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1/7/2018 Astronomía: La literatura y las estrellas | Opinión | EL PAÍS

OPINIÓN

PIEDRA DE TOQUE ›

La literatura y las estrellas


Los astrónomos son seres extraños, que duermen de día y trabajan de
noche y que, como los vampiros, operan en las sombras y la luz que los
guía no es de este mundo
MARIO VARGAS LLOSA

1 JUL 2018 - 00:00 CEST

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El punto más alto en La Palma (Islas Canarias) está a unos 2.400 metros, en el Roque de
los Muchachos, unos roquedales que a la distancia y con algo de imaginación parecen
figuras humanas. Aquí se respira un aire tan puro como el de Arequipa, la tierra en que
nací, y es muy hermoso contemplar, allá abajo, a nuestros pies, una alfombra de nubes
que se extiende como un mar en todas direcciones hasta el remoto horizonte. Pero lo
más pintoresco del lugar acaso sean unos cuervos sociables que posan con coquetería
para las fotografías de los turistas a cambio de un puñado de comida.

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Al parecer este pedazo de tierra tiene la atmósfera más diáfana de Europa y acaso del
mundo y eso explica la existencia del Observatorio, compuesto de enormes telescopios
nocturnos y solares construidos en esta cumbre por diversos países, y que, desde
mediados de los años ochenta del siglo pasado, atraen aquí astrónomos de todo el
planeta. Son seres extraños, que duermen de día y trabajan de noche, y que, como los
vampiros, operan en las sombras y la luz que los guía no es de este mundo sino la de allá
arriba, muy arriba, quiero decir la que emiten o emitieron hace millones de años los
astros que navegan (o navegaron antes de desaparecer) por el infinito universo.

Si la belleza de esta isla, una de las más pequeñas de las Canarias, con sus bosques,
playas, cerros y parques naturales es grande durante el día, el verdadero milagro se
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cabeza, tiene al infinito universo. La cosa es todavía más espectacular
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ayuda de las lentes de los telescopios, se empieza a navegar por los espacios siderales y

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a acercarse a aquellos bólidos y, por ejemplo, se tiene la sensación de ser un astronauta


que se pasea por el cielo rugoso de la Luna, entre cráteres gigantescos, obra de los
aerolitos que la han ido bombardeando a lo largo de los millones de años de existencia
que tiene aquella aglomeración de planetas.

¿No es abrumador y paralizante trabajar en un dominio que abarca


el desmesurado infinito?

Creo que en los dos días apenas que pasé allí he aprendido más cosas que en todos los
otros viajes que he hecho en mi vida. Por ejemplo, que nada se parece tanto a la
literatura como la astronomía porque en ambas la imaginación es tan importante como
el conocimiento y que, sin aquella, éste no progresaría en absoluto. Los astrónomos que
hay en el Observatorio y, en especial, su director, el profesor Rafael Rebolo López,
armados de paciencia y sabiduría, dan elocuentes respuestas a todas mis preguntas,
que siempre me suscitan nuevas preguntas y, de este modo, la conversación salta la
débil frontera que en esta disciplina separa (y a menudo confunde) la física de la
metafísica.

¿No es abrumador y paralizante trabajar en un dominio que abarca el desmesurado


infinito, el tiempo sin tiempo que es la eternidad? Sí, tal vez. Pero, para evitar aquella
parálisis, ha surgido la teoría del Big Bang, que pone un punto de partida —una explosión
de la materia ocurrida hace más de trece mil millones de años y que prosigue su eterna
expansión por el espacio sin término— a esa eternidad y, aunque ambos conceptos sean
incompatibles, permite a los científicos trabajar con menos incertidumbre. ¿Y si la teoría
del Big Bang es popperianamente “falseada” en un momento dado? Surgirá otra que
rectificará lo alcanzado hasta el momento y permitirá progresar por una vía distinta. ¿No
es esa la historia de todas las ciencias, sin excepción?

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descubrimiento —tener
parientes en algún rincón perdido del universo— podría ocurrir en algún momento del
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futuro. ¡Y a ver si esos humanoides venusinos o marcianos se parecen a los de la ciencia


ficción o son más originales que los inventados por la fantasía literaria!

¿Qué posibilidades hay de que el pequeño planeta Tierra desaparezca por el impacto de
un gigantesco aerolito que sería miles de veces más grande que el que cayó por Siberia
hace más o menos un siglo devastando un enorme territorio? Muchas, si se tiene en
cuenta que muy a menudo se registran en el espacio sideral accidentes, es decir,
hecatombes gigantescas que resultan de desvíos de sus órbitas, o de falta de órbitas, en
las trayectorias de ciertas formaciones díscolas; y pocas si se considera que no ha
ocurrido todavía en la larguísima historia registrada del astro terráqueo. Pero, desde
luego que, como hipótesis, podría ocurrir mañana y devolver todo lo que existe en
nuestro entorno a la nada de la que salió hace algunos milloncitos de años. Vistas desde
la perspectiva de las estrellas, qué estúpidas y mínimas parecen las guerras y todas las
violencias de que está impregnada la historia de la humanidad.

Qué estúpidas parecen las guerras y las violencias que impregnan la


historia de la humanidad

Pregunto al grupo que me rodea qué porcentaje de astrónomos es creyente y, luego de


cambiar pareceres, me dicen que probablemente un veinte por ciento; los demás son
agnósticos o ateos. Uno de estos amigos se apresura a marcar la diferencia: “Yo soy
creyente”. Y añade: “Y me siento perfectamente cómodo compatibilizando mi religión
con todo lo que descubre o descarta la ciencia”.

Es cierto lo que dice, sin duda, y debe serlo también para esa quinta parte de astrónomos
cuya fe resiste a ese cotejo cotidiano a que están sometidas sus creencias religiosas con
las revelaciones —no sé si llamarlas estupendas o terribles— que les hacen las estrellas.
Pero yo entiendo mejor a las otras cuatro quintas partes de científicos a los que su diario
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billones de estrellas sembradas a lo largo de un espacio sin fronteras, ACEPTAR
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sosteniéndose mutuamente, arrojando luz o recibiéndola, y qué pobres las explicaciones
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de las religiones inventadas para estas inexplicables preguntas: ¿cómo fue posible todo
esto? ¿Pudo ser puro azar, conjunciones y constituciones misteriosas como
casualidades, las que, de pronto, en ese universo helado hicieron brotar la vida, aquí, en
ese planetita sin luz propia que es el nuestro? ¿Es más o menos convincente que fuera
no el azar sino un ser superior, dotado de infinita sabiduría, el que, tal vez aburrido de su
eterna soledad, creara esta maravilla tenebrosa que es la historia humana? Las mejores
respuestas —las más bellas e imaginativas— a estas preguntas, posiblemente no estén
en las estrellas ni en la religión, sino en la literatura.

Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Ediciones EL PAÍS, SL, 2018.

© Mario Vargas Llosa, 2018.

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