de colectivización del trabajo, por
encima del horizonte de sus propias aldeas, que será de trascendental importancia para
el desarrollo histórico posterior.
La adquisición de una tecnología hidráulica permite a estas comunidades una
mejora en la explotación del suelo, de tal forma que, superado el límite del
autoabastecimiento, se va generando un excedente cuyo control, redistribución y uso,
permite a un grupo social abandonar las tareas productivas para especializarse en las de
gestión. Ese grupo desarrollará todos los mecanismos posibles de coerción (física e
ideológica) para no perder jamás su posición de privilegio y perpetuarla en su
descendencia.
Al mismo tiempo se consolida la especialización laboral de individuos que no
se dedican a la producción de bienes alimenticios, sino de objetos artesanales o al sector
de servicios, con lo que la estructura socio-económica se va haciendo cada vez más
compleja.
Las formas en que se puede establecer el control social y político son muy
diversas, pero las condiciones ambientales en el Próximo Oriente permitieron el
desarrollo de unos mecanismos específicos que, tomados como modelo, han sido
denominados "modo asiático de producción". Destaca, en principio, la forma de
propiedad de la tierra, base de todo el sistema económico. Presumiblemente, en los
orígenes del proceso de neolitización, la tierra sería comunal, quizá de titularidad
divina; todavía en la época de las primeras dinastías aparentemente la mayor parte de la
tierra pertenece a la divinidad, y aunque muchos campesinos pudieran ser propietarios
de sus medios de producción estaban obligados a entregar todo su excedente al lugar
central. Serán precisamente los reguladores de las relaciones de los hombres con los
dioses quienes se beneficien de esa situación y quienes tendrán la posibilidad de
enajenarlas para usufructo personal. Por tanto, la privatización de la tierra es un acto
insolidario que no se puede asumir socialmente más que a través de la manipulación
ideológica o la violencia física. La consideración de que se trata de un pacto social
mediante el cual el campesino renuncia a una parte de sus beneficios a cambio de una
mejor gerencia, no es más que una burda justificación de la insolidaridad de los
poderosos.
La gestión económica se lleva a cabo desde los templos, verdadero centro de
la vida de las comunidades agrícolas. Los campesinos no son más que la fuerza de
trabajo capaz de generar la riqueza necesaria para reproducir el sistema y, aunque
jurídicamente son libres, carecen de cualquier mecanismo de control político capaz de
modificar el orden de las cosas. Por esa razón las sociedades hidráulicas proporcionan
esa apariencia de inmutabilidad que tanto las aleja de otras formaciones sociales con
diferentes formas de propiedad de la tierra.
Al templo concurren los excedentes agrícolas y desde allí se destinan a la
alimentación de los artesanos o al comercio. En consecuencia, los trabajadores
especializados en manufacturas tienen también una relación de dependencia con
respecto al templo, lo que los sitúa en una posición social análoga a la de los
campesinos. Y los comerciantes, puesto que el objeto de su actividad tampoco les es
propio, no son más que transportistas al servicio de los mismos señores. En esas
circunstancias, las tareas de defensa del Estado no pueden recaer sobre quienes nada
poseen y ello obliga a la creación de un ejército de profesionales, mucho menos
dinámico, socialmente hablando, que el que se compone con ciudadanos en armas. Este
ejército garantiza, mediante la represión, la seguridad interior y sirve de base para la
integridad del territorio. Obviamente, en caso de necesidad se realizan levas entre la
población dedicada a otras actividades que, de este modo, participa en la defensa de los
intereses del Estado como una forma más de trabajo forzoso, al tiempo que sirve de
mecanismo de integración y cohesión social.
Los señores de la guerra constituyen, pues, la otra fuerza -junto al clero-
desintegradora de las sociedades igualitarias. Esos serán los dos polos en torno a los
cuales se consoliden las desigualdades y los beneficiarios de toda la actividad del
Estado, instrumento eficaz para la emergente clase privilegiada.

2.2. El proceso de estatalización en Mesopotamia.


Las gentes que habitaban Mesopotamia en la época histórica habían ido
llegando allí a lo largo de un prolongado período de tiempo, pero desde el primer
momento son portadoras de cultura sedentaria. Es decir, el proceso de domesticación de
las plantas tiene lugar fuera del territorio mesopotámico; concretamente en las altas
tierras situadas entre Anatolia y el Irán, con producción incipiente a partir del octavo
milenio, y en la región de Palestina aún un milenio antes.
Sin embargo, fueron las estribaciones occidentales del Zagros las que albergaron a
las comunidades predecesoras de los agricultores mesopotámicos. Allí, por razones
vinculadas al empobrecimiento de la economía recolectora, los grupos humanos
transhumantes se vieron obligados a mejorar o completar su dieta alimenticia con
especies vegetales, cuyos ciclos vitales fueron paulatinamente dominando. El triunfo
definitivo sobre ellas conllevaba una transformación radical en sus formas de vida, pues
los obligó a instalarse en un lugar permanentemente, lo cual incidiría definitivamente
sobre sus estructuras económica y social, y naturalmente sobre su visión del mundo y de
los dioses.
El establecimiento permanente más antiguo hasta ahora conocido es el de Yarmo,
situado en el Kurdistán, que remonta probablemente a mediados del séptimo milenio
(neolítico acerámico). Aún tuvieron que ensayar los nuevos agricultores durante más de
quinientos años sus descubrimientos para poder afrontar con ciertas garantías los
problemas que planteaba la agricultura en tierras más llanas.
Los primeros asentamientos en la cuenca mesopotámica, poseedores todos ellos ya
de culturas cerámicas, se instalan en la zona septentrional, la Asiria histórica. De
momento no parecen ser anteriores al 6000 aproximadamente, según se desprende del
reciente hallazgo de Umm Dabaguiya. Desde el primer momento aquí las casas son
rectangulares, con varias habitaciones y almacenes. Su población se dedica a la
agricultura, ciertamente aún muy pobre, y a la ganadería que no puede competir con la
caza como base de las proteínas necesarias para la alimentación.
La cultura de Umm Dabaguiya es suplantada por tres ambientes culturales,
Hasuna, Samarra y Tell Halaf, que abarcan el milenio comprendido entre el 5500 y el
4500. Tradicionalmente se consideraban tres horizontes culturales sucesivos, pero las
investigaciones más recientes parecen demostrar que se trata más bien de expresiones
regionales más o menos contemporáneas.
La cultura de Hasuna (5500-5000) está representada por el yacimiento que le
da nombre y el de Yarim Tepe. Su expansión geográfica está limitada al norte por la
cultura de Tell Halaf y al sur por la de Samarra. Culturalmente hablando parece que hay
una gran continuidad entre Umm Dabaguiya y Hasuna. Las casas, rectangulares y con
varias habitaciones, se levantan en torno a un patio central, lo que se convertirá en
paradigma de la arquitectura mesopotámica. Por lo que respecta a la cerámica,
ésta parece inspirada en la cestería por la ornamentación incisa con formas geométricas
continuas. La agricultura de secano sigue siendo la base económica de la población, que
aún dedica enormes esfuerzos a la caza, dada su escasa capacidad ganadera.
La cultura de Samarra se desarrolla en un horizonte cronológico similar al de
Hasuna. Sus cerámicas son probablemente de las más vistosas de cuantas se fabrican en
Mesopotamia en ese momento y las que confieren mayor personalidad arqueológica a
esta cultura. Pero desde el punto de vista histórico destaca más el hecho de que su
población es capaz de desarrollar una verdadera agricultura de irrigación, con lo que
ello supone de esfuerzo colectivo para el control de las aguas, al tiempo que consigue
relegar la caza a una posición marginal dentro de las actividades destinadas a la
obtención de alimento.
Por lo que respecta a la cultura de Halaf, conviene distinguir una fase antigua
-representada esencialmente por el yacimiento de Arpachiya-contemporánea a Hasuna,
cuyos oscuros orígenes están fuera del espacio mesopotámico, y otra más reciente -
caracterizada por Tell Halaf- con una expansión extraordinaria, según se desprende de
sus magníficas cerámicas, que se superponen a las de Hasuna y Samarra. Desde el punto
de vista del hábitat, uno de los rasgos distintivos más evidentes de esta fase es el
predominio de la casa con planta circular, tipo tholos, con un corredor de acceso, lo que
supone un rasgo de arcaísmo, del mismo modo que el predominio de la agricultura de
secano El fin del período de Tell Halaf se produce, al parecer, de forma violenta -dados
los niveles de destrucción que presentan muchos yacimientos- coincidiendo con la
implantación en el norte mesopotámico de la cerámica típica de la primera fase
cultural del sur, es decir, del período de El Obeid. A partir de ese momento, el sur
impondrá su ritmo en el desarrollo histórico de Mesopotamia.
La cultura de El Obeid, que se origina hacia el 5000 como primera manifestación
humana permanente en el sur mesopotámico, da comienzo al período protohistórico.
Sus orígenes permanecen oscuros, pues los primeros asentamientos poseen ya
agricultura de irrigación y sus cerámicas son de sorprendente delicadeza. Como
consecuencia de ello se discuten dos posibilidades: o existe un período formativo aún no
descubierto arqueológicamente, o bien se trata de una cultura formada en el exterior y
que se implanta ya desarrollada en la Baja Mesopotamia. La primera fase de esta
cultura, que discurre entre 5000 y 4500, se conoce por el yacimiento de Eridu, de donde
procede un santuario con diecisiete niveles superpuestos. El templo más antiguo era un
pequeño recinto cuadrado cuyos muros estaban reforzados por un contrafuerte interior.
Su aspecto es idéntico al de las viviendas y su espacio interno, bien articulado, parece
indicar que los fieles aún tenían acceso a él, frente a lo que ocurrirá más adelante.
El Obeid propiamente dicho comprende del 4500 al 3500 y supone una
ruptura evidente con respecta a las fases culturales precedentes. En efecto, en el norte
mesopotámico hasta ahora no se han hecho evidentes las desigualdades sociales, se trata
de comunidades gentilicias con una distribución homogénea del trabajo, a la que
corresponde una homogénea redistribución del producto. Cada aldea constituye una
unidad de producción más o menos aislada, separada de las vecinas por amplios
espacios no cultivados, lo que va provocando una ocupación aleatoria del territorio, que
en su mayor parte sigue deshabitado. El proceso de ocupación sistemática del territorio,
la especialización laboral y la consecuente actividad gerencial por parte de una minoría
es perceptible inicialmente en el sur, donde surge el embrión del proceso de
estatalización. Las circunstancias por las que se produce esta situación no son
fácilmente demostrables, pero frente a la pretensión de que es un azar histórico o que
responde al "espíritu" más emprendedor de las gentes del mediodía mesopotámico,
conviene tener presente que las condiciones ambientales eran completamente diferentes
en el norte y en el sur y que por ello la adaptación de los hombres a cada ecosistema los
obligó a actuar de forma diferente, de modo que son razones objetivas las que permiten
explicar el discurso de la Historia, que entra aquí en uno de sus tramos más decisivos,
como es el del surgimiento del Estado.
Con la cultura de El Obeid comienza el trabajo sistemático de canalización,
que obliga a una organización jerarquizada del hábitat, como reflejo de una
organización social jerarquizada. La aparición de edificios públicos, como son los
santuarios de la época, pone de manifiesto la centralización del poder económico y
político en torno a un sacerdocio probablemente profesional que concentra toda la
actividad administrativa de la comunidad. Pero, al mismo tiempo, las diferencias en los
ajuares funerarios es consecuencia de las diferencias en el acceso a los bienes
materiales, es decir, deja ver una sociedad que comienza a estratificarse funcional y
económicamente. Y todo ello es posible por el incremento de la producción agrícola,
gracias a la irrigación extensiva y a la introducción del arado de tracción animal, que
conduce a una especialización laboral y funcional en la que un reducido grupo de
individuos quedan liberados de las tareas productivas para dedicarse a las actividades
gerenciales. Los mecanismos que desarrollan para perpetuarse en su posición de
privilegio constituyen esa cortina de humo que, enmascarada bajo la denominación de
cultura, impide comprender la realidad histórica en su verdadera dimensión.
Con anterioridad a mediados del IV Milenio, coincidiendo con el final de la
cultura de El Obeid, comienza un proceso de transformación acelerada en la vida del sur
mesopotámico, que desembocará a finales del milenio en los Estados hidráulicos
históricamente documentados. Este proceso ha sido arbitrariamente dividido en dos
períodos: Uruk (3750-3150) y Yemdet Nasr (3150-2900). La cerámica tipo Uruk (actual
Warka), con decoración incisa, va sustituyendo paulatinamente a la de El Obeid, sin que
llegue a producirse ruptura. Por consiguiente, la continuidad es la tónica de esta época
de grandes aportaciones, que va a contribuir al progreso humano con inventos como el
torno de alfarero, la vela, el arado o la rueda, al tiempo que desarrolla la metalurgia, las
relaciones comerciales y otros avances técnicos. Todo ello no son más que las
consecuencias que conlleva la culminación de la "revolución urbana", la organización
del espacio que agrupa a una población laboralmente cada vez más diferenciada y
jerarquizada. Desde los templos se administra estos Estados incipientes y las
necesidades burocráticas provocan el desarrollo de otro logro, probablemente aún más
importante para la historia de la humanidad: la escritura (nivel IV de Uruk, 3300
aproximadamente).
Sin embargo, con el comienzo del período de Yemdet Nasr se introduce una
modificación sustancial en la construcción de los templos. El más característico de este
período es el consagrado a Anu, el dios supremo. Lo conocemos como Templo Blanco
de Uruk y, aunque mantiene básicamente la planta tradicional, presenta la gran
novedad de erigirse sobre una terraza, precedente del zigurat. Este cambio
es consecuencia del progresivo distanciamiento entre los dioses y los hombres; es
decir, el acceso al contacto directo con los seres sobrenaturales ha sido cortocircuitado
por unos intermediarios que controlan y manipulan los "deseos divinos": la
supraestructura ideológica. Y son los mismos que controlan ya definitivamente
las decisiones políticas, pues son quienes administran los recursos económicos del
templo y de la comunidad; en definitiva, ha surgido el Estado.
El alcance de este proceso no afecta exclusivamente al territorio
inmediatamente circundante a cada ciudad. El excedente agrícola había permitido desde
mucho tiempo atrás obtener mediante intercambio bienes procedentes de lejanas tierras.
El acceso a los bienes comerciales se producía irregularmente, reproduciendo las
desigualdades sociales de la comunidad perceptora. El comercio, por tanto, constituye
una actividad económica importante, con una dimensión social e ideológica
extraordinaria. El aparato del Estado se interesará, pues, en garantizar la fluidez del
tráfico comercial, controlándolo con todos los medios disponibles para ello. Esa es la
razón por la que proliferan a partir de este momento las colonias comerciales, unidades
de hábitat dependientes de los grandes núcleos urbanos. Entre ellas destacan las
colonias de Uruk situadas en el valle medio del Eufrates, en la Alta Mesopotamia y en
Elam, que nos permiten tener una idea más exacta de la complejísima organización que
habían logrado los Estados protohistóricos del sur mesopotámico.

3. El tercer milenio.

3.1. Súmer (2900-2334).


La configuración de las comunidades mesopotámicas como formaciones estatales
había determinado la evolución hsitórica durante el cuarto milenio. Por ello, desde la
época de Yarmo hasta la de Yemdet Nasr, la característica esencial es la búsqueda, el
ensayo de nuevas experiencias políticas y culturales.
Desde el punto de vista histórico, el tercer milenio se caracteriza por la progresiva
concentración del poder, que culminará con la formación de los primeros imperios.
Pero ese proceso de transformación no fue vertiginoso.
Los monarcas más antiguos que conocemos por las listas reales no remontan más
allá de 2750. Desde el final de la época de Yemdet Nasr (2900 aprox.) hasta esa fecha,
se nos escapan los acontecimientos que tuvieron lugar. Se detecta inicialmente una fase
de recesión, cuya característica esencial es la desaparición o independencia de los
antiguos centros coloniales, lo que pone de manifiesto la inconsistencia de la antigua
estructura comercial. Esa modificación no debe ser más que un síntoma de una cambio
más profundo en la forma de organización política, simbolizada por la aparición de los
primeros palacios, frente a los templos como único eje regulador de las comunidades. A
partir de ahora se producirá una coexistencia de la vieja estructura templaria, con el
nuevo sistema laico palacial. Y todo ello está vinculado al mismo tiempo en una
transformación en las formas de explotación agrícola del territorio, pues a los viejos
campesinos libres, aunque sometidos a los trabajos obligatorios, que vivían en las aldeas
rurales, se suman ahora importantes contingentes de campesinos dependientes de las
unidades centrales de administración que están desarrollando una verdadera
colonización agrícola del territorio. Y es precisamente a todo este complejo cultural a lo
que denominamos mundo sumerio, como si existiera equivalencia entre uno solo de los
grupos étnicos que componen la población de la Baja Mesopotamia y la civilización que
entre todos elaboran. Y, siguiendo una falsa analogía con el mundo
griego, denominamos ciudades-estado la forma del ordenamiento político de las
comunidades sumerias. La polis griega está basada en la comunión de intereses del
cuerpo de ciudadanos, éstos son los que configuran la comunidad-estado. En Súmer, la
ciudad-estado está caracterizada por el territorio que pertenece a un templo o un palacio,
explotado por una población que no participa en las tareas políticas y administrado por
una elite que controla todos los resortes del poder en un régimen verdaderamente
teocrático.
Los cuatrocientos años que discurren desde los primeros nombres de reyes
conocidos, hasta el ascenso al poder de Sargón de Acad (2350 aprox.), tienen como
fondo político la encarnizada rivalidad entre las distintas ciudades sumerias, que tras la
recesión de Uruk han alcanzado un grado de desarrollo similar, dominando territorios de
unos treinta kilómetros de diámetro. Cada una de las ciudades está gobernada por un
dinasta local, cuya titulatura varía de una ciudad a otra. Los términos empleados son en
"gran sacerdote", ensi "agente del dios" y lugal "rey", que ponen de manifiesto
diferencias ideológicas y políticas. El primero subraya el origen y continuidad del poder
real del ámbito templario en el que encontró su primera formulación; el segundo refleja
el papel fiduciario del dinasta con respecto al dios de la ciudad; el tercero destaca los
valores humanos, como novedad surgida en el protodinástico. Paulatinamente, la
oposición entre el poder de los distintos templos de una misma ciudad y el poder civil
irá encontrando una forma de cohesión precisamente en torno al palacio, que se
convertirá en el máximo regulador de las relaciones políticas tanto en el seno de la
comunidad, como con los Estados vecinos. En consecuencia, al rey corresponde el
control de las infraestructuras productivas y el sistema redistributivo, la dirección de la
guerra y la representación de la comunidad ante los dioses. Para el funcionamiento
correcto de estas atribuciones se rodea de los administradores necesarios que configuran
el aparato burocrático. Por debajo de este grupo social se encuentran los productores,
con diferentes estatutos jurídicos, que van desde los propietarios libres, con gran
diversidad de situaciones económicas, hasta los esclavos, pasando por una situación
intermedia de dependencia o servidumbre en la que se halla una gran parte de la
población, artesanos y campesinos no propietarios esencialmente.
Las relaciones interestatales durante el protodinástico están caracterizadas por
la rivalidad que tiene como objetivo la implantación de un poder hegemónico sobre todo
el país de Súmer, en torno al que se crea la ideología del "dominio universal". El
capítulo inicial de la rivalidad, que recoge la literatura, está marcado por el
enfrentamiento de Enmebaragesi de Kish y el héroe épico Gilgamesh de Uruk (a quien
está dedicada la primera epopeya de la historia). Las ciudades que protagonizan esta
lucha por la hegemonía son, además de Kish y Uruk, Umma, Ur, Nippur y Lagash entre
otras. Las razones de este prolongado enfrentamiento hay que buscarlas en el
crecimiento económico, que provoca el acondicionamiento para el cultivo de "tierras de
nadie", verdadero sistema de amortiguación, que al desaparecer genera la fricción entre
los distintos Estados.
Esta situación de belicosidad sólo se refleja parcialmente en el arte. Es
especialmente la consolidación de la monarquía teocrática lo que se aprecia más
intensamente en las expresiones artísticas de la época.
La arquitectura también se hace eco de la inestable situación política. Es
precisamente entonces, durante el reinado de Gilgamesh, cuando se construyó la
muralla de Uruk, de nueve kilómetros de perímetro. A ese momento corresponde la
erección del mayor de los templos de Jafache, en la cuenca del Diyala, rodeado por una
doble muralla ovalada, que lo convierte en una especie de ciudadela, militarmente
protegida. Por este camino se logra una separación definitiva entre la comunidad y el
dios tutelar de la ciudad; el otro camino será el zigurat, que se desarrollará más adelante.
Pero, además, el recinto amurallado de Jafache pone de manifiesto la necesidad de
protección del santuario y sus servidores (incluida la administración), pues constituye el
centro de atracción de la ciudad para un supuesto enemigo.
La consolidación del Estado burocrático también es perceptible en el análisis
de los santuarios de la época, pues la sencilla planta rectangular se va complicando para
habilitar espacios destinados a los administradores de los bienes del santuario y a todo
tipo de servidores.
La arquitectura funeraria está también en función de la nueva situación política. En
Ur se ha encontrado el cementerio real correspondiente a los monarcas de la primera
dinastía de la ciudad. Se trata de dieciséis tumbas cubiertas con falsa bóveda, en las que
además del personaje principal estaba enterrado su cortejo, compuesto quizá por
sirvientes y guardia personal. El ajuar funerario es fabuloso y de él proceden las mejores
piezas de orfebrería y otras actividades artesanales de este período. Es probable que esta
conducta colectiva sea reminiscencia de rituales prehistóricos insuficientemente
conocidos, pero desarrollados durante una fase inicial de la consolidación del poder
personal, que posteriormente se sustentaría en otros fundamentos social y
psicológicamente menos costosos, es decir, culturalmente mejor integrados.
A partir de mediados de milenio, se emplean las placas perforadas para representar a
los dirigentes de las distintas ciudades, al tiempo que se aprovecha para dar a conocer
sus gestas más gloriosas. La más antigua que conservamos es la del rey de Lagash,
Urnanshe, que aparece realizando la tarea de constructor, con lo que el arte se pone
claramente al servicio de la propaganda política. Pero es sin duda la Estela de los
Buitres el relieve más famoso de la época. Eannatum, rey de Lagash, describe
gráficamente su victoriosa campaña contra la vecina ciudad de Umma. La vanagloria
constituye el mensaje obvio de este relieve, en el que -por otra parte- aparece el dios
protector de Lagash, Ningirsu, representado con forma humana y sujetando en su mano
a Imdugud, aún representada como águila. Es la manifestación más contundente del
éxito de la antropomorfización de los dioses. Los dioses-animales ya no tienen sentido
para la ideología que ampara el sistema de las ciudades-estado. Conforme los dioses han
sido alejados del común de los mortales, los intermediarios necesitan aproximarse a
ellos, pues no basta únicamente el acceso diferenciado. La antropomorfización reduce la
distancia entre los seres divinos y sus representantes en la tierra, sin que ello conlleve
mayor facilidad de acceso para el resto de los hombres. Se estaban dando los
primeros pasos para que los más impetuosos representantes de los dioses alcanzasen
rango divino, aunque esa tendencia, frente a lo ocurrido en Egipto, jamás cuajó
plenamente en la ideología mesopotámica.
La etapa final de la lucha por la hegemonía está representada por la figura de
Lugalzagesi, rey de Uruk hacia 2300, que consiguió someter a Ur, Larsa, Umma,
Nippur y finalmente Lagash, donde reinaba el reformador Urukagina, un usurpador que
pretendía actuar contra el desequilibrio provocado por el creciente abuso de poder del
clero proponiendo como modelo el remoto pasado. Lugalzagesi se convierte, pues en el
fundador del primer "imperio", al unificar bajo su mando todos los estados situados al
sur de Kish. Sin embargo, su hegemonía no fue duradera, ya que precisamente en el
norte se estaba fraguando un nuevo modelo de ordenamiento político que va a modificar
radicalmente el curso de la historia de los estados sumerios. Pero antes afrontar ese
nuevo capítulo es conveniente volver nuestra atención hacia una de las regiones
periféricas, el norte de Siria, donde por estas mismas fechas adquiere protagonismo un
importante Estado, que ha sido denominado como el imperio comercial eblaíta.

3.2. Ebla (2400-2250).


Un modelo de organización diferente al de Egipto o al de Mesopotamia
presenta el antiquísimo reino de Ebla, situado al norte de Siria en una excelente posición
desde el punto de vista comercial, ya que era paso inevitable para el tránsito de
mercancías que circulaban entre el Mediterráneo y Mesopotamia o desde Anatolia hacia
las regiones meridionales del Próximo Oriente. Sin duda, esa privilegiada situación le
permitió convertirse en el centro hegemónico de toda la región sirio palestina durante la
segunda mitad del III Milenio, aunque hubiera de coexistir con otros reinos más o
menos independientes diseminados por la región.
Aún no hay acuerdo sobre los orígenes de este reino, que en opinión de
algunos sería una colonia comercial sumeria, mientras que para otros sería el resultado
de la dinámica interna de las poblaciones locales. El hecho cierto es que hacia 2400 el
reino de Ebla tiene una fuerte implantación en la región, donde ejerce una política
hegemónica frente a los estados vecinos.
Su población es esencialmente semita, como en toda la zona de Siria y
Mesopotamia septentrional, aunque también hay elementos "martu", los futuros
amorreos de los que hablaremos más adelante, hurritas y acadios.Por otra parte, se
detecta una importante influencia cultural sumeria motivada quizá simplemente por los
contactos o vinculada a un tipo de relación de dependencia más amplia, extremo
conectado con el del propio origen del reino.
Ebla parece una ciudad dedicada al comercio, pero que al mismo tiempo
controla un amplio territorio agrícola del que obtiene los recursos necesarios para el
intercambio comercial. Sin duda, la agricultura extensiva fue su principal fuente de
riqueza.
Al frente del Estado se encuentra un rey, malikum, de caracteres diferentes al
de los restantes estados contemporáneos, pues la monarquía en Ebla no parece
hereditaria; tan sólo Ibbi-Zikir, el último de los cinco reyes de la I dinastía que
conocemos, recibe el poder de su padre. Esta especialísima situación se ha interpretado
como expresión del cambio de la monarquía electiva, propia de comunidades
sedentarizadas recientemente y con un fuerte recuerdo aún de su época de
seminomadismo, a la monarquía hereditaria, propia de sociedades más evolucionadas en
las que la jerarquización del poder político está más consolidada.
Una especie de consejo de ancianos, que representa a las principales familias,
participaba activamente en el ejercicio del poder, lo que en opinión de algunos supone
una forma de organización más articulada que en el resto de los estados
contemporáneos, pero que podría entenderse también como una expresión adicional de
la reciente adquisición de la organización estatal.
El territorio político de Ebla no era excesivamente extenso, aunque mucho mayor que
el de las ciudades-estado sumerias, pues estaba rodeado por otros reinos más o moenos
independientes, que le impedían el acceso directo al Mediterráneo, al Eufrates, a
Anatolia e incluso a Siria central. Sin embargo, sus relaciones comerciales superaban
con creces esos ámbitos, como pone de manifiesto la documentación procedente del
archivo real, el más rico en información de todo el Próximo Oriente coetáneo.
3.3. Acad (2334-2193).
La rivalidad entre las distintas ciudades sumerias se
interrumpió bruscamente. Desde el período formativo junto a los sumerios hubo gentes
de otra estirpe, semitas, que participaron en la vida económica y social del territorio
sumerio, aun sin pertenecer al grupo de la oligarquía dominante. La presencia de
semitas era más densa hacia el norte. Mari, en la gran curva del Eufrates, era totalmente
semita y Kish estaría en el límite del predominio étnico sumerio. Precisamente será en
Kish donde se desencadene el proceso que justifica una separación entre la época
sumeria y acadia.
Un antiguo sirviente del rey Urzababa de Kish se subleva contra él y lo depone. El
triunfante usurpador, un semita llamado Sargón, decide fundar una nueva capital para
reafirmar la ruptura con el inmediato pasado. Es así como nace la ciudad de Agadé,
cuyos restos aún no han sido encontrados. La leyenda de Sargón de Acad se asemeja a
la de muchos otros héroes fundadores, como Moisés, Ciro, Edipo, Rómulo y Remo o el
tartésico Habis.
Tras la deposición de Urzababa, Sargón lanza una campaña contra el sur en la
que vence a Lugalzagesi, lo que le permite unificar todo el territorio de la Baja
Mesopotamia, es decir, Sumer y Acad. A continuación dedica sus esfuerzos a consolidar
las rutas de abastecimento de su reino, lo que en definitiva va a conducirlo a una nueva
etapa esencialmente militar, destinada al control real de las fuentes de abastecimiento:
Elam, dominado por la dinastía de Awan, va a sucumbir ante Sargón; Ebla va a ser el
objetivo de otra campaña. Sin embargo, la imposibilidad de integrar todos los territorios
de forma efectiva provoca un tipo de inestabilidad cuyas consecuencias serán decisivas
durante los reinados de los sucesores de Sargón. El primero de ellos, Rimush, se ve
obligado a aplastar la sublevación de algunas ciudades sumerias instigadas por Elam.
Sin embargo, el más importante de los sucesores de Sargón es su nieto Naram-Sin, que
se convertirá en modelo para monarcas posteriores. Con él el Imperio Acadio alcanza su
máxima expansión y, aunque se ve obligado a firmar un tratado con el rey de Awan,
logra conquistar Ebla. El Imperio, pues, bajo Naram-Sin goza aún de prosperidad, que
se descompone súbitamente bajo el reinado de Sharkalisharri (2217-2193), incapaz de
hacer frente simultáneamente a todos los problemas fronterizos. La desintegración de la
dinastía se efectúa bajo oscuros reyes de los que no conservamos más que un nombre, el
de Shu-Turul. Después tiene lugar el golpe final asestado por los guteos procedentes del
Zagros que lograrán instaurar dinastías en algunas ciudades.
El Estado acadio no es un imperio territorial amplio; sin embargo, en su seno
se aglutinan comunidades muy dispares, lo que obliga a una acción política mucho más
diversificada de lo que hasta entonces se había conocido. El fundamento del poder
reside naturalmente en la fuerza militar, lo que supone una experiencia nueva en la
historia próximo-oriental, pues se superan las dimensiones de la ciudad y se establece
un nuevo marco en las relaciones económicas, sociales y políticas. Los dinastas locales
se convierten en gestores de los intereses del Estado, que están por encima del control
de los territorios agrícolas por parte de los templos, de tal forma que se produce una
unificación territorial en beneficio del monarca, con efectos definitivos en la historia
posterior. Pero al mismo tiempo, este tipo de conducta genera una relación dialéctica
con los dominados, que constituye el germen de las revueltas y las tendencias
independentistas que van a caracterizar el advenimiento de la III dinastía de Ur y en
cierto modo constituyen una constante en la historia de Mesopotamia.

3.4. Los neosumerios (2120-2003).


El Imperio de Acad quedó aniquilado por la invasión de una horda devastadora, los
guteos, que probablemente se limitaron a rematar un Estado privado de recursos para
mantenerse como potencia hegemónica. Ignoramos las razones por las que se produjo el
ataque, pero seguramente no es ajeno a él la actividad económico-militar desarrollada
por los reyes acadios en la región del Zagros. Una deformación etnocéntrica nos hace
creer que las invasiones de hordas salvajes se producen por el atractivo que en ellas
ejerce el bienestar de las civilizaciones urbanas, de modo que es la "envidia" el recurso
explicativo para tales acontecimientos. Sin embargo, conviene tener presente que los
recursos de las comunidades sedentarias son limitados y se ven obligados a buscar
aquello de lo carecen en otros ámbitos mediante relaciones comerciales o campañas
militares, lo que las pone en contacto con los "bárbaros" cuyos propios ecosistemas se
ven alterados por la acción de los advenedizos; en ocasiones el resultado es el
exterminio de los nativos, pero en ocasiones éstos son capaces de responder
militarmente, dejándose sentir especialmente en las situaciones de debilidad de las
comunidades sedentarias, que interpretan la invasión desde la perspectiva del deseo
ilegítimo.
Sea como fuere, los guteos lograron establecer durante ochenta años una
dinastía propia, pero no consiguieron mantener la unidad del territorio bajo su control,
de modo que no ejercieron más que un poder nominal sobre muchas comunidades que
cada vez actuaban con mayor autonomía, como el ensi Gudea de Lagash -por no citar
más que al de mayor renombre-. Ello explica el fulminante éxito del soberano de Uruk,
Utuhegal, al agrupar a su entorno a cuantos deseaban expulsar al enemigo guteo. Por
otra parte, la deposición de Tiriqan, último rey guteo, no es más que el capítulo final en
un proceso de independencia de las distintas ciudades-estado sumerias, que recuperan
de este modo, en cierta medida, la libertad que el Imperio Acadio les había arrebatado.
Sin embargo, no se produce una mera reposición de la cultura sumeria, pues el casi
siglo y medio de predominio semita hacía irrepetible la historia. Si es la ciudad
de Uruk la que encabeza el movimiento de liberación, el provecho lo obtendrá Ur,
donde Urnammu establece una nueva dinastía (III din. de Ur) heredera, en buena
medida, del propio Imperio Acadio.
El Imperio de Ur III presenta novedades desde el punto de vista de la
organización, pues al frente de las ciudades se colocan funcionarios, que ponen fin a las
dinastías locales, configurando así un Imperio constituido por provincias, frente a los
imperios precedentes que en gran medida no eran más que impresionantes redes
comerciales. Es el primer paso para lograr la cohesión interna del Estado, fortalecida
por la redacción de un código de leyes, que sitúa al mundo mesopotámico en una
dimensión nueva y definitivamente distinta por ejemplo a Egipto. Esta medida va
acompañada por otras de índole administrativo, como la unificación de pesos y medidas
o la elaboración de un catastro. Todo ello está enmarcado en una nueva propaganda
política en la que se destaca el papel integrador del monarca, cuyo papel como
administrador de los recursos sigue fundamentado en el papel económico de los templos
en sus niveles básicos.
Los sucesores de Urnammu, Shulgi, Amarsin y Shusin, se ven obligados a
fortalecer las fronteras del norte, destinadas a controlar a los hurritas, y del oeste, por
donde los peligrosos martu (los amorreos) amenzan la integridad del Estado. Pero
durante el reinado de Ibbisin la presión externa se hace insostenible, los amorreos
arrasan los sistemas defesinvos y se instalan en Larsa, la desintegración permite al
gobernador de Isin, Ishbierra, declarar su independencia y, menos de tres lustros
después, una coalición de los elamitas con otros pueblos del Zagros derrota en 2003 a
Ibbisin, que es hecho prisionero. El Imperio de Ur III había sido aniquilado.
Un rasgo característico durante la III dinastía de Ur, que se va a mantener
durante todo el período Paleobabilónico es el decrecimiento de las aldeas rurales, con la
consiguiente disminución de campesinos propietarios, en beneficio del hábitat en
ciudades, que incrementa el porcentaje de mano de obra asalariada. Al mismo tiempo se
trata de una época en que se incrementan las obras públicas, tanto las destinadas a
infraestructura productiva (como los canales), cuanto las suntuarias o propagandísticas.
Es precisamente ahora cuando se construyen los primeros zigurats, las conocidas torres
escalonadas en cuya cúspide se erige el santuario del dios principal. Probablemente no
es casual que Urnammu, fundador de la III dinastía de Ur, sea el primero en levantar un
zigurat, en honor del dios luna Nannar. Se trata de una construcción imponente, que
lleva a sus últimas consecuencias la tendencia al distanciamiento cada vez más acusado
entre los dioses y los hombres, propiciado por la elite dominante. La razón por la cual se
agasaja a la divinidad de la ciudad con un santuario tan monumental es compleja. Sin
duda, se intenta trabar la arquitectura tradicional con los complejos que se construyen
en ese momento, haciendo del período acadio un paréntesis ajeno a la historia de Súmer.
Pero ese pretendido paréntesis había dejado una huella indeleble y en el intento de
manifestarse diferentes a los acadios se sublima el lenguaje arquitectónico, buscando en
los dioses aquiescencia para los nuevos dinastas, que mediante el zigurat -una ingeniería
atrevida- confirman ser los elegidos de los dioses.

4. La primera mitad del segundo milenio.

4.1. La época de Isín y Larsa (ss. XX y XIX).


El Imperio de Ur desaparece como consecuencia del golpe definitivo que le inflige el
vecino Estado de Elam, que desde antaño había participado en la vida política de
Mesopotamia. Pero aunque los elamitas fueran los agentes definitivos de la destrucción,
la intervención de los martu (amorreos o amoritas) había sido decisiva. Su penetración
en Mesopotamia se realizó de forma violenta y la magnitud de la invasión se pone de
manifiesto en el hecho de que a comienzos del milenio la onomástica amorrea llega a
ser predominante en la Alta Mesopotamia y bastante importante en el Sur. Su poderío
militar les permitió estblacer dinastías en distintas ciudades de Siria y Mesopotamia,
entre las que va a destacar precisamente la de Babilonia. Desde el punto de vista
cultural las repercusiones van a ser también considerables, pues la ocupación del norte
provoca un desplazamiento de "lo acadio" hacia el sur; desde entonces el sumerio se va
a convertir en una lengua culta, una reliquia de la tradición.
La desintegración del poder central, que sin embargo no afecta al continuismo
infraestructural e ideológico, va unida a la reanudación de la lucha entre las distintas
ciudades-estado sumerias para intentar inútilmente el restablecimiento de la unidad
imperial. Fundamentalmente serán Isín, a lo largo del s. XX, y Larsa, en el XIX, las que
lideren la actividad bélica, que tendrá ciertas repercusiones socio-económicas, como es
la utilización de tropas ajenas al ámbito palatino a las que se compensa con la entrega
de territorios, bajo la forma de colonias militares, en detrimento de las propiedades
familiares, que conocen un procedimiento de herencia nueva como es el reparto de la
propiedad entre los hijos. Al mismo tiempo se generaliza el arrendamiento de tierras y
el empleo de mano de obra asalariada. Todo ello es expresión de la crisis de la
estructura familiar, reorganizada ahora bajo la forma de la familia nuclear, que conlleva
la disolución de los lazos de solidaridad, dando lugar a la aparición de individuos
marginados por no estar integrados en las unidades de producción (las viudas y los
huérfanos, como estereotipo en la legislación de la época) y a la institucionalización de
la servidumbre por deudas, como rasgos más característicos del conflicto social en el
período de Isín y Larsa.
4.2. El Antiguo Reino Asirio (s. XIX-1780).
Los orígenes del Estado Asirio son oscuros. Posiblemente una antigua
población semita dedicada al pastoreo transhumante terminó asentándose en la Alta
Mesopotamia, por medio de un urbanismo difuso, cuya unificación estaría incentivada
por el interés acádico y del Imperio de Ur en controlar las rutas comerciales que
conducían hacia Anatolia. El papel que jugó el comercio en la configuración política de
Asiria es perceptible en la disparidad funcional de sus principales centros, Assur como
sede de la actividad comercial, y Nínive, centro regulador de la acitividad agrícola del
entorno.
La vida del Estado bajo los primeros reyes se nos escapa por la escasa
información, pero pronto debió ser una potencia equiparable a las del sur. Su auge está
íntimamente relacionado con una intensa actividad comercial, que le permitió extender
sus redes hasta Anatolia, donde ya en el último tercio del s. XIX instala agencias de
comercio. En efecto, a las puertas de la ciudad de Kanish (Kültepe) en Capadocia, los
comerciantes particulares asirios tienen un karum, de donde procede una valiosísima
colección de millares de tablillas que nos permite reconstruir su funcionamiento. El
karum de Kanish es una agencia comercial asiria, que funciona con una organización
política propia al margen de la ciudad indígena contigua. Se trata, pues, de un lugar
central estable que controla una red de agencias menores diseminadas por Anatolia. Su
objetivo es la exportación de bienes manufacturados (tejidos) y estaño, a cambio de los
cuales obtiene plata y oro; para alcanzarlo desarrollan los más sofisticados sistemas
crediticios y de tasación conocidos hasta entonces. Los beneficios repercutían sobre las
empresas privadas de Assur que tenían sus agentes en el karum y constituyen uno de los
ingresos más importantes para el Estado Asirio.
Al frente del reino se encontraba el monarca hereditario, con las atribuciones
propias de los reyes de la época; pero en el caso asirio se da una circunstancia especial,
pues la propia ciudad está representada a través de una asamblea, a la que pertenecen
todos los ciudadanos libres, con capacidad para tomar decisiones. Por último había un
magistrado electivo y temporal, limum, presidente de la asamblea y, por tanto, más
vinculado a la ciudad que al rey.
Pero esta situación quedará transformada a finales del s. XIX, cuando el
karum de Kanish es destruido, no se sabe bien en qué circunstancias, y en la propia
capital del reino se instala como monarca un amorreo, miembro de aquellas tribus que
previamente se habían dejado sentir por la zona septentrional de Siria y que también
habían conseguido instalar una dinastía propia en Babilonia. Sin embargo, con el nuevo
rey, Shamshiadad (1812-1780), Assur pierde parte de su protagonismo, pues el centro
de gravedad del reino se desplaza hacia la zona del Khabur, para garantizar las
comunicaciones entre Mesopotamia y Anatolia. Las campañas militares de
Shamshiadad tuvieron precisamente como finalidad asegurar la fluidez del tráfico
comercial y en tal sentido se debe entender la toma de Mari; aunque por otro lado
buscaba la consolidación de las zonas fronterizas. En cualquier caso, los fundamentos
del nuevo reino eran demasiado endebles, ya que se trataba de un conglomerado de
antiguas casas dinásticas, y pronto la fragilidad se dejará sentir violentamente. A la
muerte de Shamshiadad, Mari recupera con Zimrilim su independencia.

4.3. El Imperio Paleobabilónico (1894-1595).


La efímera hegemonía asiria se verá suplantada por la creciente potencia de
Babilonia, especialmente a partir del reinado de Hammurabi (1792-1750). Este el sexto
monarca de una dinastía amorrea instalada a comienzos del s. XIX en Babilonia.
Durante el período inicial, la nueva dinastía está sometida a una situación secundaria en
el teatro político de Mesopotamia, dominado por la rivalidad entre Isín y Larsa en el sur
y por Asiria en el norte. Desde su ascenso al trono, Hammurabi se presenta como un
fortísimo competidor del aguerrido rey de Larsa, Rimsin, al que paulatinamente va
arrebatando sus dominios. Por otra parte, la muerte de Shamshiadad, le permitió
intervenir decisivamente en los asuntos de Mesopotamia central. De todos modos la
configuración definitiva del Imperio no se producirá hasta los años finales de su
reinado, cuando logre la anexión total de la Baja Mesopotamia y de Mari. Precisamente
esa tardía anexión y la incapacidad de control efectivo provocará una inmediata
contestación política a su muerte.
Frente a la acción administrativa de la III dinastía de Ur, el Imperio de
Hammurabi no designa gobernadores para las ciudades; éstas pierden su entidad política
y se reducen a meros centros administrativos, de tal manera que los viejos territorios de
Sumer y Acad dejan de tener esencia en sí mismos, para quedar englobados bajo un
concepto más amplio y aglutinador: Babilonia, que se opone al otro territorio unificado
en el norte: el de Asiria.
Es característico del fuerte Estado centralizado de Hammurabi el control real
y palatino, en perjuicio del ámbito privado o de los templos, de las actividades
económicas y judiciales. La dedicación a tareas infraestructurales y los repartos de
tierras a los veteranos, no impidieron el agotamiento de los campos que terminará
provocando una crisis agraria a finales del período paleobabilónico.
Ahora bien, la obra más afamada de todo el reinado de Hammurabi es su
código legal, aparecido en Susa adonde fue llevado como botín de guerra
probablemente en el s. XII durante el declive de la dinastía casita. No era la primera vez
que se intentaba implantar una norma jurídica comúnpara todos los habitantes de Estado
multinacional; con anterioridad, Entemena, Urukagina, Urnammu y Lipitishtar, todos
ellos de origen sumerio, habían dictado normas o leyes que más o menos
fragmentariamente han llegado a nuestro conocimiento. Sin embargo, el Código de
Hammurabi es el texto legal más extenso de todos ellos y nos permite restaurar con
cierta precisión el mundo babilonio de aquél momento. Frente a las legislaciones
precedentes en las que las sanciones tratan de reparar económicamente el perjuicio
ocasionado, el Código de Hammurabi se basa en la llamada Ley del Talión, es decir, un
castigo idéntico al daño. Subyacen aquí dos concepciones diferentes del derecho: una
indemnizadora, la otra supuestamente preventiva, con lo que conllevan de carga
ideológica. El carácter reaccionario de esta segunda modalidad se pone especialmente
de manifiesto en el hecho de que las penas son diferentes en función del estatuto
jurídico del agraviado y del reo.
A partir del Código se observa cómo la sociedad está dividida en tres grupos
diferentes: awilum, que corresponde al hombre libre, mushkenu, el sometido a algún
tipo de dependencia, y el esclavo, wardum. Como los esclavos no constituyen la
principal fuerza de trabajo, ni la posición privilegiada del awilum está fundamentada en
la existencia de esclavos, no podemos considerar el mundo babilonio como una
sociedad esclavista. El awilum es representante de la clase de los propietarios -
independientemente de su capacidad económica-; mientras que el mushkenum debe ser
considerado como el asalariado por cuenta del Estado, que no goza de los privilegios de
la clase propietaria y que por tanto se encuentra en una posición servil o semi-libre. De
aquí se desprende también que el mundo mesopotámico está basado en la existencia de
dos únicas clases sociales, los propietarios y los no propietarios, en el seno de las cuales
se pueden dar diferentes situaciones jurídicas o económicas. Y es precisamente ese
orden de cosas el que Hammurabi pretende consolidar con su Código, aunque para ello
sea necesario mitigar ciertos privilegios corporativos o de clase que repercutían
negativamente sobre los sectores sociales más débiles. Por ello, la defensa de la mujer,
de los huérfanos, o de cualquier otro grupo social marginal, no puede ser interpretada
como síntoma de la sensibilidad del monarca, sino como instrumento legal necesario
para reducir el conflicto social.
Unos ciento cincuenta años sobrevivría el Imperio Paleobabilónico a
Hammurabi. Sus sucesores se vieron envueltos en múltiples conflagraciones, pero serán
la crisis agraria y las tensiones del comercio interestatal las razones esenciales de su
desaparición. El interés económico de los hititas en la ruta que une la zona central de
Mesopotamia con Siria, termina provocando una expedición del rey hitita Mursil contra
Babilonia que es saqueada en 1595. De este modo concluye la dinastía amorrea que
había gobernado durante el Imperio Paleobabilónico.

4.4. El Antiguo Reino Hitita (ss. XVII-XV).


Este Mursil que se lleva consigo la estatua del dios Marduk tras la toma de
Babilonia es una de los máximos representantes de la antigua monarquía hitita, cuyos
orígenes se pierden en tiempos remotos.
En el tránsito del III al II Milenio se produce una masiva llegada de gentes
indoeuropeas, procedentes de la región comprendida entre Ucrania y el Cáucaso, que se
superpondría a una población anatólica precedente, en la que ya podría haber elementos
indoeuropeos. Probablemente esta penetración está vinculada a la crisis de las culturas
urbanas del III Milenio, que deja grandes espacios libres para una reocupación del
territorio por comunidades dedicadas al pastoreo o a una agricultura de aldea.
Gracias a los documentos asirios procedentes de Anatolia sabemos que ya en
el s. XIX la península estaba organizada en torno a núcleos urbanos estatales de
diferente magnitud e importancia, dirigidos por su palacio; pero la mayor parte del
territorio seguía deshabitado o explotado por pequeñas unidades de producción de tipo
doméstico. Hacia finales del siglo se observa una tendencia expansionista y unificadora
por parte de las ciudades más importantes, que tienen la capacidad de establecer
relaciones jurídicas y contractuales con las colonias asirias, lo que nos da idea de su
grado de desarrollo. La onomástica revela la presencia de luvitas, hititas, hurritas y hatti
(es decir, anatólicos preindoeuropeos), por tanto ya están presentes todas las
poblaciones que van a configurar el elemento demográfico del Reino.
El proceso de unificación está vinculado a la lucha por la hegemonía, que va a
ser característica hasta que se consolide el reino en torno a la figura de Hattusil, hacia
mediados del s. XVII. Por consiguiente, la realidad histórica está bien lejos de la imagen
exenta de conflictos que transmite el rescripto de Telepinu (hacia 1500). Es
precisamente ese rescripto una especie de arqueología histórica del reino Hitita, en el
que se mencionan como primeros reyes a Labarna y su esposa Tawananna, una ficción
destinada a proporcionar un modelo idílico para el propio Telepinu.
Sin embargo, la unificación no está sólo vinculada a gestas militares, sino que
va acompañada por una intensa actividad diplomática que incluye matrimonios
dinásticos que configuran una corte central con una fuerte rivalidad interna, germen de
inestabilidad política. La capital, Hattusa, es la residencia del monarca, que ostenta
poderes absolutos, por más que se sostenga a veces que se trata de una monarquía
feudal. La intriga cortesana es una forma de control político, pero la única institución
reconocida con fundamento legal es el pankush, una asamblea en la que tienen cabida
los hombres libres y no sólo el grupo aristocrático.
Mursil, el heredero de Hattusil es, aparentemente, un usurpador.
El nuevo rey extiende los dominios por Siria septentrional, venciendo al rey Yarimlin
de Yamkhad (Alepo), el más importante de los estados de la región, junto a Mari. En el
contexto de esas campañas debe entenderse el ataque que realiza contra Babilonia y que
supone su destrucción.
El deseo de los monarcas hititas era el control económico del norte de Siria.
Desde luego era impensable un dominio efectivo sobre la Baja Mesopotamia y ello
explica el abandono de la presa recientemente obtenida. Sin embargo, los sucesores de
Mursil tuvieron dificultades para mantener el poder en Siria pues la contestación hurrita
se va haciendo cada vez más fuerte, conforme se va consolidando el reino de Mitanni.
Las condiciones ambientales e infraestructurales en Anatolia son
completamente diferentes a las mesopotámicas. Los recursos naturales son mucho más
abundantes y la agricultura no necesita obras hidráulicas de tanta envergadura. Por ello,
la estructura política es diferente, ya que las unidades locales mantienen una especie de
autonomía. En ellas la población es libre, aunque sometida a la prestación de trabajos
obligatorios bajo requerimiento real, y posee un sistema de autogobierno reconocido por
el poder central. Al frente de cada unidad política se encuentra un magistrado que hace
efectivos los acuerdos tomados por un consejo de ancianos que tiene poder decisorio
sobre las tierras comunales. Pero los templos y los palacios juegan aquí también un
papel esencial en la estructura económica, como centros coordinadores de la actividad
artesanal, comercial y -en menor medida- en la agrícola, mediante las cesiones de tierras
y el establecimiento de colonos militares.
A la muerte de Mursil se produce una crisis en el Reino Hitita motivada tanto
por las discordias internas, cuanto por el auge de Mitanni. En esta etapa final, hasta el
renacimiento a mediados del s. XV, sólo destaca la figura de Telepinu, cuyo reinado
ocupa la segunda mitad del s. XVI. Su rescripto, al que ya se ha aludido, pretende
devolver el orden al reino, sistematizando el régimen de sucesión, que tantos problemas
había ocasionado en la corte; pero también contiene otras normativas referentes a la
propiedad de la tierra, que tienden a consolidar la hegemonía real en ese sector a través
de donaciones de tierra. Sin embargo, las dificultades continuaron, agravadas por la
presión de los gasga, un pueblo situado entre Hatti y el Mar Negro, que hostigaba a los
hititas en sus momentos de debilidad. De este modo languidece el Reino Hitita,
ensombrecido además por la vitalidad del Imperio de Mitanni.

5. La segunda mitad del segundo milenio.


La agitación en que se ve envuelta la historia política de esta época sólo es
comprensible si tenemos en cuenta que en realidad lo que está en litigio es la
supervivencia del modelo político surgido a lo largo del II Milenio, los grandes
imperios, que requieren el control sobre los medios de producción -de ahí la estructura
interna de los mismos y las campañas militares destinadas a la obtención de los
recursos- y, por otra parte, la garantía de la fluidez comercial -que deja ingentes
beneficios a las grandes potencias y que justifica otra índole de confrontaciones bélicas-
. La estructura demográfica y las formas de organización política hacen muy difícil la
consolidación de un poder imperial sólidamente asentado, lo que obliga a interminables
negociaciones diplomáticas, que tampoco generan una situación estable. La guerra, por
tanto, se manifiesta como único recurso posible cuando el comercio o la diplomacia no
alcanzan a satisfacer las necesidades de las grandes potencias. Pero como estas no están
asentadas sobre sólidas bases estructurales, la crisis es un fenómeno latente incluso en
los períodos de aparente calma. En cualquier caso debemos tener presente que nuestra
imagen está distorsionada por el abismo que separa el tempo histórico de la narración -o
de la reconstrucción histórica- y de los acontecimentos reales. Es la distancia que separa
dos siglos de historia de un par de páginas en que se precipita su exposición. Y esta
observación es especialmente válida para el momento en que nos hallamos, pues no se
puede olvidar que el tiempo real del Imperio de Mitanni es el mismo que nos separa de
Napoleón.
El cambio del grupo dirigente apenas afecta a la masa de población que, como
pequeños propietarios o como dependientes, constituye la fuerza de trabajo en el
Próximo Oriente. En realidad, los ámbitos estructurales de las sociedades próximo-
orientales permanecen sustancialmente inalterados a pesar de la ajetreada historia
política, pues lo que se dirime en cada confrontación no es una nueva relación entre la
fuerza del trabajo y su acceso a la toma de decisión política, sino únicamente quiénes
van a ser los nuevos beneficiarios del trabajo ajeno y qué estrategias van a desarrollar
para mantenerse en su situación de privilegio.

5.1. El Imperio de Mitanni (1550-1350).


Páginas atrás se mencionaba la presencia de hurritas en Siria septentrional ya
en el III Milenio. Organizados bajo la forma de ciudades-estado habían estado presentes
en todo el discurso histórico hasta ahora esbozado, pero a partir de mediados del s. XVII
van a intervenir de un modo cada vez más consistente en la política internacional. Su
emergente poder procede de la unificación lograda en torno a Mitanni, donde la corte de
Hanigalbat -denominación geográfica del reino- había adquirido una solidez
extraordinaria gracias a la cohesión lograda entre distintos elementos étnicos. La base
de la población era hurrita, pero coincidiendo con el proceso de unificación comienza a
parecer onomástica indo-irania, lo que pone de manifiesto la presencia de un nuevo
elemento étnico, quizá demográficamente no demasiado importante, que conseguirá
situar a su elite en las más altas esferas del poder político. La capital del reino fue la
ciudad de Washshukkanni, en la cabecera del Habur, aún no identificada con seguridad,
por lo que la información que poseemos para la reconstrucción histórica procede
esencialmente de dos reinos dependientes, el de Nuzi, en el extremo oriental del
Imperio, y el de Alalah, en el occidental, además de los datos procedentes de las
cancillerías de los grandes reinos contemporáneos, como Hatti, Egipto o Asiria.
La política internacional de la época está marcada por el interés egipcio en el
dominio de los recursos económicos que proporciona el corredor sirio-palestino. El
expansionismo de los faraones del Imperio Nuevo obliga a sus ejércitos a enfrentarse
con Mitanni, que desde mediados del s. XVI es la potencia hegemónica de la región.
Esta rivalidad se prolonga durante un siglo, hasta mediados del s. XV. Entonces se logra
un acuerdo según el cual Egipto mantiene el control de la costa Siria y Palestina,
mientras que Mitanni ejerce un dominio efectivo sobre Siria septentrional. Las alianzas
matrimoniales, por las que princesas mitannias desposan faraones, garantizan la fluidez
de las relaciones comerciales y una amistad interestatal, que permite dedicar los
efectivos militares a otros centros de atención. De este modo, Mitanni incrementa su
presencia en el ámbito anatólico. Esta época de cambio en las relaciones de Egipto y
Mitanni coincide con el reinado del más afamado monarca de Washshukkanni,
Shaushtatar y del no menos glorioso faraón Tutmosis III. Mitanni logra, bajo
Shaushtatar, su máxima expansión al someter como estados vasallos a Kizzuwatna, al
NO., y Asiria, al SE. La tranquilidad lograda se prolonga a lo largo de la segunda mitad
del s. XV y el primer cuarto del s. XIV. En 1375 sube al trono Tushratta, que tendrá la
imposible tarea de enfrentarse con el joven monarca Suppiluliuma, que accede al trono
de Hattusa cinco años más tarde y que terminará llevando a Hatti a la posición más
poderosa de toda su Historia.
En 1365, Suppiluliuma vence a Mitanni y a la muerte de Tushratta el reino
queda sumido en una profunda crisis. Asiria recobra su independencia, en la que se va a
fraguar el Imperio Medio Asirio de los despojos de Mitanni, convertido en un reino
dependiente de Hattusa. A lo largo del s. XIII el viejo reino se ve repetidamente atacado
por los reyes de Assur hasta quedar aniquilado. De ese modo vive la página más
lamentable de su historia.

5.2. El Imperio Medio Babilónico: los casitas (s. XVI-1156).


El vacío de poder que Mursil había dejado en Babilonia sería aprovechado por
un pueblo procedente seguramente del Zagros, que se instala en Mesopotamia. Su
lengua no está emparentada con ninguna de las que se hablaban en el Próximo Oriente y
pronto los casitas la abandonaron al asumir como propia la cutura babionia. No sabemos
exactamente en qué momento comienza la dinastía casita, pero hacia 1550 reina Agum
II, que extiende sus dominios hasta el Eufrates medio. Sus sucesores son capaces de
controlar toda la Baja Mesopotamia al someter el País del Mar, que se había establecido
como reino independiente. En la forntera septentrional se hallaba el reino de Assur con
el que se establecieron tratados que garantizaban la estabilidad. A partir del reinado de
Karaindash, en la segunda mitad del s. XV, Babilonia mantiene relaciones
internacionales considerado como un gran reino.
Hacia 1400 sube al trono Kurigalzu, que decide construir una nueva capital,
Dur-Kurigalzu (actual Aqarquf), como expresión máxima de la propaganda política
destinada a demostrar la potencia económica y el carácter regenerador del monarca.
Esta práctica se hará habitual durante el Nuevo Imperio Asirio. Las relaciones de
amistad del rey casita con Egipto se ponen de manifiesto en el matrimonio de su hija
con Amenofis III; por otra parte, los intercambios de regalos a lo largo de todo el s. XIV
entre las dos cortes, suponen un verdadero comercio de Estado, sometido a la llamada
economía del don-contradón.
Pero las buenas relaciones de Babilonia con Egipto no son la norma en la
época. En 1345 Assurubalit aprovecha la discordia en la corte casita para tomar
Babilonia e impone como monarca a Kurigalzu II, que era aún un niño. A la muerte del
rey asirio consigue eliminar la tutela del vecino septentrional y consolida su poder,
lanzando incluso una campaña contra Elam. La caída de Susa en sus manos, sin
embargo, no quedó consolidada, pero le permitió, al menos, restaurar el prestigio
internacional de Babilonia estrechando lazos de amistad con Hatti y Egipto.
La equilibrada política exterior casita se prolonga hasta mediados del s. XIII,
a pesar del difícil vecindaje con asirios y elamitas. El comienzo de la decadencia se
producirá cuando Kashtiliash IV, aprovechando la subida al trono asirio del joven
Tukulti-Ninurta en 1243, intente arrebatarle parte de su territorio. La respuesta se
convierte en una contundente victoria asiria y la toma de Babilonia en 1235, que
conocerá un interregno asirio de siete años. La escasa capacidad de los sucesores de
Tukulti-Ninurta permite un cierto desahogo para la dinastía casita restaurada. Sin
embargo, la hostilidad entre Asiria y Babilonia había permitido la recuperación de Elam
bajo el liderazgo de su rey Shutruk-Nahhunte, que terminará tomando Babilonia en
1159. La dinastía casita había llegado a su fin. El rey elamita llevó a Susa una fastuosa
colección de obras de arte entre las que se hallaba una estela de diorita con el Código de
Hammurabi; otra forma de expoliación menos trágica la conduciría unos treinta siglos
después a engrosar los fondos del Museo del Louvre.
No son abundantes en la dinastía casita los ensayos expansionistas y ello se
debe posiblemente a la grave situación que padecía el reino. Desde la época
paleobabilónica se aprecia un sensible decrecimiento demográfico que se manifiesta
dramáticamente en este período. Algunas zonas conocen una reducción de la mitad de
sus efectivos demográficos y la tónica general es la disminución considerable del
tamaño de las ciudades. Al mismo tiempo se observa un relativo crecimiento de las
aldeas rurales. Esto significa que la llegada de los casitas no fue masiva, extremo por
otra parte confirmado por la onomástica. Los invasores probablemente nutrieron el
cuerpo militar especializado en el combate a caballo o en carro, con una técnica análoga
a la de los indo-arios de Mitanni. Estos eran los beneficiarios de las donaciones de tierra
que hacía el rey y que quedaban garantizadas mediante unas cédulas de propiedad en
forma de mojones, llamadas kudurru.
Pero la mayor parte de la población rural que antaño podía ser propietaria, se
ha convertido ya en servidumbre territorial que trabaja en los grandes dominios de los
templos, del palacio o de los poderosos particulares. Es decir, la gran masa social queda
sometida a unas relaciones de dependencia que hacen desaparecer el antiguo tejido
social basado en campesinos libres, con prestaciones de trabajo obligatorio. De este
modo, las ciudades, que antes estaban habitadas por trabajadores dependientes de los
templos o del palacio, ahora lo están por funcionarios en general bastante aliviados de
cargas fiscales. Por el contrario, el campo, donde antes vivían campesinos libres, está
ahora habitado por la servidumbre territorial. La nueva situación socio-económica
permitió a los monarcas obtener recursos suficientes para acometer importantes obras
públicas y mantener un funcionariado cuyo sector intelectual desarrolló
considerablemente el conocimiento científico y alentó la recopilación literaria religiosa
y laica.

5.3. El Imperio Medio Asirio (1365-1077).


Desde la muerte de Shamshiadad, en 1780, Asiria queda sumida en una etapa
poco gloriosa. La hegemonía de Mitanni eclipsa al reino de Assur, reducido al máximo
en sus límites territoriales e incluso temporalmente somertido.
El renacimiento político se atribuye a Assurubalit (1365-1330), que aprovecha
la decadencia de Mitanni a la muerte de Tushratta para crear una Asiria fuerte capaz de
intervenir en la política interna de Mitanni y, naturalmente, en el consenso
internacional. Sus relaciones con Egipto fueron amistosas según se desprende de la
correspondencia, pero la coincidencia de intereses con Hatti por el control de Mitanni
va a provocar una relación suspicaz. La parte oriental del reino hurrita quedará bajo
dominio asirio. Con respecto a Babilonia la situación no es muy diferente. Los reyes
casitas reclaman la dependencia de Asiria, pero Assurubalit interviene, según se ha
adelantado, imponiendo como monarca a Kurigalzu II en 1350. A su muerte, Asiria ya
no es la avanzadilla mesopotámica en el comercio con Anatolia, sino que se trata de una
potencia regional. Sin embargo, sus herederos no sacarán partido de la ventajosa
situación en que Assurubalit les había legado el reino.
Será necesario esperar al reinado de Adadninari I (1305-1274) para conocer
una nueva reacción expansionista hacia el oeste en detrimento de los intereses de Hatti,
pues consigue someter a Hanigalbat que se ve obligado a pagar tributo. Su hijo
Salmanasar I se ve obligado a reconquistar el viejo reino, pero ahora lo incorpora como
provincia, en la que instala colonos asirios. En las ciudades, además, aparece una
población asiria que va a controlar los resortes económicos de la zona. Pero la nueva
situación es un foco conflictivo por el contacto casi directo entre las fronteras asirias e
hititas.
Con Tukultininurta I (1244-1208) el Imperio Mesoasirio alcanza su máximo
esplendor. Las campañas en la zona NE. tienen como finalidad la obtención de cobre y
caballos y la consolidación de la frontera frente a los pueblos montañeses. Por el sur ya
se ha mencionado su campaña contra Babilonia, que queda incorporada a su imperio.
También lasrelaciones con Hatti se fueron deteriorando hasta llegar al bloqueo
económico que Tudhaliya IV impone a Asiria que probablemente culminó con
enfrentamientos militares. Pero en el interior del país, los poderes fácticos (templos,
grandes familias) se consideraron lesionados por la política del monarca y se unieron en
una sublevación que costó la vida al anciano rey. Babilonia, que ya había logrado su
independencia en vida de Tukultininurta, ejercerá temporalmente de nuevo el control
sobre Asiria.
La decadencia de Asiria se ve agravada a mediados del s. XII por la invasión
de los ahlamu (arameos), procedentes del desierto occidental, que paulatinamente se van
amparando de los centros estratégicos sirios y altomesopotámicos. Sin embargo, Asiria
se repondrá pasajeramente durante el largo reinado de Tiglatpileser I (1115-1077), cuyo
modelo parece haber sido precisamente Tukultininurta. Cuando hubo restablecido la
integridad territorial, lanzó sus ejércitos hacia el Mediterráneo y sometió a tributo a las
ciudades fenicias. Pero a la muerte del rey Asiria se sumerge nuevamente en la
oscuridad. Probablemente sus herederos mantuvieron un poder considerable, gracias al
cual lograron que los arameos ocasionaran en Asiria menos estragos que en otros
lugares.
El Imperio Medio Asirio se caracteriza por la capacidad de asumir
experiencias ajenas en su propia configuración. Mitanni le va a proporcionar
esencialmente instrumentos políticos y administrativos, mientras que de Babilonia
obtiene esencialmente los ideológicos. Pero esto no quiere decir que resulte una realidad
artificiosa. De hecho, la herencia local determina su estructura económica y su matriz
política. El expansionismo está alentado por una clase propietaria latifundista que
amplía sus posibilidades gracias a las conquistas militares. Son los mismos que
constituyen la aristocracia militar y administrativa del reino. La masa social está
repartida entre trabajadores dependientes del palacio, los ciudadanos libres que viven en
el ámbito rural (aunque muchos de ellos se van convirtiendo en servidumbre territorial)
y los asignatarios de las concesiones reales. Ellos componen el efectivo aparato militar
que proporciona ingentes ingresos a las arcas del Estado, edificado sobre una férrea
estructura patriarcal que afecta a todos los ámbitos del ordenamiento social.

5.4. El Imperio Hitita (1370-1200).


El predominio de Mitanni, que había causado el eclipse del Antiguo Reino
Hitita, mantiene en una situación irrelevante a Hatti durante todo el s. XV. Hacia 1440,
incluso, se instala en el trono de Hattusa una nueva dinastía, procedente de Kizzuwatna,
probablemente de entorno cultural hurrita. A partir de entonces se aprecia una potente
fuerza centrípeta desde el punto de vista demográfico incesante hasta el final del
imperio, con lo que ello conlleva en la dinámica del trabajo, las inversiones públicas, el
abastecimiento, etc.; al tiempo que supone un decrecimiento demográfico en el interior
del país, que ocasiona problemas en la explotación de sus recursos. Ignoramos
prácticamente todo sobre la sociedad y la economía hitita, pero los datos que poseemos
parecen indicar que las relaciones sociales de la producción eran análogas a las de los
restantes imperios contemporáneos.
La nueva dinastía no controla más que el territorio de Anatolia central,
amenazado además por los gasga, contra los que combate Suppiluliuma antes incluso de
alcanzar el trono de Hattusa en 1370. Es precisamente entonces cuando comienza la
recuperación de Hatti, de forma que a las guerras defensivas de los ss. XVI y XV,
suceden las ofensivas de los ss. XIV y XIII. A la muerte de Suppiluliuma en 1336 su
reino se ha convertido en uno de los protagonistas del período de los grandes imperios.
Tras consolidar su frontera septentrional, devuelve Kizzuwatna al control
hitita, de modo que se abren las puertas hacia el Mediterráneo y Mesopotamia. La
inevitable confrontación con el Imperio de Mitanni le resultó ventajosa, pero al mismo
tiempo inauguraba una nueva rivalidad con Egipto por los intereses económicos que
tenía en esta zona. Se enfrenta con las tropas de Amenofis IV o de Tutankamón y a la
muerte del faraón la viuda solicita sorprendentemente a Suppiluliuma que le envíe un
hijo con el que casarse, probablemente con la intención de consolidar su posición en la
corte faraónica. Tras ciertas dudas, Suppiluliuma acepta, pero el hijo es asesinado al
llegar a Egipto. La reacción hitita fue atacar los dominios egipcios en Siria, de forma
que consigue controlar férreamente toda la Siria septentrional. Para hacer aún más
efectivo su dominio instala a sus hijos como reyes de Alepo y Karkemish. Aquellos
estados que, como Amurru o Ugarit, habían aceptado de buen grado la hegemonía hitita
consolidaron sus dinastías locales, aunque sometidas al pago de tributo. Los que se
habían opuesto recibieron reyes nuevos, y así, por medio de dependencias personales y
juramentos de fidelidad, quedó organizada la administración territorial. La novedad
consiste en que se han superado las estructuras de los viejos imperios comerciales y se
están asentando las bases de los imperios territoriales que van a emerger en el I Milenio.
A la muerte de Suppiluliuma el imperio estaba consolidado, pero el costo
había sido muy elevado, pues los recursos y energías estaban agotados. La situación se
había agravado por la peste, que hace estragos hasta el reinado de su segundo sucesor,
Mursil II. Cuando éste llega al trono la mayor parte de los países sometidos se subleva.
Lentamente Mursil restablece su orden y al final del reinado toda Anatolia centro-
occidental desde el Mediterráneo hasta Mesopotamia está bajo su poder. Aún quedaban
los peligrosos gasga, que serán sometidos durante el reinado de Muwatali (1310-1280).
Pero a comienzos del s. XIII Adadninari de Asiria emprende una política expansionista
que culmina con la anexión de Mitanni oriental. Al mismo tiempo el Egipto Ramésida
recupera su interés asiático. Esta nueva fuente de conflictos no cesará hasta que el joven
Ramsés II se enfrente con el ejército de Muwatali en la famosa batalla de Qadesh
(1300). Su resultado fue incierto, pero no las consecuencias: cada uno mantenía el
control de sus tradicionales zonas de influencia. Nunca se volverían a enfrentar los
ejércitos egipcios e hititas, a pesar de que la paz no fue firmada hasta 1284, en el
reinado de Hattusil III.
Por el contrario el frente asirio se recrudece durante el reinado de Tudhaliya
IV, el último de los grandes reyes de Hatti. La confrontación generalizada afecta de un
modo u otro a todos los estados dependientes, pero la situación no llega a resolverse
militarmente; se trataba más bien de una guerra de desgaste. Y, naturalmente, la
consecuente crisis interna se dejó sentir bajo los reinados de Arnuwanda III y
Suppiluliuma II. El llamamiento sistemático de los ejércitos vasallos terminó
provocando un malestar generalizado seguido de deserciones. Cuando hacia el 1200 se
produce el ataque de los Pueblos del Mar, Ugarit, por ejemplo, está indefenso y
sucumbe. Las destrucciones se generalizan y cuando el monarca hitita intenta intervenir
es ya demasiado tarde, careciendo de apoyos logísticos, su ejército debió de ser
aniquilado en la zona de Mukish. Hattusa, la capital inerme fue entonces presa fácil de
algún enemigo externo, quizá los gasga, que debieron encontrar apoyos en el interior de
la ciudad. El gran Imperio Hitita enmudeció para siempre.

6. La primera mitad del primer milenio.

6.1. La situación internacional.


Tras las invasiones de los Pueblos del Mar, de los arameos y de los iranios el mapa
político del Próximo Oriente se dibuja con perfiles bien diferentes a los del II Milenio.
Las tribus indoeuropeas que penetran en el altiplano iranio, entre las que destacarán los
medos y los persas, llegarán a convertirse en los protagonistas de la historia próximo
oriental; a ellos dedicaremos el último capítulo.
En Anatolia central, la desaparición del mundo hitita provoca un vacío de
poder que no será cubierto hasta que se instales los nuevos pobladores frigios,
probablemente a partir del s. IX. La zona meridional del Imperio Hitita había estado
protegida por una serie de Estados vasallos; no sabemos qué ocurrió con ellos tras la
desaparición del Imperio, pero reaparecen dos siglos más tarde, en torno al año
1000, con una cultura que es heredera directa de la hitita, de ahí el nombre de neohititas
con que se les designa. Junto a ellos, antiguas ciudades -sede de otros Estados- son
ocupadas por los invasores arameos, que instauran en ellas dinastías propias. Estos
semitas van progresando con fuerza, hasta hacerse dueños de muchos territorios
anteriormente neohititas. Todos estos Estados desempeñan un importante papel
económico, pues constituyen escalas obligadas para las rutas caravaneras que pretenden
alcanzar la costa mediterránea desde la zona septentrional de Mesopotamia. El comercio
garantiza su privilegiada existencia, pero también el comercio genera constantes
alteraciones político-militares, pues las grandes potencias necesitan controlar tales rutas
para impedir posibles bloqueos comerciales.
En los alrededores del lago Van, en la zona oriental de Anatolia, se consolidó el
importante reino de Urartu (ss. IX y VII), cuya población estaba emparentada con los
antiguos hurritas. Durante largo tiempo, mantuvo una confrontación de igual a igual con
el poderoso Imperio Neoasirio. Su riqueza natural era abundante, pero los Estados
vecinos codiciaban esencialmente sus caballos y sus minerales. Los urarteos, por su
parte, supieron dominar el entorno hostil a la agricultura y convertirlo en un rico vergel
mediante una amplia red de canales para la irrigación. Sus relaciones comerciales los
pusieron en contacto incluso con los griegos, que desde hacía poco habían establecido
colonias en la orilla meridional del Mar Negro, probablemente atraídos por la riqueza de
la región armenia. El fin del reino de Urartu está sumido en la oscuridad, pero todo
parece indicar que la decadencia de Asiria provoca su propia debilidad, de tal modo que
los medos, en su expansión hacia Anatolia occidental, no parecen tener dificultad para
acabar con el reino, a pesar de que se conserven noticias aisladas posteriores.
En el litoral sirio, las ciudades cananeas marítimas, como Tiro, Biblos o
Sidón, recuperan su pulso vital, más o menos rápidamente, y con tal energía, que logran
ocupar un lugar destacado dentro de la transmisión cultural entre las distintas áreas
mediterráneas. En efecto, la expansión comercial fenicia -que arranca del s. X- provoca
una difusión de conocimientos técnicos (agrícolas, náuticos y de diversa índole, como la
escritura alfabética) y de concepciones estéticas que dará lugar a una especie de koiné
cultural panmediterránea, denominada orientalizante. Las tres grandes penínsulas
mediterráneas tendrán su período orientalizante: el arte griego orientalizante, el etrusco
y, en la Península Ibérica, el apogeo de Tarteso. Pero además, su estructura económica
los había convertido en los más importantes abastecedores de servicios en todo el
Próximo Oriente: sus artesanos y técnicos trabajaban con frecuencia en la construcción
de palacios de los Estados vecinos; sus mercaderes llevaban y traían productos tanto de
elaboración propia como ajena y todo ello habría de proporciona esa falsa imagen de los
fenicios como mercachifles, cuando en realidad, la mayor parte de la población estaba
dedicada a la producción agrícola, que permitía a los príncipes y latifundistas tejer
sólidamente las redes de su tráfico comercial.
Más al sur se organizaban las comunidades filisteas -una rama de los Pueblos
del Mar- en un potente sistema político basado en su pentápolis. Cerca, hacia el interior,
los hebreos se habían instalado desde el s. XIII en la tierra de Canaán, dando sus
primeros y tímidos pasos hacia una organización estatal por encima del marco tribal en
el que habían vivido hasta entonces y ello a pesar de la resistencia de las corrientes
ideológicas más integristas.
Todos estos pequeños reinos se verán sometidos a las veleidades políticas de
los grandes, hasta que sus historias nacionales pierdan virtualmente su sentido, al
quedar definitivamente integrados en el Imperio Persa de los Aqueménidas.

6.2. El Imperio Neoasirio (934-612).


Con motivo de las invasiones arameas, Asiria se había tenido que replegar sobre sus
fronteras naturales. Las devastaciones se prolongan a lo largo de los siglos XI y X,
durante los cuales los monarcas tienen un escaso poder, y provocan una crisis
demográfica, política y cultural. Las fuentes de información para esta época son escasas,
pero desde comienzos del s. IX, cuando la integración de las nuevas poblaciones es
total, se produce una nueva etapa expansionista, en sistemáticas campañas militares
anuales pormenorizadamente descritas en los Anales, motivada esencialmente por la
necesidad de controlar las rutas que abastecen a Asiria de los productos que no se dan
en su propio suelo. Pero la circunstancia que posibilita la expansión es el cambio
cultural de los arameos, que han dejado de ser nómadas y se convierten en poblaciones
sedentarias dispersas e insolidarias, por lo que pueden ser sometidas con facilidad.
Por su parte, los asirios en lugar de desarrollar una potente actividad
comercial, como habían hecho sus antepasados del Antiguo Reino, escogen la opción de
cultivar el más fabuloso aparato militar hasta entonces conocido. El fundamento del
poder asirio será, pues, el ejército, que acapara la mayor atención y esfuerzo por parte
del poder central. El ejército va a ser fuente de inspiración artística, como efecto
buscado por la propaganda imperial, cuya política de terror debería provocar la
sumisión sin réplica por parte de los Estados vencidos. La opresión es una forma de
gobierno característica de los débiles y, por paradójico que parezca, la debilidad del
Imperio Nuevo Asirio, radicaba en la propia manera de incorporación de territorios que
conquistaba. Es una nueva modalidad de imperialismo, por tanto no ensayado, que
requiere una ideología terrorífica para justificar su propia esencia y conservar cuanto
había sido conseguido.
El carácter de imperio formativo se refleja, por ejemplo, en el hecho de que muchos
de sus monarcas deciden fundar una nueva capital a su subida al trono. De ahí que la
actividad constructora del Nuevo Imperio Asirio sea tan extraordinaria. Assurnasirpal
II establece su capital en Calah (Kalkhu, actual Nimrud). Sargón II mandó construir su
propia capital, Dur-Sharrukin en Jorsabad, en cuyo interior había varios palacios y un
zigurat. A su vez, Senaquerib decidió trasladar la capital a Nínive.
Desde mediados del s. X y a lo largo de un siglo, los monarcas asirios van
recuperando su territorio nacional, segmentado por las casas dinásticas arameas.
Assurdan II (934-912) será el inaugurador de esta política, heredada por Adadninari II
(911-891) y Tukultininurta II (890-884). Su sucesor Assurnasirpal II (883-859) se dan
los primeros escarceos fuera de los límites territoriales del Imperio Medio Asirio,
restableciendo el comercio con el norte de Siria y, sobre todo, con las ciudades fenicias,
que se convertirán a la larga en una de los objetivos del expansionismo neoasirio.
La llegada al trono de Salmanasar III (858-824) provoca un cambio drástico
de actitud. En principio dedica su atención a la frontera septentrional, donde entra en
conflicto con el reino de Urartu; sus victoriosas campañas le reportan pingües
beneficios en metales y caballos. Más adelante se orienta hacia Siria septentrional,
donde encuentra como víctimas a los estados arameos y neohititas. El objetivo aquí es
hacerse con los productos comerciales, pero no mediante los mecanismos tradicionales
de intercambio -garantizados dado el caso con medios militares-, sino a través de la
apropiación directa como tributos de guerra; de esta manera se transforman
radicalmente las pautas de conducta interestatal que habían caracterizado las relaciones
durante el II Milenio. Esta nueva modalidad tributaria se va a convertir en la principal
fuente de ingresos para el Estado y, en consecuencia, va a determinar la política militar
y territorial de sus sucesores. Desde un punto vista más amplio supone la máxima
expresión de la capacidad del Estado para arrebatar el producto del trabajo ajeno: ha
nacido una nueva forma de imperialismo que culminará con el imperialismo territorial
bajo Tiglatpileser III. Pero el problema que emerge como consecuencia es el de la
administración del nuevo Estado. El propio poder central se resiente por el esfuerzo y a
la muerte de Salmanasar III se produce una crisis sucesoria con las consabidas intrigas
familiares y de palacio, agravada por la insurrección de numerosos territorios.
Con Shamshiadad V (823-811) se restablece el poder central y no habrá
grandes alteraciones en la política de los siguientes monarcas hasta que acceda al trono,
en circunstancias agitadas, Tiglatpileser III (744-727). Pero con este rey se producen
inmediatos cambios políticos. En primer lugar, acaba con la estructura política
fundamentada tradicionalmente en su control por unas pocas familias aristocráticas, que
ocasionaban conflictos en función de sus apoyos al monarca. Como alternativa,
consolida una monarquía despótica basada en un fiel funcionariado, que florece así
como estamento social privilegiado. En segundo lugar, cambia la política imperialista
basada en la percepción de tributos por la anexión territorial de los estados sometidos,
especialmente en la zona de Siria. Para ello se ve obligado a transformar profundamente
el ejército potenciando los contingentes de caballería. No resulta por tanto extraño que
se dediquen campañas contra Media y Urartu, zonas proveedoras de caballos.
Una dimensión distinta adquiere la toma de Babilonia por Tiglatpileser III.
Las relaciones con el vecino habían sido tradicionalmente hostiles y la intervención en
los asuntos internos permanente. El propio Shamshiadad V había tomado Babilonia,
pero habitualmente los monarcas asirios se conformaban con instalar un rey que les
fuera favorable. Siguiendo su política de imperialismo territorial, Tiglatpileser III se
hace nombrar rey de Babilonia en 729. La contestación interna fue tremenda, pero la
unidad de los dos reinos bajo un solo monarca se prolongará hasta el reinado de
Salmanasar V (726-722), cuya campaña más destacada será la toma de Samaria,
indicando así la necesidad de control del territorio palestino para garantizar todo el flujo
comercial del Próximo Oriente hacia Asiria. Son los primeros síntomas del contacto
inevitable con Egipto, para cerrar el circuito económico próximo oriental, que culminará
con su anexión al Imperio Persa.
Con Sargón II (721-705) se recrudece la actividad militar, pues amplias zonas
habían aprovechado la crisis sucesoria. Siria, el Zagros y Urartu son sus principales
focos de atención. La victoria en 714 sobre Rusa de Urartu marcará el definitivo declive
del reino anatolio. A la muerte de Sargón la solidez del imperio es tan indiscutible que
permitirá el apogeo del s. VII.
Sólo tres monarcas, Senaquerib (704-681), Asarhadón (680-669) y
Assurbanipal (668-629) ocupan los dos primeros tercios del siglo. Del reinado del
primero destaca la toma de Babilonia (690) tras un prolongado enfrentamiento. La
ciudad es arrasada, lo que dejará un histórico resentimiento antiasirio en Babilonia. A su
muerte se desata una guerra civil, tras la que se impone Asarhadón, el primer monarca
que toma el Delta del Nilo, pero su empresa es inútil. Su sucesor llega incluso a tomar
Tebas y, casi en el extremo opuesto, Susa.
De este modo, el Imperio Neoasirio llega a su máxima expansión. Pero no
sólo desde el punto de vista territorial, sino también en otros ámbitos. Nunca antes
Asiria había tenido un volumen demográfico similar, pero es cierto que la distribución
de la población era muy irregular. Las ciudades contenían el porcentaje más amplio, con
los problemas de abastecimiento que ello acarreaba. El campo estaba desigualmente
habitado y ya entonces había triunfado el sistema de explotación basado en campesinos
dependientes, esclavos o semilibres, frente a las comunidades de aldea compuestas por
ciudadanos libres. Evidentemente, la clase social propietaria había impuesto el sistema
productivo que le resultaba más favorable, el aparato del Estado estaba al servicio de
ese orden de cosas, al tiempo que la ideología dominante se imponía como
supraestructura destinada a su justificación y pervivencia.
Nada, sin embargo, hacía prever que poco después de la muerte de
Assurbanipal este imperio se desmoronaría súbitamente. Podemos intuir que los
desequilibrios estructurales constituyen la causa profunda, pero no podemos articular
los procesos ni sus razones. La independencia de Babilonia, alcanzada con Nabopolasar,
debió de preocupar tanto en la corte faraónica que ésta decide cambiar su juego de
alianzas y comienza a apoyar a Asiria, por ser en aquellas circunstancias el rival más
débil. Sin embargo, Babilonia busca un aliado en Ciaxares de Media, reino que hasta
entonces se había visto sometido a tributo por Asiria. Egipto controla directamente todo
el corredor sirio-palestino, la renaciente Babilonia ha reducido por el sur los dominios
asirios a su territorio nacional y, finalmente, Media le arrebata las tierras del
NE. Asiria ha dejado de ser un imperio territorial, para convertirse en un mediocre
Estado. Pero Ciaxares continúa su avance y en 614 toma la ciudad de Assur; dos años
después y tras un largo asedio cae Nínive, la capital. El último monarca asirio,
Assurubalit II, accede al trono en pleno colapso en Kharran; pero ya ni el apoyo egipcio
consigue que desaparezca de nuestra información hacia el año 610. De este modo el
reino asirio deja de existir y las potencias vencedoras, Media y Babilonia, se reparten
sus antiguos territorios: ésta se quedará con la llanura mesopotámica, aquélla con las
altas tierras de Irán, Armenia y Anatolia.

6.3. El Imperio Neobabilónico.


Las invasiones arameas afectaron más al sur que al norte de Mesopotamia.
Probablemente la persistencia de un poder central relativamente estable en Asiria
impidió una alteración mayor en su territorio. Las campañas de los últimos monarcas
del período neoasirio contra los arameos tal vez fueron la causa de que éstos se
desplazaran con mayor intensidad por el sur, saqueando las aldeas rurales y devastando
los campos. Las consecuencias de su acción se traducen, por una parte, en una crisis
demográfica y la drástica reducción de la producción; por otra parte, la falta de
excedentes debilitaba el poder central, hasta el punto que los monarcas se vieron
obligados a instalarse al este del Tigris, buscando su seguridad en centros periféricos, lo
que colapsaba la tradicional estructura económica de Babilonia. Naturalmente, el reflejo
político de esta profunda crisis es la debilidad del poder central y las irregularidades en
la sucesión dinástica.
A finales del s. X se constata un cambio considerable, pues los arameos se
han ido instalando paulatinamente en el territorio y al abandonar sus hábitos nómadas
van restaurando el viejo sistema productivo, con la consiguiente recuperación
económica y un importante cambio en la cultura popular, ya que el arameo se convierte
en el vehículo de comunicación dominante y no sólo en Mesopotamia, sino que
alcanzará a la totalidad del Próximo Oriente. Uno de los principales focos de irradiación
ahora será el sur mesopotámico, el llamado País del Mar, en el que la mayor parte de la
población es caldea, instalada allí al menos desde la primera mitad del s. IX. y aunque
no es segura su relación con los arameos, tienen una cultura próxima.
La recuperación del poder central se produce desde finales del s. X, pero su
tradicional conflicto con Asiria no le permite superar la relación de dependencia a que
se ve sometido por el poderoso aparato militar asirio. La toma de Babilonia por
Shamshiadad V en 813 supone uno de los hitos de estas conflictivas relaciones,
alimentadas desde el exterior por el apoyo del vecino estado de Elam a Babilonia. El
transitorio vacío de poder será aprovechado por los caldeos, que jugarán así un papel
decisivo en el desarrollo de la historia política. Un nuevo capítulo se abre con la
conquista de Babilonia por Tiglatpileser III, que le permite coronarse rey en 729.
Durante el reinado de Sargón II, Asiria pierde el control de la Baja
Mesopotamia, donde un caldeo, el Merodachbaladán bíblico, se hace con el poder y,
ayudado por los elamitas, consigue contener a los asirios.
De nuevo la ciudad es tomada por Senaquerib en 703, que instala en el trono a
un caldeo; pero una nueva sublevación obliga al monarca asirio a colocar en el trono de
Babilonia a su propio hijo, que es capturado y eliminado en 694 por el rey de Elam.
Tras cinco años de luchas, en 689, Senaquerib entra de nuevo en Babilonia y la arrasa.
Su territorio queda bajo control asirio sin alteración hasta que Asarhadón divide el reino
entre sus hijos en 670. En 652 se produce un enfrentamiento entre ellos, que se resuelve
cuatro años más tarde con la vistoria de Assurbanipal, con lo que Babilonia pierde su
autonomía.
El esplendor de Babilonia comenzará con la fundación de la dinastía caldea,
gracias a las buenas relaciones de su primer monarca, Nabopolasar (626-605), con los
medos. Durante su reinado se pone fin al
Imperio Neoasirio y se instalan los fundamentos del Neobabilónico. El heredero,
Nabucodonosor (605-562), lleva a cabo interminables campañas contra las ciudades
fenicias y el reino de Judá, con el objetivo de centralizar los beneficios de toda la
economía próximo oriental en Babilonia. Y siguiendo el modelo asirio, intenta
apoderarse de Egipto infructuosamente. Pero las revueltas de los territorios
conquistados son permanentes e inefectivas las deportaciones de población, que no
lograban la cohesión deseada por el poder central. La riqueza acumulada tras sus
victorias sirvió para embellecer Babilonia y enriquecer a su clase dominante, pero no se
consiguó un equilibrio en la integración de las naciones sometidas, lo que significa una
peligrosa inestabilidad estructural para el Imperio.
A la muerte de Nabucodonosor se producen intrigas palaciegas, con
implicaciones militares y religiosas. La crisis dinástica termina conduciendo al trono a
Nabónido (556-542), cuyas inclinaciones por divinidades astrales provoca la oposición
del clero de Marduk. Posiblemente a esa actitud contribuye la actitud imperial de
someter a control la actividad económica de los señoríos sacerdotales. Pero al mismo
tiempo se produce otro factor importante de índole internacional, pues Ciro consigue
unir bajo su mando los reinos medo y persa. Y en estas circunstancias se produce una
reacción insólita de Nabónido, a la que la historiografía no ha sabido dar respuesta
satisfactoria. El monarca deja como regente en la capital al heredero Baltasar y durante
más de cinco años, probablemente diez, se instala en Taima, en la península arábiga. Se
han dado justificaciones místicas poco convincentes y razones geoestratégicas no
exentas de problemas. Es posible que la consolidación del Imperio Persa ahogara las
relaciones comerciales de Babilonia con el Zagros y Anatolia y que por ello fuera
necesario buscar la alternativa de la ruta arábiga o que, calibrado el peligro persa, se
estuviera forjando un apoyo logístico en una retaguardia difícilmente alcanzable o
interesante para los persas. Sin embargo, todos los cálculos fallaron, pues tres años
después de su regreso a Babilonia Ciro entra en la ciudad sin resistencia y es aclamado
como liberador por el clero de Marduk que presume ver restaurados sus privilegios por
el persa que se declara ejecutor de la voluntad de Marduk.
Babilonia había heredado el poder político del Imperio Neoasirio y gracias a
ello a la capital afluían las riquezas, fruto de la fiscalidad y del botín de guerra, que se
destinaban esencialmente a dos fuentes de gastos, el ejército y las obras públicas. La
potenciación de las ciudades genera un efecto similar al que habíamos mencionado en
Asiria: un desequilibrio en la estructura demográfica, de forma que el mundo rural se
iba despoblando y la agricultura empobreciendo a medida que se salinizaba el suelo,
avanzaba la desertización, se enarenaba la costa del Golfo y se empantanaban grandes
extensiones que anteriormente habían sido zona de cultivo. El abastecimiento de la
población constituía, en consecuencia, un grave problema político que se intentaba
paliar mediante la intensificación de la actividad comercial y la obtención de bienes
alimenticios como botín de guerra. Pero la concentración del poder en la estructura
imperial había conducido asimismo a la virtual desaparición de los pequeños
propietarios libres. En cambio, a diferencia de lo que ocurría en Asiria, aquí no destacan
grandes propiedades de funcionarios reales, sino los señoríos sacerdotales, es decir,
latifundios pertenecientes a los templos, y, por otra parte, los grandes dominios regios.
Esta estructura de la propiedad desarrolla la mano de obra servil, alimentada
fundamentalmente por las deportaciones, a la que se añaden esclavos y asalariados. Los
administradores no son ya propietarios, sino gerentes de los grandes dominios públicos.
Por la que respecta a las actividades artesanales, la aparición de corporaciones
profesionales, verdaderos gremios, está vinculada a su independización estructural de
los templos y de palacio, aunque su existencia sólo es posible a través de los
mecanismos de regulación que éstos disponen. Algo similar ocurre -en una dimensión
diferente- con el comercio. Las redes comerciales no pasan por Babilonia, por lo que
esa actividad ha sido delegada en manos de algunos de los pueblos sometidos (fenicios,
árabes, iranios, etc.), aunque el beneficio de su trabajo se concentre precisamente en la
capital. La red comercial que se dibuja no es, por tanto, radial, con centro en Babilonia,
sino de circuitos periféricos con ramificaciones centrípetas.
Para el funcionamiento de este sistema se requerían dos instrumentos básicos:
un potente ejército y una férrea administración. Pero las divergencias entre la
administración central y la provincial, del mismo modo que el poder fáctico del ejército,
se convertían en fuerzas disgregadoras del poder despótico, de modo que la falta de
cohesión entre estos factores, unido a los desequilibrios estructurales y la creciente
potencia persa, constituyen las piezas clave para comprender el repentino
desmoronamiento del Imperio Neobabilónico.

7. El Imperio Persa.

7.1. Las invasiones iranias.


La indoeuropeización del altiplano iranio comenzó mucho antes de que en
aquel territorio se instalasen los medos, los persas y los demás grupos iranios que van a
provocar una profunda transformación en la vida del Irán, como es el paso de la Edad
del Bronce a la del Hierro.
Pero en el cambio del segundo al primer milenio, el altiplano iranio recibió un
importante contingente humano, de estirpe indoeuropea, que se asentó definitivamente
en aquel territorio. Entre los pueblos recientemente instalados destacan los medos y los
persas, que incidirán decisivamente en la historia próximo-oriental, hasta hacer de ella
la suya propia.
Las tribus que componían este gran movimiento migratorio se desplazaban a
pie, acompañadas por su ganado, fundamentalmente vacuno, y sus pesados carromatos.
Al mismo tiempo practicaban una agricultura subsidiaria, que incidía en la lentitud del
avance, al que se veían abocados por el agotamiento del ecosistema en que se
instalaban. Los invasores llegaron ya socialmente estratificados, como pone de
manifiesto la necrópolis de Tepe Sialk, la más antigua con presencia de indoeuropeos.
Allí, una reducida parte de la población tiene la capacidad de poseer costosas piezas de
arte; otros, más numerosos, aun teniendo acceso al mismo tipo de objetos, no poseen
idéntica cantidad. Finalmente, un último grupo no tiene ajuar funerario; se supone que
es la población autóctona sometida. En determinadas ocasiones y lugares, la invasión
produjo un verdadero mestizaje con la población autóctona. Este fenómeno a veces es
perceptible por la Arqueología, como ocurre en la región de Luristán, en la zona central
del Zagros, donde además se detecta una avanzada tecnología metalúrgica, cuyo
exponente máximo son los famosos Bronces del Luristán. La cronología de estas piezas
es controvertida y los especialistas discuten entre los siglos XII y VII; el
problema adicional es que se ignora qué pueblo es responsable de su fabricación y,
consecuentemente, quiénes eran los destinatarios de estos singulares objetos
artesanales. También a ese horizonte cronológico que se extiende entre la llegada de los
invasores y la formación del Reino Medo, pertenece una serie de tesoros de carácter
principesco, como las denominadas "tumbas reales" del Gilán, al SO. del mar Caspio y,
especialmente, el tesoro de Ziwiye, en Azerbaijan.
Esta población, socialmente estratificada, se organiza territorialmente en
torno a acrópolis bien fortificadas, que constituyen una sólida red de castillos rurales
destinados a la protección de la producción agrícola de los territorios circundantes. Por
otra parte, la explotación de los recursos mineros se reanuda con acusada intensidad, lo
que posibilita una reactivación de las relaciones de intercambio de corto y largo alcance,
especialmente con Mesopotamia, que de nuevo se interesa por obtener los resultados de
la producción de sus vecinos orientales.

7.2. El Reino Medo (700-550).


Es probable que los medos alcanzasen la región comprendida entre el lago
Urmia y la Gran Ruta de Khorasan a lo largo del s. X a.C. Antes de la instauración de la
monarquía, las tribus medas vivían en aldeas fortificadas, independientes unas de otras,
lo que facilitaba los triunfos militares de los asirios que obtenían así el beneficio del
trabajo de los medos. Su unificación bajo un caudillo se produciría como consecuencia
de la presión militar de los grandes Estados vecinos, no sólo Asiria, sino también de
Urartu y de otros más pequeños, como Man. El héroe unificador nos ha sido transmitido
por Heródoto bajo el nombre de Deioces (700-647 ?). Ignoramos si fue él o su hijo
Fraortes (647-625 ?) quien establece el Estado monárquico medo, que en sus orígenes
era electivo, lo que encaja bien con el tipo de organización confederal a través de la
cohesión de las tribus. La capital de la confederación se instaló en Ecbatana.
La concentración del poder con Fraortes, le permitió una política expansiva,
que será la tónica general de las dinastías meda y Aqueménida para reducir los propios
desequilibrios internos. El final de su reinado se vio ensombrecido por la invasión de
los escitas, que mantuvieron su hegemonía en la región durante 28 años.
Hacia 596, Ciaxares (625-585 a.C.) logra sobreponerse a los escitas y, tras
una profunda reforma de su ejército, reemprende la política de conquistas: la expansión
tribal había dejado paso a la conquista sistemática. Ahora, tanto los medos como
Nabopolasar, el caldeo fundador del Imperio Neobabilónico, desean conquistar Asiria.
Los golpes combinados hacen posible que los medos tomen Assur en el año 614. El
prestigio militar de Ciaxares le permite firmar un tratado con el rey babilonio
Nabopolasar, sellado con el matrimonio del heredero, Nabucodonosor, con una princesa
meda, para la que se construyeron los famosos Jardines Colgantes de Babilonia.
En el reparto de los despojos asirios, Babilonia obtiene Mesopotamia
meridional y la parte occidental del Imperio. Los medos se quedan con la propia Asiria,
lo que les permitirá un acceso natural hacia Anatolia. Ciaxares es detenido por el reino
de Lidia, pero al final de su reinado, Ecbatana controlaba desde Anatolia central hasta el
Hindu Kush. La acumulación de riquezas en la capital permitió a su hijo y heredero
Astiages (585-550 a.C.) emprender reformas administrativas orientadas a homologar la
corte meda con las más suntuosas cortes próximo-orientales. Parte de la nobleza debió
perder prerrogativas, lo que se traduciría en conflictos políticos. Quizá vinculados a
ellos se produce el matrimonio de una hija de Astiages con un noble persa, Cambises.
De este matrimonio nace Ciro, que ocupa como príncipe vasallo el gobierno provincial
de Elam y Persia. Cuando Ciro se subleva contra su abuelo Astiages en 550 es apoyado
por una parte de la nobleza meda en la propia Ecbatana.
La deposición de Astiages es el último acto de un reino medo independiente.
Desde esa fecha, la historia de Media queda absorbida por
la de Persia.

7.3. La dinastía Aqueménida (s. VII-330).


El establecimiento de los persas en su territorio histórico debió de producirse de
forma análoga a como lo habían hecho los medos. Sin embargo, la existencia de un
potente reino, Elam, al oeste de Persia, parece haber sido decisivo en la ocupación del
territorio, pues éste quizá les fue adjudicado por los propios elamitas.
El surgimiento del Estado persa tendría lugar en la primera mitad del s. VII
a.C. en torno a una figura legendaria, Aquemenes, epónimo de la dinastía imperial
persa. Aquemenes sería un jefe tribal, del clan pasargada, que habría dirigido la
migración de su pueblo hasta Persia. Su hijo Teispes sería el auténtico fundador del
reino. Por su parte Cambises, el padre de Ciro, conseguiría incorporar grandes
extensiones del reino elamita, lo que permitiría que fuera reconocido como verdadero
rey, incluso por el medo Astiages, que le concede como esposa a su propia hija. De esta
unión de ambas líneas dinásticas surgirá, como se indicó más arriba, el germen de la
unidad de los medos y los persas.
Hacia 560 a.C., Ciro sucede a Cambises. El nuevo dinasta persa consigue
unificar definitivamente a todas las tribus persas y cuando en 550 depone a su abuelo
controla un inmenso territorio que va desde el río Halys en Anatolia hasta el corazón de
Irán. A continuación ocupó el reino de Creso, Lidia y desde allí impuso tributo a las
ciudades griegas de Asia Menor en las que en ocasiones fomentó la ocupación del poder
por tiranos filo-persas. Tampoco Nabónido, último rey de Babilonia, pudo resistir la
fuerza militar de los persas. Si Media había proporcionado a Ciro un incipiente aparato
burocrático, Babilonia le permite disponer de los sistemas administrativos más refinados
de todo el Próximo Oriente. Traquilizada la margen occidental del Imperio, Ciro dirige
su atención contra los pueblos de Asia Central. Precisamente allí encontrará la muerte,
en el año 530, antes de ver concluida la capital Pasargada, que construía en honor del
clan al que pertenecía su antepasado Aquemenes.
En su política expansionista, Ciro pretendía integrar en los circuitos
económicos de su Imperio la riqueza que discurría por las rutas comerciales desde el
corazón de Asia hasta el litoral oriental del Mediterráneo. Su obra será continuada por
su hijo Cambises, quien concluye la conquista de Oriente mediante la incorporación de
Egipto, tras vencer sin dificultad en el año 525 al faraón Psamético III. Las
imposiciones tributarias a que sometió Cambises a los vencidos favorecieron los
núcleos de resistencia local, que estallaron a la muerte del rey en 522 a.C.
Tras una confusa situación, llena de intrigas, se hizo con el poder un noble
persa, Darío I, empeñado en demostrar su vinculación con la casa Aqueménida, quizá
para ocultar su irregular ascenso. A partir de 522 Darío logra dominar definitivamente
todo el Imperio, momento en que emprende profundas reformas administrativas, como
la articulación del territorio en satrapías, circunscripciones enormes que disponían de
amplia autonomía y que participaban mediante tributos y contingentes militares en el
sustento del Imperio. Presumiblemente las cargas tributarias están en el origen de la
sublevación de las ciudades griegas de Asia Menor, que conocemos como "Revuelta
Jonia", aunque se viera camuflada a través de la exaltación de la "libertad" griega frente
a los sistemas despóticos de los "bárbaros". Y ese es el punto de partida de las Guerras
Médicas, que concluyen con el sorprendente triunfo griego ya en el reinado de Jerjes,
sucesor de Darío.
Jerjes inaugura su reinado con el aplastamiento de una insurrección en Egipto
y a continuación dedica su atención y esfuerzos económicos a la campaña contra los
griegos. Su asesinato en 465 a.C. es buena muestra de las disensiones internas en la
corte persa, cuyas intrigas dominarán el resto de la historia política de la dinastía
Aqueménida. Los levantamientos nacionalistas y las tendencias centrífugas de algunas
satrapías constituyen una sangría adicional para el ejército y el tesoro imperial, que irán
mermando así, casi sin consciencia de ello, los recursos del Estado. Su anquilosada
maquinaria burocrática será incapaz de organizarse ciento treinta años después
aproximadamente contra la fuerza expansiva del potente ejército macedónico
capitaneado por el joven Alejandro Magno, quien hereda en 330 el Imperio del
pusilánime Darío III.

7.4. Las estructuras del Imperio Persa.


El fundamento económico del Imperio persa es la tierra. Teóricamente
pertenece en su totalidad al rey, pero en la práctica estaba dividida en tierras reales,
propiedades de adjudicación real y tierras comunales, sobre las que el monarca
mantiene un control nominal. Las concesiones estaban sometidas a la prestación de
trabajos obligatorios. Eran también frecuentes los colonos militares que obtenían la
tierra a cambio de su defensa. Los latifundios eran trabajados por asalariados o siervos;
aunque una buena parte de la tierra era trabajada por propietarios libres. Todas las
formas de explotación del suelo, al igual que todas las formas de generación de riqueza,
estaban sometidas a cargas tributarias. Las manufacturas constituían asimismo un
importante capítulo en la economía. En las grandes ciudades florecieron núcleos
industriales, en los que la principal fuerza productiva no era libre. El Estado obtenía
beneficios a través de imposiciones fiscales, recaudadas frecuentemente a través de los
templos, que siguen desempeñando así una relevante función económica, aunque
diferente a la de etapas anteriores. Los templos funcionaban también como centros de
crédito público, pero la proliferación de la banca privada es síntoma del abandono de
estos servicios por parte del Estado, que beneficiaba así los intereses de particulares
privilegiados.
El sistema tributario era muy complejo, pero el gasto público requería una
fuerte presión fiscal que provocó una incesante inflación que, a su vez, sería una de las
causas profundas de la caída del Imperio.
El complejo aparato estatal persa estaba sustentado por una administración
ramificada que convergía en un núcleo rector centralizado. Sus componentes estaban
especializados en las actividades no productivas y sus sustento estaba garantizado por
los excedentes acumulados, que eran desigualmente redistribuidos entre los distintos
grupos sociales. A esta clase dominante pertenecían en parte los invasores iranios y las
antiguas aristocracias locales. Los dominados eran básicamente las poblaciones
conquistadas, que ocupaban esa misma posición social bajo el dominio de las
aristocracias precedentes. Su función era exclusivamente la producción y carecían de
participación en las decisiones que afectaban a la vida colectiva. Por su situación
jurídica podían ser libres, siervos o esclavos y de dentro de esta clasificación podían
tener diferentes posibilidades económicas en función de su actividad laboral.
Al frente del Estado se encontraba el Gran Rey, cuyo poder se suponía
delegado por la divinidad, siguiendo así la más genuina tradición mesopotámica; pero
frente a las prácticas habituales de los antiguos imperios, los monarcas persas no se
manifiestan como representantes exclusivos de su divinidad nacional, sino que logran la
fidelidad de las aristocracias locales mediante la integración de los panteones de cada
territorio conquistado. La mayor novedad que introduce la administración persa es el
raro equilibrio entre la gran autonomía de las satrapías y el carácter autocrático del
gobierno central. Sin embargo, entre las razones que pueden explicar la caída del
Imperio se encuentra la dislocación de las relaciones entre el poder central y las
satrapías. Estas eran las demarcaciones territoriales del Imperio, al frente de las cuales
se encontraba un sátrapa, en general miembros de la familia imperial y siempre
designados por el Gran Rey. Sus atribuciones eran como las de un verdadero monarca,
pues administraba justicia, poseía el poder político y ejercía la comandancia militar; su
autonomía sólo se veía limitada por la obligación de informar al Gran Rey sobre el
ejercicio de su administración y hacer llegar al tesoro imperial la contribución de su
satrapía.
El instrumento de que disponía el Gran Rey para el control efectivo del poder
era el ejército, heterogéneamente compuesto por las diferentes etnias del Imperio. Cada
satrapía contaba con su propio ejército y sólo expediciones extraordinarias requerían la
acumulación de varios cuerpos de ejército. El corazón del Estado estaba protegido por
un cuerpo de ejército especial, conocido como los "Inmortales". Era la guardia personal
del Gran Rey, integrada por 10.000 soldados procedentes de Persia, Media y Elam,
contingente elevado como guardia personal, pero insignificante ante los 360.000
hombres que componían el ejército regular, a los que habría que añadir las tropas
mercenarias, entre las que por su eficacia destacaban los griegos.
Este complejo ejército podía ser efectivo mientras los recursos económicos
fueran capaces de mantenerlos en una desahogada situación, pero su falta de coherencia
era un peligro latente, del mismo modo que su rígido estatismo en las tareas defensivas
y su falta de implicación con los objetivos que hubieran de alcanzar. Estas son algunas
de las razones que justifican su lamentable actuación ante el reducido ejército que les
opuso Alejandro.

8. Claves históricas del Próximo Oriente.

No es posible en breves palabras tratar de descodificar las claves que permitan


comprender el discurso histórico del Próximo Oriente. El dilatado período cronológico
y la diversidad de culturas que lo integran hacen imposible esa tarea. Sin embargo, creo
que es posible intentar hacer inteligibles algunos de los factores determinantes de los
procesos de transformación que tienen lugar en el Próximo Oriente Antiguo.
Naturalmente, ni son todos ni por sí solos pueden hacer inteligible el desarrollo
histórico.
Ante todo desearía destacar un fenómeno de transformación que es
probablemente el más conocido, quizá por ser el más obvio. Hemos asistido a lo largo
de las páginas precedentes a un proceso de complicación de las formas de organización
política. Sin duda, el paso de comunidades igualitarias a imperios territoriales es un
itinerario multilineal y nada simple, con líneas de desarrollo que se ven truncadas,
experiencias sin futuro y soluciones que no se justifican por razón de la calidad.
Existe, ciertamente, una idea profundamente arraigada en nuestra mentalidad
colectiva, según la cual las comunidades humanas han ido escogiendo ante cada
disyuntiva la opción mejor y en ello se basa la ética positiva del progreso. De esta forma
se justifica la razón de lo que somos, no en términos de inexorabilidad o predestinación
-términos aberrantes para el liberalismo bienpensante-, sino en función de la libertad de
opción. Y si libremente los seres humanos han ido optando por los caminos que nos han
conducido hasta lo que somos, no queda más alternativa que aceptar que estamos
integrados en el mejor de los sistemas posibles. Repito este proceso de razonamiento,
que voluntario presento descarnadamente, sirve como fundamento para la justificación -
en términos ideológicos- de nuestras relaciones sociales. Pero la falacia de este
pensamiento se aprecia inequívocamente cuando nos interrogamos quiénes y en qué
diferente medida son los beneficiarios del progreso. Los abusos de la selección natural
aplicada a la historia resultan irritantes. Porque se confunden dos extremos que sólo
podían ser equiparados por la malevolencia de un pensamiento favorecido por las
desigualdades. Podríamos aceptar como principio el triunfo de los más fuertes (a pesar
de las salvedades y matizaciones que tal axioma requeriría), pero confundir la
imposición del fuerte con la libre elección de la alternativa mejor es sencillamente una
burla a la condición social de la mayoría (y ello al margen de que la mayoría llegue a
aceptar la ideología dominante como propia).
Este excurso es cosustancial a la interpretación que hagamos de la Historia,
porque afecta a la totalidad. De hecho, desde el propio arranque del proceso histórico lo
hemos constatado, porque las dos teorías globales que se enfrentan para explicar el
origen del Estado ponen de manifiesto esta divergencia: los integracionistas defienden
una suerte de contrato social entre las fuerzas productivas y los gerentes de los
excedentes, mediante el cual los primeros entregan voluntariamente una parte de su
producción para que un segmento pueda dedicarse a la gestión. Por el contrario, los
conflictivistas sostienen que el excedente es arrebatado por aquellos que han conseguido
obviar el trabajo productivo y que ello genera una tensión social básica en la dinámica
histórica. Los primeros justifican el status quo del ordenamiento social y le otorgan
inconscientemente una cualidad ética al reparto de funciones. Los segundos proponen
una perspectiva diametralmente opuesta, pues al negar la "bondad" de la transformación
que conduce al Estado, ponen en entredicho la cualidad positiva del progreso. Con ello
no se pretende conjeturar lo que pudiera haber sido en caso de que las comunidades
humanas se hubieran organizado de un modo diferente, sino manifestar una posición
crítica con respecto a la alternativa vencedora, desenmascarando la carga ideológica que
pretende hacerla social e históricamente "buena", cuando en realidad sólo fue buena
para unos pocos.
En consecuencia, la tensión que genera la división social en clases es una de
las claves para la interpretación del proceso histórico en el Próximo Oriente. Pero frente
a esta tensión vertical, existen otras horizontales. Desearía destacar una que también ha
hecho estragos desde el punto de vista ideológico. Me refiero al problema racial, o por
expresarlo de un modo suavizado, la cuestión de la aportación étnica al proceso
histórico. Tradicionalmente ha existido una preocupación cultural por determinar el
grupo étnico, la filiación lingüística de cada uno de los pueblos que intervienen en la
historia próximo-oriental (entretenimiento erudito que trasciende más allá de la Historia
Antigua), como si el factor raza pudiera ser una variable explicativa en los procesos de
transformación. En realidad se trata de un lamentable recurso, que pretende camuflar la
razón profunda de los cambios, para justificar el estado de las cosas. El único valor de
este presunto factor explicativo procedería de la ecuación entre etnia y cultura. En
efecto, se trata de explicar los fenómenos culturales a lo largo de la Historia, pero la
cultura está disolublemente unida a la etnia, de tal manera que cualquier grupo étnico
está potencialmente capacitado para transformar sus modelos culturales. En
consecuencia, la variable que explica la realidad cultural de una comunidad no es la
raza. La supraestructura ideológica de cualquier comunidad es el conjunto de estrategias
no físicas destinadas a darle cohesión para garantizar su conservación. Y lo que se trata
de conservar son las estructuras de esa comunidad, es decir, el ordenamiento político
que regula las relaciones sociales de la producción, que, por cierto, no atienden al factor
raza. Es decir, diferentes etnias pueden desarrollar similares relaciones de producción (y
lo hemos visto profusamente a lo largo de las páginas anteriores), por lo que son éstas la
variable significativa. En consecuencia el problema de la raza, en realidad, lo que
pretende camuflar es el análisis de esta variable, que explica la transformación de las
comunidades nómadas cuando entran en el juego de las sedentarias.
Las formas en que se realiza ese contacto son muy diferentes, pero existe otra
distorsión interpretativa, según la cual la razón por la que los nómadas atacan a los
sedentarios es la ambición de las riquezas que su sistema productivo genera. No es el
caso negar que ello pueda ser así en ocasiones, pero esa explicación simple no
desentraña la razón por la que importantes contigentes nómadas no queda subyugados
por la misma atracción. En realidad, se trata de una explicación etnocéntrica, elaborada
por corrientes de pensamiento herederas de cultura sedentaria. Lo cierto es que mientras
las comunidades nómadas mantienen un equilibrio con su ecosistema no se someten al
criterio de la ambición. En este caso el elemento significativo que debe ser analizado
son las razones que provocan los deterioros medioambientales. A las catástrofes
naturales y el agotamiento de los entornos que pueden provocar los nómadas hay que
añadir un tercer factor, como es el de la utilización que de esos entornos ambientales
hacen los sedentarios. El horizonte geográfico de éstos se circunscribe, en principio a
las áreas agrícolas próximas, que naturalmente no proporcionan la totalidad de los
recursos necesarios para su desarrollo. Esa es la razón por lo que, a través del comercio
o de la guerra, buscan fuera de su entorno tales recursos. Y es precisamente ahí donde
surge la interacción centro-periferia, con el consiguiente conflicto de intereses
económicos. Si el deterioro del medio nómada se produce por la acción del sedentario,
será de este la responsabilidad de la respuesta que dé aquél. Esta es otra de las tensiones
horizontales que permiten comprender uno de los temas recurrentes en la historia del
Próximo Oriente, que pasa por distintas etapas conforme se va ampliando el horizonte
geográfico de las distintas comunidades, hasta alcanzar el umbral máximo de los
imperios territoriales.
Quizá fuera también este el momento de dedicar cierta atención a los
problemas religiosos, que a causa del espacio han quedado marginados en el texto
precedente. Conviene tener presente que la religión es una realidad sumamente
compleja, cuyo tratamiento requeriría algo más que un listado de divinidades -con sus
atributos y funciones- propias de cada comunidad. Resulta prácticamente imposible
trazar una historia de la religiosidad en el mundo Próximo Oriental, que nos permitiría
comprender de qué modo la masa social resuelve, diluye o mitiga sus angustias. Por el
contrario, queda la posibilidad de reconstruir algunos sistemas religiosos oficiales, que
no deben ser confundidos con los sentimientos religiosos de la totalidad de la población.
El sistema oficial es uno de los mecanismos más efectivos de propaganda política y de
opresión social, pues es el que sanciona -en el ámbito transcendente, se supone- el orden
de cosas que caracteriza a la comunidad. Por ello su función cultural es conservadora,
aún más, reaccionaria en el sentido de que su objetivo es atajar cualquier acción que
pueda modificar las estructuras de la realidad. La asociación o disociación del poder
político y del religioso constituye otra fuente de conflictos, como elemento explicativo
de las transformaciones. Pero no se pueden confundir los problemas religiosos con
problemas de control político o económico enmascarados a través de la religión. Esa
tendencia oscurantista resulta clave en la interpretación simbólica de la Historia, pero
conviene mantenerse al margen de tales tendencias, pues en realidad no sirven para
comprender por qué la Historia ha seguido el discurso que ha tenido.
Estas son, pues, algunas claves para una percepción más compleja de la
realidad, que contribuya a comprender la Historia del Próximo Oriente, como resultado
del conflicto de intereses entre las distintas clases sociales dentro de una misma
comunidad y de las comunidades entre sí y cuáles son los mecanismos ideológicos y de
coerción física desarrollados para perpetuar las desigualdades. Y en este sentido, el
Próximo Oriente se manifiesta con un extraordinario dinamismo, completamente
alejado del supuesto carácter estático, en lo que a los ámbitos estructurales se refiere,
que le otorga generalmente la bibliografía. Y si es cierto que la experimentación política
no tuvo cambios cualitativos similares a los de otras formaciones históricas, no se puede
olvidar que las transformaciones sí afectaron decisivamente a otros ámbitos, con una
repercusión histórica tan importante que son dignas merecedoras de la atención de
cualquiera que esté interesado por su propia cultura.
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