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El flâneur
en las prácticas culturales,
el costumbrismo y el modernismo
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Cet ouvrage a fait l’objet d’une première publication aux Éditions Publibook en 2012
A mi tía María Jesús García García, por su amor y confianza
9
4. Nacimiento y desarrollo del flâneur costumbrista en el periodismo y la literatura
de Estados Unidos........................................................................................... 159
Capítulo 5. La flaneuse en la historia de la cultura occidental................................. 169
1. La flaneuse como categoría histórica .............................................................. 169
3. La aparición de la flaneuse en el espacio urbano como mujer profesional ..... 179
4. La flaneuse travestida en el espacio público ................................................... 182
5. La flaneuse y la crítica literaria ....................................................................... 186
6. La flaneuse en la ficción literaria .................................................................... 187
7. La passante como objeto de atención de la mirada del flâneur....................... 189
8. La persecución visual de la passante por el flâneur: la objetivación de la mujer
transeúnte para el consumo visual masculino y su inversión irónica por la
flaneuse ........................................................................................................... 191
9. El amor a primera vista del flâneur hacia la flaneuse ..................................... 196
Capítulo 6. El flâneur y la flaneuse en la cultura visual: pintura, ilustración,
fotografía y cine....................................................................................................... 203
1. La representación visual del espacio urbano y su homología con la mirada
peripatética del flâneur.................................................................................... 203
2. El flâneur y el cine .......................................................................................... 214
3. La flanerie y la fotografía ............................................................................... 224
Capítulo 7. El flâneur postmoderno y el ciberflâneur ............................................. 227
Segunda parte.
El flâneur en las escenas urbanas del costumbrismo español
y el modernismo latinoamericano .................................................................................. 233
Sección primera. La escena urbana en el campo del periodismo literario .................... 235
Introducción. La técnica de la escena urbana como forma expresiva paradigmática de
los cambios de la modernidad cultural..................................................................... 237
Capítulo 1. Las relaciones de los escritores costumbristas y modernistas con las
empresas periodísticas ............................................................................................. 245
1. Las relaciones de los escritores costumbristas con las empresas periodísticas: la
crisis de la página en blanco ........................................................................... 245
Capítulo 2. La técnica de la escena (cuadro) en el costumbrismo y el modernismo:
la urbe como espectáculo, teatro y bazar ................................................................. 257
1. La escena en la estética de lo pintoresco y en los procedimientos disciplinarios
de la modernidad............................................................................................. 259
2. La tradición del tableau en el costumbrismo europeo..................................... 262
Sección segunda. Costumbrismo español ..................................................................... 271
Capítulo 1. El flâneur y la flanerie en el costumbrismo español ............................. 273
1. El flâneur como instancia enunciativa de las escenas
costumbristas españolas .................................................................................. 273
2. Intencionalidad del escritor costumbrista........................................................ 274
3. La curiosidad hacia los espacios públicos urbanos ......................................... 275
4. El distanciamiento analítico y físico del flâneur costumbrista........................ 278
5. La ociosidad y la indolencia del flâneur ......................................................... 281
10
6. La construcción fisiológica del carácter, el oficio y la cotidianeidad
de los tipos sociales .........................................................................................282
7. La metáfora semiótica de la ciudad como libro abierto ...................................285
8. La percepción fragmentaria de la diversidad urbana .......................................286
9. Los acompañantes del periodista flâneur: el perspectivismo en la evaluación del
espacio público ................................................................................................286
Capítulo 2. Los espacios públicos y las horas del día en la flanerie costumbrista de
Larra y Mesonero Romanos .....................................................................................289
1. Espacios públicos abiertos: calles, parques, jardines, festividades públicas,
comercios callejeros, cementerios ...................................................................290
2. Espacios públicos cerrados: teatros y reuniones sociales, casas de empeños,
oficinas de empleo, bolsas de comercios, tiendas, cafés, fondas, casas de
huéspedes, viviendas privadas .........................................................................296
3. La temporalidad de la flanerie en el costumbrismo español: el tópico de ‘las
horas del día’ ...................................................................................................300
4. Las horas del día en el costumbrismo europeo................................................302
Capítulo 3. El cambio social en Larra y Mesonero Romanos: la ‘alteración’ de las
costumbres................................................................................................................317
1. Reflexiones sobre el cambio social..................................................................318
2. Los cambios en las costumbres y en el espacio público ..................................323
3. La resistencia del pueblo español al cambio en las costumbres.......................327
Sección tercera. Modernismo latinoamericano..............................................................331
Introducción. Precedentes de la presencia del flâneur en América Latina:
el discurso costumbrista ...........................................................................................333
Capítulo 1. La reflexión sobre el flâneur y la flanerie en los escritores modernistas
latinoamericanos.......................................................................................................337
1. El papel de la flanerie en las crónicas latinoamericas:
búsqueda de un modelo de modernidad...........................................................339
2. Utilización de los términos flâneur, flaner y flanear en Sarmiento, los cronistas
modernistas latinoamericanos y los escritores españoles decimonónicos........341
3. Definiciones de la flanerie en los escritores modernistas ................................347
Capítulo 2. El flâneur y la flanerie en Enrique Gómez Carrillo ...............................355
1. La mirada del flâneur hacia la modernidad cultural de los espacios públicos en
El encanto de Buenos Aires .............................................................................356
2. La mirada del flâneur hacia la modernidad cultural de los espacios públicos en
Vistas de Europa..............................................................................................361
3. La mirada del flâneur sobre la marginalidad urbana .......................................365
4. La mirada del turista frente a la del flâneur en las crónicas de Enrique Gómez
Carrillo.............................................................................................................368
Capítulo 3. El flâneur y la flanerie en Rubén Darío: España contemporánea,
Peregrinaciones y Tierras solares............................................................................381
1. El peregrinaje cultural a los santuarios de la cultura europea .........................385
2. La mirada turística de la flanerie dariana.........................................................387
3. La evaluación del espacio público en España contemporánea
y Tierras Solares..............................................................................................390
11
4. Apuntes turísticos: El Diario de Italia (Peregrinaciones) y De Tierras Solares a
Tierras de Bruma (Tierras solares)................................................................. 394
Capítulo 4. El flâneur y la flanerie en las crónicas modernistas de Julián del Casal,
Amado Nervo, José Martí, Manuel Gutiérrez Nájera y Arturo Ambrogi ................ 397
1. La flanerie en Julián de Casal : el callejeo ‘a regañadientes’.......................... 397
2. La flanerie en Amado Nervo: el periodismo de bulevar
en su típica expresión...................................................................................... 402
3. La flanerie en José Martí: elogio de la democracia estadounidense y crítica de
su proyecto modernizador............................................................................... 407
4. La flanerie en las crónicas y cuentos de Manuel Gutiérrez Nájera:
la perspectiva pequeñoburguesa de repudio a la Otredad urbana.................... 415
5. La flanerie en Arturo Ambrogi : la apertura sensorial del callejeo
impresionista ................................................................................................... 421
12
Índice de Imágenes
Imagen 1.
Ilustración del artículo dedicado al flâneur en la colección Los franceses pintados por sí
mismos, 1839-1841. .............................................................................................................80
Imagen 2.
Ilustración del artículo dedicado al flâneur en la colección Los franceses pintados por sí
mismos, 1839-1841. .............................................................................................................80
Imagen 3.
Ilustración del Capítulo 1 de La fisiología del flâneur, de Louis Huart. ..............................81
Imagen 4.
Ilustración del Capítulo 9 de La fisiología del flâneur, de Louis Huart. ..............................81
Imágenes 5-10.
Solicitación del intercambio erótico: fotogramas de Berlín, una sinfonía de la gran ciudad,
1927. Director: Walter Ruttmann.......................................................................................174
Imágenes 11-14.
El acceso libre de la flaneuse al espacio público: Fotogramas de Berlín, una sinfonía de la
gran ciudad, 1927. Director: Walter Ruttmann. ................................................................181
Imagen 15.
Frontispicio de Fisiología del flâneur, de Louis Huart. Paris: Aubert, 1841 .....................192
Imagen 16.
Ilustración del Capítulo XI de Fisiología del flâneur, de Louis Huart. Paris: Aubert........192
Imágenes 17-26.
El encuentro erótico entre extraños: Individuos en Domingo. 1929/30.
Dir: Robert Siodmak y Edgar G. Ulmer.............................................................................200
Imagen 27.
George Cruishank. Ilustración de la escena “Streets-Morning”, de los Sketches by Boz, de
Charles Dickens, 1837. ......................................................................................................207
Imágenes 28-31.
Los cuatro momentos del día (The four times of the day), serie de cuatro grabados satíricos
de William Hogarth............................................................................................................302
Imágenes 32-41.
Las horas del día en la metrópoli: Fotogramas de Una sinfonía de la gran ciudad.
Dir: Walter Ruttmann, 1927...............................................................................................315
13
La investigación de la que procede el presente libro estuvo inscrita en el
Centro de Investigación en Identidad y Cultura Latinoamericanas (CIICLA)
de la Universidad de Costa Rica.
Algunas partes del presente libro fueron publicadas previamente en
artículos de revistas académicas. El Capítulo 5 de la Primera Parte apareció,
bajo el título “La flaneuse en la historia de la cultura occidental”, en la
Revista de Filología y Lingüística de la Universidad de Costa Rica, 37(1),
2011. El Capítulo 6 de la Primera Parte se publicó con el título “El flâneur y
la flaneuse en la historia de la pintura, la ilustración, la fotografía y el cine”
en la Revista de Filología y Lingüística de la Universidad de Costa Rica,
38(1), 2012.
El Capítulo 1 de la Sección I de la Segunda Parte apareció publicado con
el título “Las relaciones de los escritores costumbristas y modernistas con
las empresas periodísticas”, en la revista Revista Reflexiones (Universidad
de Costa Rica), 2010, 89 (2), 85-97. El Capítulo 2 de la Sección Primera de
la Segunda Parte apareció publicado con el título “La técnica del "cuadro"
en el costumbrismo y el modernismo: la urbe como espectáculo, teatro y
bazar” en la revista Letras de Deusto, 39 (124), 2009, 95-113.
El Capítulo 1 de la Sección Segunda de la Segunda Parte apareció
publicado con el título “El flaneur y la flanerie en el costumbrismo
español”, Revista de Filología y Lingüística de la Universidad de Costa
Rica, 35(1), 2009, 23-38. Los tres primeros apartados del Capítulo 2 de la
Sección Segunda de la Segunda Parte se publicaron, con el título “Tipología
de espacios públicos en el costumbrismo de Larra y Mesonero Romanos”,
en la revista Káñina, Revista de Artes y Letras de la Universidad de Costa
Rica, 35(1), 2011, 67-80, mientras que el cuarto apartado del mismo capítu-
lo, “El tema de las horas del día desde el costumbrismo hasta el cine
vanguardista de las sinfonías urbanas”, apareció en la Revista de Filología y
Lingüística de la Universidad de Costa Rica, 34(2), 2008, 33-49. El
Capítulo 3 de la Sección Segunda de la Segunda Parte se publicó con el
título “El cambio social en Larra y Mesonero Romanos” en Alberto Ramos
Santana y Alberto Romero Ferrer (eds.). Liberty, Liberté, Libertad. El
mundo hispánico en la era de las revoluciones. Cádiz: Universidad de
Cádiz, 2011, 561-576.
El Capítulo 1 de la Sección Tercera de la Segunda Parte apareció, con el
título “La reflexión sobre el flaneur y la flanerie en los cronistas modernistas
latinoamericanos”, en la revista Kañina (Revista de Artes y Letras de la
14
Universidad de Costa Rica), XXXIII (19), 2009, 21-35. Los tres primeros
apartados del Capítulo 2 de la Sección Tercera de la Segunda Parte se
publicaron con el título “La flanerie en las crónicas de Enrique Gómez
Carrillo” en la revista Con-Textos (Universidad de Medellín), 45(22), 2010,
19-37, y el cuarto apartado del mismo capítulo, “La mirada del flaneur fren-
te a la del turista en las crónicas de Enrique Gómez Carrillo”, aparecerá
proximamente en las Actas del I Congreso Internacional e Interdisciplinario
Historias de viajes Jerez de la Frontera, 1,2,3 junio 2010. El Capítulo 3 de
la Sección Tercera de la Segunda Parte aparecerá proximamente, con el
título “La flanerie europea de Rubén Darío en España contemporánea,
Peregrinaciones y Tierras Solares”, en las Actas del II Coloquio dedicado a
Rubén Darío. UNAM, León (Nicaragua)-U.C.R., 17 y 18 de noviembre del
2010, León, Nicaragua. Por último, el Capítulo 4 de la Sección Tercera de la
Segunda Parte se publicó con el título “El flâneur y la flanerie en las
crónicas modernistas latinoamericanas: Julián del Casal, Amado Nervo, José
Martí, Manuel Gutiérrez Nájera y Arturo Ambrogi” en la Revista de
Fiología y Lingüística de la Universidad de Costa Rica, 36(2), 2010, 59-86.
15
Introducción
1
En este libro, toda cita directa procedente del inglés, el francés o el alemán se encuentra
traducida. Además, algunos libros utilizan la palabra flâneur con acento circunflejo, mien-
tras que otros no lo hacen. En el presente libro, y siempre que este término aparezca en una
cita directa, se ha procedido a utilizar el acento circunflejo, como corresponde por su origen
francés.
17
El flâneur se puede entender, primero, como figura histórica (el noble
dandy o el escritor que visita el espacio público en las primeras décadas del
siglo XIX) (Köhn, 1989); en segundo lugar, como concepto de la teoría
social en Walter Benjamin (con la paulatina desaparición del flâneur que
callejea libremente, símbolo de la constante mercantilización del espacio
público) (Benjamin 1972); y, en tercer lugar, como perspectiva enunciativa
en diversas representaciones culturales (literatura, periodismo, pintura, cine)
(Neumeyer 1999, Severin 1988, Köhn 1989). Todas estas interpretaciones se
pueden integrar: el flâneur periodista se proyecta como perspectiva
enunciativa de las escenas urbanas desde la retórica de la flanerie, proyecto
que fue analizado por Benjamin.
Ya recoge esta dimensión cognitiva del flâneur el Gran diccionario uni-
versal del siglo XIX de Pierre Larousse (1865), cuando se refiere a la
flanerie como pereza, pero también como expresión de genialidad y creati-
vidad artística: “[H]ay en la pereza del flâneur un lado original, artístico;
[…] La mayor parte de los hombres de genio han sido grandes flâneurs;
pero flâneurs trabajadores y productivos” (en cursiva en el original) (en
Severin 1988: 28). Como figura enunciativa, desde hace dos siglos se en-
cuentra vigente la textualización del flâneur que recorre la ciudad en busca
de material para su escritura.
El flâneur nace a comienzos del siglo XIX en la realidad social y en las
representaciones culturales. Si podemos hablar de tres tipos de representa-
ciones urbanas, la panorámica, la que tiene lugar a ras de suelo y la
subterránea, la del flâneur se desarrolla en la segunda2. Conforme trans-
curre el siglo XIX, la primera mirada, la panorámica (desde el campanario,
común en el Romanticismo), va siendo sustituida por la segunda. Como
señala Loubier (2001: 144), “se pasa de una visión panorámica, vertical,
estática, de carácter a menudo alegórico, a una visión horizontal, móvil,
fragmentada, de apariencia más literal, referencial.” Esta última mirada a
nivel de la calle, típica del flâneur, acapara las representaciones urbanas
desde inicios del siglo XIX hasta la actualidad.
Uno de los representantes intelectualmente productivos de la flanerie his-
tórica es el escritor, a su vez textualizado como personaje enunciativo de
escenas urbanas que encuadran la ‘realidad social’. El nacimiento de la
2
Epstein Nord (1995: 21) destaca que a inicios del siglo XIX estaban de moda dos tipos de
representaciones de la ciudad: la mirada panorámica y la mirada desde la calle. Pike (1981:
33-39) habla de tres tipos de representaciones comunes en la expresión cultura de la ciudad;
además de las dos mencionadas por Epstein Nord, se refiere a la subterránea, a la que se
desarrolla en los sistemas de cloacas y desagües de las ciudades.
18
prensa periódica y el surgimiento del flâneur van de la mano. El origen del
periodista flâneur, y podríamos decir de la apreciación subjetiva de los cam-
bios urbanos provocados por los procesos de la modernidad, ha sido ubicado
en las páginas de The Tatler, 1711, y de The Spectator, 1712, periódicos
que, editados por Joseph Addison y Richard Steele, son considerados como
los iniciadores de la prensa de la esfera liberal burguesa, típica de la Ilustra-
ción3, dejando atrás la prensa oficialista gubernamental de las Gacetas. En
sus páginas aparecen por primera vez escenas urbanas narradas en primera
persona por un personaje caminante.
Con ciertas excepciones, el narrador flâneur, tanto en los géneros litera-
rios como en los periodísticos, asume preferentemente el marco
interpretativo de la ciudad bazar. Espía de la multitud, en actitud aparente-
mente blasé, es decir, indiferente, reservada (que Georg Simmel consideró
en 1903 como típica de las grandes ciudades), el flâneur periodista desple-
gará en el espacio público una actividad interpretativa que será descrita en
las escenas urbanas de periódicos, novelas, cuentos y poemas en prosa. La
relación entre la experiencia del escritor que recorre la calle y el periodismo
y la literatura constituye un ejemplo de las posibilidades artísticas del shock
visual, término importante de la estética de la modernidad.
Complementario de la modernidad como proceso de racionalización y
desencantamiento, el flâneur será el sujeto que perciba la modernidad, expe-
riencia de lo transitorio, lo fugaz, lo fugitivo. Será la instancia enunciativa
organizadora de las escenas urbanas periodísticas. Protagonizará el fluir de
la conciencia del modernismo anglosajón en novelas como Ulises, de James
Joyce, o La señora Dalloway, de Virginia Woolf. La cámara que despliega
la mirada de la flanerie será el fundamento que utilice a su vez Sigfried Kra-
cauer para construir su teoría realista del cine como registro y
documentación del mundo. En la pintura, muchos cuadros impresionistas
asumen el punto de vista de un observador que registra aleatoriamente la
fugacidad de los acontecimientos urbanos. La exploración del sociólogo
urbano también ha quedado asociada a la actividad interpretativa de la fla-
nerie. Ha sido incorporada a los actuales estudios culturalistas sobre la
audiencia interpretativamente activa (por ejemplo, se comprende el ciber-
nauta como ciberflâneur). Asimismo, también ha permitido problematizar la
presencia histórica de la mujer en los espacios públicos.
3
Además, en las páginas de The Spectator también se publicó la colección de ensayos Los
placeres de la imaginación, de Joseph Addison, propuesta donde la función del observador
también es muy importante. Fueron publicados en español desde el siglo XVIII en traduc-
ción de José Luis Munárriz.
19
Si bien en un principio, a inicios del siglo XIX, el flâneur definió un tipo
social reconocible, ocasionalmente periodista (registraba en su libreta de
apuntes su observación de las prácticas de la sociabilidad pública), en la
actualidad, en cambio, adquiere un significado más amplio: en la literatura
académica actual se utiliza como metáfora de la actividad interpretativa
(costumbrista, impresionista, marxista, etc.) de la observación móvil desple-
gada en los espacios públicos de la urbe. Respaldamos el punto de vista de
Neumeyer (1999: 17-18): “Partiendo de una definición mínima, la de que el
flâneur camina través de la ciudad sin dirección y sin objetivo, esta figura
debe ser considerada un ‘paradigma abierto’. […] Se le pueden asignar al
flâneur diversas funciones en sus respectivos textos y contextos históricos”.
Otros investigadores también señalan la necesidad de que se profundice esta
apertura hermenéutica en los estudios sobre la flanerie. Jenks (1995: 148) es
uno de ellos: “El flâneur, aunque enraizado en la vida cotidiana, es una for-
ma analítica, un mecanismo narrativo, una actitud hacia el conocimiento y
su contexto social. Es una imagen del movimiento a través del espacio so-
cial de la modernidad” (en cursiva en el original). Otros investigadores,
aunque aceptan la apertura conceptual del término flâneur como herramien-
ta analítica, proponen simultáneamente que su definición no se vuelva
demasido vaga. Parsons (2000: 4-5), después de distinguirle como categoría
histórica, por una parte, y analítica, por otra, propone una mayor clarifica-
ción conceptual, al correr el riesgo de adquirir una sobrecarga de
significados. Por su parte, Wilson, desde la crítica feminista, limita al flâ-
neur al papel de metáfora del acceso masculino al espacio público y su
ansiedad ante los procesos de mercantilización y erotización, una figura mi-
tológica o alegórica que respondió ambivalentemente “a las formas de vida
completamente nuevas que parecían estar desarrollándose. (en cursiva en el
original)” (Wilson, 1993: 93).
Benjamin mismo entendió el flâneur en términos de figura histórica, pero
también como una categoría analítica que explica ciertos procesos sociales
de la modernidad (Birkerts, 1983: 166). Es una figura histórica que se con-
vierte al mismo tiempo en síntoma conceptual de aquellos procesos sociales
que posibilitaron su surgimiento y provocaron su desaparición.
En el marco de esta apertura conceptual, se ha investigado poco la pers-
pectiva del flâneur en la práctica cultural española y latinoamericana,
aunque es la perspectiva enunciativa de muchas de las escenas urbanas de
artículos costumbristas y crónicas modernistas. Las investigaciones empren-
didas en el ámbito español y latinoamericano desconocen los numerosos
análisis que se han realizado desde los años ochenta sobre la diversidad de
funciones que ha adquirido esta figura en los campos artístico, literario, pe-
20
riodístico, científico social… Sólo recurren a las contribuciones teóricas de
Benjamin y analizan exclusivamente la flanerie como paseo ocioso en los
espacios de consumo de las grandes ciudades; es decir, sólo aprecian esta
práctica como el paseo indolente de un flâneur periodista que describe lau-
datoriamente los espacios de la modernidad cultural, en su intento de
domesticar interpretativamente ciudades en constante transformación. Des-
conocen el hecho de que la flanerie ha ocupado una parte importante de las
representaciones artísticas, de muy diverso tipo, a lo largo de toda la moder-
nidad. No consideran, por ejemplo, la posibilidad de una flanerie marxista o
surrealista, o de asumir el registro de la cámara cinematográfica como fla-
nerie, como han hecho numerosos analistas en las últimas tres décadas en la
crítica anglosajona y alemana. Por ejemplo, tanto Cristóbal Pera como Julio
Ramos sólo consideran al flâneur como el escritor de los espacios urbanos
comerciales. También es el caso de Anadeli Bencomo (2003), quien esta-
blece una tipología de miradas o subjetividades que caracterizan a la crónica
urbana latinoamericana del siglo XX; nombra al cronista histórico (intere-
sado en el patrimonio arquitectónico de la ciudad), al cronista paseante
(flâneur), al cronista rojo (de la ciudad violenta), al cronista cívico/político
(que critica desde la denuncia), al cronista fisgón y al cronista sociólogo,
aunque no señala que el flâneur tradicional (que analiza los espacios de con-
sumo como almacén de novedades, sea como periodista o como rentista
ocioso) puede metamorfosearse en un cronista rojo, que analice los espacios
urbanos violentos, o en cronista cívico/político, que denuncie las insuficien-
cias del espacio público. Bencomo sitúa al cronista paseante o flâneur tanto
a nivel de la calle (Arturo Uslar Pietri, en La ciudad de nadie, 1960) como
subido a un medio de transporte (Salvador Novo en Nueva Grandeza Mexi-
cana, 1948 y textos de Gabriel García Márquez y Hermann Bellinghausen).
En todo caso, como el resto de las contribuciones analíticas existentes en
español, sigue categorizando al flâneur únicamente como el callejero indo-
lente, el periodista de bulevar, que mira arrobado los espacios públicos
(generalmente, los espacios de consumo) de la modernidad, fundamentán-
dose exclusivamente en Benjamin. Se trata del periodista como difusor, ante
los lectores, del mito del progreso.
Por su parte, Rogers (2004) cuenta con un estudio del semanario argenti-
no Caras y Caretas alrededor de 1900; esta publicación no sólo representa
los espectáculos públicos (desde la calle o desde los balcones de la vivienda
burguesa) y los mercados, sino que además utiliza estos mismos espacios
como metáfora para autorrepresentarse como publicación ante los lectores
(se define este semanario como un balcón o una miscelánea orientada a la
21
sociedad). Evita la tradición que estudiamos en este libro, ya que no define
la mirada de la calle como flanerie.
Frente a este parcial desinterés en el ámbito académico hispanohablante,
como ya mencionamos, los análisis teóricos en inglés y alemán de los últi-
mos treinta años son numerosos. Asumen al flâneur como metáfora de los
más diversos trayectos interpretativos que se puedan desplegar en la urbe
(naturalismo, surrealismo, postmodernidad). Se ha convertido, así, en expre-
sión de la mirada espectatorial móvil, en sus más diversas manifestaciones
estéticas. Durante la flanerie no sólo se podrán elogiar los espacios de con-
sumo, sino que también se puede, potencialmente, evaluar la historia de la
ciudad, destacar la violencia imperante en las calles o las insuficiencias de
su infraestructura, etc. En los últimos años, incluso la flanerie analiza las
transformaciones de la ciudad occidental; la privatización del espacio públi-
co, el abandono del centro de las ciudades (junto con el paralelo fenómeno
de los suburbios), los desastres de la planificación urbanística o, como con-
trapartida, la recuperación de los espacios para los transeúntes (entre estos
fenómenos se encuentra la bulevarización y gentrificación del centro de las
ciudades).
No ha llegado a reconocerse plenamente que en la literatura de habla es-
pañola, como sí ha ocurrido en otros países, el narrador de las escenas
urbanas de los artículos costumbristas y de las crónicas modernistas también
responde a la mirada del flâneur. Erróneamente, en el ámbito hispanoha-
blante se tiende a considerar que es un fenómeno circunscrito a la literatura
y el periodismo alemán, francés e inglés de la primera mitad del siglo XIX4.
En estas condiciones, el objetivo general de la presente propuesta es analizar
la participación de la flanerie en la representación de la modernidad de los
siguientes campos culturales. La Primera Parte se dedica a la presencia del
flâneur en la ciencia social (Capítulo 1), la literatura francesa (Capítulo 2),
alemana (Capítulo 3) y anglosajona (Capítulo 4), a la categoría teórica y
literaria de la flaneuse (Capítulo 5), al flaneur en la pintura, el cine y la fo-
tografía (Capítulo 6) y a su potencial utilidad en las reflexiones sobre el
ciberespacio (Capítulo 7).
La Segunda Parte se dedica a la presencia de la flanerie en los artículos
costumbristas y en las crónicas modernistas. En la Sección I se investigan
4
Así ocurre también cuando, por ejemplo, Sebastiaan Faber (1999), en su análisis de la
crónica ‘Dios nunca muere’, de Monsiváis, analiza el personaje del Observador, pero no le
designa con el nombre de flâneur. No menciona que precisamente el observador distancia-
do de los acontecimientos es uno de los procedimientos enunciadores más comunes de la
historia del flâneur periodista.
22
las relaciones entre estos escritores y las empresas periodísticas (Capítulo 1)
y la escena o cuadro como técnica o procedimiento descriptivo utilizado
aquellos artículos costumbristas y crónicas modernistas que permiten identi-
ficar la mirada del flaneur sobre la ciudad (Capítulo 2). La Seccion II se
dedica a reconocer los más importantes tópicos de la escritura costumbrista
de la flanerie en Larra y Mesonero Romanos (Capítulo 1), y los espacios por
los que transita el enunciador (Capítulo 2), así como su evaluación del cam-
bio social. Por último, en la Sección III, con algunos precedentes
costumbristas latinoamericanos, se reconocen las más relevantes reflexiones
de los escritures modernistas sobre la propia actividad de la flanerie (Capí-
tulo 1) y las actividades, como flaneurs periodistas de Enrique Gómez
Carrillo (Capítulo 2), Ruben Darío (Capítulo 3) y Arturo Ambrogi, Manuel
Gutiérrez Nájera, José Martí, Julián del Casal y Amado Nervo (Capítulo 4).
Se cubre casi un siglo de escritura de la flanerie en la literatura española
y latinoamericana.
23
Primera parte
25
Capítulo 1.
El flâneur como categoría social y estética
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1. Tipología de tipos sociales urbanos: similitudes y diferencias del
flâneur con otros representantes peripatéticos de la modernidad
El flâneur guarda similitudes y diferencias con otros tipos sociales, en tér-
minos de atributos, actividades, intencionalidad, objetivos… Analizaremos
con detenimiento tanto los atributos del primero como de los segundos.
Para perfilar al flâneur, recurriremos en primer lugar a La fisiología del
flâneur, de Louis Huart (1841), única monografía dedicada a este tipo social
en el costumbrismo francés, publicada en la misma época, primera mitad del
siglo XIX, en la que surgió como tipo social histórico reconocible. Se le define
como un tipo social que deambula por las calles y los espacios públicos de las
ciudades. Mientras emprende esta actividad, percibe e interpreta sus
observaciones. Su callejeo no se encuentra planificado: “el más grande encanto
de la flanerie es ser imprevista” (Huart, 1841: 118; 2007: 190). Su trayectoria
está caracterizada por el azar, la digresión:
“El verdadero flâneur es el que camina en cierto sentido hasta que un automóvil
que pasa delante de él, un estorbo cualquiera, un escaparate que hace esquina
de una calle, un empujón o un codazo le imprime otra dirección. De accidente
en accidente, de empujón en empujón, va, viene, regresa y se encuentra más
lejos o más cerca de su casa, siguiendo la voluntad del azar” (Huart, 1841: 122-
123; [2007: 194-195]).
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De hecho, debemos rescatar la propuesta de Fuest (2008), quien, en Poética de la
holgazanería (Poetik des Nicht(s)tuns), agrupa la pereza, la flanerie y la ociosidad en el marco
de las actividades inútiles que tipifica la sociedad capitalista. Se destaca, así, el carácter
socialmente marginal de la flanerie.
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[2007: 192]). Es decir, es curioso. Su callejeo, además, tiene un ritmo lento,
dedicado a las distracciones: “No flanea o no sabe flanear, aquel que camina
rápido – aquel que bosteza en la calle, – aquel que pasa al lado de una linda
muchacha sin mirarla, delante de un escaparate o junto a un saltimbanqui sin
detenerse.” (Huart, 1841: 120; [2007: 192]). Su conocimiento de las calles es
minucioso: “debe conocer todas las calles, todas las tiendas de París…”
(Huart, 1841; 121; [2007: 193]). La flanerie es una actividad que emprenden
las personas inteligentes, que analizan la ciudad: “El tonto se pasea, no flanea
jamás./ El hombre bestia flanea algunas veces, – el hombre ingenioso, a
menudo.” (Huart, 1841: 122; [2007: 194]). Vincent-Buffault (2004: 48-9)
sintetiza estos atributos: “La mirada del flâneur vive del instante, de la
percepción repentina, de la sorpresa, de lo efímero. A la productividad opone
la lentitud, el azar, la multitud de los pequeños detalles, el encuentro, la
evocación de los recuerdos. […] El individuo desligado de todo vínculo se
ofrece sin reservas a la percepción […] la observación prima sobre la
interacción”.
Esta apertura curiosa y pausada a los estímulos urbanos está relacionada
con su subordinación al mundo laboral (caso del periodista) o su exclusión de
esta última esfera (cuando asume la modalidad del dandy). El ritmo pausado
del ocioso queda simbolizado por la imagen que nos ofrece Benjamin (2007:
427) en El libro de los Pasajes: “En 1839 resultaba elegante pasear llevando
una tortuga. Eso da una idea del ritmo del flâneur en los pasajes.” (en cursiva
en el original) [M 3,8]. No se encuentra limitado por las obligaciones del
trabajo regular.
Un atributo del flâneur es su ociosidad. Explica Birkerts (1983: 169-170)
que no sólo representa un desprecio a la ecuación tiempo = dinero,
institucionalizada por los procesos laborales, sino también una adaptación
libre frente a las prescripciones que impone la urbe. En estas condiciones no
podemos decir que los sentidos del flâneur se adormezcan; los sentidos (sobre
todo, la vista; en menor medida, el oído) se dirigen a la continua interpretación
del entorno urbano.
Los espacios urbanos que frecuenta el flâneur desde mediados del siglo
XIX son calles, plazas, parques, callejuelas, cines, teatros… Pero su espacio
original por antonomasia fue el pasaje. Los textos costumbristas franceses,
ingleses y alemanes lo identifican, por lo general, en este lugar, así como en
lugares de diversión (espectáculos ópticos como panoramas o circos) o de
estímulo visual, como las calles comerciales. Señala Gilloch (1996: 152)
que la urbe es un paisaje de diversión, distración y novedad para el flâneur.
Debemos corregir esta afirmación. Más que un paisaje, es el escenario del
teatro que para él representa la sociedad.
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El pasaje es el espacio paradigmático que permite en París, en las prime-
ras décadas del siglo XIX, consumir el espacio público como un
espectáculo. Es una calle comercial (en el primer piso se encuentran los co-
mercios, en el segundo las viviendas de particulares) inicialmente al aire
libre. Posteriormente, queda techada con materiales transparentes, para dejar
pasar la luz solar. Bien entrado el siglo XIX nacen las galerías, edificios ya
diseñados para contener calles comerciales interiores. En París fueron edifi-
cados muchos pasajes, entre ellos el Passage Choiseul, el Passage du Pont-
Neuf, el Passage des Panoramas, el Passage du Caire y el Passage de
l’Opera6. Diversos escritores y artistas los representaron. Por ejemplo, en las
novelas de Balzac aparece el Grand Palais – actualmente desaparecido – en
diversas ocasiones. Por su parte, el gran fotógrafo Eugène Atget fotografió,
con una ambientación fantasmagórica, la decadencia de algunos de estos
pasajes parisinos a finales del siglo XIX e inicios del siglo XX.
No es imprescindible que el flâneur sea un observador situado en los
espacios exteriores abiertos de la ciudad para que capte, por medio del
espionaje visual o auditivo, el ‘bullir’ de la vida urbana. También cabe llamar
al individuo que observa el mundo desde su casa flâneur de puertas adentro.
La observación de la ciudad puede realizarse desde el interior de cualquier
habitación con ventanas hacia el exterior. Recuérdese el caso del voyeur que,
desde las terrazas y con un par de prismáticos, se dedica a registrar la ciudad; o
el voyeurismo barrial desde la ventana, cuyo ejemplo más famoso, en la
memoria cinematográfica, se encuentra en la película La ventana indiscreta,
de Alfred Hitchcock.
El flâneur no sólo consume el espacio público desde el placer estético.
También lo puede criticar. Reducir la actividad del flâneur al consumo (del
tipo que sea, visual o comercial) supone despreciar las funciones que ha
ejercido en los últimos 150 años y la riqueza de actividades que puede des-
plegar. El hecho de que el flâneur nazca en el contexto de la
mercantilización del espacio urbano público y de que parte de su actividad
de exploración de la ciudad se desarrolle en zonas comerciales no implica
que su actividad, exclusivamente, sea la contemplación elogiosa y/o compra
de mercancías expuestas en escaparates. En tal reduccionismo pueden caer
investigadores como Néstor García Canclini (1995: 97), quien considera que
“‘flanear’ los itinerarios urbanos es un modo de entretenimiento asociado a
la mercantilización moderna y a su espectacularización en el consumo.” El
flâneur nace en un contexto mercantil, pero no es una figura necesariamente
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El libro de Delorme y Dubois (2002) ofrece un recorrido completo por los pasajes cubier-
tos parisinos.
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mercantilizada, es decir, inscrita en el proceso de circulación y consumo de
mercancías. Su interés puede centrarse también, más que en las mercancías
exhibidas, en las diversas interacciones sociales que establecen los ciudada-
nos. Más que las mercancías de la industria cultural, consume
simbólicamente las distintas identidades de la ciudad.
Desde las teorías del género se ha relacionado al flâneur con el poder,
con el ansia de conocimiento de la mirada masculina: “Como el punto de
vista panorámico, el discurso de la flanerie se orienta a obtener una perspec-
tiva de superioridad. […] tiene un doble objetivo: hacer la ciudad inteligible
y confortable” (Ferguson, 1994b: 134), es decir, familiar. Pretende, así, eli-
minar una fuente de ansiedad, la que le puede provocar una metrópoli cuyos
límites ya no puede discernir en un solo golpe de vista. Chang (2006: 65)
precisa que “el flâneur decimonónico se da aires de conocedor, de observa-
dor hábil que domina los espacios por los que transita gracias a su serenidad
e indiferencia.” (en cursiva en el original).
Es común en la literatura del flâneur utilizar la metáfora de la ciudad co-
mo libro abierto, como texto que se lee: “La ciudad es una escritura; quien
se desplaza por la ciudad, es decir, el usuario de la ciudad (que somos todos)
es una especie de lector que según sus desplazamientos aísla fragmentos del
enunciado para actualizarlos.” (Barthes, 1990: 264). El flâneur es el lector
del libro ciudad. También es común la metáfora de interpretar el carácter de
los transeúntes como si se leyera un libro, propio del discurso de las fisiolo-
gías7. Este es el flâneur de las fisiologías en la Francia de los años treinta y
cuarenta, quien “hace de la ciudad un lugar seguro e inocuo al clasificar su
población en la forma de pintorescos sketches de carácter [picturesque cha-
racter sketches]” (Ferguson, 1994b: 134). A su vez, Benjamin (2005: 422)
encuentra en el burgués flâneur a su lector implícito más representativo: “La
lectura de tales libros constituyó para éste una segunda existencia, preparada
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Esta analogía entre la lectura de las personas y la fisiología es analizada por Hayes (2002:
446) en la literatura estadounidense de la primera mitad del siglo XIX: “[E]l símil materia-
liza varias presunciones culturales. Asume una difundida alfabetización, al implicar que la
lectura de un texto escrito es una tarea relativamente simple que casi todos pueden hacer.
Además, asume que el proceso de leer el carácter de una persona es un proceso análogo a
leer un libro. Así como leer el lenguaje escrito es un asunto de reconocer lo que las palabras
significan, así también leer el carácter de alguien es un asunto de interpretar un conjunto de
signos personales y culturales afines al lenguaje – signos tales como el vestido, la expresión
facial, el gesto, el porte y la voz. Esta comparación proverbial también establece una jerar-
quía de tareas cognitivas y perceptivas: leer el carácter de una persona es una tarea más
difícil que leer un libro; no todos pueden leer a los demás como lo hacen con los libros, y
no todo puede ser leído como si fueran libros; y las personas que pueden ser leídas son
aquellas cuyos signos externos hacen obvia su psicología.”
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ya enteramente para la ensoñación, y lo que experimentó mediante ellos
adquirió forma de imagen en el paseo del mediodía, antes del aperitivo.” [M
1,5] (en cursiva en el original). Para el filósofo alemán, las fisiologías, inte-
gradas en lo que conocemos en el ámbito hispanohablante como literatura
costumbrista, pertenecen a una cultura burguesa que se mira a sí misma
desde la autocomplacencia y que oculta cualquier contradicción social exis-
tente en los procesos de la modernidad de las primeras décadas del siglo
XIX. Lauster (2007) se ha ocupado, por el contrario, de dignificar esta escri-
tura y demuestra que, a través de los más diversos proyectos editoriales
costumbristas, la cultura burguesa supo adoptar sobre sí misma un distan-
ciamiento autorreflexico crítico e irónico.
Con o sin actitud domesticadora (hacer inocuo lo que ve), el flâneur
puede llegar a identificarse con la Otredad urbana. Este sentimiento de em-
patía, donde el enunciador le asume como un doble de sus mismos intereses,
se explica muy bien desde el análisis de los conceptos simpatía y compasión
ofrecido por Adam Smith en su Teoría de los sentimientos morales8.
Una actividad diferente a la del callejeo es la del paseo. El filósofo Karl
Gottlob Schelle, en 1802, establece su teoría de esta última práctica: se
emprende ‘alrededor’ de la ciudad. Neumeyer explica esta propuesta, que
permite implícitamente comparar el paseo con las coordenadas geográficas de
la flanerie y del vagabundeo filosófico: “El paseo ideal rodea la ciudad”
(Neumeyer, 1999: 10). En la teoría de Schelle, según Neumeyer (1999: 10), se
define la trayectoria espacial de cada una de estas tres actividades: el ambiente
del paseante es la naturaleza y los seres humanos; en el vagabundeo filosófico,
la naturaleza inexplorada, amenazante y salvaje y, en la flanerie, la multitud y
la masa ocupada. El objetivo perseguido distingue al paseante del vagabundo
(Wandern) y lo hace similar al flâneur:
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En la Primera Parte, De la propiedad de la acción, Sección I, Del sentido de propiedad,
Capítulo I, De la simpatía (1978: 32-5) analiza el sentimiento de la compasión en el espec-
tador (a resaltar este papel visual), para cuya manifestación se hace un uso activo de la
facultad de la imaginación: “Por medio de la imaginación, nos ponemos en el lugar del otro
[…] nos convertimos en una misma persona, de allí nos formamos una idea de sus sensa-
ciones, y aun sentimos algo que, si bien en menor grado, no es del todo desemejante a ellas.
[…] En todas las pasiones de que el alma es susceptible, las emociones del espectador cor-
responden siempre a lo que, haciendo suyo el caso, se imagina serían los afectos del que las
sufre.”
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donde a menudo un destino determinado se convierte en un punto fijo, la
cumbre de una montaña, la orilla de un río o – en los canciones de camino
románticas – un amante en la distancia o la distancia como amante, en cambio,
el movimiento del paseo no se somete a ninguna regla en cuanto al fin
perseguido. Ocurre en una espacialidad y temporalidad libres que lo equiparan
al callejeo.” (Neumeyer, 1999: 11).
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realizar en familia. Este es el caso de los paseos familiares [flaneries de fa-
mille] (Huart, 1841: 22; [ 2007: 94]). Dautresme (2001: 83-84), en su análisis
del tiempo y las formas de sociabilidad del paseo en el Palais-Royal del París
de finales del siglo XVIII, nos habla de la porosidad de esta práctica social:
“se pasea también para obtener también el « golpe de vista » que ofrece el
espectáculo de los paseantes; se degusta allí, en compañía, de los placeres de la
conversación, se buscan realizar allí encuentros, tanto « honestos » como
« licenciosos ». El paseo es todavía inseparable de otros tipos de placeres, como
la asistencia a los espectáculos, o el consumo de refrescos a la sombra de los
árboles o bajo los templetes. El paseo aparece de esta forma como un
pasatiempo informal, aunque reglamentado, una actividad ociosa pasajera, en el
límite de lo invisible que, al borrarse detrás de otras costumbres, deja pocas
huellas. Por oposición a otras actividades ociosas, el paseo aparece, en
consecuencia, ante todo, como una actividad « hueca », un tiempo de
disponibilidad abierto a un gran espectro de distracciones apacibles.”
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que debe disfrutar el flâneur: no se refiere a hacerse ‘invisible’ en términos
vestimentarios, sino al ocultamiento de la actividad analítica.
El dandy posee a su antojo tiempo y dinero (Baudelaire, 1996: 377); el
flâneur, aunque muchas veces carezca de dinero, sobre todo si es un escritor
que debe vender su trabajo (periodista, por ejemplo), disfrutará, en cambio,
de tiempo, o por lo menos de una gran flexibilidad horaria. Si flanear está en
oposición al trabajo, es lógico que sea el hombre de rentas, que se viste co-
mo dandy, quien sea uno de los más aptos para el ejercicio de la flanerie.
Ahora bien, no todos los investigadores encuentran semejanzas entre el
flâneur y el dandy. Algunos no otorgan capacidad analítica a este último,
como es el caso de Loubier (2001: 165-6): “El Flâneur es un « ser pensan-
te », a diferencia del Dandy, que no termina por ser más que un « mueble
bonito ».” (en cursiva en el original). Parsons (2000: 20) también establece
diferencias entre el ‘dandy’ y el flâneur al declarar que “el último observa,
mientras que el primero se ofrece a sí mismo para ser observado.” Y Brand
(1991: 77), por su parte, considera al dandy uno de los objetos de observa-
ción del flâneur: “Sólo cuando una ciudad puede producir un espectáculo a
la moda en el que puedan participar [ambos tipos sociales], es capaz de pro-
ducir un espectáculo de suficiente riqueza para que lo observe un flâneur.”
Este último es un periodista o escritor que representará la sociabilidad del
dandy en los espacios públicos en las páginas del periódico o de la novela.
Por su parte, en el vagabundo filósofo, como en el flâneur, se desencadena
la búsqueda de conocimiento, aunque el primero tiene el propósito, que no
aparece en el segundo, de encontrar una sabiduría que le permita acceder a la
paz y tranquilidad interna de su alma. Con un desasosiego permanente, la
búsqueda del vagabundo nunca concluirá. El vagabundo, según Delvaille
(1997: 8-12), busca un remedio a su angustia o Sehnsucht; viajero errante,
solitario, desesperado y herido, no conoce la causa, el contenido o el remedio
de su angustia. Flanear, como actividad de conocimiento de la urbe, es
simbólicamente productiva; en cambio, el vagabundeo, como afirma Delvaille
(1997: 12), no “conduce a ninguna parte. Es fracaso.” Además de las
diferencias, también tienen lugar algunas similitudes; el callejeo tiene de
vagabundeo su condición de traslado sin trayectoria precisa. Vagar y flanear
son actividades realizadas por aquellos que no cuentan con una ruta.
El recorrido del turista está predeterminado por una guía, mientras que el
flâneur y el vagabundo, por el contrario, no tienen un camino programado;
estas dos últimas figuras construyen su recorrido a medida que se desplazan.
El turista es una figura viajera vinculada a la institucionalización del tiempo
libre desde el siglo XIX. Ha sido criticado por creer fervientemente en los
estereotipos que le son ofrecidos; se le define como un personaje crédulo,
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ignorante, pequeñoburgués (en el sentido despectivo de la palabra), alguien
que no cuestiona los modelos cognoscitivos. Sin embargo, no hay que
despreciar la capacidad crítica que posee la figura del turista, rasgo que lo
acerca al flâneur y al vagabundo. El turista no es una persona alienada; por el
contrario, ya desde la huida temporal de la rutina proclama su pretensión de
distanciarse de un mundo que, sin lugar a dudas, cuestiona. Es una figura
lúcida: como ciudadano, no considera su realidad cotidiana como la única
posible. Puede interrogarse su propio papel, cuando sus expectativas durante el
viaje han quedado frustradas. Además, el turista, al igual que el flâneur,
realiza un recorrido interpretativamente activo del espacio que visita. Culler
(1988) considera, en este sentido, que el turista es un semiótico. En
particular, descifra signos, los reconoce e incluso los resemantiza.
El turismo, como práctica económica, social y cultural, ya se encontraba
consolidado en Occidente desde inicios del siglo XIX. De manera concomi-
tante, la iconografía del turista, más que todo del viajero aristocrático, se
afianzó desde el establecimiento del Grand Tour en el siglo XVIII. La ilus-
tración del artículo “El turista”, escrito por Beauvoir (1841), de la colección
costumbrista Los franceses pintados por sí mismos, representa a este tipo
social con una guía que guarda en el bolsillo de una chaqueta, un bastón
(para las largas caminatas), unos anteojos de sol (para no cegar su ojos), una
gorra y, por último, una gabardina que no lleva puesta, sino que sostiene en
el brazo izquierdo (permite inferir su visita a lugares de clima templado o
caliente). Asimismo, es conocida la acuarela, que asume una perspectiva
satírica, “El Inglés en la Campagna” (Engländer in der Campagna), alrede-
dor de 1845, de Carl Spitzweg, donde un grupo de turistas aprecia una zona
rural de esta región italiana.
Este tipo social es objeto de sátira en la Fisiología del flâneur, de Louis
Huart, quien le dedica el Capítulo VI, El mirón extranjero (Le badaud
étranger). En este último caso, aparece la burla de la compulsión que tiene el
turista por mirar la mayor cantidad de monumentos en el menor tiempo
posible, así como su pretensión de leer las explicaciones de las guías
turísticas, antes que deleitarse en la contemplación de la ciudad (es decir, su
mirada está encuadrada por expectativas estereotipadas): “Al llegar delante
de su monumento, el mirón [badaud] extranjero toma apenas el tiempo para
levantar sus ojos hacia las columnas y otros accesorios, puesto que de los
cinco minutos concedidos al mencionado monumento, dedica cuatro a la
lectura de la descripción que se hace en la Guía del viajero.” (Huart, 1841:
41; [2007: 113]).
El badaud (gawker, en inglés) es el mirón callejero que se queda varios
minutos observando un número musical o un accidente de tránsito. Es curio-
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so, como el flâneur, pero mientras la mirada de este último es racional (por
lo general, es un intelectual), la del badaud es emotiva. Lacroix (1841, III:
66) define este tipo social como transeúnte de mirada automatizada:
“El simple flâneur observa y reflexiona […] Siempre está en plena posesión
de su individualidad. La del badaud desaparece, al contrario, absorbida por
el mundo exterior que le fascina, que le interpela hasta el embriagamiento y
el éxtasis. El badaud, bajo la influencia del espectáculo, se convierte en un
ser impersonal; no es un hombre, es el público, es la multitud.” (en cursiva
en el original)” (Fournel, 1858: 263).
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Queda seducido por los estímulos urbanos y rápidamente cae en el tedio,
factor que le incita a buscar, de nuevo, más novedades. La mirada del
flâneur se dirigirá muchas veces, más que a los espectáculos públicos, a los
badauds de estos últimos: es decir, al público espectador. Al flâneur le in-
teresa registrar la reacción emotiva del badaud ante los acontecimientos. El
mirón pertenece a la multitud de la que el flâneur pretende distanciarse inte-
lectualmente. Se puede considerar un tipo social post-revolucionario – típico
de una sociedad apolítica – en las representaciones culturales decimonóni-
cas. Es un tipo social que con la aceleración de proceso de la modernización
urbana y la comercialización y espectacularización del espacio público aca-
ba por obtener predominio sobre el flâneur. También el flâneur corre peligro
de perder su distanciamiento reflexivo ante los acontecimientos y devenir en
badaud. Así debe entenderse el argumento de Gilloch (1996: 153) cuando
declara que la inmersión del flâneur en la multitud involucra su desapari-
ción. Analizaremos esta problemática con mayor detenimiento cuando nos
ocupemos del cuento El hombre de la multitud, de Poe.
El ocioso es otra figura que se distingue del flâneur. Se le llama musard
en francés. La Fisiología del flâneur, 1841, de Huart, le dedica el capítulo
XIV con el propósito de distinguirle del flâneur: “El musard charla y apenas
piensa, el flâneur piensa bastante y habla poco.” (en cursiva en el original)
(1841: 123; [2007: 195]). En palabras de Ferguson (1994b: 135), es quien
“no ve nada, quien olfatea la ciudad, pero […] no sabe ‘saborearla’”. Se le
reconoce una subespecie, el del ocioso apoyado en las esquinas: “Pasará, en
efecto, horas enteras siguiendo con el ojo […] sin el menor propósito.” (en
cursiva en el original) (Lacroix, 1841, III: 66). Es el ocioso que, apoyado en
una esquina (lugar privilegiado de este tipo social), ve pasar el tiempo y los
acontecimientos. Externamente, el flâneur puede quedar, equivocadamente,
asociado al ocioso. Su indolencia queda objetivada ante los demás como
ociosidad o gandulería improductiva, de ahí que, para las autoridades y los
ocupados transeúntes, le hayan considerado en ciertos contextos históricos
como una figura sospechosa moral, económica o políticamente (este tema se
retomará en el capítulo dedicado al flâneur en Alemania).
El jugador se parece al flâneur en su indiferencia exterior. Ambas figuras
no deben dar la impresión de observar con atención a los demás. El jugador,
asimismo, no debe demostrar ninguna emoción ante los demás jugadores.
Gilloch (1996: 157) resume las reflexiones de Benjamin sobre esta figura y
esta actividad: es una figura burguesa, se encuentra al margen de la discipli-
na de la producción capitalista, y mientras ejerce su actividad, la ecuación
entre trabajo, tiempo y dinero queda anulada (se resiste a adoptar la discipli-
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na de la producción capitalista); además, busca combatir el aburrimiento de
la espera, típico de la modernidad.
Por su parte, la temporalidad de la flanerie tampoco está sometida al
horario laboral. El flâneur vive en el espacio ilusorio y fugaz de la urbe; el
jugador vivirá en una temporalidad igualmente fantasmagórica, donde impe-
ra el instante. Muchas veces el flâneur es un escritor que va al mercado
cultural a vender su pensamiento, a convertirse en asalariado, pero también
existe aquel flâneur, tanto en el mundo real como en el de las representacio-
nes literarias, como rentista alejado de los procesos de la producción
capitalista, situación de la que parte también el jugador. Otra de las similitu-
des entre ambos tipos sociales radica en el desciframiento de las
fisionomías, en el caso del jugador con la intención de descubrir las espe-
ranzas o las desilusiones que depositan los demás jugadores en sus cartas.
Para ello, como señala Gilloch (1996: 159-160), ambas figuras, el jugador y
el flâneur-dandy, se mantienen imperturbables frente a los acontecimientos
que se despliegan a su alrededor. Esta aparente indiferencia externa es para-
lela a una intensa predisposición analítica: la necesidad de controlar
cognitivamente el entorno. Ambos buscan estímulos en la cultura urbana, el
jugador en el casino y el flâneur en el mercado, en los espacios comerciales
y, aunque en estos espacios ambos aparentan indiferencia, buscan en reali-
dad asegurarse su sustento económico (Gilloch, 1996: 159), el primero, al
obtener ganancia mediante el azar, y el segundo, al buscar temas para su
escritura periodística, en la que elogiará las novedades de la modernidad, a
partir de la que obtendrá un salario. Asimismo, ambos experimentan situa-
ciones caracterizadas por el shock, las impresiones urbanas en el caso del
flâneur, y los golpes de juego, en el caso del jugador (Gilloch, 1996: 159).
La prostituta ha sido uno de los tipos sociales que tradicionalmente ha
recibido la atención del flâneur, tipo social masculino heterosexual, aunque
es una de las figuras menos estudiadas por Benjamin (junto con el obrero),
en razón de su mayor interés por la esfera del consumo, frente a la esfera de
la producción. Gilloch (1996: 162 y 164) señala que la prostituta, a pesar de
todo, es relevante para Benjamin, aunque no la relaciona con el patriarcado,
sino con el capitalismo, por cuanto en este tipo de sociedad, trabajo y prosti-
tución se han convertido en categorías intercambiables, si bien la prostituta
no produce mercancías (como el obrero), sino que ella misma se ha conver-
tido en una mercancía. Y, como tal, es un objeto de observación para el
flâneur, al igual que lo es la mercancía expuesta en los escaparates. Incluso,
como señala Gilloch (1996: 163), “[c]omo mercancía, la prostituta frecuentó
las arcadas.” No dejaría de ser excepcional que el flâneur observara a alguna
prostitura apoyada en un escaparate, yuxtapuesta a las mercancías.
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El flâneur guarda algunas similitudes con la prostituta. Ambos van al es-
pacio público a venderse. El primero, cuando es escritor, ofrece su fuerza de
trabajo y su ideología a la empresa periodística; la segunda, su propio cuer-
po. No debe extrañarnos que, en algunas ocasiones, el flâneur periodista
adoptara a la prostituta, junto con el trapero, como alegoría de su propia
actividad. Al comentar la crónica ‘París nocturno’, de Rubén Darío, Ramos
(2003: 180) señala que
En cambio, Gilloch (1996: 163) considera que son más significativas las
diferencias que las similitudes entre el flâneur y la prostituta: el primero es
un voyeur que puede elegir libremente escudriñar las ‘zonas oscuras de las
ciudad’, mientras que la prostituta, aunque asume también este papel visual,
está obligada a habitarlas; no es libre para mirar, sino que, como mercancía,
es objeto de la mirada masculina. Gleber (1999:183) realiza los mismas pre-
cisiones: “A diferencia del flâneur masculino y su mirada [gaze] la
prostituta no es su equivalente femenino, sino más bien la imagen y el obje-
to de esta mirada.”
El voyeur se define, más que todo, por la adopción de una actitud: la de
observar a personas que no toman conciencia de ser escrutadas. Se trata de
una mirada furtiva, donde entra en juego la clandestinidad (Sanabria, 2011).
El flâneur, cuando sigue a las personas en persecuciones visuales y, en oca-
siones, auditivas, asume la disposición del voyeur. La observación y la
escucha se convierten en materia prima para su escritura.
La multitud es su medio social. Pasa a simbolizar, a mediados del siglo
XIX, el enigma de una sociedad disgragada, fragmentada, sujeta a los vai-
venes de intereses impredecibles, todos ellos efímeros. Es así como desde la
primera mitad del siglo XIX pasa a convertirse en una amenaza para el or-
den social burgués: “La multitud de la gran ciudad despertaba miedo,
repugnancia, terror, en los primeros que la miraron de frente.” (Benjamin,
1972: 146). En estas condiciones sociales, una de las funciones del flâneur
costumbrista es convertirla en entidad familiar para la ideología burguesa.
Sólo la microsociología ha prestado atención constante, desde la segunda
mitad del siglo XIX, a la figura del transeúnte. En todo caso, las colecciones
costumbristas ya nos ofrecieron lúcidas reflexiones sociológicas sobre este
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tipo social urbano, que P.J. Stahl describe en Los transeúntes en París (Les
Passans à Paris) de El diablo en París (Le Diable à Paris), 1844:
“Un transeúnte es alguien que se parece a los demás y que no se puede dis-
tinguir de cualquiera. Un transeúnte no se parece tanto a nadie como a otro
transeúnte. […] Los transeúntes sólo existen en París. Un hombre que cono-
ces no es un transeúnte. En provincias siempre conoces, más o menos, a un
hombre que pasa y a dónde va a ir, mientras que un transeúnte es un hombre
cuyo destino desconoces. […] Los transeúntes son personas que se encuen-
tran, que se adelantan unos a otros, y que – en cuanto no choquen entre sí –
continúan su camino sin haber prestado atención al hecho de haberse encon-
trado. El transeúnte es alguien que está solo y que permanece sólo en medio
de los demás, que no se preocupa de ti, a quien le eres indiferente, quizás
equivocadamente, ya que cada transeúnte es un secreto.” (en McDonough,
2006: 148).
41
ninguna atención. Pero si de pronto uno de esos transeúntes levanta la cabe-
za, el observador es observado a su vez, el cazador cazado.”
42
mi parte, que los distingue su labor interpretativa. El flâneur – y sobre todo
el costumbrista – aplica una lectura deductiva: clasifica a los transeúntes en
tipos sociales cuyos atributos ya se encuentran determinados de antemano
por el discurso de las fisiologías. En cambio, el detective actúa mediante
conjeturas, es decir, mediante razonamiento abductivo. Por otra parte, mien-
tras que en ciertos contextos históricos el flâneur realiza una labor de rastreo
o pesquisa epistemológica similar a la emprendida por el detective, en otros
contextos históricos es un sospechoso, próximo al criminal (en ciertas épo-
cas en Alemania, por ejemplo). Es decir, en lugar de ser el perseguidor, es el
perseguido.
Por su parte, el sandwichman u hombre anuncio carece de libertad de
movimiento (se convierte en un anuncio enclavado en un único lugar),
mientras que el flâneur disfruta de una trayectoria libre sin objetivo predefi-
nido. La visualidad de ambos tipos sociales también es opuesta: “Mientras
que el principal propósito del flâneur al caminar por las calles fue ver y leer
el espacio urbano, el sandwichman deseaba llamar la atención hacía sí mis-
mo, ser visto y leído.” (en cursiva en el original) (Hayes, 2002: 459). En
cierta medida, se sitúa en la calle para exhibirse, como el dandy, ya no como
signo de distinción, sino como publicidad mercantil. Es objeto de observa-
ción en una escena de Sketches by Boz, de Charles Dickens (1957: 255),
cuando se menciona que el Señor Augustus Cooper, de Fetter Lane, ve un
“anuncio que camina sin prisas calle abajo por Holborn Hill, anunciando al
mundo que el Signor Billsmethi, del King’s Theatre, tenía la intención de
abrir la temporada con un gran baile.” Hayes, al interpretar El hombre de la
multitud, de Poe, llega a definir metafóricamente como sandwichman a todo
transeúnte, ya que este último es ‘leído’ por el flâneur narrador, de la misma
forma que el hombre-anuncio. El narrador “al leer los rostros en la multitud
de la misma manera que lee los anuncios de los periódicos, sugiere que vir-
tualmente todos los habitantes de la ciudad son anuncios que caminan”
(Hayes, 2002: 460).
Económicamente, el flâneur periodista y el sandwichman guardan simili-
tudes, ya que ambos ofrecen su individualidad como fuerza laboral. En
particular, el flâneur periodista vende el producto de sus observaciones en
los géneros que se ocupan de la actualidad urbana (véase el apartado donde
Benjamin afirma que el destino del flâneur periodista es convertirse en
sandwichman).
43
2. La flanerie como propuesta conceptual en la ciencia social : Engels,
Simmel, De Certeau, Benjamin
La flanerie literario-periodística ha utilizado las cuatro metáforas clásicas
que han dominado el pensamiento sociológico sobre la urbe. En la sociolo-
gía, como explica Peter Langer (1980), se ha interpretado la ciudad desde
cuatro imágenes: el bazar, la jungla, el organismo y la máquina. Estos cuatro
paradigmas interpretativos también han quedado legitimados en los más
diversos campos intelectuales, en las humanidades y en las ciencias sociales.
La ciudad bazar se encuentra en las escenas urbanas del costumbrismo y del
modernismo; la ciudad jungla, en los relatos sobre criminalidad; la ciudad
organismo, en los cronistas preocupados por los niveles de cohesión alcan-
zados por la sociedad civil, por el mantenimiento del ‘status quo’; la
deshumanización de la ciudad máquina, por su parte, será denunciada por
los marxistas con su crítica de la ideología capitalista del progreso. También
se puede añadir una nueva metáfora: la ciudad como diagrama (átomos,
satélites…) (Sharpe y Wallock, 1987: 36). Cada una de estas metáforas es
utilizada por actores sociales que tienen diferentes perspectivas a la hora de
comprender y solucionar los problemas de las ciudades.
Comenzó a teorizarse en las ciencias sociales sobre la flanerie después de
los primeros análisis sobre la multitud, entidad que recibió el interés de la
sociología desde el siglo XIX con la sociología de las multitudes. Desde
Benjamin, teorizar sobre la flanerie ha permitido a los sociólogos sintetizar
un tipo de experiencia urbana caracterizada por el individualismo, el con-
sumo, la transitoriedad y la crítica social.
En este apartado nos dedicamos a ver en la flanerie una actividad del
científico social. A partir del siglo XIX, sociólogos y antropólogos recorre-
rán las ciudades (calles y barrios) al realizar encuestas de investigación para
conocer las condiciones sociales de la población. Es el caso de la encuesta
El trabajo en Londres y la pobreza de Londres (London Labour and the
London Poor), 1851-1862, de Henry Mayhew.
44
En principio, este viajero apreciará una ‘fachada’ llena de boato que anuncia
una sociedad rica, acomodada:
“Pero las víctimas que todo esto ha costado se descubren sólo más tarde. Si se
camina un par de días a lo largo de las calles principales, abriéndose paso, a du-
ras penas, entre la multitud y la serie infinita de coches y carrozas, si se visitan
las partes peores de la ciudad mundial, entonces solamente, se nota que estos
londinenses deben sacrificar la mejor parte de su humanidad para alcanzar to-
das las maravillas de la civilización, en las que abunda la ciudad; que mil
fuerzas latentes han debido quedar irrealizadas y oprimidas, a fin de que algu-
nas pocas se desarrollaran plenamente y pudieran multiplicarse mediante la
unión con otras. El tumulto de las calles tiene ya algo de desagradable, algo co-
ntra lo cual nuestra naturaleza se revela.” (Engels, 1974: 54-55).
45
apariencia; no he sido seducida por las brillantes y ricas decoraciones de la
escena inglesa; he penetrado entre los bastidores” (Tristán, 1972: 1).
Engels procede a la descripción de la mutua indiferencia, individualismo,
egoísmo y hostilidad que se otorgan entre sí los transeúntes, en reflexiones
sobre una forma de sociabilidad posteriormente definida por Georg Simmel
desde el concepto de reserva mutua:
“[A]vanzan juntos como si no tuvieran nada en común, nada que hacer uno con
otro, y el único acuerdo entre ellos, tácito acuerdo, es conservar su derecha en
el tránsito para que las dos corrientes de la multitud no se estorben el paso recí-
procamente, sin que ninguno se digne lanzar una mirada al otro. La brutal
indiferencia, el duro aislamiento de cada individuo en sus intereses privados,
aparecen tanto más desagradables y chocantes cuanto más juntos están estos
individuos en un pequeño espacio, y aun sabiendo que el aislamiento de cada
uno, ese sórdido egoísmo, es, por todas partes, el principio básico de nuestra
sociedad actual, en ningún lugar aparece tan vergonzosamente al descubierto,
tan consciente, como aquí entre la multitud de las grandes ciudades. El desdo-
blamiento de la sociedad en mónadas, de las cuales cada una tiene un principio
de vida aparte y un fin especial, el mundo de los átomos, es llevado aquí a sus
últimos extremos.” (Engels, 1974: 55).
Engels destaca, sobre todo, el carácter competivo del espacio público, ex-
presado en la reserva mutua y la indiferencia – e incluso desprecio – que
guardan entre sí los transeúntes, cada uno con sus intereses particulares. El
orden que utiliza la multitud para transitar por las calles también acapara la
atención de Flora Tristán (1972: 140), al afirmar que los ingleses “están obli-
gados a seguir el orden de las calles, de los caminos y de las multitudes y
observan con la más rigurosa exactitud aquellas reglas como si fuesen un re-
gimiento prusiano en ejercicio.” La calle ya no es el espacio de las fuerzas
democratizadoras de la sociedad burguesa, sino del carácter competitivo de los
transeúntes que luchan por su supervivencia. La acera es un signo más del ca-
rácter disciplinario de la modernidad. Severin (1988: 66), al comentar a
Engels, afirma: “Aquí no se engaña más la mirada ingenua de la Ilustración
sobre los efectos democratizadores y niveladores de la ciudad sobre los indivi-
duos, sino que se comprende la multitud urbana como una expresión de la
sociedad competitiva en su más pura expresión.”
Seguidamente, Engels recurre a una descripción de los barrios pobres de
Londres, Manchester y otras ciudades británicas. Llama la atención su actitud
de evitar, en la medida de lo posible, la vida cotidiana de los obreros y de los
marginados. No les individualiza. Está casi ausente el involucramiento perso-
nal del investigador (Blanchard, 1985: 59). Le preocupan a Engels, en cambio,
46
las condiciones higiénicas de las ciudades británicas. Considera Blanchard
(1985: 50) que “Engels conduce su gira urbana como una inspección”. Más
que describir las condiciones miserables de la población británica, se preocupa
por detallar las condiciones insalubres (acumulación de basura, humedad, etc.)
de los barrios de las ciudades. Las calles se encuentran, por lo general, vacías
de gente: “Si no tiene contacto ocular con nadie, se debe menos a la invisibili-
dad de las personas que al hecho de que presta más atención a los edificios que
a los individuos. […] Si hay personas, no las ve; sólo ve signos de su existen-
cia.” (en cursiva en el original) (Blanchard, 1985: 67). Y, aunque al inicio se
refiere a la dignidad de cualquier ser humano – “Por todos lados bárbara
indiferencia, duro egoísmo por un lado y miseria, y miseria sin nombre del
otro” (Engels, 1974: 55) –, durante el desarrollo del ensayo asume una acti-
tud moral de rechazo hacia los ‘miserables’: – “en su mayor parte, son
irlandeses o descendientes de irlandeses, que todavía no se han sumergido
en la vorágine de la corrupción moral que los rodea, pero que cada día des-
cienden más bajo y pierden la fuerza de resistir a la influencia
desmoralizadora de la miseria, de la suciedad y los compañeros disolutos”
(Engels, 1974: 58-9). Reprimida queda la argumentación sobre el papel del
poder político y económico y de las condiciones productivas económicas y
financieras en Gran Bretaña como causas de la miseria observada.
Se ha afirmado que Engels retrata los barrios paupérrimos desde el en-
cuadre de la Otredad no occidental, como si explorara el territorio de una
civilización exótica. También se aprecia este encuadre al inicio del capítulo
50 de Oliver Twist:
“[D]onde los barcos están más ennegrecidos por el polvo de la hulla y por el
humo que escapa de las chimeneas de las casas, se halla en la actualidad la
más mísera, la más extraña y extraordinaria de las localidades que encierra la
ciudad de Londres, y la más desconocida aún, incluso de nombre, por la
mayor parte de los habitantes de la capital.” (Dickens, 2004: 377).
47
mismo año que Stanley publicó En el África más oscura, el fundador del
Ejército de Salvación, el General William Booth, publicó En la Inglaterra
más oscura y más allá (In Darkest England and the Way Out). Asimismo, la
novela de Margaret Hartness sobre el Ejército de Salvación, En el Londres
más oscuro (In Darkest London) guarda relación intertextual con el título de
la obra del General Booth. Nord (1987: 123) precisa que la analogía entre
los sectores más pobres de la sociedad inglesa y África prevaleció en la es-
critura de los investigadores sociales de las décadas de 1880 y 1890, cuando
la pobreza fue ‘redescubierta’ como un problema nacional y diversos ‘ex-
ploradores’ visitaron la ‘tierra incógnita’ de los slums.
48
original) (Simmel, 1986: 247-248). El medio urbano está caracterizado por
el ‘ataque’ de los estímulos a los órganos sensoriales del ciudadano. Los
estímulos que menciona Simmel son visuales, como bien destaca Gleber
(1999: 24), aunque son idénticas las consecuencias de los auditivos en la
subjetividad humana.
La ciudad es un espacio hostil en el que tiene lugar una serie arrolladora
de impresiones, acontecimientos e interacciones de carácter transitorio, fu-
gaz y fortuito (Donald, 1999: 11), una serie de shocks que constantemente
deben ser ‘atajados’.
¿Cómo se responde a estas condiciones materiales? Se pregunta Donald
(1991: 11): “¿Cómo son transferidos estos acontecimientos, impresiones e
interacciones a la vida interior, emotiva – al estado mental –?”. Se adoptan
conductas defensivas. La primera de ellas, expresión subjetiva de la econo-
mía monetaria, es la famosa actitud blasé, indolente o de reserva externa del
urbanita transeúnte, embotado, que no distingue las diferencias de las cosas:
“la significación y el valor de las diferencias de las cosas y, con ello, las cosas
mismas, son sentidas como nulas. Aparecen al indolente en una coloración
uniformemente opaca y grisácea, sin presentar ningún valor para ser preferidas
frente a otras.” (Simmel, 1986: 252).
Se trata de una reserva que se da en las interacciones “como medio de
mantenimiento de la distancia social y la propia integridad del individuo
amenazado por el tumulto de los estímulos” (Frisby, 1992: 148). Algunos
analistas concuerdan en considerar la actitud blasé como una respuesta inte-
lectual. Para Gleber (1999: 25), el sujeto reacciona, analiza y diferencia los
estímulos. Donald (1999: 11) explica esta actitud autoprotectora, racional-
mente meditada: “Representa menos una actitud indiferente que una reserva
cultivada para contener la agresión inherente en las relaciones humanas”. En
cambio, Parsons (2000: 30) considera que se trata de una reacción más bio-
lógica que mental.
A partir de esta actitud blasé pueden surgir dos procesos ulteriores, según
Parsons (2000: 30): necesidad de nuevos estímulos, que permite despertar
brevemente los nervios adormecidos, hastiados hasta el momento por la so-
brecarga de estímulos, y la agorafobia, el miedo al medio social. Como
manifestación del primer proceso, el badaud materializa esta necesidad
constante de nuevos estímulos. Por su parte, la agorafobia es un tema psico-
lógico que acaparó gran atención a finales del siglo XIX e inicios del XX,
una vez que, en 1871, el psicólogo berlinés Carl Otto Westphal identificó
esta enfermedad. En Simmel, y más exactamente en la Filosofía del dinero,
aparece la agorafobia como una deformación de la actitud autoprotectora,
49
de reserva mutua y barrera psicológica que cada urbanita establece con los
demás, como destaca Vidler (1991: 36-7).
Para contrarrestar la predisposición bláse, de indiferencia, puede surgir
en el urbanita el refuerzo de la personalidad individual, el afán de distin-
ción, de llamar la atención, de destacar frente a lo que se considera como la
medianía, frente al comportamiento mediocre o imitativo de la cultura de
masas:
50
monetaria, o participa en ella con cierto margen de libertad (horaria, intelec-
tual), como el periodista: no desarrolla su actividad en el tiempo del ocio
institucionalizado, integrado en la economía mercantil, sino en la temporali-
dad del ocioso. Lo más importante radica en que el flâneur favorece la
‘ilusión’ de regresar a las relaciones comunitarias, algunas de ellas caracte-
rizas por la empatía, la simpatía, la solidaridad…
Se puede identificar al flâneur impresionista en el modo de percibir y
comprender la ciudad de Simmel. Se trata de un flâneur que percibe una
cantidad indiscriminada de estímulos, desde una disposición exterior de apa-
rente indiferencia, pero que desarrolla un activo análisis interior intelectual.
¿Simmel evalúa positiva o negativamente la metrópoli, en términos de las
consecuencias psicológicas que el ambiente urbano desencadena en el indi-
viduo? Para Gleber (1999: 23 y 27), no las condena, sino que las considera
protecciones inevitables ante la vulnerabilidad y la susceptibilidad provoca-
das por la estimulación de la vida nerviosa. En cambio, Fritzsche (1996: 31-
33) aprecia en este ensayo el empleo de una terminología en el que, por im-
plicatura, frente al presente urbano fragmentado, el pasado se interpreta
positivamente en términos de coherencia e integridad9.
La percepción del transeúnte se puede comprender como vivencia (Er-
lebnis), frente a la experiencia (Erfahrung), si consideramos que no procesa
las impresiones callejeras. El urbanista sufre el asalto de distintos shocks o
estímulos perceptivos que no son procesados cognitivamente, que se alojan
en su inconsciente. No convierte estas vivencias en experiencia, en términos
del filósofo alemán Wilhelm Dilthey. Relevante es, en este sentido, La vi-
vencia y la poesía (Das Erlebnis und die Dichtung), 1905. Gadamer (1977:
96) explica que erbelen (vivenciar) se refiere a la comprensión inmediata de
una vivencia propia, frente al conocimiento tomado de otros, es decir, frente
al conocimiento heredado. La vivencia es la experiencia sensorial, por ejem-
plo, del transeúnte, que tropieza con un sinfín de impresiones. Es la
experiencia fragmentaria de la urbe. Gilloch (1996: 143-4) asocia este tér-
9
La vida nerviosa es un tópico de finales del siglo XIX e inicios del siglo XX, relacionada
con las relaciones comerciales en el capitalismo. Como señala Severin (1988: 96): “A la
intelectualidad de la percepción urbana le corresponde la economía monetaria”. Además de
Simmel, desde las ciencias sociales escribieron sobre la vida nerviosa científicos como
Wilhelm Erb y Willy Hellpach. Los investigadores también han analizado los presupuestos
de género que contienen las reflexiones de Simmel. Parsons (2000: 40) señala que su “des-
cripción de la personalidad moderna supone un ejemplo de la ansiedad masculina sobre las
condiciones de la vida pública con el cambio de siglo.” Es una manifestación de la ansiedad
masculina ante el carácter competitivo de la sociedad.
51
mino con el contenido caótico de la vida psíquica, con las impresiones acci-
dentales que la conciencia no procesa, que pasan al inconsciente y son
recuperadas bajo la modalidad de la memoria involuntaria, mientras que la
experiencia [Erfahrung] se refiere al acontecer humano que ha sido proce-
sado cognitivamente por su protagonista, que ha sido convertido en un relato
coherente, inteligible. Señala Benjamin (1998: 131) que la conciencia esteri-
lizará el shock “al incorporarlo inmediatamente al registro del recuerdo
consciente) para toda experiencia poética.” Podemos vincular la actividad
cognitiva del flâneur con la experiencia [Erfahrung] racionalizada, final-
mente vertida en textos literarios, periodísticos y sociológicos: interpreta la
ciudad (los shocks urbanos visuales y auditivos) en un todo coherente, como
un texto, como un relato.
52
estación de metro (de la que parte, de la que se olvida descender o en la que
realiza combinación de líneas de metro), un antropólogo podría establecer
generalizaciones sobre el comportamiento de Marc Augé en este tipo de
lugares de tránsito; podría “inferir a partir de mi comportamiento en Sèvres-
Babylone la naturaleza de mis actividades del momento, incluso el día de la
semana.” (Augé, 2002: 55).
Como académico que cuenta con flexibilidad horaria, confiesa su amplia
disponibilidad de tiempo, su ociosidad intermitente: “Me gusta viajar en
metro (soy más afortunado, más libre de mi tiempo que aquellos que parten
todas las tardes en masa hacia Saint-Lazare y los trenes de la periferia).”
(Augé, 2002: 56). Expresa, asimismo, su decisión de viajar en metro, oca-
sionalmente, sin trayectoria planificada de antemano, por el simple placer
del acontecimiento imprevisto, en la más clásica definición de la flanerie:
53
tradicionalmente entendida, en el sentido de caminar indolentemente por
bulevares que se aprecian como un espectáculo burgués. La caótica ciudad
de la modernidad ha ‘matado’ esta práctica tradicional:
El Metro reúne a todos los tipos sociales de la ciudad, con sus ilusiones y
problemáticas. Esta convivencia mutua es la mejor escuela contra los prejui-
cios sociales, contra el miedo a la Otredad: “Si algo acelera el respeto a la
diversidad, es el Metro, escuela del respeto a fuerzas. […] En cada vagón la
variedad es extraordinaria, y el método para abarcarla es la curiosidad por
aquellos o aquellas que no solicitan permiso de existencia.” (Monsiváis,
2001: 169)
El voyeurismo – visual ¿y auditivo?- es una táctica que usa el usuario del
Metro (y en otros medios de transporte urbanos) para alejarse de la mutua
reserva, para superar, aunque sea momentáneamente, el aislamiento y los
conflictos de intereses frente a los demás urbanitas. Cada usuario es un fi-
siólogo que trata de establecer el carácter y la biografía de los desconocidos:
54
se refiere a las tácticas callejeras del flâneur, aunque parezcan las del tran-
seúnte de mirada automatizada. Según Joseph (1988: 48-51)
55
urbano (el habla), más allá de las prohibiciones, restricciones o reglamentos
propuestos por las autoridades municipales. No es la primera vez que se
relaciona el callejeo con la actividad del intérprete semiótico. En el presente
libro veremos en diversas ocasiones la utilización de la metáfora de la ciu-
dad como libro en textos de diverso tipo.
De Certeau destaca la posibilidad que tiene el ciudadano, frente a las po-
líticas restrictivas urbanísticas, de hacer un uso creativo, libre, del espacio.
Diversas características definen la enunciación peatonal, según De Certeau
(2000: 110-111): el paseante actualiza, incluso aumenta, algunas de las po-
sibilidades y de las prohibiciones del sistema espacial urbano, pero también
las desplaza, e incluso inventa otras (como los atajos, las desviaciones y las
improvisaciones); transforma los significantes espaciales y los somete a
usos imprevistos, gracias al empleo de su imaginación; crea discontinuida-
des, al dedicar ciertos lugares a la inercia o al desvanecimiento, etc. Estas
enunciaciones crean, según De Certeau, una retórica peatonal.
El peatón tiene un estilo singular de caminar frente al sistema urbanísti-
co, de la misma forma que la retórica es la desviación de la norma
lingüística: “Los caminos de los paseantes presentan una serie de vueltas y
rodeos susceptibles de asimilarse a los ‘giros’ o ‘figuras de estilo’. Hay una
retórica del andar. El arte de ‘dar vuelta’ a las frases tiene como equivalente
un arte de dar vuelta a los recorridos.” (De Certeau, 2000: 113). Toma pres-
tadas dos figuras retóricas que Jean-Francois Augoyard ya empleó al
explicar la retórica del caminar: la sinécdoque y el asíndeton. La sinécdoque
supone, en la narración que realiza un caminante de su propia trayectoria, la
acción de tomar la parte por el todo, mientras que el asíndoton implica la
elisión de ciertos componentes de la sintaxis urbana. Un peatón puede rela-
tar, por ejemplo, cómo se orienta por las calles al adoptar el campanario de
una iglesia como punto de orientación (sinécdoque). También suprimirá de
su relato los espacios que considera como más irrelevantes para su trayecto-
ria (asíndeton). De Certeau realiza una caracterización excepcional de estas
dos figuras retóricas, adaptadas a la retórica del caminante:
“Una remplaza las totalidades con fragmentos […]; la otra las separa al supri-
mir los nexos conjuntivos y consecutivos […]. Una densifica: amplifica el
detalle y miniaturiza el conjunto. La otra corta: deshace la continuidad y des-
mantela la realidad de su verosimilitud. […] se crea un fraseo espacial de tipo
antológico (compuesto de citas yuxtapuestas) y elíptico (hecho de agujeros,
lapsus y alusiones).” (De Certeau, 2000: 114).
56
Destacar ciertos espacios como paradigmáticos de un conjunto mayor,
con el objetivo de orientarse, así como eludir otros lugares, aquellos defini-
dos como no importantes para la trayectoria, son dos tácticas narrativas
básicas del transeúnte. Creo que este último emprende otras tácticas, cuya
definición debe ser objetivo primordial de un futuro programa de la micro-
sociología urbana10.
La dicotomía uso normativo del espacio público (lengua) – estilo perso-
nal del peatón (habla) puede ser aplicado al análisis de ciertos contextos
socio-históricos. Wolff (2006: 25-26), quien utiliza la propuesta de De Cer-
teau, ha señalado que, más allá de las restricciones impuestas a la mujer al
acceso en el espacio público en el siglo XIX en Occidente (limitaciones im-
puestas por la ideología de la separación de las esferas entre la pública
masculina y la privada femenina), las mujeres utilizaron tácticas para em-
prender un uso creativo de este último. La libertad de decisión (el habla)
termina por imponerse sobre las normas ideológicas (la lengua). Wolff pro-
pugna un mayor estudio de la escritura autobiográfica femenina, con el
objetivo de indagar cómo las mismas mujeres han hablado a lo largo de la
historia de su propia experiencia como flaneuses y de sus ansiedades y espe-
ranzas durante este desempeño.
Por su parte, Toiskallio (2002: 169-184) aplica la propuesta de De Cer-
teau y el flâneur como categoría conceptual para identificar, mediante la
realización de seis focus group con transeúntes, distintos estilos de navega-
ción, en su condición de actores o agentes sociales en el tráfico urbano;
identifica el ágil [nimble], el caminante pacífico [peaceful stroller] y el
constructor de vías [path builder]. En el ágil (que prepara su objetivo estra-
tégicamente, planifica su itinerario y anticipa el grado de intensidad del
ritmo de la actividad urbana), Toiskallio identifica la contraparte contempo-
ránea del flâneur (2002: 175-6), sobre todo por su distanciamiento.
Considero que, aunque comparte con el tradicional flâneur su uso intelectual
o analítico del espacio público, en cambio, su trayectoria utilitarista y prede-
terminada lo invalida como representante de este tipo social, cuyo recorrido
es pausado, propio de un ocioso. En la ciudad, el flâneur construye su pro-
10
Considero que la propuesta De Certeau debe ser puesta en diálogo con el concepto de
imaginabilidad de Kevin Lynch, en su libro La imagen de la ciudad (2001). Este último
explica cómo nos creamos una imagen de la ciudad mientras caminamos (en otras palabras,
mientras ejercemos la retórica del caminar). De esta imagen participan las sendas, los bor-
des, los barrios, los nodos y los mojones (puntos de orientación altamente visibles en el
paisaje urbano).
57
pio camino (es un path builder), lejos de las prescripciones de las políticas
urbanísticas.
La propuesta de De Certeau también se encuentra incorporada, implíci-
tamente, en una investigación de semiótica aplicada emprendida por Jean
Marie Foch. Contratado por el Metro de París, Foch (1993) elaboró una ti-
pología comportamental de los viajeros de metro: identificó (seguimos la
traducción española) agrimensores, sonámbulos, callejeros y dinámicos.
Los callejeros son los usuarios que desarrollan la flanerie. Foch (1993: 52-
53), al resumir sus atributos, se refiere a su preferencia por estaciones que
ofrezcan algo distinto al propio metro (por ejemplo, que muestren espectá-
culos) y su atención a los carteles y a todas aquellas formas de acción o
interacción que suspendan momentáneamente el curso de su trayectoria.
La planificación urbanística ha rescatado la importancia de la flanerie pa-
ra alcanzar una ciudad habitable. Algunos diseños urbanísticos, sin
embargo, impiden esta práctica. Lerner y Arnswine (1998: 2) en la introduc-
ción al especial Cityscapes, de la revista Wide Angle, mencionan el caso de
Los Angeles, donde la “subjetividad del espectador urbano es, por implica-
tura, radicalmente diferente del flâneur indolente de las grandes ciudades
europeas.” (en cursiva en el original). Pero frente al espacio urbano entendi-
do como arteria o red de transporte, desde los años sesenta se ha
reflexionado sobre la recuperación de la ciudad para el peatón que, conver-
tido en flâneur o flaneuse, pueda emprender un uso lúdico del espacio. Un
clásico es, en este sentido, Muerte y vida de las grandes ciudades, de Jane
Jacobs, publicado en 1961. En el primer capítulo Usos de las aceras: segu-
ridad, se plantean reflexiones en favor de una planificación urbanística que
incentive el uso del espacio público. Jacobs considera que se puede combatir
la criminalidad si se planifica la ciudad para uso cotidiano del transeúnte.
Un espacio público habitado y transitado será un lugar seguro: “[U]na calle
muy frecuentada es igualmente una calle segura. […] la acera ha de tener
usuarios casi constantemente” (Jacobs, 1967: 38-39). Aunque no utiliza esta
terminología, valora positivamente prácticas que asociamos por lo general al
flâneur y al mirón, al ocioso, a la hora de crear un entorno seguro:
“[L]as personas que vagan por la calle sin rumbo fijo o las que van a algún sitio
concreto a comer o a beber dan lugar a una actividad que en definitiva constitu-
ye una atracción para otras personas. […] la vista de otras personas tiene la
virtud de atraer a más gente […] A todo el mundo le gusta contemplar actividad
y a otras personas […] Una calle agradable tiene siempre usuarios y simples
mirones.” (Jacobs, 1967: 38-39).
58
Las aceras se pueden convertir en lugar para establecer encuentros inter-
subjetivos: “[L]os contactos en las aceras constituyen […] la base dinámica
sobre la cual puede sostenerse una vida pública sana en una ciudad.” (Ja-
cobs, 1967: 77). Se puede planificar el espacio público para que contribuya
a eliminar la ‘mutua reserva’ que el transeúnte mantiene con su semejante,
al que considera como una amenaza latente. Incluso un arquitecto tan famo-
so por imponer el ‘frío’ racionalismo urbano como Le Corbusier ha
reconocido la incidencia de las calles rectas y curvas en el estado de ánimo
del transeúnte, aunque no se ha ocupado de estas últimas como espacios de
sociabilidad. En La ciudad del futuro. Le Corbusier (1971: 126) declara que:
“una calle recta es muy aburrida de recorrer a pie; nunca se termina, uno nunca
avanza. La calle curva, en cambio, divierte por sus imprevistos contornos suce-
sivos… […] Es agotador recorrer a pie la calle recta. […] Adoptemos la curva
si se trata de calles para recorrer a pie, de calles con paseos agrestes, sin espec-
táculos arquitectónicos”
59
indiferente hacia los acontecimientos de la modernidad con el Impresionis-
mo (Herbert, 1988: 33-57).
60
nas de sus entradas, reflexiones sobre la modernidad urbana que pueden ser
integradas en la experiencia del flâneur11. Por su parte, Crónica de Berlín e
Infancia berlinesa alrededor de 1900, textos de Benjamin no publicados en
vida, contienen reflexiones sobre su infancia y juventud en su relación con
los espacios callejeros de la capital alemana.
Benjamin identificó al flâneur en la literatura, específicamente en las co-
lecciones costumbristas francesas y en el cuento El hombre de la multitud,
de Edgar Allan Poe. En El flâneur, del ensayo El París del Segundo Imperio
en Baudelaire (1937-1938), al referirse al personaje anónimo que persigue
por las calles el escritor (narrador) en el cuento de Poe, señala:
11
Este texto ha recibido cierta atención. Spencer (1985: 59-77) analiza el papel de la alego-
ría en Parque Central, de Benjamin.
61
que Poe fijó en su « Hombre de la multitud ».” (Benjamin, 1997: 218), es
decir, los rasgos del anciano que deambula sin rumbo fijo.
En Sobre algunos motivos en Baudelaire cambia radicalmente de opi-
nión. En este ensayo, Benjamin se corrigió y destacó que el hombre de la
multitud no era flâneur:
62
talismo en el siglo XIX llevan a la sustitución del flâneur que analiza la ciu-
dad por el badaud que consume sus sensaciones:
63
venden su pensamiento en la cultura de masas (se igualan a las mercancías)
y los ciudadanos se convierten en sus consumidores.
Como alegoría de los cambios sociales y culturales que se dan en el siglo
XIX, tendientes a una mayor mercantilización, se sustituye el flâneur y su
disposición reflexiva por el badaud, por el mirón, por una ciudadanía ‘em-
botada a raíz de los estímulos sensoriales’ de la industria cultural (por
ejemplo, el periodismo sensacionalista y sus acontecimientos espectacula-
res). Es mirón tanto aquel que observa desde la multitud las víctimas de un
accidente o de un delito callejero como aquel que aprecia estos aconteci-
mientos desde la lectura de los diarios sensacionalistas. Birkerts (1983: 166)
comprendió que rastrear la gradual extinción del flâneur histórico suponía
en Benjamin “diagramar el progreso de lo ‘moderno’: la mecanización, la
urbanización, la incorporación del ‘shock’ en la vida diaria y la erosión y el
retiro del espíritu (el ‘aura’) de la interacción entre el ser humano y el medio
ambiente.”
Benjamin (1998: 144-145) utiliza el cuento de E.T.A. Hoffmann, El Ob-
servatorio, como ejemplo del retiro del flâneur burgués de un espacio
urbano que deja de ser seguro, con el surgimiento de las grandes metrópolis.
En este cuento, un hombre le describe un mercado a su primo desde la ven-
tana de su vivienda. Esta es otra pequeña contradicción en Benjamin: utiliza
el ejemplo de una ciudad provinciana que todavía no se ha convertido en
gran metrópoli para argumentar sobre el retiro del flâneur burgués en una
sociedad urbana que se hace demasiado compleja. La acción se desarrolla en
Berlín, y no en París (sede del flâneur histórico). Es un ejemplo pertinente,
en todo caso, si se adopta este cuento en términos alegóricos como retiro
hogareño del flâneur burgués. Es decir, cuando la ciudad se ha convertido
para el flâneur en potencialmente peligrosa, sólo le queda apreciar la ciudad
desde la ventana, espacio protegido de observación12.
Como paradigma alegórico de los cambios sociales, de la conversión de
las pequeñas ciudades en metrópolis, también emerge el detective en susti-
tución del flâneur, donde cada transeúnte se ha vuelto sospechoso para el
resto: “Cualquiera que sea la huella que el « flâneur » persiga, le conducirá
a un crimen.” (en cursiva en el original) (Benjamin, 1972: 56). Es decir, en
cuanto rastree a un individuo que contiene un ‘secreto’, que no se acomoda
a la lectura segura de su lectura fisiológica, se convierte en detective. La
12
Otro caso de retiro del burgués de la calle al interior aparece en la novela de Joris-Karl
Huysmans, A contracorriente, donde el comportamiento del protagonista, Des Esseintes,
asume los atributos, ya no del flâneur, sino del coleccionista, como bien destaca Parkhurst
Ferguson (1994: 37).
64
metáfora urbana empleada en la literatura del flâneur es la del ‘espectáculo’,
y cuando este último da paso al detective, la ciudad se comienza a compren-
der como una jungla. O, como alternativa, pasamos, en la literatura del
detective, a la metáfora del laberinto enigmático (Gunning, 1997: 38). La
ciudad, cuando se hace caótica y se desvía de las normas, deja de ser legible
para el flâneur y la mirada que organiza la comprensión del espacio pasa a
ser la del detective (Brand, 1990: 234). La representación de la ciudad como
fuente de ansiedad ante los delitos comienza a tomar auge a mediados del
siglo XIX con Los misterios de París, de Sue y encuentra su equivalente en
el siglo XX con la literatura y el cine de detectives, gansteril o pandillero13.
Benjamin también se ocupa del flâneur como periodista, escritor que
vende su trabajo en el mercado para un público lector masculino que mu-
chas veces es, a su vez, un flâneur satisfecho con el status quo. Una entrada
de El libro de los pasajes (Benjamin, 2005: 425) precisa la condición sim-
bólica del flâneur al quedar identificado como “una abreviatura de la actitud
política de la clase media en el Segundo Imperio.” [M 2,5] (en cursiva en el
original). En la segunda parte de El París del Segundo Imperio en Baudelai-
re, El flâneur, dedica las primeras páginas al nacimiento histórico del
periodista callejero en la escritura costumbrista francesa. Su visión de la
ciudad, legible y familiar, es la que también desean sus lectores:
65
la metáfora de la calle como vivienda del flâneur se sitúa en el contexto de
una ciudad del siglo XX15. En todo caso, la calle como hogar (hacer del ex-
terior un interior) no es una metáfora que se origine en Benjamin. Es preciso
destacarlo, ya que se considera una idea original de él. Por el contrario, la
ofrece la propia literatura costumbrista. Se encuentra, por ejemplo, en la
Fisiología del flâneur, de Huart, 1841. En primavera, este tipo social “se
dirige inmediatamente al bulevar, donde establece su domicilio político y
civil hasta el mes de octubre.” (Huart, 1841: 98; [2007: 170]).
El periodista que flanea en el París de las décadas de 1830 y 1840, ‘co-
nocedor’ de los espacios públicoos de moda (los pasajes, los cafés, los
teatros) se encuentra al tanto de los acontecimientos sociales. Y, para ello,
creó al personaje del flâneur en las fisiologías y en las colecciones de tipos
sociales, proyección textual de la propia función social que, como acabamos
de decir, cumplía el periodista en el sistema cultural francés, encaminada a
controlar interpretativamente una urbe que se hacía cada más grande, que
iba creando ‘tierras incógnitas’, los barrios miserables. En este sentido, “las
fisiologías eran buenas para dejar de lado como de poca monta semejantes
representaciones inquietantes.” (Benjamin, 1972: 52).
Ocurre, conforme avanza el siglo XIX, el retiro del flâneur intelectual
por razones políticas. En términos metafóricos, hablamos de la pérdida de su
libertad ideológica, sobre todo si es periodista. Vemos una asimilación me-
bajo la protección de sus cuatro paredes. Para este colectivo, los brillantes carteles esmalta-
dos de los comercios son tanto mejor adorno mural que los cuadros al óleo del salón para el
burgués, los muros con el « Prohibido fijar carteles » son su escritorio, los quioscos de
prensa sus bibliotecas, los buzones sus bronces, los bancos sus muebles de dormitorio, y la
terraza <del> café el mirador desde donde contempla sus enseres domésticos. Allí donde
los peones camineros cuelgan la chaqueta de las rejas, está el vestíbulo y el portón que lleva
de los patios interiores al aire libre; el largo corredor que asusta al burgués es para ellos el
acceso a las habitaciones de la ciudad. Es pasaje fue para ellos su salón. Más que en cual-
quier otro lugart, en el pasaje se da a conocer la calle como el interior amueblado de las
masas, habitado por ellas.” (Benjamin, 2005: 428 [M 3 a, 4]).
15
“Pues ellas [las calles] son las viviendas del ser eternamente inquieto y móvil que vive,
experimenta, reconoce e imagina entre los muros de la casa como el individuo entre sus
cuatro paredes. Para la masa – y el flâneur vive en ella – los brillantes letreros esmaltados
de una empresa son tan buenos e incluso mejores como adornos de pared como lo es, para
el burgués en su salón, un cuadro al óleo. Los muros cortafuegos son sus escritorios, los
kioskos de peródicos su biblioteca, los buzones sus bronces, los bancos su tocador, y la
terraza del café el mirador desde el que observa su ajuar doméstico. Allá en la verja donde
los trabajadores del asfalto han colgado su mono está su vestíbulo y el portón que, desde la
salida del patio, lleva al aire libre el acceso a sus cuartos de la ciudad.” (en cursiva en el
original) (Benjamin, 1997: 217)
66
tafórica del flâneur intelectual (escritor, periodista), en este proceso, a la
figura del hombre-sandwich: “El hombre-anuncio es la última encarnación
del flâneur.” (en cursiva en el original) (Benjamin, 2005: 454 [M 19,2]). El
intelectual que se vende al mercado se convierte, finalmente, en una mer-
cancía más: “[L]a equiparación del flâneur con la mercancía señala para
Benjamin el final de su breve existencia previa.” (en cursiva en el original)
(Rignall, 1992: 12). Sale al espacio público como asalariado, con la libertad
de movimiento coartada por su obligación de ‘vender’ la empresa que anun-
cia. El escritor acaba por adoptar, asimismo, esta relación mercantil, al
asumir los intereses de la prensa de bulevar: no sólo sale a la calle a obser-
var, sino también para ser visto, como el hombre anuncio. Cuantas más
veces sea visto en los espacios públicos por sus lectores, mayor legitimidad
tendrán los textos que publique en la prensa de bulevar:
“La base social del callejeo es el periodismo. Es como flâneur que el literato se
entrega al mercado para venderse. […] El tiempo de trabajo socialmente nece-
sario para producir su fuerza de trabajo específica es de hecho relativamente
elevado; al aceptar que sus horas de ocio en el bulevar aparezcan como una par-
te de ese trabajo, las multiplica, y con ello el valor de su propio trabajo. […]
[Este es el] lugar privilegiado donde el tiempo de trabajo necesario para produ-
cir su valor de uso es susceptible de una estimación general y pública, en
cuanto que esas horas las pasa en el bulevar y, por decirlo así, las exhibe.”
(Benjamin, 2005: 449 [M 16, 4]).
67
moda ideológica.”16 Benjamin (1998: 184), en París, Capital del siglo XIX,
sintetiza esta situación, que comienza a ser muy evidente en el siglo XIX:
“En el « flâneur » la inteligencia se dirige al mercado. Esta piensa que para
echar un vistazo, pero en realidad va a encontrar un comprador.” (en cursiva
en el original).
En Benjamin, la flanerie también es una experiencia autobiográfica. En
Crónica de Berlín, sin publicar en vida del autor, Benjamin describe todos
aquellos factores que le iniciaron en su conocimiento de la ciudad. En parte,
describe su flanerie berlinesa durante la infancia y la adolescencia. Relata su
iniciación en la sexualidad, su apreciación del sistema educativo prusiano, o
su visita a los cafés berlineses y el papel que jugaron en cierta etapa de su
formación.
Para Benjamin, son cinco los símbolos de su conocimiento de la ciudad:
las niñeras, el laberinto conformado por el parque del Tiergarten, su madre,
París y Franz Hessel. En primer lugar, las niñeras cumplen un papel princi-
pal: “Quiero rememorar aquí a aquellos que me han iniciado en el
conocimiento de la ciudad. El niño, cuyos solitarios juegos hacen brotar una
proximidad inmediata a la ciudad, necesita y se busca guías en el extenso
ámbito de la misma y los primeros probablemente hayan sido las niñeras.”
(Benjamin, 1996: 188). Con las niñeras, Benjamin visitaba el Zoo o la
Schillstrasse. El Tiergarten es otro de los espacios mágicos de su infancia. A
su madre le debe también un uso no utilitario de la ciudad, una falta de
orientación que debemos asociar con la flanerie. Entre el final de su niñez y
el comienzo de su vida como estudiante se desarrolla esta relación con la
ciudad: “Parecer más lento, más torpe, más tonto de lo que era: esta costum-
bre la adquirí en esos paseos que hacíamos juntos [es decir, él y su madre]”,
señala Benjamin (1996: 190). París es el cuarto guía que señala como ini-
ciador en su conocimiento de la ciudad. La flanerie también es asumida
como una práctica personal, ya del adulto, aprendida de su permanencia en
la capital francesa. Distingue entre la ausencia de orientacion –propia del
desconocimiento de una ciudad-, y la acción de perderse, como se pierde
una persona en un bosque (Benjamin, 1996: 193), práctica que ha de aso-
ciarse más bien a la flanerie.
Imbuido de una apreciación distanciada o desfamiliarizada de la realidad
urbana, Benjamin comprende sus recuerdos de París, en sus infinitos
callejeos, desde la imagen del laberinto subterráneo del metro (Benjamin,
16
El hombre-sandwich aparece en After Dark, 1868, de Dion Boucicault, Un Yankee de
Connecticut en la corte del rey Arturo, 1889, de Mark Twain, y en La multitud, 1928, de
King Vidor.
68
1996: 193). El Berlín cuya representación debe evitarse es el utilitario, el
funcional, el vinculado con el sistema productivo del capitalismo, como el
de una fábrica moderna. Desde este punto de vista de observar una ciudad,
“tanto más se estrecha el círculo de lo fotografiable en ella” (Benjamin,
1996: 194). En cambio, la Otredad urbana obtiene el centro de atención de
su mirada, por lo general situada en espacios ‘invisibles’ -umbrales- a los
que la modernidad burguesa no presta atención; por ejemplo, las prostitutas
“están en los portales de los bloques de viviendas y sobre el suave y retumban-
te asfalto de los andenes. Así, en estos vagabundeos me familiaricé muy
especialmente con las estaciones, que tienen también sus arrabales igual que
las ciudades” (Benjamin, 1996: 196).
Cabe destacar que, aunque Crónica de Berlín son recuerdos de una
infancia y juventud transcurridas en la ciudad, los edificios de esta última no
constituyen un recurso nemotécnico que permita activar la memoria: “Sin
duda hay incontable fachadas de la ciudad que están exactamente igual que
mi infancia; pero cuando las miro no me encuentro con mi propia infancia.”
(Benjamin, 1996: 211). Es decir, la lejanía y la ausencia se consideran como
la fuente de la memoria de la flanerie infantil, no la familiaridad y la
presencia cotidiana. Considera Neumeyer (1999: 372) que, en Crónica de
Berlín, mediante la flanerie adulta, Benjamin no puede recuperar su propio
pasado. Es decir, cuando el espacio público se mantiene igual que en la
infancia, la urbe no activa los recuerdos.
Calle de vía única (Einbahnstraβe) es una colección de reflexiones y afo-
rismos, algunas de ellas sobre diversos espacios públicos de la modernidad,
como informan algunas entradas. Neumeyer (1999: 366-7) considera que
con títulos como Nr. 113, Para hombres (Für Männer) o Peligro, escalones
(Achtun Stufen), se destaca que la perspectiva enunciativa, un flâneur, cami-
na por la ciudad y recoge, como un trapero, las diferentes inscripciones de la
calle. Asimismo, para Keidel (2006: 41), en Benjamin, el flâneur es una
figura que identifica a la propia escritura literaria. Es el caso de Calle de vía
única. Su organización fragmentaria se puede comprender como una flane-
rie textual. Neumeyer (1999: 368) también considera que este texto ejecuta
una doble metaforización: el texto se convierte en calle, y el lector en
flâneur.
Infancia berlinesa hacia el mil novecientos (Berliner Kinheit um 1900) es
otro texto donde el adulto se ocupa de la infancia berlinesa, desde la mirada
desfamiliarizada de este último. Lindner (1986) explica que no se organiza a
partir de una estructura biográfica cronológica, sino a partir de fragmentos
topográficos de la ciudad de Berlín. Benjamin recuerda espacios y el papel
que ejercieron en su niñez y juventud, entre la nostalgia y el distanciamiento
69
crítico. Es el caso de “El Tiergarten”, donde aparecen comentarios críticos
hacia el arte conmemorativo del espacio público. Además, Benjamin re-
flexiona sobre una imagen urbana que desarrolló en su niñez. En esta etapa
de su vida, debió aprender a leer el laberinto de la ciudad, desde la imagen,
ya empleada en Crónica de Berlín, de perderse en un bosque: “Mas para
perderse en una ciudad, al modo de aquel que se pierde en un bosque, hay
que ejercitarse. Los nombres de las calles tienen que ir hablando al extravia-
do al igual que el crujido de las ramas secas” (Benjamin, 2011: 5). En
“Panorama”, recuerda la decadencia que ya a inicios del siglo XX sufría la
cultura decimonónica de los espectáculos ópticos, impulsada por un capita-
lismo que, al comprobar la perdida de su rentabilidad económica, la
convierte en detritos, en desechos (pocas instalaciones de panoramas, dio-
ramas y pleoramas han sobrevivido).
En “La columna de la Victoria” incorpora reflexiones antimilitaristas,
planteadas al recordar el rechazo que su mirada infantil lanzaba contra los
desfiles y las representaciones bélicas desplegadas al pie de este monumento
conmemorativo. Como buen flâneur que presta atención a lo que la cultura
oficial desprecia, en “El mercado de la Plaza de Magdeburgo” centra su mi-
rada en el cansancio de las vendedoras, que a su vez “examinaban sumidas
en silencio las filas de amas de casa” (Benjamin, 2011: 28).
Podemos resumir la relación del flâneur con los textos autobiográficos de
Benjamin. Considera Neumeyer (1999: 380) que en ellos no efectúa ninguna
funcionalización estética de esta figura: en Calle de vía única la flanerie
sólo se puede entender metafóricamente (los fragmentos se entienden como
carteles callejeros y los aforismos como escaparates), mientras que en Cró-
nica de Berlín e Infancia berlinesa, no se realiza ninguna flanerie en el
presente de la enunciación, sino que se transforman los lugares del recuerdo
de la infancia, más bien, en el espacio interior de los recuerdos17.
17
En su experiencia viajera, cuenta con retratos urbanos de Nápoles (1925), Moscú (1927)
y Marsella (1929). Szondi (1988: 18-31) ha analizado estos retratos urbanos.
70
Capítulo 2.
El flâneur en la literatura francesa
71
Se ha criticado la ausencia de historicidad en la estética del cuadro o
escena (tableau) costumbrista, pero tanto los textos programáticos (en
prefacios, prólogos o capítulos iniciales) como los mismos cuadros o
escenas de los escritores que han seguido esta estética nos permiten
demostrar que su centro de atención es el cambio social (‘acumulación
extraña de costumbres siempre cambiantes’). A partir de Mercier, los
escritores costumbristas europeos ‘pintarán’ genéricamente las costumbres,
en evolución temporal, de los tipos sociales urbanos, en lugar de describir la
geografía física (edificios) de la ciudad. Aparecerán referencias a los
espacios físicos de la ciudad en los textos costumbristas, pero como
escenario de las interacciones de los tipos sociales.
En Mercier, el punto de vista pretende abarcar todos los espacios y
prácticas sociales. En lugar de ocuparse de los grandes acontecimientos, lo
hará de las interacciones cotidianas, de las costumbres populares: “He
realizado indagaciones en todos los tipos de ciudadanos, y no he desdeñado
los objetos más alejados de la opulencia orgullosa, con el fin de establecer
mejor mediante estas oposiciones la fisonomía moral de esta gigantesca
capital.” (Mercier, 1979 [1782] iii-iv). Se puede considerar como un
discurso cercano a la etnología de la cotidianeidad. A través de la
observación directa de la ciudad, el enunciador toma conciencia de la
evolución de las costumbres. El producto de estas observaciones es el
cuadro o escena: “Lo que he reunido de mis observaciones particulares, es
que el hombre es un animal susceptible de las más variadas y sorprendentes
transformaciones” (Mercier, 1979 [1782] xiii). Ferguson (1989: 52) sostiene
que “Mercier se aproximó a París como un etnógrafo, trabajando desde una
perspectiva afín a lo que los científicos sociales llaman ‘observación
participante’.”
Mercier también propone una comprensión desfamiliarizada del escritor
sobre la ciudad. Frente al trayecto utilitario que realizan la mayor parte de
los ciudadanos, el escritor emprende un itinerario reflexivo: “Muchos de sus
habitantes son como extranjeros en su propia ciudad; este libro les enseñará
[…] escenas que a fuerza de verlas todos los días, no se perciben; porque los
objetos que vemos todos los días no son aquellos que mejor conocemos.”
(Mercier, 1979 [1782] iv). Se refiere a la capacidad analítica del observador,
alejada del hechizo, la seducción o el asombro.
En Mercier se sustituye la evaluación satírica política de personalidades
públicas individualizadas por la descripción satírica de tipos sociales, como
sucede también en el costumbrismo español y en los demás países europeos.
Cuando señala haberse abstenido de la sátira, en realidad se refiere al hecho
72
de evitar la sátira de personas concretas (por lo general, de carácter político),
no así de tipos sociales populares y cotidianos: “Debo advertir que no me he
atenido en esta obra sino al pincel del pintor, y que no he dejado casi nada a
la reflexión del filósofo. Hubiera sido fácil hacer de este cuadro [tableau] un
libro satírico; pero me he abstenido (…). La sátira personal es siempre un
mal, no corrige, irrita” (Mercier, 1979 [1782] ix).
El cuadro o escena describe el presente. La actualidad fugitiva necesita
ser descrita desde un género corto, de trazos rápidos, como señalará
Baudelaire en el prólogo a los Pequeños poemas en prosa. En el siglo XIX
estos cuadros urbanos se comercializan en los periódicos. Décadas antes que
la pintura impresionista, el cuadro o tableau también focaliza su atención en
la cotidianeidad y en los tipos sociales contemporáneos:
“Me he dedicado a trazar este cuadro según figuras que viven actualmente.
Bastantes han descrito con complacencia los siglos pasados; yo, en cambio, me
he dedicado a la generación presente y a la fisonomía de mi siglo […]. Lo que
me rodea tiene prerrogativas suficientes para llamar mi atención. […] Mi con-
temporáneo, mi compatriota, he aquí el individuo que debo sobre todo conocer,
porque debo comunicarme con él; todos los detalles de su carácter me resultan
por sí mismos apreciables.” (Mercier, 1979 [1782]: x)
73
sus cuadros o escenas: “El lector rectificará por sí mismo lo que el escritor
habrá visto mal, o lo que habrá pintado mal” (Mercier, 1979 [1782]: v).
En todo caso, no podemos suscribir la intención de Mercier de evitar la
realización de un catálogo. De hecho, realiza un inventario de cuadros o
escenas a partir de sus observaciones. Utiliza una metáfora que tendrá larga
tradición en el costumbrismo cuando afirma que París “es el compendio del
universo” (en cursiva en el original) (Mercier, 1979 [1782]: vi). La
intención enumerativa, panorámica, coleccionista, del costumbrismo es de
sobra conocida. Un ejemplo lo vemos en el título de las revistas ilustradas
del costumbrismo mexicano, como El Almacén Universal, El Museo
Mexicano o El Mosaico Mexicano, que expresan esta intención de agrupar y
clasificar todo lo que exprese la idea de lo nacional (Segre, 2007: 1-58).
Con Mercier se inicia uno de los grandes desafíos del costumbrismo:
tomar conciencia de los grandes cambios sociales de la modernidad a finales
del siglo XVIII e inicios del XIX.
74
armonía […] Ahora sólo se describe el París elegante, el París de la burgue-
sía y de la nobleza, ya no el de la pobreza y las clases trabajadoras,
contrastadas con el otro París de la vida lujosa.” (en cursiva en el original).
Ferguson (1989: 50-62) también realiza un análisis ideológico de las co-
lecciones costumbristas sobre París, a las que llama literary guidebooks
(guías literarias). Considera que ofrecen la estética de la iteración, funda-
mentada en la descripción, frente a la estética de la integración de las
posteriores novelas realistas (Ferguson, 1989: 55). Es decir, son textos des-
criptivos que fragmentan la sociedad orgánica. Seguidamente, Ferguson
(1989: 55) establece una analogía entre la representación de París en estas
colecciones, donde cada capítulo se dedica a un espacio o tipo social especí-
fico, y la mirada fragmentada del flâneur sobre la ciudad (por ejemplo,
sobre los escaparates de los pasajes).
Diferente del resto de las colecciones hasta entonces publicadas, que se
acomodaban ideológicamente al régimen de Luis Felipe, el Nuevo cuadro de
París en el siglo XIX, 1835, también de autoría colectiva, como declara
Stierle (1980: 350), tuvo como tema “la multitud y las clases trabajadoras.”
Este proyecto, a diferencia de los anteriores, es republicano. No sólo incor-
pora las esferas burguesa y pequeñoburguesa, sino también la obrera.
En los años cuarenta comenzaron a publicarse colecciones ilustradas con
la intervención de los más importantes caricaturistas, los mismos que habían
publicado hasta 1835 en La Caricature y Le Charivari, cuando la caricatura
política fue prohibida por el régimen de Luis Felipe, como ha analizado con
detenimiento Wechsler (1982). Si en las anteriores colecciones la burguesía
y la nobleza obtenían atención predominante, en los años cuarenta, según
Stierle (1980: 351) el centro de interés – en los tipos sociales representados
– será la pequeña burguesía. Surgen colecciones como Los parisinos pinta-
dos por sí mismos, 1840-1842 (ilustraciones de Monnier, Gavarni, Daumier,
entre otros); Las escenas de la vida privada y pública de los animales (ilus-
traciones de Grandville), 1842; La gran ciudad, 1842, o El diablo en París.
París y los parisinos, Costumbres, caracteres y retratos de los habitantes de
París, cuadro completo de su vida privada, política, artística, literaria, in-
dustrial, etc, etc., 1846. La colección más importante, en todo caso, es Los
franceses pintados por sí mismos (Les Français peints par eux-mêmes),
1839-1841.
Con el Tableau de Paris, de Texier, 1852, se da por finalizada la época
de las colecciones costumbristas. Este último texto se caracteriza, más bien,
por el realismo: “Sus descripciones urbanas ya no son cuadro [tableaux], en
el tradicional sentido de pinturas morales. Su nuevo ideal de representación
parece ser el daguerrotipo. Son reproducciones realistas de la vida parisina y
75
a menudo parecen ser una guía ilustrada monumental para extranjeros.” (en
cursiva en el original) (Stierle, 1980: 352). Es decir, son descripciones físi-
cas particulares (ya no generales) y se detiene, sobre todo, en los
monumentos.
En el contexto del reinado de Luis Felipe (1830-48), el Rey Burgués, se
consolida el flâneur como figura histórica que, para Köhn (1989), representa
a la nobleza empobrecida de la Restauración postnapoleónica y a los perio-
distas de las incipientes páginas culturales y sociales de la prensa de la
época, quienes visitaban los pasajes y otros espacios de reunión social para
conocer los últimos acontecimientos de la sociabilidad pública. Buscando
espacios alternativos de poder social, ya que había perdido el poder político,
la nobleza se retiró de la corte y creó el el salón aristocrático (en el siglo
XVIII), mientras que intentó exhibir su distinción simbólica (en el siglo
XIX) al frecuentar el espacio de los pasajes, donde paseó su indolencia
ociosa por el café, la tienda, el panorama y el teatrillo.
El periodista parisino también se desempeñará como flâneur: dedicado a
representar la sociabilidad de la época en las páginas de la prensa, observará
como un ocioso más las relaciones que establecen entre sí la nobleza y la
burguesía en los pasajes. Ya en el panfleto de 1806 sobre M. Bonhomme, el
flâneur mantiene un pequeño diario para registrar las cosas curiosas que ha
oído o visto en su callejeo (Wilson, 1992: 95), lo que nos recuerda, a su vez,
las libretas de apuntes que los enunciadores de las escenas costumbristas
españolas y de las crónicas modernistas latinoamericanas declaran tener en
sus salidas públicas.
En términos metafóricos, la mirada del flâneur y la de las colecciones cos-
tumbristas son equivalentes: ambas tienen una intención clasificadora. Como
periodista interesado en ‘pintar’ tipos sociales, el flâneur costumbrista ‘lee’
en los transeúntes su clase, su profesión y su pasado y futuro más cercano.
Aplica una lectura fisiológica. Walter Benjamin (1972: 54) precisa el
proyecto de esta pseudociencia, dedicada a “descifrar la profesión, el
carácter, la extracción y el modo de vida de los viandantes”. El flâneur,
escritor o no, queda atribuido con esta ‘ciencia’: “La fantasmagoría del
flâneur: leer en los rostros la profesión, el origen y el carácter.” (en cursiva
en el original) (Benjamin, 2007: 433 [M 6,6]). Este discurso estaba tan ex-
tendido en la primera mitad del siglo XIX que se puede encontrar hasta en
los manuales de etiqueta18.
18
Kasson (1984: 151) señala cómo en esta época los libros de etiqueta presentan un nuevo
interés en la lectura del carácter y la clase social a partir de la apariencia, sobre todo en el
espacio de la calle, a partir de los códigos visibles.
76
Uno de los hallazgos del discurso costumbrista es, precisamente, haber
identificado un nuevo tipo social, el flâneur, en la sociedad francesa de la
primera mitad del siglo XIX, y haberlo retratado en tanto en fuentes escritas
como visuales. Es una figura metaliteraria del propio escritor costumbrista,
que sale a la calle para encontrar tipos sociales y radiografiar el cambio so-
cial.
Nace como tipo social burgués, identificable bajo el nombre que le daría
fama para la posteridad, el de flâneur, en el panfleto anónimo de 32 páginas
titulado El flâneur en el salón o El señor Buen-Hombre: Examen ameno de
cuadros, mezclado con vaudevilles (Le Flâneur au salón ou Mr Bon-Homme:
Examen joyeux des tableaux, mêlé de Vaudevilles), de 1806. En este texto no
emprende callejeos sin objetivo predefinido. Realiza, más bien, paseos por
los mismos lugares, día tras día (Prendergast, 1992: 84). En todo caso, tiene
rasgos que le definirán para la posteridad, como son “su indiferencia hacia el
mundo social cotidiano y su asociación con París. El egoísmo esencial del
primero requiere lo primero; la variedad de sus observaciones dicta lo
segundo.” (Prendergast, 1992: 84). Se trata de un rentista, libre de
responsabilidades financieras o familiares; gasta el día mediante la
observación, regulada por el reloj, del espectáculo público (ve escaparates,
libros); queda fascinado por lo femenino, pero es indiferente a las relaciones
sexuales; visita cafés y restaurantes y forma parte de círculos intelectuales,
donde conversa sobre la actualidad cultural; y observa el comportamiento de
los estratos bajos de la sociedad (Parsons, 2000: 17; Wilson, 1992: 94).
Frente a Prendergast, Ferguson (1994a: 24) sitúa la primera aparición de
término flâneur, sin acento circunflejo, en un diccionario de uso popular pu-
blicado en 1808, que lo define negativamente (evaluación que desaparecerá a
partir de la década de 1830), como “un perezoso [a lazybones], un callejero,
un hombre de insufrible indolencia, que no sabe donde cargar con sus pro-
blemas y con su aburrimiento.”
Cronológicamente hablando, la primera presencia del flâneur en una co-
lección costumbrista se observa en Nuevos cuadros de París (Nouveaux
tableaux de París), 1827, en el capítulo titulado La jornada de un flâneur,
donde se dice que “[l]os bulevares le ofrecen a izquierda y derecha un vivo
panorama, una plenitud de distracciones atractivas.” (en Stierle, 1998: 215).
Por su parte, la colección París, o el libro del ciento y uno, ya mencionada,
le dedica un artículo anónimo, en el sexto tomo, aparecido en 1832: El
flâneur en París (Le Flâneur à Paris). Sobre el carácter ideológicamente
conservador de este tipo social en esta y otras colecciones costumbristas,
reflexiona Stierle (1980: 350):
77
“El mundo de estos tableaux es el de un flâneur que se encuentra en armonía
consigo mismo y con su clase. […] se mueve en una región de la ciudad fa-
miliar para él. […] Su dominio es el barrio elegante […] es conocido por los
residentes y él conoce a estos últimos; esto último le hace diferente de la
multitud anónima, que para él sólo es un espectáculo para observar y disfru-
tar con indolencia.” (en cursiva en el original).
78
cuanto para ellos el paseo es una verdadera necesidad” (Huart, 1841: 55-6;
[2007: 127-128]). La incorporación irónica de los pasantes de los abogados
puede radicar en los constantes recados que realizan, circunstancia que les
hace recorrer las calles. Y la presencia de los artistas y los escritores está
justificada por el hecho de que deben salir al espacio público con el objetivo
de encontrar temas de escritura.
La mirada ingenua que debe asumirse a la hora de callejear, con el obje-
tivo de disfrutar de la ciudad, acapara la atención de Huart (en Baudelaire
encontramos las mismas reflexiones al equiparar sus observaciones con la
mirada infantil) en el Capítulo IV: “[E]l flâneur no tiene la idea de cometer
el más mínimo delito” (en cursiva en el original) (Huart, 1841: 25; [2007:
97]). Es más, muchas veces es víctima del hampa, de los carteristas, como
también se encarga de señalar Albert Smith en La historia natural del ocio-
so en la ciudad (The Natural History of the Idler upon Town) 1848, texto
que se verá en el apartado correspondiente a la literatura inglesa. El flâneur,
“lejos de ser un ladrón, es al contrario muy a menudo la víctima de un robo.
[…] Es muy difícil tener los ojos a la vez sobre una caricatura y sobre su
propio bolsillo” (Huart, 1841: 101; [2007: 173]). Ahora bien, su indolencia
en el espacio público muchas veces ha provocado, en los transeúntes o las
fuerzas del orden público, su conversión en figura sospechosa, criminal.
Algunos capítulos de la Fisiología del flâneur se dedican a distinguirle de
otros tipos sociales humanos que, en principio, podrían ser semejantes en
algunos atributos, “individuos que, en primera instancia, también tienen el
aire de flanear, pero que se encuentran privados, sin embargo, de una o más
de las cualidades requeridas.” (Huart, 1841: 104; [2007: 176]). El Capítulo
V se centra en el musard u ocioso desempleado que mata el tiempo. Su rit-
mo es muy lento y, a diferencia del flâneur, que se detiene en las tiendas y
los escaparates, observa los comercios de comida o las peleas entre perros
callejeros. El Capítulo VII convierte al trapero, al chiffonier, a este filósofo
práctico, en flâneur proletario. No es el único flâneur profesional: también
lo son los policías que deambulan por la ciudad con el fin de guardar el or-
den público (es el caso del sargento de ciudad), como se dice en el Capítulo
IV (Huart, 1841: 27; [2007: 99]). Asimismo, el Capítulo IX convierte a los
soldados del ejército francés, en tiempos de paz, en ociosos y mirones que
vagan por las calles. El Capítulo X aprecia en el muchacho de la calle, el
gamin, el muchacho que realiza recados y vaga por las calles, a un congéne-
re del flâneur, aspecto del que también se ocupa La historia natural del
ocioso en la ciudad, de Albert Smith.
79
Imagen 1. Ilustración del artículo de- Imagen 2. Ilustración del artículo de-
dicado al flâneur en la colección Los dicado al flâneur en la colección Los
franceses pintados por sí mismos, franceses pintados por sí mismos,
1839-1841. 1839-1841.
El Capítulo XII retrata las pequeñas desgracias que el flâneur puede su-
frir en la calle: tropiezos, lluvia, barro. Los Capítulos XIII y XIV se ocupan
de sus espacios preferidos, los pasajes, los muelles del río Sena, las Tullerías
y los Campos Elíseos: “Si sabe perfectamente perder su tiempo, según sea
necesario, en las calles desiertas del Marais o en los barrios insalubres del
barrio latino, triunfa sobre todo en los pasajes, reina en el Palais-Royal, y
uno se aparta respetuosamente delante de él en el bulevar, el gran hombre”
(Huart, 1841: 93; [2007: 165]). Si bien se le ve en los pasajes, no es un
comprador: ve escaparates, mercancías y personas. El deseo de comprar
mercancías se encontraría en contradicción con el distanciamiento reflexivo
hacia la sociedad que le caracteriza, según Ferguson (1994a: 27), pero con-
sidero, por el contrario, que la compra de alguna mercancía, con o sin
seducción previa, no tiene que estar reñido necesariamente con el compor-
tamiento racional.
La colección Los franceses pintados por sí mismos (Les Français peints
par eux-mêmes), 1839-1841, también ofrece, en el tercer tomo, aparecido en
80
1841, un artículo dedicado al flâneur, firmado por Auguste de Lacroix. Es-
tablece un perfil de este tipo social, al tiempo que lo distingue del turista
(también presente en La fisiología del flâneur):
“El flâneur es, sin lugar a dudas, originario y habitante de una enorme ciu-
dad, de París seguramente. No hay más que una gran ciudad, en efecto, que
pueda servir de teatro a sus incesantes exploraciones, y no hay pueblo más
ligero y más espiritual en la tierra que haya podido producir esta especie de
filósofos sin saberlo, que parecen ejercer instintivamente la facultad de aga-
rrarlo todo de un golpe de vista y de analizarlo al pasar. […] Sin duda el
flâneur ama también el movimiento, la variedad y la multitud; […] gracias a
una maravillosa perspicacia, sabe cosechar incluso increíbles riquezas en es-
te campo de observación donde el pueblo no siega más que la superficie.”
(en cursiva en el original) (Lacroix, 1841: 65).
81
semiótico estructuralista20. Además, Lacroix se refiere a su capacidad para
percibir impresiones, que serán analizadas por su intelecto. Desde sus co-
mienzos, el flâneur siempre ha sido una figura retratada desde la actividad
interpretativa: su método de lectura (el perteneciente a las fisiologías) se
comprende desde las metáforas espaciales superficie-profundidad. Convierte
la vivencia visual y auditiva en experiencia. Su curiosidad se extiende a to-
dos los ámbitos sociales: “[N]o tiene gusto particular, tiene todos los gustos;
él entiende todo, es susceptible de probar todas las pasiones […] Es curioso,
casi indiscreto […] No ignora nada de lo que ocurre; conoce, en sus meno-
res detalles, los acontecimientos del día” (Lacroix, 1941, III: 67).
Se destaca el hecho de estar fuera del proceso productivo, rasgo que tam-
bién encontraremos en el siglo XX. Si la pereza se entiende como ausencia
de una ocupación o trabajo regular y de una utilidad inmediata “[E]l flâneur
es, por esencia, perezoso. […] produce poco, pero se divierte mucho.” (en
cursiva en el original) (Lacroix, 1841, III: 68). Obviamente, este flâneur no
es el periodista, sino el rentista, el burgués o noble aburguesado.
Entre las más conocidas definiciones del flâneur, esta vez a mediados del
siglo XIX y en primera persona, se encuentra la de Victor Fournel, en Lo
que se ve en las calles de París, 1858:
20
Recordemos que la metáfora espacial de la interpretación en profundidad es típica del
estructuralismo.
82
Destaca la retórica común del flâneur fisiológico: apreciar el teatro social
de las actividades urbanas desde su puesto de observador, o conocer la pro-
fesión, la biografía y el carácter mediante la lectura fisiológica de los
individuos observados, que suscribe el método de análisis de las ciencias
naturales de la época. Destaca, de nuevo, la metáfora interpretativa espacial
del significado superficial frente al significado profundo: busca penetrar en
la esencia verdadera de los transeúntes (percibidos como sombras, es decir,
como imágenes)… Es interesante analizar su uso metafórico de la linterna
mágica: de la misma forma que este dispositivo óptico se utilizó en ocasio-
nes para alertar sobre el engaño de las supersticiones, Fournel pretende
conocer la personalidad psicológica ‘real’ debajo de la apariencia física.
Este será una de los últimos textos dedicados al flâneur en la cultura
francesa decimonónica. En la segunda mitad del siglo XIX retroceden el
tableau, las colecciones y las fisiologías, como géneros independientes,
mientras que sus procedimientos descriptivos se integran en las novelas rea-
listas y naturalistas.
83
todo, poseerlo todo, para el anciano vivir la vida de los jóvenes, compartir
sus pasiones” (Balzac, 1945b: 40).
“La observación era para mí intuitiva […] captaba tan bien los detalles exte-
riores, que en el acto iba más allá; conferíame la facultad de vivir la vida del
individuo sobre quien la ejercía […] Dejar las propias costumbres, volverse
otro por la embriaguez de las facultades morales y hacer a voluntad esos pa-
peles, tal era mi distracción” (Balzac, 1975: 825).
Aparecen dos atributos clásicos del flâneur, no sólo del procedente de las
fisiologías: la identificación imaginaria con la Otredad (‘volverse otro’),
convertir al Objeto en Sujeto, y la embriaguez de esta experiencia, si recor-
damos que el desempeño de la imaginación en la creación literaria ha sido
desde Platón entendido como estado de embriaguez, de exaltación. Ambos
procedimientos serán retomados por Baudelaire algunas décadas después.
También Lacroix, en el artículo El flâneur, de Los franceses pintados por
sí mismos, destaca su condición de artista y de literato, como lo hacen otros
textos de la época: “Las artes, las ciencias, la literatura deben más o menos
sus progresos cotidianos al flâneur.” (en cursiva en el original) (Lacroix,
1841, III: 68). Un poco después afirma: “La flanerie es el carácter distintivo
de verdadero hombre de letras. […] literatos porque son flâneurs.” (en cur-
siva en el original) (Lacroix, 1841, III: 69).
También en Los parisinos pintados por sí mismos se define al poeta y al
novelista como encarnación del flâneur (Stierle, 1980: 351). Destacar esta
condición permite al escritor distanciarse de las figuras callejeras marginales
– ociosos y mirones – que son vistas por el orden social burgués como un
peligro latente y con las que podría llegar, externamente, a confundirse, co-
mo precisa Prendergast (1992: 88). Por su parte, Severin (1988: 27-28)
resume, al comentar las ideas de Karlheinrich Biernmann, el proyecto ideo-
lógico de identificar al flâneur con el hombre de letras, al considerar que la
tradición del tableau lo alejó de su inicial semejanza o cercanía con el ba-
daud o el ‘batteur de pavé’.
84
En La piel de zapa (1831), de Balzac, el personaje Raphaël de Valentin,
después de perder su dinero en el juego, desarrolla una flanerie por las calles
de París con la intención, a corto plazo, de suicidarse. Raphaël “[a]ndaba
como en medio de un desierto, codeado por hombres que no veía” (Balzac,
1967: 16). La imagen de una persona que camina en un desierto permite
visualizar la mutua indiferencia (la reserva mutua de Simmel) entre los tran-
seúntes: nadie vuelve la cabeza para ver a su semejante, cada uno es
‘invisible’ para el resto. En el caso de Raphaël, nadie toma conciencia de su
estado, predispuesto al suicidio. Para un espíritu artístico e intelectual, que
siente la necesidad de comunicar sus ideas, la ciudad es un terreno baldío en
el que no encontrará ningún interlocutor. También aparece esta metáfora del
desierto en Un gran hombre de provincias en París, de Balzac: “Para un
joven poeta que para todos sus sentimientos hallaba eco y para todas sus
ideas un confidente, había de ser París un inmenso desierto.” (Balzac, 1975:
1313). Se utiliza, asimismo, en La modernidad, ensayo de Baudelaire, y en
La nueva Eloísa, de J.J. Rousseau. La indiferencia la sufre Raphaël cuando,
frente a un escaparate (conducta típica del flâneur), cruza la mirada con una
mujer que entra en una estampería:
“En París son las moles lo primero en llamar la atención; el lujo de las tien-
das, la altura de las casas, la afluencia de coches, los constantes contrastes
que presentan un lujo extremado y una extremada miseria, son lo que más
sorprende. Sobrecogido ante aquella multitud a la que era ajeno, aquel hom-
bre de imaginación sintió como una merma inmensa de sí mismo. […] Ser
algo en su tierra y no ser nada en París son dos estados que piden transicio-
85
nes, y quienes pasan harto bruscamente del uno al otro, caen en una especie
de aniquilamiento.” (Balzac, 1975: 1313).
“al ver pasar a aquellos pollos tan garbosos, coquetones y elegantes de las
familias del faubourg Saint-Germain […] Todos ellos hacían resaltar su va-
ler mediante una escenografía, que los jóvenes de París entienden tan bien
como las mujeres. […] Cuanto más admiraba a aquellos pollos de aire feliz y
despreocupado, tanta más conciencia adquiría de su rara facha […] Veíase
Luciano separado de aquel mundo por un abismo” (Balzac, 1975: 1311).
86
3. La flanerie en la teoría estética de Baudelaire
Contribución clave para la comprensión de la flanerie como categoría es-
tética es el ensayo El pintor de la vida moderna, 1863, dedicada a mostrar
los intereses que el artista debe asumir en la sociedad contemporánea (la
francesa, alrededor de 1860). En primer lugar, debe discriminarse qué en-
tiende Baudelaire por modernidad. Es un término que aparece en diversas
oportunidades en su escritura. Es el caso de la famosa descripción que Bau-
delaire nos ofrece del flâneur en el capítulo “La modernidad”, al referirse a
su amigo Constantin Guys: “La modernidad es lo transitorio, lo fugitivo, lo
contingente, la mitad del arte, cuya otra mitad es lo eterno y lo inmutable.”
(Baudelaire, 1996: 361). El arte contiene una parte transitoria, la moderni-
dad, y una eterna. Una formulación similar aparece en el primer capítulo de
El pintor de la vida moderna, titulado “Lo bello, la moda y la felicidad”:
“Lo bello está hecho de un elemento eterno, invariable, cuya cantidad es
excesivamente difícil de determinar, y de un elemento relativo, circunstan-
cial, que será, si se quiere, por alternativa o simultáneamente, la época, la
moda, la moral, la pasión.” (Baudelaire, 1996: 351). Aquí el término arte ha
sido sustituido por lo bello: la belleza tiene un elemento eterno.
Ahora bien, ¿qué entiende Baudelaire por transitorio y qué por eterno?
Se ha destacado, por una parte, el carácter irónico de estos ensayos. Por otra
parte, Raser (2001: 61-71) habla del carácter elusivo del tema principal de
El pintor de la vida moderna, sobre el que los críticos no se han puesto de
acuerdo: la modernidad, la belleza, la velocidad y la acción de la sociedad
contemporánea, la escritura… En particular, Brix (2001: 1-14) considera
que su concepto de belleza, en un proceso que comienza a darse en la estéti-
ca en el siglo XIX, se aleja del paradigma platónico, donde cuenta con
atributos inmutables, y adquiere atributos más contingentes, basado en la
experiencia subjetiva; el objeto bello no es aquel que contenga las marcas de
alguna idea trascendental de belleza, sino aquel que despierte sensaciones y
sentimientos en el espectador, y que pueda proceder de sus experiencias
cotidianas. Bajo este presupuesto, lo transitorio puede ser la sociedad urba-
na. ¿Qué espacios o tipos sociales representa el pintor de la vida moderna,
según Baudelaire? Debe ocuparse del militar, el dandi, la mujer y la prosti-
tuta, a los que dedica algunos capítulos en la parte final de su ensayo. Son
los tipos sociales que transitan en los espacios públicos: los bulevares, los
parques, los teatros, los cafés… Como bien ha resaltado Tester (1994: 16-
17), París es, para Baudelaire, la modernidad, lo transitorio, lo efímero. Esto
sería lo transitorio de la modernidad, el objeto de representación artística.
87
¿Y qué es el elemento eterno de la belleza de la modernidad? Para Stierle
(1980: 345-361), está otorgado por la obra de arte terminada, por la forma
expresiva (en términos semióticos) resultante del proceso creativo del artis-
ta: “Lo eterno es la unidad o gestalt de una obra de arte, una unidad que,
para Baudelaire, ha sido sacada de la temporalidad. Es el producto de la más
profunda subjetividad del artista.” En los textos clásicos de estética se aso-
cian la belleza -el fin último de la obra de arte- y la eternidad. Un ejemplo lo
ofrece el Laocoonte, de Lessing, quien, en el capítulo III de esta obra, decla-
ra que el arte otorga una perpetuidad invariable al instante único que
muestran las representaciones visuales (Lessing, 2002: 59). Y en Baudelaire,
la ciudad es lo efímero, que el artista convierte en forma expresiva artística,
en belleza eterna. El flâneur es quien extrae la cualidad estética o eterna de
la diversidad de fenómenos transitorios que la ciudad ofrece (Neumeyer,
1999: 73) para ofrecerla en sus cuadros o escenas. Cabe destacar que lo
transitorio no se refiere exclusivamente a la modernidad parisina urbana.
También se puede extraer belleza eterna de otras épocas históricas, es decir,
de otras épocas transitorias, como se declara en el capítulo “La moderni-
dad”:
“Ha habido una modernidad para cada pintor antiguo; la mayor parte de los
hermosos retratos que nos quedan de tiempos anteriores están vestidos con
trajes de su época. […] cada época tiene su porte, su mirada y su sonrisa
[…]. Este elemento transitorio, fugitivo, cuyas metamorfosis son tan fre-
cuentes, no tiene el derecho de despreciarlo o de prescindir de él. […] En
una palabra, para que toda modernidad sea digna de convertirse en antigüe-
dad, es necesario que se haya extraído la belleza misteriosa que la vida
humana introduce involuntariamente.” (Baudelaire, 1996: 362).
88
laire (1996: 85) defiende implícitamente la presencia de lo urbano – lo nue-
vo – en la pintura al declarar que ‘nos’ apremia y rodea el heroísmo de la
vida moderna, lo nuevo, y que será el verdadero pintor el que sabrá arrancar
a esta vida su lado épico, el que sabrá hacer ver y comprender al público lo
grande y poético que es el individuo con corbata y botines de charol. Este
último es el dandy, tipo social que será representado por todo aquel artista
interesado en lo contemporáneo.
Este aprecio por la novedad surge en la historia de la estética con la apa-
rición del discurso de lo pintoresco. Joseph Addison, en Los placeres de la
imaginación, en uno de los más importantes ensayos de estética del siglo
XVIII, argumenta sobre los valores de la diversidad y de la novedad en la
naturaleza, que en el siglo XIX serán desplazados hacia la ciudad por el cos-
tumbrismo. Este discurso de lo pintoresco, aplicado en el XVIII al espacio
rural humanizado (domesticado, civilizado), y que tiene a la novedad como
principal valor, encontrará su traducción en el XIX en el discurso literario
con la ‘pintura’ de costumbres de las escenas de ciudades. Lo pintoresco
rural pasa a convertirse, en el movimiento costumbrista, en pintoresco ur-
bano. El pensamiento encuentra agitación ante la transitoriedad urbana
(podríamos decir también excitación o atracción) y el agente encargado de
representarla es el artista flâneur. En el capítulo “El artista, hombre de mun-
do, hombre de la multitud y niño”, declara Baudelaire que, en la mañana, al
despertar, el artista moderno siente una necesidad irresistible de salir a la
calle y apreciar, no la totalidad de los estratos sociales, sino más bien el gran
mundo, el que pasea para exhibirse:
89
solemnidad con la que representa una ciudad inmensa, a la que llama el de-
corado de la civilización, con los campanarios, los obeliscos de la industria
(las chimeneas), los monumentos en reparación o la profundidad de sus pes-
pectivas (Baudelaire, 1996: 278).
Las transformaciones urbanísticas, la industria, y la ciudad como espec-
táculo (drama) de las paradojas, es lo efímero que será expresado por la obra
de arte, lo eterno. Ideas similares se encuentran en “Del heroísmo de la vida
moderna”, del Salón de 1846. La prensa de sucesos y el espectáculo de la
vida elegante y de las miles de existencias criminales de los subterráneos de
la gran ciudad “nos demuestran que nos basta con abrir los ojos para cono-
cer nuestro heroísmo.[…]¡Hay por lo tanto una belleza y un heroísmo
modernos![…]La vida parisiense es fecunda en temas poéticos y maravillo-
sos.” (Baudelaire, 1996: 187).
Es decir, en la crítica de arte de Baudelaire, la épica de las transforma-
ciones urbanas es valorada positivamente como tema de representación
pictórica. ¿Qué valores son pregonados? La industrialización, la acumula-
ción de formas de pensar diferentes, la diversidad, la mezcla de lo viejo y de
lo nuevo, la constante transformación del paisaje urbano, la multiplicación,
hasta el infinito, de los deseos e ideales de cada uno de los habitantes de la
ciudad. Queda por responder a la pregunta: ¿Qué es el heroísmo de la vida
moderna? No sólo aparece este término en su crítica de arte (lo acabamos de
ver en la cita precedente), sino también en sus poemas, como es el caso de
“Los siete viejos”. ¿Por qué el artista flâneur es el héroe de la modernidad?
Neumeyer (1999: 113-4) ofrece una respuesta: es quien se expone a los pro-
cesos modernizadores, poniendo en peligro muchas veces su identidad en
encuentros que le conmocionan, que le provocan un shock; es quien, a pesar
de todo, logra extraer de estas percepciones, interpretadas como deficitarias,
su lado eterno, estético.
El pensamiento de Baudelaire es polivalente: mientras en El pintor de la
vida moderna exalta la modernidad, en Las flores del mal y El spleen de
París se detiene en sus consecuencias negativas, tanto para la subjetividad
del urbanita como para los grupos sociales marginados.
90
ta, frente a la modernidad decimonónica (o frente a la modernidad de cual-
quier otra época histórica), cumple el papel activo de representarla. Su
función es distinguir y extraer los valores eternos (estéticos), de los espa-
cios, relaciones sociales o experiencias efímeras, posibles temas para la
representación artística:
“Sin duda, este hombre, tal como lo he pintado, este solitario dotado de una
imaginación activa, viajando siempre a través del gran desierto de hombres,
tiene un fin más elevado que el de un simple paseante, un fin más general,
otro que el placer fugitivo de la circunstancia. Busca algo que se nos permiti-
rá llamar la modernidad; […] Se trata, para él, de separar de la moda lo que
puede contener de poético en lo histórico, de extraer lo eterno de lo transito-
rio” (en cursiva en el original) (Baudelaire, 1996: 361).
91
y niño”, se refiere, con iniciales, C.G., a un artista de esta clase, el pintor y
dibujante Constantin Guys, al que tipifica como “[g]ran enamorado de la
multitud y del incógnito” (Baudelaire, 1996: 355). Baudelaire ofrece una
definición del flâneur, más que todo, a partir de sus actividades. Al describir
al Sr. G., explica que la multitud es su dominio:
Los espacios que representa el artista son familiares. Son conocidos por-
que los transita todos los días: ‘sentirse en casa en todas partes’. No ‘exhibe’
ante los demás su actitud reflexiva, necesaria para su creación artística: se
hace pasar por un transeúnte o consumidor cualquiera. Mantiene su reflexi-
vidad en secreto (incógnito). Es el caso opuesto del dandy, que exhibe su
singularidad.
Es un caleidoscopio (metáfora ‘óptica’ que comienza a proliferar en el
siglo XIX): es decir, está abierto, potencialmente, a la percepción de la di-
versidad y fragmentación de las relaciones sociales urbanas. De hecho, el
caleidoscopio, patentado en 1817 por David Brewster, se convirtió en el
siglo XIX en un modelo metafórico para describir las condiciones percepti-
vas fluctuantes de la urbe. Louis Enault, en Los bulevares, 1856, incluso
deja de utilizar este término para tipificar al flâneur y lo traslada a los pro-
pios espacios que transita, los bulevares: “[E]sta marcha incesantemente
nueva, este desfile sin fin, este caleidoscopio de incansables fantasías, este
espectáculo de miles de representaciones, este vaivén perpetuo, esta mezcla
de todo, esta cosa ondulante y bizarra…” (en Severin, 1988: 35). Esta metá-
oportunidad para definir con un término concluyente al artista moderno. Según esta última
comparación, parece ubicarlo en aquellos artistas que construyen fisiologías, caracteres.
92
fora óptica también es utilizada en “Omnibuses”, de la colección Sketches
by Boz, de Dickens: “Los pasajeros cambian tan a menudo en el curso de un
día como las figuras de un caleidoscopio, y aunque no es tan brillante, es de
lejos más entretenido.” (Dickens 1957: 139). Gunning (1997: 32-33) explica
su principio estético y su pertinencia como término de comparación en la
descripción de las cambiantes condiciones perceptivas urbanas, que alternan
orden y cambio: “La ciudad como espectáculo desplegaba los mismos pa-
trones fluctuantes de color y composición que el caleidoscopio”. Considero
que Gunning (1997: 32), en todo caso, se equivoca cuando considera al ca-
leidoscopio como el equivalente mecánico del badaud, el mirón ocioso,
irrelevante para la penetrante mirada del clásico flâneur. Considero que am-
bos tipos sociales materializan la percepción caleidoscópica de la urbe, pero
mientras el flâneur procura comprender el sentido de estos estímulos en
constante transformación y el trasfondo ideológico de esta experiencia, el
badaud sólo se divierte, abierto al placer de la estimulación sensorial22.
La flanerie y su disposición perceptiva receptiva (‘espejo tan inmenso
como la multitud’, ‘insaciable’) conlleva la recolección de la diversidad so-
cial de la modernidad – materia prima o sustancia del contenido (en
términos semióticos) – que debe adquirir la forma expresiva final de una
pintura o de un escrito (la obra de arte acabada). La flanerie es la condición
y la posibilidad del arte, ya que sin flanerie, sin la disposición perceptiva del
artista, que registra sus observaciones, no se podría dar la obra artística
(Neumeyer, 1999: 71). Por último, de la misma forma que el escritor sale a
la calle con el propósito de encontrar temas para su escritura, una vez reco-
lectados estos materiales – gracias a su gran capacidad receptiva – debe
regresar a su escritorio para conferirles forma expresiva final, como expresa
Baudelaire en “El artista, hombre de mundo, hombre de la multitud y niño”:
“Ahora, a la hora en que los otros duermen, éste está inclinado sobre su me-
sa, asestando sobre una hoja de papel la misma mirada que dedicaba
anteriormente a las cosas […] Y las cosas renacen sobre el papel […]. La
fantasmagoría se ha extraído de la naturaleza. Todos los materiales de los
que se ha atestado la memoria se clasifican, se alinean, se armonizan y expe-
rimentan esa idealización forzada que es el resultado de esa percepción
infantil, es decir, de una percepción aguda, ¡mágica a fuerza de ingenuidad!”
(en cursiva en el original) (Baudelaire, 1996: 360).
22
Crary (2008a: 154) se ocupa de describir su funcionamiento cuando analiza las implica-
ciones de los dispositivos ópticos para la subjetividad en el siglo XIX.
93
El proceso creativo es posterior a la recolección de las percepciones vi-
suales, antes de que intervenga la técnica. La imaginación creativa, en el
momento de la escritura, hace uso de la memoria como principal materia
prima. Así, los recuerdos sobre el mundo objetivo quedan sometidos al pro-
ceso de la creación artística, altamente subjetivo. Debe pasar cierto tiempo
entre el momento de la experiencia y su representación artística, como ya
señaló William Wordsworth al referirse al proceso creativo. El escritor no
puede componer en estado de excitación, de exaltación. Baudelaire sigue la
tradición romántica en este aspecto.
La disposición perceptiva del flâneur es de apertura (Neumeyer, 1999:
99), típica del niño. La curiosidad es otra manera de nombrar este éxtasis
ante la novedad. Baudelaire, en “El artista, hombre de mundo, hombre de la
multitud y niño”, destaca que el Sr. G. (el artista de la vida moderna) es un
cosmopolita que se interesa por todo: “la curiosidad puede ser considerada
el punto de partida de su genio.” (en cursiva en el original) (Baudelaire,
1996: 357). Se puede comparar con la disposición típica de un convaleciente
que se acerca a un espacio atestado de gente después de encontrarse muchos
meses recluido por culpa de una enfermedad, y con la pretensión de superar
su aislamiento, ejemplificada a partir de la apertura perceptiva del narrador
al inicio del cuento El hombre de la multitud, de Edgar Allan Poe (Baude-
laire, 1996: 357). Se establece la analogía entre la disposición convaleciente
del flâneur y la mirada infantil hacia la realidad. Ambos, impulsados por la
curiosidad, quieren quedar saciados de novedades:
94
la perspectiva del flâneur, como es el caso de Franz Hessel y Walter Benja-
min. Sólo Sartre discrepa de la mirada infantil como libre de estereotipos:
“Todo es novedad, en efecto, para el niño, pero lo nuevo ya ha sido nom-
brado, clasificado por otros: cada objeto se le presenta con un rótulo. […]
Lejos de explorar regiones desconocidas, el niño hojea un álbum, recuenta
un herbario, hace inspección de propietario.” (Sartre, 1968: 45). A su vez, el
genio debe quedar domesticado por la habilidad aprendida, por el aprendi-
zaje, por la técnica. En todo caso, la apertura a los estímulos, aunque esté
estructurada cognitivamente, es la actitud que comparten el niño y el flâ-
neur, según Baudelaire:
“El niño lo ve todo como novedad; está siempre embriagado. Nada se parece
más a lo que se llama inspiración que la alegría con que el niño absorbe la
forma y el color. […] el genio no es más que la infancia recuperada a volun-
tad, la infancia dotada ahora, para expresarse, de órganos viriles y del
espíritu analítico que le permite ordenar la suma de materiales acumulada
involuntariamente” (en cursiva en el original) (Baudelaire, 1996: 357).
95
niño y del artista (la Retótica se refiere a esta táctica como dispositio de ma-
teriales ya existentes).
La mirada del convaleciente y la infantil han sido consideradas como
prototípicas por diversos teóricos de la modernidad. El ojo inocente del niño
ingenuo fue muy valorado durante la Ilustración y el Romanticismo (Jay,
2007: 298). John Ruskin, en la crítica de arte, se refiere a la inocencia del
ojo que utiliza el pintor moderno en su proceso artístico: “Toda la fuerza
técnica de la pintura depende de que podamos recuperar lo que podría lla-
marse la inocencia del ojo, es decir, una suerte de percepción infantil de
estas manchas lisas de color, tal como son, sin conciencia de lo que signifi-
can, como las vería un hombre ciego que de pronto recobrara la vista.” (en
cursiva en el original) (en Crary, 2008a: 130). Y Paul de Man, en su ensayo
“Historia literaria y modernidad literaria”, de Visión y ceguera, resume esta
modalidad de comprensión de la modernidad:
23
Por ultimo, también Frisby (1992: 44) comenta las afinidades entre la novedad, la conva-
lescencia y la infancia, específicamente en El pintor de la vida moderna.
96
nómico burgués que considera a los tipos sociales marginales de la sociedad
urbana como alegorías de su propia subjetividad problemática. En la misma
línea, según Prendergast, para Baudelaire “la exploración de la ciudad es un
pretexto para la exploración de sí mismo.” (1992: 94).
4.1. El flâneur en Las flores del mal: la transformación estética del espacio
urbano y la proyección del alma del artista en la Otredad urbana
Un importante hito en las representaciones de la flanerie es la sección
“Cuadros Parisinos”, que apareció en la segunda edición de Las flores del
mal, de 1861. Está compuesto por ocho poemas que en la primera edición,
de 1857, formaban parte de la sección Spleen e ideal, y por 10 poemas que
habían aparecido entre 1857 y 1861 en diversos periódicos. Entre ellos, el
yo-lírico flâneur se representa en “El sol”, “A una mendiga pelirroja”, “El
cisne”, “Los siete viejos”, “Las viejecitas”, “Los ciegos” y “A Una tran-
seúnte”.
Stierle (1980: 62) habla de la relevancia de la teoría de la modernidad de
Baudelaire, ofrecida en el grupo de ensayos El pintor de la vida moderna, a
la hora de comprender la lírica de este autor. Hay que añadir también el Sa-
lón de 1846 y el Salón de 1859, que complementan esta teoría24.
El título de la sección “ Cuadros Parisinos” de Las flores del mal rese-
mantiza el género costumbrista francés del tableau, cuadro o escena.
Baudelaire traduce, adaptándolos a la lírica, este género, sus temas y su fi-
gura prototípica, el flâneur (Neumeyer, 1999: 97-8). Para Stierle (1980:
345), “los Cuadros Parisinos” de Baudelaire constituyen un ejemplo de in-
novación en la ‘alta literatura’ mediante la adaptación y la transformación
de formas no literarias o paraliterarias de comunicación”, en referencia di-
recta a los cuadros o escenas [tableaux] costumbristas de las colecciones de
tipos sociales y de las fisiologías. Se opera una transposición de un género
de la prosa paraliteraria a la lírica. La urbe se había utilizado hasta entonces,
sobre todo, en la poesía satírica (Stierle, 1980: 358), y con Baudelaire ingre-
sa en la modalidad lírica. Keidel (2006: 17-8), asimismo, señala que
Baudelaire traduce el género del tableau a la lírica, con una reducción de su
diversidad temática y desde una modalidad ya no satírica, sino seria.
Se opera una reducción temática porque se reducen los tipos sociales y
los espacios urbanos representados. Baudelaire “[c]onsidera la conocida y
brillante vida pública de los bulevares de manera crecientemente crítica y
24
Neumeyer (1999: 97-125) sigue este mismo programa y analiza los poemas de la sección
Cuadros parisinos a partir de los ensayos mencionados
97
reduce su mirada hacia lo desconocido, hacia los fenómenos y figuras peri-
féricos de la sociedad parisina.” (Keidel, 2006: 18). El espacio en el que se
desenvuelve este encuentro entre el flâneur se circunscribe a los degradados,
donde tendrá encuentros fugaces con figuras marginales: “El ambiente de
estas figuras son los deteriorados barrios ruinosos del viejo París.” (Keidel,
2006: 18). La Otredad marginal con la que se encuentra el yo-lírico remite,
finalmente, a ‘las miles de existencias flotantes que circulan por los subter-
ráneos de una gran ciudad’ a las que se refiere en “El heroísmo de la vida
moderna”, del Salón de 1846. Pero en lugar de emprenderse la crítica social
contra las consecuencias perniciosas de la industrialización, al estilo de En-
gels o de Flora Tristán, se procede a una identificación alegórica entre el yo-
lírico y las figuras callejeras: “Los poemas no se preocupan ni por la crítica
social ni por la interpelación moral. Las figuras individuales se encuentran
en una estrecha relación recíproca con el yo-narrador del flâneur, sobre los
que refleja su propia existencia.” (Keidel, 2006: 18). Son figuras sobre las
que el yo-lírico proyectará una relación imaginaria, en la que ambas partes
quedan equiparadas en su papel de víctimas de los procesos de exclusión
propugnados por la modernidad.
Asimismo, el flâneur costumbrista queda resignificado en Baudelaire, al
aparecer dotado de subjetividad (Neumeyer, 1999: 98). En las colecciones
de tipos sociales, los capítulos que le caracterizan le definen por las acciones
que protagoniza, mientras que en los tableaux o escenas urbanas predomina
la descripción de la realidad urbana desde su puesto de observador-testigo
de los acontecimientos. Stierle (1980: 359-360) también señala que en el
tableau o cuadro costumbrista, el flâneur se mueve en un espacio urbano
familiar, mientras que en Baudelaire, su subjetividad se expone a las expe-
riencias alienadas de la urbe, a su vez emblema del autoextrañamiento que
el yo-lírico vive en este entorno: “El sujeto de la experiencia es tan excéntri-
co, en relación con su mundo, como las apariciones que percibe.” (Stierle,
1980: 360). Este es un legado de la estética romántica, en la que la subjeti-
vidad del yo-lírico queda proyectada en el mundo objetivo: el objeto (el
mundo, la naturaleza, los seres que la habitan) se convierte también en suje-
to, asume los valores del enunciador. Esta experiencia, que surgió primero
en relación con la naturaleza, aparece posteriormente en relación con la
urbe.
En algunos de los poemas de Las flores del mal se produce el shock o la
conmoción del yo-lírico ante la Otredad urbana, que ‘asalta’ su percepción.
Esta es la perspectiva asumida por Sharpe (1990: 40), quien considera que
los poemas “Los siete viejos”, “Las viejecitas”, “Los ciegos” y “A una tran-
seúnte” constituyen el clímax “de la confrontación con las fuerzas
98
desintegradoras de la vida urbana. En la multitud en constante movimiento,
el poeta, que objetivaría a los demás, es en sí mismo el objeto de atención;
buscando fijar al transeúnte o passant(e) con su mirada [gaze], se convierte
en el passant al que asaltan.” (en cursiva en el original). Será esta conmo-
ción el tema de la escritura, de los poemas. El yo-lírico convierte sus
vivencias (Erlebnis), las impresiones que le asaltan, en experiencias (Erfa-
hrung): las racionaliza en su discurso.
Entendida como una unidad, los primeros poemas de los “Cuadros pari-
sinos” nos enfrentan al recorrido de un artista flâneur. En el primer poema,
Paisaje, el yo-lírico todavía no ha iniciado su trayectoria urbana. Se encuen-
tra en una buhardilla, espacio asociado a la vivienda de los escritores pobres
en el siglo XIX. Se encuentra en disposición melancólica, con las manos en
ambas mejillas. Aunque, por lo general, se ha representado al artista melan-
cólico con una mano en la mejilla, el uso de ambas manos en “Paisaje” no
contradice esta iconografía. Observa a través de la ventanilla los tejados y
torres de la ciudad, metamorfoseados metafóricamente gracias al uso de su
imaginación poética. Se utiliza, por primera vez en la sección “Cuadros pa-
risinos”, el término ‘eternidad’ (éternité), que aparecerá en otros poemas: es
el caso, también, de “A una transeúnte” y de “Los siete viejos”. Adopta una
disposición receptiva tanto hacia el mundo de la naturaleza como hacia el
urbano industrial: es el momento de la recogida de material – los estímulos
perceptivos – que emprende el artista. Posteriormente llegará el momento de
la producción artística. Si la mitad del arte es la modernidad transitoria de la
urbe, en “Paisaje” la imaginación del artista la ha transmutado en valores
estéticos, eternos, en escritura artística, su otra mitad.
El yo-lírico, después de observar panorámicamente los techos de la ciu-
dad desde su buhardilla, comienza a deambular por la ciudad. Inicia su
callejeo en “El sol”. En este poema se equipara la flanerie con la escritura;
el yo-lírico tropieza con experiencias en las que, automáticamente, reconoce
valores estéticos. El proceso creativo artístico es posible porque el poeta
callejea. De la flanerie se obtiene el producto estético: “oliendo en los rin-
cones el azar de la rima,/tropezando en palabras como en el
pavimento,/topándome con versos largamente soñados.” (Baudelaire, 2009:
333) En horas de la mañana, el poeta callejea por la ciudad para ejercer su
principal capacidad artística, su imaginación, a partir de la que extraerá va-
lores estéticos, lo eterno (el Arte), el poema.
Señala Neumeyer (1999: 101) que los dos primeros poemas presentan la
tesis de Baudelaire: “[P]ara encontrarse el artista en la ciudad, se debe fla-
near a través de las calles, estar en el medio; la mirada desde la ventana ya
no es suficiente.” En la calle, el yo-lírico explica el poder transformativo del
99
sol, una alegoría de la imaginación, preámbulo para equiparar al poeta y al
sol (recordemos la asociación de Apolo con este astro), ya que ambos me-
tamorfosean la ciudad: “Cuando, igual que un poeta, él baja a las ciudades,
ennoblece la suerte de las cosas más viles” (Baudelaire, 2009: 333).
“A una mendiga pelirroja” es el primer poema en el que el flâneur se en-
cuentra con un tipo social callejero. Se aprecia la intención del yo-lírico de
convertir en objeto de apreciación estética, de imprimir valores artísticos,
eternos, a una individualidad identificada en un encuentro efímero. Tomará
a la mendiga pelirroja como materia prima que transformará en obra de arte:
la estilizará. La convierte en alegoría de la belleza gracias a la imaginación,
táctica posible al evitar la realidad social en la que vive la mendiga (Neu-
meyer, 1999: 102-3). No se trata de una descripción realista u objetiva de la
mendiga, sino subjetiva. Demuestra Neumeyer (1999: 105) que el tema del
poema no es tanto la mendiga como, más bien, el poeta flâneur y su proceso
creativo (al poner en marcha el poder de su imaginación). Ahora bien, la
detallada idealización de la mendiga termina con un regreso al ‘mundo real’.
El único rastro de belleza que permanece es su corporalidad femenina.
El poema “El cisne”, uno de los que ha recibido mayor atención herme-
néutica, junto con “A una transeúnte”, alegoriza el exilio del flâneur en el
París de las transformaciones arquitectónicas del Barón de Haussmann. Se
tematiza, mediante una experiencia visionaria, una de las pérdidas para el
flâneur, la del viejo París, mientras se desencadena su memoria al transitar
por la nueva plaza del Carrusel, situada frente al palacio del Louvre. A dife-
rencia de lo que ocurre en otros poemas, como bien ha destacado Neumeyer
(1999: 117), el flâneur no promueve en este caso su imaginación, sino su
memoria. El yo-lírico que callejea confronta el nuevo y el viejo París, el
presente y el pasado.
El cisne desorientado es una alegoría de propio exilio del poeta (este
animal se asocia a Apolo), entre otras aparecidas en el poema, como son
Andrómaca, que llora ante la destrucción de Troya, y la esclava alejada de
África. Seguidamente, el yo-lírico manifiesta su disposición afectiva. Es un
flâneur melancólico que se considera un exiliado en su propia ciudad. Como
ha demostrado Neumeyer (1999: 122), a partir del análisis de esta última
estrofa, la melancolía del flâneur no está motivada por las transformaciones
urbanísticas. Más bien este spleen ya se encontraba presente antes de estos
cambios. Se trata de una disposición permanente, que el yo-lírico pretende
elevar a valor eterno, es decir, estético, artístico: “Lo que se articula final-
mente en la articulación entre la melancolía y la alegoría es […] el deseo
hacia lo eterno.” (Neumeyer, 1998: 122). No es la fealdad de la urbe, sino la
disposición melancólica hacia esta última la que se representa artística-
100
mente. Su melancolía queda expresada artística, estética o eternamente por
medio de alegorías, de personajes que, por distintas razones, han experimen-
tado alguna vez esta disposición de ánimo.
“Los siete viejos” es otro poema visionario. Junto con “A una tran-
seúnte”, se vincula a la experiencia de lo eterno que el poeta pueda extraer
de lo transitorio (Neumeyer, 1999: 114), con la construcción de valores esté-
ticos a partir de la vivencia que le ha conmocionado. En el contexto de la
fealdad de los arrabales, el heroísmo del poeta callejero radica en tener que
luchar contra la sobreexcitación sensorial, de la que hablaba Simmel. En
todos los poemas donde el yo lírico enfrenta a la Otredad, primero describe
el espacio urbano y, seguidamente, se da la visión. Es propio del discurso
fantástico, tanto en la prosa como en la poesía, predisponer al personaje y al
lector a la experiencia visionaria mediante la descripción de las coordenadas
espacio-temporales en las que tendrá lugar.
Es importante centrar el análisis, por el momento, en el atributo que el
yo-lírico se otorga a sí mismo, el de héroe. En un entorno hostil, se propone
la tarea heroica de extraer valores estéticos, eternos, de superar el shock per-
ceptivo, de transformarlo en experiencia racionalizada. Al inicio del poema
“Los siete viejos”, el yo-lírico se presenta como un transeúnte dotado de
autocontrol, seguro de sí mismo, firme (Neumeyer, 1999: 112). De pronto,
aparece un mendigo y, tras él, otros seis más. Es una visión altamente esteti-
zada, de ahí que utilice de nuevo el término ‘eterno’ para referirse al ‘aire’
de estos mendigos. La vivencia se traduce como experiencia visionaria poé-
tica.
El poema “Las viejecitas” tematiza la misma experiencia que el poema
en prosa “Las viudas”. Este tipo social, la viuda, recuerda al personaje pro-
tagonista callejero de la película Nada más que las horas, de Alberto
Cavalcanti. Es un nuevo caso de encuentro fugaz del yo-lírico con la Otre-
dad urbana, de proyección alegórica de su propia identidad, la del artista que
metamorfosea la realidad en Ideal, gracias a la imaginación, sobre los tipos
sociales urbanos. Mientras el flâneur costumbrista seguía desde el placer
visual erótico a jóvenes damas, en Baudelaire observa a una anciana conver-
tida en Otredad marginal. El heroísmo, importante término en la estética de
Baudelaire, procede del concierto militar en el jardín. Es la capacidad de
producir arte. Los militares “vierten cierto heroísmo al pecho de las gentes.”
(Baudelaire, 2009: 357). La construcción de la viejecita como alegoría del
artista es evidente, sobre todo, en la última estrofa. La viejecita, al igual que
el flâneur, ha obtenido una experiencia estética, eterna (la sublimidad de la
música), en una ocasión transitoria como es un concierto popular. Heroísmo
significa capacidad de producir arte, de ahí que el artista quede atraído por
101
figuras que estetizan la vida cotidiana, por lo que de alguna manera también
son artistas (cortesanas, militares, dandies).
También ha sido propuesta una lectura alegórica de “Los ciegos”, que re-
presenta a los poetas que buscan valores eternos. La ceguera implica la
incapacidad del flâneur de extraer, en ocasiones, valores estéticos del espa-
cio urbano. En este caso se tematiza el fracaso de la experiencia artística.
Los ciegos se encuentran “por la chispa divina abandonados” (Baudelaire,
2009: 261).
En “A una transeúnte” el yo-lírico también protagoniza un shock, una
conmoción. Es conocido el análisis de Benjamin desde esta teoría, que
Neumeyer (1999: 106-111) ha estudiado detenidamente. Relata el encuentro
visual erótico del flâneur con una transeúnte a la que finalmente pierde de
vista. Neumeyer analiza detenidamente el inicio del primer terceto. Conside-
ra que se da, nuevamente, la extracción de la belleza a partir de lo
contingente. ‘Una mujer’ de ‘fugitiva beldad’ se convierte en eternidad, en
valor estético, como aprecia Neumeyer (1999: 110). El yo-lírico, al final del
poema, no ha perdido de vista a una mujer, sino a un Ideal, alegoría de la
Belleza inalcanzable: “[E]l ‘tú’ no se refiere a la mujer como potencial
amante, sino como su Ideal de Belleza […] la pérdida es la que produce,
principalmente, esta belleza.” (Neumeyer, 1999: 111). La fugacidad del en-
cuentro se ha convertido en un ‘inmortal’ poema lírico.
Baudelaire le propuso a Arsenio Houssaye, en el prólogo de El Spleen de
París, una prosa poética que se adaptara a ‘los sobresaltos de la conciencia’
que el sujeto experimenta en la urbe (ver el siguiente apartado). La misma
fórmula se puede proponer para los poemas de los “Cuadros parisinos” que
tematizan la experiencia del shock. El arte, la escritura, se convierte en el
instrumento para procesar cognitiva o artísticamente la conmoción percepti-
va: “La conciencia no ha detenido el shock ; más bien el arte, mientras se
muestre capaz de hacerlo, traslada el shock experimentado a una forma poé-
tica.” (Neumeyer, 1999: 109). No sólo en el contenido se perfila lo eterno,
sino también en la forma expresiva utilizada. Como destaca Neumeyer
(1999: 125), algunos de los poemas de los “Cuadros parisinos” utilizan el
soneto, modalidad genérica tradicional y, por tal motivo, ‘eterna’.
102
décadas antes, al enunciador de los tableaux, cuadros o escenas. Hablamos
de El Spleen de París o Los pequeños poemas en prosa, de Charles Baude-
laire, textos aparecidos, en su mayoría, entre 1855 y 1864 en revistas
literarias, y publicados en compilación en 1869. El sujeto enunciador sitúa
la ciudad moderna como origen de su proyecto comunicativo, al igual que
en los “Cuadros parisinos” de Las flores del mal y en El pintor de la vida
moderna. En la dedicatoria, que dirige a Arsenio Houssaye, establece las
características formales del poema en prosa, que podemos vincular a su di-
fusión en la prensa, un órgano propio de la modernidad urbana. En esta
obra,
103
Para Baudelaire, las relaciones sociales creadas por la ciudad moderna
constituyen un referente digno de representación artística (experiencias no
sólo observadas, sino también escuchadas – el grito del vidriero nos permite
destacar que el flâneur no sólo ve, sino que también oye-), frente al acade-
micismo mitológico e historicista imperante en las artes de su tiempo. El
poema en prosa será su vehículo. De nuevo aparece la conocida teoría de la
modernidad de Baudelaire: de lo transitorio se obtiene lo eterno, lo estético,
lo artístico (el poema en prosa).
También otros géneros de pequeño formato, muchos de ellos típicamente
periodísticos, son los textos más idóneos para representar la modernidad
urbana. Tan idónea es la noticia (donde se eliminan los deícticos directos,
espacio-temporales, ‘aparentando’ la ausencia de enunciador), como la cró-
nica, la escena o el poema en prosa urbano (donde se muestran los deícticos,
marcas textuales donde el lector podrá identificar a la instancia enunciativa).
La prosa poética de Baudelaire representa la metrópoli desde el mundo
interior de sus habitantes; se ofrecen diálogos, encuentros e historias sin
coordenadas referenciales fijas, ya sean temporales o espaciales (Neumeyer,
1999: 126). Pero no todos los poemas en prosa nos permiten identificar la
retórica de la flanerie. Wright y Scott (1984: 80-89), los han agrupado a
partir de los espacios representados, como se ofrece en el siguiente cuadro.
Sólo en algunos aparece el enunciador flâneur.
Cuadro N. 1
Confrontación
Mundo exterior urbano Parques, jardines, paisajes,
entre exterior e interior
(Calle, carretera, suburbio) feria, cementerio
(ventana, café, balcón)
104
“Pérdida de aureola” es uno de los poemas en prosa más analizados y
uno de los más importantes para conocer la situación económica y social del
periodista flâneur. Alegoriza las condiciones sociales y económicas de aque-
llos escritores que experimentan como asalariados la precaria situación
laboral de su práctica intelectual: presión para la entrega de los textos asig-
nados, bajos salarios, vida efímera de los periódicos… Por una parte, frente
al Renacimiento y el Barroco, disponen de mayor libertad intelectual. Ya no
dependen de mecenas. Por otro lado, sin embargo, sufren una situación eco-
nómica inestable, obligados a vender su fuerza de trabajo en el mercado
editorial. Los intelectuales se sentirán al margen, social y políticamente, de
una sociedad de la que pretenden convertirse, en todo caso, en guías espiri-
tuales. “Pérdida de aureola” alegoriza muy bien esta situación. Un caballero
se sorprende de encontrar a un conocido en un ‘lugar de perdición’. Este
último explica su conducta:
Si bien el intelectual pierde parte de la aureola social que tuvo hasta en-
tonces en Occidente, adquiere, sin embargo, mayor libertad de pensamiento
(en “Pérdida de aureola”, desde la alegoría de la mayor libertad de movi-
miento), ya que, a pesar de su condición de asalariado, puede optar por
diversas fuentes de trabajo (no depende a largo plazo de un único mecenas).
Además, ya no está limitado a representar desde la mímesis del clasicismo,
desde la naturaleza humana o paisajística idealizada, sino que puede am-
pliar, con la urbe, el abanico de los espacios y las prácticas sociales. El
personaje del poema en prosa, como destaca Berman (1988: 160),
105
Este poema en prosa no habla, en todo caso, sobre el precio a pagar por
disfrutar de esta prerrogativa, que en realidad es una libertad a medias:
cuando es asalariado, sufrirá, muchas veces, una férrea dependencia econó-
mica e ideológica del periódico para el que escriba, la utilización de
esquemas estilísticos limitados, las restricciones de las rutinas productivas…
El poema en prosa “Las multitudes” debe verse como uno de los pro-
gramas estéticos del flâneur en Baudelaire. Condensa en pocas líneas
temáticas lo que había tratado extensamente en El pintor de la vida moder-
na. Es conocida la atracción que ejerce la multitud sobre el flâneur: “No
todos pueden darse un baño de multitudes: gozar de la muchedumbre es un
arte; y sólo puede darse un festín de vitalidad, a expensas del género huma-
no, aquel a quien un hada insufló en su cuna el gusto por el disfraz y la
máscara, el odio al domicilio, y la pasión del viaje.” (Baudelaire, 2000: 66)
Interesa reflexionar sobre el concepto de máscara ‘en’ la multitud. Se
aplica no sólo al flâneur, sino también a todas aquellas flaneuses (mujeres
que caminan solas por la ciudad) que han debido usar una ‘fachada’ vesti-
mentaria para disfrutar libremente del espacio público. En “Las multitudes”
se describe, más bien, una máscara actitudinal. El flâneur se encuentra en la
multitud, pero su condición reflexiva, analítica, frente a su disposición exte-
rior visualmente indolente, es desconocida por esta entidad colectiva. Esta
dialéctica entre el distanciamiento reflexivo y la cercanía física hacia los
transeúntes también queda retratada: “Multitud y soledad, términos iguales y
convertibles para el poeta activo y fecundo. Quien no sabe poblar su sole-
dad, tampoco sabe estar solo en medio de una atareada muchedumbre.”
(Baudelaire, 2000: 66) No se comunica con ningún transeúnte.
Bajo la fachada exterior de indiferencia o indolencia, como podría tener
cualquier transeúnte que no se encuentre demasiado ocupado, el flâneur
privilegia la empatía, la identificación (o más bien proyección de su imagi-
nación o fantasía) hacia los transeúntes: “El poeta goza del incomparable
privilegio de poder ser, a su guisa, él mismo y otro.” (Baudelaire, 2000: 66).
Para Ferguson (1994b: 139), más allá de las distintas encarnaciones que
pueda tener el flâneur en Baudelaire (príncipe, dandy, detective, connois-
seur), frecuentemente se representa en términos de encuentro amoroso, en
particular con la multitud. Esta disposición psíquica de apertura amorosa
hacia la urbe en el poema en prosa se retrata seguidamente:
106
za como suyas todas las profesiones, todas las alegrías y todas las miserias
que la circunstancia le presenta.” (Baudelaire, 2000: 66).
“La embriaguez se apodera de quien ha caminado largo tiempo por las calles
sin ninguna meta. Su marcha gana con cada paso una violencia creciente; la
tentación que suponen tiendas, bares y mujeres sonrientes disminuye cada
vez más, volviéndose irresistible el magnetismo de la próxima esquina, de
una masa de follaje a lo lejos, del nombre de una calle. [M 1,3]”
107
(2006: 21) se encuentra en sintonía con la de Parkhurst Ferguson, al señalar
que se refiere al desprendimiento de las reglas morales de su época. La res-
puesta a este dilema la podría ofrecer el mismo Baudelaire. En el poema en
prosa “La soledad” (Baudelaire, 2000: 91) designa como prostitución fra-
ternal al comportamiento de todos aquellos que, frente al recogimiento y el
retiro, buscan el movimiento de la vida. En este caso la prostitución parece
utilizarse en el sentido de la eliminación de las barreras identitarias, a la
que se refiere Ferguson.
“A la una de la madrugada” se puede considerar, en cierta medida, como
antítesis de “Las multitudes”, pues si en este último poema en prosa se pro-
pone el deseo de la comunión universal con la Humanidad, en el primero el
enunciador expresa la intención de aislarse de esta última entidad, cuya es-
tupidez el artista, ser superior, no puede soportar (Baudelaire, 2000: 62-3).
La banalidad, la ignorancia y el egoísmo de la sociedad utilitaria llevan al
artista a aislarse en su torre de marfil, en un poema en prosa que no busca la
alegorización del sujeto creador en el Otro urbano.
En cambio, al igual que en los casos analizados de los “Cuadros Parisi-
nos”, en algunos de los poemas en prosa se produce la proyección alegórica
del enunciador en algunos seres marginales de la ciudad. Son diversas las
figuras melancólicas que se convierten en alegoría del poeta-flâneur (Neu-
meyer, 1999: 132-133). Un caso es “El viejo saltimbanqui”. En medio de la
diversión de la multitud de una feria, el flâneur observa esta última figura:
108
La identificación con la Otredad urbana también se da en “Las ventanas”.
Baudelaire resignifica, de nuevo, un tema costumbrista, el de las casas por
dentro, el de ‘eliminar’ imaginariamente la fachada de un edificio – obstácu-
lo para la comunicación humana – con el objetivo de acceder a la intimidad
de los seres que se encuentran dentro. El flâneur establece una imaginaria
relación empática con una imaginaria mujer situada en el espacio privado
del hogar. Neumeyer (1999: 60) explica que tanto en este último como en
otros poemas en prosa, la utilidad de la flanerie permite que el yo enunciati-
vo confiera contenido a su identidad en crisis. Este poema en prosa ha sido
‘imitado’ por algunos escritores modernistas latinoamericanos, entre ellos
por Julián del Casal en “Croquis femenino (Fragmentos)”.
El propósito de proyectar la propia subjetividad en la Otredad también se
detalla en “Las viudas”. En las alamedas retiradas de los parques públicos se
encuentran los lisiados de la vida, hacia los que prefieren dirigir su mirada el
poeta y el filósofo (Baudelaire, 2000: 68). La incomprensión, el esfuerzo no
recompensado, el hambre y el frío son soportados, asimismo, por el escritor
y el artista que tiene una relación problemática con el circuito mercantil.
5. El retiro del flâneur a mediados del siglo XIX como expresión de los
cambios en la sociedad francesa
Las colecciones costumbristas de tipos sociales, redactadas por escritores
en gran medida peripatéticos, pierden vigencia en la década de 1850. El
mercado llega a un punto de saturación. Asimismo, la creciente racionaliza-
ción y mercantilización de las relaciones sociales provoca el retiro del
flâneur histórico. El burgués comienza a replegarse hacia el hogar25. Asi-
mismo, la flanerie, en Francia, a mediados del siglo XIX, deja de quedar
asociada exclusivamente al artista y pasa a quedar vinculada, ya sea con la
actividad trivial del paseo (familiar, dominguero), ya sea con el deambular
peligroso de los agitadores políticos. El diccionario de la Academia France-
sa recoge esta ausencia de disposición intelectualmente crítica por primera
vez en 1879: “[L]a flanerie se convierte más o menos en lo que se ha con-
servado en el día de hoy en el lenguaje común, una indolencia, una
suspensión placentera de las presiones sociales, un estado temporal de au-
sencia de responsabilidades.” (en cursiva en el original) (Ferguson, 1994a:
32).
25
En este trasfondo socio-político de represión de las fuerzas progresistas en Francia y
Alemania a mediados del siglo XIX se dan fenómenos como el Romanticismo Biedermeier.
109
En estas condiciones sociopolíticas, en la literatura francesa de mediados
del siglo XIX surge una flanerie más pesimista respecto de las posibilidades
democratizadoras que puede ofrecer la ciudad. Tampoco es ya escenario
para observar el teatro social burgués, sino espacio melancólico que certifica
el fracaso de los proyectos políticos utópicos. Así ocurre en La educación
sentimental (1869, en su segunda versión), de Gustave Flaubert. En este
autor, según Prendergast (1992: 81) “[l]a flanerie dejó de significar libertad
y autonomía; implicó, en cambio, extrañamiento y alienación.” (en cursiva
en el original). En esta novela vemos a su protagonista, Frédéric Moreau,
deambulando desorientado, sin vitalismo, por las calles del París de la Revo-
lución de 1848. La distancia e indolencia del flâneur ya no suponen
superioridad, libertad y autonomía frente al medio social, sino anomia, exi-
lio, en una sociedad consumista, que inhibe la voluntad y la creatividad
(Ferguson, 1994a), y políticamente represora.
110
emprende la flanerie como ejercicio de rememoración, al igual que ocurre
en Benjamin o Hessel: “Cada vez que paso por la esquina de la calle Douai
con la plaza Clichy, en el lugar donde ahora se encuentra una escuela y
donde antes había un convento donde se imprimió mi primer libro: El en-
cantador en putrefacción, pienso en el señor Paul Birault.” (en cursiva en el
original) (Apollinaire, 2009: 73). Asimismo, frente a las grandes atracciones
turísticas, prefiere los sitios poco concurridos: “Si pasan por la calle de
Poissy, párense en el n. 14 e intenten visitar el pequeño museo napoleónico
que allí se encuentra.” (Apollinaire, 2009: 83). Es un flâneur que, a través
de sus recorridos y sus rememoraciones, quiere conservar la memoria histó-
rica urbana de los ‘hechos menudos’. Como precursor del surrealismo,
considera Neumeyer (1999: 257) que la mirada anacrónica del flâneur, en-
frentado al aceleramiento de la vida urbana, se encuentra atraída por el
objeto insignificante, por el ‘objeto encontrado’ [‘objet trouvé’].
Otro hito en la literatura de la flanerie es el poema “Zona”, perteneciente
a su poemario Alcoholes, 1913. Kelley (1985: 85) considera que en este tex-
to se resume la ambigüedad del espacio urbano: por una parte,
fragmentación y vacío; por otra, excitación. Neumeyer (1999: 247-256) en-
tiende al flâneur, en “Zona”, como agente de la simultaneidad,
procedimiento típico del futurismo. El estilo telegráfico, caleidoscópico, la
sucesión de versos (cada uno de ellos con la función de representar percep-
ciones o rememoraciones diferentes) y la simultaneidad espacio-temporal,
típica de las vanguardias, expresa al nivel del significante la fragmentación
caótica de la percepción del flâneur, que alterna la primera persona del sin-
gular con el tú autoreflexivo. El poema inicia con los recientes recuerdos de
la flanerie que ha emprendido en horas de la mañana:
“Esta mañana he visto una calle preciosa cuyo nombre no recuerdo/ Una
calle nueva limpia era el clarín del sol/ Los directores los obreros y las her-
mosas taquimecanógrafas/ De lunes a sábado la recorren cuatro veces al día/
Por la mañana se oye gemir la sirena tres veces/ Una campana rabiosa ladra
al mediodía/ Las letras de los anuncios y las pintadas murales/ Las placas los
avisos chillan igual que loros/ Me encanta qué gracia tiene esa calle indus-
trial/ De París entre la de Aumont-Thiéville y la avenida des Ternes”
(Apollinaire, 1997: 9-11).
111
físico urbano y el pasado durante el ejercicio de rememoración del flâneur:
“Mira es una calle joven y tú todavía un niño/ Tu madre no te viste más que
de azul y blanco/ Eres tan devoto” (Apollinaire, 1997: 11). El inicial elogio
a la modernidad del inicio del poema queda sustituido por la angustia hacia
lo que considera como espacio urbano inhóspito, sobre el que proyecta su
desencanto afectivo: “Ahora caminas por París completamente solo entre el
gentío/ Rebaños de autobuses gimen y pasan a tu lado/ La angustia del amor
te oprime la garganta/ Como si nunca más debieras ser amado” (Apollinaire,
1997:13). Conforme avanza el día, este flâneur sigue realizando un ejercicio
de memoria y, al yuxtaponer en cada verso cada uno de sus recuerdos, en
diferentes épocas y lugares, provoca la impresión de simultaneidad espacio-
temporal:
“Las agujas del reloj del barrio judío van en sentido contrario / Como tú que
retrocedes lentamente en tu vida / Subiendo al Hradschin escuchando de no-
che / Cantar en las tabernas canciones checas / Y también en Marsella
rodeado de sandías /Y también en Coblenza en el hotel del Gigante / Y tam-
bién en Roma sentado bajo un níspero japonés / Y también en Amsterdam
con una muchacha que te parece /hermosa y es fea” (Apollinaire, 1997: 17).
112
7. El flâneur surrealista ante el azar y lo maravillo cotidiano: Nadja, de
André Breton y El campesino de París, de Louis Aragon
El surrealismo utiliza en diversas ocasiones la mirada del flâneur como
expresión de sus principios estéticos. En primer lugar, nos ocupamos de El
campesino de París (Le paysan de Paris), 1926, de Louis Aragon, que gira
alrededor de las visitas del narrador a los pasajes parisinos. Neumeyer
(1999: 266) considera que presenta un descubrimiento de lo ‘maravilloso
cotidiano’. Recordemos que este último es un principio estético importante
en el surrealismo. En el prefacio “A una mitología de la modernidad”, expli-
ca Aragon que
“[l]os mitos modernos nacen bajo cada uno de nuestros pasos. Yo no quiero
ocupar mi pensamiento más que en estas transformaciones menospreciadas.
Cada día se modifica el sentimiento moderno de la existencia. Una mitología
se forma y de deshace. […] ¿Tendré por largo tiempo el sentimiento de lo
maravilloso cotidiano?” (Aragon, 1953: 15-16).
113
lluvia: el azar, he aquí toda mi experiencia.” (Aragon, 1953: 109). Se apro-
pia de lo casual y de lo maravilloso cotidiano y disuelve la frontera entre
arte y vida: “Como flâneur se dirige el artista al mundo de los pasajes, para
detectar los mitos de la modernidad que él, entonces, formula con todo de-
talle en una ‘mitología moderna’.” (Neumeyer, 1999: 275-276). Callejea en
el espacio mágico de los pasajes, donde los objetos ya no cuentan con valor
utilitario, sino estético. Neumeyer (1999: 286) resume las funciones de este
flâneur: “Transgresión de los límites, quebrantamiento de las normas, en-
sanchamiento del yo, experiencia de un nuevo mundo […] un mundo fuera
tanto de las leyes de la razón como de la moral burguesa.”
Cobra importancia el pasaje, espacio que Aragón considera como lugar
sagrado (lieu sacré), acuarios humanos que ya carecen de su vida primitiva
“y que merecen ser recordados como los receptores de varios mitos moder-
nos, porque es sólo hoy en día que el pico les amenaza, que se han
convertido en los santuarios de un culto de lo efímero, que se han convertido
en el paisaje fantasmagórico […] de las profesiones malditas, incomprendi-
das ayer y que mañana ya no se conocerán.” (Aragon, 1953: 21). Neumeyer
reflexiona sobre las implicaciones ideológicas de este texto: la innovación y
la novedad permanente de la modernización social convierten en obsoleto lo
que no ha dejado de ser nuevo. Aragon, a los pasajes, “[n]o los comprende
como algo negativo desde la perspectiva de la más novedosa modernización
– la repetición del aquí y ahora; más bien los experimenta como un mundo
de la ‘surrealidad’, con lo que se hace estéticamente fructífera la dialéctica
de la modernización.” (Neumeyer, 1999: 280) La imaginación ocupa un
papel importante en el flâneur de El campesino de París, con el espacio li-
minal del pasaje: "¡Al hombre le gusta mantenerse bajo los pasos de las
puertas de la imaginación!" (Aragon, 1953: 7). Neumeyer (1999: 285) des-
taca este lugar como promesa de liberación de las cadenas de la razón, como
espacio del sueño, del inconsciente.
La segunda gran contribución del surrealismo a la flanerie cultural es
Nadja, 1928, de André Breton, cuyo narrador es un flâneur contumaz.
Afirma que no pueden pasar tres días sin que deambule por el Bulevar
Bonne-Nouvelle hacia el atardecer: “Ignoro por qué, en efecto, me conducen
mis pasos allí, y voy casi siempre sin una razón precisa, sin nada que me
decida a hacerlo más que esa oscura necesidad de que lo que tenga que pa-
sar (?) ocurrirá allí” (en cursiva en el original) (Breton, 2009: 214-216).
El narrador, André Breton, escritor que no se encuentra sujeto a las nor-
mas laborales de la sociedad capitalista, desarrolla una serie de callejeos, en
algunas ocasiones solo y otras con Nadia, que desaparece de su vida de ma-
nera tan imprevista como llegó a conocerla. La primera mirada que le dirige
114
expresa el tópico del encuentro erótico entre extraños (presente en Baude-
laire y otros escritores), descrito por Breton desde su mirada de flâneur
ocioso que observa escaparates, actividad que comparte con la flaneuse:
“Yo había visto todos esos rostros pocas horas antes, casi triunfantes, en la
juventud de una mañana de domingo. Ahora, bañados de sol, sólo expresa-
115
ban calma, aflojamiento, una especie de obstinación. […] Un solo día. Sen-
tían que los minutos se les deslizaban entre los dedos; ¿tendrían tiempo de
acumular bastante juventud para empezar de nuevo el lunes por la mañana?”
(Sartre, 1999: 66).
116
Capítulo 3.
El flâneur en la literatura alemana
117
Cuadros desde París (Schilderungen aus Paris), de Ludwig Börne, pu-
blicados entre 1822 y 1824, es otra contribución importante al nacimiento de
la flanerie en la literatura alemana. En “Esencia vital” (Lebenessenz) apa-
rece la imagen de la ciudad como compendio, ya utilizada por Mercier en su
Tableau de Paris, metáfora típica de la escritura costumbrista internacional.
Esta ciudad “es un registro de la historia mundial, y es necesario conocer el
orden alfabético, para encontrar todo” (Börne, en Severin, 1988: 68). La
urbe, como sinécdoque, simboliza la historia de la cultura. El flâneur es la
instancia que se apropia de este compendio (Severin, 1988: 68).
Es conocida, en los Cuadros de Börne, su utilización de la metáfora de la
ciudad como libro, muy común en el siglo XIX. Por ejemplo, Lacroix
(1841, III: 66), en el artículo “Le flâneur”, de Los franceses pintados por sí
mismos, afirma que esta figura estudia "la sociedad en este gran libro del
mundo siempre abierto bajo sus ojos."26 Börne (en Severin 1988: 69) decla-
ra : „se puede definir a París como un libro abierto, caminar por sus calles
supone una lectura. En este instructivo y delicioso trabajo, tan ricamente
equipado con ilustraciones al natural, hojeo la ciudad todos los días durante
varias horas”. Friedrich Hebbel (1813-1863), en las secciones de su diario
escritas desde París, también utiliza la imagen de ‘la lectura de la ciudad’, a
la que recurre, asimismo, Julius Rodenberg en su colección de skizzen o
escenas París bajo la luz del sol y la luz de las lámparas.
En Börne destacan otros cuadros o escenas como “Las tiendas” (Die Lä-
den) o “El anuncio” (Die Anschlagzettel), con el típico interés hacia los
espacios comerciales. Gleber (1999: 11) lo considera un flâneur que, como
testigo observador, colecciona escenas, calles, signos, comercios, escapara-
tes… Sus cuadros o escenas constituyen un compendio enciclopédico de las
más diversas actividades y espacios públicos de París (ver la diferencia entre
la visión enciclopédica y la panorámica de las colecciones costumbristas en
Lauster, 2007).
Otra de las primeras reflexiones del flâneur ante la multitud en la cultura
alemana la ofrece Heinrich Heine (1797-1856). Sus Fragmentos ingleses
(Englische Fragmente), 1827, retratan el espacio público de Londres. Desde
el asombro, en el momento de la escritura, guarda en la memoria “la cor-
riente impetuosa de rostros humanos con todas sus múltiples pasiones, con
todo el ímpetu espantoso del amor, del hambre y del odio.” (Heine, 1920-1:
14-5). La lectura fisiológica del rostro es importante en las escenas del cos-
tumbrismo urbano, que posteriormente aparecerá en la estética fin de siglo
26
Stierle (1998: 214-220) dedica unas páginas a su empleo en los dos últimos siglos, sobre
todo con ejemplos franceses.
118
bajo el concepto de la máscara (James Ensor, Rilke). Importantes reflexio-
nes se obtienen de la descripción que realiza Heine del espacio público
londinense:
27
De hecho, la feria del libro de Leipzig todavía se celebra.
119
transeúnte, predispuesto al consumo visual, focalice su atención en las mer-
cancías.
Ludwig Rellstab (1799-1860) escribió sobre París y sobre Berlín. Köhn
(1989: 85) le considera el primer autor que reivindicó la individualidad del
flâneur bajo las condiciones de la realidad urbana del Berlín de los años
previos a la revolución de marzo de 1848; en sus contribuciones en el Vos-
sischen Zeitung se presentó a sí mismo como el Caminante (Wanderer) y
describía espacios como bazares navideños, mercados, dioramas y exposi-
ciones industriales. En el costumbrismo español y latinoamericano
encontramos estos mismos espacios de representación. Se trata de un flâ-
neur costumbrista que tiene el modelo parisino como paradigma: “Ya que
en la misma época la figura del flâneur en París presenta el lujo de las mer-
cancías como indicador del progreso de la civilización […], está fascinado
Rellstab, como caminante, en el paisaje urbano de Berlín, ante todo en el
panorama del mundo de las mercancías.” (Köhn, 1989: 85).
El cuento El primo de la ventana de la esquina (Des Vetters Eckfenster),
también traducido como El observatorio, 1822, de E.T.A. Hoffmann, aun-
que incorpora a observadores de la ciudad que realizan su actividad en una
vivienda, y no en una calle, desarrollan en todo caso una lectura fisiológica,
inicialmente impresionista, de un mercado, un espacio público, con lo que
su visión es equiparable a la del flâneur costumbrista. Benjamin usó este
cuento como expresión del paulatino retiro del burgués, conforme las ciuda-
des europeas se convierten, a medida que avanza el siglo XIX, en
metrópolis, y por lo tanto en espacios amenazadores para la moral burguesa:
“Pero qué apocada es la mirada sobre la multitud de quién está instalado en
su vida casera”, opina Benjamin (1998: 64).
120
y cosas por el estilo.” (en Köhn, 1989: 9-10). Leerhoff (1998: 83) ensaya
una definición del feuilleton y destaca su doble naturaleza: por una parte,
representa los acontecimientos actuales, informa sobre la cotidianeidad; por
otra, tiene voluntad de estilo, evalúa los acontecimientos representados y
establece generalizaciones. Es evidente que esta definición se puede equipa-
rar con las que han sido propuestas para la chronique francesa y la crónica
modernista hispanoamericana.
Adolf Glaβbrenner, Ernst Dronke, Ludwig Rellstab, Ernst Kossak, Ro-
bert Springer y Julius von Rodenber son paseantes urbanos y escritores de
feuilleton que buscan comprender el cambio urbano experimentado por Ber-
lín en el siglo XIX; específicamente, Rellstab, Kossak y Rodenber, que
habían visitado París, buscaron importar la flanerie de los cuadros o escenas
periodísticas en su reencuentro con la capital alemana (Neumeyer, 1999:
150-151). De Ernst Dronke destaca, por ejemplo, la colección de escenas
Berlín, 1846. Como indica Lauster (2007: 194-5), es una celebración de la
observación del flâneur (en la escena inicial, titulada ‘En las calles’ – Auf
den Straβen-), que elabora retratos fisiológicos (en algunas escenas, incluso
de tipos importados de París).
Berlín carece en la segunda mitad del siglo XIX de este tipo social como
figura histórica, caso contrario al de París. Diversos autores se encargan de
certificar la escasa disposición para flanear, como experiencia histórica, en
su espacio público. Dos ejemplos de este diagnóstico negativo lo ofrecen
Friedrich Hebbel (1813-1863) en sus Impresiones de viaje (Reiseeindrüc-
ken), 1846, y el francés Jules Laforge (1860-1887), en Berlín, Corte y
ciudad (Berlin, la Cour et la Ville), 1922. Señala Neumeyer (1999: 153-4)
que, en esta época, a pesar de la transformación de Berlín en una gran me-
trópoli, esta ciudad carece del flâneur como figura histórica que observe y
registre su proceso de modernización, situación que incide en el escaso de-
sarrollo de la escena o cuadro (tableau) como género constituido; desde
Dronke hasta Auburtin, el flâneur escritor evita mostrarse en su escritura –
en las escenas urbanas – como tal, en su condición de callejero, y reprime –
es decir, no hace explícita – cualquier relación entre la flanerie y la escritu-
ra.
En todo caso, como en el resto de las capitales europeas, a mediados del
siglo XIX se publican algunas escenas urbanas costumbristas desde las con-
venciones de la flanerie. Un ejemplo es Crónica de la calle de Sperling
(Chronik der Sperlingsgasse), 1857, de Wilhelm Raabe. Otra lectura de la
ciudad de la misma época, ya no situada en Berlín, sino en Viena, esta vez
desde el punto de vista panorámico, tan en boga en los dos primeros tercios
121
del siglo XIX, lo ofrece Desde la torre de San Esteban (Von Sankt Ste-
phansturme), del austríaco Adalbert Stifter.
A mediados del siglo XIX emerge en Alemania la figura del Bummler, en
el marco de la Revolución de 1848, que para Köhn (1989: 89-91) debe equi-
pararse al flâneur: es el agitador político callejero de las masas
revolucionarias, el escritor que trabajaba para la prensa y que buscaba in-
formar sobre la discusión política, en los diversos espacios públicos, en
favor de la democracia social; ahora bien, los sectores conservadores, con el
propósito de resignificar negativamente a este tipo social y quitarle todo
componente político, acabaron por definirle como figura ociosa, sin conte-
nido político. Neumeyer (1999: 148) considera que sólo debe considerarse
el surgimiento del Bummler como el nacimiento del flâneur en Alemania si
tomamos en cuenta que deambula desde el compromiso político y que ca-
rece de tiempo para callejear por Berlín sin trayectoria ni objetivo
predefinido.
Son diversos los textos que se refieren a las limitaciones o a la estigmati-
zación de la flanerie en el Berlín de la segunda mitad del siglo XIX. Hasta
bien entrado el siglo XX (Auburtin, Hessel) el flâneur será erróneamente
etiquetado como figura sospechosa o criminal, en ocasiones equiparado al
agitador político, en otras al ocioso holgazán, en una sociedad urbana cla-
ramente orientada hacia el utilitarismo y reglamentada por la moral
burguesa. En 1863 aparece en el Berliner Pfennig-Blättern el feuilleton Un
día en la vida de un pleno holgazán (Ein Tag aus dem Leben eines höheren
Bummlers), donde el enunciador, desde el pseudónimo Albert Otto, llega a
afirmar: “La ociosidad es la madre del vicio. La holgazanería se encuentra
en todas las capas sociales” (en Neumeyer, 1999: 149).
En el último tercio del siglo XIX, el flâneur, en el naturalismo alemán,
será la instancia ‘objetiva’ que registre las consecuencias nefastas del capita-
lismo industrial. Neumeyer (1999: 164-177) define su función en esta
estética como medio de registro (Aufzeichnungsmedium) ‘objetivo’, científi-
co, de la realidad social, visión alejada del paradigma baudelairiano. En la
estética naturalista, el centro lo ocupa la realidad urbana percibida por el
flâneur, no sus reflexiones sobre esta última28. Por otra parte, Neumeyer
28
Entre los autores se encuentran Wilhelm Bölsche (1861-1939), quien en La poesía de la
metrópoli (Die Poesie der Groβstadt), publicado en la Revista de Literatura (Magazin für
Literatur) en 1890, nos ofrece uno de los textos programáticos del naturalismo alemán. En
este escritor, la belleza de la modernidad reside en la belleza de la urbe, considera Neu-
meyer (1999: 165). La novela naturalista participa de la representación de la ciudad desde
el yo flâneur. Los casos más relevantes son Los estafados (Die Betrogenen), 1882, de Max
Kretzer, y En la tarde de las elecciones en Berlín N. (Am Wahlabend in Berlin N.), 1890, de
122
(1999: 191) resume la situación del flâneur expresionista a inicios del XX:
aunque representa la diversidad de estímulos y la simultaneidad de los acon-
tecimientos urbanos, fracasa como síntesis integradora de estas condiciones
perceptivas29.
Severin (1988: 100-111) dedica varias páginas al ambiente decadentista
fin de siglo y las relaciones entre flanerie y bohemia en Alemania. Analiza
varias novelas desde este espacio cultural30. Considera Severin (1988: 108),
una vez analizadas estas últimas novelas, que casi deben excluirse la flane-
rie y la bohemia: el flâneur no desarrolla un sentimiento de pertenencia con
los círculos bohemios (o sus actitudes alborotadoras) ni con fenómenos de
moda de la modernidad cultural, sino que obtiene sus estímulos de la sole-
dad, de un sentimiento de marginalidad (incluso frente a la bohemia).
Rainer Maria Rilke ofrece Las anotaciones de Malte Laurids Rigge (Die
Aufzeichnungen des Malte Laurids Brigge), 1910, estructurada alrededor de
Johannes Schlafs. Asimismo, de la época de auge del naturalismo proceden textos poéticos
como “Calle” (Straβe), de Bruno Wille, perteneciente al poemario En el mar estrellado.
Poesía urbana (Im steinernen Meer. Groβstadtgedichte), 1910. Otras importantes poesías
sobre la metrópoli de la estética naturalista son “Berlin”, 1898, de Julius Hart, “Mañana
urbana” (Groβstadtmorgen), de Arno Holz, o “Atardecer berlinés” (Berliner Abendbild),
1885, donde, según Neumeyer (1999: 170), domina la representación acústica de la urbe,
mientras que en “De la calle” (Von der Straβe), del mismo autor, el yo-lírico es totalmente
un medio ocular.
29
Ya en el expresionismo alemán, Alfed Lichtenstein ofrece poemas como “La noche” (Die
Nacht), “Punto” (Punkt), “Al mediodía” (Gegen Morgen), “Calles” (Straβen), “Capriccio”,
o “Kunos Nachtlied”. Ernst Blass destaca con “Voy flotando por las calles” (Die Straβen
komme ich entlang geweht), 1912, “A Gladys” (An Gladys) y “Ambiente vespertino”
(Abendstimmung), los poemas más relevantes de este poemario desde la perspectica del
flâneur. También deben considerarse el feuilleton “De caminar” (Vom Gehen), 1913, de
Hermann Bahr, así como “Tubutsch”, 1911, de Albert Ehrensteins, novela expresionista
que cuenta con el intelectual, pesimista y empobrecido, Karl Tubutsch. Se pueden nombrar,
además, dos novelas de Georg Hermann, La noche del doctor Herzfeld (Die Nacht des
Doktor Herzfeld), 1912, y Nieve (Schnee), de 1921, reunidas conjuntamente bajo el nombre
Doktor Herzfeld (1922). Sprengel (1998) define al protagonista de estas dos novelas como
flâneur filosófico.
30
Algunos ejemplos son los siguientes: Lo que susurra el Isar (Was die Isar rauscht), 1888,
de Michael Georg Conrads, cuyo protagonista es el dandy Max von Drillinger; Nostalgia
(Sensucht), 1893, de Julius Hart y La novela de la decadencia (Roman aus der Décadence),
1898, de Kurt Martens. También se puede nombrar Flametti o el dandismo de los pobres
(Flametti oder von Dandysmus der Armen), de Hugo Ball, 1918 y, por último, dos novelas
de Franz Hessel, La tienda de baratijas de la suerte (Der Kramladen des Glücks), 1913, y
Pariser Romanze (Romanza parisina), 1920, que presentan a protagonistas que se desem-
peñan como flâneurs, en el primer caso materializado en el personaje Gustav Behrendt.
Gleber (1999: 85-98) realiza un análisis de ambas novelas desde la estética de la flanerie.
123
la metáfora de la enfermedad. En esta novela expresionista, la ciudad es un
espacio de pesadilla. Brigge experimenta París como realidad horrible do-
minada por la pobreza y los hospitales (Severin, 1988: 131). Sus
apreciaciones quedan registradas en su diario, producto de su flanerie:
“¿De modo que aquí vienen las gentes para seguir viviendo? Más bien hu-
biera pensado que aquí se muere. He salido. He visto hospitales. He visto a
un hombre tambalearse y caer […] He visto a una mujer encinta. Se arrastra-
ba pesadamente a lo largo de un muro alto y cálido y se palpaba de vez en
cuando, como para convencerse de que aún estaba allí. […] La calle empieza
a desprender olores por todas partes. En lo que puede distinguirse, huele a
yodoformo, a grasa de ‘pommes frits’, a angustia.” (Rilke, 2009: 25).
“Hay mucha gente, pero más rostros aún, pues cada uno tiene varios. Hay
gentes que llevan un rostro durante años. Naturalmente, se aja, se ensucia,
brilla, se arruga, se ensancha como los guantes que han sido llevados durante
un viaje. Éstas son gentes sencillas, económicas […] Puesto que tienen va-
rios rostros, uno se puede preguntar qué hacen con los otros. Los conservan.
Sus hijos los llevarán. […] Otras gentes cambian de rostro con una inquie-
tante rapidez.” (Rilke, 2009: 27).
124
En los primeros años del siglo XX prosigue la mirada del flâneur desde
el género periodístico del feuilleton31. La compilación Aventura con mucha-
chas (Abenteuer mit Frauleins), publicada en 2001, de Victor Auburtin,
pertenece al periodismo de bulevar. En esta recopilación se recogen feuille-
tons, procedentes del Berliner Tageblatt, que Auburtin escribió entre las
décadas de 1910 y 1920. El primero, “La primera impresión en Berlín”
(Erste Eindrücke in Berlin), menciona la necesidad del distanciamiento re-
flexivo, del extrañamiento, para evaluar la ciudad: “[R]econoces tu propia
ciudad natal sólo cuando has estado lejos y, repentinamente, regresas. […]
Actualmente, he estado fuera por largo tiempo y regresé: todo es tan extra-
ño, tan nuevo y tan sorprendente.” (Auburtin, 2001: 5).
Pero el feuilleton más importante, por su carácter reflexivo sobre la acti-
vidad de la flanerie, es “Cómo paseamos” (Wie sie spazieren gehen), de
1911, donde el enunciador se sienta en una banca de la Tiergartenstraβe y
se dedica a ver cómo pasean los berlineses. Todos son transeúntes extrema-
damente ocupados, “que no miran ni a la izquierda ni a la derecha.”
(Auburtin, 2001: 40). El rápido desarrollo industrial y del sector servicios en
Berlín impide, para Auburtin, la práctica de la flanerie en esta ciudad: “No
conocemos el arte el paseo; el arte de la flanerie. Se nos niega entregarnos
una hora y nos preocuparnos por el día siguiente” (Auburtin, 2001: 41). En
cierto momento, una mujer que no pertenece a estos transeúntes ocupados
capta su atención: “[E]sta joven de enfrente parece, realmente, pasear con
toda tranquilidad. Ella es muy bonita, demasiado bonita, camina completa-
mente sola, despacio, y se balancea con el bolso de mano. ¡Aha, aha! Con
recelo el policía la sigue con la mirada. En esta laboriosa ciudad de Berlín el
paseo y el vicio son casi lo mismo.” (Auburtin, 2001: 41). La policía la per-
cibe como una prostituta.
Son diversos los feuilletons de Auburtin que evalúan el espacio público:
en “Las Barreras” (Shranken) relata su experiencia en un vagón de tercera
clase en el metro berlinés, como si se hubiera adentrado, desde su ideología
burguesa, en un espacio social desconocido (y, por lo tanto, amenazador); en
“La rueda de la muerte” (Das Teufelsrad) describe una diversión en el Lu-
napark; en “Jupiter en Berlín” (Jupiter in Berlin), un telescopio como
atracción en la Potsdamer Platz; y en “El mercado de las maravillas” (Der
31
Frank (1998: 23-43) ha establecido sus procedimientos básicos, ya conocidos: la equipa-
ración entre el callejeo y la escritura; la importancia que adquieren las cosas y situaciones
nimias o insignificantes de la vida y, por último, las reflexiones peripatéticas sobre el es-
pectáculo visual. La estética de lo nimio es interés del impresionismo de la época (véase, en
España, el ejemplo de Azorín).
125
Markt der Wunder), una feria de atracciones, mientras que en “Aventura con
muchachas” (Abenteuer mit Fräuleins) relata la experiencia del narrador con
las vendedoras del supermercado Leipziger Allerlei. Este último feuilleton
nos muestra a un flâneur consumidor. Es un ejemplo más que nos indica que
no sólo la flaneuse se define como tal por su papel de consumidora, sino
también el flâneur. “Vida nocturna berlinesa” (Berliner Nachtleben) se de-
dica a los locales de diversión nocturna, que también describe Franz Hessel
en un capítulo de Un flâneur en Berlín. Por su parte, “Crisis sociales” (So-
ziale Krisen) narra el escarnio que recibe un pasajero en el metro cuando no
encuentra su billete de segunda clase, y la atención disimulada con la que
los pasajeros presencian la escena
Neumeyer (2009: 152), en conclusiones que nos permiten exponer el
contexto en el que escribe Auburtin, considera que existen dos razones que
limitan la flanerie en el Berlín de inicios del siglo XX: la orientación de la
capital alemana hacia un sistema capitalista orientado hacia el rendimiento y
la ganancia, y la permanente estigmatización que, desde la revolución de
1848, sufrían todas aquellas personas que, sin un claro e identificable propó-
sito, transitaran por las calles de las grandes ciudades, en las que debemos
incluir no sólo al flâneur, sino también a las mujeres solitarias.
Joseph Roth escribió feuilleton entre 1923 y 1932 como corresponsal del
Frankfurter Zeitung (este periódico estableció su corresponsalía en Berlín
en 1923). De su periodo previo en el Berliner Börsen-Courier se puede des-
tacar el Paseo (Spaziergang). Leerhoff (1998: 81-100) analiza la crítica de
la ciudad en sus textos (a los que prefiere llamar reportajes literarios – lite-
rarischen Reportagen –) e identifica varios motivos recurrentes, que se
pueden resumir en la comprensión de la ciudad como espacio de racionali-
dad utilitaria, de pérdida de autenticidad y de escasez y falta de humanidad.
Prümm (1988: 86) destaca una estrategia de su escritura: el uso del detalle,
al aparecer Berlín como un continente de figuras, transeúntes, espacios y
objetos ‘invisibles’ que es necesario hacer visibles. Han sido reunidos sus
feuilletons en sus Obras completas y en compilaciones como Joseph Roth
en Berlín. Un libro para paseantes (Joseph Roth in Berlin. Ein Lesebuch für
Spaziergänger).
También es importante recuperar la figura de Bernard von Brentano, cor-
responsal del Frankfurter Zeitung, al igual que Joseph Roth y Siegdried
Kracauer. Prümm (1988: 95) destaca que, a diferencia de Joseph Roth, es un
corresponsal que no pierde ocasión para visitar cualquier acontecimiento
público del calendario anual, ya sea una competencia deportiva, una premier
cinematográfica, etc; reportero de la actualidad, evita representar la miseria
urbana.
126
Arthur Eloesser publicó el volumen Las calles de mi juventud. [Die
Straße meiner Jungend], 1919, los artículos que previamente habían apare-
cido en el Vossichen Zeitung32. Sigue la misma línea de reflexión de Franz
Hessel, que analizaremos en pocas páginas: certificar la importancia de las
raíces históricas en una ciudad, Berlín, a la que se le ha negado hasta el
momento cualquier tipo de anclaje en el pasado. Degner (1998: 45-64) con-
sidera que el flâneur, en Eloesser, más que describir la ciudad por la que
transita, es una figura más que todo literaria, que permite establecer re-
flexiones de carácter poetológico. Para ello, Degner estudia textos como
Tarde nublada (Trüber Nachmittag), donde encuentra la equiparación entre
el niño, el soñador y el poeta, propuesta ya formulada previamente por Bau-
delaire, Lacroix o Freud. Held (1998: 65), que también analiza Las calles de
mi juventud, concluye que le disgusta la ciudad, tanto por su desarrollo (ga-
lopante en el momento en que escribe, en los años previos a la I Guerra
Mundial) como por las condiciones sociales que ofrece; afirma que el tema
principal de los textos de Eloesser “es la acelerada transformación de Berlín
en metrópoli y el problema que tienen sus habitantes de mantener su sistema
de vida frente al progreso.” Confirmemos estos análisis con algunas re-
flexiones del mismo Eloesser. En el “Prólogo” a Las calles de mi juventud,
afirma:
32
La perspectiva del flâneur aparece en feuilletons como “Las calles de mi juventud” (Die
Straße meiner Jungend), “La ciudad y sus habitantes” (Großstadt und Großstädter), “Bajo
los tilos” (Unter den Linden), “Las nuevas calles” (Die neue Strasse), “Tarde nublada”
(Trüber Nachmittag) o “En el metro” (An der Stadtbahn).
127
tóctonos. Menciona el libro de Karl Scheffler, Berlín, el destino de una ciu-
dad (Berlin, ein Stadtschicksal), quien, además de definir a Berlín como
ciudad de colonos, se queja de la ausencia del sentido de pertenencia de los
berlineses hacia su ciudad y su pasado. En “Epílogo para los berlineses”, de
Paseos por Berlín, Hessel (1997: 212), también formula la misma queja,
apoyándose asimismo en Scheffler:
33
Rosso (1997: 96) : “Para el que no ha vivido por largo tiempo en Berlín y ha llegado hace
poco a esta ciudad, todavía ofrece la metrópoli un espectáculo impresionante, lleno de mo-
vimiento. Para aquellos que conocen el Berlín de los últimos años, se puede apreciar un
ligero síntoma de cansancio.”
128
creativa, una táctica que permite a las percepciones recolectadas convertirse
en materia prima para la escritura (Severin, 1888: 112).
Un importante referente en la literatura del flâneur en lengua alemana es
el suizo Robert Walser (1878-1956). Su flanerie no transcurre en metrópo-
lis, sino en pueblos o pequeñas ciudades de provincia. Ejemplos son las
novelas El ‘ladrón’ (Der ‘Rauber’), que se desarrolla en Berna, así como El
paseo (Der Spaziergang), 1917, donde callejeo y reflexiones sobre esta úl-
tima actividad se alternan constantemente (Severin, 1988: 118-127).
También algunos textos periodísticos de este escritor responden a la estética
de la flanerie: ¡Buenos días, giganta! (Guten Tag, Riesin!); Tiergarten; Ber-
lin W. Friedrichstraβe o La calle urbana (Die Groβstadtstraβe).
En la novela El paseo, de estética impresionista, el trayecto que em-
prende el protagonista se realiza en una pequeña ciudad y en la
naturaleza. Protagoniza un largo paseo (eso sí, de carácter intelectual), más
que un callejeo urbano propiamente dicho. Severin (1988: 88 y 118) atri-
buye esta novela a la literatura del vagabundo espiritual
(Seelenvagabunden), que supone una huída de la racionalidad de la sociedad
burguesa. Se presentan en el narrador los atributos típicos del flâneur. Por
ejemplo, su actitud ociosa: “seguía así mi camino como un buen haragán,
fino vagabundo y holgazán o derrochador de tiempo y trotamundos” (Wal-
ser, 2000: 30). Aparece, asimismo, también la mirada infantil, ingenua,
abierta a la novedad, como ya hemos visto en Baudelaire, Poe y otros auto-
res: “El mundo matinal que se extendía ante mis ojos me parecía tan bello
como si lo viera por primera vez. […] Esperaba con alegre emoción todo lo
que pudiera encontrarme o salirme al paso durante el paseo.” (Walser, 2000:
9-10). En este paseo, que es al mismo tiempo proceso creativo, se encuentra
acompañado por el lector: “Si tú, querido, ponderado lector, te tomas la mo-
lestia de avanzar minuciosamente con el escritor e inventor de estas líneas
por el luminoso y amable mundo matinal, no con apresuramiento, sino más
bien cómoda, objetiva, llana, prudente y tranquilamente, ambos llegaremos
ante la ya citada panadería” (Walser, 2000: 18). Si la literatura de la flanerie
se realiza en primera persona, la focalización interna del personaje es com-
partida por el lector (este es un principio básico de las escenas de todas las
literaturas occidentales).
El narrador no sólo establece la equivalencia entre el paseo y la lectura,
sino también entre el paseo y la escritura. En el siguiente caso evalúa su
actividad desde la tercera persona: “Hasta entonces aún dejará atrás un tra-
mo considerable de camino, y tendrá que escribir algunas líneas más. Pero
ya se sabe de sobra que pasea tan a gusto como escribe; esto último en todo
caso quizá un punto menos a gusto que lo primero.” (Walser, 2000: 24). El
129
tema de este paseo también es el relato del paseo; de hecho, las reflexiones
sobre esta actividad ocupan una quinta parte del texto (Severin, 1988: 119).
El narrador tematiza, incluso, el momento en el que decide escribir sobre
su experiencia: “« Todo esto », me propuse en silencio mientras me detenía,
« lo escribiré después en una obra de teatro o en una especie de fantasía que
titularé El paseo. »” (en cursiva en el original) (Walser, 2000: 28). La orga-
nización de las reflexiones del narrador está determinada por el trayecto que
adopta. El relato no es la representación de un paseo, sino que ‘es’ el paseo,
en su devenir presente. El procedimiento descriptivo central es ofrecer la
aleatoriedad de la trayectoria del paseo, así como la ausencia de objetivos de
su proceso creativo, de su escritura: “Venteo algo de un librero y una libre-
ría; asimismo, según intuyo y noto, pronto habrá de ser mencionada y
valorada una panadería con jactanciosas letras de oro. Pero antes tengo que
reseñar a un sacerdote o párroco.” (Wa1ser, 2000: 11). La relación entre la
flanerie y el proceso creativo del escritor se ofrece en una importante con-
versación que tiene el narrador con un funcionario de la oficina de
Hacienda, que estilísticamente es un monólogo. Al inicio de este último des-
tacan sus reflexiones sobre la importancia del paseo para el proceso creativo
del escritor (para que supere la crisis de la página en blanco). Las experien-
cias ocurridas en el espacio público serán recordadas y escritas al regresar al
hogar:
130
espacio callejero es consustancial al ejercicio del escritor ya desde muchas
décadas antes, con el discurso costumbrista.
Como sucede en la literatura del flâneur, la fachada de indiferencia ocul-
ta una entrega perceptiva y emotiva a la realidad exterior, así como un
activo trabajo intelectual:
“¿Sabe usted que mi cabeza trabaja dura y tercamente, y a menudo estoy ac-
tivo en el mejor de los sentidos, cuando parezco un archigandul y persona
frívola sin responsabilidad, sin pensamiento ni trabajo, perdido en el azul o
en el verde, lento, soñador y perezoso, que ofrece la peor de las impresiones?
[…] me gano el pan de cada día pensando, cavilando, hurgando, excavando,
meditando, inventando, analizando, investigando y paseando tan a disgusto
como el que más” (Walser, 2000: 54-56).
131
seo a las percepciones visuales y auditivas es defendida en el monólogo con
el funcionario de la oficina de Hacienda. Tematiza y argumenta sobre la
relación idílica del paseante, genéricamente hablando, con la naturaleza,
desde su encuadre impresionista:
132
der racionalmente, en términos causales, el funcionamiento del espacio pú-
blico urbano. En estas condiciones, toma conciencia de la existencia de un
ritmo urbano (tema de las horas del día). La ciudad queda caracterizada por
los cambios en el ritmo de las actividades cotidianas:
“Por la tarde, entre las seis y las ocho, es cuando mayor gracia y densidad
adquiere el hormigueo. Es la hora de paseo de la buena sociedad. ¿Qué es
realmente uno en medio de ese oleaje, de esa abigarrada corriente humana
que no tiene cuándo acabar? A veces todos esos rostros en movimiento se
desvanecen en un resplandor rojizo, coloreados por los fuegos del poniente.
¿Y cuando el cielo está gris y llueve? Pues todos esos personajes – y yo con
ellos – desfilan velozmente bajo el turbio velo como las imágenes de un sue-
ño, buscando algo y, según parece, sin encontrar casi nunca nada hermoso ni
adecuado.” (Walser, 2000: 32).
133
dece siempre un poco el vivir aguijoneado y sometido por la prisa. […] ¡Y
encima todo este trasfondo ensoñador, pintoresco, poético! […] Mientras yo
estoy aquí, dudando, cientos de personas y de cosas han pasado ya de frente
a mis ojos y por mi cabeza, demostrándome lo perezoso, lerdo e incumplido
que soy. La prisa se ha generalizado porque todo el tiempo se piensa que
tiene un encanto luchar por conseguir algo, que así la vida cobra un cariz
más excitante […] Sí, todo eso me parece bueno y grande.” (Walser, 2000:
37-8).
134
una perspectiva mágica, misteriosa, infantil, de cuento de hadas; se caracte-
riza por momentos de epifanía que le permiten recuperar las sensaciones de
su infancia y sus espacios idílicos; su flanerie impresionista se encuentra
abierta a las superficies de la modernidad, a la cultura de la distracción típi-
ca de la República de Weimar. Su específico modo de deambular se define
ya desde el programático capítulo inicial, titulado “El sospechoso”:
135
sual masculino. Ocurre en el Berlín de los años veinte, donde la figura de la
‘Nueva Mujer’ emerge con pujanza. La mirada sexista del flâneur ‘a la vieja
usanza’ hace crisis en el capítulo “El sospechoso”:
136
dejarse seducir por la realidad circundante, hasta el punto de amenazar a
este callejeo una posible saturación o intoxicación: “Quiero volver a mirar la
ciudad en la que vivo como lo hice la primera vez o encontrar la forma de
volver a hacerlo” (Hessel, 1997: 33).
Muchas de sus percepciones se dirigen a recuperar la historia oculta de la
ciudad, como sucede también en los textos autobiográficos de Benjamin: “A
veces me gusta ir a ver casas con patio. En los barrios más antiguos de Ber-
lín, detrás de los pisos interiores y de las casas con jardín, la vida se hace
más densa y más intensa.” (Hessel, 1997: 34). Sus observaciones se orientan
a los barrios donde considera que se puede recuperar la memoria histórica
de la ciudad, a veces entremezclada con la personal. Sobre las funciones de
esta especie de flâneur reflexiona Benjamin (2005: 422) en una entrada de
El libro de los Pasajes: “La calle conduce al flâneur a un tiempo desapare-
cido. Para él, todas las calles descienden, si no hasta las madres, en todo
caso sí hasta un pasado que puede ser tanto más fascinante cuanto que no es
su propio pasado privado. Con todo, la calle sigue siendo siempre el tiempo
de una infancia.” (en cursiva en el original) [M 1,2]. El flâneur se constituye
en un procedimiento de recuperación de la historia de una ciudad, Berlín (a
la que diversos intelectuales le han negado tradición), y del pasado íntimo
de sus habitantes.
Como parte de este proyecto, busca fijar la transitoriedad de la moderni-
dad berlinesa y anclarla en la memoria personal de los urbanitas, conferirle
un status histórico a la ciudad, como se declara en “Aprendo”: “No basta
con deambular de acá para allá. Tengo que crear una ciencia descriptiva de
este territorio, ocuparme del pasado y del futuro de esta ciudad, de esta ciu-
dad que siempre está de camino, que siempre está en trance de convertirse
en algo diferente. Por eso es tan difícil descubrirla, especialmente para al-
guien que vive en ella…” (Hessel, 1997: 37). Con razón Köhn (1989: 179)
señala que debe ponerse en relación este texto con la estética de la moderni-
dad de Baudelaire: tanto el autor francés como Hessel lamentan los cambios
veloces que se operan en ambas ciudades, París y Berlín. La necesidad de
recuperar la historia de la ciudad aparece como interpelación a sus habitan-
tes (es decir, como propuesta colectiva) en “Epílogo para los berlineses”:
“Todavía se siente en muchas partes de Berlín que no han sido lo suficien-
temente observadas como para ser visibles. Nosotros, los berlineses,
tenemos que habitar más en nuestra ciudad. No son tan fáciles ni la observa-
ción ni el habitar una ciudad que siempre está de paso, que siempre está en
trance de convertirse en algo diferente y nunca descansa en su ayer.” (Hes-
sel, 1997: 212). La mirada del flâneur, orientada hacia la historia de las
‘cosas menudas’, hacia la cotidianeidad, es asumida por Hessel incluso
137
cuando toma un bus para turistas que realiza un recorrido por la ciudad. En
“Travesía de la ciudad” prefiere observar edificios y objetos poco conoci-
dos, mientras el resto de los pasajeros adopta una mirada turística, guiada
por el placer del reconocimiento de los estereotipos.
El flâneur busca disfrutar de un Berlín histórico que no se exhibe, que es-
tá oculto. Es la ciudad secreta del urbanita nativo: en sus calles y edificios
recuerda las vivencias cotidianas de su niñez. En la recensión El retorno del
flâneur, de Benjamin, sobre el texto de Hessel, declara que, si bien en las
descripciones de las ciudades procedentes de los foráneos predomina lo su-
perficial, exótico y pintoresco, los motivos del habitantes autóctono son los
de “aquel que viaja hacia el pasado más que a la lejanía. El libro sobre la
ciudad que escribe el autóctono está siempre emparentado con los recuer-
dos, no en balde el escritor ha vivido su niñez allí” (Benjamin, 1997: 215).
En “El viejo Oeste”, Hessel utiliza la flanerie para explorar aquellos es-
pacios y arquitecturas que le permitan rememorar su infancia, como también
hace Benjamin en Crónica de Berlín. Son espacios ‘nimios’, ocultos, ‘invi-
sibles’ para los transeúntes ocupados, que el avance de la modernidad
cultural ha destinado al olvido:
“Ya no « se » vive en el viejo oeste. […] Pero algunos de nosotros, que fui-
mos niños en el viejo oeste, hemos mantenido un apego por sus calles y
casas, que no tienen nada especial que ver. […] Hay tantos recuerdos pren-
didos […] Si una ocasión o pretexto – por ejemplo –, el de visitar un cuarto
amueblado – nos lleva a una de esas casas que fueron conocidas nuestras,
volvemos a encontrar el antiguo mundo con una nueva mirada” (Hessel,
1997: 130).
138
No siempre asume la mirada del flâneur que busca recuperar la memoria
histórica de la ciudad. A veces asume una actitud antitética : exaltar la mo-
dernidad de los espacios comerciales, como en “Bulevares de Berlín”. La
calle de Tauntenzien y la Kurfürstendamm tienen la función de enseñar a los
berlineses a flanear:
“« Flanear » es una forma de lectura de la calle en la que las caras de las per-
sonas, los acristalamientos, los escaparates, las terrazas-café, los
ferrocarriles, los automóviles y los árboles se convierten en letras con el
mismo derecho, que juntas dan lugar a palabras, oraciones y páginas de un
libro que es siempre nuevo. Para « flanear » adecuadamente, no se debe te-
ner preconcebido ningún plan concreto. Y como en el tramo que va de la
plaza Wittenberg al Halensee hay tantas posibilidades de hacer compras, de
comer, de beber, de ir a ver teatro, películas o cabarets, se puede uno aventu-
rar en el paseo sin una meta muy fija y buscar la aventura imprevista del ojo.
Dos grandes colaboradores son el cristal y la luz artificial, esta última espe-
cialmente en lucha con un resto de luz del día y el crepúsculo.” (Hessel,
1997: 121).
139
de la vitalidad”, sobre el ambiente de los grandes cafés, restaurantes y salas
de espectáculos de capital alemana.
Acercándose a la esfera de la producción, en “Algo acerca del trabajo”
son las fábricas donde se aprecia la mirada estetizada (la Nueva Objetivi-
dad), y no marxista crítica, de Hessel: “Berlín también tiene su peculiar y
notoria belleza a la hora de trabajar. Hay que ir a visitar sus templos de la
belleza y sus iglesias de la precisión. No hay un edificio más bello que la
monumental nave de cristal y hormigón férrico que construyó Peter Behrens
para la fábrica de turbinas de la Huttenstrasse.” (Hessel, 1997: 43). Como ya
afirmamos, es un flâneur impresionista que se balancea entre la recupera-
ción de su infancia y la de su ciudad, y la atracción hacia la belleza de la
modernidad (la producción industrial y la cultura de la distracción).
34
Así, por ejemplo, en uno de los innumerables estudios realizados, Fritzsche (1996) ha
investigado la cultura de masas berlinesa alrededor 1900, donde se representa la capital
alemana como un espectáculo.
140
vincular a la flanerie en Kracauer son la novela Georg, 1934, sus ensayos
Los empleados, Teoría del cine, El Ornamento de Masa y sus crónicas pe-
riodísticas o feuilletons. En estos últimos se interpreta el espacio moderno (y
su paradigma en la capital alemana) como lugar donde la historia se ha exi-
liado. En Berlín “el cambio se manifiesta tan velozmente, que la conciencia
sólo percibe el vacío.” (Keidel, 2006: 37). En sus textos de flanerie, Kra-
cauer investiga los fenómenos superficiales de la modernidad social y
cultural [Oberflächenphänomene]: “Las tendencias modernizadoras de Ber-
lín son valoradas negativamente como un cambio acelerado sin historia y
fundamentan con ello la melancolía de la figura del flâneur en Kracauer, que
experimenta consuelo sólo en una fantasmagoría [la urbana] ofrecida estéti-
camente, sin que se descuide la crítica social.” (Keidel, 2006: 40). Estos
textos se dejan interpretar como alegorías de una modernidad ahistórica re-
tratada por un flâneur melancólico. Severin (1988: 164) relaciona
precisamente el método de Kracauer con el proyecto de Baudelaire y Ben-
jamin de buscar lo eterno en los fenómenos fugitivos y fragmentarios de la
cotidianeidad. Sin embargo, a diferencia de los precedentes señalados, Kra-
cauer fracasa en su pretensión.
Keidel (2006: 35) explica que su visión de la metrópoli como fenómeno
de una ‘modernidad deficitaria’ remite tanto a la sociología de Simmel co-
mo a sus lecturas marxistas. En principio, aunque el ensayo El hall del hotel,
que analiza este espacio ‘vacío’ de la modernidad, utiliza la modalidad ar-
gumentativa, implícitamente presupone la mirada de un sociólogo, la del
propio Siegfried Kracauer, que ha debido analizar este espacio directamente
sobre el terreno, desde la perspectiva del observador, a la hora de identificar
su significado profundo. Para Kracauer, este espacio es la ‘iglesia’ de un
mundo laico. El hall de hotel es un espacio de espera que carece de historia.
Es una alegoría de la huida del pasado, proceso social y cultural típico de la
modernidad capitalista.
Su ensayo Los empleados (Die Angestellten), 1930, involucra una mirada
atenta a los espacios laborales y públicos frecuentados por este tipo de traba-
jadores. La actividad del sociólogo-antropólogo como trapero, como
recolector de información dispersa y experiencias ‘nimias’, por lo general
despreciadas por las grandes teorías sociológicas, aparece en el Prefacio:
“Citas, conversaciones y observaciones realizadas in situ conforman la sus-
tancia principal de este trabajo. No quieren valer como ejemplos de alguna
teoría, sino como casos ejemplares de la realidad.” (Kracauer, 2008: 105).
Los fragmentos son reunidos y organizados para que den una visión lo más
incisiva posible – con el objetivo de percibir sus relaciones sociales y eco-
nómicas – de un sector de la modernidad capitalista. La realidad
141
“de ningún modo se encuentra contenida en la serie de observaciones más o
menos casuales que conforman el reportaje; antes bien, se halla única y ex-
clusivamente en el mosaico que se compone a partir de las observaciones
individuales, sobre la base del conocimiento del contenido de la realidad. El
reportaje fotografía la vida; un mosaico como éste sería su imagen.” (Kra-
cauer, 2008: 118).
142
utopías depositadas un día en ella. Según Keidel (2006: 38), Kracacuer des-
cribe la ausencia de conciencia histórica y de orientación espacial,
fenómenos que inciden en el individuo y que son provocados por el vertigi-
noso cambio urbano. La avenida berlinesa de la Kufürstendamm se
convierte en una imagen dialéctica o en una imagen espacial que permite
certificar las vanas promesas utópicas desde las que el capitalismo ha pro-
movido sus espacios comerciales. La Kufürstendamm supone “la
personificación del transitorio tiempo vacío en el que nada puede durar.”
(Kracauer, 1987: 15). Dos acontecimientos, mientras flanea por esta aveni-
da, le permiten llegar a esta conclusión. El primero de ellos ocurre cuando
se dirige a una tetería, uno de sus lugares fijos, que un día encuentra cerrada:
143
Frente a la iglesia de la sociedad tradicional, los espacios comerciales y su
carácter efímero se erigen en paradigmas de la modernidad.
“Grito en la calle” es uno de los ensayos más importantes de Calles de
Berlín y de otros lugares (Strassen in Berlin und anderswo) que adopta la
mirada del flâneur. Detalla la experiencia de lo ominoso:
“Las calles de Berlín occidental son amables y limpias […] Pero a pesar de
la impresión señorial y simpática que producen, se registran en ella, a menu-
do, sin ningún motivo, gritos de pánico. ¿De donde surgen? No lo sé. Sólo sé
que, ocasionalmente, cuando cruzo las calles por las que acostumbro pasar,
se apodera de mí la angustia” (Kracauer, 1987: 21)
“Quizás esta angustia sacude porque las calles se pierden en el infinito, por-
que se encuentran invadidas por el ruido de los omnibuses, cuyos inquilinos,
durante el viaje hacia sus remotos destinos, miran hacia abajo con igual in-
dolencia al paisaje de las aceras, los escaparates y los balcones como si
observaran un valle fluvial o una ciudad en la que nunca han pensado ba-
jarse; una innumerable multitud se mueve en ellas, siempre personas nuevas,
con objetivos desconocidos, que se entrecruzan como la maraña de líneas de
un patrón de costura.” (la traducción es mía) (Kracauer, 1987: 21).
144
extraviado en mis excursiones y, claro, siempre preferí arbitrariamente los
barrios más pobres. Como si no me hiciera falta el apetecido atractivo de las
zonas en las que habitan el esplendor, la riqueza y la diversión.” (Kracauer,
1987: 8). Descubre, muy cerca de una calle transitada, una pequeña callejue-
la, donde se siente aprisionado: “[S]entí que una red invisible me detenía.
[…] Busqué aclararme mi situación. Era cerca de las tres y sólo cruzaban la
calle paseantes solitarios.” (Kracauer, 1987: 8-9).
Su mirada se detiene en un pequeño hotel, donde es observado por los
inquilinos, en una imagen que recuerda el desprecio recibido por Hessel al
visitar un barrio obrero: “[O]breros en mangas de camisa y sus esposas, ves-
tidas desaliñadamente. No hablaban palabra; me observaban atentamente.
Un odio terrible salía de su sola presencia; casi tuve la certeza de que me
habían puesto cadenas.” (Kracauer, 1987: 9). Lucha por salir de esta situa-
ción y, al pretender salir de la callejuela, ve una imagen que le llama la
atención:
Severin (1988: 192) considera que esta “es una imagen de la melancolía,
que el flâneur, como recuerdo, reconoce en su vecino.” Esta imagen le
acompaña cuando regresa a la calle principal. Mientras camina por ella y se
pregunta si su experiencia fue una alucinación, regresa, sin proponérselo, a
la entrada de la callejuela. La atraviesa de nuevo, con la esperanza de que la
visión haya desaparecido, aunque comprueba que sigue allí. En estas cir-
cunstancias, se pregunta: “¿Es quizás otro hombre joven?” (Kracauer, 1987:
11). A partir de este descubrimiento, huye de la calle como de una pesadilla.
Termina su relato al asociar las calles y los recuerdos personales: “Cada una
tiene su propio olor y su propia historia. […] Mientras uno camina por las
calles, estas últimas se encuentran distantes como los recuerdos (Kracauer,
1987: 11). El individuo que observa en el hotel es una alegoría de la condi-
ción del individuo en la modernidad, siempre a la espera de falsas promesas
constantemente diferidas. También es una alegoría de la propia condición
melancólica del intelectual en la modernidad.
145
Un último feuilleton importante de Kracauer es “Adiós al Pasaje de los
Tilos” (Abschied von der Linden Passage), sobre el derribo de uno de los
pocos pasajes que tuvo la capital berlinesa, junto con el Kaiserpanorama.
De nuevo aparece, como en otros textos de Kracauer, la modernidad como
ruina.
Después de varias décadas de reflujo de la flanerie en Alemania, a raíz de
la Segunda Guerra Mundial y de la posterior reconstrucción económica,
desde los años setenta renace la literatura de la flanerie en Alemania, a partir
de sus metamorfosis epocales. Keidel (2006) analiza representaciones de la
flanerie literaria en la literatura en lengua alemana de los años setentas35. Por
su parte, Ortheil (1986: 30-42) realiza un recorrido histórico por la presencia
del flâneur en la historia de la literatura alemana; termina su análisis con textos
de la postguerra36. Zitzlsperger (2007: 78-96), por su parte, compara los feuille-
tons berlineses de los años veinte, durante la República de Weimar, modelos
en su género (Roth, Kracauer), con su renacimiento en los años noventa, a raíz
del regreso de la capitalidad alemana a Berlín (con espacios en la prensa como
las Berliner Seiten, del Frankfurter Allgemeine Zeitung, y autores como
Alexander Osang).
35
Los casos analizados son los siguientes: Roma, Miradas (Rom, Blicke), de Rolf Dieter
Brinkmann; Poema azul (Blaues Gedicht), de Peter Handke; ochentas Parejas, transeúntes
(Paare, Passanten, de Botho Strauβ, y La simulación berlinesa (Die Berliner Simulation), de
Bodo Morshäuser; y noventas En las manos de las mujeres (In der Hand der Frauen) y El
cofre de Giancarlo (Giancarlos Koffer), de Richard Wagner; Recinto íntimo (Vertrautes Ge-
lände), Ciudad ocupada (Besetzte Stadt), de Jochen Schimmang; y Día de difuntos
(Allerseelen), de Cees Nooteboom.
36
Estos últimos son Frankfurter Vorlesungen, 1966, de Heinrich Böll, la novela Nadie sabe
más (Keiner weiβ mehr) 1968, de Rolf-Dieter Brinkmann, y la película Falso movimiento
(Falsche Bewegung), de Peter Handke y Wim Wenders.
146
Capítulo 4.
El flâneur en la literatura anglosajona
147
Se considera que las escenas de Richard Steele y Joseph Addison,
publicadas en El espectador, el primer periódico de la prensa burguesa de
Occidente, suponen el inicio de la literatura de la flanerie en Inglaterra. En
el número 1 de esta última revista, aparecida el jueves 1 de marzo de 1711,
el narrador tipifica su actitud:
“He pasado mis últimos años en esta ciudad, donde he sido visto frecuente-
mente en diversos espacios públicos […] No hay lugar de reunión general
donde no haga mi aparición con frecuencia […] En resumen, en cualquier
lugar que veo un grupo de personas, siempre me mezclo con ellas, aunque no
hablo sino en mi propio club […] [a]sí vivo en el mundo, más bien como un
espectador de la humanidad, que como uno de la especie; por cuyo medio
me he convertido en un hombre de estado, soldado, comerciante y artesano,
sin haberme mezclado en ninguna parte práctica de la vida” (en Parsons,
2000: 18)
37
En la misma época en la que escriben Addison y Steele, Daniel Defoe publica Un viaje
por la Isla de Gran Bretaña (A Tour Through the Whole Island of Great Britain), 1726,
cuya Carta Quinta describe Londres desde la actividad comercial.
148
el yo romántico considera que se activan en la observación de la naturaleza,
se sitúan, en este caso, de la ciudad, retratada desde la mirada idílica visio-
naria: “[L]a Ciudad lleva puesta, como una vestidura, /la belleza del día;
silenciosos, desnudos, /se yerguen barcos, torres, domos, templos, teatros /
abiertos a los campos y también a los cielos; /todo brilla y relumbra en el
aire impoluto./ Nunca tan bello sol bañó tan refulgente /con sus rayos na-
cientes valle, roca o colina; / ¡nunca vi ni sentí una calma tan honda!”
(Wordsworth, 1993: 109).
Opuesta es la mirada visionaria del flâneur en el poema “Londres”, de
William Blake, incorporado a Canciones de la experiencia (Songs of Expe-
rience, 1794). Las imágenes de la serenidad se sustituyen, en este caso, por
aquellas que expresan la angustia de la pesadilla. Aparece la Humanidad
caída, expulsada del Paraíso terrenal:
“He vagado por cada calle del Reino/ Cercana al lecho del Támesis,/ Y he
notado en cada rostro que encontré / Signos de la debilidad y del dolor. // En
el grito de cada Hombre, / En el grito de terror de cada Niño, / En cada voz,
en cada prohibición, / Siento las cadenas que nuestra mente ha forjado. //
Siento que el llanto del Deshollinador / Consterna las Iglesias sombrías, / Y
el suspiro del soldado desventurado /Cae como sangre por muros de Pala-
cios.// Pero escucho, sobre todo, en las calles de medianoche /Cómo la
maldición de la joven Ramera /Destroza las lágrimas del Niño recién nacido
/ E infecta de miserias el fúnebre carruaje Nupcial.” (Blake, 2007: 95 y 97).
38
Periódicos que utilizan estas convenciones son, por ejemplo, The London Magazine (el
más importante de todos ellos), Blackwoods Magazine, London Quarterly, Gentleman’s
Magazine, New Monthly Magazine, High Life in London, Bell’s Life in London, Edinburgh
Review o Westminster Review.
149
experimenta una serie de transformaciones urbanísticas en la década de
1820, conocidas como London improvements (de menor calado que las rea-
lizadas décadas después en París por el Barón Haussmann), que no podían
dejar de ser representadas por periodistas peripatéticos.
Una importante contribución es La vida en Londres (Life in London),
1821, de Pierce Egan, muy popular en la década de 1820. Está ilustrada por
George Cruikshank, que se encargaría casi dos décadas después de la com-
pilación Sketches by Boz, de Charles Dickens. Está protagonizada por tres
personajes peripatéticos: Corinthian Tom, Jerry Hawthorn y Bob Logic. Se
trata de una visión carnavalesca sobre la ciudad en donde predomina la re-
presentación, con la utilización de la jerga del pueblo, de espacios dedicados
a la prostitución, el juego o la bebida. Según Brand (1991: 59), en esta obra
carnavalesca, que sugiere una continuidad entre los espacios de moda y las
diversiones ilícitas del ‘inframundo’, entra en crisis el flâneur burgués cos-
tumbrista. Arnold (2009: 347) precisa que esta pareja peripatética utiliza una
mirada turística, en una especie de parodia del Grand Tour por el continente
(el viaje ya no se realiza por Italia, sino por Londres)39.
Relevante es, de Charles Lamb, el ensayo El londinense, carta fechada el
1 de febrero de 1802, publicada por primera vez en el Morning Post, envia-
da al editor de El reflector (The Reflector), Leigh Hunt, y firmada por Un
londinense. Sus declaraciones sitúan a su enunciador en el centro de la esté-
tica de la flanerie, impregnadas de una alabanza exaltada de la ciudad y sus
multitudes. Charles Lamb escribió sketches urbanos varios años después
bajo el pseudónimo de Elias. Tanto en él como en Egan se observa un apre-
cio por el viejo Londres (Nord, 1995: 36).
El texto autobiográfico Las confesiones de un fumador de opio, 1822, de
Thomas de Quincey, que apareció primero en el London Magazine en 1821,
y al año siguiente en formato de libro, contiene la flanerie desarraigada de la
juventud del protagonista, donde destaca su famoso encuentro con la prosti-
tuta Anne:
39
Menos conocidos son Nueva descripción de Londres (New Picture of London), 1820, de
Samuel Leigh, y La descripción de Londres (The Picture of London), 1815, de Robert Mu-
die, guías urbanas que comparten con la experiencia de la flanerie, según Arnold (2009:
346), la visión fragmentaria de la ciudad.
150
lante pretendía echarme de los escalones de las casas donde me sentaba. Pero
una entre ellas […] asistiéndome en la necesidad cuando el mundo todo me
había abandonado, le debo el estar vivo en este instante. Durante muchas
semanas caminé de noche con esta pobre chica solitaria arriba y abajo por
Oxford Street, o descansé a su lado en algún escalón o bajo el cobijo de al-
gún pórtico.” (2006: 114-115).
“Si es que vive, sin duda nos habremos estado buscando mutuamente, al
mismo tiempo, por los ingentes laberintos de Londres; quizá hemos llegado
a estar a pocos metros el uno del otro. ¡No es más ancha la barrera de una
calle londinense, que, a menudo, al cabo puede resultar una separación para
toda la eternidad! Durante varios años, mantuve esperanzas de que viviera, y
supongo que, en el sentido literal y no retórico de la palabra ‘miríada’, puedo
decir que en mis diferentes visitas a Londres he mirado en muchas miríadas
de rostros femeninos con la esperanza de encontrarla.” (De Quincey, 2006:
133-134).
151
2. El flâneur en Sketches by Boz, de Dickens
En Dickens se pueden identificar diversas manifestaciones de la flanerie,
tanto en sus artículos periodísticos como en algunas de sus novelas. Su gran
contribución es la colección de artículos costumbristas Sketches by Boz,
1836 (con 40 ilustraciones de George Cruikshank incorporadas en la edición
de 1839). Brand (1991: 46) considera que en estos sketches culmina y se
disuelve el flâneur en el periodismo británico. En el sketch “La vagoneta del
prisionero” (The Prisoner Van), finalmente eliminado de la versión para la
compilación, aparecen los atributos típicos del flâneur:
152
llamada ‘Paul’s Chain’” (Dickens, 1957: 86); de “Omnibuses”: “Se admite
generalmente que los medios de transporte ofrecen un extenso campo para
el entretenimiento y la observación” (Dickens, 1957: 138); de “Juzgados
criminales” (Criminal Courts) ”: “La curiosidad nos condujo a ambos a los
juzgados de Old Bailey” (198); de “El furgón del prisionero” (The Priso-
ners’ Van): “Atravesábamos la esquina de Bow Street, al regresar de un
paseo la tarde previa, cuando una multitud, reunida alrededor de la puerta
del Departamento de Policía, atrajo nuestra atención.” (Dickens, 1957: 272);
o de “El paciente del hospital” (The Hospital Patient): “En nuestros calle-
jeos a través de las calles de Londres después de cerrarse la noche, a
menudo nos detenemos debajo de las ventanas de algún hospital público”
(Dickens, 1957: 241). Uno de los sustantivos más empleados es amusement,
es decir, entretenimiento, diversión, marca textual que certifica la compren-
sión de la ciudad como un espectáculo. Brand (1991: 46) ya advirtió esto
último al considerar que “[c]ada oportunidad que tiene, Boz asegura que el
único objeto de sus callejeos urbanos es la ‘diversión’.”
Se exhibe en diversos sketches el procedimiento del flâneur de interpretar
deductivamente el carácter o la biografía de los tipos sociales observados.
En “Pensamientos sobre las personas” (Thoughts about people), Boz se
sienta en el Parque de San Jaime y su atención se fija en un hombre, un ofi-
cinista: “Había algo en la conducta y la apariencia del hombre que nos
decía, nos imaginamos, su vida completa, o más bien su día completo, por-
que un hombre de esta clase no tiene días de diversos tipos.” (Dickens,
1957: 216). En “Meditaciones en la calle Monmouth” (Meditations in Mon-
mouth Street) describe fisiológicamente a sus habitantes: “[S]e distinguen
por ese desinterés hacia la apariencia exterior y la negligencia hacia el con-
fort personal tan común entre personas constantemente inmersas en
profundas especulaciones y completamente comprometidas en objetivos
sedentarios.” (Dickens, 1957: 75). Pero no sólo recurre, por medio de la
enunciación de su pseudónimo, a la fisiología de tipos sociales: “Boz tam-
bién construye tipologías de lugares, instituciones y establecimientos
comerciales” (Brand, 1991: 49). En particular, en la colección de Dickens,
el recorrido urbano se comprende desde el encuadre metafórico de la tierra
incógnita, utilizado ampliamente por la sociología y la novela británica del
siglo XIX (Dana Brand, 1991: 48).
Recurre a la sinécdoque, como hace todo flâneur costumbrista. Cuando
describe un establecimiento, momento del día o individuo, pretende dar la
idea de que todos los establecimientos, momentos o individuos de la misma
clase se rigen por los mismos atributos (Brand, 1991: 51). El encuadre de la
153
descripción “implica que podemos sustituir lo particular por la clase gene-
ral.” (Brand, 1991: 49).
Los temas de las horas del día y las horas de la noche estructuran los
sketches “Streets-Morning” y ”Streets-Nights”. En particular, en “Streets-
Morning”, como señala Brand (1991: 50), se representa la agradable regula-
ridad de la vida urbana a partir de las rutinas individuales. Podemos ampliar
estas afirmaciones a todo artículo costumbrista, a nivel internacional, que
represente las horas del día. Acierta a Brand (1991: 52), al asociar, como
modos de representación, el diorama (espectáculo óptico precinematográfi-
co, pintura de tela translúcida a la que se aplicaba una fuente de luz de
diversa intensidad para representar el progreso de una mañana, o donde apa-
recían y desaparecían tipos sociales) con la descripción de las horas del día
o de la noche por el flâneur de este sketch, “Streets-Morning”, de Dickens:
“Domesticando el cambio, el flâneur y esta cultura panorámica pueden ha-
ber legitimado y hecho familiares los diversos ritmos industriales,
comerciales y burocráticos de la vida moderna.” (Brand, 1991: 52),
Dickens también publicó sketchs en otros períodos de su vida. Es el caso
de Callejeos nocturnos (Night Walks), 1860, Spitalfields, 1851, Una escena
noctura en Londres (A Nightly Scene in London), 1856, o Una pequeña es-
trella en el este (A Small Star in the East), 1868. Estas últimas escenas han
sido analizadas por Seed (2004: 155-169).
154
neurs’. Son personas que poseen cierto ingreso fijo […] En buen clima salen
durante el día de su apartamento […], y pasean por los bulevares, para mirar
tiendas y transeúntes; en días lluviosos, vagabundean por la cubierta Galería
de Orleans en el Palais Royal” (en Rose, 2007: 326).
La fisiología de 1848 tiene similitudes con algunos tipos sociales y espa-
cios representados en la Fisiología del flâneur, de Huart, 1841. Rose resume
la intencionalidad del costumbrismo inglés y francés sobre el flâneur al
afirmar que “Huart y Smith no sólo estaban satirizando una figura de la ciu-
dad moderna, sino también usándola como una fuente humorística, más que
como un símbolo de la ‘alienación’ urbana” (en cursiva en el original)
(Rose, 2007: 42). Lauster (2007: 314), asimismo, propone que la escritura
costumbrista europea de la época, no sólo domestica semióticamente un
espacio urbano percibido como amenazante, sino que también se orienta
hacia la autocrítica de los sectores pequeñoburgueses de los que parte y a los
que se dirige. Lauster se propone legitimar la importancia crítica de un dis-
curso, el costumbrista, que ha sido despreciado injustamente como inocuo,
intrascendente, inofensivo.
La Historia Natural del ocioso en la ciudad incorpora en el título un sin-
tagma – el de ‘historia natural’ – típico en el costumbrismo internacional,
como procedimiento humorístico. En el espacio alemán, por ejemplo, se
encuentra La historia natural del berlinés (Naturgeschichte des Berliners),
1878, de Gustav Langenscheidt. Los tipos sociales, en el costumbrismo in-
ternacional, se describen, satíricamente, mediante la utilización de términos
científicos procedentes de la botánica y de la zoología (Lauster, 2007).
En la obra de Smith se utilizan distintos nombres para definir al paseante
ocioso: loitering flâneur, pavement-beater, Lounger, Idler. Uno de sus espa-
cios preferidos es Burlington Arcade:
“El pasaje cubierto a través del que emprende el viaje por tierra de Burling-
ton Gardens a Picadilly abunda en objetos de diversión para el paseante que,
en términos de felicidad asequible, se convierte en una perfecta Burlington
Arcadia. Puede pasar en él una tarde entera, con el adicional y confortable
sentimiento de seguridad frente a cualquier aguacero inesperado.” (Smith,
1848: 20; [2007: 224-225]).
Regent Street es otro de sus espacios preferidos: “Los placeres del pa-
seante de Regent Street se obtienen con un muy escaso desembolso de
dinero. Ama los escaparates, los considera exhibiciones gratuitas de artícu-
los curiosos” (Smith, 1848: 17; [2007: 221]). También es el caso del
Conservatorio: “la sección del Panteón que el paseante ama frecuentar,
155
próximo a las galerías.” (Smith, 1848: 32; [2007: 236]), o de Louther Ar-
cade. Absorto en los escaparates, Smith se encarga de destacar, al igual que
Huart, que el flâneur puede ser víctima de los carteristas.
El primer capítulo, utilizado como introducción, especifica que el flâneur
entiende la ciudad desde la metáfora del espectáculo, del teatro social. Las
calles de Londres son definidas como “misceláneas interminables de esce-
nas originales y llamativas, que no cuestan nada a la hora de estudiar y que
nunca aburren en su monotonía.” (Smith, 1848: 5; [2007; 209]). Se impone
el encuadre de la ciudad como mosaico, compendio o bazar de novedades:
“Adoramos las calles. […] las consideramos como exhibiciones baratas – ga-
lerías nacionales al fresco de la clase más interesante, que proporcionan
imágenes siempre cambiantes de caracteres e incidentes. Y en esta disposi-
ción perceptiva, pasearemos sobre las aceras de sus ruidosas y agitadas vías
públicas, y nos esforzaremos en hacer nuestras comparaciones a partir de la
vida diaria y de los individuos cotidianos que podamos encontrar allí” (en
cursiva en el original) (Smith, 1848: 5-6; [2007: 209-210]).
156
rate de una tienda desde el procedimiento de la puesta en abismo: como es-
pectáculo, es una reproducción en pequeño del teatro social. Este mooner es
el paseante más indolente de todos: “Pasea y se pierde, toma cuatro veces
más tiempo del generalmente asignado en recorrer cualquier distancia, ocu-
pa en tonterías el tiempo restante de una manera lamentablemente inútil, y
encuentra gran diversión en asuntos que el ocioso de Regent Street, o inclu-
so el elegante, pasarían de largo con menosprecio” (Smith, 1848: 47; [2007:
251]).
Otro subtipo es el ocioso del parque (park idler): “Los carruajes son las
grandes atracciones del ocioso; pasará hora observando la procesión, que
gira y gira como objetos sobre un mecanismo de relojería. Hay muchas va-
riedades para observar, en una agradable tarde, en Hyde Park.” (Smith,
1848: 82; [2007: 286]). Este tipo social es lo que se conoce en otros lugares
como el ocioso desocupado o musard.
También ‘existe’ el ocioso del teatro (theatrical idler), “que no presta
mucha atención al escenario, sino que constantemente barre la sala con sus
gemelos.” (Smith, 1848: 89; [2007: 293]). Además, pasea por todo el teatro
y conversa con todo el mundo. Recordemos que una de las ilustraciones de
la Fisiología del flâneur, de Louis Huart, 1841, presenta al flâneur con unos
binóculos en el patio de butacas.
Tipos sociales del costumbrismo internacional que guardan algunas simi-
litudes con el flâneur son el pueblerino y el chico de la calle. Smith dedica
dos capítulos al pueblerino que visita Londres: “Aunque el visitante es pro-
vinciano por nacimiento, incluso clasifica como ocioso londinense desde el
momento en que llega a la ciudad” (Smith, 1848: 93; [2007: 297]), ya que,
sin ocupación, ni rumbo fijo, se dedica a recorrer con curiosidad el teatro
social londinense. No familiarizado con la urbe, “el visitante gasta medio
día perdiéndose en un laberinto de patios y callejones.” (Smith, 1848: 97;
[2007: 301]). Además, el visitante que llega a la ciudad es quien sostiene
económicamente las exhibiciones de la cultura de masas de la época, ya que
los propios urbanitas se encuentran demasiado atareados como para visitar
estos espectáculos. Esta es la diferencia principal entre los transeúntes de
trayectoria utilitaria y los ociosos, como es el caso de los visitantes que pro-
vienen de los pueblos:
157
Ninguna sensación de fatiga le detiene. Los dioramas, cosmoramas y pano-
ramas le dan el ubicuo poder de estar en cualquier sitio del globo a la vez”
(Smith, 1848: 102-103; [2007: 306-307]).
El chico de la calle, que molesta a los transeúntes, roba alguna que otra
mercancía y realiza ocasionales mandados, es otro ocioso callejero: “Tiene
agudeza de observación, un ingenio precoz, y, sobre todo, el arte de enojar
[…] cuando paseamos por las calles, no podemos soportar los sarcasmos de
los pequeños chicos.” (Smith, 1848: 112; [2007: 316]). La Fisiología del
flâneur, de Huart, 1841, recordemos, también dedica un capítulo a esta figu-
ra, al gamin.
Contribución relevante de la misma época es, también, la serie de sketch
Travesías por Londres (Travels in London), 1847-50, protagonizados por
Spec para el periódico satírico Punch.
A mediados del siglo XIX, la mirada del flâneur costumbrista pierde vi-
gencia en toda Europa. Sucede también en Inglaterra. Por una parte, recibe
la competencia de nuevos medios de representación, como la fotografía o el
nuevo periodismo de sucesos (Brand, 1991: 54). Así, por ejemplo, acapara
la atención de la novela de folletín la ciudad como laberinto, donde el cri-
minal obtiene protección. Entra en crisis el flâneur burgués en la obra de
G.W.M. Reynolds, Los misterios de Londres (Mysteries of London), 1846,
que sigue el modelo de Los misterios de Paris, de Eugène Sue.
Las contradicciones ideológicas de la propia mirada del flâneur en el
sketch costumbrista también provocan su retirada. Brand (1991: 54-5) con-
sidera que “creaba un efecto de incongruencia derivado del hecho de que
algo que se suponía efímero y dinámico estaba siendo representado como si
fuera eterno e inmutable.” Es decir, la temporalidad narrativa se ve obligada,
en el procedimiento del sketch o escena, a representarse descriptivamente
(aunque el objeto de atención fuera el mismo cambio social). Esta mirada
fija no se podría sostener por mucho tiempo en un entorno cada vez más
cambiante.
A mediados del siglo XIX aparece el declive de la literatura periodística
que utiliza las convenciones del flâneur (Brand, 1991: 45). El callejeo queda
incorporado en la novela realista. Así, por ejemplo, John Rignall (1992), en
Realist fiction and the strolling spectator, ha investigado la flanerie en
Bleak House (Dickens), Middlemarch y Daniel Deronda (George Elliot),
Los embajadores (Henry James), El buen soldado (Ford Madox Ford) y El
agente secreto (Joseph Conrad) y Ulisses, de James Joyce.
158
4. Nacimiento y desarrollo del flâneur costumbrista en el periodismo y
la literatura de Estados Unidos
Junto con las tendencias antiurbanas que se dan en la cultura política es-
tadounidense de finales del XVIII y comienzos del XIX (por ejemplo, las
Notas sobre Virginia, de Jefferson), que Brand (1991: 65) considera sobre-
dimensionadas, también se desarrollan tendencias orientadas a la promoción
de la cultura urbana, el comercio y la industria. En la prensa estadounidense
de la primera mitad del siglo XIX se desarrolla el género de las escenas cos-
tumbristas, al igual que en Europa Occidental. Como modelo para este
periodismo, el sketch inglés se encontraba ampliamente disponible en Esta-
dos Unidos (Brand, 1991: 66). Son numerosos los escritores y los periódicos
que escribieron e incorporaron sketch desde el punto de vista enunciativo
del flâneur. Al igual que en Alemania, los primeros son relatos de viajes
escritos desde París y Londres, ciudades que salían ganando al quedar com-
paradas con las americanas en términos de acceso a los espectáculos
públicos (Brand, 1991: 66-7). Una de estas contribuciones es El libro de
escenas de Geoffrey Crayon (The Sketchbook of Geoffrey Caryon), 1820, de
Washington Irving, que incluye algunos textos escritos en Londres desde las
convenciones costumbristas. El flâneur comparte con el viajero estadouni-
dense en Europa su observación imparcial, ya que este último interpreta un
espacio en el que no participa (Brand, 1991: 67).
También deben mencionarse los numerosos sketches de Nathaniel Parker
Willis escritos desde Londres (entre 1834 y 1835). No añaden nada a la tra-
dición del flâneur inglés, más allá de apelar a un lector implícito
estadounidense, que probablemente no ha cruzado el Atlántico, mediante el
elogio de las ciudades europeas (Brand, 1991: 68-9). Décadas más tarde, los
cronistas del modernismo latinoamericano también se convertirán en guías o
vitrinas para sus lectores.
Deben mencionarse los aportes de numerosos escritores que contribuye-
ron para el Knickerbocker en las décadas de 1830 y 1840, entre ellos Pierre
Ellis. Esta revista comenzó a publicar sketches sobre Nueva York con las
convenciones clásicas de la flanerie, desde la invocación a Asmodeo hasta
la comparación de la ciudad con un panorama (Brand, 1991: 70-71). En esta
revista se puede trazar la aclimatación del flâneur al suelo estadounidense,
ya que si bien antes de 1835 casi todos los sketches se sitúan en París y en
Londres, a partir de este año comienza a dominar Nueva York como espacio
de representación (Brand, 1991: 71).
En las dos siguientes décadas, 1840-1860, proliferaron las publicaciones
que incorporaron la mirada del flâneur en sus sketches: revistas como Arctu-
159
rus, Broadway Journal, Putnam’s Monthly Magazine, Dollar Magazine,
Home Journal o Aurora, o periódicos como Mirror o Tribune (Brand, 1991:
74). Sobresale, particularmente en la década de 1840 George G. Foster, con
compilaciones como Nueva York en fragmentos: por un experimentado es-
cultor (New York in Slices: By an Experienced Carver), 1849, Nueva York
al desnudo (New York Naked), sin fecha, y Nueva York a la luz del gas con
rayos solares por aquí y allá (New York by Gaslight with Here and There a
Streak of Sunshine), 1850. Este último título remite a una convención muy
típica de la flanerie costumbrista, la domesticación del espacio amenazante
nocturno mediante los avances de la iluminación pública, hasta convertir la
calle en un lugar tan seguro como el interior hogareño burgués.
En las revistas mencionadas, los sketches son comparados constante-
mente con los panoramas, los dioramas y los daguerrotipos, mientras que los
espacios predilectos descritos pertenecen a la cultura de la exhibición, al
consumo visual, que compendian la diversidad de la cultura urbana neoyor-
kina (el P.T. Barnum American Museum o, posteriormente, el Crystal
Palace), ya considerada a la par de la parisina o de la londinense (Brand,
1991: 74-76). Es decir, a medida que se urbaniza Estados Unidos, surge el
flâneur estadounidense como símbolo de este proceso.
160
declaró Benjamin (2007: 445 [M 13 a, 2]): “La figura del detective se halla
preformada en la del flâneur.” (en cursiva en el original).
En su disposición espectatorial y en su separación física de la escena ob-
servada, Gunning (1997: 57) relaciona la actividad perceptiva del narrador
de este cuento con el desempeño del espectador cinematográfico. Su aten-
ción se concentra en el espectáculo de la calle, en un proceso semejante al
del público en la sala de cine: “Terminé por despreocuparme de lo que ocur-
ría adentro y me absorbí en la contemplación de la escena exterior.” (Poe,
1969: 180). El espectador, en una sala de cine, adopta la misma disposición
perceptiva contemplativa. Werner (2004: 137) destaca que, a medida que
desarrolla su descripción de los tipos sociales, el narrador del cuento de Poe
se refiere a su compromiso visual organizado por la entrega, el abandono.
Gunning (1997: 25) incluso considera que este cuento ofrece modelos para
emprender una investigación arqueológica del espectador cinematográfico.
De hecho, se trata de la misma mirada del niño, del convaleciente, embria-
gada, de apertura perceptiva, de la que habla Baudelaire en El pintor de la
vida moderna.
Bajo esta disposición, el narrador construye retratos fisiológicos de los
transeúntes: “[A]unque la rapidez con que aquel mundo pasaba delante de la
ventana me impedía lanzar más de una ojeada a cada rostro, me pareció que,
en mi singular disposición de ánimo, era capaz de leer la historia de muchos
años en el breve intervalo de una mirada.” (Poe, 1969: 183). No importa que
el narrador se encuentre sentado en un café. Es un flâneur que realizaría la
misma actividad interpretativa en medio de la multitud, en una transitada
calle. A partir de índices físicos (significantes como la vestimenta, el porte,
el gesto o la corporalidad), determina los significados de los transeúntes: la
profesión, el status social y la psicología. Emprende una tarea de reconoci-
miento, de confirmación, típica del fisiólogo y del razonamiento deductivo:
“El grupo de los amanuenses era muy evidente, y en él discerní dos notables
divisiones. […] La división formada por los empleados superiores de las
firmas sólidas, los ‘viejos tranquilos’, era inconfundible. […] Había aquí y
allá numerosos individuos de brillante apariencia, que fácilmente reconocí
como pertenecientes a esa especie de los carteristas elegantes que infesta to-
das las grandes ciudades.” (Poe, 1969: 181).
161
de algunos transeúntes y poner en marcha su programa interpretativo. Su
seguridad epistemológica es elevada (Brand, 1991: 81). Sin embargo, la
racionalidad que esgrime el narrador en su lectura de la multitud se va di-
luyendo hacia una relación más emotiva con esta última, a medida que se
acerca la noche y los tipos sociales van descendiendo en la escala social,
cada vez más marginales.
De pronto, aparece un anciano al que no puede clasificar y que desarrolla
una visualidad compulsiva: tiene ansiedad de verlo todo. ¿Cómo reacciona
el narrador ante la imposibilidad de establecer la pertenencia del anciano a
algún tipo social identificable? Siguiéndolo. Señala Brand (1991: 83) que
“[e]l hecho de que no puede formar un análisis coherente del rostro del an-
ciano le puede sugerir al narrador que es inadecuado a su sistema
interpretativo.” Por lo tanto, trata de eliminar esta brecha interpretativa al
perseguirlo y ubicarle en alguna categoría social (clasista, por ejemplo, al
entrar en una vivienda o en algún tipo de espectáculo).
El narrador sigue al anciano por las calles de Londres durante 24 horas.
Pasa a asumir la disposición y el razonamiento abductivo –conjeturas- del
detective, en lugar de aplicar la lectura deductiva del retrato fisiológico con
los transeúntes, típica del flâneur. Por este motivo, Benjamin (1998: 63)
considera este cuento “como la radiografía de una historia detectivesca”. En
este mismo sentido deben interpretarse otros enunciados suyos: “El conteni-
do social originario de las historias de detectivescas es la difuminación de
las huellas de cada uno en la multitud de la gran ciudad” (Benjamin, 1972:
58) y “Cualquiera que sea la huella que el « flâneur » persiga, le conducirá a
un crimen.” (Benjamin, 1972: 58). Cuando la metrópoli se ha hecho tan ina-
barcable que la mirada del flâneur no la puede controlar o hacer legible en
un simple golpe de vista, surge en estas condiciones sociales el relato detec-
tivesco, la necesidad de resolver el misterio de la Otredad urbana.
Cronológicamente hablando, El hombre de la multitud fue escrito por Poe
poco antes de Los crímenes de la calle Morgue, el inicio del moderno relato
de detectives.
¿Cuáles son los motivos de la persecución? Brand (1991: 83-4) señala
dos: el deseo del narrador, primero, de cerrar las fisuras del sistema episte-
mológico que había aplicado hasta entonces, expuestas al aparecer el
anciano, y segundo, su deseo de resolver las causas de la fascinación que
ejerce sobre él. Pero previamente, recordemos, antes de la aparición del an-
ciano, la multitud ya venía ejerciendo un hechizo cada vez mayor sobre el
narrador.
El hombre al que sigue el narrador es un badaud, representante por anto-
nomía de la multitud, incapaz de racionalizar sus vivencias urbanas. Creo
162
que Brand (1991; 84) acierta al explicar el comportamiento del anciano
cuando destaca que “su mente ha perdido la habilidad para producir expe-
riencias de forma sintética.” Es un mirón sin capacidad para interpretar los
signos urbanos. Adopta una actividad observadora repetitiva, compulsiva,
con la finalidad de evitar la vacuidad del tedio urbano. En una plaza rebo-
sante de vida, “luego de completar la vuelta a la plaza, volvía sobre sus
pasos. Y mucho más me asombró verlo repetir varias veces el mismo cami-
no.” (Poe, 1969:185). En una feria ofrece este mismo interés momentáneo
por la novedad, por los espacios llenos de gente: “Entró de tienda en tienda,
sin informarse de nada, sin decir palabra y mirando las mercancías con ojos
ausentes y extraviados.” (Poe, 1969:185). Esta es una actitud típica del ba-
daud como consumidor visual del bazar de novedades metafórico de los
distritos comerciales de una ciudad. Cuando camina por espacios vacíos, se
intranquiliza y recupera la serenidad embotada del badaud al llegar a espa-
cios ocupados por multitudes. Frente a esta interpretación, mayoritaria entre
los críticos, Werner (2004: 142), sin embargo, discrepa: no realiza una apre-
ciación estética fascinada de los estímulos urbanos, sino que es un
expatriado del núcleo social. Es decir, es un vagabundo que oculta una vida
misteriosa e, incluso, un criminal (se vislumbra una daga bajo sus ropas).
El flâneur (por lo general identificado con la actitud analítica del intelec-
tual) puede devenir en badaud (el ciudadano que consume acríticamente los
signos de la ciudad). El primero puede sufrir progresivamente el contagio,
uno de los términos clave en la sociología de las multitudes, de los atributos
del segundo (su visualidad compulsiva y emotiva, sobre todo, orientada ha-
cia la cultura de la distracción). Gunning (1997: 26) llega a la conclusión de
que este cuento demuestra lo inestable del distanciamiento del flâneur en un
entorno urbano que le incita cada vez más, conforme en las ciudades se
acrecientan los estímulos visuales, a asumir la mirada fascinada del badaud.
En la misma línea interpretativa, Parsons (2000: 24), considera que en este
relato se borran las distinciones entre el observador y el objeto observado,
entre el individuo y la multitud. Rignall (1992: 14) propone que los límites
de la mirada del narrador es el tema central de este cuento, que problemati-
za, en suma, la representación mimética o realista de la realidad. En la
ciudad podemos pasar paulatinamente del distanciamiento analítico crítico a
la fascinación participativa, comportamiento que, recordemos, generalmente
la sociología de las multitudes le ha atribuido a esta última entidad (a la
multitud). Brand (1991: 82-5) afirma que la fe y los esfuerzos del narrador
por asignar coherencia a sus observaciones quedan socavados al adoptar una
fascinación cada vez más obsesiva hacia el ambiente urbano; destaca la pau-
latina identificación que se produce entre el narrador y el anciano, la
163
posibilidad latente de la disgregación de la individualidad del narrador. La
interpretación del flâneur puede “representar una forma de diversión más
sofisticada que los placeres buscados por el anciano, pero no son más que
diversión. Poe sugiere que el flâneur, al igual que el badaud, busca, en una
multitud de iguales, nada más que un espectáculo estimulante que alivie su
aburrimiento.” (en cursiva en el original) (Brand, 1991: 85)
El badaud se puede interpretar como doble del narrador. Cuenta con una
personalidad semejante en un cuerpo diferente. El flâneur no toma concien-
cia del hecho de que ha terminado por asumir, al perseguir al badaud, su
misma disposición perceptiva receptiva y compulsiva ante la realidad urba-
na. Cuando, al término de la persecución, decide enfrentarle y mirarle a la
cara, es como si se observara en un espejo: “enfrenté al errabundo y me de-
tuve, mirándolo fijamente en la cara. Sin reparar en mí, reanudó su solemne
paseo, mientras yo, cesando de perseguirlo, me quedaba sumido en su con-
templación.” (Poe, 1969: 187). Se refuerza la interpretación del badaud
como doble del flâneur cuando Byer (1986: 223) propone que el narrador es
tan enigmático como el anciano: no conocemos los motivos de su compor-
tamiento. La disposición receptiva de apertura a los estímulos del
espectáculo urbano, presente tanto en el hombre de la multitud como en el
narrador, ya se establecía implícitamente desde el inicio del relato: “Des-
pués de varios meses de enfermedad, me sentía convaleciente y con el
retorno de mis fuerzas, notaba esa agradable disposición que es el reverso
exacto del ennui; disposición llena de apetencia, en la que se desvanecen los
vapores de la visión interior […] y el intelecto electrizado sobrepasa su nivel
cotidiano […] Sentía un interés sereno, pero inquisitivo, hacia todo lo que
me rodeaba.” (Poe, 1969: 179). Es la misma predisposición de apertura per-
ceptiva e interpretativa del espectador ante la pantalla cinematográfica, la
del comprador ante las mercancías, y del badaud ante el espectáculo calleje-
ro:
164
presentante de la multitud, entidad que nunca podrá ser conocida y analizada
al cien por ciento por la sociología y por las formaciones sociales disciplina-
rias de la modernidad. De ahí que el narrador concluya: “Este viejo – dije
por fin – representa el arquetipo y el género del profundo crimen. Se niega a
estar sólo. Es el hombre de la multitud. Sería vano seguirlo, pues nada más
aprenderé sobre él y sus acciones.” (Poe, 1969: 188). Es decir, por más que
se intente, siempre será imposible definir y perfilar completamente la enti-
dad maleable y difusa de la multitud. Es una entidad, finalmente, ilegible.
De acuerdo con esta lectura, Mazurek (1979: 25) considera uno de los nive-
les de análisis del cuento la ilegibilidad del narrador a la hora de interpretar
la urbe. Además, el final establece una relación directa entre la criminalidad
y la multitud, si consideramos al anciano como eximio representante de esta
última. El narrador afirma que ‘este viejo representa el arquetipo y el género
del profundo crimen’. Como recuerda Mattelart (1995: 291), la psicología
de las masas considera a la multitud como una entidad proclive para el com-
portamiento criminal.
165
tomar la decisión de abandonar su hogar. Considera que, en el marco de la
visión tradicionalista de este autor, este cuento tematiza los efectos psicoló-
gicos negativos de la modernidad urbana sobre el urbanita: “Lo que
Wakefield presenta, entonces, es una poderosa crítica a la gran metrópolis,
en cuanto puede crear un clima moral adverso a la autodefinición del indivi-
duo, a la cohesión familiar y al desarrollo de una conciencia colectiva.”
(Gatta, 1977: 169-170). Este cuento pertenece a la literatura antiurbana esta-
dounidense, que será desarrollada, en este país, por otros autores, como
Henry David Thoreau.
166
“[l]a emoción que Whitman experimenta y que Barthes describe como ‘el
éxtasis fotográfico’ se relaciona claramente con una emoción que […] se
vuelve importante en la tradición de la escritura del flâneur poco antes de la
invención de la fotografía, y en unión con el desarrollo de la cultura de los
panoramas. [Esta experiencia] es análoga a la captura del carácter efímero de
la multitud, parte del efecto fenomenológico de ver una imagen panorámica
detenida.”
167
Capítulo 5.
La flaneuse en la historia de la cultura occidental
40
Esta situación la destaca, por ejemplo, Friedberg (1993: 9).
169
que no podía existir en el marco de las divisiones sexuales operadas en el
siglo XIX entre las esferas públicas y privada: “la vida solitaria e indepen-
diente del flâneur no se encontraba disponible para las mujeres.” (en cursiva
en el original). Wolff (1985: 44). Negó la existencia de la flaneuse (definida
según los parámetros del flâneur, como mujer burguesa o pequeño-burguesa
que callejea libre sin propósito definido y sin ser objeto de observación).
Sólo respaldó el acceso marginal de las mujeres al espacio público en el
siglo XIX, en modalidades excéntricas o ilegales de relación con los hom-
bres, “es decir, en el rol de la prostituta, la viuda o la víctima de un
asesinato.” (Wolff, 1985: 44). En esta afirmación se omite, es obvio, a la
mujer de la clase baja.
Algunos años después de su ensayo, Wolff (1994), al investigar el am-
biente artístico de París en 1900, aunque rechazó la consideración
dicotómica de la teoría de las esferas separadas (espacio público, masculino;
espacio privado, femenino) y aceptó la posibilidad de ciertas negociaciones
y transgresiones, consideró que la flanerie seguía siendo, en el fin de siglo,
una práctica básicamente masculina: por ejemplo, el poeta Rilke obtuvo
acceso al estudio de Rodin y a la calle, mientras que la pintora Gwen John
no disfrutó de esta prerrogativa (quedó relegada de la vida artística de esta
metrópoli). Consideró que la teoría sociológica de las esferas separadas,
aunque simplifica la experiencia histórica sobre el acceso de hombres y mu-
jeres al espacio público, siguió siendo el modelo ‘dominante’ en el siglo
XIX y a inicios del XX. Wolff (1994: 118-119) expone este criterio al seña-
lar que, aunque los hombres también habitaron la privacidad del hogar y las
mujeres obreras atravesaban la esfera pública laboral y la calle y el gran
almacén proporcionó un respetable espacio público (junto al parque y el
teatro) para la mujer de clase media, predominó en la experiencia femenina
promedio la ideología de las esferas separadas, que funcionaba para hacer
invisibles y no respetables a las mujeres que transitaran solas por la calle.
La progresiva aceptación de la flaneuse como figura histórica reconoci-
ble, así como metáfora conceptual que permite a la científicos sociales
comprender los determinantes ideológicos del acceso de la mujer a los espa-
cios públicos, está acompañada del resquebrajamiento paulatino de las
sólidas fronteras del modelo patriarcal de la división sexual entre la esfera
pública masculina y la privada femenina41. En todo caso, no todas las críti-
41
Wilson (1992: 98), en su crítica a este modelo, clásico en las ciencias sociales en el siglo
XX, precisa que la esfera privada también ha sido un dominio masculino, organizado para
el descanso y la recreación del hombre, y que la casa burguesa no siempre ha sido un lugar
170
cas feministas que han reconsiderado este modelo han respaldado la existen-
cia histórica de la flaneuse. Elisabeth Wilson la negó, al considerar que su
contrapartida masculina, el flâneur, en lugar de ser un sujeto histórico, debe
entenderse más bien como una categoría conceptual. Nunca podría existir un
flâneur femenino porque
“el flâneur en sí mismo nunca existió, al no ser nada más que la manifesta-
ción de la excepcional mezcla de excitación, tedio y horror experimentado
por muchas personas en las nuevas metrópolis, y los efectos disgregadores
de estos procesos en la identidad masculina. […] Es una figura que debe ser
reconstruida. Es una proyección fluctuante de la angustia del poder burgués
masculino, más que la sólida materialización de este último.” (en cursiva en
el original) (Wilson, 1992: 109).
Para Wilson, el flâneur nace en el siglo XIX como metáfora que permitió
a la ideología patriarcal domesticar la ansiedad que los hombres burgueses
experimentaron ante los procesos culturales de la modernidad, entre ellos la
mercantilización y la erotización del espacio público urbano. El deambular
del flâneur y su promoción en las representaciones culturales fue una táctica
que tuvo el hombre burgués para comprender (hacer legible) y ‘familiarizar-
se’ con un espacio urbano que se estaba convirtiendo en ajeno, ominoso.
En los últimos años, Wolff (2006: 22-24) ha modificado parcialmente su
propuesta y ha precisado que la invisibilidad de la mujer en los espacios
públicos de la modernidad no tiene que ver con su ausencia ‘real’, con su
experiencia cotidiana; más bien, esta exclusión es producto de un discurso
sobre la modernidad legitimado por las ciencias sociales que, al centrarse y
el espacio urbano y en la figura del flâneur, ha instituido una comprensión
sesgada de este último; así, se han orientado tradicionalmente hacia las ex-
periencias y los papeles de los hombres, frente a los protagonizados por las
mujeres. D’Souza y McDonough (2006: 2-5) destacan que el ‘ataque’ de
Wolff en su ensayo de 1985 se dirigió a una tendencia sociológica (repre-
sentada por Baudelaire, Simmel, Benjamin, Berman) que ha definido la
modernidad en términos de espacio público y prácticas masculinas (espacio
laboral, ocio masculino), y ha silenciado por décadas el tema de la estructu-
ración de las esferas pública y privada a partir del género (y la importancia
de la esfera del ‘hogar’ en la reproducción social). De la legitimación de
cada una de estas esferas resultó la creación de propuestas teóricas que le
seguro para todas las mujeres, como sucedía en el caso de las empleadas domésticas que
sufrían acoso sexual del marido burgués.
171
asignaron valencia positiva o negativa. Así, hablamos de una sociología que
situó la ‘cotidianeidad’ en espacios públicos (no en los privados) caracteri-
zados por lo contingente, y que tuvo al flâneur como su principal héroe.
A partir del camino iniciado por Wolff, las teorías visuales sobre la mira-
da móvil urbana han considerado el determinante del género. Un análisis de
gran influencia en la crítica literaria y artística feminista fue emprendido por
Griselda Pollock (1988), quien en Vision and difference. Femininity, femi-
nism and histories of art investigó las posibilidades que la sociedad
burguesa francesa decimonónica ofreció a las pintoras impresionistas (Ber-
the Morisot, Mary Cassat, entre otras) para que desarrollaran una flanerie
urbana en las mismas condiciones que la emprendida por los pintores impre-
sionistas, algunos de ellos reconocidos como flâneurs. Su conclusión es
negativa: mientras los pintores tuvieron mayor libertad de movimiento para
acceder a ciertos espacios sociales considerados como paradigmáticos de la
modernidad cultural, las pintoras vieron restringido su acceso. Pollock de-
mostró que la cultura patriarcal burguesa impidió a las pintoras
impresionistas convertirse en flaneuses, y que este determinante ideológico
incidió en la elección y la mirada adoptada en la representación de los espa-
cios: mientras que las alcobas, las salas de visitas, los balcones, los teatros y
los parques son espacios compartidos tanto por los pintores como por las
pintoras impresionistas, en cambio, los bastidores de los teatros, los cafés,
los folies y los prostíbulos constituyeron espacios de representación exclusi-
va de los primeros. De la misma manera que el ensayo de Wolff representó
una crítica a la definición tradicional de la modernidad como espacio exclu-
sivamente público y masculino, el ensayo de Pollock, a su vez, supuso una
crítica a la historia del arte que se venía planteando hasta entonces, sobre
todo a la propuesta de T.J.Clark, expuesta en su libro La pintura de la vida
moderna: Paris en el arte de Manet y sus seguidores. Clark, al enfocarse en
la representación de los espacios del ocio y el consumo por los pintores im-
presionistas, obvió la importancia que tenían las relaciones de género en
estas prácticas sociales, como se encargan de recordar D’Souza y McDo-
nough (2006: 5).
La investigación de Pollock también fue importante para la historia del
arte al plantear una interpretación de los textos pictóricos desde el género:
los espacios públicos representados por los pintores impresionistas eran lu-
gares de diversión masculinos a los que las mujeres tenían acceso, más que
todo, en términos mercantiles, ya sea como empleadas de estos estableci-
mientos o como prostitutas (Pollock: 1988: 54). Su investigación llegó a las
mismas conclusiones que el ensayo inicial de Wolff: también en la produc-
ción artística decimonónica es clara la división entre las esferas pública y
172
privada, aunque este punto de vista ha quedado ‘suavizado’ en los últimos
años en la historia del arte.
173
Imágenes 5-10. Solicitación del intercambio erótico: fotogramas de Berlín, una sinfonía
de la gran ciudad, 1927. Director: Walter Ruttmann.
174
prostitución era la versión femenina de la flanerie. […] el flâneur era sim-
plemente el nombre de un hombre que paseaba; pero todas las mujeres que
paseaban se arriesgaban a ser consideradas prostitutas.” (Morrs, 1986: 119).
Abundan las representaciones de la prostituta desde esta mirada del escritor
paseante. Casos procedentes del modernismo latinoamericano los tenemos
en la sección Las sombras de la noche de la crónica La Avenida de Mayo, de
Enrique Gómez Carrillo, el poema Luna ciudadana, de Leopoldo Lugones,
o el poema en prosa En el tranvía, de Julián del Casal42.
Identificar la prostituta se hace más difícil en las escenas callejeras de los
documentales urbanos, ya que la cámara, que utiliza la focalización externa,
no puede representar el encuentro intersubjetivo erótico desde el punto de
vista de sus protagonistas. Un ejemplo lo ofrece Berlín, sinfonía de una
gran ciudad, 1927, de Walter Ruttmann (Imágenes 5-10). Una mujer camina
con cierto ‘desenfado’ o ‘coquetería’ (movimiento de brazos, piernas) y al
doblar la esquina de una tienda su mirada parece encontrarse con la de un
transeúnte. Este último se detiene ante uno de los escaparates de la tienda, y
mientras toma un cigarrillo, su mirada parece cruzarse – aunque está de es-
paldas – con la de la mujer, que le observa desde el otro escaparate.
Seguidamente, el hombre deshace el camino andado para cruzar nuevamente
la esquina y encontrarse nuevamente con la mujer43.
La mujer es objeto de la mirada ansiosa de la ideología patriarcal en Fe-
rragus, jefe de los devorantes, 1833, de Balzac. El narrador nos ofrece
incluso las conjeturas que un prototípico observador masculino, imbuido de
la moral burguesa, establecería en el caso de llegar a escrutar la llegada de
una mujer burguesa a calles y casas ajenas a las frecuentadas por el ‘mundo’
respetable’:
“Sí, existen calles o finales de calle y ciertas casas desconocidas para la ma-
yor parte de las personas del gran mundo por las que una mujer elegante no
sabría ir sin que pensasen de ella las cosas más mortificantes. Si esa mujer es
rica, si tiene coche, si va a pie o disfrazada por algunos de esos desfiladeros
del París parisiense, compromete su reputación de mujer honrada. Pero si por
casualidad penetra en ella a las nueve de la noche, las conjeturas que un ob-
servador puede permitirse pasan a ser asombrosas por sus consecuencias. En
fin, si esa mujer es joven y bonita, si entra en alguna casa de una de estas ca-
42
Las relaciones entre los papeles de la prostituta y la flaneuse han sido investigadas por
Edwards (2008: 117-129) en su análisis de The Country Diary of an Edwardian Lady,
1906, de Edith Holden, y su adaptación televisiva, realizada en 1984 por Elaine Feinstein.
43
Gleber (1999: 182-3) considera que esta situación está cargada de ambigüedad y no per-
mite ofrecer ninguna interpretación concluyente.
175
lles, si la casa tiene un pasillo largo y sombrío, húmedo y hediondo, si en el
fondo del pasillo titila el pálido resplandor de un quinqué y en este resplan-
dor se dibuja la horrible cara de un vieja con descarnados dedos, la verdad,
digámoslo en interés de las mujeres jóvenes y guapas, esta mujer está perdi-
da, se halla a merced de cualquier conocido que la encuentre en estos
lodazales parisienses” (Balzac, 1945a: 11).
“[E]l flâneur femenino, la flaneuse, no fue posible hasta que se encontró li-
bre para deambular en la ciudad bajo su propia voluntad. Y esto debía
equipararse al privilegio de comprar bajo su propia voluntad. El desarrollo
del consumo a finales del siglo XIX como actividad de ocio socialmente
aceptable para las mujeres burguesas […] impulsó a las mujeres a deambular
sin escolta.” (1993: 36).
176
finida por transitar sola en la calle, al dirigirse a los grandes almacenes y al
deambular en estos últimos: “Los grandes almacenes pueden haber sido,
como dijo Benjamin, el último golpe del flâneur, pero fue el primero de la
flaneuse” (en cursiva en el original) (Friedberg, 1993: 37). Esta movilidad
hacia y en los espacios comerciales de los grandes almacenes queda repre-
sentada en la novela de Émile Zola, La felicidad de las damas (A Bonheur
des Dames)44, 1883. Asimismo, en el mall, a inicios del siglo XXI, según
Friedberg (1991: 424), la flaneuse ha encontrado un espacio para emprender
una mirada móvil que le otorga poder. Por su parte, Prendergast (1992: 124)
también considera que la actividad de observar escaparates permite identifi-
carla. Recordemos que esta última actividad también representó uno de los
comportamientos definitorios del flâneur histórico, en las décadas de 1830 y
1840. Wilson (1992: 101), sin llegar a etiquetar esta experiencia como fla-
nerie femenina, habla de los placeres que llegó a proporcionar: “Aunque se
podría argumentar que la compra fue para muchas mujeres – quizás la ma-
yoría – una forma de trabajo, más que de placer, al menos para las mujeres
ociosas proporcionó placeres como mirar, socializar o simplemente deambu-
lar”.
En contra de estas propuestas, que permiten ver en la compradora a una
flaneuse, Wolff (1994: 125) consideró, en los años noventa, que
44
En otra novela de Zola, Nana, tenemos un caso de flanerie femenina en un pasaje, y ya
no en un gran almacén, pero recordemos que la protagonista no es una mujer burguesa o
pequeño burguesa, fiscalizada por caminar sola: “Naná adoraba el pasaje de los Panoramas.
Era una pasión que, desde sus tiernos años, conservaba por el oropel de los artículos de
París, las joyas falsas, el zinc sobredorado, el cartón imitando cuero. Cuando pasaba por
allí, no podía despegarse de los escaparates, como en la época en que arrastraba sus chan-
clas de pilluela, extasiándose ante los bombones de los chocolatero, oyendo tocar el
organillo de una tienda vecina…” (Zola, 1988: 186-187).
177
objetivos en su callejeo y la reflexividad de la mirada (su carácter analítico),
mientras que el gran almacén es un espacio cerrado y delimitado y la com-
pra es una actividad con un propósito concreto; también considera que el
cine difícilmente puede ser entendido como espacio público y que la mirada
‘virtualmente’ móvil de la espectadora, fija como está en su butaca, no se
puede equiparar a la del callejeo urbano. Considero que Wolff se basa en
una definición bastante restrictiva de la flanerie. Nosotros manejamos una
definición más amplia: es un paseo reflexivo, tenga o no objetivo predefini-
do, que en parte del trayecto se realiza en espacios interiores.
Al igual que Wolff, otras investigadoras niegan la propuesta de la com-
pradora como condición para el nacimiento de la flaneuse, al destacar que es
una conducta donde está ausente la mirada intelectual o artística. El almacén
de novedades altera la flanerie más allá de su reconocimiento, cuando expli-
ca Ferguson (1994: 35a) que “la reconstrucción del flâneur como
consumidor y la redefinición de la flanerie como consumo, de hecho acaba
con la asociación del flâneur con la creatividad.” (en cursiva en el original).
Sin embargo, debe recordarse que la asociación entre la flanerie y la creati-
vidad artística sólo forma parte de ciertas tradiciones estéticas
(costumbrismo, Baudelaire) de esta práctica urbana. Ferguson (1994b: 35)
también considera que, sea consumidor o consumidora, el deseo por la mer-
cancía elimina el distanciamiento crítico: “Al eliminar la distancia entre el
individuo y la mercancía, la feminización de la flanerie la redefine hasta
excluir su existencia. La mirada desapasionada del flâneur se disipa bajo la
presión del compromiso apasionado del comprador.” (en cursiva en el origi-
nal). En la misma línea, Gunning (1997: 42) afirma que el deseo visual que
asume la flaneuse como compradora la relaciona más con el mirón o ba-
daud, que se sumerge en lo que observa, que con la mirada distanciada del
flâneur.
Sin embargo, para refutar estas propuestas, también debe recordarse que
la compra es una actividad cognitiva y que la disolución de la distancia del
flâneur en la mirada seducida del badaud es uno de los procesos dialécticos
a los que el primero puede quedar abocado. Considero que la flanerie no
desaparece en el espacio comercial; simplemente se transforma. Se callejea
o se deambula en el espacio comercial para comprar. Y esta última acción
puede llegar a ser una compleja actividad analítica. Muchos críticos no con-
sideran el papel interpretativamente productivo (decisión de comprar, por
ejemplo) que el acto del consumo visual puede desencadenar.
Además, al igual que la mujer, el hombre también quedó seducido por el
fetichismo de la mercancía y, ¿quién negará que el consumo visual del
flâneur en los escaparates de los pasajes no pudiera terminar en el acto de
178
compra? Wilson (1992: 101) nos recuerda que el acto de compra o el con-
sumo de escaparates siempre fue un elemento identitario en su definición.
Y, si es un rasgo definitorio de este tipo social, ¿por qué no lo puede ser de
la flaneuse? Por lo general se ha ocultado el poder de atracción que han te-
nido los grandes almacenes para los hombres. Dos casos nos hablan de esta
seducción: Gómez Carrillo (la sección El palacio de las tentaciones, de la
crónica Florida la bien nombrada, del volumen El Encanto de Buenos Ai-
res) y Julián del Casal (Álbum de la ciudad. El Fénix).
En cambio, esta misma actividad, deambular en los espacios comerciales,
cuando ha sido emprendida por la mujer, ha sido considerada como proble-
mática a la hora de definir a la flaneuse. Ya se ha dicho que dos razones
parecen motivar, para Wolff, la exclusión de la mujer de la flanerie: el espa-
cio totalmente cerrado de la tienda de departamentos y la existencia de un
objetivo final, el acto de compra. Olvida, por lo demás, que el flâneur tam-
bién ha ejercido su indolencia en espacios ‘interiores’ (teatros, cafés,
pasajes) y que, ‘a pesar de’ ser hombre, es un potencial consumidor. Ade-
más, la consumidora, antes del acto de compra, ha debido deambular por la
ciudad (si es que no ha llegado al comercio en un medio de transporte), an-
tes de desplazarse por los pasillos de la tienda de departamentos, una
modalidad más de actividad peripatética. Por lo tanto, ha ejercido previa-
mente una flanerie callejera y la emprenderá seguidamente en un espacio
interior.
179
ban encuestas en los vecindarios transitaban en los espacios públicos britá-
nicos a finales del siglo XIX y comienzos del XX sin compañía de ningún
hombre (Walkowitz, 1995). En algunas ocasiones, prepararon excelentes
documentos sobre la condición social y laboral de la mujer británica45.
Schor (1992: 216) llama la atención sobre la existencia de conductoras de
carruajes (transporte público) en el París fin de siglo, protagonistas de diver-
sas series de tarjetas postales muy populares en la época. Wilson (1992:
100-101) habla del surgimiento de nuevos espacios sociales en el Londres
de finales del siglo XIX, en particular los establecimientos de comidas para
las mujeres ocupadas en el sector terciario (white-collar), o los espacios de
descanso en los grandes almacenes, que transformaron la experiencia de la
vida pública de las mujeres de clase media y baja.
Wilson (1992: 104-105), quien sólo reivindica la flaneuse como categoría
conceptual, explica que una de sus escasas apariciones históricas en el siglo
XIX se expresó en el papel de la periodista y de la escritora; expone el caso
de George Sand y de Delphine Gay, esposa de Émile de Girardin, famoso
empresario periodístico que popularizó la prensa mediante la venta al pre-
gón en la década de 1830. Entre los casos de flaneuses periodistas también
podemos mencionar a la norteamericana Janet Grant, corresponsal en París
del New Yorker que publicó la columna quincenal ‘Paris Letter’ desde 1925
hasta 1976, año de su muerte46.
También el tiempo dedicado al ocio permitió a fines del siglo XIX e ini-
cios del XX un mayor acceso de la mujer al espacio público. Así, por
ejemplo, en la década de 1890, cuando el ciclismo se puso de moda, las mu-
jeres que lo practicaban encontraron la posibilidad de circular solas por las
calles sin recibir la sanción moral de la sociedad burguesa (Mackintosh y
Norcliffe, 2006: 17-37). Al término de la primera guerra mundial, nuevos
estratos de mujeres solteras desarrollaron en Francia sus propios circuitos
laborales y de ocio, experiencias representadas en la escritura de Colette y
Victor Margueritte; además, la imaginería y la interpelación de las revistas
galantes [gallant magazines] y los semanarios ilustrados de esta época se
estructuró “a través de la experiencia del flâneur, pero cuyo público es ahora
femenino.” (en cursiva en el original) (Rifkin, 1993: 9).
45
Epstein Nord (1995: 209) analiza los informes de las encuestas sociales Riqueza y pobre-
za (Rich and Poor), 1896, por Helen Bosanquet, Ojeadas hacia el abismo (Glimpses into
the Abyss), 1906, de Mary Higg’s, En los talleres (At the Works), 1907, de Florence Bell, y
Alrededor de una libra por semana (Pound about a Pound a Week), 1913, de Maud Pember
Reeve.
46
Su producción ha sido analizada por Parsons (2000)
180
Berlín, Sinfonía de una gran ciudad, 1927, de Walter Ruttmann, nos
ofrece imágenes de flaneuses que circulan por el espacio público sin ansie-
dad, con perfecto dominio de su papel (Imágenes 11-14). No son simples
transeúntes que transitan por la calle rápidamente para llegar a un destino
fijo, sino flaneuses que caminan indolentemente, que emprenden un escruti-
nio pausado del espacio circundante, que se detienen a conversar, que
esperan… Son flaneuses, no prostitutas: no media ninguna táctica orientada
al intercambio económico con otros transeúntes (Gleber, 1999: 182).
181
convirtió en tema que desencadenó diversas alarmas sociales en esta época.
Una película que trató el tema es Tráfico de almas (Traffic in Souls), 1913.
En estas narrativas, plantea Gunning (1997: 45) que el “fracaso de la mujer
como callejera urbana se dramatiza en términos de carencia del conocimien-
to íntimo de la ciudad”. La aparición de la flaneuse implica la ansiedad del
flâneur (es decir, de un hombre que ya disfrutaba de un acceso y una liber-
tad de movimiento sin restricciones): surgió la alarma de la ideología
patriarcal ante el quebrantamiento de la estricta división sexual, existente
hasta entonces, entre las esferas pública y privada.
“El travestismo intermitente capacitó a las mujeres para entrar en lugares ge-
neralmente prohibidos para ellas, y también ofreció la posibilidad de obtener
oculta y completa libertad de movimiento […]. Disfrazarse en términos de
género proporcionaba un excitante sentido de la invisibilidad, interrumpía el
circuito de la objetivación [es decir, ser objeto del consumo visual del hom-
bre heterosexual] y desviaba la atención que habitualmente despertaba la
mujer sola en un lugar público.”
182
“Volé de un extremo a otro de París. Me pareció que podría dar la vuelta al
mundo. Mis ropas no llamaban la atención. Salía en todo tipo de clima, re-
gresaba a casa a cualquier hora del día, me sentaba en el patio de butacas del
teatro. Nadie me prestaba atención, y nadie adivinaba mi disfraz… Nadie me
conocía, nadie me observaba, nadie encontraba ninguna falta en mí; sólo era
un átomo en la inmensa multitud” (en Nord, 1995: 118-9).
183
“[En la última antecámara] dos o tres damas fijaron su mirada sobre mí y re-
pitieron bastante alto: ‘allí hay una mujer en traje turco’. […] nuestros
vestidos se convertían en objeto de atención y pronto el rumor corrió por to-
da la sala de que había una mujer disfrazada. […] sin ningún miramiento por
mi calidad de mujer y de extranjera y por mi disfraz, todos aquellos gentle-
men me miraban de reojo, hablaban de mí entre ellos y en voz alta, venían
delante de mí y me miraban de frente sobre la nariz, después se detenían de-
trás de nosotros en la pequeña escalera y se expresaban en voz alta, a fin de
que pudiéramos entenderlos y decían en francés: ‘¿Por qué esta mujer se ha
introducido en la Cámara, qué interés puede tener ella de asistir a esta se-
sión? Debe ser una francesa, ellas están habituadas a no respetar nada, pero
en verdad es indecente, el ujier debería hacerla salir.” (en negrilla en el ori-
ginal) (1972: 52).
47
El disfraz femenino también aparece en la ficción decimonónica. Se puede rastrear en
Bleak House, de Charles Dickens, y Mary Barton (1848) y Norte y Sur (1854-55), de Elisa-
beth Gaskell.
184
“Cuando las limeñas quieren hacer su disfraz aún más impenetrable, se po-
nen una saya vieja, toda desplisada, rota y cayéndose a pedazos, un manto y
un corsolete viejos. Pero las que desean hacerse reconocer como pertene-
cientes a la buena sociedad se calzan perfectamente y llevan en el bolsillo
uno de sus más lindos pañuelos. Este subterfugio es aceptado y se llama dis-
frazar. A una disfrazada se la considera como persona muy respetable. No se
le dirige la palabra. No se le acercan sino muy tímidamente.” (en cursiva en
el original) (en Pratt, 2008: 309).
185
La máscara también permite interpretar el uso del travestismo ‘impuesto’
por el patriarcado. No siempre es ‘libremente’ elegido por la mujer. El uso
del velo puede suponer un refuerzo de la moral imperante en una sociedad.
Kessler (2006: 49) ha investigado su empleo en las mujeres burguesas del
París de la segunda mitad del siglo XIX, que determinó el modo en que eran
observadas: la medicalización del polvo como agente transmisor de enfer-
medades (durante las reformas del Barón de Haussmann), así como la
necesidad de distinguirse visualmente de las mujeres pertenecientes a otras
clases sociales (entre otras, de las prostitutas) y de apartar a la burguesa de
las tentaciones del nuevo París son las razones que llevaron a la ideología
patriarcal a promover esta prenda. Se puede apreciar su uso, por ejemplo, en
El concierto de las Tullerías (1862), de Manet.
“Con los ojos de la imaginación vi a una dama muy anciana cruzando la ca-
lle del brazo de una mujer de media edad, su hija quizás […]. Y si alguien le
preguntara [a la anciana] ansioso de precisar el momento con fecha y esta-
ción: ‘Pero, ¿qué hacía usted el 5 de abril de 1868 o el 2 de noviembre de
1875?’, pondría una expresión vaga y diría que no se acuerda de nada. Por-
que todas las cenas están cocinadas, todos los platos y tazas lavados; los
niños han sido enviados a la escuela y se han abierto camino en el mundo.
Nada queda de todo ello. Todo se ha desvanecido. Ni las biografías ni los li-
bros de Historia lo mencionan. Y las novelas, sin proponérselo, mienten”
(Woolf, 1967: 122-123).
186
una familia (que cualquier escritora podrá encontrar en las calles de las
grandes ciudades), nunca ha sido relatada:
“Y todas estas vidas infinitamente oscuras todavía están por contar, dije diri-
giéndome a Mary Carmichael como si hubiera estado allí; y seguí andando
por las calles de Londres sintiendo en [sic] imaginación la presión del mu-
tismo, la acumulación de vidas sin contar; la de las mujeres paradas en las
esquinas […], la de las violeteras, la de las vendedoras de cerillas, la de las
viejas brujas estacionadas bajo los portales, o la de las muchachas que andan
a la deriva y cuyo rostro señala, como oleadas de sol y nube, la cercanía de
hombres y mujeres y las luces vacilantes de los escaparates. Todo esto lo
tendrás que explorar, le dije a Mary Carmichael, asiendo con fuerza tu antor-
cha.” (Woolf, 1967: 123).
187
Elisabeth. La flanerie se ofrece desde el estilo indirecto libre, desde la expo-
sición de la voz del personaje a través del discurso del narrador:
188
lina Beloff, en la novela epistolar Querido Diego, te abraza Quiela, 1978, y
la fotógrafa y italiana Tina Modotti, en Tinísima, 1992, donde ambas artis-
tas, como personajes, asumen una mirada solidaria hacia el pueblo
mexicano.
“Los callejeos hechos en compañía de una mujer deben, incluso, más bien,
evitarse.
— ¡Cómo! ¿Incluso con una linda mujer?
— Si, señor; ¡y sobre todo con una linda mujer!
Porque las mujeres no entienden el hecho de callejear y pavonearse más que
frente a los sombreros de los modistos y los gorros de las costureras” (1841:
115; [2007: 187]).
189
“saber precisamente cuál es la más linda modista, charcutera, vendedora de
refrescos, etc.” (1841:121; [2007:193]). El hombre heterosexual desarrolla
un placer escoptofílico sobre la mujer. Las reflexiones que formula Laura
Mulvey para el cine narrativo hegemónico de Hollywood se pueden extrapo-
lar a otras manifestaciones culturales occidentales de la modernidad:
190
de la mujer como protagonista de la flanerie desaparecerá cuando, a finales
del siglo XIX y a comienzos del XX, surja una literatura escrita por mujeres
donde se tematice su acceso y uso del espacio público sin restricciones.
191
Imagen 15. Frontispicio de Fisiología Imagen 16. Ilustración del Capítulo XI
del flâneur, de Louis Huart. Paris: Au- de Fisiología del flâneur, de Louis
bert, 1841 Huart. Paris: Aubert, 1841.
192
su mirada moral, ya que identifica la presencia de la mujer en el espacio
público como una amenaza hacia las normas patriarcales.
En la historia de la literatura se dan diversos casos de persecuciones de
passantes por flâneurs. Uno de ellos aparece al inicio de Ferragus, jefe de
los devorantes, 1833, de Honoré de Balzac. El narrador da por un hecho que
el seguimiento de una mujer por un hombre es común en las calles de París,
donde ejerce control visual erótico sobre las transeúntes. En las calles
nocturnas, donde todo se metamorfosea…
“[l]a criatura a quien seguís por casualidad o de intento, os parece ahora es-
belta, luego, si sus bajos son bien blancos, os hacen creer que sus piernas
serán finas y elegantes; después, el talle, aunque cubierto por un chal, se os
muestra voluptuoso en la sombra, y por fin, las inciertas claridades de una
tienda o un farol, comunican a la desconocida un brillo fugitivo, engañador
casi siempre, que despierta y anima la imaginación y la lanza más allá de lo
verdadero. Entonces los sentidos se despiertan, todo se colorea y se anima, la
mujer toma un aspecto completamente nuevo, su cuerpo se embellece, y hay
momentos en que ya no es mujer, sino un demonio, un fuego fatuo que os
arrastra con ardiente magnetismo hasta una casa decente donde la pobre jo-
ven, aterrorizada de vuestros amenazadores pasos, os da con la puerta en las
narices sin miraros siquiera. El resplandor vacilante que proyectaba el esca-
parate de una zapatería iluminó de pronto el talle de la mujer que iba delante
del joven” (Balzac, 1945a: 12-3)
48
Un caso se da, por ejemplo, en El hombre de la multitud, de Poe.
193
dedicada a la transeúnte genérica, el narrador se detiene en la observación
arrobada de una transeúnte específica por un personaje masculino:
“Pegábase tan bien el chal al busto que dibujaba vagamente los deliciosos
contornos y el joven le había visto los hombros y sabía cuántos tesoros ocul-
taba aquel chal. Por el modo como una parisiense se envuelve en su chal, por
su forma de levantar el pie en la calle, adivina en seguida un hombre listo el
secreto de su misteriosa correría. Hay un no sé qué de estremecido, de ligero
en la persona y el andar; diríase que la mujer pesa menos, anda, anda o, más
bien, resbala como una estrella errante y vuela impelida de un pensamiento
que delatan los pliegues y los bamboleos de su falda.” (Balzac, 1945a: 13).
194
voyeurismo, a la búsqueda de conocimiento, al asedio visual del personaje
femenino. En muchas de estas narrativas, es un misterio que debe ser
resuelto. Para Mulvey (1988: 14), uno de los caminos que tiene el
inconsciente masculino para escapar de la ansiedad de la castración es
investigar a la mujer, desmitificar su misterio. Un ejemplo clásico lo ofrece
Vértigo (Vertigo), 1958, de Alfred Hitchcock, en el personaje de John
Scottie Ferguson, quien persigue a Madeleine Elster por San Francisco. El
mismo cine narrativo toma como espectador implícito el modelo del
detective masculino (Gunning, 1997: 36). También en la literatura el avance
narrativo de los relatos que adoptan la focalización interna del personaje
masculino paseante sobre la transeúnte se asocia al voyeurismo, en búsqueda
de la resolución del enigma-mujer.
En La señora Dalloway, de Virginia Woolf, también se incorpora una pa-
rodia de la conducta masculina de seguir a una transeúnte, al igual que en la
novela de Balzac. La inversión burlesca de la mirada objetivadora del
flâneur aparece al final del episodio en el que Peter Walsh sigue a una mu-
jer, mientras reflexiona sobre su vida:
195
autónomo. Ejecuta una acción inesperada: desaparece de su vista tras la
puerta. La mirada final de la mujer resume la ‘situación’, es decir, el auto-
engaño en el que había vivido hasta este momento: ‘lo desahucia’ para
siempre. Bowlby (1992: 15-16) considera que este episodio funciona como
“la parodia de un clímax que podría haberse esperado […] la mirada, aunque
no dirigida a él, sin embargo es para él, indicando que comprende la ‘situa-
ción’ que resume. La incorporación del punto de vista de la transeúnte
[passante] ha producido la parodia de un género cuyas convenciones son cla-
ramente comprendidas por ambas partes, transformándolo en un amable
juego de poder donde ella se salda con la victoria.”
196
para realizar una recensión49. También ha sido bastante imitado por el deca-
dentismo en español. En “Croquis femenino”, de Julián del Casal, se
participa de la empatía con el otro extraño, pregonada también por Baude-
laire, aunque no hay un encuentro de miradas. Asimismo, es un poema
‘imitado’ en la entrada del 11 de diciembre de Diario de un enfermo, 1901,
de José Martínez Ruíz (Azorín), así como en Las confesiones de un pequeño
filósofo, 1904, del mismo autor50.
El periodismo, en la llamada sección Contactos, se ha hecho eco de la
necesidad que tienen sus protagonistas de ‘perpetuar’ el momentáneo cruce
de miradas, el amor a primera vista. Podríamos decir, con cierta actitud
humorística, que el yo-lírico del poema A una transeúnte intentaría
encontrar de nuevo a la mujer de negro si en su época hubiera existido la
sección de contactos en los periódicos. Este es el caso de Buscando Pares,
de la desaparecida revista de La Nación de Costa Rica (he eliminado la
dirección de los correos electrónicos para mantener la privacidad de los
enunciadores). Por lo general, se trata de un hombre que pretende encontrar
a una mujer, y no al contrario:
“Busco a una hermosa mujer que estaba los primeros días de agosto (era fin
de semana) en Playa Tambor. Sólo sé que tenía un traje con salida de playa
49
Otro poema de Las flores del mal, menos conocido, incorpora el contacto visual del
flâneur de una transeúnte, pero no se plantea como encuentro intersubjetivo imaginario. En
“A una dama criolla” aparece la simple objetivación de la mujer (Baudelaire, 2009: 269).
50
En Diario de un enfermo, el episodio de narra tal como sigue: “Esta mañana al cruzar la
Puerta del Sol, he encontrado… mejor diría, la he encontrado. ¿A quién? No sé; esbelta,
rubia, toda de negro, con severo traje negro, luminosos los ojos, triste y aleteante la mirada
– no la he visto nunca y la he visto siempre. Un momento, instintivamente, vibrantemente,
nos hemos mirado sin detenernos. Ella ha seguido; yo he seguido… / Y sin embargo, una
fuerza misteriosa nos atraía. Diríase que habíamos vivido juntos eternidades en otros mun-
dos…/¿Por qué no he ido yo a ella y ella no ha venido a mí?” (en cursiva en el original)
(Azorín, 2000: 166-167). Por su parte, en Las confesiones de un pequeño filósofo, también
de José Martínez Ruíz (Azorín), el encuentro y la seducción se narran de la siguiente mane-
ra: “No habéis encontrado nunca en vuestra vida una mujer que os ha hechizado durante un
momento y que luego ha desaparecido? […] Hebréis encontrado una vez, en un balneario,
en una estación, en una tienda, en un tranvía, una de esas mujeres cuya vista es como una
revelación […] Vosotros entráis en un vagón del ferrocarril u os sentáis junto al mar en un
balneario […] He aquí una mujer rubia, vestida de negro […] Examinadla bien: posad los
ojos en su pelo, en su busto, en su boca, en su barbilla redondeada y fina. Y vez cómo vais
descubriendo en ella secretas perfecciones, cómo va brotando en vosotros una simpatía
recia e indestructible hacia esta desconocida […] Y será sólo un minuto; esta mujer se mar-
chará; […] sentiréis como una indefinible angustia cuando la veáis alejarse para siempre.
[…] presentimos […] que al marcharse se ha llevado algo que nos pertenece” (Azorín,
1968: 124).
197
color verde que dejó cerca de la piscina. Mil veces nuestras miradas se cru-
zaron en esos días inolvidables para mí. Para conocernos, escríbeme a…”
(LN, 28.08.2003: 2)
“Busco a una muchacha delgada, morena, pelo negro, que se sentó un par de
veces hace un tiempo junto a mí en los buses de SACSA. Si lees este mensa-
je yo era un muchacho moreno, delgado y como de tu estatura. Un día te vi
entre semana yo iba de corbata y me bajé en el parque de San Pedro y otro
día te vi un sábado, yo iba con camisa roja y nos quedamos viendo aunque
íbamos en buses diferentes. Ambas veces que te vi ibas leyendo material del
curso de Capacitación de Representaciones Publiturísticas” (LN, 28.08.2003:
2)
198
199
Imágenes 17-26. El encuentro erótico entre extraños: Individuos en Domingo.
1929/30. Dir: Robert Siodmak y Edgar G. Ulmer.
“En medio de todas aquellas gentes, […] las muchachas que digo, con ese do-
minio de movimientos que proviene de la suma flexibilidad corporal y de un
sincero desprecio por el resto de la Humanidad, andaban derechamente, sin ti-
tubeos ni tiesura, ejecutando exactamente los movimientos que querían, con
perfecta independencia de cada parte de su persona con respecto a las demás,
de suerte que la mayor parte de su cuerpo conservaba esa inmovilidad tan cu-
riosa propia de las buenas bailarinas de vals. Ya se iban a acercando a mí. Cada
una era de un tipo enteramente distinto de las demás, pero todas guapas; aun-
que, a decir verdad, hacía tan poco tiempo que las estaba viendo, y eso sin
atreverme a mirarlas fijamente, que todavía no había individualizado a ninguna
de ellas.” (Proust, 1966: 416).
200
El flâneur, en este caso, construye a las muchachas como mujeres que
dominan el uso del espacio público y que se sienten seguras al caminar, des-
prendidas de cualquier tipo de prescripción patriarcal. Son elusivas para la
mirada del flâneur. Parsons (2000: 64) considera que, en Proust, la passante,
“como figura en movimiento, subvierte la tradicional interpretación de la
mujer como objeto por poseer. La passante es una fugaz figura observada
por la mirada masculina, pero con la habilidad de evadir el intento de fijarla.
En este sentido, la passante se convierte en metáfora de la mujer urbana
moderna y autónoma.” (en cursiva en el original). Más adelante señala Par-
sons (2000: 72) que “su situación en las calles urbanas no puede quedar
denigrada a través de la objetivación. Es un enigma.” (en cursiva en el ori-
ginal). Siempre que la mujer sea apreciada como un enigma no resuelto
entra en crisis la mirada heteronormativa patriarcal del paseante. En mi opi-
nión, a diferencia de Parsons, estas muchachas, las de Proust, no son simples
transeúntes, sino flaneuses en toda regla.
201
Capítulo 6.
El flâneur y la flaneuse en la cultura visual:
pintura, ilustración, fotografía y cine
203
metamorfosis cotidiana de las cosas exteriores, un movimiento rápido que
impone al artista la misma velocidad de ejecución.” (Baudelaire, 1996: 353).
La percepción de los acontecimientos urbanos acelerados y fragmentarios se
registrará de la manera más pertinente mediante el trazo rápido del croquis,
modalidad expresiva que expresa los mismos valores semánticos. Al mismo
tipo de homología llega Fritzsche (1996: 134-147) cuando compara la per-
cepción fragmentada del observador callejero y la representación del
acontecer en la prensa berlinesa alrededor de 1900.
Herbert, además, vincula la estética de la flanerie con una modalidad vi-
sual de trazo rápido: la caricatura. Precedente del pintor impresionista, el
caricaturista es un flâneur que encuentra en los acontecimientos públicos
temas pertinentes para la sátira: “Capturar un elusivo pero característico
momento de la vida de la ciudad fue también el propósito del caricaturista
[…] era, en efecto, un flâneur visual, y sus caricaturas aparecieron en los
mismos periódicos que incorporaron los ensayos y los relatos del flâneur
escritor.” (Herbert, 1988: 39-40). Se refiere a periódicos como Le Charivari.
Asimismo, el pintor impresionista ha sido equiparado al flâneur por utili-
zar procedimientos pictóricos que expresan su visualidad. Meyer
Schapiro51(citado en Clark, 1984: 3) fue uno de los primeros críticos de arte
en reflexionar sobre esta homología al destacar, en estos pintores
51
Marxist Quarterly, enero 1937.
204
“Manet fue el clásico flâneur, y él profesionalizó en su existencia lo que le
distingue, la mirada distanciada.”
Manet, Degas y Caillebote registraron en sus pinturas urbanas el punto de
vista móvil que ellos mismos experimentaron al deambular por las calles
parisinas (Herbert, 1988: 33). En particular, Antonin Proust, amigo de Ma-
net, consideró Cantante callejera como ejemplo de su condición de flâneur:
la mirada adoptada en este cuadro registra el encuentro casual entre esta
mujer y el pintor (en Thomas, 2006: 32). Fundamentándose en la misma
fuente documental, Herbert (1988: 36) llega a las mismas conclusiones so-
bre este cuadro. Por su parte, Forgione (2005: 670) considera que en Plaza
de la Concordia (El Vizconde Lepic y sus hijas cruzando la Plaza de la
Concordia), 1875, de Degas, el punto de vista adoptado evoca el del propio
artista al caminar.
Diversos son los espacios públicos visitados y representados por estos
pintores: calles, teatros, café-concerts… Timothy C. Clark utilizó la distri-
bución de los espacios visitados por el militar, al dandi, a la mujer y a la
prostituta, los tipos sociales presentados por Baudelaire en El pintor de la
vida moderna, a la hora de organizar los espacios representados por los pin-
tores impresionistas en su libro La pintura de la vida moderna 52.
Las imágenes que adoptan el punto de vista de un pintor o ilustrador flâ-
neur sobre la ciudad también son muy comunes en la Inglaterra
decimonónica. Cercana a la mirada del científico social que pretende certifi-
car la miseria de la capital británica son las ilustraciones del francés Gustave
Doré para Londres: una peregrinación, 1872, de Blanchard Jerrold. En lu-
gar de interpretar esta ciudad en términos de capital y trabajo, establece la
diferenciación entre el mundo del rentista – el West End del ocio, el consu-
mo y el espectáculo – y el del delincuente empobrecido – el East End –
(Walkowitz, 1995: 53). Entre otros espacios callejeros, Doré ofrece escenas
de los slums.
La mirada del flâneur también estructura las pinturas urbanas del Impre-
sionismo y del Expresionismo en Alemania. Czaplicka (1991: 3-36) analiza
escenas industriales de Berlín durante los últimos años del Imperio y los
primeros de la República de Weimar: la capital alemana se visualiza desde
tipos sociales y escenarios obreros en cuadros de Hans Baluschek, Franz
Skarbina y Karl Hubbuch. Por su parte, Haxthausen (1991: 58-94), refuta las
tradicionales interpretaciones de los historiadores del arte, quienes conside-
52
Del libro de Clark interesan, sobre todo, los capítulos La vista desde la Catedral de No-
tre-Dame, centrado en las escenas callejeras, y Un bar en el Folies-Bèrgere, dedicado a la
cultura del espectáculo.
205
ran la serie de cuadros sobre prostitución y espacio callejero del expresionis-
ta Ernst Ludwig Kirchner como manifestación de la corrupción y de la
decadencia moral de la metrópoli berlinesa53. En el marco de la solicitación
ambigua del intercambio sexual callejero, constituyen para Haxthausen, en
el marco de las actitudes de Kirchner hacia el desnudo y la sexualidad, una
descripción dionisíaca, glorificada, de la sexualidad, liberada de las restric-
ciones morales burguesas.
En cambio, un pintor que ofrece escenas callejeras como sinécdoques
claras de la degradación moral del capitalismo, en cuadros como Homenaje
a Oskar Panizza, 1917/8, es George Grosz. Algunos de sus dibujos y pintu-
ras representan escenas callejeras cuyas acciones degradadas y violentas se
proyectan al interior de las viviendas, espacios visibles gracias a la apertura
de las ventanas (Lewis, 1991: 111-140). Otro excelente ejemplo es La calle
de Praga, 1920, de Otto Dix, quien nos ofrece la escena del interior de un
burdel, desde el punto de vista callejero de un flâneur, en Altar para cabal-
leros, 1920.
53
Nos referimos a cuadros como La calle (Berlín), 1913, Escena callejera de Berlín, 1913,
Cinco mujeres en la calle, 1913, Potsdamer Platz, 1914, Dos mujeres en la calle, 1914, o
Friedrichstraβe, Berlín, 1914.
206
Las dos ilustraciones que comentaré seguidamente fueron publicadas con
una distancia temporal de siglo y medio, pero el asunto es el mismo: en am-
bas, el flâneur escritor toma apuntes de sus observaciones en los espacios
públicos. En el primer caso,
en imagen de George Cruiks-
hank para la escena Calles-
Mañana (Streets-Morning),
de la primera compilación
ilustrada de las producciones
periodísticas de Charles Dic-
kens, Sketches by Boz, 1839,
el flâneur observa la activi-
dad de una calle mientras se
escuda en el anonimato de la
distancia (Imagen 27). En el
segundo, Carlos Monsiváis,
autor convertido en personaje
de la ilustración de la portada
de su compilación de cróni-
cas Los rituales del caos,
1995, adopta el papel de
usuario y espectador del me-
tro de Ciudad de México que
Imagen 27. George Cruishank. Ilustración de la
escena “Streets-Morning”, de los Sketches by
toma apuntes – germen o
Boz, de Charles Dickens, 1837. materia prima de sus crónicas
urbanas – sin que las perso-
nas circundantes presten atención a su actividad. En ambos casos, el escritor
desarrolla una actitud analítica hacia los tipos sociales urbanos.
El flâneur, que nace con este nombre en las fisiologías y colecciones de
tipos sociales costumbristas, también queda visualizado, iconográficamente,
en estos últimos textos. La Physiologie du flâneur (Fisiología del flâneur),
1841, escrita por Louis Huart, cuenta con ilustraciones de MM. Alophe,
Honoré Daumier y Maurisset, como se declara en el frontispicio. En cada
uno de los capítulos aparece el flâneur realizando sus actividades prototípi-
cas. Así, por ejemplo, el Capítulo 1 lo visualiza vestimentariamente como
dandy ocioso (levita, sombrero de copa alta, bastón…). La ilustración de
apertura del Capítulo 2 lo presenta disfrutando de los animales del zoo,
mientras que en la de apertura del Capítulo 4 aparece observando a un hom-
bre que amaestra a un perro. Otras dos importantes ilustraciones surgen en
este capítulo: en la primera el flâneur observa a unas niñas que saltan a la
207
cuerda, mientras que en la segunda, absorto en la contemplación del escapa-
rate de un comercio, un carterista le roba su billetera. En el Capítulo 8, el
flâneur, en el patio de butacas de un teatro, observa a los espectadores con
unos binoculares. Persigue a una passante (transeúnte) en el Capítulo 11.
Sufre diversos contratiempos en la calle (tropieza, queda empapado por la
lluvia, se mancha los pantalones de barro) en el Capítulo 12. Dibuja a un
muchacho (gamin) en los muelles del Sena en el Capítulo 14, mientras en el
15 observa una función de títeres.
En la historia de la iconografía del flâneur debe destacarse, asimismo,
The Natural History of the Idler upon Town, 1848, de Albert Smith. Entre
las ilustraciones, realizadas por A. Henning, algunas lo muestran en espa-
cios públicos. En el Capítulo 4, visita un jardín zoológico; en el 5, observa
un espectáculo óptico; en el 6, contempla, en dos ilustraciones distintas, los
escaparates de unas tiendas, mientras que en el 11, en lugar de prestar aten-
ción a un espectáculo teatral, conversa con algunos espectadores.
También deben considerarse las 55 ilustraciones preparadas por George
Cruishank para la edición de 1839 de Sketches by Boz, de Charles Dickens,
ya mencionada. Aunque sólo una nos ofrece la figura del flâneur, la perte-
neciente a la escena Las calles-Mañana, ya comentada, la mayoría presenta
ilustraciones de escenas callejeras y de sus diversos tipos sociales desde el
punto de vista móvil típico del artista callejero54.
La iconografía del flâneur establecida por las ilustraciones costumbristas
– sobre todo, a partir del código vestimentario que utiliza – ha determinado
las interpretaciones de los historiadores del arte a la hora de identificarle en
la cultura visual decimonónica. De esta manera, cualquier personaje que en
las ilustraciones costumbristas aparezca en el espacio público con sombrero
de copa, levita y bastón, aparentando cierto status económico y disfrutar del
ocio, ha sido identificado automáticamente como flâneur, dejando de lado el
hecho de que la flanerie, más que un estilo visual, es una actividad, un uso
del espacio urbano, un tipo específico de subjetividad. En los historiadores
del arte, los códigos iconográficos (específicamente, los perfilados por las
ilustraciones costumbristas) han acabado por determinar todo proceso de
identificación del flâneur en la cultura visual decimonónica. Deben com-
plementarse las explicaciones de los historiadores sobre el código
vestimentario con la actividad peripatética y visual del personaje represen-
54
Es el caso de las ilustraciones de los siguientes sketches: “Nuestro vecino de al lado”,
“Seven Dials”, “Las recreaciones de Londres – Los Jardines de Té –”, “The Last Cab-
Driver”, “El primero de Mayo” o “Un carterista en custodia”.
208
tado. La expresividad y la gestualidad también deben emplearse en la identi-
ficación iconográfica de este tipo social.
Una escena londinense, 1835, de John Orlando Parry, representa la im-
portancia que adquieren los medios de comunicación impresos británicos en
el siglo XIX, en especial la publicidad. Muestra una pared llena de anuncios
y titulares de papel periódico, y a un carterista que roba la billetera a un ob-
servador, que para Rose (2007: 62-64) es un flâneur, por su mirada ociosa.
Establece relaciones intertextuales entre esta última obra y las ilustraciones
de la Fisiología del flâneur, 1841, de Huart, de la Fisiología del ocioso lon-
dinense, de Smith y Leech, 1842, para la revista Punch, y de La historia
natural del ocioso en la ciudad, 1848, de Albert Smith. En todas ellas apa-
rece el motivo del robo de la billetera a un hombre que observa un
escaparate.
Un cuadro importante tanto en la historia de la representación del flâneur
como de la multitud es La música en las Tullerías, 1862, de Edouard Manet,
título por lo demás irónico, ya que en lugar de mostrar a los músicos (la or-
questa), visualiza a su auditorio, compuesto de flâneurs y flaneuses. Los
personajes masculinos del cuadro se encuentran vestidos con los atributos
típicos del flâneur, del burgués ocioso (chistera, levita, bastón…). Herbert
(1988: 37) centra su análisis en la actitud asumida por los personajes; consi-
dera que el propio Manet, Baudelaire y Aurelien Scholl, que aparecen
representados, “ocupan un espacio semejante a un escenario, apropiado a la
idea de que París era un teatro en el que cada uno siempre debía adoptar un
papel.” De hecho, el público espectador se observa entre sí. Son ‘actores’
que se muestran mutuo interés. Es algo típico del ocioso: en el teatro, el flâ-
neur encuentra su principal objeto de atención en el patio de butacas y en los
palcos, no en el escenario. Los personajes del cuadro de Manet, explica
Körner (1996: 49), “[s]on flâneurs que en la imagen conciertan una cita; que
no están allí para escuchar un concierto, sino para ver a la multitud, que por
lo demás, en la pintura de Manet, sólo están allí para ver a otros seres hu-
manos.” Es un cuadro que tematiza el juego de miradas emprendido por los
personajes representados. Como explica Körner (1996: 40):
“Lo que se sitúa en el centro del cuadro es la mirada como tema decisivo, la
mirada siempre respondida, que nunca se mantiene sobre su objeto; el que
mira siempre es objeto de una mirada, así como finalmente también noso-
tros, los espectadores del cuadro, estamos atrapados en esta red.
Constantemente somos observados por las figuras de los cuadros de Manet,
cuyas miradas, en indiferente y provocadora ausencia de propósito, se fijan
en nosotros.”
209
La música en las Tullerías es un cuadro que Körner (1996: 49) considera
como la primera imagen, en rigor, del individuo moderno individualizado
frente a la multitud: no se trata de un cuadro de una multitud o del individuo
que sobresale del trasfondo de esta última, sino que representa al sujeto sin-
gularizado en la multitud55. Debe elogiarse en Körner, al distinguir al
flâneur y a la flanuese, su decisión de centrarse en el juego de miradas, en
lugar del código vestimentario de los personajes.
Macey (2000: 131) plantea que es flâneur el personaje que aparece en el
cuadro El puente de Europa, 1876, de Gustave Caillebote, con sombrero
alto y levita. Gira la cabeza para observar a la mujer que acaba de sobrepa-
sar, con lo que se evidencia uno de los mayores atractivos para esta figura
masculina, la posibilidad del encuentro erótico con una mujer desconocida.
A la misma conclusión llega Herbert (1988: 23-4 y 34) al afirmar que este
hombre está reconociendo intencionalmente su entorno; además, categoriza
al obrero recostado en la barandilla del puente como badaud, es decir, como
un mirón ocioso. Así, para Macey, más que el código vestimentario, la mi-
rada y la trayectoria permiten identificar como flâneur a este personaje.
Por su parte, el caballero con chistera, levita y bastón que aparece en el
centro del cuadro Paris, en el bulevar, entre 1878-1882, de Jean Béraud, ha
sido identificado flâneur por Herbert (1988: 34) al señalar que, rodeado de
transeúntes, interpreta el entorno. Considero, por mi parte, que la imagen no
ofrece indicadores de esta actitud reflexiva. La interpretación de Herbert
aparece más que todo fundamentada en el código vestimentario utilizado por
el personaje, relacionado por lo general con el flâneur de manera reduccio-
nista. Asimismo, para Herbert (1988: 35), la indiferencia demostrada por el
vizconde Lepic en La plaza de la concordia, 1875, de Degas, junto con su
vestimenta (chistera y levita), son indicadores que le permiten definirlo cla-
ramente como flâneur; la misma actitud indolente también permite
identificar a James Tissot, según Herbert, como representante de este tipo
social, en el cuadro del mismo nombre, James Tissot, 1868, de Edgar Degas,
aunque se encuentra recostado en el asiento de un espacio interior, el estudio
del pintor.
55
Como explica Körner (1996: 49-50), el individuo moderno individualizado en la multitud
no es el tema de El juramento del juego de la pelota, 1791, de David, donde hay una clara
separación entre la multitud y los protagonistas, claramente individualizados, del juramen-
to; es decir, no aparecen los individuos que juramentan en una multitud; en cambio, esta
entidad colectiva, aunque sin individualidades destacadas, ya aparece como tema alrededor
de la década de 1830 en los trabajos de Delacroix (p.ej., Boissy d’Anglas en el convento,
1831).
210
Surge una pregunta: ¿Cómo identificar, desde la focalización externa tí-
pica de la cultura visual, a un flâneur? Considero que las interpretaciones de
Herbert se encuentran demasiadas determinadas por el código vestimentario
atribuido al flâneur desde los textos costumbristas franceses de los años
treinta y cuarenta del siglo XIX, así como por la actitud de indolencia exter-
na que, por lo general, se le atribuye a este tipo social. Se asume que los
personajes de las escenas callejeras de algunos pintores impresionistas, por
el hecho de poseer estos dos últimos códigos culturales (vestimenta e indo-
lencia), deben ser identificados necesariamente como flâneurs, cuando más
bien deben investigarse estos códigos junto con la mirada curiosa hacia el
entorno. La asociación excesiva entre código vestimentario y flanerie tam-
bién es planteada por Chang (2006: 67), quien al analizar el retrato de
Théodore Duret, 1868, de Edouard Manet, considera que los guantes, el
bastón para caminar y el aire seguro convierten a este personaje en un cono-
cedor de los espacios urbanos. Si el personaje camina sin intencionalidad
práctica, desde una actitud ociosa, pero con una actitud alerta hacia su en-
torno, se puede identificar como flâneur.
Por otra parte, Rose (2007: 57-58) considera al hombre que observa un
escaparate en el cuadro Ante el escaparate, 1864, de Carl d’Unker-Lützow,
como ejemplo de flâneur. En este caso, podemos apoyar su propuesta, ya
que, sin tomar en cuenta el código vestimentario que utiliza, se trata de un
ocioso que se detiene a observar el escaparate de un comercio, actividad
típica de este tipo social56. La misma comparación implícita con las ilustra-
ciones costumbristas la establece Rose (2007: 58) al identificar como
flâneur a un caballero observador con bastón y chistera en el cuadro Vista
de la parte trasera de las casas en el Castillo de la Libertad, 1855, del ale-
mán Eduard Gaertner, mientras que La calle de la Parroquia, 1831, del
mismo pintor, singulariza una figura más ambivalente, que puede quedar
identificada tanto en el papel de flâneur como en el de Eckensteher (literal-
mente, el hombre que se para en una esquina), este último un tipo
representativo del Berlín decimonónico (también de París y Madrid57), el
56
De hecho, en La fisiología del flâneur – en los Capítulos 4, 13, 14 –, de Huart, aparecen
ilustraciones que le representan en actitud de observar el escaparate de una tienda (en los
dos primeros casos un carterista le roba la billetera, mientras que el segundo caso se en-
cuentra acompañado de un amigo). La misma iconografía aparece en La historia natural
del ocioso en la ciudad, de Albert Smith. En esta contribución inglesa, el Idler observa
escaparates (en los capítulos 3 y 7, en el primer caso al lado de un personaje con apariencia
de carterista).
57
En España se describe este tipo social, el ocioso apoyado en una esquina, en la escena
costumbrista Paseo por las calles, de Mesonero Romanos.
211
ocioso desempleado que ‘mata el tiempo’, del que, asimismo, existe un di-
bujo de Franz Dörbeck (alrededor de 1832).
Ya vimos que Baudelaire considera a Constantin Guys un flâneur. Ahora,
cabe responder a la pregunta: ¿representa al flâneur y a la flaneuse en sus
producciones? Rose (2007: 56) señala que estas últimas “han mostrado a
hombres y mujeres callejeando o cabalgando en carruajes a través de París”.
Debe precisarse que, más que flanear, pasean. Son grupos o parejas de bur-
gueses que caminan por los espacios seguros de los parques, sin que se les
represente en una actividad visual intelectual específica.
En un estudio más panorámico, y con la utilización de categorías perti-
nentes, Forgione (2005: 664-687) identifica, más allá del tipo social del
flâneur, diversas modalidades de tipos sociales que transitan por las calles
de París como transeúntes, paseantes, flâneurs, flaneuses, badauds, en la
pintura francesa desde 1860 hasta 1900. Adopta tres criterios de análisis: la
mirada de los personajes representados, su uso del cuerpo y, por último,
indicadores externos de su vida psicológica interior58. Estas categorías, y no
sólo el código vestimentario del burgués ocioso, asociado al flâneur en la
primera mitad del siglo XIX, deben ser las que nos permitan su identifica-
ción.
Aunque todavía no ha recibido especial atención por parte de los analis-
tas de la flanerie, Jean Béraud es el pintor por antonomasia de las flaneuses
que callejean por los espacios públicos de París en el último cuarto del siglo
XIX. Un ejemplo es Quiosco de Paris, 1882, que representa a dos flaneuses:
una de ellas observa detenidamente un afiche colocado en una columna de
anuncios (en el lado opuesto, un flâneur realiza la misma actividad), mien-
tras que una segunda mujer burguesa atraviesa la calle.
En otros cuadros de Jean Béraud, también de las dos últimas décadas del
siglo XIX, identificamos otras passantes/flaneuses: en El Señor y la Señora
Galin delante del Club de Jockey, frente a este matrimonio aparece una
transeúnte solitaria burguesa o pequeñoburguesa (les separa una columna de
anuncios); El Puente Nuevo nos ofrece en primer término a una mujer joven
que camina ensimismada; en Cerca de la Torre Eiffel, aparece una mujer
58
Forgione analiza cuadros como El puente de las Artes, alrededor de 1867-68, y El puente
Nuevo, París, 1872, de Pierre-Auguste Renoir; La iglesia de San Felipe de Roule, París,
1877, o L’attente; la calle de Chateaubriand, 1888, de Jean Béraud; La Plaza de la Con-
cordia (El Vizconde Lepic y sus hijas cruzan la Plaza de la Concordia), 1875, de Edgar
Degas; Muchachas caminantes, alrededor de 1891, de Édouard Vuillard; El puente de Eu-
ropa, 1876, y Calle de París: día de lluvia, 1877, de Gustave Caillebotte; Esquina
callejera, alrededor de 1897, de Pierre Bonnard; El Bulevar de los Capuchinos, 1873, de
Claude Monet; o La lavandera (1895), de Félix Vallotton.
212
burguesa que la observa con binóculos; En la Madelaine, una mujer sin
compañía sale de la iglesia; en Caminando por París transitan por la acera
dos empleadas de tienda vestidas de negro; en Dama a la moda saliendo de
la Casa Doucet, una consumidora, cargada de paquetes, está a punto de to-
mar un coche de caballos; en ¡A casa, cochero!, una burguesa toma este
último medio de transporte.
La asociación de ciertos oficios femeninos ‘bajos’ con el intercambio
erótico mediado por el dinero aparece en La modista en los Campos Elíseos,
donde el personaje femenino, que no pertenece al grupo de las mujeres ‘res-
petables’, se sube las enaguas, mientras es observada en segundo plano por
un flâneur que tiene evidentes intenciones sexuales. La Espera también su-
giere este tipo de intercambio: en una calle solitaria, una mujer en primer
plano intercambia una mirada con un hombre al fondo.
Existen escasos estudios que hayan tratado de identificar a la passante
(desde la mirada del flâneur, es la mujer transeúnte) o a la flaneuse (repre-
sentación, dotada de una subjetividad propia, de la mujer que camina) en la
cultura visual occidental. Entre ellos se encuentra el de Iskin (2003: 333-
356), dedicado a los afiches franceses de la década de 1890 que muestran a
mujeres burguesas y pequeño burguesas en el uso del espacio público sin
ningún tipo de compañía masculina. Se trata de afiches publicitarios dirigi-
dos a estos sectores sociales como consumidores potenciales.
En la cultura visual parisina de tercer tercio del siglo XIX también se
identifican mujeres burguesas sin compañía masculina en espacios ‘segu-
ros’, en términos de la moral sexual pública, como parques y teatros.
Thomas (2006: 33-48) afirma que Mary Cassatt, en cuadros como Condu-
ciendo, 1881, o Berthe Morisot, en Un día de verano, 1879, y Edouard
Manet, en Música de las Tullerías, 1862, representaron mujeres como suje-
tos independientes y activos y como consumidoras y observadoras creativas
de la cultura moderna; considera que, si bien no se pueden considerar fla-
neuses en toda regla, ya que se traslada el espacio simbólico del hogar a
lugares públicos ‘seguros’ como los parques, estos personajes femeninos, al
asumir cierta movilidad, uso y visualidad independiente en el espacio públi-
co (no están acompañadas de hombres), contribuyen a minar el modelo del
flâneur como único representante del desplazamiento libre. Si bien estos
cuadros ofrecen más bien paseos –con el ejemplo de Los jardines de
Luxemburgo en el ocaso (Luxembourg Gardens at Twilight), 1879, de John
Singer Sargent- las mujeres representadas, en todo caso, hacen un uso inter-
pretativamente activo del espacio (observan, manejan vehículos, transitan
por los senderos de los parques…).
213
La consumidora que visita sola o en compañía femenina un almacén de
novedades ha sido definida por algunos investigadoras (Friedberg, 1993, por
ejemplo) como flaneuse. ¿Se puede identificar en la representación visual de
los espacios comerciales, si es que estos últimos han sido objeto de atención
de los pintores? En este sentido, D’Souza (2006: 129-147) responde a la
pregunta: ¿Porqué los impresionistas nunca pintaron los grandes almacenes?
Raramente aparecen las transacciones de compra y venta entre cliente y em-
pleado; el comercio queda representado indirectamente por medio de la
moda, la decoración o el ocio. Entre los escasos ejemplos se encuentran las
pinturas y los dibujos de las sombrererías de Edgar Degas (16 en total). Dos
son los motivos que explican, para D’Souza, la ausencia de los grandes al-
macenes en las obras de los pintores impresionistas: la exhibición del arte
canónico academicista en estos espacios (en los vestíbulos, p.ej.), embarca-
dos como estaban en la popularización y comercialización del Arte
académico (simbiosis de la que renegaban como artistas impresionistas
‘marginales’) y, segundo, su apreciación simbólica de estos lugares como
espacios ‘femeninos’. D’Souza destaca que algunos cuadros de sombrererías
de Degas asumen precisamente el punto de vista de un transeúnte, el flâneur
masculino, que observa hacia el interior de la sombrerería, espacio femeni-
no. Habrá que emprender una investigación en el futuro sobre los motivos
de la ausencia del espacio comercial en las pintoras impresionistas.
2. El flâneur y el cine
Las relaciones entre el flâneur y el cine se bifurcan en dos direcciones.
En primer lugar, se puede interpretar el punto de vista utilizado por la cáma-
ra como flanerie tecnológicamente mediada. En segundo lugar, podemos
analizar, en la historia del cine, la presencia del flâneur o la flaneuse como
personaje en películas de ficción y documentales.
214
presupuestos de la mirada del flâneur para interpretar la ontología del arte
cinematográfico. Minden (1985: 203) establece este vínculo al declarar que
“donde la yuxtaposición de la imagen móvil no está subordinada a un argu-
mento, y donde los cortes son evidentes, en lugar de quedar ocultos en los
pliegues de una narración en desarrollo, el efecto puede ser semejante a la
experiencia subjetiva de la ciudad”.
Siegfried Kracauer, en su Teoría del cine, publicada en 1960, pertene-
ciente a las teorías realistas, ha reflexionado sobre las similitudes entre la
mirada del flâneur y el registro visual de la cámara cinematográfica. Se dan,
sobre todo, con el género documental y, en este último, en el subgénero de
la sinfonía urbana, que registra las variaciones en el ritmo de las diarias
actividades callejeras. La cámara es un ‘trapero’ que recoge, reúne y organi-
za las impresiones dispersas de la calle. Las similitudes también deben
extenderse al director del documental, definido como flâneur. Su intención
es preservar la poesía en movimiento de las calles (Gleber, 1999: 155), co-
mo hace el pintor impresionista.
El cine comparte el mismo registro de la realidad que la fotografía. Kra-
cauer (1996b: 89-106) considera que el cinematógrafo comparte cuatro
características intrínsecas con la imagen fija fotográfica: lo desteatralizado,
lo fortuito, lo interminable, lo indeterminado y ‘el flujo de la vida’. A su
vez, el cinematógrafo comparte con la flanerie estos mismos atributos…
Estos últimos se encuentran en toda calle atestada de transeúntes. La calle,
declara Kracauer (1996b: 103),
215
“en su susceptibilidad respecto de los fenómenos transitorios de la vida real
que pueblan la pantalla. […] Junto con los sucesos fragmentarios incidenta-
les, estos fenómenos – taxis, edificios, transeúntes, objetos inanimados,
rostros – estimulan presumiblemente los sentidos del espectador y le propor-
cionan material para soñar. […] el cine permite, sobre todo al espectador
solitario, llenar su propio yo […] con imágenes de la vida entendida como
tal: una vida brillante, alusiva, infinita.” (Kracauer, 1996b: 220)
59
Estoy de acuerdo con Sabine Hake, en “Girls and Crisis – The Other Side of Diversion”
(New German Critique, 40, 1987, p.147), cuando traduce Zerstreuung al inglés como diver-
sión, en lugar de distracción, al considerar que el último término reprime la ambivalencia
del primero. En español, al igual que en inglés, diversión es conceptualmente más rico, ya
que incorpora también entre su significado la distracción, la saturación, el tedio que final-
mente puede provocar la diversión.
216
2.2. Las sinfonías urbanas como flanerie
El cine no sólo nació como un espectáculo urbano para los transeúntes
que deseaban convertirse en mirones. También las primeras películas repre-
sentaban escenas callejeras. Es sorprendente la popularidad de este espacio
en las primeras exhibiciones, que “presentaban una puesta en abismo de
audiencias que llenaban teatros de vaudeville, procedentes de las transitadas
calles urbanas, para ver proyectadas sobre la pantalla transitadas calles ur-
banas.” (Gunning, 1997: 33).
Los documentales urbanos siempre han asumido la mirada de la flanerie:
con mayor o menor ficcionalización, la cámara registra el espacio público,
protagonizado por acontecimientos fugaces, medios de transporte y comer-
cios, donde domina la reserva mutua y el fetichismo de la mercancía
(Dimendberg, 1997: 62-93). Paradigma son las llamadas sinfonías urbanas,
que representan el ritmo diario de la urbe, propio de la modernidad60.
Latinoamérica cuenta con una sinfonía urbana, São Paulo: sinfonía de
uma cidade, 1928, dirigida por Adalberto Kemeny y Rudolf Rex Lustig, que
Shohat y Stam (2002: 284) ofrecen como ejemplo de cine vanguardista en el
Tercer Mundo del primer tercio del siglo XX. De las tres grandes sinfonías
urbanas, Berlín, la sinfonía de una gran ciudad, 1927, de Walter Ruttmann,
El hombre de la cámara, 1929, de Dziga Vertov, y Nada más que las horas,
1926, de Alberto Cavalcanti, los investigadores siempre han destacado el
carácter predominantemente formalista – y socialmente poco crítico – de las
dos primeras, frente a la última. Cuando el cineasta prefiere utilizar el enfo-
que de la sinfonía urbana, inevitablemente se centrará en el ritmo visual, en
la duración de los planos y en los espacios ligados a las actividades diarias
en la sociedad industrializada. Pero este género no está cerrado a la dimen-
sión social. Nada más que las horas es una sinfonía urbana socialmente
crítica centrada en la vida cotidiana de individuos marginales singulariza-
dos, y no tanto en el ritmo que imponen las estructuras económicas y
sociales metropolitanas.
Hito importante en la historia de las sinfonías urbanas es Berlín, la sinfo-
nía de una gran ciudad. Utiliza la ‘transversalidad’ como principio
organizador. Se realizan diversos cortes transversales: sobre las horas de un
día, las diferentes clases sociales, profesiones y oficios y modalidades de
ocio y de trabajo… Como sucede con otros documentales urbanos, algunas
60
El ritmo diario de la urbe sustituye al ritmo de las estaciones, de mayor importancia en la
cultura clásica. Cuvardic (2008, 33-49) ya ha analizado exhaustivamente este subgénero
documental desde el tema de las horas del día. En consecuencia, el análisis de estas pelícu-
las, en la presente oportunidad, no se detendrá en este tópico.
217
escenas parecen estar dramatizadas, es decir, preparadas de antemano: la
más evidente es la escena de la mujer suicida. Este documental se encuentra
dividido en cinco actos, temporalmente organizados. Cada uno se inicia con
el fotograma de un reloj que visualiza una hora diferente del día. Utiliza una
técnica futurista, muy evidente, por ejemplo, en su introducción, cuando la
cámara, situada en un tren, se acerca desde el campo al centro de la ciudad.
Está imbuido de la estética de la ‘Nueva Objetividad’ y ha sido considerado
más formalista que el resto de las sinfonías urbanas61.
También es un documental formalista, claramente futurista, El hombre de
la cámara. En gran medida documental metalingüístico, ya que exhibe el
proceso de su producción, también pertenece a la modalidad de observación,
más específicamente de observación callejera62. Registra un día en la vida
de los soviéticos, desde el amanecer hasta las últimas horas de la tarde. Ro-
dado en Moscú, Odessa y San Petersburgo, logra construir,
simbióticamente, una ciudad soviética prototípica. Su realismo queda some-
tido a procedimientos vanguardistas de distanciamiento reflexivo: la cámara
y el camarógrafo aparecen constantemente; se detiene una escena callejera y
se muestra a la editora organizando los fotogramas; se utiliza la pantalla
partida en diversas imágenes urbanas (pretende captar la simultaneidad de
las actividades que ocurren en diversos espacios); se detiene, ralentiza o
acelera el ritmo de edición de la imagen… El propósito de Dziga Vertov es
equiparar la cámara a la ubicuidad del ojo humano. En ocasiones, al regis-
trar la reacción de los soviéticos ante la presencia de la cámara, el
documental nos hace tomar conciencia del carácter voyeurista del cine y,
por ende, del espectador.
Nada más que las horas se considera la primera sinfonía urbana en tér-
minos cronológicos. Como explica Villanueva (2008: 74), tiene una visión
baudeleriana, y no whitmaniana (es decir, celebratoria) de la ciudad: Caval-
canti se interesa por el mundo parisino de los traperos, las traperas, y las
61
La idea más común es considerar que, con excepción del expresionismo, la imagen de la
ciudad en el arte vanguardista es principalmente celebratoria. Así, por ejemplo, Dimend-
berg (1997: 63) afirma que la cultura visual urbana de las tres primeras décadas del siglo
XX (Dziga Vertov, René Clair o Walter Ruttmann en el cine; Fernand Léger y Robert De-
launay en la pintura; László Moholy-Nagy en fotografía) ofrecen himnos dinámicos al
progreso industrial y las fuerzas productivas urbanas; desde la estética del shock y de la
fragmentación, que busca escapar de la anomia urbana y que juxtapone y convierte los
elementos de la cultura urbana en formas abstractas.
62
Documental metalingüístico y de observación son categorías que proceden de la propues-
ta tipológica de Bill Nichols, La representación de la realidad. Cuestiones y conceptos
sobre el documental. Barcelona: Editorial Paidós, 1997.
218
prostitutas; se estructura a partir de la contraposición entre las clases opulen-
tas – los fétards o trasnochadores –, y los trabajadores, mendigos y parias63.
En Nada más que las horas, la mirada del flâneur, de la que participa la
cámara, queda expuesta en el prólogo de la película: “Esta película no tiene
ninguna historia. No es más que un conjunto de impresiones sobre el tiempo
que transcurre y no pretende sintetizar ninguna ciudad.” El término impre-
sión, utilizado, por ejemplo, por los cronistas modernistas latinoamericanos
en la representación de la urbe, así como en las reflexiones sociológicas so-
bre la modernidad, se asocia a modos perceptivos y estéticas de carácter no
narrativo cuyo principio organizador es, sobre todo, la yuxtaposición. Otro
intertítulo reza “Pintores de toda clase ven la ciudad…”, mientras diversos
fotogramas muestran famosas pinturas de París. Seguidamente, aparecen
imágenes del París ‘real’, mientras el intertítulo termina el enunciado prece-
dente: “… pero sólo una sucesión de imágenes puede restituirnos la vida”.
Es decir, el mundo del arte representa los espacios mundanos, dedicados al
ocio, a la modernidad cultural; en cambio, el documental mostrará el París
de las callejuelas, la vida de los marginados…
Diversas técnicas experimentales son compartidas por el documental de
Cavalcanti con otras sinfonías urbanas. Al igual que en El hombre de la cá-
mara, se utiliza el encuadre con imágenes múltiples, que recuerda la
fragmentación de espacios y temporalidades en una ciudad. El montaje aso-
ciativo (comparación visual entre dos fotogramas) también es un
procedimiento compartido por los documentales de Ruttmann y de Vertov.
Complementariamente al tema de las horas del día, ofrecido mediante
sintagmas descriptivos, también se aprecian algunos sintagmas narrativos,
en los que aparecen personajes individualizados que la cámara sigue. Uno
de ellos es una prostituta que, al amanecer, busca un último cliente. Al caer
la tarde, se convierte en cómplice de un proxeneta que mata a una vendedora
de periódicos. Como leitmotiv, una anciana alcohólica observada siempre en
picado (nunca se le ve el rostro) deambula por las calles de Montmartre. Al
aparecer hasta ocho veces, unifica el transcurso de las horas en el cambiante
espacio urbano (Villanueva, 2008: 75).
Diversos investigadores han analizado comparativamente estas tres sin-
fonías urbanas, por lo general entre dos de ellas. Chapman (1979: 37-42),
en su análisis comparativo de Berlín, la sinfonía de una gran ciudad y Nada
más que las horas, concluye que mientras esta última es un homenaje a los
pobres de la ciudad, la primera es un ejercicio formal sobre el ritmo urbano.
63
La visión baudelariana ofrecida es la visión crítica de Los pequeños poemas en prosa y
Las flores del mal, no en el elogio de la modernidad de El pintor de la vida moderna.
219
A las mismas conclusiones llega Hake (1994: 127) al plantear que, en el
documental alemán, “[s]u principio estructural es la simulación, no la repre-
sentación; su objetivo último es el placer visual, no el análisis crítico.” Hake
(1994: 137) concluye que en Berlín, la sinfonía de una gran ciudad, imbui-
do de la estética de la Nueva Objetividad, la movilidad social, las
diversiones de la cultura de masas y el consumismo exacerbado definen las
condiciones de una subjetividad urbana, procedente de los trabajadores de
cuello blanco, fundamentada en la eliminación de las diferencias clasistas.
Weihsmann (1997: 19) también se ha encargado de destacar el carácter for-
malista de Berlín, la sinfonía de una gran ciudad y de El hombre de la
cámara, frente a Nada más que las horas, más interesada en el individuo.
Minden (1985: 203-208), asimismo, destaca el carácter formalista de Berlin,
la sinfonía de una gran ciudad y afirma que su tema no es la capital alema-
na, sino el proceso de mostrar esta ciudad mediante la elección de las
imágenes, la duración de las tomas, el ángulo de cámara y las yuxtaposicio-
nes del montaje. Korte (1995: 95) también destaca este sesgo formalista y
señala que la yuxtaposición de distintas clases sociales sólo pretende mos-
trar su coexistencia social.
A propósito de Niza (A propos de Nice), 1930, de Jean Vigo, se dedica,
desde una perspectiva marxista, a denunciar las desigualdades sociales en
este balneario francés. Como en Nada más que las horas, se estructura a
partir de la contraposición entre riqueza y pobreza y, al igual que El hombre
de la cámara, Berlín, la sinfonía de una gran ciudad y Nada más que las
horas, se inicia en las primeras horas de la mañana. Utiliza como principal
recurso retórico – persuasivo, ideológico – el contraste o antítesis, expresado
mediante el montaje asociativo. El inicio del documental nos ofrece foto-
gramas sobre la preparación de la ciudad para recibir a los turistas: la
limpieza de las calles, la puesta a punto de las mesas de las terrazas de los
restaurantes, la poda de las palmeras de los bulevares… Observamos inser-
tos que muestran a empleados en la acción de pintar y acicalar los grotescos
gigantes y cabezudos que saldrán en los festejos callejeros64. La trayectoria
de la cámara desemboca en el paseo principal de Niza. En este espacio apa-
rece un ‘desfile’ de burgueses ociosos que pasean, toman una bebida
(sentados en las mesas de los bares) o se exponen el sol. Aunque incorpora
pocos obreros y desclasados, con su aparición ocasional es evidente la in-
64
Cuando veamos posteriormente a diversos sujetos burgueses que la cámara destacará
desde la deformación caricaturesca, el espectador recuperará los encuadres de los gigantes y
los interpretará como representaciones alegóricas de los burgueses ociosos que durante el
día ocupan el paseo marítimo.
220
tención de contrastar la opulencia ociosa y la pobreza. Destacan diversas
escenas, como aquella en la que un burgués literalmente se quema por la
sobreexposición a los rayos solares (es una dramatización), o aquella en la
que el cuerpo de una mujer queda convertido, literalmente, en un maniquí al
exhibir consecutivamente diversos vestidos (mediante la técnica del stop
motion, en otro caso de dramatización). Este último ejemplo se refiere a la
fetichización de la mercancía en la sociedad burguesa: el cuerpo humano
sólo es soporte para la exhibición de la ropa. Se alternan, además, planos de
un cementerio con planos de un carnaval callejero. Asimismo, se contrasta
la arquitectura Art Decó de los hoteles con la estrechez de las callejuelas, o
las escenas de un desfile militar con las de un cementerio (con la intención
de argumentar que el militarismo simboliza la muerte).
Lluvia (Regen), 1929, de Joris Ivens, también es una sinfonía urbana
cuya cámara asume la mirada de la flanerie. Retrata la caída de la lluvia en
las calles de Amsterdam. El inicio muestra la placidez del buen tiempo; de
pronto sopla un fuerte viento que obliga a cerrar las ventanas y a proteger
los escaparates. Asimismo, asume la mirada del flâneur el cortometraje El
puente (Die Brücke), 1927-1928, aunque no se trata de una sinfonía urbana.
Es un ejercicio formalista sobre los movimientos mecánicos de un puente
levadizo. Al inicio aparece un camarógrafo que usa su cámara (la gira hasta
posicionarse frente al espectador): Ivens pretende destacar que las imágenes
no muestran la realidad, sino que constituyen una construcción discursiva
procedente de una instancia productora65. Predominan los planos de las par-
tes del puente, que ofrecen una visión novedosa (estética) de este último, y
planos panorámicos del río y la ciudad66. Punto central es la poesía produci-
da por el ritmo del movimiento de los engranajes, por la ‘danza’
milimétricamente planificada del puente. Una vez que el puente levadizo
desciende y se acopla nuevamente a la línea férrea, los trenes lo traspasan y
continúan su camino.
Setenta y cinco años después de la película de Ruttmann, en el 2002, el
documentalista Thomas Schadt realizó otro documental sobre la capital
alemana, siguiendo el mismo modelo, Berlín: Sinfonía de una gran ciudad.
Ward (2007: 155-177) ha realizado un análisis detenido de este documental.
65
Este procedimiento metacinematográfico se emplea constantemente, y no sólo al inicio,
en El hombre de la cámara.
66
Caracterizados por la alta abstracción de la línea férrea, los planos del tren en marcha,
que termina por detenerse ante el puente para dejar paso a los barcos, nos recuerdan el ini-
cio de Berlín…, con la llegada del tren a la capital alemana, mientras que la activación de
los engranajes del puente recuerda todos aquellos planos de Berlín… y de El hombre de la
cámara dedicados a la activación y uso de las máquinas de las fábricas.
221
Considera que recurre a la alusión intertextual de películas como El cielo
sobre Berlín, de Wim Wenders, Metrópolis, de Fritz Lang, o el mismo pre-
cedente de Ruttmann. Concluye que, frente al documental de su predecesor,
centrado en ofrecer una mirada estética ‘futurista’ (el ritmo de la ciudad y de
la industrialización), la propuesta de Schadt presenta una visión crítica, in-
cluso al citar como homenaje el documental de Ruttmann. Así, en el
documental de Schadt, mediante montaje asociativo, se yuxtaponen los fo-
togramas de unos animales que comen en el jardín zoológico y los de unos
comensales humanos que almuerzan en un restaurante de lujo. Por implica-
tura ha sido elaborada una yuxtaposición y una argumentación políticamente
crítica que ya se encontraba en el documental de Ruttmann. Según Ward, se
ofrecen al espectador imágenes revestidas de valores pertenecientes a la
memoria crítica al insertar imágenes fijas del pasado (caso del Reichstag) en
las imágenes del Berlín contemporáneo, o al utilizar la juxtaposición irónica
de contrastes urbanos en una ciudad que, de por sí, se caracteriza por ofrecer
restos de un pasado empotrado en la arquitectura del presente.
Frente a las sinfonías urbanas, otras películas buscaron en las décadas
del veinte y del treinta retratar momentos específicos de la cotidianeidad
urbana. Podemos mencionar, desde diferentes propuestas estéticas e ideoló-
gicas, tanto en la ficción como en el documental, la estadounidense
Manhattan, 1921, de Paul Strand y Charles Sheeler, las alemanas La calle,
1923, de Karl Grune, y La callejuela triste, 1925, de Georg Wilhelm Pabst,
o la francesa Duerme París, 1925, de René Clair. Además, Poppe (2009: 49-
69) ha interpretado como flanerie el desempeño de la cámara en el espacio
público en la película argentina Los tres berretine, 1933, del Equipo Lumi-
ton.
París también cuenta con otros documentales sobre sus calles, por lo ge-
neral desde la mirada turística. En los años veinte se pueden nombrar Paris
Express, 1928, de Marcel Duhamel y Pierre Prévert, o Armonías de París,
1928, de Lucie Derain. Juan (2004: 291-314) se ha ocupado de analizar es-
tos documentales y ha establecido su geografía simbólica, fundamentada en
la circulación, el ritmo y la velocidad de la modernidad y sus atracciones y
curiosidades.
En el cine alemán posterior a la Segunda Guerra Mundial, Fisher (2005:
461-480) ha identificado al flâneur en Los asesinos están entre nosotros,
1946, de Wolfgang Staudte. Décadas después, aparece esta figura en El cie-
lo sobre Berlín, 1987, y su segunda parte, Tan cerca, tan lejos, 1993, ambas
de Wim Wenders. Dos ángeles deambulan en la capital alemana y asumen
un punto de vista distanciado hacia los acontecimientos urbanos. Cuando se
convierten en humanos, su principal actividad es, además, deambular. Por su
222
parte, Hamm-Ehsani (2004: 50-65), ha analizado Corre, Lola, Corre (Lola
rennt), 1998, de Tom Tykwer, como renovación del género de la sinfonía
urbana (encuentra muchos puntos de contacto con la película de Ruttmann)
al representar Berlín en un contexto postmoderno de globalización capitalis-
ta.
El cine inglés también ha actualizado la figura del flâneur. London
(1994), de Patrick Keiller, presenta el callejeo de una pareja, Robinson y el
narrador. Ambos intentan localizar los sitios donde conocidos artistas y es-
critores británicos protagonizaron episodios de su vida, a través de la
indagación del pasado ‘oculto’ de la capital británica; se yuxtapone a esta
búsqueda el comentario sobre ciertos acontecimientos que acapararon la
atención en el año de 1992, como fue el caso de un atentado terrorista del
IRA (Donald, 1999: 184). Es un experimento que mezcla la ficción del co-
mentario de la voz en over con imágenes documentales. El inicio de
Following, 1998, de Christopher Nolan, incorpora a un personaje protago-
nista que responde a las búsquedas tradicionales del flâneur. Se trata de un
joven escritor que sigue a los transeúntes y se introduce en sus viviendas
con el objetivo de encontrar materiales (historias) para su escritura. Por otra
parte, Croupier, 1998, de Mike Hodges, presenta a un escritor en ‘sequía
creativa’ que acepta un trabajo en un casino con el objetivo, al igual que en
la película de Nolan, de obtener temas para su escritura. Aunque no ‘flanea’
por las calles, sus inferencias interpretativas, aplicadas a los jugadores de un
casino, son idénticas a las que realiza el flâneur en los espacios abiertos.
Los estudios fílmicos también han investigado a la flaneuse. La partici-
pación de los personajes femeninos en el espacio urbano, considerada como
fuente de ansiedad, ha motivado parte de la obra de Michelangelo Antonio-
ni, sobre todo de La noche, 1963. Murphy (2006: 33-42), por su parte, ha
analizado la flanerie que las protagonistas de Vacaciones en Roma, 1953, de
William Wyler, y Lost in traslation, 2003, de Sofia Coppola, emprenden en
las calles de Roma y de Tokio, donde encuentran y traban amistad con hom-
bres desconocidos, en contactos más caracterizados por la necesidad de
comunicación que por el encuentro sexual. Por su parte, Hottell (1999: 52-
71) analiza la flanerie femenina en dos películas de Agnes Varda: La felici-
dad y La una canta; la otra, también. Asimismo, Hegel (2007) se acerca a
Marsella, de Angela Schanelecs, protagonizada por una flaneuse, en este
caso, Sophie, fotógrafa de profesión.
223
3. La flanerie y la fotografía
Si nos referimos a las relaciones entre la flanerie y la fotografía, los tópi-
cos de investigación son similares a los del cine. También el punto de vista
adoptado por la cámara fotográfica se ha vinculado a la mirada peripatética
del flâneur. En una época tan temprana como 1857, menos de veinte años de
su invención, Victor Fournel equipara su actividad perceptiva con la cámara
fotográfica: “Es un daguerrotipo móvil y apasionado que guarda las meno-
res huellas, y en el que se reproducen, con sus reflejos cambiantes, la
marcha de las cosas, el movimiento de la ciudad, la fisonomía múltiple del
espíritu público, de las creencias, de las antipatías y de las admiraciones de
la multitud.” (Fournel, 1857: 268).
Brand (1991: 165), después de señalar que ya en el siglo XIX los escrito-
res periodistas establecían equiparaciones entre la mirada del flâneur y la
del fotógrafo (incluso comenzaron a sustituir el término sketch o esbozo por
el de fotografía), precisa que ambos papeles sociales reivindicaban el hecho
de ofrecer imágenes no mediadas de la realidad. El flâneur es un daguerro-
tipo móvil que encontrará años después, con la llegada del cine, la
posibilidad de poner sus imágenes en movimiento. Las nuevas condiciones
perceptivas urbanas del siglo XIX no sólo estuvieron simbolizadas en tipos
sociales como el flâneur, sino también por artefactos de la cultura popular
visual, como la cámara fotográfica.
No se ha investigado la presencia del flâneur o de la flaneuse en la histo-
ria de la fotografía, como sí ha sucedido en el caso del cine. En cambio, el
fotógrafo ha sido identificado en diversas ocasiones desde este papel social.
Susan Sontag, ya en el siglo XX, reconoció al fotógrafo la condición de flâ-
neur, y a la fotografía la posibilidad de compartir la mirada propia de la
flanerie, distanciada y curiosa: “[L]a fotografía al principio se consolida
como una extensión de la mirada del flâneur de clase media […] El fotógra-
fo es una versión armada del paseante solitario que explora, acecha” (en
cursiva en el original) (Sontag, 2007: 84).
Para Sontag, la actitud antropológica del fotógrafo-flâneur es la del ob-
servador. Su ideología es similar a la ofrecida por Baudelaire en El spleen
de París, en su descripción de la Otredad urbana ( en lugar de la visión
triunfalista de la modernidad de El pintor de la vida moderna, con su visión
del flâneur que participa en la corriente de transeúntes del bulevar): “Al
flâneur no le atraen las realidades oficiales de la ciudad sino sus rincones
oscuros y miserables, sus pobladores relegados, una realidad no oficial tras
la fachada de vida burguesa que el fotógrafo « aprehende » como un detec-
tive aprehende a un criminal.” (en cursiva en el original) (Sontag, 2007: 85).
224
El fotógrafo que la ensayista norteamericana define como flâneur es el que
se interesa por los espacios más antiguos y degradados de las grandes urbes,
o aquellos que ‘retratan’ los barrios ‘bajos’. Los modelos de Sontag (2007:
85) son Paul Martin (calles de Londres), Arnold Genthe (barrio chino de
San Francisco), Atget (callejuelas y oficios olvidados de París), Brassaï (el
sexo y la soledad en el París nocturno) y Weegee (calles populares de las
ciudades norteamericanas).
Friedberg (1993: 31) caracteriza como flâneur a Nadar, el famoso fotó-
grafo del París de mediados del siglo XIX. Eugène Atget, que comenzó a
fotografiar las callejuelas parisinas y sus respectivos tipos sociales a finales
del siglo XIX (sin interés por los bulevares), no sólo es apreciado como fo-
tógrafo flâneur por Sontag, sino también por Gomella (2009: 67), quien
destaca el aprecio que obtuvo en los círculos surrealistas. Asimismo, la lla-
mada fotografía humanista, entre cuyos participantes se cuentan Robert
Doisneau y Henry-Cartier Bresson, entre otros, en búsqueda del ‘instante
decisivo’, también son analizados por Gomella (2009: 68-70) desde la figura
del fotógrafo flâneur.
Una táctica común es utilizar un personaje o un tipo social específico
como metáfora de una modalidad de representación visual del espacio pú-
blico urbano; así, la mirada panorámica sería típica de Asmodeo, la mirada a
nivel de la calle, típica del flâneur. A partir de este presupuesto, la polariza-
ción de la metrópoli occidental en la segunda mitad del siglo XIX como
espacio de consumo o caótico orientado a la criminalidad no favorece, en
este marco temporal, la mirada distanciada del flâneur como paradigma
conceptual dominante. Shaya (2004: 41-77), en su análisis de Le petit jour-
nal, demuestra que la prensa parisina de la segunda mitad del siglo XIX se
dirige al lector mirón o badaud; y no sólo interpela explícitamente a sus
lectores – identificándose como portavoz de sus intereses – como observa-
dores urbanos ávidos de curiosidad (con lazos solidarios ante los horrores
urbanos), sino que también representa los acontecimientos criminales, tanto
verbal como gráficamente, desde el punto del punto de vista de estos últi-
mos, como si el periódico y el reportero gráfico fueran testigos presenciales
que estuvieran observando emotivamente la escena de los hechos. No en
todo tipo de prensa popular la mirada del flâneur entra en declive en la se-
gunda mitad del siglo XIX. Gretton (2006: 94-112) considera que los
illustrated weekly magazines (revistas semanales ilustradas) de Francia e
Inglaterra, entre 1860 y 1910, imitaron en sus ilustraciones y fotografías la
representación urbana típica del flâneur, en una época de declive del sketch
costumbrista, su medio tradicional de representación. Es decir, la mirada del
flâneur pasa de la cultura escrita a la visual.
225
Por mi parte, considero que en la segunda mitad del siglo XIX, con el
auge del periodismo ilustrado (diarios y revistas), se promovió a nivel visual
tanto la ideología del flâneur consumidor (en las revistas para la burguesía y
la pequeña burguesía) como la del badaud, ávido de acontecimientos sensa-
cionalistas (en los diarios populares).
226
Capítulo 7.
El flâneur postmoderno y el ciberflâneur
227
(electronische flâneur, en aleman; flâneur electronique, en francés). El usuario
del circuito comunicativo del libro ha sido llamado lector; el de las situaciones
comunicativas massmediáticas, audiencia; el de los espectáculos presenciales
(teatro, ópera, circo), público espectador. Llegados a este punto… ¿Qué
nombres ha recibido el usuario de Internet? El usuario del ciberespacio ha sido
llamado, en la denominación que más ha calado, cibernauta, es decir, el
usuario que visiona, busca, lee e interpreta sus formatos y contenidos.
Podemos tipificar a distintos cibernautas. Para ello, se pueden adaptar
diversos tipos urbanos clásicos a los diferentes usos de Internet. El
ciberespacio favorece la evolución de unos comportamientos prototípicos que
encuentran su última metamorfosis en la ciudad de los bits. En la tradición
literaria y periodística se encuentran consolidadas varias figuras de viajeros
urbanos, de personajes que se desplazan por la ciudad y la consumen
simbólicamente, que en lugar de recorrer comarcas, regiones o continentes se
desplazan por barrios, calles, plazas… En un proceso similar al crecimiento de
las ciudades decimonónicas, la consolidación de la ciudad virtual (Internet)
permite la tipificación de figuras urbanas virtuales herederas de aquellas que
transitaban por las ciudades de los siglos XIX y XX67.
Los distintos tipos de cibernautas son susceptibles de ser estudiados en el
ámbito de la tematología. Esta disciplina, en el estudio específico de la
evolución histórico-artística de los tipos sociales, puede interesarse en la
metamorfosis del flâneur, el paseante, el vagabundo, el turista y el pirata68,
figuras que se pueden adaptar el ciberespacio.
En la ciudad virtual, el paseante es un viajero que no tiene temperamento
aventurero. Por ejemplo, todos los días consultará Internet como asiduo
visitante de un mismo título de la prensa electrónica. Pragmático, sólo utiliza
la red como consulta de ciertos temas (prensa, lugares de ocio, consulta regular
del correo electrónico…) y a partir de un espectro muy limitado de funciones.
67
Estas categorías se pueden perfilar a partir de los mismos relatos de los usuarios de
Internet en autoetnografías. Podemos categorizar los relatos de los viajeros ciberespaciales
sobre sus propias experiencias como una especie teorización sobre sus actividades. Estos
relatos tendrán un tinte autobiográfico, escudadas o no como relatos de ficción. Expresarán
la movilidad de la identidad, situación provocada por las experiencias interactivas de la
subjetividad con los distintos espacios virtuales.
68
El pirata informático daña la actividad rutinaria de los sitios de la red al lanzar un ataque
anónimo a un motor de búsqueda, que podríamos considerar como una de las autopistas del
ciberespacio, desde un sitio esclavo. Sean cuales sean las motivaciones de los piratas
informáticos, las acciones que adopten los piratas informáticos en contra de los propietarios de
los sitios de la red siempre se encontrarán al margen de las actividades legales, aunque en
ocasiones los ciudadanos asuman a esta figura entre la admiración y el reproche, como sucede
con la memoria cultural hacia los piratas tradicionales.
228
No pretende realizar búsquedas exhaustivas. También accederá a la red para
comprobar si se ha realizado alguna modificación en alguna página web de su
predilección. La figura del ciberjugador se puede constituir en otro usuario
prototípico de Internet, que tiene carácter gregario, junto con el flâneur, el
cibervagabundo y el ciberpaseante. Asimismo, podemos perfilar el
cibermanifestante del ciberactivismo, al igual que este último se manifiesta en
las calles de las ciudades.
Las figuras viajeras del ciberespacio también pueden ser caracterizadas a
partir de sus prácticas de búsqueda y consumo de conocimiento. El
desplazamiento del paseante es un recorrido completamente prefijado. En
cambio, la ausencia de sujeción a una trayectoria predefinida permite al
ciberflâneur y al cibervagabundo realizar hallazgos, tanto en la ciudad
tradicional como en la virtual.
En el proceso de conceptualización de las figuras viajeras del ciberespacio,
el ciberflâneur es quien ha recibido la mayor atención. Se han establecido
similitudes y diferencias frente al tradicional. La principal similitud sería la
aleatoriedad de su trayectoria. En cambio, Featherstone (1998: 919-923)
establece diferencias entre el flâneur electrónico y el tradicional: mientras que
las ciudades tradicionales tienen un límite, la ciudad de los bits es ilimitada y
se encuentra en permanente reconstrucción… En todo caso, su
conceptualización no ha terminado de consolidarse. Keidel (2006: 200 nota
633) considera que el ciberflâneur (en alemán, se refiere al Datendandy o
digital Flâneur), no se ha convertido en un término consolidado en la ciencia
literaria: “no existe, más allá de diversas manifestaciones programáticas del
flâneur digital […] ningún texto literario que encuentre y traduzca un nivel
reflexivo para el movimiento de la flanerie en Internet.”
En todo caso, ¿qué clase de comportamiento desarrolla el flâneur
informático, según todos aquellos investigadores que han analizado esta
figura? Goldate69, desde una visión restrictiva, designa a los centros
comerciales del ciberespacio como uno de los pocos lugares propios de los
flâneurs informáticos; para este autor australiano,
69
http://home.vicnet.net.au/claynet/flâneur.htm.
229
‘multitud’ ocurre en los cibercentros comerciales, los Multi User Dungeons,
los File Transfer Protocol o los Internet Relay Chat.” (en cursiva en el origi-
nal).
70
Goldate, http://home.vicnet.net.au/claynet/flâneur.htm.
71
http:// www.soda.co.uk/SODART/LUCY/FLÂNEUR/flâneur12.htm.
72
http:// www.soda.co.uk/SODART/LUCY/FLÂNEUR/flâneur3.htm.
230
momentos y situaciones, de todos los viajeros ciberespaciales. El cibernauta
no tiene un sólo interés, valor o creencia, sino que los cambia con el tiempo.
Detenta una pluralidad de identidades, atraído como está por una inabarcable
cantidad de discursos sociales, más o menos contradictorios, más o menos
atractivos. Adopta diversas subjetividades. En todo caso, mientras no se
emprendan investigaciones empíricas sobre los usos de Internet, esta figura
será muy elusiva.
231
Segunda parte.
El flâneur en las escenas urbanas
del costumbrismo español
y el modernismo latinoamericano
Sección primera.
La escena urbana en el campo
del periodismo literario
Introducción.
La técnica de la escena urbana como forma expresiva
paradigmática de los cambios de la modernidad cultural
237
sociedad que las naciones del centro y del sur de América deberían asumir
(Martí, Darío, Gómez Carrillo…).
Partimos del siguiente principio: el procedimiento de la escena, protago-
nizada por el narrador flâneur, aparece en textos que han sido llamados,
alternativamente, según las épocas, artículos costumbristas o crónicas mo-
dernistas. Elijo el término escena (cuadro, tableau) porque incorpora en su
definición la enunciación en primera persona distanciada de los aconteci-
mientos típica de la estética del flâneur, sin importar el etiquetaje que haya
recibido el texto que utiliza este procedimiento en el título73. Muchos textos
que utilizan el procedimiento de la escena son tipificados en los títulos pe-
riodísticos o en las compilaciones bajo otra denominación genérica74. El
investigador debe estar atento. Es un error excluir textos que pertenecen a la
estética del flâneur y que utilizan el procedimiento genérico de la escena
simplemente porque hayan sido etiquetados bajo otras pertenencias genéri-
cas (artículo, ensayo, etc.). A la hora de acercarnos a los textos de la flanerie
en español lo importante es preguntarnos si son escenas urbanas y si predo-
mina la descripción urbana, evaluada por un enunciador testigo en primera
persona. Además, en ocasiones, cuando accedamos a las compilaciones de
artículos o crónicas de los escritores, será preciso separar los textos que uti-
lizan el procedimiento de la escena de aquellos que utilizan otros
procedimientos genéricos, como la semblanza o la crítica de arte, caso de
España contemporánea, de Rubén Darío. Textos que han recibido la deno-
minación genérica de artículos costumbristas o crónicas modernistas no sólo
incorporan escenas urbanas, sino también cuentos, semblanzas e incluso
crítica de arte (textos que no forman parte de nuestro corpus).
Cuando hablamos de escenas (en artículos o crónicas), no nos referimos a
textos donde están ausentes las marcas enunciativas que otorgan la ‘ilusión
de objetividad’, como se da en el discurso informativo, sino que muestran
deícticos espacio-temporales y enunciativos indicativos de la presencia del
73
A diferencia de la noticia, los demás géneros periodísticos no han sido definidos riguro-
samente. Abundan las definiciones impresionistas en los pésimos manuales de periodismo,
sobre todo en los de opinión.
74
Muchas escenas se han publicado en los periódicos en series de título distintivo y, des-
pués de un tiempo, han sido incorporadas por sus autores en compilaciones y antologías,
por lo general con el mismo título que la serie periodística de la que proceden. También es
común que la compilación seleccione sólo algunos de los textos de la serie original, sobre
todo para conferir mayor unidad o coherencia temática o enunciativa a la compilación. Por
ejemplo, Kracauer compiló en 1963 las que consideró como sus mejores crónicas de la
época weimariana bajo el título Calles en Berlín y en otros lugares (Straβen in Berlin und
anderswo).
238
flâneur en el espacio público. Se utiliza una voz testigo de los acontecimien-
tos, que relata sus propias observaciones y conductas y las de sus
conciudadanos. El carácter distintivo de la escena urbana es la actitud co-
mentativa, evaluadora, de un sujeto enunciador, el narrador observador, ante
los acontecimientos o hechos descritos y narrados.
Nuestro corpus de escenas urbanas incluye en primer lugar los artículos
del romanticismo costumbrista español (pilar fundamental de la posterior
novela realista). La definición de artículo de costumbres ofrecida por Julián
Moreiro (2000: 11) precisamente destaca el empleo del procedimiento de la
escena:
“El artículo es una composición breve que puede describir ciertos ambientes
y analizar los comportamientos de quienes los integran – el texto conforma
entonces un cuadro o escena – o centrarse en determinados tipos, es decir,
en personajes representativos, que a veces se extraen de las escenas donde
están insertos. Son piezas narrativas que suelen desarrollar una breve anéc-
dota e incluyen a veces diálogo, pero en las que priman los pasajes
descriptivos: no es raro incluso que carezcan incluso de movimiento.” (en
cursiva en el original)
239
115-116), la ausencia de soportes institucionales (sistema educativo o in-
dustria editorial) provocó en la segunda mitad del siglo XIX la dependencia
de la literatura latinoamericana hacia el periodismo como instrumento de
legitimación institucional de su práctica: la crónica cumplió funciones que
en Europa fueron ejercidas por la novela. De cara al público lector, cumplió
las mismas funciones pedagógicas. Además, en esta época (finales del siglo
XIX-inicios del XX), el periodismo de las crónicas es uno de los pocos es-
pacios de supervivencia económica y de expresión del escritor
latinoamericano.
Las crónicas modernistas tienen una finalidad informativa (sobre un he-
cho actual) y estético (y filosófico o moral, según sea el caso) (Morales,
1998: 114). Podemos ofrecer un ejemplo con “Fiestas de la Estatua de la
Libertad”, 1886, de José Martí: la inauguración de la estatua de Bartholdy se
constituye en punto de partida para la reflexión sobre el valor libertad (en el
sentido de libertad política, independencia y democracia). Creo, en todo
caso, que se le olvida a Morales el procedimiento de la escena (muchas ve-
ces urbana), el hecho de que las crónicas modernistas también informan en
primera persona sobre las ‘nimias’ observaciones directas del enunciador,
no siempre sobre acontecimientos relevantes.
El procedimiento de la escena también está ausente de la siguiente defi-
nición de la crónica, temática y formal. Martínez, Ibarra, Salazar y
Campuzano (2008: 164-166) describen algunas características del género de
la crónica, con ejemplos procedentes de Manuel Gutiérrez Nájera: primero,
la temática fragmentaria o heterogénea, homologable a la misma visión ca-
leidoscópica de la modernidad (se incorporan comentarios sobre diversos
acontecimientos en textos que son sinécdoque del periódico en el que se
publican); segundo, la simultaneidad respecto de los acontecimientos repre-
sentados, muchos de ellos pertenecientes a fechas relevantes del calendario;
y su flexibilidad formal (permanencia o cambio del estilo o de los pseudó-
nimos empleados…). Se le escapa el hecho de que la temática fragmentaria
se describe desde el punto de vista enunciativo de un flâneur testigo de los
acontecimientos (procedimiento enunciativo y referencial que definen a la
escena).
La escena urbana, como procedimiento descriptivo, también está ausente
de las distintas funciones que Jiménez otorga a las crónicas escritas por
Martí, que se pueden hacer extensivas al resto de los cronistas modernistas.
Jiménez (en Morales, 1998: 115) encuentra en las crónicas de Martí y de
otros escritores modernistas el nivel realista (el hecho descrito), el subjetivo
o lírico (el escritor presenta el suceso como experiencia personalmente vivi-
240
da o sentida), el de la extracción de una significación moral y trascendente
(ideales superiores) y el de la pulcritud estilística (recursos expresivos).
En primer lugar, la crónica informa sobre un hecho; en segundo lugar, in-
forma sobre este hecho desde un punto de vista subjetivo (aquí apenas se
sugiere la presencia de la escena en la crónica modernista, cuando Jiménez
se refiere a la presentación de un hecho como una experiencia personal-
mente vivida); en tercer lugar, la instancia enunciativa evalúa este hecho en
sus implicaciones sociales; y, en cuarto lugar, la descripción y la evaluación
moral se expresa con la utilización cuidada de recursos estilísticos. Este
cuarto nivel también es destacado por Ramos (2003: 146-147), quien consi-
dera la crónica como un espacio en el que se informa, pero también donde el
hecho se asume como objeto de la reflexión del cronista; es un ejercicio de
sobreescritura estilizada que tematiza la operación de un sujeto literario,
enunciador de una mirada singular sobre lo que informa; lanza, en suma,
una mirada estética sobre lo prosaico.
Quisiera destacar que estas cuatro intencionalidades (la informativa, la
evaluativa, la moral, incluso la estilística o estética) en las escenas de las
crónicas modernistas también se dan en las escenas de los artículos costum-
bristas, conexión que siempre se ha olvidado establecer.
En muchos casos, los escritores modernistas y los periódicos para los que
escribían tenían la intención de construir su proyecto cultural latinoamerica-
no a partir del modelo positivo de la modernidad industrial (encabezado por
Norteamérica y Europa), aunque en ocasiones sus escenas se convertían en
un espacio discursivo para la crítica de este modelo. Para Ramos, aunque la
crónica surge como vitrina de la modernidad extranjera deseada por el lector
culto latinoamericano, escritores como Martí la convirtieron en una crítica
del ‘viaje importador’, deseante de la misma modernidad, en el género del
mismo nombre, proveniente de los letrados (Ramos, 2003: 122).
Es decir, los cambios culturales y económicos (función informativa de la
crónica) se convierten en topic o tema para el comment o evaluación poste-
rior de la crónica: reflexionar, desde el elogio o la crítica, sobre el proyecto
económico-político y el proyecto identitario más conveniente para Latinoa-
mérica.
Como expone Julio Ramos (2003: 113-147) en el capítulo Límites de la
autonomía: periodismo y literatura, de su libro Desencuentros de la
modernidad en América Latina, Literatura y política en el siglo XIX, la
función estética de la crónica periodística parece estar facilitada por la
transformación de los objetivos de los grandes periódicos latinoamericanos,
una vez superada la función de dependencia estatal que ostentaron en el
periodo inmediatamente posterior a la independencia: la prensa de opinión
241
(con la voz institucional del periódico como portavoz), cuya función es
servir de órgano semioficial de los partidos políticos o del Estado, en el
periodo de vigencia del letrado, desde la Independencia de las Repúblicas
americanas hasta la década de 1870, se transforma posteriormente en prensa
informativa que, además de informaciones, ofrece complementariamente
espacios de opinión (esta vez personales) y estéticos, con lo que emerge,
desde mediados del siglo XIX, como un medio de la cultura de masas en el
sentido moderno de la palabra.
Frente a la coexistencia anterior entre información y opinión,
caracterizada por la sociedad de los letrados, en el último tercio del siglo
XIX, en cambio, se da la fragmentación del periódico entre el espacio
objetivo de la información, el axiológico de la expresión privada del
partidismo político y el estético de las páginas literarias. Y es la función
estética de la crónica, que muchas veces incorpora escenas urbanas, la que
se integra no sólo en la prensa, sino también en el campo especializado de la
literatura, proceso que escritores como Darío, en “El periodista y su mérito
literario”, reconocieron en su oportunidad:
Tanto las escenas de los artículos costumbristas como las escenas de las
crónicas modernistas se ocupan de tematizar la cotidianeidad urbana. Esta
cotidianeidad (nivel informativo) es observada (nivel subjetivo o enunciati-
vo) y evaluada (nivel moral o trascendente) desde procedimientos
tradicionalmente asignados al discurso literario (nivel estilístico). En el caso
de las escenas de las crónicas modernistas, aunque la cotidianeidad urbana
representada será en ocasiones latinoamericana, debe destacarse la construc-
ción de imágenes populares, recibidas por los lectores latinoamericanos,
sobre las ciudades y sociedades de Europa y Norteamérica. París, por ejem-
plo, se convierte en un mito que exportan algunos cronistas hacia los
periódicos de la región.
Una lamentable confusión, por lo demás elitista, ha provocado el escaso
interés académico hacia los artículos costumbristas y las crónicas modernis-
tas. El periódico queda rápidamente obsoleto en el circuito de distribución y
consumo de la prensa y muchas veces se ha trasladado este determinante
comercial a la hora de evaluar la calidad estética y la pertinencia documental
242
de estos textos periodísticos, llegándose a definir como un discurso cuyo
interés histórico y literario rápidamente se hará obsoleto, intrascendente en
sus comentarios interpretativos sobre el acontecer y carente de valor litera-
rio. Sin embargo, considero que en la escena costumbrista y en la
modernista han aparecido algunas de las más vigentes descripciones y algu-
nos de los comentarios interpretativos más lúcidos que se han escrito sobre
la modernidad.
En este libro refutamos puntos de vista que categorizan al artículo cos-
tumbrista y a la crónica modernista como ‘reflexiones efímeras’ cuya ‘vida
intelectual’ pervive en lo que dura el acontecimiento evaluado. Por el con-
trario, la representación periodística sobre los acontecimientos ‘efímeros’
que caracterizan a la modernidad es un sistema de pensamiento complejo,
coherente y sistemático. Que el soporte en el que se expresa este pensamien-
to sea fragmentario y comercialmente efímero y que represente la
modernidad mal llamada ‘efímera’ no anula el sistema de pensamiento que
contribuyen a canalizar géneros descriptivos como la escena. Que el medio
sea fragmentario (periódico) no se sigue que el pensamiento expresado sea
semánticamente incoherente o intelectualmente poco complejo. El mismo
prejuicio ha pesado sobre la escritura costumbrista y la modernista de las
escenas urbanas: como representaron lo temporalmente ‘efímero’, canaliza-
do a través de periódicos, siempre se ha considerado que sus textos son
intelectualmente efímeros. Más bien, al contrario. Al representar los cam-
bios sociales de la modernidad, las escenas, no sólo en el costumbrismo,
sino también en el modernismo, han cumplido una importante labor de re-
flexión cultural sobre el origen, extensión y consecuencias de este proceso.
Roque Baldovinos (2008: 57-58) también defiende la importancia intelec-
tual de la crónica como expresión por antonomasia de la modernidad, como
observación de hechos cotidianos que permite visibilizar nuevos significa-
dos de un mundo en constante modernización, aunque la consagración del
modernismo en el canon literario provocara en un principio, frente a la poe-
sía, la invisibilización de esta escritura periodística.
243
Capítulo 1.
Las relaciones de los escritores costumbristas
y modernistas con las empresas periodísticas
245
mulas de este tópico es recurrir a la escasa preparación del enunciador, ya
sea en el uso del lenguaje o en cualquier otra faceta.
En “El barbero de Madrid”, de Mesonero Romanos se tematiza esta difi-
cultad. Le comunica al destinatario del periódico, a su lector implícito, el
determinante temporal de la rápida entrega del texto a la redacción:
246
1968: 164). Llega de pronto un sobrino suyo, con el que visitará una casa de
empeños. Por su parte, al inicio de “Yo quiero ser cómico”, el enunciador
confiesa su sequía de ideas: “Hallábame, como he dicho, sin saber cuál de
mis notas escogería por más inocente, y no encontraba por cierto mucho que
escoger” (Larra, 1968: 625). La visita de un joven con pretensiones de con-
vertirse en cómico (actor) que le pide, como crítico teatral, una
recomendación, le permitirá redactar un artículo.
En ocasiones, el escritor tiene tema de escritura, pero no puede expresar-
lo con un plan compositivo que le satisfaga. En “La casa a la antigua”, de
Mesonero Romanos, El Curioso Parlante, responde a una carta que ha reci-
bido de uno de sus lectores, don Perpetuo Antañón. Pone en conocimiento
de los lectores el tema de la carta, pero reflexiona sobre los mejores proce-
dimientos para hacerlo: “[C]orté varias plumas, tracé algunas líneas, las
borré luego, cambié muchas veces el papel y me rasqué no pocas las orejas
y la frente; pero todo en vano, pues nada de lo que escribía llenaba mis de-
seos” (Mesonero Romanos, 1967: 274). En este caso, la dispositio y la
elocutio son las etapas ‘conflictivas’ del proceso creativo.
247
Ya en el espacio público, el enunciador declara en ocasiones tomar notas
en una libreta para describir verbalmente las observaciones realizadas, como
en “El día de fiesta”, de Mesonero Romanos (1967: 265): “Ahora, pues,
leamos despacio mis notas y escojamos materia conveniente…“ Y El pobre-
cito hablador, en “El café”, de Larra (1968: 129), después de observar y
escuchar desde un rincón a diversos tipos sociales que conversan, declara:
“Y volviendo a mi café, levantáme cansado de haber reunido tantos materia-
les para mi libreta”. En el espacio público, el escritor se encuentra en plena
labor periodística. Debe apreciarse, además, que el motivo de la escritura de
las observaciones del espacio público en una libreta traspasa el ámbito pe-
riodístico, y aparece en la novela autobiográfica75.
Tanto en Mesonero Romanos como en Larra, en algunas oportunidades el
periodista recibe la visita de un amigo o familiar y el tópico de conversación
o la salida conjunta a la calle se convierte en el tema del artículo. En otras
ocasiones, saldrá solo de casa y recorrerá sin compañía, como flâneur, las
calles y los espacios públicos. Por último, también puede salir con un amigo
o familiar a realizar un trámite burocrático, o visitar un espectáculo, como
sucede también en el costumbrismo europeo.
75
En la novela también aparece, como en El paseo, del suizo Robert Walser (2001: 9-10):
“Olvidé con rapidez que arriba en mi cuarto había estado hacía un momento incubando,
sombrío, sobre una hoja de papel en blanco. Toda la tristeza, todo el dolor y todos los gra-
ves pensamientos se habían esfumado […] Esperaba con alegre emoción todo lo que
pudiera encontrarme o salirme al paso durante el paseo.”
248
pliego de palabras que formen oraciones, y no decir nada al cabo de un
mes.” (Larra, 1968: 1019-1020). Los estrictos plazos de entrega se relacio-
nan directamente con la calidad de la escritura periodística. Es una de las
causas de su escasa ‘originalidad’ o ‘creatividad’, de su anclaje en estereoti-
pos, moldes o esquemas preparados de antemano. La escritura periodística,
en “Casarse pronto y mal”, de Larra, está redactada a la carrera y cambia
rápidamente de tema, sin mayor reflexión, ‘reflejo’ de la propia condición
intelectual de los lectores:
249
La relación ideológicamente crítica que tiene Larra con el campo perio-
dístico incluye su actitud ante la opinión pública, a la que considera como
una construcción discursiva de las propias empresas periodísticas o de los
propios escritores, con la que justifican su intento de difundir sus respectivas
propuestas ideológicas. El artículo “¿Quién es el público y donde se encuen-
tra?” comienza con reflexiones del enunciador sobre la importancia que ha
adquirido esta entidad en la sociedad:
“Esa voz público que todos traen en boca, siempre en apoyo de sus opinio-
nes, ese comodín de todos los partidos, de todos los pareceres, ¿Es una
palabra vana de sentido, o es un ente real y efectivo? Según lo mucho que se
habla de él […] debe ser alguien. El público es ilustrado, el público es indul-
gente, el público es imparcial, el público es responsable: no hay duda, pues,
en que existe el público. En este supuesto, ¿quién es el público y dónde se le
encuentra?” (en cursiva en el original) (Larra, 1968: 156-157).
Bajo esta interrogante, decide salir de casa para conocer al público. Sus
conclusiones como flâneur son muy críticas sobre el concepto de opinión
pública: “El público es el pretexto, el tapador de los fines particulares de
cada uno. El escritor dice que emborrona papel, y saca el dinero al público
por su bien y lleno de respeto hacia él. […] Yo mismo habré de confesar que
escribo para el público, so pena de tener que confesar que escribo para mí”.
(Larra, 1968: 163). Es decir, se trata de una excusa utilizada para exhibir y
difundir la propia ideología del enunciador. Parte del plan persuasivo de
todo discurso de intencionalidad política es declarar que se escribe para una
‘supuesta’ ciudadanía, para que esta última pueda leer y reflexionar sobre
las ideas que defiende, pero que todavía no ha terminado de perfilar.
El callejeo o flanerie que emprende el enunciador en este artículo por
fondas, teatros, parques, iglesias y otros espacios le permite llegar a una
segunda conclusión. En lugar del público presupuesto por el periódico, im-
plícito y abstracto, comprueba, al observar diferentes espacios de reunión
ciudadana, que ‘existen’ muchos públicos, con intereses muy diversos. En
lugar de respaldar la existencia de una entidad abstracta que muchas veces
no es sino el punto medio que toda empresa periodística dice defender con el
propósito de alcanzar la mayor difusión posible (‘escribimos para todo el
mundo’ o ‘escribimos desde el sentido común’), el enunciador sostiene, por
el contrario, en su comprobación directa de la realidad social, “que no existe
un público único, invariable, juez imparcial, como se pretende; que cada
clase de la sociedad tiene su público particular, de cuyos rasgos y caracteres
diversos y aun heterogéneos se compone la fisonomía monstruosa que lla-
250
mamos público” (Larra, 1968: 163). Dos siglos después, la sociología post-
moderna ha llegado a la misma conclusión, a la hora de diagnosticar la
sociedad del capitalismo tardío. No existe una única opinión pública, sino
diversas comunidades de interés, diversas comunidades interpretativas.
La obligación que tiene el periodista de escribir para una opinión pública
lo más ‘universal’ posible, y no para comunidades de interés empíricamente
existentes, es motivo de crítica en “La polémica literaria”, de Larra. En el
marco de la argumentación aparecen integrados el tópico de la crisis de la
escritura y el ‘sinsentido’ de escribir desde un enfoque ‘universal’, para una
supuesta opinión pública ‘promedio’. Como periodista, el enunciador pre-
tende urdir un artículo que guste a todo aquel que lo termine por leer. En
esta situación, le pide a Santa Rica “inspiraciones cortadas a medida de todo
el mundo. Pedíale un modo de escribir que ni fuese serio, ni jocoso, ni gene-
ral, ni personal, ni largo, ni corto, ni profundo, ni superficial, ni alusivo, ni
indeterminado, ni sabio, ni ignorante, ni culto, ni trivial” (Larra, 1968: 347).
Las consecuencias de construir un concepto ‘abstracto’ de opinión públi-
ca, espejo de los intereses de las empresas periodísticas, son devastadores: la
obligación de acomodarse a esta supuesta entidad provoca una crisis de la
escritura (‘el periodista no sabe sobre qué escribir’) y un estilo pobre, sin
personalidad, mediocre. Con estas opiniones, debidas más que todo a las
difíciles condiciones laborales del periodista en la década de 1830 y a la
orientación política de la prensa, Larra es muy lúcido al reflexionar sobre la
importancia que tienen los periódicos en la modernidad y las férreas limita-
ciones políticas que sufren. En “Un periódico nuevo” los define como
símbolos paradigmáticos de una nueva época (diferente a la del Antiguo
Régimen), caracterizada por los cambios culturales y tecnológicos, una épo-
ca comprendida, según Larra, como corriente que todo lo arrebata:
“Los hechos han desterrado las ideas; los periódicos, los libros. La prisa, la
rapidez, diré mejor, es el alma de nuestra existencia, y lo que no se hace de
prisa en el siglo XIX, no se hace de ninguna manera […] Las diligencias y el
vapor han reunido a los hombres de todas las distancias; desde que el espacio
ha desaparecido en el tiempo, ha desaparecido también en el terreno. […] Un
libro es, pues, a un periódico lo que un carromato a una diligencia. […] el
periódico es una secuela indispensable, si no un síntoma de la vida moderna.
[…] Inapreciables son las ventajas de los periódicos; habiendo periódicos, en
primer lugar, no es necesario estudiar, porque a la larga, ¿qué cosa hay que
no enseñe un periódico? […] el periódico es el grande archivo de los cono-
cimientos humanos, y que si hay algún medio en este siglo de ser ignorante,
es no leer un periódico.” (Larra, 1968: 932-934).
251
La aceleración temporal de los acontecimientos ha terminado por borrar
las distancias espaciales. La prensa, por su parte, es el principal instrumento
de la democratización cultural, el principal canal difusor de la cultura de
masas (es un compendio). Son célebres las reflexiones de Charles Baude-
laire, Marx y de otros autores decimonónicos sobre la modernidad, pero si
prestamos atención a las que expone Larra, podemos concluir que no son ni
menos agudas ni menos acertadas. Deberían ser, sin exagerar, tan conocidas
como las mencionadas. La corriente que todo lo arrebata, de Larra, es una
expresión tan acertada como Todo lo sólido se desvanece en el aire, de Karl
Marx, procedente del Manifiesto comunista.
252
mo ‘reseña muy ligera’ y en otros –caso del costumbrismo- como ‘articule-
jos’) es un simple tópico o indica la incomodidad del escritor de escribir
para un periódico.
La crisis de la escritura también se utiliza en “Veladas teatrales. Soledad
Goizueta”: “Antes de poner este nombre [el de esta cantante mexicana, en el
título de la crónica], en la primera cuartilla, he vacilado largo tiempo, sin
resolverme a escribir. Varios asuntos rodeaban mi cerebro, solicitando la
preferencia para la crónica de hoy.” (Casal, 1964, II: 100). Y en “Bocetos
sangrientos. El matadero”, escena dedicada a describir el Matadero de La
Habana, utiliza la convención, ya empleada en el discurso costumbrista, de
afirmar en el exordio que el motivo de la flanerie es encontrar y ofrecer un
tema a los lectores. No se va al espacio público por propia decisión, sino por
requerimiento de los lectores:
“[S]iete días en que nada de novedad ocurrió, nada digno de ser escrito pu-
blicado. Una página en blanco y un lápiz, rota la punta, abandonados, sobre
una mesa desordenada, llena de un ejército de diarios y revistas, capitaneado
por Monseñor el Diccionario de la Real, y sentada cabe a ella, un hombre
que se desespera, que busca la nota para sus crónicas, y esta se le escapa” (en
Roque Baldovinos, 2009: 74).
253
“Para escribir un artículo no se necesita más que un asunto: lo demás… es lo
de menos. Hay en esto del periodismo mucho de maquinal. Lo más impor-
tante es saber […] llenar las cuartillas de reglamento de cualquier cosa. […]
Prometedme un asunto diario, y en nombre de mi conocimiento del ‘oficio’
os prometo un artículo diario: advirtiendo que no se necesita un gran asun-
to.” (Nervo, 1971: 97).
76
Las relaciones con el momento la esfera de la impresión son comunes, además, en el
costumbrismo. En algunos artículos de Los mexicanos pintados por sí mismos, por ejemplo,
son comunes las menciones al impresor.
254
Mencionar la utilización de la libreta de apuntes o del cuaderno de notas,
que permite tematizar el momento de la escritura, no es exclusivo del cos-
tumbrismo (Larra, Mesonero Romanos). También aparece en la escritura
modernista. Un ejemplo procede de la crónica “Semana Santa. Sensaciones
personales”, de Julián del Casal: “[R]etorno a mi garçonniere, donde anoto,
al correr de la pluma, la sensación más triste, que se puede experimentar: la
del aislamiento entre la multitud.” (en cursiva en el original) (Casal, 1964,
II: 99). Otro ejemplo proviene de Rubén Darío, de España contemporánea.
En la crónica “En Barcelona”, el enunciador menciona una de las más im-
portantes actividades de la flanerie literaria como es el recoger apuntes de
las impresiones: “Como voy de paso apenas tengo tiempo de ir tomando mis
apuntes.” (Darío, 2001: 122). En la crónica sobre Málaga, de Tierras sola-
res, menciona: “« Larios y boquerones », corrige un andaluz que lee las
últimas palabras que he escrito.” (Darío, 1904: 25). Décadas más tarde, en la
portada de la compilación de crónicas Los rituales del caos, de Carlos Mon-
siváis, aparece una ilustración donde el cronista, convertido en personaje,
toma apuntes dentro de un vagón del metro mexicano. El periodista con su
libreta de apuntes forma parte de la iconografía de la profesión.
255
Capítulo 2.
La técnica de la escena (cuadro) en el costumbrismo
y el modernismo: la urbe como espectáculo, teatro y bazar
257
5) se utiliza la técnica decimonónica del punto de vista panorámico (Me-
sonero Romanos en el costumbrismo, y Darío y Enrique Gómez Carrillo en
el modernismo); y
6) se declara la necesidad de ir al espacio público con el objetivo de en-
contrar temas para la escritura periodística, tan determinada por las rutinas
temporales (Larra y Mesonero Romanos en el costumbrismo; Julián del Ca-
sal, en el modernismo).
Para comparar la prosa periodística costumbrista y modernista y destacar
que la segunda hereda muchos procedimientos de la primera en su uso del
procedimiento descriptivo de la escena o cuadro, debemos dejar en suspenso
la denominación genérica que ambas escrituras han obtenido, artículos por
una parte y crónicas por otra parte, y pasar a ocuparnos de la técnica des-
criptiva que comparten cuando describen la urbe. Casal mismo, por ejemplo,
distingue entre la denominación genérica del texto (crónica) y la técnica
(escena) utilizada en su escritura, al precisar en “Sensaciones personales”:
“[P]ara hacer una crónica como ésta donde trataré de pintar, en cuadros pe-
queños, las sensaciones experimentadas en esos lugares.” (Casal, 1964: 98).
Es decir, declara escribir una crónica (denominación genérica) con el em-
pleo del procedimiento descriptivo de la escena o cuadro.
Aunque los escritores modernistas adopten el término crónica del género
chronique practicado en el París del Segundo Imperio (a mediados del siglo
XIX), debemos prestar atención al hecho de que muchas veces estos textos
incorporan escenas o cuadros, que recurren a procedimientos temáticos,
enunciativos y estilísticos ya empleados previamente por el costumbrismo.
La crítica ha señalado que la crónica modernista tiene su modelo en la
crónica francesa de mediados del XIX, género dedicado a la actualidad
mundana, pero no ha indagado sistemáticamente en estas relaciones, y pocas
veces ha prestado atención al hecho de que ambos géneros comparten mu-
cho con la escena costumbrista, tal como se practicó a escala internacional.
Susana Rotker (2005: 123) considera que tanto el cuadro costumbrista como
la chronique francesa de mediados del XIX son precedentes de la crónica
modernista, pero no especifica qué procedimientos permiten establecer estos
vínculos. Y Aníbal González (1983: 64-74), al comparar la chronique y la
crónica modernista, sólo plantea que se dedican a lo mundano, a la vida pú-
blica, desde la personalidad del artista; y al comparar la crónica modernista
y el artículo de costumbres, únicamente declara que se basan en la misma
epistemología empirista, la representación de la realidad desde la percepción
de los sentidos. La crítica no define estilística, enunciativa y temáticamente
la chronique francesa para pasar a establecer seguidamente vínculos con la
escena costumbrista y la crónica modernista. En la crónica francesa, ¿la ins-
258
tancia enunciativa sólo comenta hechos mundanos que ha leído en los pe-
riódicos o, además, aquellos que ha observado directamente, como si
realizara el paseo propio de un flâneur? ¿Utiliza la crónica francesa el pro-
cedimiento del tableau, del cuadro, la observación de una escena, como
antes hizo el costumbrismo a escala internacional y lo hará después la cróni-
ca modernista?
En este sentido, el presente capítulo pretende destacar los vínculos direc-
tos que existen entre el artículo costumbrista y la crónica modernista,
cuando en ambos se utilice la técnica de la escena o cuadro. Tal vez el des-
precio crítico hacia la prosa costumbrista y el elogio hacia la modernista
haya impedido que se analice la aportación de la primera a la segunda. Si
bien es muy loable el acercamiento hacia la prosa modernista en su contri-
bución a la construcción de la identidad latinoamericana, como ocurre en
González (1983), Ramos (2003), Rotker (2005), Schulman (2002), desde la
historia de los géneros y procedimientos discursivos también es importante
recuperar un acercamiento a este corpus textual que lo relacione con la es-
critura costumbrista.
259
presta encantos á un monstruo; y nos hace agradables las imperfecciones
mismas de la naturaleza. Esta es la que recomienda la variedad, en que ince-
santemente es llamado el ánimo á alguna cosa nueva sin dexar que su
atención se detenga largo tiempo en un objeto y se fastidie. […] Nos molesta
vivamente estar mirando cerros y valles, donde cada cosa continúa fija y es-
table en el mismo lugar y postura: y al contrario nuestros pensamientos
hallan agitación y alivio a la vista de aquellos objetos que están siempre en
movimiento y deslizándose de los ojos del espectador” (1991: 140-1).
260
el cuadro costumbrista, las costumbres sociales. Si las ciencias naturales
establecieron a partir del siglo XVIII clasificaciones o taxonomías para
organizar o imponer un orden a la diversidad de los seres vivos, el
costumbrismo, proyecto ideológico de la naciente burguesía, se encargó de
imponer un orden, de conferir legibilidad, al ‘cuerpo social’. Esto ocurre en
momentos en los que las ciudades occidentales se convierten en metrópolis
de rápido crecimiento que albergan una Otredad excluida de las políticas
gubernamentales. La escena o cuadro costumbrista contribuye, al igual que
las encuestas sociológicas, a conferir orden a la totalidad del espacio urbano
y a sus habitantes. El mecanismo utilizado sobre las prácticas sociales,
caracterizadas por la transitoriedad o el cambio, supone fijarlas, clasificarlas
y describirlas en un momento temporal determinado, como ocurre con el
cuadro viviente (tableau vivant)77.
El concepto del cuadro da a entender que un espectador observa
acontecimientos, naturales o sociales, sin participar en ellos78. Forma parte
del paradigma científico y artístico positivista, cuya intencionalidad radica
en establecer un análisis ‘aséptico’ u ‘objetivo’, ideológicamente hablando,
del objeto de estudio. En el caso del cuadro urbano costumbrista la
intencionalidad ideológica es la misma: la instancia enunciativa reivindicará
para sí el poder de observar desde el distanciamiento científico el objeto que
describe (procesos y tipos sociales). Cuando el enunciador titula su obra
cuadro histórico, reivindica para sí la capacidad de describir el pasado
cultural; en el cuadro urbano, de describir la ciudad sin prejuicios
personales. Pretende dar la idea de una totalidad (en este caso, la ciudad)
que puede ser observada en cada una de sus partes desde un punto de
observación, el del espectador.
77
En el campo del arte, un ejemplo de los procedimientos de fijación de la temporalidad es
el tableau vivant o cuadro viviente (‘living picture’, como se conoce en inglés), que tiene,
como destaca Pavis (1998: 104), una visión pictórica del escenario teatral. Se trata de trans-
formar el arte temporal dramático en el arte espacial de la pintura. Sobre un escenario
teatral se recrean escenas procedentes de la historia de la pintura mediante la pose de los
personajes; es decir, se usan procedimientos compositivos pictóricos reconocidos como
tales por el espectador. En el caso español estuvo en boga durante la época isabelina (1833-
68), sobre todo con la representación de cuadros vivientes de tema religioso (Riego, 2004:
69).
78
Recordemos que la descripción, como modalidad discursiva, se define por oposición a la
narración. Mientras que esta última se caracteriza por la evolución, la primera se define por
la permanencia.
261
2. La tradición del tableau en el costumbrismo europeo
Se considera a Louis Sébastien Mercier, con su Tableau de Paris, como
iniciador del cuadro o escena costumbrista a escala europea. La poética o
teoría de este género no sólo se puede buscar en el prólogo de esta última
obra, sino también en las apreciaciones que, para el drama teatral, propuso
el propio Mercier en Nuevo ensayo sobre el arte dramático (Nouvel Essai
sur l’art dramatique), a partir de las reflexiones sobre el drama burgués de
Diderot, ofrecidas en Consersaciones sobre ‘El hijo natural’ (Entretiens sur
le ‘Fils naturel’). Sobre su procedencia pictórica, afirma Diderot (en Pavis,
1998: 104) que el cuadro “es una disposición [de los] personajes en el
escenario tan natural y verdadera que, reproducida fielmente por un pintor
me gustaría ver en un cuadro”. Esta disposición se traslada a la de los
ciudadanos en el marco de la ciudad.
En la pintura y el teatro del siglo XVIII comienza a representarse la
sociedad burguesa en su cotidianeidad hogareña: lejos quedan los temas
mitológicos y cortesanos. Diderot considera que esta época debe ofrecer
situaciones dramáticas (cuadros) que tengan al burgués por protagonista,
con sus pequeñas ‘tragedias’. Su teoría rechaza la convención de que los
héroes trágicos deban ser siempre héroes, reyes o príncipes (Szondi, 1980:
324). Se interesa por las condiciones sociales, no por los caracteres. Bayer
(1965: 168) indica: “Diderot desea estudiar en el drama burgués a los
burgueses mismos en el acto de enfrentarse a problemas no excepcionales.
Los problemas que quiere representar en este género serio son los
problemas reales.” Esta atención se manifiesta en el costumbrismo en la
representación de tipos sociales cotidianos representativos de cada nación.
A partir de Mercier, primero en el teatro y después en el cuadro urbano,
se ejecuta el programa estético del drama burgués de Diderot. Ahora bien,
existen diferencias en ambas propuestas. Mientras el cuadro designa en Di-
derot el clímax patético del drama, Mercier lo interpreta como
representación de las costumbres y de la moral de un momento histórico
específico (Neumeyer, 1999: 82; Köhn, 1989: 17). Aplicará su teoría dramá-
tica a la literatura costumbrista en el Prefacio de sus Cuadros parisinos.
Términos como drama moral, escena, etc., comenzaron, asimismo, a utili-
zarse en los artículos costumbristas franceses y de otros países europeos: así,
la ciudad es un drama o teatro moral, en ocasiones magnífico, en otras
oportunidades degradado, pero siempre capaz de seducir al espectador, un
escenario lleno de cuadros animados que representan actores en medio de la
vorágine de la vida cotidiana moderna… La ciudad es un tableau de siècle,
262
un cuadro contemporáneo. La sociabilidad pública queda representada como
descripción de acciones cotidianas prototípicas.
Se infiere que el cuadro o escena no es narrativo: el lector no ‘presencia’
la evolución de los comportamientos humanos. Una escena o cuadro es un
conjunto de acciones humanas percibidas de un solo golpe de vista (un
shock visual), conjunto descrito fragmentariamente cuando se representa
verbalmente, ya que la literatura es un arte de la temporalidad. Una escena
es una écfrasis de un imaginario cuadro costumbrista: una representación
pictórica de un espacio sufre una representación de segundo grado desarro-
llada en la temporalidad del discurso literario. El narrador de las escenas
urbanas observa fragmentos de las costumbres de los tipos sociales en el
espacio público y las ofrece como composiciones detenidas en el tiempo:
describe su físico, su vestimenta, sus acciones rutinarias. La escena, recor-
démoslo, no es un procedimiento descriptivo objetivo, sino uno que
pretende incentivar en el lector, desde la retórica de la ‘objetividad’, el efec-
to de realidad 79.
Interpretar la ciudad como teatro y la acción humana como cuadro
cuenta con importantes implicaciones ideológicas. Cualquier amenaza
social queda neutralizada al quedar convertida en espectáculo. Nord (1995:
20) explica las funciones de la metáfora teatral a comienzos del siglo XIX,
que implicaba entretenimiento y distanciamiento:
79
Como señala Picado Gätgens (1991: 221-226), “[l]a poética del costumbrismo se sustenta
precisamente en la ilusión de referencialidad, en la ilusión de transparencia del lenguaje.”
(en cursiva en el original).
263
2.1. La estética de la escena en el costumbrismo español
En la escritura de Mariano José de Larra y Mesonero Romanos se utilizan
constantemente las metáforas cuadro, escena, espectáculo o teatro para
nombrar la descripción del espacio público. El escritor satírico interpreta este
último como espacio de fingimiento que oculta los vicios tras las apariencias,
tras una fachada.
Aunque no ha recibido atención crítica, el artículo “La exposición de
pinturas” es importante para demostrar nuestra tesis. El Curioso Parlante, es
decir, Mesonero Romanos, define su escritura, el objeto de sus
observaciones, una exposición pictórica, como pintura. El procedimiento es
ingenioso: lleva un cuadro a una exposición de pinturas; cuando se dispone a
describirlo es la propia exposición de pinturas, y ya no el cuadro pictórico, el
tema representado en la escena o cuadro literario que ofrece al lector.
Por lo general, y como ejemplo de arquitextualidad, en el título de algu-
nos artículos de costumbres se incorpora la modalidad discursiva
descriptiva, escena o cuadro utilizada en el texto ‘central’. Así, por ejemplo,
Mesonero Romanos titulará su recopilación de artículos de costumbres, Es-
cenas matritenses, al igual que Louis-Sébastien-Mercier – Tableau de Paris
(Cuadro de París) – o Charles Dickens – Sketches by Boz (Cuadros de Boz).
A su vez, es común nombrar las acciones observadas por el flâneur como
escena, cuadro, teatro o espectáculo. El Curioso Parlante, en el artículo
“Mi calle”, de Mesonero Romanos, interpreta este espacio público como un
privilegiado escenario o cuadro, sin olvidar la metáfora discursiva de la
enciclopedia (presente, por ejemplo, en Mercier):
“De todo hay, pues, en esta enciclopédica calle: lujo e indigencia, clásico y
romántico, virtudes y yerro, oro y estiércol, y todo en cuatro pasos, como
quien dice; y en estos cuatro pasos que dan ustedes todos los días, señores
lectores, distraídos de indiferentes, no habrán hecho alto en el bullicio de las
tabernas, ni en el silencio del convento […]; ni en nada, en nada, en fin, de
todo lo que constituye este variado espectáculo, este cuadro de fantasía que
llamamos… « ¿Su calle de usted? ». Sí, señores lectores: la de ustedes, la
mía, cualquiera de las calles de Madrid: se entiende, del Madrid de 1837.”
(la cursiva es añadida) (Mesonero Romanos, 1967: 376-377).
En este texto se formulan dos actitudes ante el espacio público: la del pe-
atón que, a fuerza de pasar todos los días por los mismos sitios, no toma
conciencia del espectáculo ameno en el que puede convertirse su propio
barrio, y la mirada analítica del flâneur, que logra formular un cuadro de
fantasía lleno de diversidad, valor paradigmático del discurso costumbrista.
264
En “La diligencia”, de Larra, Fígaro representa el patio de las diligen-
cias como un teatro: “No es fácil imaginar qué multitud de ideas sugiere el
patio de las diligencias; yo por mi parte me he convencido que es uno de los
teatros más vastos que puede presentar la sociedad moderna al escritor de
costumbres. / Todo es allí materiales, pero hechos ya y elaborados; no hay
sino ver y coger.” (la cursiva es añadida) (Larra, 1968: 282). Es una repre-
sentación dramática ya preparada para el espectador. Desde la ideología
positivista, los datos y los acontecimientos están ya dados, ante la mirada
del flâneur-escritor, quien sólo se ocupará de percibirlos y describirlos ver-
balmente, como una copia. En “Un reo de muerte”, Larra también recurre a
la metáfora del teatro social, esta vez para tipificar el conjunto de la socie-
dad. Después de referirse a su labor como crítico teatral, afirma Fígaro:
“Del llamado teatro, sin duda por antonomasia, déjeme suavemente despla-
zar al verdadero teatro; a esa muchedumbre en continuo movimiento, a esa
sociedad donde sin ensayo ni previo anuncio de carteles, y donde a veces
hasta de balde y en balde se representan tantos y tan distintos papeles.” (La-
rra, 1968: 1383).
También se utiliza el término espectáculo. En “La romería de San Isi-
dro”, de Mesonero Romanos (1967: 72), El Curioso Parlante exclama, al
observar una festividad religiosa: “¡Qué espectáculo manducante y anima-
do!”. En el mismo artículo se utiliza el término escena: “La conversación
por todas partes era alegre y animada, y las escenas a cual más varia e inte-
resante.” (1967: 72). En “Madrid a la luna”, un incendio producido en la
parroquia de Santa Cruz y la llegada de los bomberos son acciones com-
prendidas como una escena producida por un espectáculo de fantasmagoría:
En este último artículo analizado abunda el uso del término escena: “Di-
sipada aquella tumultuosa escena” (Mesonero Romanos, 1967: 496); “En
este mismo instante empezaba a nuestra espalda otra escena, que a juzgar
por la obertura, no podía menos de ser brillante y divertida.” (Mesonero
Romanos, 1967: 496). En este último caso se aprecia el origen dramático
(‘obertura’) de la metáfora.
265
El término cuadro también aparece en la escritura costumbrista. En el
texto programático “Las costumbres de Madrid”, Mesonero Romanos, des-
de la enunciación de El Curioso Parlante, declara su intención de “presentar
al público español cuadros que ofrezcan escenas de costumbres propias de
nuestra nación, y más particularmente de Madrid” (Mesonero Romanos,
1967: 32). Y en el mismo artículo, señala que las costumbres de todos los
estratos sociales “tendrán alternativamente lugar en estos cuadros” (Mesone-
ro Romanos, 1967: 32). En “Madrid a la luna”, El Curioso Parlante
presencia la captura de ladrones por unos serenos, acontecimiento que se
comprende como “cuadro interesante y animado, no indigno por cierto del
pincel de nuestros célebres artistas.” (Mesonero Romanos, 1967: 496). En
“El Martes de Carnaval y el Miércoles de Ceniza”, con el programa en mano
del entierro de la sardina, El Curioso Parlante afirma que lo traducirá “de
los límites de letra muerta al animado espectáculo de cuadro en acción”
(Mesonero Romanos, 1967: 618). Y, en el mismo artículo, declara: “Allí,
como si dijéramos, se hallaba el núcleo del drama, el primer término del
cuadro, el fondo de la cuestión principal” (Mesonero Romanos, 1967: 619).
Panorama y linterna también son términos que se emplean con un signifi-
cado similar al de escena o cuadro. Su uso en el costumbrismo remite
finalmente a la cultura de masas de la época. Los espectáculos ópticos de
moda en los siglos XVIII y XIX (linterna mágica, panorama, diorama) for-
maban parte de los esquemas mentales de la población urbana (Riego 2004:
69; Fernández, 2006). Los escritores costumbristas, tomando en cuenta que
su público también estaba familiarizado con estos espectáculos, utilizan me-
tafóricamente estos términos y estructuran sus descripciones como si el lector
presenciara este tipo de escenificaciones.
Don Perpetuo Antañón, en “La casa a la antigua”, de Mesonero Romanos,
dirigiéndose a El Curioso Parlante, denomina “moral linterna mágica” (Me-
sonero Romanos, 1967: 275) al procedimiento, realizado por este último
periodista, de describir el interior de los edificios de la ciudad (el tema cos-
tumbrista de las ‘casas por dentro’, es analizado por Cuvardic 2006). En
“Madrid a la luna”, también de Mesonero Romanos, se describe la fiesta que
tiene lugar en una vivienda como si fuera un espectáculo de linterna mágica,
observada desde las siluetas proyectadas en la pared de enfrente: “al resplan-
dor de la suntuosa iluminación que despedían las ventanas, vimos dibujarse
en la pared de enfrente los fantásticos movimientos de mil figuras elegantes
que acompañaban los acordes de la orquesta, encontrándose y separándose a
compás.” (Mesonero Romanos, 1967: 493). En el mismo artículo, la obser-
vación directa de la vivienda, y ya no proyectada, también se describe como
un cuadro perteneciente a un espectáculo: “Varios grupos estacionarios e
266
inamovibles, ocupando los balcones, formaban entretenidos episodios en este
cuadro interesante y animado” (en cursiva en el original) (Mesonero Roma-
nos, 1967: 493). Por su parte, Larra, en “Varios caracteres”, también
compara la sucesión de los tipos sociales observados con el procedimiento de
la linterna mágica: “[C]olocado detrás de mi lente, que es entonces para mí
el vidrio de la linterna mágica, veo pasar el mundo todo delante de mis ojos;
e imparcial, ajeno de consideración que a él me ligue, véolo feo o hermoso,
según a cada rato se presenta en cada fisonomía, en cada acción que observo
indolentemente.” (Larra, 1968: 242). Es fácil ver la similitud entre el cuadro
costumbrista y el espectáculo de la linterna mágica: ambos son procedimien-
tos que describen de acciones humanas80.
Un término similar es el de panorama. Es una metáfora que sirve para ex-
presar la intención totalizadora del escritor costumbrista, su pretensión de
describir el mayor espectro posible de espacios sociales, así como su impar-
cialidad política. Un buen ejemplo lo ofrece “El observatorio de la puerta del
sol”, de Mesonero Romanos (1967: 355): “[S]ubid conmigo al observatorio,
desde donde, con el auxilio de sus lentes [del telescopio], podréis descubrir
todo el ámbito de nuestra noble capital, y escuchar con confianza la voz de
un hombre que […] rinde sólo tributo a la verdad”. En “Madrid a la luna”,
de Mesonero Romanos, la ciudad es definida como un espacio de diversidad
social a partir del empleo del panorama:
“En esta animada óptica, en este panorama moral, unas veces me ha tocado
contemplar sus cuadros a la brillante luz del mediodía, otras al dudoso refle-
jo del crepúsculo de la tarde; cuándo embalsamados con el suave ambiente
de primavera; cuándo entristecidos por las densas nubes invernales; ya in-
mensos, agitados y magníficos; ya reducidos a límites estrechos y grotescas
figuras.” (Mesonero Romanos, 1967: 487).
80
Recuérdese que el procedimiento de la linterna mágica “permite, gracias a la proyección,
que muchas personas contemplen a la vez las mismas imágenes que se encuentran en un
cristal con la escena coloreada que se va deslizando por el objetivo del aparato, mientras el
linternista avanza en la narración, a veces ayudado por la música de un organillo.” (Riego,
2004: 67).
267
En “El álbum”, de Larra, Fígaro declara, al referirse a los colores que han
de dar vida a un cuadro de costumbres, que “la mezcla atinada de todas las
gradaciones diversas es la que puede únicamente formar el todo, y es forzo-
so ir a buscar en distintos puntos las tintas fuertes y las medias tintas, el
claro y oscuro, sin los cuales no habría cuadro.” (Larra, 1968: 385).
Los escritores costumbristas también hacen uso del término impresión,
que será más utilizado posteriormente por los modernistas. Aunque utilicen
técnicas pertenecientes a la retórica de la objetividad, también son cons-
cientes del papel que tiene la subjetividad en las representaciones textuales
producidas. Por ejemplo, Larra emplea este término en el título de su artícu-
lo “Impresiones de un viaje”. Es preciso investigar la arqueología del
término estético impresión: surgida en el marco de los clásicos de la filoso-
fía empirista inglesa del siglo XVIII, pasó a ser utilizada por la prosa
periodística de diversos movimientos literarios, como el modernista. Tam-
bién utiliza Mesonero Romanos este término, como en “Paseo por las
calles”, El Curioso Parlante declara: “Nada hay más natural en un forastero
que la curiosidad de reconocer el aspecto general del pueblo que por primera
vez visita, y nada también suele ser tan frecuente como el decidir por esta
primera impresión de la belleza o mezquindad de tal pueblo.” (la cursiva es
añadida) (Mesonero Romanos, 1967: 310). Además, llega a utilizarse el
término sensación, también utilizado por los posteriores escritores moder-
nistas. El Curioso Parlante declara en un ejemplo de flanerie en el artículo
“Policía Urbana”, que “no es fácil formarse una idea de las sensaciones
agradables que a cada paso experimentaba.” (Mesonero Romanos, 1967:
257).
Es decir, podría pensarse en un principio que los términos impresión y
sensación sólo se incorporan en la literatura en español con la prosa moder-
nista, pero hemos comprobado que también fueron términos utilizados por
los costumbristas.
268
Gómez Carrillo: Sensaciones de Madrid y París. El autor guatemalteco pre-
cisa que, como autor o como lector de libros de viajes, el cronista va en
busca de sensaciones:
“Por mi parte, yo no busco nunca en los libros de viaje el alma de los países
que me interesan. Lo que busco es algo más frívolo, más sutil, más pintores-
co, más poético y más positivo: la sensación. Todo viajero artista, en efecto,
podría titular su libro: Sensaciones. […] Comparando descripciones de un
mismo sitio hechas por autores diferentes, se ve la diversidad de las retinas.”
(en cursiva en el original). (Gómez Carrillo, 1919: 10-11)
269
decir sino lo que en realidad observe y sienta. Por eso me informo en todas
partes” (en cursiva en el original) (Darío, 2001: 134).
Frente a la ‘verdad’, intención declarada de la empresa periodística, el
cronista asegura que su propósito es observar y sentir la diversidad social,
reflexionar o indagar en la reacción emotiva que las observaciones desenca-
denan. La novedad permite modificar la subjetividad del observador, los
estereotipos que hasta el momento haya albergado. Los cuadros o escenas
novedosas transforman la visión de mundo del viajero. Busca sensaciones o
impresiones novedosas (no familiares).
Los narradores en primera persona de los cuentos de Manuel Gutiérrez
Nájera que utilizan el procedimiento de la escena o cuadro, también em-
plean estos últimos términos para nombrar sus observaciones. El narrador
de “En la calle” declara: “Apartando la vista de aquel cuadro [la figura de
una joven tísica detrás de un balcón], la fijé en los carruajes que pasaban.”
(Gutiérrez Nájera, 1983: 187). En el cuento “Stora y las medias parisien-
ses”, el narrador, antes de proceder a caracterizar a diversos tipos de
transeúntes, declara que París “es un cuadro admirable para los artistas.”
(Gutiérrez Nájera, 1983: 135). Recuérdese que en la descripción de los es-
pectáculos públicos, ya procedan del costumbrismo o del modernismo, la
atención se orienta al público, hacia el badaud que aprecia las diversiones y
las mercancías, como en el cuento “En el hipódromo”: “Un De Nitis viajero
podría encontrar, en las tribunas del Hipódromo, bonito asunto para nuevos
cuadros. Aquí, sin embargo, los grupos no se distribuyen de modo tan pin-
toresco ni tan artístico.” (Gutiérrez Nájera, 1983: 230).
Como podemos apreciar, al igual que los escritores costumbristas, los
modernistas no sólo utilizan la técnica de la escena o cuadro y describen en
estas escenas las acciones de los tipos sociales urbanos, sino que además
tienen conciencia de utilizar este procedimiento, hasta el punto de incorpo-
rarlo en la dimensión enunciativa de su escritura.
270
Sección segunda.
Costumbrismo español
Capítulo 1.
El flâneur y la flanerie en el costumbrismo español
273
Pocos críticos han prestado atención a los atributos del flâneur en el
costumbrismo español. Baker (1991: 31), desde una argumentación
equivocada, afirma que el enunciador que transita en la calle en los artículos
de Larra se aleja de las funciones del flâneur. Considera que la voz
enunciativa no se sujeta a esta figura porque sale a la calle con propósitos
laborales (encontrar temas para su escritura periodística). Olvida que
tradicionalmente el callejeo indolente del flâneur ha estado al servicio del
circuito mercantil editorial del periódico: aunque el callejeo no tenga
objetivo establecido, no deja de tener una intención. También argumenta
equivocadamente cuando afirma que el flâneur pasa inadvertido para la
muchedumbre y que no ocurre esto último en Larra. Incorpora un único
ejemplo. Una lectura detenida de las escenas urbanas de este autor nos
demuestra que pasa desapercibido durante sus observaciones en los espacios
públicos (“Varios caracteres”, “El café”).
274
interior a los que aún se empeñan en caracterizarnos a su antojo!”
(Mesonero Romanos, 1967: 230).
Un procedimiento común de la voz enunciativa de las escenas urbanas
costumbristas españolas radica en nombrar la tradición de la que procede,
la de la prensa liberal burguesa, más específicamente del sketch of
manners iniciado por Addison y Steele en The Tatler y The Spectator.
Asimismo, el costumbrismo español también se declara heredero del
tableau, establecido por Louis-Sébastien Mercier en su Cuadro de París
(Tableau de Paris) y seguido por Étienne Jouy en su Eremita de la casa de
Antin.
Los autores costumbristas españoles suelen mencionar en más ocasiones
como modelo a Jouy, aunque este último, en última instancia, habría imitado
las convenciones discursivas y los temas de Mercier y Steele. José Escobar
(1977: 29 – 42), al analizar “Las costumbres de Madrid”, artículo que abre
la serie Panorama Matritense, comprueba que el programa de intenciones
del periodismo costumbrista de Mesonero Romanos se fundamenta
directamente en el prefacio de Cuadro de París, de Mercier, en su
pretensión de realizar una pintura moral, no física, de la ciudad; en ocuparse
del presente, no del pasado; en describir, panorámicamente – es decir, con
intención abarcadora – todas las clases sociales (aunque Mesonero no
termine por cumplir este propósito, ya que se concentra en la clase media);
en utilizar el perspectivismo, que desfamiliariza la ‘realidad’ observada; y
en ocuparse de la descripción urbana, no de la nacional.
275
escritor debe contar con genio observador, imaginación viva, sutil
penetración y estudio continuo (Mesonero Romanos, 1967: 29).
La observación detallada de la realidad social es atributo del rol
profesional del periodista flâneur. En el Apartado IV de “Madrid a la luna”,
titulado “Paseo nocturno”, declara El Curioso Parlante: “[U]na sola calle en
todo el cuartel no habíamos visitado en toda la noche […], no sin excitar mi
natural curiosidad” (Mesonero Romanos, 1967: 498). Se complementa esta
predisposición con el distanciamiento físico. El flâneur no interacciona con
los ciudadanos, no socializa; en términos antropológicos, es un observador no
participante.
La actitud curiosa es descrita en “El café”, de Larra, donde el narrador
declara que el deseo de saberlo todo es el motivo de su ingreso en este
espacio de la sociabilidad pública:
276
cotidianas de la sociabilidad pública. La actitud analítica del flâneur se
distingue de la actitud utilitaria del transeúnte.
Un artículo poco conocido de Larra, “Varios caracteres” nos permite
acceder a una de las descripciones más precisas de la actitud del flâneur en el
costumbrismo español. Ante la incapacidad de organizar su mente, la voz
enunciativa declara:
“En estos casos, que muy a menudo me suceden, suelo echar mano del som-
brero y la capa, y no pudiendo fijar mi atención en una sola cosa, trato de
fijarla en todas; sálgame a la calle, éntrome a Correos, al Museo de Pinturas,
a todas partes, en fin, y en ninguna puedo decir que estoy en realidad. […]
una sonrisa amarga de indiferencia y despego a cuanto veo se dibuja en mis
labios; […]; no saludo a ningún amigo ni conocido que encuentre, porque es-
to sería hacer yo también un papel en la comedia de que pretendo ser tan
solo espectador […] me acerco a escuchar conversaciones de corrillo […]
Recibo insensible las impresiones de cuanto pasa a mi alrededor; a todas me
dejo amoldar con indiferencia y abandono […] Esta es la razón porque me
fuera imposible hacer hoy un artículo de costumbres medianamente coordi-
nado: si ha menester plan, si necesita reflexión la cosa que hoy emprenda,
inútil me es emprenderla […] no quiero hacer hoy impresiones, sino recibir-
las” (Larra, 1968: 241-2).
277
transitorias – y la forma expresiva – se describe el acontecer urbano desde
procedimientos estilísticos como la enumeración caótica, el detalle, etc.).
278
Apoyarse en una esquina le permite pasar desapercibido: es el lugar por
antonomasia del ocioso desempleado. Sin embargo, también es un
reconocido sitio para la observación interpretativamente activa. Ocupa un
destacado papel en los escritores costumbristas de diversos países europeos.
Debe diferenciarse al tipo social que se apoya en la esquina y cuya
observación es interpretativamente activa de aquel que, desde este lugar,
solo ojea la calle para pasar el rato. En 1832, Adolf Glaßbrenner publicó el
primer fascículo de su serie Berlin wie es ist – und trink (Berlín como es y
bebe) con el nombre Eckensteher (‘el que está de pie en la esquina’). Es un
tipo social reconocible en el Berlín de la primera mitad del siglo XIX que se
apoya en las esquinas en razón de su ebriedad o su incapacidad física y, por
lo demás, su observación no es interpretativamente activa. En España
también podemos identificar a este tipo social. El Curioso Parlante, en
“Paseo por las calles”, presta atención a estos individuos ociosos: “otros
medio hombres y medio esquinas ocupan las encrucijadas de las calles, y
presencian a pie firme el paso de la concurrencia” (en cursiva en el original)
(Mesonero Romanos, 1967: 314).
Otra táctica para pasar desapercibido, tanto en Mesonero Romanos como
en Larra, es ocultarse en un rincón o asumir una fachada social. En “Empeños
y desempeños”, de Larra, el Bachiller visita con un sobrino una casa de
empeños, tema muy apreciado en el costumbrismo europeo. En el caso
español, el Bachiller oculta su rostro bajo el sombrero y se ubica en un
extremo del negocio: “[C]alé el sombrero hasta las cejas, levanté el embozo
hasta los ojos, púseme a lo oscuro, donde podía escuchar sin ser notado, y di a
mi observación libre rienda que encaminase por do más le pluguiese” (Larra,
1968: 169). El observador, que espía visual y auditivamente, ‘descubre’
familias públicamente pudientes que empeñan sus objetos de valor con el
propósito de aparentar un estilo de vida lujoso en el marco del teatro social.
El disfraz, que permite al observador pasar desapercibido y evitar ser
acusado de curioso o espía, es adoptado por El Curioso Parlante en
“Madrid a la luna”. Se disfraza de sereno y acompaña a uno de ellos en su
trabajo nocturno, en uno de tantos paseos ‘a dos’ típicos del costumbrismo
español. Al terminar su ronda nocturna, El Curioso Parlante se desprende
de su disfraz: “Conocí que era llegado el momento de separarnos; entréguele
chuzo y capotón, y restituido a mi forma primera, volví a ser actor en un
drama agitado, del que toda la noche había sido sereno e indiferente
espectador” (en cursiva en el original) (Mesonero Romanos, 1967: 500).
Deambular bajo este papel le permite pasar desapercibido como
investigador social de las costumbres públicas. El sereno, tipo social
cercano al flâneur por su actitud de observador no participante, cuenta con
279
una larga tradición en la literatura urbana, tanto en el periodismo
costumbrista como en sus precedentes. Al igual que el flâneur, guía al lector
en la realidad narrada.
La imparcialidad ideológica queda escenificada en el flâneur desde el
distanciamiento físico, que permite el espionaje visual y auditivo. El rostro
queda oculto a las miradas de los demás en “El café”, de Larra:
“[C]ierta curiosidad nos lleva a pasar por delante de la puerta entornada don-
de ha entrado a comer sin testigos aquel matrimonio…, sin duda… Una
pequeña parada que hacemos alarma a los que no quieren ser oídos, y un
portazo dado con todo el mal humor propio de un misántropo, nos advierte
nuestra indiscreción y nuestra impertinencia. « Paciencia, salgo diciendo: to-
do no se puede observar en este mundo; algo ha de quedar oscuro en un
cuadro; sea esto lo que quede en negro en este artículo de la Revista Españo-
la »” (Mesonero Romanos, 1967: 233).
280
5. La ociosidad y la indolencia del flâneur
Éste es otro de los atributos del flâneur. Aunque está obligado a presentar
un artículo a la redacción periodística, por lo general semanal, tiene tiempo,
cuando sale a la calle, para observar la ciudad sin destino fijo. Mesonero
Romanos (1967: 214 – 5) ofrece los mejores ejemplos, como en “La capa
vieja y el candil”: “Revolviendo la esquina de la calle de la Ruda para entrar
en la plazuela del Rastro […], íbame entreteniendo agradablemente en
reconocer los diversos almacenes ambulantes”. Y en “Las tiendas”, El
Curioso Parlante se ocupa de tipificar su flanerie como un callejeo
reflexivo, desde una actitud ociosa e indolente:
“Eran las once en punto de la mañana, y yo no podía hallarme hasta las doce
en cierta parte del mundo adonde la obligación me llamaba. Quiero decir que
tenía sesenta minutos delante de mí para disponer de ellos a mi sabor. En-
contrábame a la sazón en medio de la Puerta del Sol, mansión natural de
todo desocupado, y yo en aquella hora lo estaba a más no poder. Lánguido e
indiferente, dejábame llevar en simétrica alternativa, ya a una esquina, ya a
otra; y mientras nada hacía, recreábame en mirar los estimulantes anuncios
literarios que decoran aquellos eruditos postes” (Mesonero Romanos, 1967:
143).
Este es otro importante ejemplo que nos permite establecer que la escritura
del costumbrismo español pertenece a la tradición de la flanerie literaria
europea: el enunciado ‘salí de mi casa sin destino fijo, con la sola intención de
281
ponerme en movimiento’ pertenece a las acciones prototípicas del flâneur.
Además, el enunciado ‘dando al mismo tiempo ocupación a mi tranquila mente
con la variedad de cuadros animados que ofrecen las calles de Madrid’ se
refiere a otro procedimiento primordial del típico flâneur costumbrista:
observar y comprender la diversidad de la ciudad como un espectáculo, teatro
social o cuadro dramático. El flâneur se dedica con indolencia a percibir y
comprender las vivencias [Erlebniss] fragmentarias, los shocks visuales (es
decir, los cuadros animados) de la calle, como ya se encargó de destacar Walter
Benjamin en Sobre algunos motivos en Baudelaire (1998: 149). La observación
indolente pero reflexiva de los transeúntes y de las costumbres públicas es uno
de los rasgos más comunes de la flanerie europea.
“¿Ve usted aquel caballero tan bien portado, que corre diligente con un lío
debajo del brazo, cubierto con un pañuelo? Pues ese caballero es un sastre
que va a llevar la ropa a los parroquianos: dieciséis de ellos están esperándo-
le sin salir de sus casas, y él no lleva recado más que para cuatro, con que los
282
otros doce irán a reconvenirle al taller; pero él ha previsto ya este inconve-
niente, cerrándole y marchándose a pasar el día al soto de Migas Calientes.
Ahora repare usted a ese otro lado, y observe esa pareja que cruza delante de
nosotros; media hora hace que salió la joven […] de una casa de la calle de
la Magdalena, y al despedirse del ama, que la encargó que volviera pronto,
respondió muy satisfecha: ‘Descuide usted, señora; en cuanto oiga misa.’ Pe-
ro al volver la esquina de la calle tropezó con aquel mancebo, que la
esperaba, y aunque en todo este tiempo que van juntos han pasado por dife-
rentes iglesias, en ninguna han dado muestras de entrar” (Mesonero
Romanos, 1967: 269).
283
“El día de fiesta” recoge una flanerie emprendida por dos individuos.
También ocurre en “Vuelva usted mañana”, de Larra. Mientras en el
periodismo de otros países europeos (Inglaterra, Francia y Alemania) la
flanerie es una actividad principalmente individual, en España se realiza
muchas veces en pareja.
La lectura fisiológica del flâneur también se encuentra en el poco
conocido artículo “Varios caracteres”, de Larra, dedicado principalmente a
la lectura del oficio, la cotidianeidad y el carácter – psicología – de diversos
tipos sociales que la voz enunciativa percibe en la calle:
“¿Qué hace don Julián en ese café? Todos los días viene al dar las cuatro
[…] ¿Y qué hace en el café aquel viejo? Treinta años ha que viene […]
¿Quién es aquel que cruza por aquella esquina? ¡Bello muchacho! Pero no;
conforme se acerca cuento las arrugas de su rostro. […] esos son oficinistas
o propietarios. […] Ese es el judío errante. […] ¿De qué habla don Cosme?
[…] Oigan ustedes a don Lucas Mentirola. […] ¿Quién es aquel botarate?”
(Larra, 1968: 242 – 244).
284
7. La metáfora semiótica de la ciudad como libro abierto
El periodista flâneur comprende la ciudad como un signo complejo.
Emplea la metáfora semiótica del libro abierto para nombrar su actividad
interpretativa, utilizada en el costumbrismo internacional, incluso en el
latinoamericano. En México, Guillermo Prieto afirma que “las calles de
México, en su transformación, me ofrecen unas páginas materiales” (en
Segre, 2007: 41). La ciudad, desde los siglos XVIII y XIX, sustituye al
mundo, la naturaleza o el cosmos como libro abierto, metáfora presente en
el Renacimiento y el Barroco81. Así comienza el artículo de costumbres
“Madrid a la luna”. Declara El Curioso Parlante:
“Madrid es para mí un libro inmenso, un teatro animado, en que cada día en-
cuentro nuevas páginas que leer, nuevas y curiosas escenas que observar.
Algunos años van transcurridos desde que, cansado de estudiar mentalmente
en dicho libro, cedí a la fuerte tentación de leerlo en alta voz, quiero decir de
comunicar al público mis menguadas observaciones, y, sin embargo, todavía
no encuentro agotada la materia; antes bien: los límites del campo que me
tracé cada día se retiran a mi vista, en términos que, primero que el espacio,
entiendo que han de faltarme las fuerzas para recorrerle” (Mesonero Roma-
nos, 1967: 487).
81
Sobre la previa metáfora del universo y del mundo como libro, consúltese Ernst Robert
Curtius. 1998. Literatura europea y Edad Media Latina. México: Fondo de Cultura
Económica, 423-489.
285
de Larra, Fígaro equipara su reflexión con su callejeo: “[Y]o rondo de calle
en calle a merced de mi pensamiento” (Larra, 1968: 321). Recuérdese que la
escritura, sobre todo la fragmentaria, ha sido comprendida a menudo como
un callejeo intelectual. Y viceversa: el callejeo es una escritura aleatoria.
286
personajes para pasear, realizar un trámite burocrático o disfrutar de un
espectáculo. En cambio, en el costumbrismo europeo el trayecto urbano solo
se realiza muy ocasionalmente en parejas, como es el caso de los sketches of
manners británicos Life in London (1821), de Pierce Egan, que presentan a
los personajes peripatéticos Tom and Jerry.
El acompañante también observa y evalúa la calle y, en estas
condiciones, se convierte en un recurso perspectivístico que puede contrartar
o no, dependiendo del caso, con el escritor costumbrista. Mesonero
Romanos sigue esta convención en “El día de fiesta”. El Curioso Parlante,
cuando regresa al centro de Madrid durante una flanerie, se encuentra con
un amigo:
“Las nueve poco más serían cuando le atravesé de uno a otro extremo, y
mientras lo hacía con todo despacio, saboreando las diversas escenas que se
presentaban a mi vista, sentíme llamar por un amigo, que me seguía de cer-
ca, el cual, tomando la palabra:
—¿Qué es eso, señor Curioso? –me dijo. ¿Va usted recogiendo materiales
para sus Escenas matritenses?. Pues algunos podría yo darle a usted; que
también yo hago mis observaciones, y aun me precio de inteligente en el arte
de Lavater. Y si no, ¿quiere usted que le diga el estado y las circunstancias
de todos los que van pasando a nuestra vista?” (en cursiva en el original)
(Mesonero Romanos, 1967: 268).
287
provincias; frente a la del tradicionalista, la del progresista. Por lo general,
el tradicionalista, el extranjero o el provinciano acompañan a la voz
enunciativa de los artículos en su recorrido por los espacios públicos83. Pero
“En el día de fiesta” y en “Las casas por dentro”, de Mesonero Romanos, se
utiliza una perspectiva no mencionada por Rubio: la del lector que, al
escribir una carta al enunciador del artículo costumbrista, pretende emular la
lectura de la ciudad de este último.
La crítica dedicada al costumbrismo español ha olvidado otra posibilidad
perspectivística, presente en las escenas urbanas de Larra y Mesonero
Romanos. Hablamos de la propia actitud no participante del narrador, desde
su desempeño como flâneur. Frente a la actitud rutinaria de los transeúntes y
de los espectadores de los espectáculos públicos se eleva su perspectiva
analítica.
más bien en el caso de Larra, con el ejemplo específico de “Vuelva usted mañana”.
83
Una excepción es “Paseo por las calles”, de Mesonero Romanos, que se inicia con una
descripción de las primeras observaciones que ‘hipotéticamente’ tendrían los emigrantes
procedentes de distintas regiones españolas, si ingresasen a la capital española por entradas
diferentes.
288
Capítulo 2.
Los espacios públicos y las horas del día
en la flanerie costumbrista de Larra y Mesonero Romanos
289
de la superficialidad, la corrupción moral y el extremismo político del país.
Frente a la intención de Teichmann, la tipología de espacios propuesta en el
presente capítulo no busca definir su simbología. Más bien, nuestro propósi-
to es comprender los espacios desde el encuadre del teatro o espectáculo
social que el periodista flâneur construye, desde su perspectiva distanciada,
en sus observaciones y evaluaciones.
290
Caracteres”, “La diligencia”, o Modos de vivir que no dan de vivir”, desde
la observación típica del flâneur.
Otra crítica a las políticas urbanísticas, referida en particular al estado de
degradación de las calles de Madrid, se presenta de forma irónica en
“Policía Urbana”, de Mesonero Romanos. En este artículo se desmiente
parcialmente, al respaldar las transformaciones urbanísticas que conllevan
limpieza y comodidad, la actitud tradicionalista que siempre se ha asignado
a este escritor. Aunque respalda la permanencia de las costumbres castizas,
asimismo defiende las reformas materiales. Al inicio del artículo, utilizando
el discurso irónico, observa Madrid como una ciudad ideal: llena de casas
reformadas o nuevas; de autoridades ocupadas en el embellecimiento de la
capital; de edificios públicos útiles, paseos y plazas; limpia y de buena
arquitectura pública; con gusto y elegancia en las tiendas y cafés; etc. Señala
que el perfecto equilibrio en sus humores favorecía su optimismo hacia las
políticas urbanísticas: nos encontramos ante una visión urbana
distorsionada, según la instancia enunciativa, por una indisposición
personal. Una intensa lluvia le obliga a resguardarse en casa. Al día
siguiente, el aspecto de la capital ha cambiado por completo: las calles se
han convertido en un lodazal, nadie se ocupa de recoger la basura de las
calles; y las cañerías, después de llover nuevamente, empapan a los
transeúntes. En tono humorístico, narra una serie de ‘pequeños accidentes’
que vendrían a certificar la peligrosidad de las calles madrileñas.
En “Policía Urbana” también aparece una rara alusión en el
costumbrismo español a los famosos pasajes del primer tercio del siglo
XIX. El Curioso Parlante compara Madrid con París, en detrimento del plan
urbanístico de la primera84. Mientras que en la primera los pasadizos que
comunican dos calles son simples callejones, en la segunda han dado lugar a
los famosos pasajes:
“me entré por el primer portal que encontré con aquel número; seguí largo
rato su estrecha lobreguez, y ni él se acababa ni yo encontraba la escalera; en
esto siento pasos precipitados detrás de mí; redoblo yo los míos, acabase el
callejón y me encuentro en otra calle distinta, con lo que vine en
conocimiento de que aquello era un pasadizo formado, como la mayor parte
de los de Madrid, por la unión de dos portales accesorios, aunque sin
84
Recuérdese que el pasaje es una calle peatonal que posteriormente se techa; por el con-
trario, la galería se construye desde el comienzo como una calle interior techada. Los
pasajes iniciales son pequeños, pero ya en la segunda mitad del siglo XIX aparecerán algu-
nos de carácter monumental, generalmente fuera de Francia.
291
adornos de cristales y primorosas tiendas como los pasajes de París.” (en
cursiva en el original) (Mesonero Romanos, 1967: 260-1).
Frente a las casas antiguas, que desaparecen con rapidez, de una o dos
enormes piezas, casas oscuras y mal repartidas, se alzan las nuevas
viviendas, que promueven la construcción vertical. Los estratos sociales
quedan distribuidos espacialmente. En el siglo XIX, los sectores sociales
más acomodados viven en los pisos bajos, mientras que los estratos de
menores recursos económicos habitarán en los altos. De aquí parte el tópico
del escritor o artista que vive en la buhardilla.
Lugares altos que permitan observar Madrid panorámicamente aparecen
en la escritura de Mesonero Romanos, como “El observatorio de La puerta
de Sol”, para materializar sus pretensiones como escritor, totalizadoras e
imparciales.
Los parques y los paseos también acaparan la atención de los escritores
costumbristas. En “El Prado”, de Mesonero Romanos, se retrata la sociabili-
dad en diferentes sectores de este Paseo madrileño. Del mismo autor, en
“Un viaje al sitio” se describen los jardines del Real Sitio de Aranjuez.
292
Por lo demás, la calle también es el lugar para la identificación de los
más diversos tipos sociales del escritor costumbrista, experto en la lectura
fisiológica. Así, en “El recién venido”, de Mesonero Romanos, El Curioso
Parlante sigue al pueblerino, que adopta una mirada, llena de admiración,
hacia el espacio público. Y, como ya dijimos, en “Varios Caracteres”, de
Larra, el flâneur retrata diferentes tipos sociales.
La calle adopta un ‘rostro’ o ‘escenario’ en las festividades públicas.
Ocurre durante el Carnaval, práctica de sociabilidad descrita en los escrito-
res costumbristas españoles y latinoamericanos85. Larra realiza una
observación moral del carnaval en “El mundo todo es máscaras”, mientras
que Mesonero Romanos formulará una propuesta festiva. En la sección “El
entierro de la sardina”, del artículo “El Martes de Carnaval y el Miércoles de
Ceniza”, El Curioso Parlante comienza describiendo la calle donde se reali-
za esta festividad, situada al sur de la capital, desde la tan típica metáfora
dramática típica de los costumbristas: “Hay una calle en alguno de los ba-
rrios meridionales de esta corte, que encierra en su breve recinto más
aventuras que un drama moderno” (Mesonero Romanos, 1967: 616). Utili-
zando el nosotros inclusivo (incorpora vicariamente al lector en la escena
como narratorio), el narrador inicia su descripción durante la mañana, antes
del entierro de la sardina, al dirigirse al sur de la capital: “A este Madrid,
pues, agitado y bullicioso, a este ojo del gigante despierto y animado, es
adonde hoy dirigimos nuestro rumbo, al través de los vientos y a bordo de
un menguado y azaroso calesín.” (en cursiva en el original) (Mesonero Ro-
85
El Carnaval, ya sea en el jolgorio callejero o en los bailes de los salones, también recibió
atención de los costumbristas latinoamericanos. Este es el caso del artículo “¡Agua va!”, del
venezolano Nicanor Bolet Peraz (1940: 134-138). La animación de esta festividad se mani-
fiesta al inicio de la crónica desde el procedimiento estilístico de la enumeración caótica,
tratando de describir, con la imaginación, el carnaval romano: “Estamos en Carnaval. Horas
son éstas en que la Ciudad Eterna bullirá como una colmena inmensa. Sus calles estarán
cubiertas por una alfombra de confites de grajeas que llueven de las manos sonrosadas de
sus damas aristocráticas. Sus coches se estrechan y se tropiezan entre sí, sus caballos corren
sin descanso, la multitud se apiña, los balcones se cuajan de bellezas, brillan los fugitivos
resplandores de los mocoletos, el pueblo ríe y la nobleza se divierte.” (en cursiva en el ori-
ginal) (Bolet Peraz 1940: 134). También es el caso del venezolano Luis D. Correa, en su
artículo “Un día festivo en Caracas”, publicado en el periódico Mosaico. Son diversos los
espacios visitados por la instancia enunciativa de este artículo, que utiliza el nosotros plu-
ral: “El reloj de la Metropolitana había sonado las siete cuando salimos de nuestro
escondite o buhardilla, y echamos a andar por las hermosas calles de Santiago de León”
(Correa 1940: 41-42). Los espacios visitados son: una iglesia, durante el acto litúrgico,
donde impera un teatro de inmoralidad; la plaza Bolívar, donde se celebra un mercado po-
pular; la calle de Ricaurte, en la que observa a sociales y atracciones como el círculo
magnético; una visita a los toros; y, por último, una visita al teatro.
293
manos, 1967: 617). Se interpreta, en broma, el viaje a la calle como un viaje
exótico a una Otredad espacial y, seguidamente, se describe el entierro de la
sardina.
En “El dominó”, de Mesonero Romanos, El Curioso Parlante también
evita la evaluación satírica en la descripción de un baile de disfraces duran-
te el Carnaval. Declara su intención de describir un cuadro animado desde la
distancia física, en actitud de observación no participante, típica del flâneur:
“[H]allábame contemplando aquel animado espectáculo con la comodidad
que dejo pensar […]. Luego me ocupé en seguir las intrigas juveniles […]
¡Qué no pueda yo presentar aquí de lleno el fruto de aquella noche de obser-
vación y movimiento! (Mesonero Romanos, 1967: 236-8).
Las festividades públicas también aparecen representadas en “La romería
de San Isidro”, de Mesonero Romanos, aunque se trata de un sueño; y en
“La procesión del Corpus” se describe el desarrollo de esta festividad en dos
cortes diferentes, 1623 y 1835, un nuevo ejemplo del dinamismo temporal
del costumbrismo, al que injustamente se le ha definido como estático.
También en el ámbito de las festividades, tanto Larra, en “Corridas de to-
ros”, como Mesonero Romanos, en “El día de toros”, destacan cómo se
detiene la vida urbana madrileña ante la celebración, todos los lunes, de co-
rridas de toros.
Los comercios callejeros también reciben la atención del costumbrismo,
incluyendo al latinoamericano86. En el caso español, en “La capa vieja y el
baile de candil”, El Curioso Parlante se entretiene en ver los objetos de es-
tos comercios callejeros: “Revolviendo la esquina de la calle de la Ruda
para entrar en la plazuela del Rastro (¡taparse bien las narices, señores críti-
cos!) íbame entreteniendo agradablemente en reconocer diversos almacenes
ambulantes” (Mesonero Romanos, 1967: 214-5). Reconocemos aquí uno de
los atributos del flâneur, el paseo indolente (el enunciador se entretiene en
reconocer agradablemente estos espacios comerciales), así como una activi-
dad típica de la burguesía ociosa decimonónica: el coleccionismo.
El mercadillo se describe en “Las ferias”, de Mesonero Romanos, donde
se organiza la venta de objetos, al mismo tiempo que tienen lugar diversos
espectáculos para la diversión ciudadana. Acompañado de un provinciano,
El Curioso Parlante visita la calle de Alcalá, donde se venden muebles, ves-
tidos, cuadros y libros en puestos y depósitos. Presencian un tutti li mondi,
86
El comercio callejero también lo encontramos en el costumbrismo latinoamericano, por
ejemplo, en el venezolano Nicanor Bolet Peraz (1940: 114-134) con el artículo El mercado,
con todas las convenciones estilísticas tradicionales utilizadas a la hora de representar la
animación de un espacio público (enumeración caótica, ‘pintura’ de tipos sociales)
294
uno más de los espectáculos ópticos itinerantes que desde finales del siglo
XVIII venían difundiéndose en Occidente (Fernández, 2006). La descrip-
ción de la escena utiliza procedimientos típicos de la flanerie costumbrista:
“nada nos entretenía tanto como el mirar algunos puestos” (Mesonero Ro-
manos, 1967: 158); “[L]legamos a la plazuela de la Cebada […] fuimos
detenidos por una multitud de curiosos apiñados en rededor de una máquina
óptica” (Mesonero Romanos, 1967: 160). La misma calle llega a ser un tea-
tro ameno, variado y animado.
Los cementerios, en la intención satírica de los escritores costumbristas,
se integran en sus reflexiones sobre la vanidad de la vida. Al representar
Mesonero Romanos este tema no se aleja del cliché, mientras que Larra
ofrece una actitud existencialista, aunque en ambos se define a los peatones
como muertos en tránsito por el mundo de los vivos. En el último párrafo de
“El campo santo”, del primer autor, la contemplación de los peatones le sus-
cita a El Curioso Parlante la siguiente alegoría: “Seguí lentamente la
vereda que me conducía a las puertas de la villa, y al atravesar sus calles, al
mirar la animación del pueblo parecían ver una tropa que había hecho allí un
ligero alto para ir a pasar la noche a la posada que yo por una combinación
extraña acababa de dejar.” (Mesonero Romanos, 1967: 176). La vida es sólo
un tránsito hacia la muerte: la ciudad es un alto en el camino a la posada
final, el cementerio.
En “El día de los difuntos”, de Larra, se invierte la imagen del cemente-
rio como ciudad de los muertos. Ahora la ciudad, Madrid, se comprende
como camposanto. La perspectiva enunciativa, abrumada por la melancolía
(como todo intelectual con conciencia crítica sobre la sociedad a la que per-
tenece), decide salir a la calle para convertirse en diversión de los peatones.
Mientras que para Mesonero Romanos la vida es un tránsito desde la nada
hacia la nada, en Larra, en cambio, la vida es muerte. Ver a los ciudadanos
encaminarse al cementerio suscita en Fígaro la siguiente reflexión alegórica:
295
tra frente veréis vuestro propio epitafio! ¿Vais a ver a vuestros padres y a
vuestros abuelos, cuando vosotros sois los muertos?” (Larra, 1968: 1323-4)
87
La descripción de Madrid, en el artículo de Larra, también se asemeja a la Salamanca
tétrica de El estudiante de Salamanca. Por su parte, Dámaso Alonso se refiere a una ciudad
empobrecida y hambrienta que malvive en plena Segunda Guerra Mundial, pocos años
después de después de la Guerra Civil española.
296
La mirada sobre los espectadores es consustancial a la actitud del flâneur.
Inmerso en una multitud o en un auditorio, tomará la distancia reflexiva su-
ficiente como para observar analíticamente la conducta de estas entidades
sociológicas. El enunciador llama teatro por fuera al público espectador,
frente al teatro por dentro, constituido por el espectáculo dramático mismo
y por todos aquellos individuos que trabajan en él:
“La escena cómica, así como la gran escena del mundo, tiene dos aspectos.
Uno interior, privado y reducido al estrecho círculo de sus sacerdotes y co-
mensales; el otro público, exterior, y que dice relación con la sociedad
entera; […] para conocer éste, basta sólo ser espectador constante y estar do-
tado de una dosis regular de observación.” (Mesonero Romanos, 1967: 564).
297
que tiene el de Larra, en paréntesis, es “Artículo parecido a otros”. En el
ámbito de la intencionalidad moral del costumbrismo, la ‘descripción’ de la
casa de empeños se convierte en ocasión para denunciar una más de las tan-
tas hipocresías sociales88. Algunas personas empeñan sus objetos de valor
para aparentar una vida de lujo en prácticas de la sociabilidad burguesa co-
mo son los bailes o las cenas, situación que provoca la siguiente reflexión
irónica en “Empeños y desempeños”, de Larra: “¿Cómo se puede vivir
haciendo menos papel que el vecino?” (1968: 172).
Otro espacio público visitado es la oficina de empleo. De nuevo el escri-
tor observador adopta un ángulo periférico (un rincón, por ejemplo) que le
permite asumir una mirada voyeurista. Sucede en “Pretender por alto”,
cuando El Curioso Parlante visita una oficina de empleo: “[M]e hallaba
sentado entre la inmensa multitud de postulantes, en un rincón de cierta an-
tesala” (Mesonero Romanos, 1967: 177). Tanto la casa de empeños como la
oficina de empleo son símbolos de una sociedad económicamente precaria.
El escritor costumbrista también dedica gran atención a los mercados y
las bolsas de Comercio. A escala internacional se encargó de ensalzar el
desarrollo de la economía mercantilista, que permite ejemplificar el
principal valor costumbrista: la novedad. La bolsa fue centro de interés de
los iniciadores del periodismo urbano, Addison y Steele, en el periódico The
Spectator, a comienzos del siglo XVIII89.
También son objeto de estudio las tiendas de artículos de lujo. En la dé-
cada de 1830 todavía no se habían introducido en España los grandes
almacenes. En “Las tiendas”, de Mesonero Romanos, el flâneur observa las
compras de algunas mujeres de la burguesía madrileña. Describe un tipo
social femenino: la consumidora. Es posible que esta escena suponga una de
las primeras manifestaciones, en la literatura española, de la flaneuse, la
mujer burguesa y pequeño burguesa que deambula con libertad por la ciu-
dad, sin compañía masculina.
88
El empeño de objetos valiosos para sustentar una vida de lujo aparecerá con regularidad
en la posterior novela realista. Por ejemplo, en La de Bringas, de Galdós.
89
Así, en el número 69 de The Spectator, de Richard Steele, el enunciador expresa su
entusiasmo ante la actividad que observa: “Esta gran escena de negocios me ofrece una
infinita variedad de continuos y cuantiosos entretenimientos. Como soy un gran amante de
la humanidad, mi corazón, de manera innata, rebosa de placer ante la vista de una próspera
y feliz multitud, hasta el punto de que en muchas solemnidades públicas no puedo dejar de
expresar mi alegría con lágrimas que se deslizan furtivamente por mis mejillas. Por esta
razón, me deleito maravillosamente al observar un grupo de seres humanos que prosperan
en sus fortunas privadas, y que al mismo tiempo promueven el valor público; o en otras
palabras, levantando propiedades para sus propias familias, trayendo a su país lo que se
necesita y exportando lo que es superfluo.” (en Brand, 1991: 36).
298
La visita a las casas de huéspedes, cafés o fondas se convierte en un pro-
cedimiento muy utilizado por los escritores costumbristas. En “El café”, de
Larra, se critica el comportamiento y la actitud de tipos sociales improducti-
vos: no es un lugar de discusión, de formación de la opinión pública, sino
para el desarrollo de vanas y absurdas conversaciones. Por otra parte, Larra
evalúa muy negativamente las fondas, como en “La fonda nueva” o “¿Quién
es el público y dónde se encuentra?”. En la visita a este tipo de lugares se
critican las paupérrimas condiciones higiénicas, gastronómicas y de hospe-
daje, en un indicador más, entre otros, del atraso español frente a los demás
países europeos. En esta evaluación coincide Larra con Mesonero Romanos.
En un artículo de este último, El Curioso Parlante, en “Un viaje al sitio”, es
decir, a Aranjuez, declara: “Retirado a mi posada, tuve que contentarme
como una comida mal condimentada y peor servida” (Mesonero Romanos,
1967: 89). Este último también se ocupa de describir estos lugares en “La
posada, o España en Madrid”. En esta última oportunidad se describe el Pa-
rador de la Higuera, posada frecuentada por emigrantes procedentes de toda
España. Este es uno más de los espacios compendio o resumen tan ‘aprecia-
dos’ de los escritores costumbristas. Una posada madrileña puede llegar a
convertirse en sinécdoque de España. En estos casos, el costumbrismo cons-
truye una visión articulada de la Nación.
La distribución de los diferentes tipos sociales en los nuevos edificios de
la época, de varios pisos y con balcones, también acaparan el interés del
escritor. Es el caso de “Las casas por dentro”, de Mesonero Romanos. La
atención llega a centrarse en espacios específicos de los edificios, como en
“De tejas arriba”, del mismo autor. La segunda sección nos ofrece los tipos
sociales representativos de la buhardilla de los edificios madrileños.
Frente al carácter festivo de algunos escritores costumbristas, las ejecu-
ciones públicas de los reos de muerte (convertidas en espectáculo) o la vida
en las prisiones son circunstancias sociales evaluadas por el costumbrismo
crítico, que asume su escritura como instancia de reforma de las costumbres
morales, tanto en el caso español como a escala europea. El problema peni-
tenciario, desde el siglo XVIII, acaparó el debate intelectual. En el caso
inglés, Charles Dickens se centra en la descripción de la prisión de Newgate
en “A visit to Newgate”, último artículo de las sección Scenes de Sketches
by Boz. Asimismo, la escritora francesa peruana Flora Tristán visitó esta
prisión inglesa, como lo describe en su Paseos en Londres, 1840. La refor-
ma penitenciaria es un tema de discusión pública desde finales del siglo
XVIII que los costumbristas continúan en la primera mitad de 1830. Larra
es crítico con la institución penitenciaria en el artículo “Un reo de muerte”,
de 1835: “Un pueblo entero obstruye ya las calles del tránsito. Las ventanas
299
y balcones están coronados de espectadores sin fin, que se pisan, se apiñan,
y se agrupan para devorar con la vista el último dolor del hombre. […] [E]l
terror que la situación del momento imprime en los ánimos causa la mitad
del desorden; la otra mitad es obra de la tropa que va a poner orden.” (Larra,
1968: 1388). En presente iterativo, el observador, situado entre la multitud,
describe el traslado típico de un preso hacia el patíbulo, convertido en un
espectáculo (tal como lo organiza su imaginación, después de haber presen-
ciado algunas ejecuciones). Como sucede en otros acontecimientos sociales
(el teatro, por ejemplo), el interés del escritor costumbrista es el espectador,
el badaud, el mirón y su actitud acrítica, no el ‘espectáculo’ que presencia.
Otros espacios también centran el interés del periodista costumbrista. El
viaje en ómnibus, medio de transporte urbano que surge en 1828 y que debe
distinguirse de la diligencia (utilizada en amplias trayectorias por el interior
del país), acapara la atención de costumbristas franceses y británicos, mien-
tras que el costumbrismo español, particularmente Larra y Mesonero
Romanos, se describe más bien la diligencia. En “Un viaje al sitio”, Meso-
nero Romanos nos ofrece las relaciones de sociabilidad que se establecen
entre los pasajeros de una diligencia en un viaje a Aranjuez, mientras que
Larra, en “La diligencia”, ofrece una escena del patio de diligencias desde la
metáfora del teatro social, similar a las descripciones del interior del ómni-
bus, atestado de pasajeros, en escritores ingleses, franceses y alemanes de la
época.
300
miento descriptivo dominante para pasar a ocuparlo una parte importante o
la totalidad del día.
A medida que surgen cambios en las representaciones culturales del
tiempo, motivados cuando el ser humano comienza a concebir un acelera-
miento de la temporalidad histórica, las representaciones culturales de las
estaciones del año, íntimamente ligadas en la historia de la literatura y de las
artes a la temporalidad cíclica de la naturaleza, quedan sustituidas por las
representaciones de las horas del día, vinculadas a una temporalidad urbana
rígidamente reglamentada por las prácticas económicas. Las formaciones
sociales regulan los horarios urbanos. Con este último tema, el escenario
rural queda sustituido por el urbano. El cronotopo idílico, vinculado a las
estaciones (Bajtín, 1986: 432-3) es reemplazado por el cronotopo de la ca-
lle, cuya temporalidad es diaria.
En el tema de las horas del día no hay protagonista humano individuali-
zado. En cambio, interesa registrar a distintas horas el surgimiento y
desaparición de los tipos sociales y de las actividades del espacio público.
Un precedente de este tema que todavía conserva una estructura alegórica es
Los cuatro momentos del día (The four times of the day), serie de cuatro
grabados satíricos de William Hogarth terminados en 1736. Se representan
cuatro escenas londinenses en cuatro momentos del día (mañana, mediodía,
tarde y noche) en distintos espacios. Cabe resaltar que el grabado corres-
pondiente a la tarde visualiza las afueras de Londres. El propósito es
alegorizar satíricamente los vicios de la metrópoli (Nord, 1995: 58). Hogarth
no pretende representar la fugacidad de los acontecimientos y de las relacio-
nes humanas en la ciudad. La intencionalidad de estos grabados no es
referencial, sino satírica. El propósito no radica en ocuparse de la diversidad
espacio-temporal de la urbe, en constante cambio, sino en alegorizar los
vicios humanos.
301
Mañana Mediodía
Tarde Noche
Imágenes 28-31. Los cuatro momentos del día (The four times of the day), serie de cua-
tro grabados satíricos de William Hogarth.
302
Los inicios del costumbrismo en Francia definieron los procedimientos
discursivos típicos de este tema para la posteridad. Modelo para los costum-
bristas del siglo XIX es “Las horas del día” (Les heures du jour), Capítulo
330 del Cuadro de París (Tableau de Paris), Volumen III, de Louis – Se-
bastián Mercier, 1782-1788. La introducción de este capítulo resume el
distinto tempo o velocidad del ritmo urbano: “Las diferentes horas del día
ofrecen alternativamente, en medio del torbellino ruidoso y veloz, la tran-
quilidad y el movimiento. Estas son escenas cambiantes y periódicas,
separadas por intervalos casi iguales.” (Mercier, 1782/1979: 146). De las
dimensiones del ritmo musical, el acento, el compás y el tempo, la primera y
la última permiten establecer analogías con la actividad urbana. Hablamos,
así, de la temporalidad acelerada o lenta de la ciudad y de la intensidad
(acento) de sus actividades. Un término procedente de los géneros musicales
se utiliza para nombrar este ritmo: la sinfonía.
Desde el inicio del texto, se presenta el diferente ritmo y acento de la ac-
tividad de los espacios públicos de la ciudad, la alternancia de momentos de
intensa y de escasa actividad callejera:
“A las siete de la mañana, todos los jardineros, con los canastos vacíos, re-
gresan a su barrio, a horcajadas sobre sus jumentos. Apenas se ven rodar
carromatos. No se encuentran más que dependientes de oficina [escribanos],
ya vestidos y peinados a esta hora del día./ A las nueve se ve correr a los pe-
luqueros, empolvados desde los pies hasta la cabeza […] Los muchachos
limoneros, siempre en chaqueta, llevan café y cervezas a las habitaciones
amuebladas. Se ven al mismo tiempo aprendices de jinetes, seguidos por un
lacayo. […]/ A las diez, una nube negra de agentes del sistema judicial se
encamina hacia los palacetes y palacios: no se ven más que alzacuellos, to-
gas, bolsos, y a los abogados que corren detrás./ Al mediodía, todos los
agentes de cambio van a la bolsa, mientras que los ociosos se encaminan al
Palais-Royal. […]/ A las dos de la tarde, los sirvientes, empolvados, arregla-
dos, caminando sobre la punta de los pies, con terror de ensuciar su ropa
interior blanca, llegan a los barrios más alejados. Todos los carruajes ruedan
a esta hora; no hay plazas; se los pelean, y ocurre algunas veces que dos per-
sonas abren al mismo tiempo la puerta, se montan y se sientan.” (Mercier,
1782/1979: 146-8)
303
bano se sucede en las más típicas calles de la metrópoli. Cada tipo social
tiene un interés y objetivo particular: es un átomo social.
A las siete de la mañana la actividad es escasa. A las nueve, en cambio, y
hasta el mediodía, el espacio público muestra bastante actividad. Se obser-
van distintos tipos sociales profesionales camino al trabajo. Los ociosos,
por su parte, se dirigen al Palais-Royal, el principal centro de la sociabili-
dad pública de la época. En cierto momento de la mañana, el bullicio y la
saturación del espacio público llegan a su clímax. En el momento del al-
muerzo aparece, en cambio, el ritmo lento. A partir de aquí, y hasta el
anochecer, se alternarán momentos de intensa actividad y de tranquilidad:
“A las tres, se ve poca gente en las calles, ya que todos comen; es tiempo de
calma, aunque no debe durar mucho./ A las cinco y cuarto, hay un alboroto
horrendo e infernal. Las calles se llenan de obstáculos. Todos los vehículos
ruedan en todos los sentidos, vuelan hacia diferentes espectáculos o van a
pasear. Los cafés se llenan.
A las siete regresa la calma: profunda y casi total. […] La ciudad está silen-
ciosa, y pareciera que el tumulto hubiera quedado preso por una mano
invisible. Es al mismo tiempo la hora más peligrosa […] porque la ronda to-
davía no ha comenzado, y diversos actos violentos se cometen al inicio de la
noche./ El día cae; y mientras los decorados de la ópera se ponen en movi-
miento, la muchedumbre de jornaleros, de carpinteros, de picapedreros
regresan en bloques compactos a los barrios donde habitan. […] Van a ocul-
tarse, mientras las marquesas y las duquesas se ponen su maquillaje.”
(Mercier, 1782/1979: 148-149).
304
“A las nueve de la noche, el ruido regresa; es el desfile de los espectáculos.
Las casas quedan sacudidas por las ruedas de los vehículos; pero este ruido
es pasajero. La gente elegante realiza visitas cortas en espera de la cena./
También es la hora en la que las prostitutas […] te persiguen por el lodo ves-
tidas de seda y en zapatos planos: su propósito se ve en sus gestos. […] A las
once, de nuevo el silencio. Es la hora en la que se acaba de cenar. Es también
la hora en la que los cafés despiden a los ociosos y a los versificadores de
sus buhardillas. […] A las doce y cuarto, se escuchan los coches de aquellos
que no juegan más y que se retiran. La ciudad, entonces, parece desierta […]
A la una de la mañana llegan seis mil campesinos, cargando la provisión de
legumbres, frutas y flores. Se encaminan hacia el mercado de Halle; sus
monturas están cansadas y fatigadas; vienen desde siete a diez leguas.”
(Mercier, 1782/1979: 149-152).
“La apariencia presentada por las calles de Londres una hora antes de la sali-
da del sol, en una mañana de verano, es más impactante incluso para
aquellas escasas personas cuya búsqueda desafortunada del placer, o las ape-
nas menos desafortunadas actividades laborales, les hace estar más
familiarizadas con la escena. Hay un aire de fría y solitaria desolación, bas-
tante impresionante, en unas calles silenciosas que, en otras ocasiones,
305
estamos acostumbrados a ver atestadas de una atareada y ávida multitud, y
en los silenciosos y bien cerrados edificios, que durante el día hierven de vi-
da y bullicio.” (Dickens, 1957: 47)
306
Round The Clock), 1859, presenta 24 escenas londinenses, cada una dedica-
da a una hora. Mientras que en las dos escenas de Dickens se representan las
distintas horas del día en un mismo espacio, con sus distintas actividades y
tipos sociales, en el caso de Sala se describen distintos espacios y diferentes
momentos del día, precisamente cuando el reloj marca cada hora.
En la literatura alemana también se utilizó el motivo de las horas del día,
sobre todo en Julius Rodenberg. Escribió Las veinticuatro horas de París
(Vierundzwanzig Stunden von Paris), Día y noche en Londres. Un libro de
esbozos de la exposición universal (Tag und Nacht in London. Ein Skizzen-
buch zur Weltausstellung. Ein Skizzenbuch zur Weltausstellung), 1862, y
París bajo la luz del sol y la luz de los faroles. Un libro de esbozos de la
exposición universal (Paris bei Sonnenschein uns Lampenlicht. Ein Skizzen-
buch zur Weltausstellung), 1867.
307
tres de la tarde, en que cesa del todo. Una hora después, los toldos han veni-
do al suelo, las colgaduras han desaparecido, y cuando más tarde atraviese la
misma concurrencia aquellas calles para dirigirse al Prado, ya no encuentra
en ellas la más mínima señal de la festividad de la mañana. (Mesonero Ro-
manos, 1967: 309). Se aprecia en esta escena la modificación constante del
ritmo urbano.
En ocasiones, el escritor sólo se detiene en ciertas horas específicas, sin
ocuparse de la totalidad del día (las dos escenas comentadas de Dickens).
Así ocurre en “Paseo por las calles”, de Mesonero Romanos. El Curioso
Parlante declara que su propósito no es seguir metódicamente las distintas
fases del teatro social en las diferentes fases del día o de las estaciones. Es-
coge, en cambio, momentos previos y posteriores a las seis de la tarde, los
mejores para que el periodista flâneur emprenda sus observaciones calleje-
ras, ya que las calles presentan una gran actividad:
“Escogeremos cualquier día del año: por ejemplo, el día en que nos halla-
mos; procederemos libremente y como al acaso, dejaremos vagar a nuestro
discurso, y pues que el moderno romanticismo nos autoriza, renunciaremos a
todas las unidades conocidas; y tanto más románticos seremos, cuanto menos
pensemos en lo que vamos a escribir” (Mesonero Romanos, 1967: 312-313).
“Ningún momento del día nos parece más oportuno para sorprender a los
madrileños en el espectáculo de su vida exterior, que aquellas apacibles
horas que aproximando el día a la noche, libertan del trabajo para acercarnos
al descanso y al placer; […] en que la población, ansiosa de disfrutar la ape-
tecida brisa de la noche, abandona el interior de las casas, y se muestra
generalmente en las calles y plazas, en las puertas y balcones. […] pues que
308
todo el pueblo se halla en la calle, bueno será mezclarnos y confundirnos con
todo el pueblo.” (Mesonero Romanos, 1967: 313).
309
La estética pintoresca se interesa por el esbozo rápido de los tipos popula-
res, por lo general oficios, como se ofrece en este cuadro urbano de un
mercado callejero (espacio muy apreciado por el costumbrismo internacio-
nal). La evolución temporal, por su parte, está ofrecida sobre todo por los
siguientes sintagmas: ‘siguen su movimiento…’, ‘todos se retiran”, ‘empieza
después’, ‘luego’…
Las horas de la noche se describen en “Madrid a la luna”. Media hora lar-
ga después de las once, los encargados de la la iluminación noctuna de la
ciudad “recogían ya sus escalas y antorchas propagadoras; las tiendas y ca-
fés, entornando sus puertas, despedían políticamente a sus eternos abonados”
(Mesonero Romanos, 1993: 489).
En un excelente ejemplo de temporalidad simultánea (que en el siglo XX
utilizará con éxito el discurso cinematográfico), El Curioso Parlante descri-
be las acciones de los ciudadanos despiertos a esta hora de la noche: los
amantes terminan su encuentro; el teatro cierra; el artesano descansa; velan
el magnate, el avaro, el malvado, el enfermo, el jugador, el poeta y el centi-
nela… A partir de la una menos cuarto de la madrugada, El Curioso
Parlante acompaña a un sereno y se disfraza con la vestimenta de este tipo
social, para pasar desapercibido. Debe ser apreciado por los noctámbulos
como un sereno que cumple con su oficio, no como un observador que ana-
liza el espacio público. Bajo este disfraz termina su callejeo a las cinco de la
mañana. En distintos espacios, entre otros acontecimientos, ambos observan
un baile que se desarrolla en una vivienda, la captura de unos ladrones y, por
último, un incendio que finalmente queda controlado…90
Otras escenas de Mesonero Romanos, sin mostrarnos un marco temporal
extenso, nos ofrecen por lo menos los contrastes de algunos espacios socia-
les. A cierta hora están llenos de gente y poco después se encuentran vacíos,
como en “El patio de Correos”: “[L]as dos han dado y empieza a quedar
desierto y sin movimiento alguno.” (Mesonero Romanos, 1967: 323). Asi-
mismo, “La Bolsa” representa en su Parte III una típica escena sobre el
ritmo de las transacciones financieras que cotidianamente tienen lugar en la
Bolsa de Madrid. El observador describe una hora de actividad bursátil, es-
pecíficamente la que transcurre desde las 12 del mediodía hasta la 1 de la
tarde, marco temporal en el que se acuerdan los negocios. Se emplean pro-
90
Las calles en las horas de la noche también es un tema del costumbrismo latinoamerica-
no. Aparece en “El eclipse”, escena del escritor guatemalteco José Milla, donde se
muestran los problemas que enfrentan los transeúntes durante un apagón del sistema públi-
co de iluminación en ciudad de Guatemala.
310
cedimientos estilísticos propios de las escenas costumbristas como son el
uso del presente histórico o la incorporación del narratario: “Ved al magní-
fico comerciante […]; Observad el prosaico mercader […]; Dejad paso al
birlocho del agente de cambios” (Mesonero Romanos, 1967: 483). El Curio-
so Parlante se asombra del tempo acelerado de las transacciones financieras,
a medida que se acerca la hora de cierre: “Esta agitación va creciendo suce-
sivamente por minutos a medida que va acercándose la hora de conclusión,
y ya en los últimos momentos es inexplicable el movimiento, la indecisión,
el estado febril de la mayor parte de los concurrentes” (Mesonero Romanos,
1967: 485-6). También se usa el procedimiento de la enumeración caótica
para representar el conjunto ilimitado de acciones vertiginosas que el ojo del
observador atrapa con dificultad: “Y vuelve inmediatamente el murmullo, y
el removerse en distintas direcciones, y el correr unos tras otros y el hablarse
al oído, y el hacerse señas de inteligencia y el rascarse la frente, y el ahue-
carse el corbatín, y el abrir y cerrar carteras…” (Mesonero Romanos, 1967:
484). No es un espacio callejero, sino interior, pero está sujeto a su misma
temporalidad rítmica: los momentos de gran actividad bursátil se alternan
con momentos de distensión y tranquilidad.
Por último, debe mencionarse el artículo anónimo “Las XXIV horas de
Madrid”. Sigue muy de cerca el modelo de Mercier. Está dividido en 25
párrafos, cada uno de ellos correspondiente a cada hora del día (el único que
no corresponde a una hora en punto está dedicado a la 1 y media). Fue pu-
blicado sin firma en dos números (375 y 376) del Correo literario y
mercantil, el 3 y el 6 de diciembre de 1830. Destaca, asimismo, “Un día de
Madrid”, de Mesonero Romanos, de 1831, de su Manual de Madrid: des-
cripción de la Corte y de la Villa. A Escobar (2005), que analiza el topos de
las horas del día en el costumbrismo español (lo llama las horas de la ciu-
dad), se debe el trabajo de recuperación del olvido de ambos artículos.
311
supone una manifestación más del desarrollo de la temporalidad en un arte
típicamente espacial. En la llamada suite impresionista, el interés se centra
en representar los cambios de luz que se suceden en un paisaje, urbano o
natural, a diferentes horas del día (Vila-Velda, 2004: 162-166). Claude Mo-
net, el mayor representante de la suite impresionista, cuenta con las series de
los Pajares, de los Álamos y de los Nenúfares, en el ámbito de la represen-
tación de la naturaleza, y las series El parlamento de Londres (19 cuadros
pintados entre 1899 y 1904 desde el balcón del Hospital St. Thomas) y de la
Catedral de Ruán (31 cuadros pintados entre 1892 y 1894, centrados en el
reflejo de la luz sobre la fachada de esta iglesia), en el ámbito de la ciudad.
En estos últimos casos, la representación de las actividades de los tipos so-
ciales queda eliminada a favor del cambio cromático en las fachadas de los
edificios (Catedral de Ruán y Parlamento de Londres).
Por su parte, las llamadas sinfonías urbanas, que ya hemos visto en un
capítulo precedente sobre su condición de flanerie visual, encuentran su
principio organizador descriptivo, temático y rítmico en la representación de
las horas del día. En el marco de la cultura visual, han sido considerados
como textos cinematográficos de estética impresionista. Como el movimien-
to pictórico mencionado, las sinfonías urbanas captan retazos fragmentarios
de la vida urbana. Pero también incorporan muchos procedimientos de las
vanguardias: elogio y crítica de la vida mecánica e industrial, yuxtaposición
de imágenes, predominio temporal de las formas puras, frente al signo figu-
rativo…
El transcurso de las horas diurnas y nocturnas se convierte en el principio
sintagmático dominante en Nada más que las horas, más conocido por su
título en francés Rien que les heures (1926), del brasileño Alberto Cavalcan-
ti, en Berlín, la sinfonía de la gran ciudad (1927), de Walter Ruttmann, y en
El hombre de la cámara (1928), de Dziga Vertov.
La existencia del llamado ritmo urbano y del ritmo musical ha permitido
el empleo metafórico del género musical de la sinfonía en la teoría de los
géneros cinematográficos. Recuérdese, en este sentido, que la película de
Ruttmann incorpora ya desde el título esta denominación genérica musical.
De la misma manera que en la sinfonía, como género, se alternan movimien-
tos ‘rápidos’ con movimientos ‘lentos’, en el transcurso de la vida cotidiana
de una gran metrópoli, en feliz analogía, también tiene lugar esta transfor-
mación. No debe olvidarse, en todo caso, que el ritmo y la sinfonía, como
metáforas visuales, forman parte de la cultura visual en la Alemania de los
años veinte. Podemos referirnos a Opus I-IV, 1919-1923, cortometrajes
animados de Walter Ruttmann sobre formas abstractas en movimiento, así
312
como diversas obras de Hans Richter, con los ejemplos de Ryththmus 21,
1921, Rhythmus 23, 1923, o Renn-symphonie, 1928-29.
Aunque el brasileño Alberto Calvalcanti comenzó el proyecto de Nada
más que las horas (Rien que les heures) después del documental de Rutt-
mann, fue estrenada antes. Las escenas se inician momentos antes del
amanecer y terminan en plena noche. Sobre su condición de sinfonía urbana
que presenta el tema de las horas del día se detiene Weihsmann (1997: 20):
313
En horas de la tarde, surgen acontecimientos que rompen con la calma de las
calles. Se desata una discusión entre dos transeúntes, presenciada por miro-
nes – badauds – y una suicida se lanza al río91. Antes del anochecer, los
obreros salen de las fábricas. Seguidamente, las primeras horas de la noche
están dedicadas a los espectáculos de la cultura de masas.
91
Estos últimos son sintagmas ficcionales en un documental donde predominantemente se
registran acontecimientos no provocados por el equipo de filmación.
314
Imágenes 32-41. Las horas del día en la metrópoli: Fotogramas de Una sinfonía de la
gran ciudad. Dir: Walter Ruttmann, 1927.
315
En algunas de estas sinfonías urbanas no sólo el tránsito, el trabajo o la
multitud adquieren importancia, sino también la presencia, que la cámara
encuadra, de diversos tipos sociales en diferentes horas del día. En este pun-
to, las sinfonías urbanas no sólo se relacionan con las escenas costumbristas
del siglo XIX al representar la temporalidad diaria de la ciudad, sino tam-
bién al otorgar protagonismo a los distintos tipos sociales que aparecen en
cada corte temporal. Así, tanto en el documental de Ruttmann como en el de
Vertov, los obreros caminan o toman el transporte para ir a las fábricas en
las primeras horas de la mañana; asimismo, las últimas horas de la tarde se
dedican al ocio del pueblo.
316
Capítulo 3.
El cambio social en Larra y Mesonero Romanos:
la ‘alteración’ de las costumbres
Desde cierta distancia histórica, en los años 30 del siglo XIX, Larra y
Mesonero Romanos reflexionaron sobre los cambios sociales que se produ-
jeron a partir de 1808. Ambos escritores asumen que la invasión francesa
provocó en España grandes transformaciones.
Textos que en el tiempo de su escritura fueron considerados como para-
literarios, es decir, en el límite o al margen de la institución literaria, nos
ofrecen muchos indicadores sobre el cambio social identificado por sus res-
pectivas voces enunciativas. Desde una perspectivas culturalista, podemos
investigar las representaciones sobre el cambio tecnológico, material y so-
cial desde las cartas, los diarios de viaje o los artículos de costumbres
escritos en las primeras décadas del siglo XIX, discursos convertidos en la
actualidad en documentos históricos de una subjetividad que avalúa las
transformaciones de la época. Este es el caso de los escritores alemanes que
visitan Francia e Inglaterra. Heinrich Heine, que procede de una Alemania
por aquel entonces ‘provinciana’, reflexiona en sus Cuadros de viaje sobre
las condiciones de la modernidad social en París y Londres, así como Lud-
wig Borne se centra sobre las prácticas de sociabilidad existentes en la
capital francesa. Partimos del presupuesto de que los cambios tecnológicos,
institucionales e ideológicos conllevan transformaciones en las costumbres
sociales. Por ejemplo, fenómenos tan distintos como un nuevo alumbrado o
la democracia política permiten el surgimiento de nuevas prácticas de la
sociabilidad pública92.
92
En esta investigación dejamos de lado los cambios en el campo literario. En consecuen-
cia, se excluyen los artículos literarios de Larra, que nos permitirían conocer el diagnóstico
que establece este escritor sobre el estado de la literatura en la década de 1830, sobre todo
en el ámbito dramático. Su análisis nos permitiría saber si Larra considera que el teatro de
aquella época estaba caracterizado por la permanencia de las reglas neoclásicas o si, por el
contrario, ya se encontraba ‘afectado’ por las alteraciones de las importaciones románticas.
También nos permitiría saber si este escritor defendía la primera estética o se encontraba a
favor de la consolidación de la segunda en el campo literario español. Más allá de la litera-
317
1. Reflexiones sobre el cambio social
Frente a la estabilidad de las estructuras previas, el escritor costumbrista,
en su desempeño como flâneur, aprecia una ‘aceleración’ de los aconteci-
mientos y los procesos sociales. Larra, en “La fonda nueva”, declara que
una de las razones de visitar una fonda madrileña es “el deseo de observar
las variaciones que en nuestras costumbres se verifican con más rapidez de
lo que algunos piensan” (Larra, 1968: 230-1). También Larra, en “La educa-
ción de entonces”, reconoce que el pueblo español se encuentra “en una de
aquellas transiciones en que suele mudar un gran pueblo de ideas, de usos y
de costumbres” (Larra, 1968: 420). Cerca está el día “en que volveremos
atrás la vista y no veremos a nadie: en que nos asombraremos de vernos
todos de la otra parte del río que estamos en la actualidad pasando.” (Larra,
1968: 420).
Se asume en este artículo la incidencia de la revolución francesa en el
inicio de las transformaciones en las ideas, los usos y las costumbres. El
proceso, en todo caso, es paulatino y sólo una actitud reflexiva sobre el pa-
sado cercano permitirá al observador apreciar la magnitud de los cambios
producidos.
Mesonero Romanos también compara las costumbres de los primeros
años del siglo y las existentes en el momento de su escritura. En el artículo
“1808 y 1832”, un interlocutor de El Curioso Parlante declara que “el
transcurso de treinta años y los extraordinarios acontecimientos que en ellos
han mediado han sido bastantes para alterar nuestras costumbres” (Mesone-
ro Romanos, 1967: 109), hasta dejar irreconocible la capital. Se establece
una comparación entre 1802, antes de la invasión napoleónica, y por lo tanto
antes de las transformaciones políticas y sociales, y 1832, momento en el
que escribe el autor madrileño. Como en el caso de Larra, asume 1808 como
el año de inicio de las transformaciones (los ‘extraordinarios acontecimien-
tos’ son la invasión napoleónica y la Guerra de la Independencia).
En “Las costumbres de Madrid”, El Curioso Parlante reflexiona sobre
los cambios en las costumbres, más rápidos en las ciudades que en las pro-
vincias. Entre los motivos se encuentran:
tura, otros cambios en el campo artístico, en todo caso, también son discutidos por los escri-
tores costumbristas. Así, en “La filarmonía”, de Mesonero Romanos, El Curioso Parlante
se refiere al gran favor que desde comienzos del siglo venía adquiriendo la ópera italiana.
318
de la lengua y la literatura francesas, el entusiasmo por sus modas y, más que
todo, la falta de una educación sólidamente española” (Mesonero Romanos,
1967: 29-30)
319
propósitos. Es un mecanismo para obtener el interés del público lector.
También permite introducir a este último en la representación de la nove-
dad, de la diversidad social, principal valor del discurso pintoresco.
Además, se hace uso del tópico de la falsa modestia cuando la instancia
enunciativa declara al inicio del artículo la dificultad de formular, de ‘pin-
tar’, las rápidas transformaciones sociales, ya que la posterior descripción
se convertirá en un éxito del propósito mimético de su escritura.
Las costumbres también se relacionan con las leyes. ¿Estas últimas mo-
difican las costumbres sociales, es decir, tienen un efecto perlocutivo? O,
por el contrario, ¿las conductas sociales se adelantan a leyes consideradas
obsoletas? Larra, frente a Mesonero Romanos, cuenta con diversas re-
flexiones sobre el tema. En “Jardines públicos” considera que la libertad en
la política es más fácil de conquistar que en las costumbres, que ofrecen el
cambio social ‘real’. Refiriéndose a la salida de la época absolutista de la
Década Ominosa (1823-1833), Larra declara que “un pueblo no es verdade-
ramente libre mientras que la libertad no está arraigada en sus costumbres e
identificada con ellas.” (Larra, 1968: 247). Las leyes se adelantan a las
mentalidades y a las costumbres. Y en el artículo “El duelo” declara que a
veces las mentalidades y las costumbres se adelantan a leyes obsoletas:
“[S]ólo se han obedecido en todos los tiempos las leyes que han mandado
hacer a los hombres su gusto; las demás se han infringido y han acabado
por caducar” (Larra, 1968: 381).
Larra también reflexiona sobre el papel de la rutina como factor que in-
cide en la consolidación e inamovilidad de las costumbres. Sólo una actitud
de distanciamiento reflexivo permitirá a los ciudadanos enfrentarse al cam-
bio social, como se declara en “El reo de muerte”: “[L]a repetición de las
escenas de nuestra sociedad, nos impide muchas veces pararnos solamente a
considerarlas, y casi siempre nos hace mirar como naturales cosas que en mi
sentir no debieran parecérnoslo tanto.” (1967: 1385). Una ciudadanía que
carezca de una actitud reflexiva o crítica hacia la sociedad, que naturalice el
status quo, supondrá un importante obstáculo para la ejecución de las refor-
mas.
El flâneur periodista que deambula por las calles y otros espacios públi-
cos de Madrid podrá obtener este tipo de indicadores, tal como le ocurre a
El Curioso Parlante en “Mi calle”. El cambio social no se mide en la esfera
política, sino en las prácticas populares. En palabras que recuerdan a Mer-
cier, declara que los grandes acontecimientos políticos:
320
rioso el considerarle no ya en los profundos y enmarañados bosques de la
ciencia política, no en el animado cuadro de la historia contemporánea, sino
en el no menos armónico y consecuente de los usos y costumbres popula-
res.” (Mesonero Romanos, 1967: 372).
321
El ferrocarril provocó cambios perceptivos en los habitantes de Europa
Occidental, en sus relaciones espacio-temporales93. Mesonero Romanos, en
el artículo “Mi calle”, describe las rápidas impresiones del observador si-
tuado en una diligencia. No puede metaforizar el rápido cambio social
desde la percepción que pueda tener un observador desde un tren, ya que,
en el momento que escribe, los viajes en ferrocarril tardarían todavía década
y media en iniciarse en España:
93
Schivelbusch, Wolfgang. 1986. The Railway Journey. The Industrialization of Time and
Space in the 19th Century. Berkeley: The University of California Press.
322
2. Los cambios en las costumbres y en el espacio público
Los cambios en las costumbres abarcan sectores como la moda, los via-
jes, el ocio y el descanso, la higiene… Es decir, se han extendido a las
prácticas más cotidianas y locales de la existencia ciudadana94. En el artícu-
lo “Mi calle”, declara El Curioso Parlante: “[A]quí no voy a tratar de los
grandes acontecimientos políticos que diariamente vemos sucederse entre
nosotros” (Mesonero Romanos, 1967: 371). Focaliza su atención, en cam-
bio, en la cotidianeidad.
El cambio social no siempre provoca la nivelación democrática de los es-
tratos sociales. Más bien ocurre, según los escritores costumbristas, una
equiparación cada mayor entre las prácticas protagonizadas por la burguesía
de todos los países occidentales, el grupo social más abierto al cambio cultu-
ral. Este es el punto de vista asumido en “El álbum”, de Larra (1968: 385-6):
“Hay más puntos de contacto entre una reunión de buen tono de Madrid y
otra de Londres o de París, que entre un habitante de un cuarto principal de
la calle del Príncipe y otro de un cuarto bajo de Avapiés, sin embargo de ser
éstos dos españoles y madrileños.” Es decir, aparece una universalización de
las costumbres (comunes a todos los estratos y países), en lugar de la desa-
parición de las diferencias socioeconómicas entre los ciudadanos de un
mismo país. Es un proceso provocado por la revolución de los transportes y
de las comunicaciones. Sobre este mismo punto, el interlocutor de un diálo-
go del artículo “La politicomanía”, de Mesonero Romanos, declara que los
periódicos “deben esforzarse para tenernos al tanto de lo que ocurre desde
Cádiz a Japón” (1967: 185). Hay una toma de conciencia de la existencia de
una sociedad burguesa que se encuentra comunicada a nivel internacional,
de un espacio capitalista donde los acontecimientos que tienen lugar en
cualquier lugar del mundo pueden acabar por determinar los sucesos loca-
les95.
94
De la Generación del 98 se afirma que, en lugar de concentrarse en la Historia de los
grandes acontecimientos, se interesó por la vida cotidiana. Podemos afirmar que este interés
ya se encuentra poco más de medio siglo antes en el costumbrismo.
95
Una apreciación opuesta, la mezcla de costumbres entre los distintos estratos, burgueses
y no burgueses, surge de Domingo Sarmiento, en su viaje a París en 1846, quien comprueba
que los cambios sociales nivelan las distinciones sociales previas típicas del Antiguo Régi-
men. Para Sarmiento, un indicador de este proceso son las costumbres públicas. La
observación de un baile público le permite establecer este diagnóstico. La parte positiva de
los bailes públicos es que “la sociedad se igualiza, las clases se pierden, la mujer de clase
ínfima se pone en contacto con los jóvenes de alta alcurnia, los modales se afinan, y la
unidad y homogeneidad del pueblo queda establecida” (en cursiva en el original) (Sarmien-
to, 1922: 198).
323
La conciencia del cambio también se circunscribe a costumbres más es-
pecíficas. En “El sombrerito y la mantilla”, Mesonero Romanos (1967: 336)
describe los cambios en la moda como indicadores de modernidad, donde
“se observa el espíritu innovador del siglo, y ante su influencia terrible, que
hace ceder las leyes y los usos más graves, apoyados en una respetable an-
tigüedad, ¿cómo podría oponer resistencia la débil moda, variable de suyo y
resbaladiza?”
El cambio en las costumbres de las festividades públicas centra los co-
mentarios de Mesonero Romanos en “La procesión del corpus”, donde se
realizan dos cortes temporales: 1623 y 1835. El Curioso Parlante declara
que el Corpus en 1835, aunque se celebra con la misma majestad y decoro
que en el siglo XVII, ha perdido público, indicador de una sociedad más
secularizada. Aparecen, por lo demás, nuevos tipos de acontecimientos fes-
tivos, como los ascensos en globos, descritos en “Ascensión aeronáutica”,
de Larra.
La sustitución de los objetos de la cotidianeidad, usados desde tiempos
inmemoriales, por otros nuevos, casi siempre importados, también recibe
atención. Mesonero Romanos, en “Al amor de la lumbre o el brasero”, se
refiere a la paulatina sustitución del brasero por la chimenea, o de la badila
por el fuelle. Calentarse al abrigo del brasero es considerado en el artículo
“Las tres tertulias”, del mismo autor, como una ocasión perfecta para dar
rienda suelta a la costumbre nacional de la conversación.
Los cambios en las prácticas sociales llevan directamente al cambio lin-
güístico, aunque sólo en contadas ocasiones es motivo de reflexión en Larra
y Mesonero Romanos el uso de voces nuevas. En “El aguinaldo”, de Meso-
nero Romanos (1967: 192), El Curioso Parlante se refiere a la falta de uso
de la palabra estrenos, es decir, los regalos de Año Nuevo, que acompaña al
declive de la costumbre que designa: “[E]sta voz ha perdido entre nosotros
su uso casi del todo, sin duda porque la costumbre a que se refería ha cadu-
cado también, […] si bien tenemos en su lugar otra ocasión de lucir nuestra
generosidad pocos días antes, en las dádivas llamadas de aguinaldo” (en
cursiva en el original). Larra también presta atención a la incorporación de
nuevas palabras al español y, frente a Mesonero Romanos, que sólo describe
este proceso, también se atreve a evaluarlo. En “El álbum”, y con motivo de
la introducción de esta palabra en la cotidianeidad de los hablantes, re-
flexiona: “desde el momento en que por mutuo acuerdo una palabra se
entiende, ya es buena” (Larra, 1968: 386).
Aunque hemos visto previamente que Mesonero Romanos puede asumir
positivamente el cambio social, desterrando la imagen tan consolidada que
tiene de escritor conservador, en todo caso se presenta de vez en cuando su
324
enfoque tradicionalista, como ocurre al evaluar el cambio urbanístico en “El
retrato”. En este artículo, El Curioso Parlante, al volver a Madrid después
de 16 años de ausencia, declara que, aunque no encontró sus amigos y sus
costumbres de antaño, observó “más elegancia, más ciencia, más buena fe,
más alegría, más dinero y más moral pública. No pude dejar de convenir en
que estamos en el siglo de las luces. Pero como yo casi no veo ya […]
abandonando los refinados establecimientos, los grandes almacenes, los
famosos paseos, busqué en los rincones oscuros los restos de nuestra anti-
güedad” (en cursiva en el original) (Mesonero Romanos, 1967: 37). Dos
marcas del tono irónico, la cursiva y la antífrasis (criticar mediante un su-
puesto elogio) indican la disposición nostálgica de Mesonero ante las
costumbres pretéritas y el Madrid castizo.
Un enfoque similar aparece en “Mi calle”. El Curioso Parlante asume
una actitud irónica ante una modernidad planificada de manera atropellada.
Sobre el Madrid contemporáneo, declara: “Cuando recorriendo de esta ma-
nera las calles de nuestra capital, veo darse tanta prisa a derribar edificios
monumentales, supongo de buena fe que habría sobra de ellos; cuando veo
construirse anchas aceras y cuidarse de la mayor comodidad de los pedes-
tres, entiendo que acaso vayan a suprimirse los coches” (1967: 372). En
todo caso, también existe otro Madrid: “¡[O]h, contraste verdaderamente
romántico y teatral! Cuando miro el empedrado de algunas calles, las casas
a la malicia, los calesines desvencijados […] como que prescindo de todo lo
demás que vi, y recuerdo entre sueños el Madrid pasado” (Mesonero Ro-
manos, 1967: 372). El Romanticismo pintoresquista estriba en la
representación de los contrastes: modernidad y tradición. El Curioso Par-
lante no valora positivamente ni la modernidad urbanística a costa de los
edificios antiguos ni la insalubridad de los espacios deteriorados. Nostálgi-
co del Madrid castizo, considera que simplemente predomina una
planificación orientada a la demolición de los antiguos barrios. La misma
denuncia se plantea en “La casa de Cervantes”.
Otro de los cambios urbanísticos que la atención de los escritores costum-
bristas es el alumbrado público. Durante la noche, el espacio amenazante se
transforma familiar. Surge, así, el tema costumbrista de las horas de la noche
(complementario del tema de las horas del día), presente en “Madrid a la
luna”, de Mesonero Romanos. Las contribuciones, a escala internacional son
numerosas. Mencionemos la escena “Eclipse total”, del guatemalteco José
Milla, el inicio de Paseos en Londres, de Flora Tristán, la escena “Streets-
Night”, en Sketches by Boz, de Dickens, el artículo “Le nuit de Paris”, de
Briffault, publicado en la colección costumbrista Paris, ou Le Livre des cent-
et-un, 1831, el artículo “París Nocturno”, de Louis Roux, para la colección
325
Les Français peints par eux-mêmes, 1841-1843 y, precedente de todos ellos,
Las noches de París o el espectador nocturno (Nuits de Paris ou le specta-
teur nocturne), 1788, de Rétif de la Bretonne, dedicadas a 363 noches
parisinas. No debe desdeñarse el papel que la tecnología ha cumplido a la
hora de modificar la percepción y el comportamiento del transeúnte en la
calle96. La noche urbana, con o sin alumbrado público, ocupó ocasionalmente
las apreciaciones de Mesonero Romanos. El costumbrismo urbano domestica
la ciudad y la iluminación pública le ayuda en este propósito, permitiendo al
periodista, y a los demás transeúntes, apreciar la ciudad como un espacio
familiar, como un teatro social. En “Madrid a la luna”, de Mesonero Roma-
nos, a las once de la noche no sólo se cierran las tiendas y los cafés, sino que
también se apagan los ‘reverberos’, a los que llama El Curioso Parlante “una
de las señales más positivas del progreso de las luces en estos últimos tiem-
pos”. (Mesonero Romanos, 1967: 317).
Los nuevos medios de transporte y el alumbrado público transformaron
la percepción, y por ende, la comprensión que tenía el ciudadano de la es-
tructura espacial de su propia metrópoli. Sólo un apagón o una actitud
distanciadora (por ejemplo, la apreciación de un extranjero) permiten al ciu-
dadano reconocer la utilidad de un servicio que, por cotidiano, ha quedado
‘invisibilizado’97.
96
Anke Gleber, en The art of taking a walk. Flanerie, literature, and film in Weimar Cul-
ture, Princeton, Princeton University Press, 1999, p. 31, ofrece en este sentido importantes
reflexiones. Recuérdese que ”(e)ntre los más influyentes factores visuales en las cambiantes
percepciones de la flanerie y de la cultura se encuentran las transformaciones en las condi-
ciones materiales y sociales del alumbrado público, definido a la vez por la innovación
tecnológica y las consideraciones comerciales. La historia cultural de cualquier iluminación
callejera conlleva revolucionarias transformaciones, particularmente en el siglo XIX, cuando
un aumento en el número de transeúntes, la cantidad de calles que podían ser recorridas de
noche, la cantidad de tiempo que podía ser pasado en las calles, y la cantidad de estímulos
que uno podía tener la expectativa de experimentar, se multiplicó hasta una magnitud hasta
entonces inimaginable”.
97
Fuera del costumbrismo español, y adentrándonos en el guatemalteco, uno de los más
celebrados cuadros costumbristas de José Milla destaca la importancia de la iluminación
pública en las calles de las ciudades y la importancia que concedemos a esta innovación
cuando deja de funcionar. Se trata de “Eclipse total”, fechado en 1881 (publicado en El
canasto del sastre). En lugar de representar las innovaciones en el alumbrado público, co-
mo sucede con los textos costumbristas de la primera mitad del siglo XIX, en este artículo,
escrito 20 años antes del inicio del siglo XX, se describe lo que ocurre cuando una ciudad
ya acostumbrada al alumbrado público tiene que vivir sin él: “La geografía astronómica nos
enseña que hay dos clases de eclipses: los de luna y los de sol. La geografía municipal tiene
también los suyos: los del alumbrado público, que, como los de los astros, pueden ser tota-
les o parciales.” (Milla, 2000: 273). El narrador cuenta una anécdota: “Recordé una
326
3. La resistencia del pueblo español al cambio en las costumbres
La ignorancia es la principal causa de la resistencia del pueblo español a
modificar sus costumbres. En el artículo “Carta de ‘Fígaro’ a un viajero
inglés”, sentencia el primero: “Aquí no se sabe nada: ni filosofía, ni histo-
ria, ni política, ni legislación” (Larra, 1968: 1396). La siesta es indicador de
pereza y, por lo tanto, de falta de compromiso con los esfuerzos que exigen
las reformas. El Curioso Parlante, en “1808 y 1832” (Mesonero Romanos,
1967: 107-108), reflexiona sobre esta costumbre tan española al imaginar
los argumentos que un extranjero proferiría sobre las ‘perniciosas’ conse-
cuencias de la siesta para la economía nacional y la salud personal. Larra
también considera la siesta como indicador de pereza. En “La fonda nueva”,
la voz enunciativa reflexiona: “¿Qué se hace por la tarde en Madrid? Dor-
mir la siesta. ¿Y el que no duerme, qué hace? Estar despierto: nada más”
(Larra, 1968: 229-230). La pereza también es el tema de “Vuelva usted ma-
ñana” o de “¿Entre qué gente estamos?”, ambos de Larra.
La resistencia al cambio también se aprecia en la falta de higiene. El Cu-
rioso Parlante, en “Las casas de baños”, afirma que mientras esta
costumbre se encuentra generalizada en toda Europa, se encuentra limitada
en España al verano (Mesonero Romanos, 1967: 326). Tanto en la escritura
de Larra como en la de Mesonero Romanos, los cafés y las fondas se carac-
terizan por su sordidez. Así ocurre, por ejemplo, en “¿Quién es el público y
dónde se encuentra?”, de Larra. Si bien Madrid se encuentra inmersa en
trasformaciones urbanísticas, muchos espacios y prácticas de la sociabilidad
pública no están a la altura de la capitalidad de la ciudad: los teatros y los
espectáculos son pobres; las alternativas de ocio, escasas…
Diversos tipos sociales expresan la resistencia al cambio social. La eva-
luación negativa de las reformas queda sobre todo proferida por personajes
que vivieron su juventud a finales del siglo XVIII. En “1808 y 1832”, El
expresión del sha de Persia. Viendo el alumbrado de Londres, aquel soberano dejo que los
habitantes de la gran metrópoli carecían del sol del día; pero que en cambio tenían el sol de
la noche. Aquí estábamos al revés; de día sol espléndido; de noche oscuridad completa.”
(Milla, 2000: 277). Por lo demás, la observación del narrador se centra, como si los hubiera
observado, en todos los contratiempos que sufren los transeúntes ante la ausencia de alum-
brado público en la ciudad de Guatemala. Inicia su relato con la exclamación: “¡Qué de
lances han ocurrido durante el eclipse!” (Milla 2000: 275). Aunque la falta de iluminación
se podría haber interpretado, alternativamente, como una amenaza a la convivencia ciuda-
dana, los sucesos que ocurren son de carácter jocoso: el articulista de ocupa de describir la
pérdida de un servicio útil que ya formaba parte de vida cotidiana de los ciudadanos desde
hacía tiempo. La perspectiva enunciativa del artículo llama eclipse a la falta de alumbrado
público en la ciudad de Guatemala una noche en la que no se encendieron los faroles.
327
Curioso Parlante entabla conversación con un vecino sobre el tema de la
alteración de las costumbres. Este último personaje considera que, si bien
en la época actual hay progreso en las artes, han aumentado los estableci-
mientos destinados a difundir los conocimientos útiles y se ha introducido
el buen gusto en las habitaciones y en los trajes, como situaciones indesea-
bles, por contrapartida, proliferan los vicios, la coquetería, las fortunas
desiguales y rápidas y la ficción en el trato exterior. En otras palabras, al
progreso económico le acompaña la decadencia moral. En “La educación de
entonces”, de Larra (1968: 421), se deduce la opinión y el partido de dos
hombres a partir de su vestimenta, ya pasada de moda: “Los dos llevaban
peluca rubia; caña de Indias por bastón; calzón y zapato con hebilla…; poco
se ve de esto ya, pero se ve”. Se trata de dos tradicionalistas que conversan
sobre el cambio social. Don Lope de Antaño (prestemos atención a la ono-
mástica) resume este último punto de vista: “¡Qué furor de educación, de
luces, de reformas! ¡Válgame Dios!!Qué de ideítas nuevas de quita y pon,
qué poca estabilidad en las cosas!” (Larra, 1968: 421).
Un tipo social muy representativo del atraso social es el lechuguino. Más
que ofrecer resistencia, se muestra indiferente hacia las reformas. Un ejem-
plo es don Periquito, de “En este país”, de Larra, personaje “cuyos viajes no
han pasado de Carabanchel” y que no conoce “más mundo que el Salón del
Prado, ni más país que el suyo” (Larra, 1968: 223). Este tipo social repre-
senta el atraso educativo, que impone obstáculos al establecimiento de las
reformas. Otro tanto sucede con los tipos sociales de ‘vana’ conversación
descritos en el conocido artículo “El café”, de Larra.
En este último escritor, sobre todo, se encuentran comentarios sobre las
reformas inconclusas, sobre la modernidad a medio hacer. Una reflexión
aparece en “En este país”, frase que emplean los españoles cuando, cons-
cientes de la necesidad de emprender reformas, no actúan para superar el
estado de cosas actual. Larra (1968: 226-227) considera que los tradiciona-
listas, autores de este tipo de expresiones, si miraran hacia el pasado
“habrían de poner un término a la maledicencia y llamar prodigiosa la casi
repentina mudanza que en este país se ha verificado en tan breve espacio”.
Desde el uso de la ironía, le da parcialmente la razón: las reformas no son ni
rápidas ni prodigiosas. El poco conocido artículo “El duelo”, que también
utiliza la ironía, es paradigmático en su actitud escéptica hacia la Ilustración:
“Muy incrédulo sería preciso ser para negar que estamos en el siglo de las
luces y de la más extremada civilización” (Larra, 1968: 378).
Los extranjeros, al destacar el atraso español, exponen la imperiosa nece-
sidad de reformas que tiene esta nación. El recurso enunciativo del
extranjero que visita Madrid es el medio que permite criticar la complacen-
328
cia hacia las actitudes y costumbres atávicas. Se utiliza en “La fonda nue-
va”, de Larra, donde aparecen las apreciaciones de un francés que viene a
Madrid a estudiar las costumbres españolas, y en “Vuelva usted mañana”,
del mismo escritor.
329
Sección tercera.
Modernismo latinoamericano
Introducción.
Precedentes de la presencia del flâneur
en América Latina: el discurso costumbrista
“Señor Diablo. Soy un porteño de buen pie, buena pierna, buen ojo, a quien
nada le falta, porque soy rico y vivo de mis rentas. Soy, en una palabra, lo
que en París se llama un flâneur (Esta palabra francesa exprime la acción de
un hombre que pasea mucho, sin tener que hacer; y que, por lo general, asis-
te a todas las funciones públicas).
El último domingo en hido (sic) a flâner a la plaza de la Victoria, esperando
que los señores que componen el gobierno pasasen por la Catedral, en donde
como flâneur les he seguido. He hecho muchas observaciones (porque no te-
nía más que hacer); pero no las diré todas, porque tengo siempre presente el
artículo 1ro de la ley sobre la libertad de la prensa. A pesar de esto, os diré
haber observado que solo tres hombres componen nuestro gobierno y me he
dicho a mí mismo, tratando de gobiernos, no es la cantidad sino la cualidad
quien lo hace todo. En este caso somos bien gobernados. […]
Después de misa, nuestro gobierno entró al fuerte, yo me fui a comer. A la
tarde vine a la plaza de la Victoria donde he flané mucho, mucho visto y
mucho observado, esperando los fuegos artificiales. […]
El lunes 26, he ido al colegio a ver la ceremonia que se ejecuta todos los
años en igual tiempo; pero yo había flané demasiado y habiendo errado la
hora, me vi obligado a flâner a fuera no pudiendo hacerlo adentro” (en cur-
siva en el original) (Le flâneur, en Verdevoye, 1994: 175).
333
Se trata de un artículo de tono festivo donde el enunciador (rentista, ca-
llejero y observador) realiza una crítica amable del mundo burgués, todavía
provinciano, al que pertenece y al que, además, dirige su mirada, como obje-
to de sus observaciones (el gobierno local, todavía incipiente; festividades
con fuegos artificiales; el protocolo de las ceremonias públicas).
En todo el siglo XIX latinoamericano se encuentran numerosos casos del
flâneur costumbrista que, como personaje, visita los espacios públicos y
observa, sigue o traba conocimiento directo con los tipos sociales. Un ejem-
plo aparece en “La chiera”, de José María Rivera, de Los mexicanos
pintados por sí mismos, 1854. El enunciador utiliza el topos que consiste en
hacer participar al lector de su actividad peripatética:
“[S]i Vdes. se toman la molestia de dar un paseo por las calles de México, se
encontrarán, de buenas a primeras, en alguna esquina con media docena de
huacales […] algunas ollas […] y dos o tres cestos enormes […] Ahora, si
alguno desea ver un poco más, suspenda su marcha y examine á la dueña de
aquellos aparatos […]. Veamos, que yo también me cuento entre los curio-
sos.” (en cursiva en el original) (Rivera, 1935: 8-9).
334
paso á paso, cuidando por su puesto no advierta nuestra curiosidad y en el
minucioso examen que de él vamos haciendo./Ahora notad: entra en esa
escribanía” (1852: 206). La mirada de flâneur es un procedimiento discursi-
vo que refuerza el efecto de realidad de la ‘pintura verídica’ (en realidad,
procedimiento de verosimilitud) buscada por el escritor costumbrista cuando
asume pretensiones antropológicas.
Las funciones típicas del flâneur voyeur costumbrista también quedan
expuestas en “El amante de ventana”, del Doctor Canta-Claro (pseudóni-
mo): “Si tienes la paciencia de acompañarme durante unas horas, sabrás
tanto como yo: te enterarás de las cualidades, venturas y percances del
amante de ventana […] Entra, repito en aquella casa, y verás á nuestro héroe
concluyendo su toilette” (en cursiva en el original) (1852: 241).
Siguiendo la tradición del diablo cojuelo, la observación y la curiosidad
de las costumbres sociales son atributos del escritor-flâneur costumbrista,
que proyecta al lector. A veces, no sólo emprende el voyeurismo visual, sino
también el auditivo, cuando se acerca demasiado a los individuos a los que
sigue (táctica que también encontramos en Larra). Es el procedimiento utili-
zado en “El tabaquero”, de Salantis (pseudónimo). En este caso, el
enunciador quisidera llevar a los lectores a una tabaquería, donde se fabrican
sus diversas clases, “pero en lugar de perder el tiempo en examinar esas
variedades sigamos a esos dos individuos que ahora entran y que sirven de
normal a los demás: son Pilades y Oreste [dos tabaqueros]” (1852: 45).
El mismo procedimiento, voyeurismo visual y auditivo, se emplea en “El
calambuco”, de José Agustín Millán, con el añadido de la invisibilidad del
articulista. El escritor entra en el hogar del tipo social y presencia una con-
versación con su hija. El seguimiento del tipo social por el periodista-flâneur
tiene lugar hasta el espacio privado del hogar:
Son numerosos los casos en los que se ofrece este seguimiento98. En al-
gunas de las persecuciones del tipo social por el articulista, además, este
último introduce al lector en la escena.
98
Este procedimiento se utiliza en otros artículos de tipos sociales, como en “El amante de
ventana”: “[S]igamos al meritorio en su derrotero. Vedle que ya se reúne con el indispensa-
335
ble amigo” (1852: 246). Y se utiliza este tópico un poco más ampliamente en “El lechero”:
“Para estudiar debidamente al lechero, preciso es que me acompañes, paciente lector o
linda lectora, á un pequeño viaje y por tierra á uno de esos potreros ó estancias que están á
tres ó cuatro leguas de la capital […] Figúrate por un momento que estamos allí y registras
con la vista aquel sitio de labor.” (en cursiva en el original) (1852: 25). En “El estudiante”,
de Eugenio Arriaza, el enunciador nos introduce a la sala donde se examina: “venid conmi-
go y entraremos en una sala grande y espaciosa” (1852: 71). En “El médico”, de José
Agustín Millán: “¿Veis á aquel hombre que va en un quitrín, con un libro ó folleto en la
mano […]? Lo esencial es que el público naturalmente curioso, llegue á saber que allí va el
doctor tal.” (en cursiva en el original) (1852: 185). En “El corredor”, de Fabio (pseudóni-
mo): “Sigamos á nuestro corredor que se ha encontrado con D. Eustaquio. […] Mas
observad. […] Vedle ahora proponer un negocio al prestamista.” (1852: 162). Y en “El
acreedor refaccionista”, de Manuel Costales: “¿Veis finalmente hundido en un sillón aquel
hombre grave, rodeado de libros, plumas, tintero, talegos, pesas, cajones y periódicos?”
(1852: 72).
336
Capítulo 1.
La reflexión sobre el flâneur y la flanerie
en los escritores modernistas latinoamericanos
337
latinoamericana a la hora de comprender la ciudad desde la perspectiva del
flâneur. Al proceder de esta manera, incentivo un punto de vista
comparatista, ya que destaco las semejanzas y las diferencias existentes
entre los procedimientos de la escritura de la crónica modernista y otras
escrituras que se han ocupado de retratar la ciudad, como la estética fin de
siglo a escala europea o el costumbrismo. Por ejemplo, hay temas comunes
entre el costumbrismo francés, alemán, inglés y español y la crónica
modernista latinoamericana. Además, también me enmarco dentro del
comparatismo interartístico para destacar que tanto el costumbrismo como
el modernismo traducen ciertas convenciones del lenguaje visual al verbal,
como sucede con el empleo, en la crónica, del procedimiento descriptivo de
la escena, procedente de la estética teatral.
La flanerie de los cronistas que se estudian en este libro surge de los via-
jes que, como corresponsales periodísticos, realizaron a Europa,
Norteamérica y diversos países latinoamericanos. Como literatura de viajes,
las crónicas modernistas son una más de las manifestaciones mediante la
que estos corresponsales proponen una identidad latinoamericana. Ya desde
el siglo XIX el viaje es uno de los rituales básicos del proceso educativo de
los grupos dirigentes latinoamericanos, es decir, de los letrados, así como la
literatura de viajes – mediante cartas enviadas a los periódicos – era el mo-
delo de escritura que elegían para ofrecer las reflexiones sobre la
modernidad que debía encarar la región (Ramos, 2003: 188). El intelectual
latinoamericano trataba de estructurar una identidad latinoamericana al es-
coger o rechazar las prácticas culturales observadas en las sociedades y
ciudades extranjeras. Estos intelectuales buscaban “modelos para ordenar y
disciplinar el ‘caos’, para modernizar y redefinir el ‘bárbaro’ mundo lati-
noamericano.” (Ramos, 2003: 189). Muchas crónicas urbanas también se
orientan hacia la ciudad latinoamericana, que ofrecen un modelo identitario,
como es el caso de Buenos Aires. Estas representaciones, protagonizadas
por el flâneur, utilizan la retórica del paseo. ¿Cómo representa el cronista su
relación con la ciudad y su proyecto de sociedad?; ¿Qué tipo de espacios,
prácticas y tipos sociales evalúa?
Los cronistas modernistas latinoamericanos emprendieron viajes a Euro-
pa, América, África y Asia como corresponsales periodísticos. Cuando
visitaban las ciudades extranjeras, cada uno de ellos se desempeñaba oca-
sionalmente como flâneur, rol que integraron en la escritura de sus crónicas.
El propósito de este capítulo es precisamente demostrar que Enrique
Gómez Carrillo, Julián del Casal y Amado Nervo, al desempeñarse como
cronistas periodísticos, así como Manuel Gutiérrez Nájera, en la propuesta
narrativa de sus cuentos urbanos, asumieron e incorporaron en su discurso la
338
flanerie, práctica simbólica consolidada a finales del XIX y comienzos del
XX. ¿En qué oportunidades los escritores latinoamericanos incorporan defi-
niciones canónicas de la flanerie?
339
describa su presencia como observador en inauguraciones y ferias en sus
Escenas norteamericanas 99.
Señala Ramos (2003: 168) que, en el modernismo, la flanería es un modo
de representar, mirar y contar las experiencias urbanas, donde
99
Debe recordarse que las crónicas urbanas también se orientan hacia la ciudad latinoame-
ricana. Así sucede con El encanto de Buenos Aires, de Gómez Carrillo.
340
2. Utilización de los términos flâneur, flaner y flanear en Sarmiento, los
cronistas modernistas latinoamericanos y los escritores españoles
decimonónicos
El término flanear, galicismo incorporado al español en el siglo XIX, en-
tendido como la acción de callejear en los espacios públicos y apreciarlos
como un teatro social, llegó a ser empleado por los escritores latinoamerica-
nos en la segunda mitad del siglo XIX y en las primeras décadas del XX.
Una muestra temprana, anterior a la escritura modernista, procede de una
carta de Domingo Sarmiento, en el marco del llamado ‘viaje formativo’ a
Europa.
Las cartas y, posteriormente, las crónicas periodísticas, son dos manifes-
taciones discursivas utilizadas por los intelectuales de los nacientes Estados
latinoamericanos para expresar la necesidad de estructurar una identidad
local acorde con la modernidad occidental. Ramos (2003: 188-189) destaca
que en las sociedades independizadas latinoamericanas, el viaje es un ritual
básico de la educación de los grupos dirigentes, orientado a ordenar, disci-
plinar, modernizar y redefinir el ‘bárbaro’ mundo latinoamericano. El viaje
de Sarmiento, en su condición de letrado, forma parte de este proyecto ideo-
lógico, con el añadido de ser uno de los primeros que tiene, por resultado, la
publicación de un libro sobre sus experiencias en el extranjero. Ya desde la
Independencia el sujeto criollo viajaba, pero lo nuevo, en el caso de Domin-
go Faustino Sarmiento, “fue que escribió un libro sobre ello. Era frecuente
que los criollos hispanoamericanos viajaran a Europa y a menudo mandaran
a sus hijos a estudiar allí, pero en modo alguno produjeron una literatura
sobre Europa.” (Pratt, 2008: 345).
En este contexto, Sarmiento dirige una carta a don Antonio Aberastain,
fechada el 4 de septiembre de 1846 desde París. En esta última, vemos una
temprana aparición del galicismo flanear en el léxico del español. A dife-
rencia del uso de este término en los posteriores escritores modernistas, que
lo utilizan para referirse a su propia actividad de callejeo, Sarmiento lo em-
plea para tipificar una costumbre típicamente parisina, el paseo por los
bulevares céntricos de París:
“El español no tiene una palabra para indicar aquel farniente de los italianos,
el flaner de los franceses, porque son uno y otro su estado normal. En París
esta existencia, esta beatitud del alma se llama flaner. […] El flâneur busca,
mira, examina, pasa adelante, va dulcemente, hace rodeos, marcha, y llega al
fin… a veces a orillas del Sena, persigue también una cosa, que él mismo no
sabe lo que es; al bulevar otras, o al Palais Royal con más frecuencia. Fla-
near es un arte que sólo los parisienses poseen en todos sus detalles; y, sin
341
embargo, el extranjero principia el rudo aprendizaje de la encantada vida de
París por ensayar sus dedos torpes en ese instrumento de que sólo aquellos
insignes artistas arrancan inagotables armonías.” (en cursiva en el original)
(Sarmiento, 1922: 164-165).
“Por primera vez en mi vida he gozado de aquella dicha inefable, de que solo
se ven muestras en la radiante y franca fisonomía de los niños. Je flàne, yo
ando como un espíritu, como un elemento, como un cuerpo sin alma en esta
soledad de París. Ando lelo; paréceme que no camino, que no voy sino que
342
me dejo ir, que floto sobre el asfalto de las aceras de los bulevares.” (en cur-
siva en el original) (Sarmiento, 1922: 164-165).
“Sólo aquí puede un hombre ingenuo pararse y abrir un palmo de boca con-
templando la Casa Dorada, los Baños Chinescos, o el Café Cardinal. Sólo
aquí puedo a mis anchas extasiarme ante las litografías y monedas expuesta
a la calle en un almacén; recorrerlas una a una, conocerlas desde lejos, irme,
volver al otro día para saludar la otra estampita que acaba de aparecer. Co-
nozco ya todos los talleres de artistas de bulevar; la casa de Aubert en la
plaza de la Bolsa, donde hay exhibición permanente de caricaturas; todos los
pasajes donde se venden esos petits riens que hacen la gloria de las artes pa-
risienses. Y luego las estatuitas de Susse y los bronces por doquier, y los
almacenes de nouveautés, entre ellos uno que acaba de abrirse en la calle Vi-
vienne” (en cursiva en el original) (Sarmiento, 1922: 165-166).
343
Baudelaire llamó a la flanerie del artista ‘santa prostitución del alma’.
Santa porque el flâneur se identifica emotivamente con la Otredad anónima,
con la que podrá ‘comulgar’ en sus penas y alegrías, y prostitución porque
esta comunión deberá quedar tematizada en el circuito comercial de la pren-
sa desde el formato genérico del cuadro urbano. Es posible que el sentido
del adjetivo santa en Sarmiento también sea el de romper con la anomia
urbana y comulgar espiritualmente con los demás transeúntes.
Sarmiento emplea el término flâneur, pero no incorpora una posible tra-
ducción al español. No utiliza la palabra flanerie. En cambio, recurre tanto
al verbo francés flaner como a su correspondiente galicismo en español,
flanear, para referirse exclusivamente al paseo de un tipo social en los bule-
vares céntricos de París. En el sentido del acto genérico de pasear por los
espacios públicos, sin prejuicios ni expectativas, llegó a ser empleado por
escritores modernistas latinoamericanos, algunas décadas después. Justo
Sierra, en el prólogo a las Peregrinaciones de Rubén Darío, corresponsal en
la Exposición de París de 1900, lo utilizó para referirse a los callejeos del
autor nicaragüense en las ciudades europeas: “Así atraviesa el poeta hispa-
no-americano la Europa de la civilización, grande, lento, siempre bien
pergeñado y elegante, como quien flâne por un inmenso bulevar” (en cursi-
va en el original) (Sierra, 1915: 10-11). Con el transcurso de los años se
operó una expansión de la semántica geográfica del término, que ya no se
circunscribió exclusivamente a París. Por otra parte, mientras que Sarmiento
utiliza el verbo en español, como galicismo, Sierra emplea el verbo en fran-
cés.
También en el contexto de la Exposición de 1900, como hizo Darío en
Peregrinaciones, Amado Nervo utiliza el galicismo flanear en la crónica
“Los mexicanos y el cosmopolitismo”, para hablar de sus recorridos por esta
última feria de novedades. Ya que, en su papel de corresponsal, es preciso
fijar el conjunto de la Exposición para el periódico El imparcial, promete
Nervo (1979: 222-3) que seguirá “‘flaneando’ por esa curiosa ciudad cos-
mopolita […] ‘flaneemos’ por la enorme feria.” En este caso, el sentido del
verbo flanear se acerca al de pasear: designa el trayecto de un visitante que
deambula sin guía determinada, en el acto de consumir visualmente las mer-
cancías.
En contexto mexicano, Manuel Gutiérrez Nájera, en el cuento “Las misas
de Navidad”, publicado en el periódico El Nacional el 24 de diciembre de
1880 e incorporado posteriormente al libro Cuentos y cuaresmas del Duque
Job, también utiliza el verbo en español: “He salido a ‘flanear’ un rato por
las calles, y en todas partes, el fresco olor a lama, el bullicio y el ruido de las
plazas y la eterna alharaca de los pitos han atado mis pensamientos a la No-
344
che Buena.” (Nájera, 1994: 487). El verbo adquiere el sentido de deambular
sin rumbo fijo por espacios familiares, sin que éstos últimos sean necesa-
riamente comerciales.
En la crónica “La ciudad de las sederías”, del volumen Vistas de Europa,
Enrique Gómez Carrillo etiqueta el paseo colectivo como flanear. Se pierde
el sentido de callejear como acto solitario interpretativamente activo y queda
identificado con el acto de pasear, actividad cotidiana de la ciudadanía:
345
tria propia y que tiene que importar del extranjero la mayor parte de los obje-
tos, debe ser reducido el acopio de ellos, y no dar materia a una prolongada
contemplación.” (en González García; 1998: 228).
346
3. Definiciones de la flanerie en los escritores modernistas
Los escritores modernistas parafrasean las definiciones que circulaban en
la cultura francesa decimonónica y, además, recurren a las utilizadas por
Baudelaire en Las multitudes y El artista de la vida moderna. A continua-
ción se ofrecen las reflexiones más claras de este programa estético en
escritores como Enrique Gómez Carrillo, Julián del Casal, Amado Nervo o
Manuel Gutiérrez Nájera.
El flâneur decadentista, antes del encuentro inesperado con tipos socia-
les, suele designar su callejeo desde un estado de ataraxia. Así sucede en
“Croquis femenino (Fragmentos)”, de Julián del Casal: “Muchos días, al
caer la tarde, experimento el deseo de vagar solo por las calles lejanas, de-
siertas y silenciosas […]. Andando largo tiempo, los nervios se adormecen,
el hastío se acerca y hasta se siente un poco más de amor a la humanidad.”
(Casal, 1964, II: 125). Este callejeo sigue el proyecto asumido en “Cuadros
parisinos”, sección de Las flores del mal, de Baudelaire, y de los algunos
cuadros urbanos de Los pequeños poemas en prosa. La expresión ‘experi-
mento el deseo de vagar solo por las calles lejanas, desiertas y silenciosas’
supone caminar lejos de los bulevares y de los espacios comerciales (dedi-
cados al tránsito peatonal y vehicular) y de la presencia incómoda de
burgueses que no comparten la espiritualidad aristocrática del poeta. Intere-
sa analizar, además, el adormecimiento de los nervios. Como ha analizado
Crary (2008b), las prácticas culturales de la modernidad decimonónica im-
plican en la percepción del ciudadano un aumento de los centros de
atención, que compiten entre sí; este proceso conduce, finalmente, al hastío.
El enunciador de la crónica de Casal se refiere precisamente a aquel mo-
mento en el que la sobrecarga de estímulos ha adquirido tal magnitud que se
llega a un nivel de saturación: las impresiones externas dejan de captar la
atención y se llega al estado de hastío, que coincide con el alejamiento de
las mercancías y la búsqueda de la soledad.
En México, Manuel Gutiérrez Nájera emplea la perspectiva enunciativa
del flâneur en el cuento “En la calle”. Se presenta un caso de flanerie, aun-
que el enunciador se encuentre en un medio de transporte: un carruaje. Este
último avanza lentamente, lo que incentiva la indolencia del pasajero. El
narrador asume una actitud de apertura hacia las impresiones o sensaciones
urbanas, durante el desplazamiento por espacios desconocidos: “Yo, que
transito poco o nada por aquellos barrios, fijaba la mirada con curiosidad en
cada uno de los accidentes y detalles…” (Gutiérrez Nájera, 1983: 185-186).
Destaca, sobre todo, el ‘tránsito por espacios desconocidos sin rumbo fijo’ y
la mirada curiosa.
347
Otra de las más claras afiliaciones que los narradores de los cuentos de
Nájera manifiestan con la flanerie aparece en el cuento “La cucaracha”. El
narrador describe un callejeo nocturno. Queda emparentada esta descripción
con el tema costumbrista de las horas de la noche. También la narración del
cuento de Nájera se convierte en ocasión para observar a los únicos tipos
sociales que se encuentran en las calles, ‘el gendarme que ronca en el portal
de alguna tienda’ y ‘el cochero que va dormido en el pescante’:
“El caso es que ayer noche erraba meditabundo por las calles, cuyo aspecto,
cuando la luz eléctrica se apaga, es el de un ataúd negro y sin capa. Sin obje-
to determinado, ni prefijo derrotero, iba a merced de mi capricho […]. Ya
casi todos los cafés habían cerrado sus puertas.” (Gutiérrez Nájera, 1983:
385).
Cuando el narrador afirma que ‘ayer noche erraba meditabundo por las
calles’ y que ‘sin objeto determinado, ni prefijo derrotero, iba a merced de
mi capricho’, se identifica claramente como flâneur: errante en el trayecto
físico de la ciudad y errante en sus reflexiones.
En el cuento “La novela del tranvía”, el narrador en primera persona
afirma que una de las mejores actividades que puede realizar el individuo
desocupado es observar ‘cuadros vivos’ desde un ómnibus. Aparece una
mención explícita a la estética del tableau vivant, procedimiento del teatro
de la primera mitad del siglo XIX que permitía a los espectadores observar
composiciones dramáticas que aludían a famosos cuadros de la historia de la
pintura. El narrador observa a los usuarios del ómnibus como si presenciara
un escenario entrevisto desde la galería de un teatro. Este centro de interés
disipará un poco la tristeza, ennui o aburrimiento del observador desocupa-
do:
348
El transporte público ya capturó el interés del discurso costumbrista en la
Fisiología del ómnibus (1841), de Edouard Gourdon, en pleno apogeo de
estas monografías. El deambular en un medio de transporte también aparece
en otro cuento, ya mencionado, de Gutiérrez Nájera, “En la calle”, y en la
crónica “Para las mujeres”, cuya tercera parte se titula, precisamente, “En el
tranvía”, de Julián del Casal. También se asume en el capítulo “Travesía de
la ciudad”, de Paseos por Berlín (1997), de Franz Hessel.
El transporte público es un espacio favorable para que el flâneur se dedi-
que a la construcción de retratos fisiológicos (de los viajeros, dentro, y de
los peatones, fuera). Al ser un usuario más, el narrador no es reconocido en
su labor interpretativa. El ómnibus es un vehículo que permite acceder a una
diversidad urbana más amplia, extendida a más esferas sociales, que la ofre-
cida por la simple acción de caminar. Como medio de transporte
democrático, sus usuarios pertenecen a distintas clases sociales:
349
Gómez Carrillo. El narrador considera que es posible ejercer la flanerie en
bulevares repletos de tránsito vehicular y peatonal:
“Lo que me interesa es la vida callejera con su vértigo, los perpetuos cortejos
de coches, el ir y venir activo, fuerte, sano de sus hombres de trabajo; el lujo
de sus tiendas, de sus hoteles, de sus cafés; lo que representa movimiento,
acción y esperanza, en fin. Y esto, aunque se desarrolle en un marco que na-
da tiene de cómodo, entre el griterío de los que venden billetes de lotería,
periódicos, flores, y el fracaso ensordecedor de las trompetas de automóvi-
les, y el repique perpetuo de las campanas de tranvía, tiene la belleza, no diré
moderna, sino eterna, de las fuertes palpitaciones humanas” (Gómez Carril-
lo, 1921b: 42-3).
“Dejándonos llevar la ola suave de los que caminan sin prisa, venimos desde
el Plaza-Hotel en un paseo lento y maravilloso. Tanto lujo, tanto brillo, tanta
elegancia, son como un espectáculo perpetuo. […] A veces, hasta la noción
de las calles […] se desvanece para sugerirnos la idea de que nos paseamos
por una galería de un palacio encantado.” (en cursiva en el original) (Gómez
Carrillo, 1921b: 61).
350
En la crónica “Sevilla y su encanto” (VE), después de ocuparse de la ac-
tividad industrial de la ciudad, el narrador detalla el procedimiento que
emplea en sus callejeos como artista diletante. Su propósito no es estadístico
ni informativo, sino dilentante:
351
Las observaciones de su deambular urbano permitirán al escritor reeva-
luar su identidad. El callejeo pertenece a prácticas reflexivas alejadas de la
perspectiva familiar de la rutina diaria. Gómez Carrillo, en “La psicología
del viaje”, reflexiona sobre las consecuencias psicológicas de la rutina: “Los
hábitos, los deberes sociales, las necesidades ineludibles, lo que constituye
nuestra vida de todos los días, en una palabra, nos convierte en prisioneros
inconscientes o en autómatas resignados.” (Gómez Carrillo, 1919a: 13).
Gómez Carrillo propone un viajero impresionista que se abandone a las
reacciones emotivas: “Lo único que se le permite es que exhale, en una pro-
sa sensible y armoniosa, las sensaciones del alma.” (Gómez Carrillo, 1919:
15). Veremos en el próximo próximo capítulo que este proyecto no puede
ser realizado sin presupuestos culturales vinculados a la mirada del turista,
contra lo que pueda declarar el cronista. Sin embargo, este último declara
que los espacios no sólo son novedosos porque se visitan por primera vez,
sino también porque incluso aquellos espacios que el observador ya conoce
se aprecian ocasionalmente desde una nueva mirada, no práctica, sino estéti-
ca, desde el peregrinaje cultural típico del modernismo:
“¿No habéis notados que en ciertos sitios que os son familiares, y a los cua-
les no les habíais dado, durante años enteros, una gran importancia, os
parecen, de pronto, un día de melancolía o de exaltación, como transfigura-
dos y engrandecidos…? Pero con las ciudades que visitamos pasa lo mismo
[…] nos reserva el goce inmenso de la eucaristía estética.” (Gómez Carrillo,
1919: 18).
352
corrido sino un recuerdo de voces, de armonías, de murmullos y de vibra-
ciones. […] Hay ciudades que cantan, ciudades que rugen, ciudades que
gruñen, ciudades que trepidan, ciudades que susurran, ciudades que murmu-
ran.” (Gómez Carrillo, 1919: 30-31).
Hacia el final de “La psicología del viaje”, Gómez Carrillo distingue una
vez más la flanerie del trayecto turístico, sujeto a las prescripciones tempo-
rales de las guías:
353
Capítulo 2.
El flâneur y la flanerie en Enrique Gómez Carrillo
355
Además de su ubicación en el proyecto liberal burgués latinoamericano,
la crítica sobre las crónicas de Gómez Carrillo también se ha enfocado en la
presencia de la estética y la temática de Baudelaire en el autor guatemalteco
(Hambrook, 1991: 97-111) o su interés por la utilización de técnicas
impresionistas, la belleza femenina o el cosmopolitismo urbano (Hajjaj,
1994). Sólo ancilarmente se ha ocupado hasta el momento, en todo caso, del
empleo de la perspectiva enunciativa del flâneur en su escritura (Ramos,
2003).
Por lo general, cumplió Gómez Carrillo la función de describir y evaluar
la modernidad cultural urbana en libros de crónicas que, si tuvieran el
encabezado de la fecha y del lugar de la escritura, serían formalmente las
entradas de un diario de viaje. Aunque en algunas de sus crónicas se puedan
apreciar géneros como la semblanza de intelectuales, políticos o artistas, o la
crítica de arte o literaria (también es el caso de Rubén Darío), predominará
en sus crónicas, en todo caso, el relato de viaje. Así sucede, entre otros, en
los volúmenes dedicados a las ciudades de los países occidentales que
analizamos en el presente capítulo, El encanto de Buenos Aires, 1921, y
Vistas de Europa, 1919.
356
disfrutara de la seguridad del interior del hogar, donde observa la película de
la existencia (metáfora también empleada por Darío – ver apartado corres-
pondiente)100.
En la sección “Viendo pasar la gente”, de “La Avenida de Mayo” (EED-
BA), también se aprecia la actitud elogiosa del flâneur ante el espacio
público. El bonaerense no es un simple paseante dominguero acompañado
de la familia, sino un transeúnte ocupado que simboliza, por sinécdoque, el
dinamismo del progreso argentino. Frente a los lentos cortejos familiares de
la calle de Alcalá madrileña y los desocupados de las galerías italianas, en la
Avenida de Mayo, “[l]a gente que pasa sabe adónde va, sabe a lo que va.
Para el pausado ambular bajo las alas suaves de las quimeras, deben existir
otras calles, otras alamedas.” (Gómez Carrillo, 1921b: 30). Considera que
cada espacio urbano debe contar con su respectiva estrategia de apropiación
del espacio. El tipo social propio de la avenida, y lo que le presta su encanto,
son los transeúntes que caminan con prisa. Esta figura es observada por el
flâneur cronista, que camina indolentemente.
La Avenida de Mayo se convierte en sinécdoque de Buenos Aires y esta
última ciudad del Estado-Nación, Argentina. En la sección ya mencionada
de “La Avenida de Mayo” (EEBA), el cronista sigue perfilando los atributos
de esta Nación a partir de la observación. La avenida (y la Nación argentina)
se caracteriza por la síntesis armónica entre pujanza económica capitalista y
expresión estética, en un discurso estructurado a partir de la dicotomía entre
las razas vitalistas y las degeneradas:
“Esta es una arteria que palpita con toda la sangre joven y generosa de la
ciudad, y que lleva, de un extremo a otro, en abundante corriente, la fuerza,
la riqueza, la alegría, el lujo, la esperanza. El utile dulci de los latinos podría
ser grabado en los muros. No hay nada, en efecto, en que la doble preocupa-
ción del negocio y de la estética no estén unidos. Imaginar elegancia más
robusta, sería imposible.” (en cursiva en el original).” (Gómez Carrillo,
1921: 30-31).
100
Recordemos que los primeros cortometrajes de los hermanos Lumiere son escenas urba-
nas y que las teorías realistas del cine (Kracauer) asignan al cine la capacidad de redimir la
realidad física.
357
“La vida ahí es un vértigo, y el hombre, un iluminado o un autómata, una
máquina o un delirio. De arte, de gusto, de armonía, de medida, de distin-
ción, ni siquiera una idea tiene la metrópoli norteamericana en su existir
callejero. La gente pasa entre edificios desiguales sin ver y sin pensar que
pueden verla. El que se detiene ante un escaparate expónese a ser arrollado
por la corriente. ¡Time is money!.” (en cursiva en el original) (Gómez Carril-
lo, 1921: 31).
358
para la observación indolente del flâneur, que busca un lugar confortable,
como un interior hogareño: “[E]s casi un salón en el cual nadie tiene prisa.”
(Gómez Carrillo, 1921: 42). Se recupera una metáfora costumbrista, reto-
mada en la década de los treinta por Walter Benjamin. En la crónica “Entre
flores y sonrisas” (EEDBA), encuadra de nuevo el espacio público desde la
comodidad del interior burgués al señalar que a las terrazas floridas del pa-
seo de Palermo le convencía el nombre del Salón del Prado, de Madrid:
“[U]n salón cuyo suelo está alfombrado […] Los caballeros, cuando dejan
sus automóviles, se pasean por las avenidas […] cual en un salón.” (Gómez
Carrillo, 1921b: 164).
En ocasiones, deambula solitariamente, como en “El encanto de Mar del
Plata” (EEDBA), donde dice descubrir rincones interesantes ante el mar
(Gómez Carrillo, 1921b: 231). Pero gran parte de los trayectos representa-
dos en sus crónicas los realiza junto con guías turísticos o con amistades que
viven en las ciudades visitadas (por ejemplo, en “Florida la bien nombra-
da”). Tener un guía como compañía es un indicador del encuadre cultural
turístico que asume ocasionalmente el viajero en las ciudades visitadas.
El cronista visita confiterías, teatros, exposiciones de Bellas Artes, unos
grandes almacenes y, como sucede en todo espectáculo, el público es objeto
de atención principal del flâneur (véase esta táctica del flâneur en Huart,
Smith o Mesonero Romanos). Así ocurre en la visita de Gómez Carrillo al
Teatro Colón en “En los grandes teatros” (EEDBA): “[D]e los dos espectá-
culos odeónicos, el más sublime no es el que se representaba en las tablas
[…], sino el que se daba en la sala, en los palcos, entre las luces que sólo se
encienden cuando las del escenario se apagan.” (Gómez Carrillo, 1921b: 69-
70). El observador ejerce en este espacio el placer visual de su mirada
voyeurista con el uso de los binoculares, también utilizados en Huart y
Smith: “¡Oh, cuadro encantador! […] Yo me sirvo, algo impertinentemente,
de unos gemelos prismáticos que me ha prestado un vecino y que me permi-
ten examinar los más nimios detalles.” (Gómez Carrillo, 1921b: 71).
El almacén de novedades, que interesó a Julián del Casal en la crónica
“Álbum de la ciudad. El Fénix”, ocupa la atención en la sección “El palacio
de las tentaciones”, de “Florida la bien nombrada” (EEDBA). El cronista
focaliza su mirada en el comportamiento de las compradoras. Recuérdese
que algunas críticas feministas consideran a la mujer que ejerce este papel
como el nacimiento de la flaneuse, al caminar con libertad por los espacios
de la modernidad cultural. El cronista es un flâneur que observa a las fla-
neuses: “[Y]o, siempre pueril, sigo el paso rítmico de las mujeres que, como
mariposas, revolotean alrededor de las tentaciones.” (Gómez Carrillo,
1921b: 63). Considera Ramos (2003: 152-153) que las descripciones de las
359
mercancías de lujo se revisten de una retórica erótica en las crónicas de
Gómez Carrillo sobre Buenos Aires. Morán (2006) analiza esta visita, que
se describe en la sección “El palacio de las tentaciones”, y reconoce en la
voz enunciativa su deseo voluptuoso, su excitación erótica, ante las mercan-
cías, obsesión típicamente femenina (según el discurso patriarcal de la
época), y al mismo tiempo la necesidad, de tipo correctivo, de distanciarse
de esta seducción: desplaza su propio éxtasis frente a la mercancía mediante
el acto de hacerse invisible como sujeto deseante y focalizar la atención en
la compradora. En todo caso, mientras que en estas ocasiones ‘oculta’, por
desplazamiento metonímico, el poder de seducción que ejercen sobre él las
mercancías, como representante del sexo masculino, en otras lo exhibe sin
tapujos, como en “La ciudad de las sederías” (VE): “Pero entre todo lo que a
mí más me atrae y más me interesa, lo que más me sorprende, mejor dicho,
es la infinidad de objetos de lujo, frívolos, precioso, inútiles y caros.” (Gó-
mez Carrillo, 1919b: 35). Se reconoce la mirada de un cronista cuyo interés
está dedicado a los que considera espacios ‘deseados’ por sus lectores, dedi-
cados al consumo suntuario… En estas descripciones se aprecia la
dependencia ideológica del cronista frente al periódico y su público. Em-
prende un consumo visual para el consumo textual de sus lectores.
Las escasas críticas a la modernidad bonaerense, simbiosis entre lo útil y
lo bello, no se centran en las nefastas consecuencias de su vertiente tecnoló-
gica o económica, sino en los efectos uniformizadores de una planificación
urbanística que adoptó como modelo las reformas del Barón de Haussmann
en París. Así, en la sección “Primeros pasos”, de “La avenida de Mayo”
(EEDBA), observa en el paisaje urbano de Buenos Aires la monotonía de las
amplias vías del centro de la ciudad:
360
ticas del Barón de Haussmann, que promovieron el tránsito y la eficacia
económica. Asimismo, Crary (2008) nos habla de la saturación de la aten-
ción en el entorno urbano de la segunda mitad del XIX. Interesa destacar,
además, en una ciudad diseñada a partir de bulevares, la ausencia de puntos
de orientación (los llamados mojones, según Kevin Lynch) para los urbani-
tas.
“Encaminaos hacia la Estrella una tarde de estío, en la apoteosis del sol, en-
tre los esplendores de los Campos Elíseos, y sentiréis en vuestro corazón las
exaltaciones imperiales de los triunfos latinos… Subid hacia Montmartre una
tarde de otoño y experimentaréis las más dulces impresiones provincianas
con un intenso deseo de vivir dulcemente, ni envidiados, ni envidiosos… Id
a los jardines del Luxemburgo un día de primavera, bajo un cielo color de
flor de malva recién lavado por una lluvia tibia, y toda vuestra adolescencia
os subirá a la cabeza cual un vino embriagador… Perdeos por entre las calle-
juelas venciables de la isla San Luis, a la sombra de las torres de Nuestra
361
Señora, en un crepúsculo invernal, y sentiréis revivir a vuestro derredor la
existencia de tiempos que hemos soñado con nostalgia…” (Gómez Carrillo,
1919b: 13).
362
de la noche” de la crónica “La Avenida de Mayo”, al retratar la ‘Otredad’ de
la prostitución, y lo vuelve a emplear en su crónica sobre Barcelona con el
objetivo de observar La Rambla: “Pero lejos de encaminarme luego hacia
los suburbios manufactureros donde los barceloneses ganan el oro necesario
para mantener y desarrollar el lujo de la ciudad, me asomo a mi ventana de
la Rambla, que es el más delicioso de los miradores.” (Gómez Carrillo,
1919: 73). Toda mirada panorámica sobre la ciudad incentiva dos sentimien-
tos en el observador: uno, el de superioridad moral; dos, el de simpatía, el de
compartir el mismo sentimiento de vitalismo que se observa en los transeún-
tes. En Gómez Carrillo, el primero aparece al observar a las prostitutas; el
segundo, a la multitud. Evita los espacios industriales que producen las mer-
cancías de lujo, mientras que se siente seducido por su exhibición en los
bulevares.
Encuadra la ciudad de Santiago de Compostela, en la crónica “En Gali-
cia” (VE), desde las convenciones discursivas de la ciudad muerta
decadentista, equiparable a la Venecia de Tomas Mann, a la Toledo de Azo-
rín o a la Brujas de Georges Rodenbach: “Santiago entero es un sepulcro de
palacios, de torres y de pórticos.” (Gómez Carrillo, 1919b: 124). Es una
urbe religiosa, al margen del progreso tecnológico, convertida en museo
para turistas. En este tipo de ciudades, el flâneur se dedica a comparar el
orgulloso y pomposo vitalismo del pasado con la indolencia del presente, al
observar la herencia arquitectónica: “Varias horas llevamos recorriendo las
calles. A cada momento algún pórtico blasonado, alguna tapia carcomida,
algún ventanal labrado, alguna columnata incompleta, nos hace detenernos
para admirar los vestigios del esplendor antiguo de la metrópoli gallega.”
(Gómez Carrillo, 1919b: 124-5). Es una ciudad fantasmal dominada por una
religión opuesta a los valores de la modernidad, sobre todo al anochecer,
“cuando entre los portales de sus calles los raros transeúntes toman vagas
formas de fantasmas, cuando el aire se llena de melancólicos rumores de
avemaría, cuando la penumbra envuelve las torres dándolas una grandeza de
arquitecturas de ensueño” (Gómez Carrillo, 1919: 125).
El flâneur, en su función de evocar la historia del espacio urbano (como
Franz Hessel en el Berlín de los años veinte) es asumido en “El encanto
provinciano de Santander” (VE): “Esas calles irregulares, estrechas, vetustas
y provincianas, que suben hacia la catedral o hacia el cementerio, han visto
pasar siglos de amor y de dolor, siglos de vida íntima e intensa, callada y
fervorosa… Por eso me interesan más que las alamedas sin alma, en las que
sólo se alberga la vanidad durante algunos meses cada año…” (Gómez Car-
rillo, 1919b: 152). En estas ocasiones se aleja de la atracción y seducción
del lujo moderno de los espacios comerciales de los bulevares. Realiza, así,
363
una crítica de los valores utilitaristas de la modernidad, dispuesto a ejercer
la recuperación imaginaria de la memoria histórica de las urbes de ‘rancio
abolengo’. También ocurre en Italia, en “Claridades venecianas” (VE),
donde retrata su experiencia de deambular desde las convenciones típicas de
la flanerie, alejándose de la trayectoria del turista: “Tres semanas llevo pa-
seándome por estas calles. No he visto ni un museo, ni un palazzo, no una
iglesia por dentro. No he visto más que calles, canales, techos, torres, puen-
tes, fachadas. […] Luego he hecho, en góndola, paseos interminables, que
han durado tardes enteras.” (Gómez Carrillo, 1919b: 200).
Típico del turista es el reconocimiento del arte canónico. En cambio, típi-
ca del flâneur es la caminata por callejuelas; disfrutar el arte que encuentra
paso a paso, como transeúnte, en la ciudad; gozar de los rincones gratifican-
tes mientras camina; salir sin rumbo fijo… La dicotomía entre el goce del
experimento, de la novedad, y el placer del reconocimiento del estereotipo,
establecida por Barthes al discutir los distintos tipos de lectura del texto lite-
rario, es útil para interpretar la experiencia de la ciudad-texto. El cronista
experimenta, ya no el placer del reconocimiento, sino el goce de encontrar
espacios públicos olvidados por las guías Baedecker, de hallar joyas artísti-
cas olvidadas, desde el ritmo pausado del flâneur. Sin itinerario previo
construye su trayecto a medida que anda y, a diferencia del turista, decide
visitar el mismo lugar varias veces, por simple disfrute estético, en la lenti-
tud del trayecto, tantas veces mencionadas por Gómez Carrillo:
“Por las callejuelas sigo, sin rumbo, sin idea fija, sin deseo ninguno de ver
iglesias famosas o palacios históricos. Cuando una calle termina en un cam-
po sin salida me vuelvo atrás y recorro de nuevo el espacio antes andado.
Cuando me siento cansado y encuentro una góndola en un canal, al pie de
una escalinata carcomida, me meto en ella y le digo al gondolero que conti-
núe su camino piano piano” (en cursiva en el original) (Gómez Carrillo,
1919: 204-205).
364
“Lo que quiero es no salir de la ciudad misma, de la ciudad desierta […].
Como en un ensueño, voy por estos laberintos […]. En unos cuantos días, mi
alma se ha aclimatado. […] ¡cuánto me entusiasman las bellezas de las más
modestas arquitecturas, los reflejos fosforescentes en el agua, las sorpresas
de los callejones, la elegancia de las mujeres que pasan arrebujadas en sus
mantos obscuros!” (Gómez Carrillo, 1919: 204-205).
365
hastiar al intelectual. Pero en el caso de Enrique Gómez Carrillo, no se dará
la identificación con la ’Otredad’, específicamente el obrero y la prostituta.
Las posibilidades de acercamiento al mundo obrero son varias, pero evitará
esta esfera de la realidad urbana: son escasas las crónicas de El encanto de
Buenos Aires (“El tango”) y de Vistas de Europa que retratan la sociabilidad
obrera, y siempre desde la distancia cultural y afectiva.
Ramos (2003: 166) afirma que la mirada panorámica ya se encuentra en
crisis a finales del siglo XIX. La crónica utiliza una forma aburguesada de
esta última, la mirada desde el balcón, empleada muchas veces por los pin-
tores impresionistas franceses. La usa Gómez Carrillo en Barcelona, para
describir Las Ramblas, como ya vimos, o en Santander, a la hora de ofrecer
el galanteo nocturno de las parejas en el Paseo José María Pereda, en “El
encanto provinciano de Santander” (VE): “Desde mi ventana contemplo
ahora ese espectáculo deliciosamente provinciano. Un rumor discreto […]
sube hasta mi estancia.” (Gómez Carrillo, 1919b: 167). También es adopta-
da al acceder a las primeras impresiones de El Cairo en La sonrisa de la
esfinge (Sensaciones de Egipto) y al representar, desde la habitación donde
se hospeda, la Otredad urbana que ‘invade’ por la noche la principal arteria
de Buenos Aires. “La Avenida de Mayo” (EEBA) se inicia y se cierra con la
mirada desde el balcón. Así comienza la última sección, “Las sombras de la
noche”:
366
“El ir y venir lento, tanto lento como en todas partes, de las vendedoras de
caricias, sugiere ideas de infinita piedad. ¡Ah! ¡Las cortesanas de la avenida
de Mayo!…. ¡Si por lo menos tuvieran algo de provocantes, algo de perver-
sas, algo de diabólicas!…. Pero van, las pobres, una tras otra, sin coquetería,
casi sin aliento, y cuando, de trecho en trecho, se detienen para atraer a un
hombre que pasa precipitado o distraído, nótase que el movimiento de su ca-
beza, que se yergue, es puramente mecánico. Desde mi observatorio no veo
ni sus miradas ni sus sonrisas. Pero bien sé cómo son, bien sé la pena que
inspiran a los que saben contemplarlas con ojos sin prejuicios de moral.”
(Gómez Carrillo, 1921: 33)
367
la madrugada, hora liminal en la que se apagan los últimos estertores de
actividad de la noche anterior y comienzan a movilizarse las actividades del
amanecer: “Un vendedor de periódicos, salmodiando su eterno clamor, se
detiene en plena calle, y de pronto, como si se lo hubiera tragado la tierra,
desaparece. […] Ahora que él ya se ha diluido, no queda sino la ciudad, que
se prepara a gozar, o a orar, o a meditar. Los hombres van de prisa y se es-
fuman en las esquinas.” (Gómez Carrillo, 1921: 34). Se representa el
misterio de la ciudad vacía, que Gunning (1997: 56) rastrea en la ciudad
muerta de los simbolistas, o en sinfonías urbanas de documentales como El
hombre de la cámara (1929), de Dziga Vertov, o Berlín: Sinfonía de una
gran ciudad (Berlin: Sinfonie einer Grossstadt), 1927, de Walter Rutt-
mann101.
Como espacio excepcional, la sociabilidad marginal de la drogadicción
se representa en la crónica “En una fumería de opio anamita” (1998: 225-
229), de Gómez Carrillo, que sigue la tradición de las Confesiones de un
fumador de opio, de Thomas de Quincey, o de Los paraísos artificiales, de
Baudelaire. El narrador, de nuevo con un guía, visita una fumería de opio,
espacio exótico y misterioso. Se construye en esta crónica un Oriente eva-
nescente, fantasmático, espectral, ilegible, sexualmente ambiguo (Morán,
2005: 395).
101
Las últimas horas de la madrugada y las primeras del amanecer también quedaron re-
presentadas desde el tema de las horas de la noche en algunas escenas costumbristas. Es el
caso de Madrid a la luna, de Mesonero Romanos.
368
Italia” de su libro Peregrinaciones, o Gómez Carrillo en sus crónicas; en
particular, considera que los dos últimos adoptan el papel de guías de un
turismo para minorías, aristocrático, y se presentan ante sus lectores como
depositarios de las auténticas y secretas experiencias de las ciudades visita-
das.
Para analizar la dialéctica entre la mirada del turista y la del flâneur en el
narrador de las crónicas de Gómez Carrillo tenemos que definir
prototípicamente ambos papeles. El turista es un visitante que prefiere
observar monumentos, en detrimento de las personas; este interés radica en
el viaje apresurado que emprende, ya que forma parte de sus vacaciones, no
de su vida profesional; además, la ausencia de encuentros humanos más o
menos permanentes no pone en tela de juicio su identidad (Todorov, 2007:
388). Por el contrario, el flâneur prefiere observar a los ciudadanos.
Además, es un ocioso permanente y, aunque tenga una ocupación (como
puede ser la de periodista), su horario es flexible. Sus callejeos no se
realizan en el temporalmente delimitado tiempo de ocio del turista.
“No tienes ni ese cielo uniforme de crudo ultramar, ni ese aspecto de feria
perpetua, ni esa atmósfera color de llama, ni ese modo algo petulante de reír.
No, no, mil veces no… No eres teatral ni violenta. Tu encanto, por el contra-
369
rio, es todo de suavidades, de delicadezas, de matices, de armonía, de sonri-
sas, de discreción. Y por no tener nada de lo que se ve en los cromos, ni
siquiera eres azul y oro.” (Gómez Carrillo, 1919: 94).
“Lo que más me divierte cada vez que vengo a San Sebastián, es la sorpresa
de los extranjeros a quienes encuentro en las calles, en los hoteles, en la
playa. […] para todos ellos, una ciudad española no puede ser sino un campo
de ruinas suntuosas, poblado por seres violentos y raros. […] No obstante, lo
que tanto les pasma es lo que ellos han visto en otras partes [es decir, en las
ciudades balnearias del resto de Europa Occidental]. […] Es la playa con su
movimiento, es el hotel con su lujo, es el café con su suntuosidad, es el esca-
parate con su chic, es el pueblo con su limpieza, es el campo con sus chalets.
[…] en realidad, no es la España que ellos sueñan” (en cursiva en el original)
(Gómez Carrillo, 1919: 171).
370
4.2. Las expectativas frustradas de la mirada turística en las crónicas de
Oriente
A finales del siglo XIX e inicios del XX comienzan a proliferar los escri-
tores que emprenden la flanerie tanto en el Extremo como en el Cercano
Oriente102. Los escritores latinoamericanos también se apuntan a la ‘moda’
orientalista, entre ellos Enrique Gómez Carrillo. En sus crónicas, la descrip-
ción de Oriente se encuentra mediada por este encuadre. En su análisis de
los libros De Marsella a Tokio, Alma japonesa y El Japón heroico y ga-
lante, señala Romero López (1999: 211) que, si bien a veces acierta a
presentar Oriente desde la mirada de los informadores nativos, predomina
en Gómez Carrillo la representación pintoresquista: la imaginación oriental
de sus crónicas, centradas en la descripción de lugares y tipos sociales, está
condicionada por su conocimiento del arte oriental, sus lecturas previas (so-
bre todo las del máximo viajero impresionista fin de siglo, Pierre Loti) y por
la herencia romántica (el exotismo).
Este encuadre turístico queda sometido ocasionalmente a revisión. Con-
fronta sus expectativas y la observación de la ‘realidad urbana’ en su visita a
las ciudades asiáticas y egipcias, como en la crónica “Tokío”, de El Japón
heroico y galante, donde reflexiona:
“Sin duda, todo es tal cual yo me lo había figurado; pero con algo menos de
vida, o mejor dicho, con algo menos de poesía, de color, de capricho, de ra-
reza. ¡Singular y lamentable alma del viajero! En vez de alimentarse de
realidades lógicas, vive de fantasmagóricas esperanzas y sufre de inevitables
desilusiones. Lo que no corresponde a su egoísmo sentimental le causa tris-
tezas incurables ¡Y es tan fácil que su anhelo resulte vano!” (Gómez
Carrillo, 1920a: 10).
102
Goebel (2001) analiza la estetización de Japón en Pierre Loti (1850-1823) y Lafcadio
Hearn (1850-1904), la manifestación de la cultura colonial en Bernhard Kellermann y Ju-
lius Dittmar, así como la flanerie postmoderna – centrada en los signos – de Roland
Barthes, Donald Richie y Stephan Wackwitz.
371
simulacro de los fenómenos de la modernidad cultural, de las falaces uto-
pías propuestas por el capitalismo en el circuito del consumo de las
mercancías. También aparece la elegía o sentimiento de pérdida en el ‘al-
ma’ del viajero turista, consciente de la brecha que existe en su
cotidianeidad entre ‘realidad’ e ‘ideal’, forjado por el proceso de desencan-
to paulatino que supone enfrentarse con la Modernidad. También, como
sintetiza Bluzard (1993: 30), la literatura de viajes inglesa y estadounidense
del siglo XIX está llena de declaraciones sobre estas expectativas frustra-
das. Chang (2006: 68), asimismo, se refiere al desengaño del viajero francés
Théodore Duret al viajar al Lejano Oriente y comprobar su ‘occidentaliza-
ción’.
Las expectativas también quedan frustradas cuando Gómez Carrillo llega
a El Cairo, en “El encanto de Masr-El-Khairá”, de La sonrisa de la esfinge
(Sensaciones de Egipto), aunque las guías turísticas incluso le han preveni-
do que encontrará un Egipto parcialmente occidentalizado, ‘realidad’ que
enfrenta a su llegada:
“Ahí va la vasta avenida con sus palacios, con sus almacenes, con sus cafés.
Ahí va el tranvía eléctrico, lleno de gente vestida lo mismo que en Roma o
372
en Viena. Ahí pasan los policemans con sus trajes londinenses. ¡Qué pena,
Dios mío! […] a mi pesar, siento que mi alma, incurablemente ilusa, aguar-
daba otra cosa. Anoche, al oír desde mi estancia el murmullo que subía del
fondo de las enramadas negras de enfrente, tuve visiones de jardines árabes
con terrazas de mirtos, y boscajes de jazmineros, y laberintos caprichosos.
[…] Hoy, en la claridad de esta mañana primaveral, lo que aparece ante mi
vista es un inmenso parque inglés cercado por altas verjas de hierro y pobla-
do de bellos castaños triviales.” (Gómez Carrillo, 1920b: 10-11)
“Nunca ha habido en el mundo mayor avidez por los viajes, y nunca los
viajes han sido menos interesantes, más monótonos por ahora. […] Donde
quiera habrá de encontrarse con bulevares plantados de los mismos árboles,
y que pretenden asemejarse a los de París, con hoteles más o menos malos e
373
inhospitalarios […] En todos los hoteles habrá idénticos criados […] Nuestro
turista inquieto saldrá a la calle y tropezará con las mismas vejestorias
góticas y los mismos palacios” […]; Muchos de estos edificios […] serán
Museos […] El viajero recorrerá las salas embestido por guías y con un
Baedeker colorado en la mano. No podrá detenerse ante un cuadro
predilecto, porque sus horas y las de apertura del Museo estarán
estrictamente contadas, y porque tiene la obligación de ver determinado
número de obras maestras. Si no, ¿para qué viaja? […] Quedaba, hasta hace
poco, el recurso de los países raros, exóticos, misteriosos. Pero ya no los
hay. […]; Egipto es ya como un bulevar de París. Los mismos hoteles, los
mismos ingleses, americanos y rusos. […] Por donde el negocio pasa, como
el caballo de Atila, no crece ni la yerba… […]. Nos queda algo inédito, sí, en
nuestro admirable México: los sorprendentes vestigios, los palacios y
ciudades zapotecas y mayas… Ahí aun se puede meditar, aun se puede
estudiar, aun se puede soñar.” (Nervo, 1946: 66-49).
374
vida.” (Gómez Carrillo, 1919a : 8). No se puede perfilar la personalidad de
una nación sólo a partir de la vida pública, entre otros motivos porque las
costumbres son uniformes en todo el mundo: “Lo exterior, la cultura, el
barniz, es, por lo menos en tiempos normales, casi uniforme en el mundo
entero (…) el hombre vive del mismo modo, se viste del mismo modo, ha-
bla del mismo modo y, en las cuestiones generales, piensa poco más o
menos del mismo modo” (Gómez Carrillo, 1919a: 8-9). La mirada turística
aplica una lectura superficial sobre la Nación, y durante esta actividad sólo
logra identificar lo universal (los signos de la globalización fin de siglo) y
no lo peculiar de cada país.
4.3. Asumir la mirada del flâneur para cumplir con las expectativas
orientalistas
En algunas crónicas, Gómez Carrillo se aleja de la trayectoria del turismo
masivo y asume el recorrido de la flanerie para experimentar la ‘cultura au-
téntica’ del país visitado. Pera (1998: 512) considera que Gómez Carrillo
representa al escritor modernista que se asume como turista y que, asimis-
mo, acuciado por la conversión de lo exótico y pintoresco en familiar, tiene
la sensación de haber perdido las sensaciones auténticas de un mundo en
trance de desaparición. De ahí que después del desengaño asuma una trayec-
toria alejada de lo que considera un espacio ‘inauténtico’, escenificado,
donde la cultura local se ofrece como un espacio familiar lleno de signos
occidentales. Esta actitud no sólo es típica de Gómez Carrillo, sino de cual-
quier turista que se considere aristocrático, en cualquier momento de su
peregrinaje cultural. Adaptando la división de espacios institucionales pro-
puesta por Erving Goffman entre espacios frontales y traseros, MacCannell
(1976: 101) señala que los turistas intentan sobrepasar o dejar atrás los espa-
cios frontales de las atracciones turísticas. Esto es lo que realizará Gómez
Carrillo en su flanerie, que busca alejarse de los estereotipos elaborados por
la cultura eurocéntrica. Pero no sabrá reconocer que las experiencias ‘autén-
ticas’ que busca lejos de las modernas calles también tienen un origen
occidental, el de la mirada orientalista.
Si el acceso al circuito turístico urbano le conduce al hastío o al desen-
gaño, ya que se enfrenta a espacios occidentalizados, el cronista asumirá en
principio el recorrido del flâneur para disfrutar lo que considera la ‘esencia
auténtica’ de Oriente. La flanerie emprendida durante el ocaso por callejue-
las no invadidas por la modernidad provoca la materialización de las más
apreciadas imágenes ‘exóticas’:
375
“¡Ah, las tardes del Cairo, después de las excursiones obligatorias y de las
eternas visitas a los Museos! Vamos distraídos, cansados, con la cabeza llena
de imágenes muertas […]. Una suave claridad velada envuelve a la ciudad
en lívidas muselinas de misterio. […] Sin darnos una cuenta muy exacta de
los que hacemos, continuamos internándonos poco a poco en el corazón de
la villa. Y de pronto, como por arte mágico, las que unas horas antes, en ple-
no día, no eran sino calles sucias, conviértense en corredores de alcázar, en
pasillos de palacio encantado. […] En la media luz diáfana, lo que hay de
deleznable en las arquitecturas orientales, desaparece. […] Toda la vida de la
ciudad sale a la calle con sus trapos vistosos” (Gómez Carrillo, 1920: 15-16)
376
occidentalizados, considera que ha ‘recuperado’ o ‘rescatado’ el ‘verdade-
ro’ Oriente, anclado en el pasado, aquel que la autenticidad ‘escenificada’
del turismo le negó. Gómez Carrillo busca ‘desorientarse’, perderse, para
encontrar la esencia de la cultura local. No siempre sucede así con el viajero
occidental en Oriente. Como ha demostrado Chang (2006: 67) en su estudio
del relato Viajes por Asia, de Théodore Duret, este viajero raramente des-
cribe callejeos improvisados por espacios desconocidos.
El trayecto del flâneur puede parecer en principio la antítesis de la
trayectoria del turista (el primero, sin objetivo predefinido; el segundo, con
una guía planificada). Sin embargo, cuando se realizan ambos recorridos en
ciudades no occidentales, sus miradas pueden quedar orientadas por mismo
objetivo deseado: el reconocimiento a toda costa del ideal orientalista. Si el
viajero no ve confirmadas sus expectativas en la trayectoria fija del turista,
tratará de cumplirlas en la azarosa del flâneur. En la siguiente cita de “El
encanto de Masr-El-Hairá”, observamos que, aunque el cronista asuma la
flanerie, siempre camina en busca del ideal ‘solicitado’:
“Pero cuando uno logra penetrar en el viejo corazón de las viejas calles,
comprende que el triunfo de lo europeo no es sino un espejismo. […] Cada
rincón tiene su encanto, cada calle guarda sus tesoros, cada plaza tiene su
hechizo. Para sentir plenamente esta belleza, lo único indispensable es no ir
con prisas. Las caravanas de turistas que corren guiados por un cicerone y
que quieren, en tres días, conocerlo todo, no inspiran sino sonrisas irónicas a
los árabes que los ven pasar. En cambio, a los que venimos, día tras día, a
extasiarnos ante las viejas mezquitas y a embriagarnos con los perfumes
eternos, una simpatía, algo desdeñosa, pero muy cortés, nos recompensa de
nuestro amor desinteresado y paciente” (Gómez Carrillo, 1920: 20-1).
Esta última es una de las más claras muestras de la actitud del flâneur y
de sus intereses estéticos y vitales en las crónicas de Gómez Carrillo.
Desde la estética impresionista, extrae la belleza de lo nimio, de los peque-
ños rincones, objetivo que se alcanzará al caminar sin prisas, cuando la
mente se complazca en la observación de las tradiciones… Pero aunque
estemos lejos de las rutas turísticas, el cronista sigue asumiendo una mirada
que busca el ideal orientalista. No puede desprenderse de los objetivos del
turismo cultural. Parece decir: ‘Si la cultura que me han vendido las agen-
cias no la encuentro en el Gran Circuito, trataré de buscarla en las
callejuelas’. Algo similar declara el novelista Henry James (en Buzard,
1993: 38) en el ensayo A Roman Holiday al afirmar que se llega a conocer
la capital italiana no sólo al prestar atención a los monumentos, sino tam-
bién al emprender una flanerie sin objetivo predefinido.
377
Además, el flâneur, cuando deambula en las ciudades orientales, no se
convierte en un nativo más. Su actitud siempre será la de observador no
participante, como la del turista. Contempla, pero no se involucra en la
cotidianeidad local:
“Y despacio, en efecto, muy despacio, es necesario vivir esta vida. Para ello
hay, ante todo, que renunciar al guía que no conoce sino un solo trayecto y
que nos lleva, a la misma hora, andando al mismo paso, a los mismos luga-
res. Hay que perderse en el laberinto de las callejuelas estrechas. Hay que
adoptar el carácter del sitio con toda su languidez voluptuosa y resignada.
[…] Dos horas de indolente contemplación en la terraza de un café sirven
mejor al viajero curioso que muchos días de febriles excursiones, porque no
es no lo mismo pasar ante la existencia que dejar pasar a la existencia ante
nuestra vista.” (Gómez Carrillo, 1920: 21)
378
El escritor modernista Manuel Díaz Rodríguez, en Alma de viajero, da un
paso más allá, frente a Gómez Carrillo, al pretender asimilarse a la Otredad,
hasta que queda convertida en mismidad. Explica que, una vez que nos he-
mos cerciorado cara a cara, en la ciudad visitada, de lo que la fama cuenta y
que hemos descubierto aquello que no dice, no sólo terminamos por poseer-
la sino que, además, “la ciudad nos posee a su vez […]. Son lazos invisibles,
pero reales y poderosos, provenientes de los seres y cosas de la ciudad y de
las relaciones en que vivimos con dichos seres y cosas” (Díaz Rodríguez,
1998: 209). Considera que llegado el caso el observador puede convierte en
participante.
379
Capítulo 3.
El flâneur y la flanerie en Rubén Darío:
España contemporánea, Peregrinaciones y Tierras solares
En todo caso, el Darío más maduro también sabe distanciarse del elogio
de la modernidad cultural europeo a la que le ‘obliga’ la escritura de las cró-
nicas. En la más ‘personal’ de la poesía aparece una mirada menos ingenua
sobre París, una ciudad impersonal que no protege a nadie, ni siquiera a los
intelectuales que la ‘mitifican’. Así, en la “Epístola (A la Señora de Leopol-
do Lugones)”, de El canto errante, el yo-lírico declara: “Y me volvía a
París. Me volví al enemigo/ terrible, centro de la neurosis, ombligo /de la
locura, foco de todo surmenage/ donde hago buenamente mi papel de sau-
vage / encerrado en mi celda de la rue Marivaux,/ confiando sólo en mí y
resguardando el yo.” (en cursiva en el original) (Darío, 2008: 221). La acti-
tud desengañada se asemeja a la del protagonista de la novela De sobremesa
(publicada en 1925), de José Asunción Silva. Darío también confiesa su
desengaño en la crónica “El deseo de París”, de 1912, al lanzar con un tono
irónico una advertencia a los latinoamericanos que buscan su modelo identi-
tario en Europa, mediante la construcción de un destinatario imaginario, un
381
joven lleno de ideales recién llagado a la capital francesa: “Váyase mi que-
rido joven, ¡váyase…! Audaces fortuna juvat… Y después de todo tiene
usted dos recursos en el último caso… Ve usted a su cónsul para que lo re-
patríe… ¡o se tira al Sena!” (en cursiva en el original) (en Pera, 2005: 10).
Si regresamos al Prólogo de Crónicas del Bulevar, nos permite identifi-
car la flanerie, la dialéctica entre la ciudad y su observador:
“París se llama Legión y Legiones […] Hay que ser veloz y vivaz para asir al
vuelo tanta variedad. La observación debe ser cinematográfica. Quien pre-
tenda señalar esta cualidad como un defecto en los que escribimos en los
diarios, no está con la razón. Se puede ser ligero como el aire, y llevar el po-
len fecundador.” (Darío, 2003: 101).
382
destacado en otras oportunidades, la crónica tiene la capacidad de represen-
tar una modernidad sobre la que otras escrituras no se interesan: la
apropiación perceptiva de los acontecimientos urbanos.
Rubén Darío toma conciencia de su papel de periodista urbano, incluso
de formar parte de una comunidad de escritores dedicados a escribir cróni-
cas para diarios de prestigio. Las crónicas de Darío son cronológicamente
posteriores a las de Martí y, tal como confirma Max Henríquez Ureña
(1954: 100), suscribiendo una opinión corriente en el ámbito crítico, suelen
considerarse las del autor cubano como modelo de las del nicaragüense. En
Tierras Solares, con motivo de la visita a un tablado flamenco, incluso ho-
menajea a José Martí como colega que escribió sobre el mismo tópico para
La Nación de Buenos Aires, el mismo periódico que le emplea como cor-
responsal: “Y el ilustre cubano José Martí contó, en una de sus bellas cartas,
a los lectores de La Nación de Buenos Aires, cómo los yanquis salían de su
frialdad anglosajona al mover sus estupendas piernas aquella ruidosa y pre-
cios Carmencita” (Darío, 1904: 49-50).
Sin olvidar que en la escritura modernista también se usó el término sen-
saciones (Gómez Carrillo y Ambrogi), de acuerdo con las convenciones
genéricas de la crónica periodística, Darío, al igual que otros escritores, de-
fine sus observaciones como impresiones. En Tierras Solares, al regresar a
Barcelona, dice: “En otra ocasión os he dicho mis impresiones de este país
grato y amable” (Darío, 1904: 11); Y en “Venecia”, también en Tierras So-
lares, al rechazar los modelos literarios a la hora de escribir sobre esta
ciudad, declara: “Os doy lo mejor lo mío, mis impresiones, mis instantáneas
intelectuales, a toda luz, para que todos las comprendan y las vean.” (Darío,
1904: 171). En todas estas oportunidades se infiere al lector del periódico
(‘tendreis’; ‘os he dicho’; ‘os doy’).
Nuestro corpus de crónicas de Rubén Darío consta de tres recopilaciones
de crónicas sobre espacios europeos103. Fueron redactadas primero como
crónicas y enviadas al periódico argentino La Nación. España
Contemporánea (a partir de ahora, EC) se publicó en 1901. El objetivo es
103
No sólo las ciudades europeas, sino también las latinoamericanas fueron objeto de las
reflexiones de Rubén Darío, caso similar al de Enrique Gómez Carrillo. En Estampas del
Nuevo Extremo. Antología de Santiago. 1571-1941 la ciudad de Santiago de Chile es objeto
de observación. El encuadre utilizado es el de la ciudad-bazar, la ciudad almacén de
novedades en la que el hombre y la mujer burgueses pueden desarrollar un estilo de vida
acorde con su status social: “Santiago juega a la bolsa, come y bebe bien, monta a la alta
escuela, y a veces hace versos en sus horas perdidas. Tiene un teatro de fama en el mundo,
el Municipal, y una catedral fea; no obstante, Santiago es religiosa. […] Santiago gusta de
lo exótico, y en la novedad siente de cerca de París.” (en Jofre, 2002: 181).
383
presentar a los lectores la interpretación que un corresponsal extranjero
pudiera tener de la España de fin de siglo, justo después de la guerra con
Estados Unidos. Para ello, Darío utiliza modalidades discursivas propias de
la crítica de arte (como sucede en “Una exposición”), de la semblanza
literaria (como en “Los poetas”) y de la escena urbana104. En esta última
modalidad discursiva se focalizará el análisis.
Peregrinaciones (a partir de ahora, P), compilación publicada en 1915,
incluye las crónicas que envió Rubén Darío al periódico argentino La
Nación en sus corresponsalías desde París durante la Exposición de 1900.
Además, incorpora el llamado “Diario de Italia”. En la escritura periodística
modernista, las Exposiciones Universales no son ejemplos de imágenes
dialécticas que muestran la fantasmagoría de la modernidad, sino que más
bien se convierten en imágenes que certifican las posibilidades utópicas del
progreso industrial.
Tierras solares (a continuación, TS), compilación publicada en 1904,
título de connotaciones deterministas (el medio ambiente físico), nos ofrece
las impresiones del viaje realizado por Darío en España y Tánger, entre
diciembre de 1903 y marzo de 1904, y en Bélgica, Alemania, Austria-
Hungría e Italia, entre mayo y junio de este último año. Debe relacionarse,
en el marco de la obra dariana, con la previa España contemporánea, ya que
en Tierras solares visita España cinco años después. Mientras en España
contemporánea considera que este país está en decadencia cultural y
política, esta opinión cambia parcialmente en Tierras solares: “Hoy, al
pasar, mi impresión cambia. Desde hace algún tiempo se ha notado un
estremecimiento de vida en la península.” (Darío, 1904: 13).
La práctica de la flanerie no ha sido analizada en el escritor nicaragüense.
Tampoco se ha escrito mucha crítica sobre sus crónicas periodísticas. Entre
las escasas contribuciones se encuentra la de López Estrada (1998: 155-
184), quien realiza una somera enumeración de los lugares descritos por
Darío en sus libros de crónicas europeas (a saber Peregrinaciones, Tierras
solares y La caravana pasa), pero no dedica ningún análisis a la dimensión
enunciativa desde la práctica de la flanerie. Suárez (1998: 345-58) destaca
las reflexiones regeneracionistas que impregnan este conjunto de crónicas,
factor que debería incorporarlas en cualquier análisis sobre el 98, y que las
convertirían en precedente directo del famoso artículo de Azorín de 1913
104
La utilización de la semblanza en las crónicas de Darío ha sido destacada por José Is-
mael Gutiérrez y por Carmen Ruiz Barrionuevo.
384
sobre las características de esta generación105. También contamos con el
artículo de Rivas Bravo (2001), dedicado tanto al trasvase de las crónicas
del periódico La Nación a lo que sería la compilación de Tierras solares,
como a la recepción crítica (reseñas) que provocó su publicación.
105
De hecho, recordemos que el escritor alicantino, en La generación del 98, incluyó a
Rubén Darío en su propuesta sobre los integrantes de este grupo de intelectuales.
385
Este peregrinaje cultural supone un turismo aristocrático que repudia el
turismo masivo de las agencias de viajes. Turner y Turner (1977: 9)
mencionan la exclusividad de algunas peregrinaciones, factor que intensifica
el vínculo del peregrino con su propia religión. Uno de los motivos de la
elección del término peregrinaje por Darío y otros intelectuales, literatos y
artistas es el de diferenciarse del turismo masivo, que de la misma forma
también viajan para visitar los santuarios de la cultura. La veneración que
Darío y otros intelectuales profesarían por el Arte, según sus propias
declaraciones, sería auténtica, exclusiva de un grupo elitista, frente a la
‘profanación’ del turismo de las agencias. Como sucede con Enrique Gómez
Carrillo, también se aprecia en Darío el desprecio por el turismo masivo de
las agencias de viaje. Es el caso de sus reflexiones sobre Granada (TS):
Los turistas son descritos como individuos dirigidos por las agencias
(‘rebaños’), que compran souvenirs de los estereotipos culturales que
previamente les vendieron. Si Darío realiza un peregrinaje a los santuarios
culturales europeos, no debe extrañar que utilice el término profanación
para referirse al ‘peregrinaje’ degradado, mercantilizado, del turismo
masivo, que utiliza la excusa del arte para llenar la vacuidad vital del ocio
en la modernidad occidental. En la crónica “Venecia” (TS), Darío realiza
una nueva crítica:
“Profanación del peor vicio cosmopolita que viene a flotar en góndola, para
dar color local a sus caprichos; del ridículo literario de todas partes, que
escoge como decoración de insensatez estos lugares divinizados por la
poesía y consagrados por la historia; del dinero anglosajón y alemán que
vulgariza los palacios y las costumbres, del turismo carneril que invade con
sus tropillas todo rincón de meditaciones, todo recinto de arte, todo santuario
de recuerdo. Esto se ha convertido, ¡oh, desgracia! en la ciudad de los Snobs,
en Snobópolis.” (Darío, 1904: 172-173).
386
Prestemos atención a los términos religiosos empleados: profanación,
divinizados, consagrados, santuario… En todo caso, a pesar de la distancia
construida por Darío frente al turista común (de las agencias), creo que,
implícitamente, Darío acepta que este último busca los mismos objetivos
que todo ‘turista aristocrático’: la Belleza artística. Esta conciencia le
permite redimir ocasionalmente a los turistas de las agencias. Ocurre al
comentar la llegada de los turistas norteamericanos durante la Exposición de
París de 1900 (P), al traer “á pesar de todo, su homenaje á la belleza
precipitado en dólares. El ambiente de París, la luz de París, el espíritu de
París, son inconquistables; y la ambición del hombre amarillo, del hombre
rojo, y del hombre negro, que vienen á París, es ser conquistados.” (Darío,
1915: 24-25).
Creo que la utilización de la imagen del ‘turista aristocrático’, tal como
es ofrecida por Darío en sus crónicas, cumple una función textual, que utili-
za con fines periodísticos y estéticos. El lector que leerá sus crónicas en las
páginas de los periódicos tendrá la impresión de ‘participar’ en una expe-
riencia aristocrática: olvidará su pertenencia a una masa anónima de
compradores de periódicos. Asimismo, al asumir este papel de viajero ‘ex-
cepcional, el cronista legitima su condición de escritor, de artista, y no de
simple asalariado periodístico.
387
un actor social (el turista) al que por lo general no se le reconocen facultades
intelectuales.
La mirada turística se expresa en diversas crónicas de EC, como en “La
‘España negra’”106, dedicada a su visita a los jardines de Aranjuez, que des-
cribe desde los típicos referentes culturales modernistas: “hay en el
ambiente de los jardines y alamedas como dormidos secos galantes que no
aguardan sino el enamorado o el poeta que sepa despertarlos.” (Darío, 2001:
179). Esta mirada también se centra en las festividades públicas, como en
“Semana Santa”: “En las provincias es donde la santa semana atrae a los
turistas.” (Darío, 2001: 186). La representación se construye desde los típi-
cos presupuestos pintorescos, festivos y tradicionalistas legados por el
Romanticismo al perfilar la imagen de España, como en “¡Toros!”, donde se
describe la atmósfera de una corrida de toros: “Pude saludar varias veces por
la calle de Alcalá al espíritu de Gautier” (Darío, 2001: 193). El centro de
atención es el público espectador, como en el cuadro de Mesonero Romanos
(“El día de toros”) dedicado a este espectáculo.
Darío recurre a sus presupuestos culturales cuando describe los lugares
visitados. A veces se cumplen las expectativas; en otras ocasiones, no.
Comentarios de este tipo son comunes en TS. Al hablar de Málaga, dice que
“la ciudad no os ofrecerá mucho que satisfaga a vuestra imaginación, sobre
todo si imagináis a la francesa, y no buscáis sino pandereta, navaja, mantón
y calañés.” (Darío, 1904: 23). En este caso, desplaza las expectativas
frustradas a los lectores. En el siguiente caso, al hablar de Madrid, mediante
el uso del nosotros grupal (los visitantes), se refiere a sus propias
expectativas: “Los extranjeros que llegamos en la hora actual a España,
sufrimos ciertamente desengaños. […] ¡Ah! Desgraciadamente ya no
encontramos la poética Andalucía sino muy venida a menos o muy ida a
más.” (Darío, 1904: 46).
En cambio, en Centroeuropa, en la sección “De tierras solares a tierras de
bruma” siempre se cumplen sus presupuestos. Realiza un viaje en barco por
el Rhin y encuentra un país de cuentos de hadas. También se cumplen sus
expectativas en Tánger. Al comparar la ciudad marroquí con “Las mil y una
noches”, declara: “Me siento por primera vez en la atmósfera de una de mis
más preferidas obras” (Darío, 1904: 149). Al evaluar la atmósfera de un
café, confiesa: “[V]uelve a cada paso, por la escena iluminada por las
lámparas de cobre, por el ambiente, por los tipos y sus indumentarias, la
reminiscencia miliunanochesca” (Darío, 1904: 158). En el zocco, expone:
106
Es muy posible que Darío conociera la reciente publicación, en 1899, de España negra,
del pintor Darío de Regoyos y del poeta Émile Verhaeren.
388
“Y paso entre este mundo tan diferente al mundo en que he vivido, con la
sensación de estar en un ambiente de fantasía.” (Darío, 1904: 164). O en la
ciudad de Granada: “Y cuando he admirado la ciudad de Boabdil, he tenido
muy amables imaginaciones. He pensado en visiones miliunanochescas.”
(Darío, 1904: 83). Incluso en una ocasión el Darío cronista se complace en
‘comprobar’ que sus expectativas orientalistas, conscientemente asumidas,
se cumplen al contemplar la ciudad de Tánger: “Confieso que es para mí de
un singular placer esta llegada a un lugar que se compadece con mis lecturas
y ensueños orientales, a pesar de que sé que es una ciudad profanada por la
invasión europea” (Darío, 1904: 149).
El flâneur siempre ha prestado atención a los cambios sociales, que
permiten el ingreso en la modernidad y nivela las costumbres, y que
permiten anular la expectativas meridionalistas (estereotipos sobre los
países del sur de Europa, como expone Peter Burke en Visto y no visto. El
uso de la imagen como documento social). Darío declara en España
Contemporánea, al apreciar que la modernidad ha desterrado lo pintoresco
del suelo español, que “la vulgaridad utilitaria de la universal civilización
lleva el desencanto sobre rieles ó en automóvil a todos los rincones del
planeta.” (Darío, 1904: 55). En TS, los cambios de la modernidad se
aprecian en los códigos vestimentarios utilizados por los malagueños: “Las
altas damas desdeñan ya la mantilla. No se encuentra una maja sino en
cromos. Los hombres quieren, por su parte, parecer ingleses, como los
elegantes de todos lugares. […] Los tipos bizarros de antes quedan para
modelos de los pintores y pour l’exportation.” (en cursiva en el original)
(Darío, 1904: 48). Las transformaciones sociales eliminan toda huella de
pintoresquismo, y las particularidades andaluzas : “todo lo que constituía
tema para páginas de colorido y de dibujo característicos, queda en los
viejos libros. […] En la calle principal de Málaga hay tiendas parisienses,
dos clubes.” (Darío, 1904: 46-7). El desencanto ante la homogeneización del
proceso de la globalización a comienzos del siglo XX también es objeto de
reflexión cuando Darío evalúa la imagen pública ofrecida por un turista
japonés: “Nada más odioso para mí que un doctor japonés vestido de
londinense, que durante el tiempo que nos tocó estar juntos en un
compartimiento de ferrocarril […] me elogiaba la invasión del
parlamentarismo y la occidentalización de sus compatriotas de ojos
circunflejos.” (Darío, 1904: 47). Esta crítica de los efectos niveladores de la
occidentalización anglosajona también se encuentra en las crónicas del
guatemalteco Enrique Gómez Carrillo y del salvadoreño Arturo Ambrogi
dedicadas a los países árabes, China y Japón. El cambio social provocado
por la modernidad se relaciona con las expectativas turísticas, ya que la
389
comprobación de sus consecuencias provoca el desencanto de la mirada
estereotipada del viajero.
390
actúa con dignidad. Se sienta en un café, sin pedir permiso, en la misma
mesa ocupada por un burgués, “sin que los dos señores suspendiesen su
conversación […] Por la Rambla va ese mismo obrero, y su paso y su gesto
implican una posesión inaudita del más estupendo de los orgullos; el orgullo
de una democracia llevada hasta el olvido de toda superioridad” (Darío,
2001:121-2).
Barcelona es paradigma de la modernidad social y cultural. En cambio, la
imagen que extrae de su flanerie en la capital española es su antítesis.
Madrid sufre de abulia provinciana. En la crónica del mismo nombre (EC)
construye una imagen castiza de la ciudad, al compararla con su anterior
visita: “Poco es el cambio, al primer vistazo; y lo único que no ha dejado de
sorprenderme al pasar por la típica Puerta del Sol, […], un tranvía eléctrico.
Al llegar advertí el mismo ambiente ciudadano de siempre; Madrid es
invariable en su espíritu, hoy como ayer” (Darío, 2001 : 128). A su llegada,
encuentra los tradicionales tipos y usos sociales castizos, es decir,
costumbristas. Tradicionalismo y modernidad se yuxtaponen en las calles
madrileñas. Así, con pañuelo, mantón de lana y garboso paso, camina la
mujer popular, sucesora de las manolas que alcanzó a describir Mesonero
Romanos ; del mismo modo, “una carreta tirada por bueyes como en tiempo
de Wamba va entre los carruajes elegantes por una calle céntrica” (en
cursiva en el original) (Darío, 2001:128).
Se hace eco del escaso efecto popular que tuvo el Desastre del 98 (ya
descrito por Pío Baroja en El árbol de la ciencia), desinterés que se extendió
también a la esfera política: “Acaba de suceder el más espantoso de los
desastres […] pues aquí podría decirse que la caída no tuviera resonancia.
[…] Hay en la atmósfera una exhalación de organismo descompuesto.”
(Darío, 2001: 129). La abulia se expresa incluso en los homenajes públicos
de aquellas personalidades de la historia española que se podrían considerar
como modelos para el presente (conmemoraciones)107.
Darío también dedica a los espacios públicos madrileños la crónica “Car-
naval” (EC), uno de los acontecimientos populares más apreciados por el
periodista flâneur en el costumbrismo108. El Carnaval es un indicador más
de la indiferencia pública hacia el Desastre: “Se ha divertido el pueblo con
107
Darío registra la ausencia de conmemoraciones para aquellas personalidades gloriosas
del pasado español. Así, en “La fiesta de Velázquez”, critica la casi total ausencia de
festividades en honor del tercer centenario del nacimiento de Velázquez: “Floja, muy
flojamente se han celebrado las fiestas del « pintor de los reyes y rey de los pintores »”.
(Darío, 2001:220).
108
Recordemos los casos de Larra, El mundo todo es Máscaras. Todo el año es Carnaval y
de Mesonero Romanos, El Martes de Carnaval y el Miércoles de Ceniza.
391
igual humor al que hubiese tenido sin Cavite y sin Santiago de Cuba.” (en
cursiva en el original) (162). La ciudad espectáculo estructura la descripción
de “Alrededor del teatro” (EC). Se describe el ambiente festivo de una no-
che veraniega en el Madrid provinciano, donde el espectáculo de variedades,
comparado incluso con el de las ciudades latinoamericanas, queda bastante
mal parado (Darío, 2001: 234).
En “Un ‘meeting’ político” (EC), Darío, como es regla general en el flâ-
neur, presta más atención al público y pierde interés en los políticos y sus
discursos. Etiqueta al público como muchedumbre y le asume desde una
actitud aristocrática de desprecio, encuadre común en Gutiérrez Nájera y
Sacal, aunque poco utilizado en el autor nicaragüense. Se percibe cierta acti-
tud decadentista de preferencia por el retiro burgués, como en Julián del
Casal: “No gusto mucho del contacto popular. La muchedumbre me es poco
grata con su rudeza y con su higiene. Me agrada tan solamente de lejos, co-
mo un mar, o mejor, en las comparsas teatrales” (Darío, 2001: 275). Futuros
investigadores podrían comparar esta crónica con las escritas por José Martí
sobre los mítines políticos en Estados Unidos.
Madrid también queda retratada como una ciudad culturalmente provin-
ciana en la crónica “Una exposición” (EC), con motivo del fracaso de una
vernissage (una reunión privada previa a la apertura de una exposición de
arte): “Entre una exposición y una corrida, la corrida. […] A un paso está
París. Se imitan los usos elegantes, las comedias, las novelas, hasta el café-
concert, pero no las nobles costumbres […] Es inútil pretender encontrar el
enamorado de un ideal de belleza.” (en cursiva en el original) (Darío, 2001:
213). En “Certámenes y exposiciones” (EC), de nuevo la vida cultural de
Madrid sale mal parada: “Antes de que la Casa Amaré inaugurase su salón,
la capital de España no contaba con un local en que se expusiesen, con fines
comerciales, las obras de los buenos artistas.” (Darío, 2001:363). Una ex-
cepción al carácter castizo y provinciano de Madrid es la Carrera de San
Jerónimo, como representativa de la modernidad cultural y social, a la hora
del paseo de la tarde, en “Un paseo con Núñez de Arce” (EC), que compara
con el paseo La Florida, de Buenos Aires: “Mucha vitrina elegante, mucho
carruaje que va y viene; y por la noche mucha luz y alegría de ciudad mo-
derna.” (Darío, 2001: 280). También el paseo es ocasión para ver
personalidades públicas. Así, en la crónica “El rey” (EC), Darío narra su
encuentro fugaz en la Casa de Campo con el futuro Alfonso XIII: “ [H]e
visto pasar al rey don Alfonso con su madre y sus hermanitas. Iba el car-
ruaje despacio, y así pude observar bien el aspecto de Su Majestad infantil.”
(en cursiva en el original) (Darío, 2001:205).
392
Por su parte, en Tierras solares, desde la mirada turística, Rubén Darío,
durante sus flaneries, describe la cotidianeidad andaluza: la Nochebuena en
Málaga (se sobreentiende que es digna de ser escrita, ya que en América se
celebra de manera diferente), un tablado de flamenco, la vida gibraltareña, el
trabajo de los pescadores malagueños, la visita a la mezquita de Córdoba…
En Peregrinaciones predomina, en la representación de la Exposición de
1900, el encuadre del bazar, del almacén de novedades, como en la crónica
dedicada a su inauguración (fechada el 20.04.1900): “[L]a ola repetida de
este mar humano ha invadido las calles de esa ciudad fantástica que, floreci-
da de torres, de cúpulas de oro, de flechas, erige su hermosura dentro de la
gran ciudad.” (Darío, 1915: 21). La voluntad de estilo del cronista se alía
para describir la imaginería visual de las mercancías de la Exposición, tan
cara al discurso modernista. Como flâneur, el cronista es un consumidor
visual de novedades que emplea procedimientos estilísticos para que su lec-
tor implícito, residente en Sudamérica, las visualice mentalmente. De aquí
que se utilice la enumeración, la hipotiposis y la écfrasis.
Frente a la visión marxista de la modernidad, Darío nos ofrece una visión
positiva del progreso. Queda ausente la crítica del fetichismo de la mercan-
cía y del progreso como mito. Promueve, en cambio, la alianza entre la
industria y el arte, actitud típica del historicismo artístico decimonónico.
Cada edificio de la Exposición universal, sinécdoque de su respectiva cultu-
ra, “es la expresión, por medio de fábricas que se han alzado como por
capricho para que desaparezcan en un instante de medio año, de cuanto
puede el hombre de hoy, por la fantasía, por la ciencia y por el trabajo” (Da-
río, 1915: 22-23). Esta visión de la modernidad es típica de la flanerie del
periodismo de bulevar. ¿Por qué tanta dedicación a los espacios de ‘consu-
mo visual de la mercancía’? La razón estriba en las normas de las empresas
periodísticas. Ramos (2003: 150-151) señala que, a raíz de las exigencias
del periódico sobre el cronista, este último “será, sobre todo, un guía en el
cada vez más refinado y complejo mercado del lujo y bienes culturales,
contribuyendo a cristalizar una retórica del consumo y la publicidad.” La
estética de la ornamentación (los motivos orgánicos del art nouveau, el elo-
gio de la simbiosis entre belleza e industria), impera en la descripción
acumulativa del cronista, con el propósito de destacar el valor de la ‘abun-
dancia’: “Por todas partes hayan su gloria los ojos, con verdores de árboles,
gracia de líneas y de forma de brillo de metales, blancuras y oros de esta-
tuas, muros, domos, columnas, fino encanto de mosaicos, perspectivas de
jardines” (Darío, 1915:26-27).
Algunas crónicas de Peregrinaciones, más allá de la Exposición de 1900,
se dedican a la ciudad de París. En “Viejo París” (30.04.1900), Darío
393
describe tipos sociales callejeros (Darío, 1915: 38). En el artículo “La nueva
Jerusalem” (8.01.1901), describe la primera nevada de nuevo año mientras
pasea por el bulevar, camino del templo neocristiano de Swedenborg (Darío,
1915: 110-111), mientras que en “Noel parisiense” (26.12.1900), detalla el
torbellino de la vida parisina en Navidad, tanto en el espacio comercial
como en el criminal (Darío, 1915: 128-129).
394
verdes de sus ventanas, esas casas descuidadas, esos barrios sucios, nos dan
la impresión marcada de una higiene en olvido, de una aglomeración de
conventillos” (Darío, 1915: 178). Pisa (20.09.1900) es descrita como
pequeña ciudad provinciana, pintoresca, visitada por grupos de turistas:
“Ciudad abuela, cargada de siglos, que tiene su torre inclinada, como una
inmóvil rueca. El movimiento urbano es escaso.” (Darío, 1915: 187). Por lo
general, Darío describe las ciudades italianas como pobres, feas y, en
ocasiones, provincianas.
La monumentalidad de Roma (3.10.1900) prevalece sobre su pobreza y
decadencia: “La primera impresión es la de una ciudad triste, descuidada,
fea; pero todo lo borra la influencia del suelo sagrado, la evidencia de la
tierra gloriosa. En el viaje de la estación al hotel, á través de los vidrios del
ómnibus, aparecen, ante mis ojos deseosos, una y otra visión monumental”
(Darío, 1915: 216). Este deseo es el fervor de un creyente ante el ‘suelo
sagrado’. Antes de sumergirse en las calles, observa la ciudad como un
‘pleorama’ (como panorama pictórico móvil) que se despliega ante sus ojos
desde el ómnibus. Y, como todo turista, Darío contrasta las expectativas que
tenía de la ciudad con la observación directa del espacio físico: “El célebre
corso me sorprende por su modestia, exactamente como a Pedro Froment.”
(Darío, 1915: 216). Asimismo, como creyente de la religión del Arte, Darío
deplora la modernización de Roma: “[E]l pecado de querer convertir a
Roma en una capital moderna, no podría realizarse, so pena de padecer la
verdadera grandeza de la capital católica” (Darío, 1915: 216-217). Realiza
una descripción pormenorizada del Paseo El Pincio, que le permite divisar
la ciudad panorámicamente. La atención se concentra, como suele suceder
en la escritura de flâneur, en los demás paseantes, retratados como tipos
sociales: “El veraneo ha alejado a la sociedad capitolina. Se ve uno que otro
carruaje, pocos paseantes a pie” (Darío, 1915: 241).
Pero la mirada del cronista, que detenta una actitud preferentemente
turística, se concentra, más bien, en la Roma monumental. Darío explica un
proceso común típico del flâneur y del turista ante la observación de los
monumentos, como es el hecho de reflexionar sobre el paso del tiempo: “He
recordado, al contemplar la estatua de Marco Aurelio, la superstición
tradicional, he visto si el simulacro se va dorando más, y si llegará de nuevo
a ser todo áureo, y así la fin del mundo llegará con el de la villa ya no eterna
sino perecedera como toda obra del hombre” (Darío, 1915: 256). En este
caso se presenta la actitud rememorativa del flâneur: el espacio público
activa la memoria histórica del viajero.
395
Capítulo 4.
El flâneur y la flanerie en las crónicas modernistas
de Julián del Casal, Amado Nervo, José Martí,
Manuel Gutiérrez Nájera y Arturo Ambrogi
109
La crónica modernista cuenta con importantes precedentes, como Las conversaciones
del domingo (1868), de Justo Sierra, y Las crónicas de la semana (1869), de Ignacio Ma-
nuel Altamirano, como se encarga de señalar Martínez (1997: 209-210).
397
visuales (objetos) que la tienda ofrece –, rápidamente llega al agotamiento y
al silencio; seguidamente, se enumeran – metonímicamente – los objetos de
las tres partes de la tienda desde el hastío del consumo visual, consciente de
la devaluación que tienen estas mercancías de ‘lujo’ producidas industrial-
mente; finalmente, reclamado por la calle, y ante la mirada deseante de unos
niños pobres, el cronista toma conciencia del falso deslumbramiento produ-
cido previamente por el espacio comercial.
Es una de las escasas crónicas donde Casal asume la solución vana que,
para el desempeño del artista, supone el refugio en los espacios interiores.
Decimos esto porque, por lo general, en sus crónicas la calle es un espacio
moral y físicamente ‘sucio’ del que es necesario huir (de ahí que se ame a la
humanidad cuanto más lejos se esté de ella).
En Julián del Casal, el flâneur es decadentista. Se encuentra en el espacio
público, por lo general, en actitud de hastío. Así se autorretrata el cronista en
“Croquis femenino (Fragmentos), LXXIII”, ya mencionado en un capítulo
previo.
Aunque no tiene intereses definidos, el flâneur logra siempre observar
algún personaje capaz de asumir como objeto de la crónica y reconstruir,
por medio de su método deductivo, la historia y los sentimientos que se es-
conden tras la fachada del tipo social observado. En la mencionada “Croquis
femenino (Fragmentos)”, el narrador ve, tras las persianas de una sencilla
casa, a una figura femenina de dudosa vida a la que dice conocer. El modelo
es el poema en prosa “Las ventanas”, de Baudelaire. Una variante se en-
cuentra en otro “Croquis femenino, LXXXIII”. En este caso, el cronista
encuentra a la mujer en un carruaje: “Viéndola pasar, por nuestras calles
tumultuosas, reclinada muellemente sobre el cojín de raso negro, bordado de
oro, que se destaca en uno de los ángulos de su carruaje elegante, diríase que
es una Semíramis moderna derribada de su trono” (Casal, 2002: 207).
Interesa analizar el sustantivo del título de ambas crónicas, croquis, que
nos permite investigar las relaciones entre la pintura y la literatura, explora-
das por el modernismo latinoamericano. El croquis es un término que
guarda semejanzas estéticas y enunciativas con el de escena o cuadro. El
flâneur-escritor prepara croquis, esbozos, cuadros callejeros. El croquis
literario-periodístico, que se ocupa de la metamorfosis de las cosas exterio-
res, cumple la misma función en la representación de la modernidad urbana
que la definida por Baudelaire para el croquis de costumbres, en el ámbito
de las artes visuales, en el ensayo del mismo nombre de El pintor de la vida
moderna. También aparece un caso de paralelismo entre el lenguaje pictóri-
co y el literario en la crónica “Agua fuerte. Media noche”, donde se
describen los trabajos de eliminación de escombros y de recuperación de
398
cadáveres después de un incendio. El cronista, observador-testigo, se ocupa
de la tragedia desde el distanciamiento estético, como si describiera un tene-
broso aguafuerte.
Los espacios públicos también quedan representados en sendas crónicas
dedicadas a la Nochebuena y a la Navidad, acontecimientos también descri-
tos por Gutiérrez Nájera y por Martí. En “La Noche Buena”, Casal se ocupa
de los almacenes de comestibles y la algarabía de las calles. Como es habi-
tual, el centro de atención son los espectadores. El pueblo está formado por
multitudes de badauds que sólo se preocupan por recibir un estímulo que les
desvíe del tedio:
399
convirtió en alegoría de la ‘barbarie’ de los primeros años independientes
de las repúblicas latinoamericanas. Al igual que el escritor argentino, Casal
utiliza el procedimiento de la escena. Las actividades del barrio donde se
sitúa se describen desde el punto de vista de un observador distanciado físi-
ca y afectivamente de los acontecimientos. Además, exhibe el recorrido
como si un espectador describiera paulatinamente una pintura (se fragmenta
el espacio físico):
“Los transeúntes, calado el sombrero hasta las orejas, metidas las manos en
los bolsillos, alzado el cuello de terciopelo del gabán, son cada vez más ra-
ros. Ninguno se detiene un instante. Todos marchan deprisa, como si
temieran llegar tarde a una cita […] [El frío] [q]uiere penetrar a la fuerza en
todas partes. Pero se le da con la puerta en las narices. Entonces se queda so-
lo en las calles, haciéndonos desertar de ellas porque nos obliga a
refugiarnos en algún café, en algún salón o en algún teatro.” (Casal, 1964, II:
67).
400
lluvia nos liberta de muchas molestias que, al cabo del día, nos incapacitan
para muchas cosas. Mientras está cayendo no se escucha el tic-tac de los
relojes, ni el estrépito de los carretones, ni la voz de los billeteros, ni los
campanillazos de los ómnibus” (Casal, 2002: 194). Pero también el cronista
disfrutará ocasionalmente de la lluvia. Los transeúntes la desprecian porque
interfiere en sus actividades prácticas; el flâneur, en cambio, la elogia por-
que le permite reconfigurar la realidad desde su ideal, desde la imaginación
poética y la soledad (lejos de la multitud):
“¿Habrá noches más bellas que las noches lluviosas? Si se sale a la calle,
mientras se halla un coche, las gotas de agua que recibimos nos producen es-
tremecimientos voluptuosos; si se va al teatro, como hay poca gente, se oye
mejor a los actores… […] y si se mira al cielo, el disco amarillo de la luna
[…] semeja el rostro lívido de una belleza celosal.” (Casal, 2002: 195).
401
senciar. Había tanta gente como en noches anteriores.” (1964, II: 121-122).
Es decir, le repele el público. Por otra parte, sólo la necesidad de entregar
una crónica y de suponer una experiencia inédita le incita a visitar el Mata-
dero, en la crónica del mismo nombre, “[c]ansado de recorrer la población,
buscando algo nuevo que admirar” (Casal, 1964, II: 153). Estamos ante un
cambio de paradigma: por primera vez, el flâneur, en el decadentismo, en
lugar de sentirse atraído por el baño de multitudes, una de sus funciones
clásicas en la estética costumbrista e impresionista, preferirá el silencio, la
soledad y la reclusión.
402
XIX fuera un término empleado para tipificar las diversas variaciones en la
intensidad de la actividad pública diaria de las ciudades.
Las transformaciones del espacio arquitectónico siempre han interesado a
los escritores. Bécquer, por ejemplo, fue un gran defensor del patrimonio
arquitectónico. Baudelaire, asimismo, lamentó las reformas realizadas en
París por el Barón de Haussmann. No siempre sucede así. Algunos cronis-
tas, como Gutiérrez Nájera (véase el apartado correspondiente en este
mismo capítulo) respaldan la eliminación de los barrios antiguos por moti-
vos de higiene. Por su parte, Nervo, en la crónica sin título publicada en La
Semana (26 de junio de 1905), no lamenta el derribo de un convento que,
víctima de la desamortización, se había convertido en una cuadra. La hi-
giene –vinculada a la presencia de luz y aire fresco- es el principal motivo
de la defensa de las transformaciones urbanísticas liberales:
“La vieja calle de Santa Clara se moderniza a ojos vista y aquellos escarpa-
dos muros de tezontle, agujereados por algunas ventanas estrechas, eran un
adefesio. […] la ciudad moderna demanda su sitio, su espacio, el lugar que
le corresponde en estas perennes alternativas de la vida, y los muros secula-
res caen con ruido seco, y la luz impaciente se cuela por todas partes, con la
alegría de no encontrar ya aquellas piedras taimadas que por tanto tiempo le
estorbaron el paso…” (Nervo, 1971: 139).
403
“Noches blancas y días bermejos los que han matado al sueño”. A esta hora,
París llega a su único momento de reposo, cuando las últimas actividades
del día anterior han terminado y no han iniciado las más tempranas del día
siguiente. Por el contrario, el espacio público de Madrid, ciudad que excep-
cionalmente sale ganando al ser comparada con París, se encuentra en este
momento en plena actividad (el cronista generaliza para la totalidad de Ma-
drid sus observaciones de la Puerta del Sol):
“París tiene un momento de reposo […]/ Hay un instante, a eso de las tres de
la mañana, cuando los trasnochadores se acuestan y los madrugadores no se
levantan aún […]. /En Madrid no pasa esto. Madrid no se aletarga, no
dormita jamás. O es acaso como uno de esos gigantes de los cuentos, que
duermen con sólo un ojo./ A las tres de la mañana, el habitual escenario de la
Puerta del Sol está en plena animación.” (Nervo, 1971: 159-160).
404
ciudades (que a su vez nos recuerda la santa prostitución del alma de Bau-
delaire) y llevar en su espíritu algo del hombre de las multitudes del cuento
de Poe.
Londres es una ciudad monstruosa. El cronista no puede reconocer una
estructura definida de la metrópoli. Le hechiza, le asombra: la ignorancia y
la curiosiedad le incitan a conocer. Una fuerza insuperable le lleva a recorrer
las calles de la ciudad. El cronista declara que “con una especie de festina-
ción [es decir, andar con rapidez, a pequeños pasos] enfermiza, avanzo
derecho hacia las fauces del monstruo, ávido de que me mezca aquella irre-
sistible marejada del oleaje humano. Ando, ando y cuando ya he recorrido
algunas millas de aceras, voy a caer jadeante en una banca de la gran plaza
de Trafalgar” (Nervo, 1971: 198). Nervo no se identifica con el narrador del
cuento de Poe, que es un flâneur reflexivo, sino con el hombre de la multi-
tud, que es un badaud o mirón. De hecho, el cuento de Poe tematiza un
problema que se le plantea muchas veces al flâneur: cuando queda deslum-
brado por la multitud y el poder de atracción del espectáculo humano, puede
perder su capacidad reflexiva y convertirse en un simple espectador extasia-
do por los signos urbanos. El flâneur que experimenta el baño de multitudes
(‘la marejada del oleaje humano’) y queda atraído por el espacio público se
convierte en badaud si pierde sus capacidades interpretativas. Por lo demás,
aparece en esta crónica la metáfora del hervidero “calles donde hierve la
actividad de millones de existencias” (Nervo, 1971: 198), una de las nume-
rosas pertenecientes al paradigma contenedor-contenido (este último, en
ebullición), muy común en la literatura urbana, para referirse a la conviven-
cia cotidiana.
Todos los cronistas hispanoamericanos se ocuparon de retratar el mundo
de las grandes exposiciones. En “Los mexicanos y el cosmopolitismo”, al
igual que Rubén Darío, Nervo se ocupó de elogiar, como escaparate del
progreso, la vida desbordante ofrecida en la Exposición de París de 1900:
“Del caos de edificios en construcción, ha surgido ya un conjunto harmonio-
so” (Nervo, 1971: 222-223).
En la crónica “Por las tierras de Castilla”, en la sección “En Ávila”, el
cronista emprende una flanerie que le sirve para elaborar una representación
literaria de la ciudad, interpretada en función de la imagen que tiene de San-
ta Teresa de Jesús. Su visita a la ciudad forma parte del turismo cultural:
busca ‘reconocer’ un conocimiento previo adquirido en los libros. La flane-
rie, el perderse en las calles sin rumbo fijo, queda al servicio del
reconocimiento de sus expectativas culturales: “Nada distrae, pues, al pen-
samiento, de la evocación piadosa de la santa, y yo, la noche primera de mi
llegada, me pierdo en el laberinto de callejuelas, camino a lo largo de las
405
murallas, entro y salto por esas enormes puertas” (Nervo, 1971: 235). Este
es un tipo de flanerie que también encontramos en bastantes ocasiones en
Gómez Carrillo: se emprende con el objetivo de confirmar las expectativas
previas del viajero. Tiene lugar cuando visita países europeos mediterráneos
y árabes. No es empleado por Nervo, Darío o Gómez Carrillo en sus cróni-
cas del norte de Europa.
Las marcas ‘nimias’ del espacio público, indicadoras de la temporalidad
urbana, interesan al flâneur, como en “Terrazas de quita y pon”, dedicada a
la apertura de las terrazas, con la llegada de la primavera, y a su cierre, con
la entrada del invierno: “Abril trajo las terrazas, esas simpáticas terrazas de
quita y pon de la calle de Alcalá, que añaden una viva y alegre nota nueva al
perenne bullicio de la arteria principal de Madrid.” (Nervo, 1946: 36).
“Nuestros hermanos los pobres” es una crónica de título irónico sobre los
mendigos que un flâneur se puede encontrar en la calle, un ejemplo más de
la actitud ‘aristocrática’ y tradicionalista del periodista de bulevar, que tam-
bién identificamos en Casal: “No se puede salir de casa, ni dar un paso en la
calle, ni detenerse en un aparador, sin que nuestros hermanos los pobres se
confabulen para acosarnos, para asediarnos, para cercarnos.” (Nervo, 1946:
57). La mirada despreciativa hacia el mendigo se aleja de la mirada empáti-
ca hacia la Otredad marginal. El cronista considera que los pobres son
numerosos en las calles madrileñas, al igual que en México, por el “horror al
trabajo, que es ya casi ‘medular’ en nuestro pueblo […] el madrileño, como
el mexicano […], protege la mendicidad callejera, prodigando sus ‘perras’
en las calles y en los cafés.” (Nervo, 1946: 50). Estamos lejos de la alegori-
zación del trapero como alter ego del intelectual que se siente marginado en
la sociedad burguesa. Nervo escribe desde la actitud elitista de desprecio
liberal hacia los sectores improductivos.
Diferente valoración le merece al cronista la figura de un místico en me-
dio de un bulevar parisino en la escena urbana “El enlutado que reza”: “Un
hombre alto, muy moreno, de recio bigote entrecano, cortado a la inglesa,
vestido de negro, se pasea lentamente por el bulevar, a la hora febril en que
el tráfico y el movimiento vespertinos llegan a su colmo.” (Nervo, 1946:
91). Esta es una figura que, al desafiar las burlas de la multitud, merece su
más alto respeto. A diferencia del anterior, este es un caso de estetización de
la Otredad urbana, con la que se identifica el intelectual en su rechazo de los
valores materialistas burgueses (el tráfico).
406
3. La flanerie en José Martí: elogio de la democracia estadounidense y
crítica de su proyecto modernizador
Publicadas en diversos periódicos, las crónicas de José Martí (1853-
1895) han sido organizadas según el criterio geográfico bajo el título de Es-
cenas norteamericanas, Escenas mexicanas y Escenas europeas110.
Publicadas en las dos últimas décadas del siglo XIX, las Escenas norteame-
ricanas (1881-1892) forman parte de nuestro corpus.
Las crónicas de Martí han recibido cierta atención crítica. Araya (2003:
1786-7) establece una clasificación temática de las Escenas norteamerica-
nas (292 en total, publicadas entre 1880 y 1892) y distingue las vinculadas a
los acontecimientos sociales y la vida metropolitana (inauguraciones, expo-
siciones, bailes), donde se describe la modernidad estadounidense (113
crónicas); a la vida política (82 crónicas); a procesos sociales como son los
movimientos abolicionistas, el sufragio femenino, la inmigración, el movi-
miento obrero o la situación de indígenas y negros (42 crónicas); a la
política exterior estadounidense (31 crónicas); y al arte y la literatura (24
crónicas). La mayor parte de los casos de flanerie o callejeo urbano apare-
cen en textos pertenecientes a la primera categoría temática.
Por su parte, Ramos (2003: 263-270) considera que la crítica de la mo-
dernización, el principal problema debatido por Martí, le permite justificar
sus funciones sociales como periodista en el interior de la nueva división del
trabajo intelectual que la misma modernidad incentiva; se produce, así, la
situación paradójica de ver al cronista reclamar un papel autónomo y distan-
ciado, como intelectual, que le permita evaluar los procesos sociales, cuando
al mismo tiempo lo vemos convertido en un agente intelectual especializa-
do, como periodista, de los procesos de especialización, racionalización,
emprendidos por la modernidad.
Las crónicas de Martí también han sido investigadas por Bremer
(1994:116-128), en su caso desde los conceptos de velocidad y dinamismo,
típicos de la representación de la modernidad. Matzat (1994: 197-209), por
su parte, ha analizado la imagen de México en las Escenas mexicanas: con-
sidera que la apreciación de los acontecimientos mexicanos en Martí está
mediada por una concepción liberal del progreso. Sirkó (1975: 62-67) anali-
za los principales recursos estilísticos utilizados por Martí en algunas de sus
crónicas europeas. Cuvardic (2009) ha investigado las crónicas sobre desas-
110
Martí publicó sus crónicas en periódicos como La Opinión Nacional, de Caracas, desde
1881 a 1882; La Nación, de Buenos Aires, desde 1882 a 1892, o El Partido Liberal, de
México.
407
tres naturales “El terremoto de Charleston” y “Nueva York bajo la nieve”
desde la narratología y la estilística y concluye que, más de cien años des-
pués, la representación informativa de estos acontecimientos emplea los
mismos procedimientos discursivos. Rotker (2005: 176-186) analiza la utili-
zación de la retórica de lo sublime en Martí al retratar las personalidades y
acontecimientos estadounidenses. El elogio de esta Nación necesitaba, con-
comitantemente, el estilo más pertinente para ello. Gomáriz (2003: 85-94)
analiza la ciudad en la poesía de Martí, aspecto poco trabajado, dado que el
tema urbano se ha enfocado, más que todo, en sus colaboraciones periodísti-
cas. De la crónica sobre la inauguración de la Estatua de la Libertad, destaca
Olivio Jiménez (1993: 206-221) la intención de Martí de abarcar panorámi-
camente el entusiasmo colectivo de los ciudadanos ante este acontecimiento
(del que participa el sentimiento exaltado del cronista, que se integra plena-
mente en las celebraciones), así como su objetivo de elogiar a las
individualidades que hicieron posible la Independencia y la celebración de
su centenario (Bartholdi, Washington, el marqués de Lafayette). Cortés-
Rocca (2009: 154) aprecia el papel de testigo observador de los aconteci-
mientos en las crónicas de Martí y lo relaciona con su proyecto ideológico
latinoamericano: “[O]bservar, testimoniar, escribir y traducir una cultura
ajena. […] toma las notas necesarias para desplegar el proyecto de moderni-
zación deseada para Latinoamérica.” Aquí aparece el papel de flâneur del
periodista, aunque no lo mencione Cortés-Rocca. Julio Ramos precisa este
proyecto al estudiar algunas de sus crónicas, como “Coney Island” o “El
puente de Brooklyn”. Considera que ofrecen una reflexión del intelectual
latinoamericano en defensa de los valores estéticos de América Latina,
frente al materialismo norteamericano:
408
va por las calles.” (Martí, 2003: 1748). Es decir, la flanerie permite conocer
la esencia de una sociedad y una nación, su ‘alma nacional’111.
Martí distingue en diferentes crónicas entre el materialismo y la raciona-
lidad de la cultura norteamericana y la espiritualidad de la latinoamericana,
entre el Ellos y el Nosotros. Lagmanovich (2003: 1851) destaca que para
todo periodista que describa una realidad que no es la suya, es inevitable que
su escritura tematice la diferencia, el enfrentamiento entre el aquí y el allá.
Un ejemplo se encuentra en el siguiente extracto de Impresiones de América
“(Por un español muy fresco) I”, texto escrito poco después de su llegada a
Estados Unidos, donde habla de las impresiones – serie de sensaciones vi-
suales y auditivas, sobre todo – que percibe, y donde encontramos la
distinción identitaria entre el pueblo anglosajón y el latino, presente, asi-
mismo, en otros cronistas:
111
De hecho, detalla algunas de sus observaciones: “¿Qué veo? Una niña de siete años va a
la escuela. […] Fui a la parte baja de la ciudad en el tren elevado.” (Martí, 2003: 1749). El
escritor extranjero asume una actitud curiosa, y por lo tanto reflexiva, ante la sociedad que
desea conocer.
409
América”, ya mencionada, la percepción visual del observador se expresa
mediante este último término (otros escritores, como Gómez Carrillo o
Ambrogi, utilizan el de sensaciones). El cronista considera que sus
impresiones (a pesar de la connotación de superficialidad semántica que
pueda tener el término) se caracterizan por ofrecer una radiografía verídica y
representativa del ‘alma’ del pueblo estadounidense.
También Martí participa en la descripción del espacio público callejero
neoyorkino en “Un día en Nueva York”, donde incorpora la construcción de
un Ellos (los anglosajones) materialista. La crónica inicia con el amanecer,
que ya supone un movimiento, acelerado en la tradición de las sinfonías
urbanas. Es clara la intención de compendiar las actividades más represen-
tativas que la Babilonia anglosajona realiza a lo largo del día:
“¡Un día en Nueva York! Amanece y ya es fragor. Sacan chispas de las pie-
dras los carros que van dejando a la puerta de cada sótano el pan y la leche.
La campanilla anuncia que el repartidor ha dejado el diario en la caja de las
cartas. Bajan los ferrocarriles aéreos, llamando al trabajo. Los acomodados
salen de la casa […] Los pobres van en hilera […] Y debajo de la ciudad la
vida ruge: se atropella la gente; los carros, como en las batallas épicas, se
traban por las ruedas: sube por el aire seco un ruido de cascada. […] Llega el
mísero a su despacho luminoso […] y se dispara un tiro. […] La gente se en-
coge de hombros: ¡una bestia menos! Y el día sigue su curso” (Martí, 2003:
1124-5).
410
reflexivamente del acontecimiento. En todo caso, la asunción del papel del
flâneur que observa a los espectadores es más clara en la siguiente cita de
“Fiestas de la Estatua de la Libertad”: “Sigamos, sigamos por las calles a la
muchedumbre que de todas partes acude y las llena” (Martí, 2003: 761).
La representación de la ciudad a partir del callejeo aparece en algunas
crónicas de las Escenas norteamericanas, escritas entre 1880 y 1890, en las
que asume una posición ideológicamente crítica con el progreso norteameri-
cano. No son simples vitrinas donde el lector consuma o visualice los
paradigmas de la modernidad. No es el flâneur que disfruta de la ciudad
como si fuera un gran almacén de novedades (más ligada, por ejemplo, con
Enrique Gómez Carrillo), sino el que denuncia, por ejemplo, la pobreza de
las zonas urbanas marginadas.
La multitud es, en Martí, símbolo de la pujanza económica de Estados
Unidos y del civismo de sus ciudadanos. En la “Carta de Nueva York”, fe-
chada el 24 de diciembre de 1881, declara: “¡Qué multitudes! […] Afluyen
en las calles, como ríos, procesiones de paseantes” (Martí, 2003: 128). En
esta crónica, como en muchas otras, Martí describe rápidamente diversos
tipos humanos neoyorkinos, en concomitancia con la velocidad de los acon-
tecimientos representados. Asimismo, en “Inauguración”, antes de los actos
de investidura del nuevo presidente norteamericano, Cleveland, describe y
evalúa a los espectadores (‘el público es el espectáculo’, procedimiento típi-
co de la flanerie): “Doscientos mil forasteros han llegado a Washington para
las ceremonias de la inauguración.” (Martí, 2003: 1188); “Los trenes llegan,
con una bandera en cada ventanilla, con su carga de californianos…” (Martí,
2003: 1188); “Ya a las ocho era Washington como una masa viva. […] la
muchedumbre, con el agua corriéndole por el cuello, invade los peldaños en
la avenida, vaga alrededor de los estrados vacíos” (Martí, 2003: 1189). La
pobreza de la multitud, para remarcar la otra cara del progreso y la demo-
cracia, también recibe atención: “Allá afuera, por entre líos de negros,
acurrucados en los quicios, halla el cuerpo la procesión de los míseros, co-
mo los paraguas inútiles a rastras.” (Martí, 2003: 1188).
Una crónica que adopta la perspectiva enunciativa del flâneur, y a la vez
una de las más conocidas de Martí, es la ya mencionada “Fiestas de la Esta-
tua de la Libertad”. Tras el panegírico que lanza hacia la libertad como valor
democrático podemos identificar el punto de vista de un intelectual que an-
hela fervorosamente la independencia cubana. Desde la perspectiva del
testigo observador, la mayor parte de la crónica se dedica a describir el pro-
tocolo del acto de inauguración de la estatua: los discursos de los políticos y
del escultor; los desfiles de los soldados; el momento culminante de la deve-
lación de la estatua, la multitud… Inmerso en esta última, Martí, en su
411
condición de emigrante, presta mucha atención a la alegría que muestra el
pueblo norteamericano por vivir en libertad: “[L]os hombres pasmados de
su pequeñez, se miraban al pie del pedestal, como si hubieran caído de su
propia altura […] el grito, fortalecido, cubría el aire: la estatua, allá en las
nubes, aparecía como una madre inmensa.” (Martí, 2003 : 762). Abandona
el papel de testigo afectivamente distanciado y se integra en la multitud,
actitud poco común en sus crónicas.
También asume el punto de vista del observador presencial en “El puente
de Brooklyn”, dedicada a la inauguración de esta vía de transporte, uno de
los símbolos de la modernidad tecnológica en Estados Unidos a finales del
siglo XIX. Ramos (2003: 210), además de identificar procedimientos de
estilización añadidos al discurso referencial tecnológico (la descripción del
puente, que ocupa la mayor parte del texto), logra ver la importancia de la
retórica del paseo, sobre todo al quedar enmarcada la narración con elemen-
tos de la guía turística. Cortés-Rocca (2009: 154) se equivoca cuando señala
que la mirada del enunciador en esta crónica no corresponde a la del flâneur
(como propone Ramos), al considerar que no es un paseo azaroso, sino la
del cronista asalariado. Utiliza una definición muy restringida de esta figura.
Olvida que ya desde la década de 1830 se asocia la flanerie con la práctica
periodística (desde Balzac), cuyo objetivo se encuentra predefinido, aunque
la trayectoria no lo esté. El procedimiento enunciativo conocido como noso-
tros inclusivo, permite incorporar al lector como testigo virtual que se hará
una imagen mental de este último acontecimiento: “De la mano tomamos a
los lectores de La América, y los traemos a ver de cerca […] este puente
colgante.” (Martí, 2003: 269). También guía al lector en el momento de pa-
gar el pasaje y entrar al puente: “Llamemos a las puertas de la estación de
New York. Millares de hombres, agolpados a la puerta central nos impiden
el paso.” (Martí, 2003: 270). Los ojos del cronista se concentran en la multi-
tud, compuesta más que todo por emigrantes. Ramos (2003: 210) explica el
uso de este procedimiento: “La crónica martiana escenifica los mecanismos
productores de la ilusión de presencia. Presupone, en ese sentido, las con-
venciones del discurso referencial.” La funcionalidad de la enunciación del
flâneur es persuadir al lector latinoamericano de la referencialidad del texto.
La interpelación al lector latinoamericano es utilizada durante la descripción
de una obra humana caracterizada por la sublimidad, como en “Fiestas de la
Estatua de la Libertad”. El cronista realiza una descripción del puente en
términos de ‘maravilla’ de la ingeniería, con el objetivo de demostrar la ma-
gnitud que ha alcanzado el progreso estadounidense: “Levanten con los ojos
los lectores de La América las grandes fábricas de amarre que rematan el
puente de un lado a otro.” (en cursiva en el original) (Martí, 2003: 272).
412
Martí describe en numerosas crónicas sobre esta pujanza del desarrollo in-
dustrial y tecnológico estadounidense112. La fuerza del progreso también
encuentra un símbolo representativo, por ejemplo, en el metro de Nueva
York y su valor paradigmático, la velocidad. La crónica “Ferrocarriles ele-
vados” representa esta experiencia: “Y vuela el tren, escupiendo y
retemblando: a tragos enormes se sorbe las calles: siete pisos tiene esa casa
que no llega con el tope al borde de los rieles” (Martí, 2003: 1046).
Frente al desarrollo económico de Estados Unidos, Martí también destaca
su contrapartida, la miseria. En “Por la bahía de Nueva York”, describe có-
mo transcurre el verano para los pobres de Nueva York. Justifica la
descripción de la miseria apelando al sentido de empatía; el ser humano se
degrada “cuando no templa de vez en cuando el amor exclusivo a su bienes-
tar con el espectáculo de la desdicha ajena.” (Martí, 2003: 1085). Describe
cómo los obreros exhaustos procuran combatir el calor en los tejados de los
edificios, mientras los niños se tienden de bruces en las baldosas y las ma-
dres exangües se ubican al pie de un árbol o en los peldaños de una
escalinata; por último, se detiene a describir una excursión de niños pobres a
la orilla del mar, patrocinada por organizaciones caritativas (Martí, 2003 :
1084-5). En “Impresiones de América (Por un español muy fresco) III”, el
sufrimiento de la miseria también obtiene la empatía del cronista durante un
paseo nocturno, en términos baudelaireanos, ante una ciudad máquina que
todo lo devora:
“Los placeres de las ciudades comienzan para mí cuando los motivos que les
producen placer a los demás se van desvaneciendo. El verdadero día para mi
alma amanece en medio de la noche. Mientras hacía anoche mi paseo noc-
turno usual muchas escenas lastimosas me causaron impresión penosa. Un
anciano […] se pasea silenciosamente debajo de un árbol callejero. Sus ojos,
fijos sobre las personas que pasaban, estaban cuajados de lágrimas […] Una
pobre mujer estaba arrodillada sobre la acera […] Pasé por Madison Square,
y vi a cien hombres robustos padeciendo evidentemente las angustias de la
miseria” (Martí, 2003: 1750).
Los problemas sociales son planteados con regularidad por Martí. Rodrí-
guez (2003) destaca que las luchas entre capitalistas y obreros, y
particularmente las huelgas, ocuparon a Martí en diversas crónicas. Es el
112
Martin y Martin (2003) resumen las transformaciones económicas y sociales que expe-
rimentó el Estados Unidos en el que vivió Martí, representadas en numerosas crónicas
dedicadas al progreso tecnológico e industrial y a las problemáticas sociales.
413
caso, por ejemplo, de La revolución del trabajo, que concluye con la escena
de una huelga.
“Coney Island” es una crónica dedicada a describir el ímpetu de este úl-
timo espacio como popular centro de veraneo de los estadounidenses. Martí
utiliza sus clásicas reflexiones sobre la cultura norteamericana y, por
contraposición, sobre la latinoamericana. Ramos (2003: 255-7) considera
que esta crónica es una de las primeras críticas latinoamericanas a la indus-
tria cultural; Martí, como crítico defensor de la alta cultura, operaría con un
concepto de cultura como defensa de los valores espirituales, frente a los
mercantiles113. Creo, por el contrario, que Martí desarrolla un movimiento
pendular de atracción y rechazo hacia las modalidades de ocio popular esta-
dounidense. En el pensador cubano se presenta la dialéctica, común en
diversas crónicas, entre el elogio de la pujanza económica de un pueblo em-
prendedor y, al mismo tiempo, la crítica de su excesivo utilitarismo y la
denuncia de la miseria y la soledad. Consideremos un caso de movimiento
dialéctico. En “Coney Island”, el cronista primero se ocupa de los visitantes
latinoamericanos a este centro de ocio, “que por mucho que las primeras
impresiones hayan halagado sus sentidos, enamorado sus ojos, deslumbrado
y ofuscado su razón, la angustia de la soledad los posee al fin, la nostalgia
de un mundo espiritual superior los invade y aflige” (Martí, 2003: 84). In-
mediatamente deja atrás estas reflexiones y pasa a describir su asombro ante
la industria del ocio: “Pero, ¡qué ir y venir! ¡qué correr del dinero! ¡qué faci-
lidades para todo goce! ¡qué absoluta ausencia de toda tristeza o pobreza
visibles!” (Martí, 2003: 84-5). Aunque el yo enunciativo también es un es-
pectador latinoamericano que observa cómo se oculta la pobreza
premeditadamente al recibir al visitante, por otra parte no puede dejar de
quedar seducido por esta esfera de actividad lúdica. Y si bien prosigue la
descripción elogiosa de este lugar – “Mas no hay en ciudad alguna panora-
ma más espléndido que el de aquella playa de Cable, en las horas de la
noche” (en cursiva en el original) (Martí, 2003: 85), se desprende del final
de la crónica una evaluación crítica de este espacio como lugar espiritual-
mente vacío que no logra hacer olvidar al típico neoyorkino su espacio
complementario, la ciudad que, con la maquinaria implacable del trabajo, le
terminará por devorar: “hasta que llegadas ya las horas de la vuelta, como
monstruo que vaciase toda su entraña en las fauces hambrientas de otro
monstruo, aquella muchedumbre colosal, estrujada y compacta se agolpa a
113
Aunque su aserción es acertada, Ramos no utiliza el mejor ejemplo al ejemplificar la
crítica del arte incorporado al mercado, ya que describe los espectáculos de una feria en
“Coney Island”. No son ejemplo de arte mercantilizado.
414
las entradas de los trenes que repletos de ella, gimen, como cansados de su
peso, en su carrera por la soledad que van salvando” (Martí, 2003: 86). Es la
imagen de la ciudad industrial que devora a sus obreros, que también apa-
rece en una escena de Metrópolis, de Fritz Lang, bajo la figura del dios-
máquina Moloch, de origen fenicio.
Una escena descrita desde el distanciamiento del flâneur, en su función
de testigo, es “Un funeral chino: los chinos en Nueva York”. El cronista
describe como observador el funeral, actitud que incluso expone al inicio del
texto: “Hoy hay música extraña, la música de los funerales de Li In Du.
Vamos, con Nueva York curiosa, a oírla.” (Martí, 2003: 1141). El vamos se
refiere a un ‘nosotros’ occidental, incluidos los lectores, que se acerca al
Otro oriental con curiosidad, con ‘sed’ de conocimiento. Morán (2005: 399-
406) ha analizado esta crónica desde el orientalismo e identifica dos imáge-
nes de China: la heroica que lucha contra el imperialismo (al describir los
funerales del general Li In Du) y la moralmente depravada (en la descrip-
ción racista, de orientación taxonómica, de los chinos de la calle Mott).
Otras crónicas que asumen el punto de vista del observador en espacios pú-
blicos, en las que no es necesario detenerse, son “Un gran baile en Nueva
York”, “Cómo se crea un pueblo nuevo en los Estados Unidos”, o “¡Magní-
fico espectáculo!”, sobre el circo de Bufalo Bill.
Cabe destacar, por último, que son numerosas, además de las ya señala-
das, las crónicas urbanas donde se mencionan rápidamente los tipos sociales
de los espacios públicos estadounidenses, principalmente de los neoyorki-
nos. Por poner un solo ejemplo, en “El puente de Brooklyn”, el cronista
singulariza, entre la multitud, a hebreos, irlandeses, escoceses, rusos, norue-
gos, japoneses, chinos, policías, mozos, damas (Martí, 2003: 269-270). La
intención de Martí es perfilar los tipos sociales característicos de EE.UU.,
incluidos los inmigrantes.
415
1895. Son conocidos sus pseudónimos, herencia del periodismo costumbris-
ta: Puck, Monsieur Can-Can, Recamier y, sobre todo, El Duque Job.
En ocasiones Gutiérrez Nájera reescribió sus crónicas, publicadas en pe-
riódicos114, para convertirlas en cuentos. Avilés (2006: 114) analiza los
procedimientos utilizados en esta reescritura: eliminación de algunas marcas
referenciales (fechas precisas, nombres de personas reales, acontecimientos
relevantes de la época), sustitución de palabras de uso cotidiano por un léxi-
co más estilizado, empleo de la adjetivación y, por último, utilización de un
contrato de lectura diferente, que distingue entre información y entreteni-
miento. Pero en términos estrictamente enunciativos y referenciales (en el
marco de la representación de la ciudad), tanto las escenas de los cuentos
como las procedentes de las crónicas emplean los mismos procedimientos
discursivos. En este sentido, al identificar la flanerie en la escritura de Gu-
tiérrez Nájera, utilizaremos ejemplos procedentes de estos dos géneros.
Lo más típico en las crónicas urbanas del escritor mexicano es el elogio
de la modernidad social, cultural y económica, con el desarrollo del comer-
cio, la promoción de la higiene (tanto en términos sanitarios como morales),
los medios de transporte y comunicación, la luz eléctrica y la creación de
bulevares. Complementariamente se presenta la domesticación, omisión o
rechazo de la Otredad urbana, como también sucede con Casal y Gómez
Carrillo.
La crónica “El progreso y el teatro” es paradigmática del elogio de la
modernidad importada, definida a partir del espacio público. El principal
valor positivo que se desprende de este tipo de evaluaciones es la velocidad
del cambio social, del progreso:
416
tores, burgueses que tienen tiempo libre, para que emprendan la misma acti-
vidad: “Pasead a esas horas por la Calzada de la Reforma, si no podéis
alejaros más de la ciudad. ¿No habéis observado cómo las ciudades marchan
rumbo a Occidente?” (Gutiérrez Nájera, 1940: 84-5). Esta pregunta retórica
supone el inicio de la segunda parte de la crónica, dedicada a elogiar la mo-
dernidad cultural de la sección occidental de la capital mexicana y a
repudiar el tradicionalismo en el que vive la sección oriental, anclada en la
Colonia. Termina con un panegírico de la Calzada de la Reforma, recorrida
por diplomáticos, amazonas, comerciantes extranjeros o nobles perros de
casas ricas: “Por las tardes, esa pequeña faja trazada por el café de Zepeda,
parece como desprendida de parisiense boulevard.” (en cursiva en el origi-
nal). (Gutiérrez Nájera, 1940: 87). Este texto no es sino el elogio de un
estilo de vida chic, aquel que disfrutan los lectores que leen su crónica. Es la
misma modernidad que retrató en Manet en cuadros como El concierto en
las Tullerías.
Gutiérrez Nájera asume claramente una mirada burguesa, como ocurre en
“El ejército de vagabundos”, sobre una marcha de desocupados dirigida por
EE.UU. por el político Jacob S. Coxey en 1984, y que comprende como
Otredad amenazante: “[E]l avance lento, seguro, callado de ese gran hipopó-
tamo, ha ido preocupando las imaginaciones. El ejército crece e invade,
como la marea al subir. […] No es un ejército, es una manada. […] Mañana
tal vez les habremos olvidado. Pero es un símbolo del que marcha en la
sombra y va engrosando y llega a las puertas de nuestras civilizaciones.”
(Gutiérrez Nájera, 1974: 191-194). Tal rechazo tiene ante el ‘pueblo’, que
siente la necesidad de excusarse ante su público lector, en la crónica “Los
toros de noche”, por asistir al espectáculo de una corrida nocturna: “Tendré
la franqueza de confesarlo: fui a los toros. ¡Ya he escrito estas palabras y no
las retiro! No quiero pasar por hipócrita: con insolencia, con absoluta des-
vergüenza, lo confieso: ¡fui a los toros!” (Gutiérrez Nájera, 1940: 89).
Recordemos la aparición de la misma actitud del enunciador en la crónica de
Casal, “El circo oriental”, donde se disculpa ante los lectores por negarse a
describir la función, repelido por la muchedumbre y la sociedad. Transcri-
bimos la llegada al espectáculo en la crónica de Gutiérrez Nájera:
417
ola salían clamores de océano, cinco mil gritos que se magullaban en el aire”
(Gutiérrez Nájera, 1940: 92)
418
traéis a mi memoria! […] Yo he recorrido, pensando en esas alegrías, las
tiendas y barracas en que se venden objetos para el Nacimiento.” (Gutiérrez
Nájera, 1940: 81). Más centrado en los comercios es el cuento “Las misas
de navidad”. El flâneur observa las barracas de la Plaza Principal. Se aprecia
su despectiva visión aristocrática hacia la multitud: “Las barracas esparcidas
miserablemente en la Plaza Principal han estado esta tarde más animadas
que nunca. […] A trechos, rompiendo la monotonía de aquella masa huma-
na vestida de guiñapos, asoma una coraza aristocrática y un sombrero a la
Devonshire” (Gutiérrez Nájera, 1983: 487). De hecho, su atención queda
atrapada, en este desplazamiento metonímico, por el lujo vestimentario de
una flaneuse burguesa, tan apreciado por este escritor, que visita el lugar.
Más adelante, la descripción se concentra en los transeúntes, en los badauds,
y en las mercancías navideñas (las velas, los juguetes, los obsequios): “Igual
animación reina en las calles […] Apenas es posible transitar por las aceras
[…] Junto al cristal de cada aparador se agrupan los curiosos transeúntes”
(Gutiérrez Nájera, 1983: 488).
En el cuento “En la calle” (reelaboración de las crónicas “En las carre-
ras” y “Crónicas de las carreras”) el protagonista callejea por barrios no
familiares para el paseante burgués y pequeñoburgués. En cierto momento,
su mirada se detiene en un edificio. Cerca del balcón se encuentra una mujer
tísica. Puede compararse la situación descrita en esta escena con la ofrecida
por diversos cuadros de las pintoras impresionistas (Berthe Morisot, Mary
Cassatt) donde, desde una mirada situada en el interior hogareño, aparecen
personajes femeninos recluidos que observan el espacio público con anhelo
o nostalgia desde una ventana. En este caso, el punto de vista, a diferencia
de la pintura, es externo y masculino: el hombre observa desde la calle a la
mujer. También guarda una relación directa con “Croquis femenino (Frag-
mentos)”, de Casal, y con “Las ventanas”, de Baudelaire.
En su trayectoria, con ocasión del paso de unos carruajes ocupados por
damas, el enunciador percibe en el cuento mencionado fragmentos de reali-
dad, sinécdoques, shocks visuales, acontecimientos fugitivos que intenta
fijar: “Esto es: vida que pasa, se arremolina, bulle, hierve; bocas que son-
ríen, ojos que besan con la mirada, plumas, sedas, encajes blancos y
pestañas negras” (la cursiva es añadida) (Gutiérrez Nájera, 1983: 186). La
estética del shock visual, que posteriormente será típica de las vanguardias,
queda prefigurada en representaciones urbanas previas modernistas y cos-
tumbristas. Lo más representativo de la ciudad queda retratado por medio de
sinécdoques: ruidos y voces, bocas, ojos, vestidos lujosos (plumas, sedas,
encajes), maquillaje (pestañas negras). Más que todo, son sinécdoques de la
belleza de la mujer burguesa, a la que Gutiérrez Nájera siempre rindió plei-
419
tesía. Gutiérrez Nájera no se ocupa del espectáculo de las cosas (con excep-
ción de algún cuento que sitúa en un comercio, como en Historia de un
paraguas), sino del espectáculo de la vida, desde una ideología que otorga
una valencia positiva al progreso industrial y urbano, tal como se manifiesta
en las prácticas públicas de la sociabilidad burguesa (paseos en parques,
transeúntes en avenidas), como contrapartida de la ideología de las ciudades
muertas.
Otro cuento que describe la actividad visual y auditiva del flâneur es
“Una cita”, que Jofre (2002: 131) y Ramos (2003: 172) asocian a la actitud
del voyeur. El enunciador confiesa al inicio del cuento: “Acostumbro en las
mañanas pasearme por las calzadas de los alrededores y por el bosque de
Chaputepec. El sitio predilecto de los enamorados./ Esto me ha proporcio-
nado ser testigo involuntario de más de una cita amorosa.” (361). En su
actitud voyeur, llega a conocer una historia:
116
El formalismo ruso consideraría esta técnica de extrañamiento (que la narración se foca-
lice desde el punto de vista de alguien o algo distanciado de los acontecimientos o marginal
respecto del mundo representado, en este caso un paraguas) como el principal procedimien-
to que otorga a este cuento su carga de literariedad.
420
este objeto no es un flâneur extranjero o pueblerino que se asombre del bul-
licio urbano, comparte, en todo caso, la perspectiva reflexiva, distanciada,
de esta última figura urbana. Su dueño visita una peluquería y asiste al tea-
tro. Esta es una ocasión para realizar una crítica teatral: “No hay remedio.
He caído en una ciudad que se fastidia y voy a aburrirme soberanamente. No
hay remedio” (Gutiérrez Nájera, 1983: 247). Otra vez en la calle, como un
transeúnte más, maltratado por su dueño y anhelante de la comodidad del
hogar, echa de menos su vida en el interior comercial: “No tardé mucho en
recibir nuevos descalabros, ni en sentir, por primera vez, la humedad de la
lluvia. Los paraguas no vemos el cielo sino cubierto y oscurecido por las
nubes […] Eché de menos la antigua monotonía de mi existencia; la calma
de los baúles y anaqueles; el bullicio de la tienda y el abrigo caliente de mi
funda” (Gutiérrez Nájera, 1983: 247). La flanerie del dueño prosigue. El
paraguas narra el movimiento de una estación de ferrocarril e individualiza
tipos sociales entre la multitud de viajeros, sobre todo parejas de enamora-
dos (Gutiérrez Nájera, 1983: 249-50). De nuevo, como en otros cuentos y
crónicas de Gutiérrez Nájera, la multitud es objeto de rechazo, aunque en
esta ocasión se utiliza a un paraguas como voz enunciativa.
Salvador Jofre (2002: 126) afirma que en algunas crónicas de Gutiérrez
Nájera los enunciadores comprenden la ciudad desde la metáfora de la selva.
Precisamente una de las metáforas maestras para comprender la ciudad en
los dos últimos siglos ha sido la ciudad-jungla (Langer, 1984). Considero
que en Gutiérrez Nájera conviven la ciudad selva y la ciudad organismo:
más allá de los espacios seguros para el burgués (parques, bulevares), la
ciudad es, sobre todo, un espacio caótico en descomposición, que recibe su
repulsa moral.
421
En la primera parte, “El Japón pintoresco”, de Sensaciones del Japón y
de la China (1915), ocasionalmente emplea la flanerie como procedimiento
que le permite observar y describir la cultura oriental. Ocurre, por ejemplo,
en el capítulo “La fiesta de las linternas”: “Las calles de Tokio son una
calamidad: sobre todo las centrales. Desfilo frente a los feudales muros”
(Ambrogi, 1963b: 22). La visita al Palacio Imperial provoca en el cronista
dos sentimientos que ya han sido identificados en las crónicas de Gómez
Carrillo. Nos referimos al desprecio por la experiencia del turismo masivo y
el desengaño, el incumplimiento de las expectativas culturales, hacia los
lugares visitados de la cultura oriental, invadida por una irrefrenable
occidentalización (incluso se importan desde Europa artículos ‘orientales’):
422
espacio social, a pesar de ceñirse a un encuadre muy limitado como es la
ventana) y la dominación (controlar esta realidad al encuadrarla en un
conocimiento fijo, seguro, estable). Pratt concluye que Moravia y Theroux
condenan y trivializan el objeto de su mirada, entrevisto como espacio de
fealdad y desorden.
En los escritores latinoamericanos, cuando asumen la mirada desde la
ventana del hotel, la usan con diversos propósitos: Gómez Carrillo, en
Buenos Aires, para convertir a la prostituta entrevista en la calle en Otredad
moral; en Europa, para estetizar las ciudades como espacios de la
modernidad cultural; en Oriente (Egipto y Japón, para confirmar unas
expectativas turísticas que, sin embargo, quedan defraudadas). Este es el
momento, el de la mirada al país desde la ventana del hotel, en el que
Ambrogi constata, con cierta ambigüedad, hasta qué punto el Japón de las
estampas, “el Japón, falsificado por Pierre Loti y divinizado por Lafcadio
Hearn, está contaminado de occidentalismo, y hasta dónde es cierto que
agoniza, que se va, sin remedio. El Japón se europeíza… pero sin dejar de
ser el Japón.” (Ambrogi, 1963b: 34-5).
Por lo demás, en las crónicas de este volumen predomina la mirada del
flâneur de los bulevares, típica también en los numerosos volúmenes de
Gómez Carrillo. En “Las tiendas de Ginza” se describe esta calle de Tokio,
verdadero bulevar japonés, “adonde afluye todo el movimiento de la enorme
ciudad. Sus almacenes resplandecen de luces. Sus escaparates están
arreglados con verdadero arte.” (Ambrogi, 1963b: 81). Impera la estética
impresionista, la atracción hacia la modernidad de las superficies
reflectantes, las luces, los escaparates…
La segunda parte de Sensaciones del Japón y de la China, titulada “Bajo
el cielo de la China”, abunda en escenas callejeras que conducen a la misma
evidencia, ya obtenida por el cronista en Japón: la occidentalización de
China. Al pisar el Bund, la zona portuaria de ShangHai (nombre otorgado
por los ingleses), todo le recuerda al Market Street de San Francisco: “El
mismo ensordecedor movimiento de « trams » eléctricos; la misma nube de
autos apestantes, y de motociclos detonantes como petardos; […] Al igual
que en Market, la muchedumbre afanosa, zumbante como una colmena […]
el mismo vendedor de diarios […] los mismos vendedores de tarjetas
postales, los mismos puestos de flores” (Ambrogi, 1963b: 109-110).
El cronista realiza una flanerie en rickshaw. En otra ocasión, se interna
en la ciudad china con un guía, donde su actitud distanciada de turista que
flanea choca contra los transeúntes atareados: “Yo lo observo todo, cuando
la avalancha que pasa me da lugar, frente a una tienda” (Ambrogi, 1963b:
423
121). Se aprecia la misma actitud negativa hacia la muchedumbre ya
analizada en Gutiérrez Nájera.
Ambrogi también tiene numerosas y excelentes muestras de flanerie
situada en ciudades salvadoreñas, como en “Los momentos de ‘San
Salvador’. La mañana”, de Páginas escogidas: “Vamos calle arriba o calle
abajo, como prefiráis, lector.” (Ambrogi, 1958: 76-77). Cada transeúnte
capta el interés del cronista: una criada que sale a buscar leche, un chiquillo
que va camino al mercado con un ‘macho’ cargado de carnes, un mozo con
un carretón lleno de marquetas de hielo, un afilador, un coche, una
verdulera, un lechero… Los últimos párrafos describen la actividad del
Mercado: en sus alrededores “bulle la muchedumbre como en una colmena
las abejas. Por esas cuatro calles, el tránsito es difícil. El tranvía va
repicando su campanilla, pidiendo paso; mientras, las carretas y carretones
encaraman sus ruedas sobre las aceras, o se detienen, como atascadas por la
ola humana.” (Ambrogi, 1958: 79-80).
Una crónica muy parecida es “El despertar de la ciudad”, de El libro del
trópico, que incluso desarrolla más que la primera la estética de la flanerie.
Por una parte, menciona constantemente su actividad de espectador móvil:
“He salido de casa, y voy, solo, caminando al acaso. Tomo esta calle, y sigo
recto, recto.” (Ambrogi, 1955a: 365); “Camino, siempre calle arriba. Voy
respirando […] la frescura matinal. Paso frente a un Parque. […] Prosigo.”
(Ambrogi, 1955a: 366); “Me detengo en la esquina del Parque.” (Ambrogi,
1955a: 367); “Veo pasar un carretón.” (Ambrogi, 1955a: 388). Por otra
parte, aunque se detiene en la descripción de algunos de los objetos y tipos
sociales callejeros, su mención es concisa, en homología expresiva con la
multitud de percepciones rápidas y fragmentarias que el flâneur recibe: “La
calle está sola. Nadie transita aún por ella.” (Ambrogi, 1955a: 365); “Una
ventana se abre aquí. […] Pasa un repartidor de pan […] Pasa el panadero
[…] Prosigo. Algunas tiendas se abren. Chirrían los tableros de los
escaparates, al ser corridos […] (Ambrogi, 1955a: 366); “En esos momentos
pasa un auto […] Por la esquina del Fénix, el tranvía del Hospital se
arrastra” (Ambrogi, 1955a: 367); “En el portón de la Escuela Militar, tres
oficiales conversan […] Pasa una mujer abrumada bajo el peso de una gran
canasta de verduras. […] Todo el conjunto de la canasta es una deliciosa
mancha de jugosos tonos.” (Ambrogi, 1955a: 368). El asalto perceptivo le
conduce a la sobreexcitación nerviosa (Simmel), al hastío. En estas
condiciones, comparte su aburrimiento en el Parque Dueñas con el que
parece ofrecerle la imagen don José Manuel Rodríguez, situada en un
medallón en el monumento de la Independencia. No es la única ocasión
donde el cronista se relaciona con una imagen desde el pensamiento
424
‘animista’ (el signo icónico como entidad dotada de ‘vida’). Ocurre lo
mismo “Ante el monumento a Verlaine”, de Crónicas marchitas, ya que en
la sonrisa de la estatua del poeta francés le parece percibir “una tenue
melancolía.” (Ambrogi, 1962: 86).
Ambrogi también cuenta con otras crónicas que asumen la mirada clásica
del flâneur, como en “Los ruidos de San Salvador”, de Muestrarios. Esta es
una escena estructurada en dos partes. Analiza los cambios en la
modernidad social y cultural de la capital salvadoreña a partir del símbolo
del ruido. Antes, dominaba la calle el golpear de los cascos de los ‘machos’
de los lecheros o el traqueteo de las carretas. Ahora, dice el narrador,
domina el ruido de los medios de transporte y de los pregoneros. Queda
insinuada una de las consecuencias psicológicas más importantes de la
modernidad, la distracción, provocada por el exceso de ruido, por la
excitación de los sentidos. El ciudadano “[p]asa el día entero con la misma
musiquita aturdiéndole los oídos, quitándole la atención para realizar
cualquier acto que la requiera.” (Ambrogi, 1955b: 40). De nuevo
comprobamos cómo los estímulos auditivos son tan importantes como los
visuales en la experiencia perceptiva urbana.
Como ocurre en la crónica “El despertar de la ciudad”, el jardín, frente a
la calle, permite aplacar la saturación de los sentidos, situación a la que el
sujeto llega ante el exceso de los estímulos cognitivos externos que se ha
visto incapaz de procesar hasta el momento. Es el caso de la visita a los
Jardines de Luxemburgo, en “Ante el monumento a Verlaine”, de Crónicas
marchitas, después de la visita a un Museo. A este espacio, “propicio a la
meditación y al reposo en medio del ruidoso sacudimiento matinal de París,
salía a implorar apaciguamiento para mis nervios, sacudidos tan rudamente
por tan intensas emociones; reposo para mis retinas fatigadas, extenuadas,
por el incomparable desfile de visiones.” (Ambrogi, 1962: 84).
En “Alfonso Daudet en los Campos Elíseos”, de Crónicas marchitas, el
cronista deambula por las galerías y los escaparates de las tiendas, callejea
sin rumbo determinado o presta atención a diversos tipos sociales callejeros:
“He deambulado un poco por las galerías, sonoras como claustros […] Me
he detenido ante los anaqueles de la esquina de la calle Vaugirard […] Y en
seguida, caminando, caminando, he llegado hasta la calle Bonaparte. He
doblado, y descendido, curioseando los polvorientos escaparates de los
tenduchos […] me quedo plantado contemplando […] con qué suma
delicadeza, una florista instalaba su pequeño puesto de flores […] A ellos
voy [a los Campos Elíseos], por ahora, con el único, exclusivo objeto de
425
buscar la estatua de Alfonso Daudet […] Odio los guías […] Voy escrutando
por todos lados” (Ambrogi, 1962: 53-55).
426
Bremer (2000: 219), Rodó, como sucede en las crónicas italianas, constata
los efectos de la tradición cultural en la cotidianeidad de este último país
para reflexionar sobre la contribución que este tipo de experiencia podría
aportar a la construcción de la identidad cultural y social latinoamericana.
427
Conclusiones
429
¿Qué posibilidades de expresión tiene la mujer de desempeñarse como
flaneuse? La mujer, en la literatura costumbrista y en la novela realista fran-
cesa del siglo XIX, forma parte del espectáculo del flâneur, de su placer
visual. En la historia de la literatura urbana occidental, tanto en la narrativa
de ficción como en la poesía, ha quedado representada como passante, co-
mo transeúnte, objeto de deseo de la mirada del flâneur sobre el que ejerce
un placer voyeur y hacia el que, en ocasiones, se ‘lanzarán’ piropos y ‘abor-
dajes’ eróticos. Sólo la literatura urbana del siglo XX dejará de apreciar a la
mujer passante desde la mirada del flâneur y pasará a ocuparse directamente
de su experiencia subjetiva. Se convierte, así, en flaneuse, en mujer que ex-
perimenta estímulos visuales y problemáticas cognitivas y emocionales
autónomas propias al transitar por la ciudad. La crítica feminista, en este
sentido, insta al análisis de la propia subjetividad femenina en el espacio
público, a partir de la recuperación de relatos autobiográficos escritos por
mujeres y de su integración en el canon cultural.
Como categoría debatida a nivel académico, Wolff y Pollock han argu-
mentado acerca de la imposibilidad de la existencia de la flaneuse en el siglo
XIX; Friedberg ha hablado en favor de su aparición en los espacios de con-
sumo, específicamente el almacén de novedades, mientras que Kracauer la
ha comprendido como espectadora cinematográfica; Wilson la considera
como un constructo teórico, mientras que Gleber, Nord y Parsons han res-
paldado su existencia histórica bajo diversos papeles sociales, como el de
escritora, periodista o trabajadora social. En esta última tradición no se ha
restringido la flanerie femenina al callejeo ocioso sin objetivo predetermi-
nado, sino que ha sido definida como cualquier acceso independiente
realizado por la mujer en el espacio urbano, incluso con propósitos labora-
les. Bajo este presupuesto, la crítica cultural se orienta a confirmar su
existencia histórica. Refiriéndose a la experiencia de la mujer a finales del
siglo XIX y comienzos del XX y, frente a sus iniciales reparos, Wolff
(2006: 22) considera que, si se comprende la flanerie desde un punto de
vista amplio “podríamos estar en voluntad de admitir, al reconocer el surgi-
miento de ‘la nueva mujer’ y la expansión de la presencia pública de la
mujer, la existencia de la flaneuse.” Frente a un punto de vista inicial que
establecía su imposibilidad, en los últimos quince años se confirma cada vez
más su existencia en las prácticas sociales públicas occidentales, en la Euro-
pa Occidental y los Estados Unidos de finales del siglo XIX. Una de las
fuentes de estudio es recurrir a textos no ficcionales escritos por mujeres
(diarios, memorias, autobiografías), que nos confirman la práctica de la fla-
nerie femenina, en ocasiones vinculada con el travestismo de la mujer
burguesa y pequeñoburguesa en su desempeño como artista y escritora. Este
430
aumento del acceso público de la mujer al espacio laboral y de ocio desen-
cadenó en su día una serie de ansiedades, a veces objeto de parodia, en la
cultura patriarcal.
La investigación existente sobre el flâneur en la pintura, principalmente
de la impresionista, se ha centrado en el desempeño del artista: busca por
primera vez sus temas pictóricos en la calle. El artista peripatético determi-
na, a su vez, el punto de vista de las obras pictóricas: el encuadre aleatorio,
descentrado, domina en las escenas urbanas de la pintura impresionista. Sus
pintores callejearon por París y representaron esta actividad y su percepción
correspondiente desde un punto de vista móvil, fragmentado.
En el ámbito de la representación pictórica del flâneur y de la flaneuse,
los resultados de las investigaciones son ambivalentes. El flâneur emprende
una actividad temporal y la pintura no puede registrar esta última dimensión.
En estas circunstancias, los analistas han inferido la presencia del flâneur en
cuadros que visualizan a un paseante que, en actitud de dandy ocioso, transi-
ta por la ciudad. El modelo iconográfico establecido por las fisiologías
costumbristas de la década de 1840, fundamentado sobre todo en el código
vestimentario, suele ser utilizado por los historiadores del arte para distin-
guir al flâneur en los cuadros decimonónicos que representan el espacio de
la calle. Por su parte, la flaneuse ha sido identificada en cuadros que tienen
personajes femeninos solitarios o que transitan en pareja en calles y parques
(en todo caso, sin compañía masculina). Considero que la gestualidad y la
expresividad deben incorporarse a la hora de identificar a estas figuras en la
pintura.
En la historia de la fotografía, el interés se ha centrado en interpretar a los
fotógrafos que representan la calle desde la mirada del flâneur. Sobre todo,
se han analizado las callejuelas de las tomas melancólicas de Eugène Atget
y la fotografía humanista de Robert Doisneau y Henry-Cartier Bresson. To-
davía no existen análisis que identifiquen al flâneur y a la flaneuse, comos
personaje representados, en el discurso fotográfico.
También se ha definido el punto de vista móvil de la cámara cinemato-
gráfica como equivalente de la mirada del flâneur, sobre todo en las teorías
realistas del cine, que destacan la capacidad que tiene la imagen en movi-
miento de registrar la fugacidad de los acontecimientos urbanos. De esta
mirada participan las sinfonías urbanas de los años veinte, con su mirada
callejera (El hombre de la cámara, Nada más que las horas, Berlín, la sin-
fonía de la gran ciudad). Asimismo, se ha analizado la presencia del flâneur
y de la flaneuse como personajes de películas de ficción y documentales.
Aparecen estos personajes en pocas películas: la intencionalidad descriptiva,
la indolencia y la ausencia de un objetivo definido, actitudes típicas en este
431
tipo social, se enfrentan a la acción dinámica típica del cine narrativo. La
flânerie, por otra parte, ha encontrado cierta revitalización en el cine post-
moderno, donde se aprecian personajes desorientados en el espacio público.
La literatura de la flanerie se inicia con el cuadro costumbrista. Debemos
comprender el tableau, cuadro o escena como un dispositivo disciplinario
utilizado en muy diversas prácticas culturales desde finales del siglo XVIII
y comienzos del XIX. Su uso se extiende hasta la actualidad, sobre todo
como procedimiento descriptivo (en el caso del cine, por ejemplo). Los tér-
minos cuadro o escena se utilizan como sinónimos en el siglo XIX y en el
XX, aunque en ocasiones se pudiera pensar que la escena se refiere al en-
cuadre visual percibido a través de la vista por el observador y el cuadro a
su posterior representación literaria. Los términos impresión y sensación,
cuadro, escena o espectáculo asumen un espectador distanciado de los
acontecimientos: la velocidad de la vida urbana se detiene y la multitud
queda ‘pintada’ en tipos generales.
Una de las conclusiones más importantes del presente libro es el descu-
brimiento de muchas similitudes entre los procedimientos o códigos
utilizados en los artículos del discurso costumbrista y las crónicas de la pro-
sa modernista, vínculo que los críticos literarios siguen sin reconocer.
Comparten muchas convenciones enunciativas, referenciales y retóricas. El
paseo urbano, iniciado en la literatura periodística latinoamericana con el
costumbrismo, proseguirá en el modernismo. La convención descriptiva de
la escena sigue empleándose en esta última estética, incluso la instancia
enunciativa declarará en ocasiones explícitamente estar observando una es-
cena. Esta vez, en el modernismo latinoamericano, la representación no sólo
se limita a la ciudad latinoamericana, sino también a la europea y a la esta-
dounidense, e incluso a la oriental. Aumenta, además, frente al anterior
movimiento costumbrista, la representación de los espacios comerciales de
lujo.
Hemos demostrado que, más allá de las diferentes etiquetas genéricas que
se utilicen para nombrar textos literarios como son los artículos costumbris-
tas o las crónicas modernistas, el análisis comparativo de los procedimientos
temáticos, enunciativos y descriptivos utilizados en ambos casos nos permi-
te apreciar sus similitudes compositivas. El presente libro ha expuesto los
estrechos contactos entre el artículo costumbrista y la crónica modernista,
cuando en ambos casos se utiliza el procedimiento del cuadro o escena. Así
estamos en condiciones para comprender el legado de las escenas costum-
bristas en las crónicas modernistas latinoamericanas, vínculo que la crítica
producida hasta el momento ha evitado. Este libro pretende abrir una co-
rriente de investigaciones futuras en esta dirección.
432
Otra de las conclusiones a las que hemos llegado es que los escritores
costumbristas y modernistas que ejercen la flanerie como periodistas expo-
nen unas relaciones conflictivas con las empresas para las que trabajan. Así,
por ejemplo, el tópico de la crisis de la escritura se encuentra tanto en Larra
como en Mesonero Romanos. En cambio, la crítica de las rutinas producti-
vas, de la escritura periodística y del concepto de opinión pública aparece,
más que todo, en Larra. La crisis de la escritura también se encuentra en
Casal y Ambrogi, ya en la escritura modernista. Los plazos temporales (por
lo general, semanales) inciden en una primera crisis: la dificultad de encon-
trar temas novedosos para producir textos de entrega regular. Pero también
es posible que la exposición de la crisis de la escritura periodística tenga una
motivación narrativa. En este sentido, la incapacidad para encontrar un tema
de escritura o para organizar las notas sueltas obtenidas previamente permite
al escritor justificar la salida de la vivienda y describir el espacio público
desde la práctica de la flanerie, solo o acompañado de un amigo o familiar
cuya visita recibe. De esta manera, se evita que el artículo de costumbres o
la crónica modernista inicie directamente con las descripciones del narrador
situado frente a la escena urbana.
Larra y Mesonero Romanos no describen los cambios políticos. Sin em-
bargo, directa o indirectamente afirman que las revoluciones, a escala
europea, así como la invasión napoleónica, a escala peninsular, provocaron
desde el inicio del siglo XIX una serie de cambios sobre los que, desde la
perspectiva de la década de los treinta, y echando una mirada hacia atrás, ya
se pueden apreciar sus consecuencias.
Entre las evaluaciones contra el injustamente menospreciado costum-
brismo se ha destacado su desinterés por la evolución histórica de las
sociedades. Es una ‘acusación’ equivocada que no podemos asignar a los
artículos de tipos sociales (en muchos de ellos se describe su evolución tem-
poral, al mismo ritmo de las transformaciones sociales) y, ni mucho menos,
a la escenas urbanas, donde la atención se orienta, en muchos casos hacia la
descripción de las posibilidades y obstáculos que enfrentan las reformas. Es
más, ocasionalmente el escritor costumbrista realiza un corte temporal que
le permite apreciar los cambios producidos en dos momentos de la historia
nacional. El propósito es describir los rápidos cambios en las costumbres
populares, transformaciones que se identifican y evalúan a partir de la ob-
servación de la vida cotidiana mediante la retórica de la flanerie o callejeo.
Debe matizarse el casticismo tradicionalista de Mesonero Romanos a la
hora de evaluar los cambios que provoca la modernidad. Si bien en algunos
casos asume una actitud nostálgica hacia la desaparición de las tradiciones,
en otros casos más bien lamenta el carácter inconcluso o caótico de reformas
433
que, en principio, respalda en su realización. A la hora de evaluar la actitud
ideológica de Mesonero Romanos, debe tomarse en cuenta que su escritura
se extiende por muchos años y en multitud de textos periodísticos que eva-
lúan procesos sociales diferentes entre sí.
Destacamos en este libro la importancia analítica del costumbrismo. Los
cuadros urbanos son textos que realizan diagnósticos sociológicos sobre la
ciudad y la modernidad tan precisos como los que ofrecieron posteriormente
los clásicos de las ciencias sociales. Las nuevas condiciones perceptivas,
sociales y culturales urbanas se constituyeron en una importante reflexión de
los cuadros costumbristas, anteriores en el tiempo a la sistematización teóri-
ca de los sociólogos urbanos del siglo XX.
Se ha demostrado, desde un análisis detenido de los procedimientos
enunciativos utilizados en las escenas urbanas de Larra y de Mesonero
Romanos, y desde una puesta en relación comparatista con el costumbrismo
europeo, la presencia de la literatura del flâneur y de la flanerie en España:
procedimientos estilísticos, temas, perfil de la voz enunciativa desde la
retórica del callejeo… La subjetividad del observador está muy presente en la
escritura de los artículos analizados. Los siguientes son motivos de las escenas
urbanas que utilizan la mirada del flâneur en el costumbrismo europeo y que
también están presentes en el español: la actitud curiosa sobre los espacios
públicos; distanciamiento físico; empatía hacia los transeúntes (mediante la
construcción de retratos fisiológicos, como táctica para romper con el
anonimato de las relaciones urbanas); identificación de tipos sociales;
ociosidad e indolencia; utilización de la metáfora semiótica de la ciudad como
libro abierto; atención hacia los cambios sociales y, por último, percepción
fragmentaria del espacio urbano (frente a los intentos totalizadores de la
mirada panorámica).
Las traducciones, cuya investigación tanta relevancia está adquiriendo
actualmente en la literatura comparada, tuvieron una importancia capital en
la difusión y práctica de los procedimientos estilísticos, temáticos e
ideológicos del flâneur costumbrista europeo en el campo literario español
(recuérdese, por ejemplo, que Larra subtitula algunas de sus aportaciones
periodísticas como artículos parecidos a otros). Como propuesta de
investigación futura, un análisis del mercado editorial en la época de Larra y
Mesonero Romanos nos permitirá apreciar el desarrollo paulatino de un
espacio común costumbrista a escala europea e incluso americana.
La flanerie del costumbrismo español representa espacios prototípicos.
Son cronotopos típicos del discurso costumbrista, si utilizamos la categoría
de Bajtín (1986). Las dimensiones espaciales y temporales de los cronoto-
pos de la calle, del teatro, del mercado, del café y la fonda, entre otros, son
434
reducidas. Por lo general, las interacciones sociales que observa el periodista
costumbrista se desarrollan en unas horas, es decir, en un marco temporal
restringido. De hecho, el espacio público se caracteriza por la fugacidad de
los acontecimientos. Son lugares donde transita la clase media. Tanto en
Mesonero Romanos como en Larra, la ‘alta sociedad’ y las ‘capas popula-
res’ se encuentran ausentes, aunque la pretensión de exhaustividad (la
intencionalidad panorámica) forme parte, en principio, de las intenciones de
la literatura costumbrista. A su vez, será Mesonero Romanos, frente a Larra,
quien se desempeñe más como flâneur y quien realice una radiografía ex-
haustiva, si bien circunscrita a la clase media, de los espacios madrileños.
Proyectos futuros podrán establecer las similitudes y las diferencias en
los espacios representados por el costumbrismo europeo. Ya hemos apunta-
do algunas coincidencias, aunque también se pueden identificar diferencias.
Así, por ejemplo, Flora Tristán, en sus Paseos en Londres, tiene capítulos
dedicados a las calles nocturnas, las prisiones, los obreros de las fábricas, las
‘mujeres públicas’, los teatros, mientras que Charles Dickens, por ejemplo,
describe las casas de empeño, los teatros, las ferias, las prisiones, las cortes
criminales… Aquellas colecciones costumbristas francesas que no se dedi-
can exclusivamente a ‘pintar’ tipos sociales, sino que también describen
espacios, como es el caso de Paris o el Libro del ciento y uno, también pue-
den servir como punto de comparación con las escenas españolas. La
posterior crónica modernista también retratará décadas después calles, cafés
y teatros, como lo hizo el costumbrismo, pero se ocupará también de dos
espacios que no existían en la primera mitad del siglo XIX: el almacén de
novedades y la exposición universal.
En el marco de la temporalidad urbana, el motivo de las horas del día, tí-
pico tanto del costumbrismo como del modernismo, describe las acciones y
los tipos sociales que van alternativamente apareciendo y desapareciendo en
un mismo espacio. En otras oportunidades, se ‘registran’ las acciones y los
tipos sociales en distintos espacios de la metrópoli. Un mismo procedimien-
to es compartido por las representaciones de las horas del día en la literatura
y el cine: el constante cambio de los tipos sociales en el espacio público. En
los cuadros costumbristas, la descripción se detiene en tipos sociales especí-
ficos. En cambio, en las sinfonías urbanas de los documentales
vanguardistas predomina el plano general de la multitud (transeúntes, em-
pleados y obreros que toman el ómnibus o el tren) frente al plano americano
de los tipos sociales singularizados. Por otra parte, las analogías musicales
son comunes en la representación de las horas del día, sobre todo por la
conciencia que tienen escritores y documentalistas de la existencia de un
ritmo urbano. Cuando este último es rápido, las personas caminan rápida-
435
mente y multitud de automóviles transitan a gran velocidad. Pero también el
movimiento del ritmo metropolitano puede ser lento: los individuos se de-
tienen a comer o a descansar en los parques. Las variaciones en el
movimiento del ritmo urbano encuentran su homología en el ritmo del mon-
taje cinematográfico: sustitución rápida de planos en las escenas de intensa
actividad callejera frente al aumento de la duración promedio del plano, en
las escenas de menor actividad. La temporalidad ofrecida por las sinfonías
urbanas no surgió con la aparición de este género documental, sino que se
fue estructurando paulatinamente a lo largo de dos siglos de representación
del espacio urbano, una vez que surgió en la estética costumbrista. La tradi-
ción ha tenido un importante papel en la aparición y desarrollo de las
vanguardias y, en este sentido, la descripción urbana costumbrista ha reali-
zado valiosos aportes al discurso cinematográfico de las sinfonías urbanas.
Ya sabemos en que gran medida la cultura literaria y visual del siglo XIX
determinó las formas expresivas del discurso cinematográfico del siglo XX.
Las semejanzas formales entre las escenas costumbristas analizadas y las
sinfonías urbanas son numerosas. Si bien en el primer caso se emplea como
mirada enunciativa el narrador en primera persona y en el segundo el ‘ojo
objetivo’ de la cámara, en ambos casos aparece el mismo objeto de imita-
ción: la representación de la actividad callejera (multitud y tipos sociales
específicos) en el transcurso de las horas del día. Asimismo, la enumeración
caótica de las acciones del espacio público construido por el costumbrismo
tiene su homología retórica, en el discurso cinematográfico, con el montaje
rápido de planos de la diversidad urbana. Un análisis más detenido podrá
ofrecer más semejanzas formales.
El costumbrismo latinoamericano reproduce las mismas convenciones de
la flanerie que el europeo. Ya en el ámbito del modernismo, los escritores
latinoamericanos realizan viajes a Europa e incorporan en su escritura la
retórica del paseo. El callejeo por las zonas de la modernidad metropolitana
se convierte en una práctica simbólica asumida durante su desempeño como
corresponsales periodísticos en Europa, aunque esta retórica también apa-
rece ocasionalmente en otros géneros, como es el caso de los cuentos de
Manuel Gutiérrez Nájera.
Los cronistas modernistas latinoamericanos utilizan el galicismo flanear
para referirse a la observación urbana. Incluso aunque no utilicen los térmi-
nos flâneur o flanerie, toman conciencia de pertenecer a esta tradición,
sobre todo mediante la alusión a textos de Baudelaire. Declaran en muchos
de sus trayectos urbanos una subjetividad identificable con la del flâneur y
un callejeo definible como flanerie. Entienden esta práctica como táctica de
lectura estética de la ciudad.
436
Lo más importante, para nuestros propósitos, es destacar que la flanerie y
el flâneur, no sólo forman parte de una tradición cultural francesa, alemana
o anglosajona, sino también española y latinoamericana. Esperamos que este
trabajo contribuya a demostrar la existencia consolidada de esta tradición
literaria, la mirada del callejeo urbano, en la práctica literaria hispanoha-
blante, ligada en el caso del modernismo no sólo al viaje del corresponsal
periodístico en Europa, sino también a los trayectos por las propias ciudades
latinoamericanas. Si bien la crítica sobre la prosa modernista ha trabajado
sobre la presencia de la retórica de la flanerie en la prosa modernista lati-
noamericana (Ramos, 1989), no se ha demostrado, hasta ahora, la toma de
conciencia que sus escritores tenían de practicar este tipo de mirada, su de-
clarada adhesión a la tradición del callejeo urbano como reflexión
intelectual sobre las condiciones de percepción de la modernidad social y
cultural. Además, este libro ha demostrado la proximidad enunciativa, retó-
rica y temática entre la flanerie costumbrista y la modernista.
Los recorridos del flâneur, en la escritura de Gómez Carrillo, adoptan el
encuadre mental del viajero turístico: el corresponsal es un turista que, en
su peregrinaje cultural, va retratando a sus lectores los lugares que visita.
Describe los espacios que los folletos le han definido de antemano como
atracciones turísticas. No en vano, algún volumen de sus crónicas tiene un
título turístico, como Vistas de Europa, que connota una mirada panorámi-
ca, rápida, orientada al reconocimiento, sobre las principales atracciones del
viajero. En ocasiones, el cronista no se orienta en el espacio público a partir
de una guía turística escrita, sino de un cicerone. Asimismo, muchas cróni-
cas tienen por título El encanto de… (por ejemplo, El encanto de Buenos
Aires), que nos habla del placer del viaje turístico. Se trata de describir luga-
res que las agencias ya han perfilado previamente como ‘atractivos’. En
ocasiones, sin embargo, sus trayectos como flâneur se alejan de la trayecto-
ria planificada, de los monumentos consagrados, de las principales arterias
comerciales. La atención hacia la modernidad se satura y el sujeto enuncia-
dor busca otros objetos de reflexión. El cronista deja de ensalzar los
espacios de moda de la modernidad cultural (alamedas, bulevares), idénti-
cos, monótonos, y asume una lectura histórica de la ciudad. Se interna en
callejuelas que permiten ‘apreciar’ una visión más auténtica, más nativa,
más singular de la ciudad visitada. Muchas de las expectativas forjadas en la
mirada turística adoptada por Gómez Carrillo como cronista provienen del
discurso orientalista europeo del siglo XIX, sobre todo de procedencia fran-
cesa. Las ciudades imaginarias no se circunscriben sólo a las del Extremo o
Cercano Oriente, sino que también se extienden a las ‘orientalizadas’ ciuda-
des de la Europa ‘latina’: Sevilla, Venecia… Muchas veces no encuentra en
437
estas ciudades lo que sus presupuestos culturales esperaban. En estas oca-
siones, el cronista se distancia de la trayectoria del turismo masivo y asume
una flanerie por los espacios no occidentalizados de la cultura ‘exótica’ visi-
tada, con el fin de recuperar el ‘Oriente soñado’, el que los espacios
occidentalizados le niegan, donde impera, más que todo, una ‘autenticidad
escenificada’, en palabras de MacCannell (en suma, una ‘falsificación’) para
consumo de los turistas. Gómez Carrillo asume una actitud esencialista ante
la identidad cultural: una sociedad no Occidental (la árabe o la japonesa)
que se occidentalice deja de ser ‘auténtica’. El enunciador adopta el papel de
guía del turismo aristocrático y decide en ocasiones alejarse del centro bulli-
cioso de las ciudades, espacio donde no encuentra la ‘esencia’ de la cultura
nativa que las guías turísticas le habían prometido. Emprende, en conse-
cuencia, el papel solitario del flâneur, desprendido en principio de
‘expectativas’. Estas últimas, sin embargo, permanecen en la conciencia del
enunciador. El cronista no reconoce que esta búsqueda sigue estando encua-
drada a partir de estereotipos culturales, en el deseo de encontrar una
‘esencia’ cultural… En las crónicas de Gómez Carrillo, el enunciador, si
bien se despoja de las guías turísticas, al asumir la flanerie por las calles
solitarias siempre conserva sus marcadores mentales orientalistas. La perso-
nalidad o alma ‘nativa’, ‘singular’ o tradicional del pueblo que visita no
supone sino un estereotipo occidental más.
Gómez Carrillo sólo ocasionalmente adopta el papel de intelectual crítico
que se posiciona, en el marco del debate entre el mundo latino y anglosajón,
a favor de una síntesis que recupere los valores de ambos: así ocurre cuando
evalúa favorablemente la ciudad de Buenos Aires frente al utilitarismo exa-
cerbado de Nueva York. En estos casos, sus reflexiones pueden equipararse
a las que plantea Martí en sus Escenas norteamericanas. En contados casos
interpreta la Otredad: el mundo obrero, la prostitución, los estupefacientes…
La prostitución es comprendida como ‘Otredad’ objeto de compasión, den-
tro de la clásica mirada masculina del flâneur, que objetiva a la mujer
transeúnte. Se sumerge, pero no queda absorbido, por la Otredad. No esta-
blece empatía con la marginalidad urbana. Gómez Carrillo es más bien el
flâneur que se arroba ante las vertiginosas transformaciones sociales y cultu-
rales de la modernidad. Esta escritura bien puede quedar motivada por el
circuito de difusión de sus crónicas: el de la prensa mercantil.
En Darío, el cronista, al igual que Gómez Carrillo, es un peregrino cultu-
ral que se ofrece como guía a los lectores del periódico. Muestra en la
crónica las novedades del progreso tecnológico y las tradiciones y los mo-
numentos de las ciudades visitadas. Se autorretrata como turista de élite.
Diremos que el enunciador realiza un peregrinaje cultural, no religioso, por
438
Francia e Italia. En la práctica, en todo caso, la mirada de Darío comparte
gran parte de las expectativas del turista común, que adopta el mismo en-
cuadre religioso ante el legado cultural occidental. Podemos perfilar la
perspectiva ideológica del enunciador: es un intelectual que, en el proceso
de construcción identitaria de las naciones latinoamericanas, propone como
modelo la tradición humanista cultural sacralizada. Los valores humanistas
de la cultura europea son objeto de culto: son valores ‘cultuales’. Esta acti-
tud es compatible con el desprecio por el turismo masivo de las agencias de
viajes. Darío no reconoce, como sucede también con Gómez Carrillo, que el
turista aristocrático está sujeto a los mismos presupuestos que el ‘común’.
La mirada política y la turística se alternan en España contemporánea.
El enunciador visita a diversas personalidades políticas y culturales y, entre
las escasas incursiones del enunciador en los espacios públicos, se aprecia
su elogio de la pujanza económica, cultural y social de Cataluña y su crítica
del tradicionalismo y provincialismo del resto de España. Con la excepción
de Barcelona, Darío tiene una visión de la vida cotidiana española modelada
desde la representación pintoresca de la España de los toros, los manolos y
las panderetas.
La flanerie, mediante el procedimiento de la escena urbana, se encuentra
ampliamente consolidada en las crónicas de otros relevantes escritores mo-
dernistas. Su participación en esta estética nos permite confirmar la
existencia de una consolidada reflexión en los intelectuales latinoamericanos
sobre los procesos de la modernidad social y cultural.
Julián del Casal asume la mirada decadentista del escritor de espíritu
‘aristocrático’ que repudia tanto los valores utilitaristas de la sociedad mer-
cantil como la ‘medianía’ de las multitudes. Frente a otros flâneurs, que se
extasían durante el baño de multitudes, Casal prefiere las calles silenciosas,
solitarias, invernales… En ocasiones, cuando asiste a un espectáculo públi-
co, la multitud se representa como Otredad de la que es preciso alejarse. El
decadentista se encuentra más cómodo en el interior de su hogar (estrategia
típica de la burguesía decimonónica).
Por su parte, Martí sitúa sus reflexiones en el marco del debate sobre los
valores anglosajones y latinos. Se presenta una dialéctica entre la admira-
ción por el progreso económico estadounidense y la crítica de su afán
utilitarista, que excluye la belleza y promueve grandes espacios de miseria
en las ciudades. Las observaciones de Martí como periodista flâneur se cen-
tran tanto en describir las inauguraciones de los símbolos del progreso y de
los valores estadounidenses y sus lugares de ocio como en denunciar la mi-
seria, sufrida sobre todo por la población inmigrante.
439
La flanerie de Nervo asume una mirada de elogio hacia los espacios de la
modernidad burguesa, esquema en el que también participa Gutiérrez Náje-
ra. Son visiones pequeñoburguesas, amables y jocosas, sobre la vitalidad de
los espacios públicos, sobre todo de aquellos dedicados al consumo. Ambos,
junto con Gómez Carrillo, y en menor grado, Darío, son los cronistas de los
bulevares.
Por su parte, Ambrogi, en sus crónicas salvadoreñas, más que elogiar los
cambios de la modernidad social y cultural, se dedica a describir, con técni-
ca descriptiva impresionista, la sociabilidad de un apacible y pequeño país
centroamericano cuya capital, San Salvador, todavía no se ha convertido en
metrópoli. Al igual que en las crónicas de viaje de Gómez Carrillo, se en-
frenta en las crónicas de Oriente, en contradicción con sus expectativas, a la
occidentalización de esta región del mundo.
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5. Filmografía
A propósito de Niza (Á propos de Nice). 1930. Dir: Jean Vigo, 23 minutos, B/N, Sherlock
films.
Berlín, la sinfonía de la gran ciudad (Berlin, die Sinfonie der Grossstadt). 1927. Dir: Wal-
ter Ruttmann, 65 minutos, B/N, Edition Filmuseum.
Nada más que las horas (Rien que les heures), 1926. Dir: Alberto Cavalcanti, 46 minutos,
B/N, Kino International.
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