Académique Documents
Professionnel Documents
Culture Documents
ADDENDA
Este documento está sujeto a los derechos de la propiedad intelectual protegidos por las
regulaciones nacionales e internacionales.
¿EDUCACIÓN (NACIONAL) PARA LA CIUDADANÍA (GLOBAL)?
[A DENDA A LA PRIMERA PONENCIA ]
Enric Prats, Universitat de Barcelona
La contradicción o la incongruencia, distintas de la discrepancia y el disenso, son malas compañeras de
todo lo relacionado con la educación. Ya en 1735, hace casi tres siglos, Montesquieu1, que nos
acompañará, con otros, en el recorrido de esta adenda, advertía acerca de ese fenómeno que, dicho sea
de paso, muchos se empecinan a considerar como característica exclusiva de nuestra época: “ahora
recibimos tres educaciones distintas, si no contrarias: la de nuestros padres, la de nuestros maestros, la
del mundo”.
En el tema que nos ocupa, la educación para la ciudadanía en la escuela, se dan algunas contradicciones
o incongruencias en los discursos que conviene situar debidamente para evitar males mayores. Como
reza el título de esta adenda, el interrogante se plantea cuando queremos casar dos conceptos como los
anunciados, que pueden llegar a ser antitéticos: educación, pensada en términos nacionales, para una
ciudadanía que se pretende global.
Nos mantenemos en la línea de lo diagnosticado por la ponencia, en cuanto a las dificultades de la
época actual por establecer propuestas educativas a causa, precisamente, de un “desdibujamiento
normativo debido a un vaciado del alcance o significado moral de las acciones humanas, tanto públicas
como privadas” (ponencia, p. 3), lo cual nos obliga a recuperar una visión sustantiva de la educación
que, en el contexto abierto y dinámico de nuestra sociedad, se hace cuando menos complicado.
Repasando algunas nociones de ciudadanía nos podremos percatar de los diferentes enfoques
educativos que surgen y, de ahí, podremos vislumbrar algunas de las incongruencias en las que cae la
LOE.
Nociones de ciudadanía y enfoques de educación para la ciudadanía
El desarrollo moderno de los dos conceptos que estamos tratando, educación y ciudadanía, van parejos
a la idea misma de Estado nación, pero es cierto que a partir del siglo XVIII toma un nuevo giro;
efectivamente, la Revolución francesa proporciona un impulso, mediante la Declaración de los derechos
del hombre y del ciudadano, a una nueva noción de ciudadanía algo desincrustada del Estado nación,
con una visión más universal y menos particular. Pero esto tardará en llegar. En su inicio, la Declaración
no está exenta de fuertes contradicciones, que se repetirán en la de Naciones Unidas, de 1948, y quizás
ahí radiquen algunas de las incongruencias que venimos anunciando.
Se suele adjudicar la paternidad intelectual de la base política de esa Declaración a tres autores que, con
el tiempo, serán estandarte de sendas corrientes ideológicas2: Montesquieu, Rousseau i Voltaire. Por
supuesto, en esa autoría figurada, el peso de cada uno no es ni mucho menos proporcional al volumen
de obras que dedicaron a la teoría política, como recuerda Faguet (1902, p. VI), pero su repercusión
1
Hemos consultado las siguientes obras, que han profundizado en las ideas del autor francés: Thomas L.
Pangle (1973) Montesquieu’s Philosophy of Liberalism. A Commentary on The Spirit of the Laws (Chicaco,
The University of Chicago Press); Mervin Richter (1977) The political Theory of Montesquieu (Nueva
York, Cambridge University Press); Maria del Carmen Iglesias (1984) El pensamiento de Montesquieu
(Madrid, Alianza). El texto de Montesquieu que hemos utilizado es el publicado por Tecnos, citado al
final de esta adenda.
2
Consúltese al respecto el clásico de Émile Faguet (1902) La politique comparée de Montesquieu,
Rousseau et Voltaire (Ginebra, Slatkine Reprints, 1970).
social sí que tuvo honda transcendencia, por cuanto se puede explicar la teoría política acerca de la
ciudadanía en buena parte (y tan solo, en buena parte) resiguiendo las secuelas de ambos autores. Así,
mientras que Montesquieu representaría propiamente al liberalismo, entendido ahora a la americana,
Rousseau sería el despótico de la democracia y Voltaire el defensor del despotismo real, incluso
contrario o poco amigo de democracias radicales (Faguet, 1902, p. 279 i ss.).
En cuanto a la noción de ciudadanía, por lo tanto, asistimos al nacimiento de una tríada que
desembocará en el individualismo universalista, en la democracia popular y en el libertarismo
aristocrático3. Unos tendrán vocación normativa, apelando siempre a la razón; para otros lo importante
será que un órgano arbitrario (el Estado) se erija como garante de los derechos de los sujetos; para los
terceros, los “hombres de ideas flotantes y discontinuas” (Faguet, 1902, p. 290), lo fundamental no será
la forma de gobierno, sino la fortaleza de ese gobierno. En esta búsqueda conjunta de normatividad,
tutela y seguridad, el Estado nación proporciona elementos suficientes para que los sujetos puedan
satisfacer sus necesidades políticas, alejando posibles interferencias del extranjero.
Es en este marco nacional que Montesquieu, dibuja, en Del espíritu de las leyes, una sencilla, pero
clarividente, distinción de modelos políticos de gobierno en base a los mecanismos que sustentan el
poder y a los valores que, a su vez, justifican esos mecanismos, todos ellos compatibles con el Estado
nación, pero por supuesto no todos ellos legitimarán la noción de ciudadanía: el republicano (que puede
ser democrático o aristocrático), el monárquico y el despótico (libro II, capítulo I). El primero se basa en
la virtud, el segundo en el honor, mientras que el tercero se sostiene por el miedo; de ahí, se derivarán,
para Montesquieu, sendos objetivos educativos coherentes con cada modelo (libro IV).
En el modelo republicano, la virtud “requiere una preferencia continua del interés público sobre el
interés de cada cual”, ya que “la virtud política es la renuncia de uno mismo, cosa que siempre resulta
penosa” (libro IV, cap. V). En esta línea, Pangle afirmará que la idea de virtud en Montesquieu, sobre la
que hace girar el modelo republicano, debe traducirse por el principio de participación política en la
comunidad (Pangle, 1973, p.61). Este modelo que, insistimos, puede ser democrático o aristocrático, es
el que legitima la noción de ciudadanía, puesto que en los otros dos modelos únicamente son posibles
las condiciones de creyente o súbdito, al estar construidos sobre la creencia en el poder supremo de un
rey, o bien sobre la coerción del miedo.
A partir de esa base republicana se pueden construir tres nociones de ciudadanía: funcional, emocional
y activa.
• La ciudadanía funcional surge de la consideración de que el nacimiento o la naturalización llevan
asociados, en los miembros de una determinada comunidad política, un conjunto de derechos y
deberes, tutelados por los poderes públicos. Es una condición inherente que se otorga a todos esos
miembros, incluso de manera no voluntaria. “La ciudadanía es el estatus o puesto que ocupan las
personas como ciudadanos en la sociedad”, anota Peces‐Barba, de manera algo circular (2007, p.
309), aunque inmediatamente matice afirmando que la “ciudadanía representa el vínculo que une a
una persona con un Estado; es el vínculo radical entre ésta y la organización política y jurídica a la
que pertenece” (p. 310), donde radical adquiere una relevancia destacada, dejando en segundo
3
No deja de ser paradójico que esos tres conceptos antitéticos den pie a una Declaración que parece
tan coherente y sólida. Al respecto, Faguet señala que “los Derechos humanos son una limitación al
poder legislativo del pueblo y la negación misma de la soberanía del pueblo” (1902, p. 285), ya que si los
derechos humanos son intocables, eso niega la soberanía del pueblo para poderlos modificar. La
radicalidad de Rousseau es contradictoria con la consideración de que los derechos humanos deban
tener carácter fundamental (principio aportado por Montesquieu): “después de Rousseau, el pueblo no
puede tiranizar, o la tiranía del pueblo es libertad; el pueblo cuando tiraniza al individuo, le ‘fuerza a ser
libre’” (p. 288, la cursiva es nuestra).
plano a cualquier otra opción de adscripción del sujeto a su comunidad. Es ésta una noción de
ciudadanía restringida, limitada a una serie de determinadas condiciones, a cambio de seguridad
jurídica, caricaturizada en la primacía de los papeles y, en consecuencia, en la criminalización de los
sin papeles.
• La ciudadanía emocional va vinculada al sentimiento de pertenencia, en relación con un referente
dado (patria, nación, colectivo...), que se supone que legitimará las acciones del sujeto. La
comunidad sugiere unas pautas de referencia, construidas históricamente, que se concretarán en
un modelo de comportamiento, en un conjunto de costumbres más o menos codificadas por la
cultura, que permitirá la configuración de un discurso y una liturgia coherentes. Es decir, ese
sentimiento de pertenencia, que debe ser debidamente declarado con más o menos solemnidad y
confirmado día a día, lo asociaba Montesquieu a una idea particular de virtud, como el amor “por
las leyes y por la patria” (libro IV, cap. V), un amor que se demuestra en las guerras; superadas
éstas, siempre nos queda el deporte. La ciudadanía emocional requiere, en este sentido, que el
referente establecido (patria, nación, comunidad...) proporcione satisfacciones de orden abstracto
pero también material, en forma de éxitos colectivos, para renovar ese sentimiento de adscripción.
• La ciudadanía activa se asocia a una competencia objetivable, que supera la adscripción (no
voluntaria) y el sentimiento (voluntario), con vistas a alcanzar la plena inclusión y evitar la
vulnerabilidad, bajo el principio de que hay que aprender a usar la ciudadanía: la educación se
concreta en la transmisión de herramientas para facilitar ese proceso de inclusión y participación
socio‐política. En esta línea, la idea de competencia sugiere que la ciudadanía debe adquirirse
después de haber mostrado unas determinadas habilidades, no precisamente relacionadas con el
amor a la bandera y el canto del himno nacional, sino con el conocimiento del patrimonio
compartido, con el despliegue de destrezas comunicativas y sociales, y con la participación y el
compromiso en proyectos colectivos.
A partir de cada una de las nociones sugeridas de ciudadanía, surgen distintos enfoques, según el foco
de atención que se adopte para su justificación:
• El enfoque jurídico‐institucional emerge de la constatación de una cierta desafección de la
población hacia las supuestas ventajas de la democracia representativa y del Estado de derecho,
sobre todo en la gente joven. Este enfoque aboga por la necesidad de dar a conocer los resortes del
Estado, del conjunto de deberes y derechos, de los mecanismos de representación, etc. Defendido
por el pensamiento liberal democrático, asociado al individualismo de raíz rawlsiana, donde las
formas de gobierno de los pueblos responden a un contrato de respeto de los respectivos derechos,
tiene su raíz en los planteamientos de Montesquieu. En términos educativos, diríamos que este es
un enfoque instrumental o poco sustantivo de la educación para la ciudadanía.
• El enfoque cívico‐nacional deriva de un diagnóstico alarmista, que denuncia la pérdida de valores, la
falta de modelos de referencia, etc. Existe un fuerte peso del discurso comunitarista, donde el
individuo se somete al dictado del colectivo, cuyo modelo de vida buena se deriva de la correcta
observación de determinadas virtudes. Por supuesto, la educación es responsable de transmitir
modelos fuertes y marcos rígidos de referencia para consolidar el sentimiento de pertenencia que
describíamos en el punto anterior: “La creación de la ciudadanía nacional ha ido codo con codo con
el desarrollo de la educación cívico‐nacional” (Davies et al, 2005, p. 67). Se apuesta por una visión
claramente sustantiva de la educación para la ciudadanía.
• El enfoque socio‐moral, motivado por la constatación de que existe una falta de discurso fuerte en
la educación capaz de promover la inclusión y la participación social y política, se inspirado en los
discursos racionalistas de la modernidad, pero añaden un importante componente sociológico
centrado en la realidad existente (no tanto en modelos ideales o sociedades históricas). Este
enfoque sugiere, con una intención claramente sustantiva, que además de dotar al sujeto de unos
determinados derechos hay que desarrollarle capacidades de cambio y de intervención sobre el
medio social y natural.
La educación para la ciudadanía en la LOE
La necesidad de la educación para la ciudadanía en el sistema educativo español no ha sido discutido, e
incluso diríamos que ha quedado corroborada durante el debate, más político que social, que ha
antecedido la aplicación de la asignatura. Ha faltado, eso sí, un debate de ideas acerca de lo que
entendemos por ciudadanía; o quizás, cada una de las posiciones del debate han encarnado nociones
distintas de ciudadanía que no se han explicitado suficientemente. De todas maneras, observando las
propuestas concretas, en términos curriculares, podemos entresacar algunas conclusiones, que
resumiremos de manera esquemática.
La LOE ha optado por un modelo que combina elementos distintos de cada una de las nociones de
ciudadanía y de educación para la ciudadanía. El modelo curricular, como se sabe, le asigna una
relevancia fuerte, con una asignatura propia, que sugiere una decidida apuesta por enfoques
sustantivos, de carácter cívico‐nacional o socio‐moral, pero se instala en un enfoque jurídico‐
institucional cuando prioriza contenidos de esta índole. Quizás no sea responsabilidad exclusiva del
legislador; el diseño de una educación para la ciudadanía global debería alejarse de los encantos de la
educación cívico‐nacional y de la seguridad que otorga el enfoque institucional, pero no es menos cierto
que, de hecho, la ciudadanía activa que encajaría en un enfoque socio‐moral no puede plantearse en
exclusiva para la escuela, olvidando y dejando al margen agentes de la comunidad que pueden hacerlo
incluso mejor y en más cantidad que la escuela.
El objetivo de desarrollar una ciudadanía global desde un diseño de educación nacional es como realizar
un triple salto mortal:
• En primer lugar, como hemos dichos, porque significa abandonar posiciones autocentradas en la
comunidad inmediata como patrón de referencia. Es quizás la dificultad más acentuada por cuanto
no existe, en términos jurídicos, una instancia pareja a la del Estado que garantice o tutele el
ejercicio real de esa ciudadanía global. Los pasos hacía instancias supranacionales son recientes y
no podemos hablar todavía de un ente que proteja los derechos individuales o colectivos como
hemos tenido en el Estado nación.
• En segundo lugar, como acabamos de ver, porque una educación global significa abandonar
también la perspectiva escolar como la única que garantizará el correcto ejercicio de la ciudadanía.
A lo sumo, la escuela puede liderar parte de ese proceso en un auténtico proceder de trabajo en
red, donde todas y cada una de las entidades e instituciones de la comunidad educativa lideran su
propia parte y asumen esa mirada de red.
• En tercer lugar, en la línea de lo que ya anunciaba la ponencia, porque la educación para la
ciudadanía activa y global sólo es posible cuando se asume un concepto sustantivo y fuerte de
educación, algo que la época que vivimos no facilita. En esta línea, lo que se sugiere es que los
protagonistas y actores del acto educativo deben asumir claramente esa posición y clarificar su
propia ubicación en este proceso.
El redactado de la LOE y de los decretos que la han desplegado invitan al optimismo, en cuanto a la
indiscutible apuesta por un modelo fuerte de educación para la ciudadanía en la formación obligatoria
del sistema educativo español. Pero, exactamente en consonancia con esa apuesta fuerte, en el ámbito
estrictamente curricular, además de crear una asignatura propia y de situar la competencia ciudadana
como una de las ocho competencias básicas de la educación obligatoria, eso significaría también
desarrollar el resto de áreas y materias con ese eje formativo, a modo de núcleo central junto con el
resto de competencias básicas. Además, se abandona la opción de espacios curriculares paralelos, como
la tutoría, el proyecto de investigación de síntesis o las actividades solidarias externas, que podrían
significar momentos idóneos de implementación práctica y transversal para el ejercicio de la ciudadanía.
En resumen, entendemos que el currículo olvida sistemáticamente aspectos relacionados con las
capacidades siguientes:
• La capacidad de diseñar proyectos de vida y, por lo tanto, la potestad de elección del individuo en
un marco social de libertad y en un contexto dinámico cuyos límites se han abierto
extraordinariamente en las últimas décadas. Si bien la propuesta curricular ofrece pistas en este
sentido, se echan en falta criterios de evaluación referidos a la identificación y autocrítica de las
propias opiniones y las de los demás; a la clarificación personal de valores y a la autorregulación de
la propia conducta; a la depuración de prejuicios y actitudes discriminatorias, y también en la
habilidad de construir sueños que puedan tener visos de realidad.
• La capacidad de relacionarse con otros individuos y de comunicarse para alcanzar sus metas
mediante la creación de asociaciones y grupos, vinculados a su vez con otras asociaciones o grupos,
en un modelo de relaciones delimitado por la tolerancia y el respeto. Más allá del conocimiento de
los recursos de apoyo social que ofrece el entorno, la formación obligatoria debe promover la
habilidad por iniciar relaciones con personas que comparten los mismos intereses, y de saber
aprovechar las sinergias derivadas de esas relaciones; además, lo que se pretende es que, más allá
del uso del diálogo como herramienta para abordar las relaciones con los demás, debe incidirse en
la capacidad de disentir y, complementariamente, de llegar a acuerdos, asumiendo las
repercusiones personales cuando no se consiguen los propósitos deseados. Además, parece un
error importante que en todo el redactado no hayan referencias a la competencia intercultural, o a
la necesidad de desarrollar habilidades sociales vinculadas a la realidad culturalmente diversa, más
aún cuando los medios de comunicación y los líderes de opinión asocian con demasiada facilidad la
nacionalidad a la ciudadanía.
• La capacidad de actuar responsablemente sobre el medio, en un marco que viene definido por el
uso adecuado de ese medio considerado como bien común que hay que aprender a compartir, no
solo con los coetáneos sino con los que están por venir. Es un error importante que las referencias
al bien común estén en el mismo saco que la función de los impuestos o la seguridad social, y
olviden ese vector de responsabilidad que surge de pensar en la herencia, cultural y natural, que
dejamos a generaciones futuras. No es únicamente una dimensión de orden material, vinculada al
modelo económico, sino que también se refiere a un elemento menos tangible, como es el de las
creencias y los credos que dan explicación de las relaciones de uno mismo con el entorno. De la
consideración de ese entorno, en términos de apropiárselo o compartirlo, de conservarlo o
modificarlo, de mejorarlo o empeorarlo, se derivarán consecuencias morales de honda
transcendencia. Sobre estos elementos, de fuerte connotación ética, el documento curricular no
ofrece pista alguna.
Referencias
Davies, Ian; Evans, Mark; Reid, Alan (2005) “Globalising citizenship education? A critique of ‘global
education’ and ‘citizenship education’”. British Journal of Educational Studies, vol. 53, núm. 1, pp.
66–89.
Eurydice (2005) La educación para la ciudadanía en el contexto escolar europeo. Bruselas: Eurydice.
Montesquieu (1735 [2002]) Del Espíritu de las Leyes. Madrid, Tecnos (5ª ed. reimp.).
Pangle, Thomas L. (1973) Montesquieu’s Philosophy of Liberalism. A Commentary on The Spirit of the
Laws. Chicaco, The University of Chicago Press.
Peces‐Barba, Gregorio (2007) Educación para la ciudadanía y derechos humanos. Madrid, Espasa.