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Fundadores de la Psicología Social

de James A. Schellenberg

Mead, un rebelde tranquilo


George Herbert Mead nació en 1863 en South Hadley, Massachussets, donde su padre era un pastor
congregacionalista. Siete años más tarde los Mead se trasladaron a Oberlin, Ohio, donde el reverendo
Hirkmblead pasó a ser profesor de oratoria en el Seminario Teológico de Oberlin. No se conservan
muchos datos sobre los primeros años de George Mead en Massachussets y Ohio, aunque se le ha
descrito como un chico “cauto, de suaves modales, amable y bastante tranquilo”. Sí sabemos que
cuando era estudiante en el Oberlin Collage experimentó un sentimiento de liberación respecto a su
anterior aprendizaje, especialmente cuestionando las opiniones teológicas de su adolescencia. Fue, sin
embargo, una rebelión relativamente tranquila y encubierta, no dando ocasión a escenas tormentosas
con sus padres. Al morir su padre, la madre empezó a enseñar, siendo más tarde presidenta de un
colegio universitario en Mt. Holyoke, durante diez años. Las relaciones entre la pundonorosa y altiva
madre y su tranquilo hijo no fueron tirantes, aunque se sabe que evitaban discutir sobre espinosos
temas filosóficos. Mientras tanto George continuaba su gradual proceso de liberación intelectual, que
le llevó, según dijo una vez, veinte años para desaprender lo que le habitan enseñado en sus primeros
veinte.
En el Oberlin College trabó una gran amistad con Henry Castle, quien continuó siendo el amigo más
íntimo de George hasta la muerte de aquél en un accidente en 1893. Una vez que finalizó sus estudios
del primer ciclo universitario, durante cuatro años intentó sin éxito enseñar en la escuela (fue
expulsado a los cuatro meses por problemas disciplinarios), logrando mejores resultados en un equipo
topográfico al servicio de una colonia ferroviaria. Después Henry convenció a George para que se
fueran a estudiar juntos a Harvard, donde Mead se familiarizó con William James; de hecho, vivió en la
casa de James, siendo tutor de sus hijos. En aquella época, sin embargo, la psicología y la filosofía de
William James no causaron un gran impacto en Mead. Recibió una influencia mucho mayor de Josiah
Royce, quien estaba preparando su interpretación del idealismo hegeliano. El nuevo sistema filosófico
le resultó apasionante, pues, como Mead diría más tarde, «no volvería a ser (la filosofía) la sierva de la
teología, ni un texto de lógica formal y ética puritana. Era una textura de ideas fluyendo libremente,
que abría la puerta a más amplias cuestiones sobre la naturaleza de la experiencia humana.
Después de un año en Harvard, George Mead se reunió con Henry Castle en Leipzig, Alemania, donde
prosiguió cortejando a la hermana de Henry, Helen. George y Helen Mead se casaron en 1891, justo
antes de volver a los Estados Unidos. En aquel tiempo George había estado estudiando en la
Universidad de Berlín psicofisiología. Su amigo Henry, explicaba su interés de entonces por el deseo de
evitar la controversia religiosa a su vuelta a América. “Él piensa –escribía Castle- que le seria difícil
tener la oportunidad de expresar opiniones filosóficas con cierta independencia; por otra parte, había
encontrado en la psicología fisiológica un «territorio inocuo». Sin embargo, en 1891, cuando Mead
recibió una invitación para volver a Estados Unidos y enseñar en el departamento de Filosofía de la
Universidad de Michigan, aceptó inmediatamente. Dejó sin terminar el doctorado en Berlín y se
trasladó con su esposa a una nueva casa en Ann Arbor, Michigan.
Fue en la Universidad de Michigan donde el esquema básico de la filosofía de Mead comenzó a tomar
forma. Allí el ambiente le pareció especialmente favorable. En primer lugar, John Dewey acababa de
ser nombrado jefe del departamento. Dewey, el igual que Mead, había experimentado el idealismo

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hegeliano como una fuerza liberadora, y ambos se dedicaban ahora a la búsqueda de una
fundamentación más científica para la filosofía. Vieron la necesidad de una base con una mayor
orientación tanto biológica como social, y consideraron que la obra de William James (cuyos, Principios
de Psicología acababan de publicarse) ofrecía nuevas e importantes líneas para elaborar una ciencia de
la mente. Pero ni Mead ni Dewey habían formulado todavía con claridad su propia posición ante la
filosofía o la psicología. En Michigan también estaba un joven llamado Charles Cooley preparando su
tesis doctoral sobre economía. Cooley estaba muy interesado en algunas de las ideas que encontró en
los escritos de Adam Smith acerca de cómo las personas deben ponerse en la posición de los otros si
quieren actuar con eficacia en la sociedad. La importancia de esa imaginación simpatética fue expuesta
por Cooley a través de la idea del “yo espejo”. El yo se desarrolla, según Cooley, como reflejo de las
evaluaciones de los otros, idea que Mead incorporaría en su concepción del papel asumido o «role-
taking». De hecho, Mead llevó la idea más lejos que Cooley, al cuestionarse los orígenes de la mente
que Cooley aceptaba como algo dado.
Durante los tres años que estuvieron juntos en la Universidad de Michigan, Dewey, Mead y Cooley
elaboraron los ingredientes básicos de su orientación común sobre la psicología social, orientación que
más tarde se denominaría interaccionismo simbólico, del que Mead sería su portavoz más autorizado,
a pesar de la mayor fama de Dewey. Pese a todo, en esa época todavía no se habían formulado ni
enunciado sus principios. George H. Mead acaba de comenzar su cartera como filósofo. Había decidido
acuñar su filosofía con fundamentos científicos, sin dar por supuesta la existencia de entidades básicas
como el alma o la mente. No tenía claro, con exactitud, adónde le llevaría esto.

Un filósofo en Chicago
Cuando William Rainer Harper estaba organizando la Universidad de Chicago pensó en fortalecer
especialmente tres departamentos: el de Clásicas, el de Semíticas y el de Filosofía. James Hayden
Tufts, filósofo y colaborador de Harper en las tareas organizativas, sugirió el nombre de John Dewey
para la jefatura del departamento de Filosofía. Cuando se le ofreció a Dewey el puesto lo aceptó y
mostró el deseo de llevar con él a un joven filósofo de la Universidad de Michigan. De este modo
George Mead fue en 1894 a la Universidad de Chicago como profesor ayudante de Filosofía.
La nueva escuela, bajo el liderazgo de Dewey, fue reconocida como el centro de un movimiento
filosófico que se empezó a llamar pragmatismo. Tufts, Dewey y Mead abogaban por un enfoque
filosófico que identificaba el significado de las ideas con sus consecuencias prácticas. Diez años
después Dewey marchó a Columbia, pero Mead permaneció en Chicago durante muchos años. Cuando
murió, en 1931, a los sesenta y ocho años, todavía era allí profesor de filosofía.
Durante los casi cuarenta años que Mead enseñó en Chicago, esta ciudad se mantuvo como el centro
del pragmatismo americano. John Dewey continuó siendo el líder intelectual del grupo aun años
después de marcharse, pero no se puede decir que fuese sólo una escuela de los discípulos de Dewey.
Se compartía una orientación general, pero cada uno tenía su área propia de especial interés.
Un tema central en la filosofía de esta escuela de Chicago fue la preocupación por los procesos, el
considerar las ideas como parte del devenir de la actividad. Toda la vida es actividad, actividad que se
despliega de forma natural y está organizada por objetivos que emergen y cambian en el proceso del
devenir mediante el ajuste y el reajuste. Se admite, por lo general, que esta fue la esencia de la
filosofía pragmática que se gestó en Chicago.

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Aunque John Dewey se marchó de Chicago en 1904, él y George Mead conservaron una gran amistad
durante el resto de sus vidas. Mead permaneció en Chicago, llegando a ser decano de la Facultad de
Filosofía, aunque también aceptara una oferta de Columbia poco antes de morir. Mead casi siempre
reconoció el liderazgo de Dewey, y no se sabe que criticara en público ninguna de las ideas de Dewey.
Las objeciones que expresó en privado sobre los escritos de Dewey fueron mínimas; cuando en cierta
ocasión, mucho tiempo después. Se le preguntó si creía en realidad lo que Dewey decía en The Quest
for Certanty, respondió: « ¡Hasta la última palabra!» Por su parte, Dewey admitió la influencia es
especial de Mead en la psicología social; las ideas de Mead «revolucionaron mi propio pensamiento,
aunque capté con cierta lentitud todas sus implicaciones».
Generalmente se admite que Mead tuvo una influencia especial en el artículo que Dewey publicó en
1896, «The Reflex Arc Concept in Psychology». Este trabajo establece las ideas clave de la que llegaría
a ser conocida como la escuela funcionalista de psicología, sirviendo además de base a gran parte de la
crítica contra el posterior movimiento conductista. Los conceptos de estímulo y de respuesta, que por
aquel entonces la psicología incorporó de la fisiología, fueron criticados por Dewey, ya que suponían
distinciones artificiales en el proceso fluido de la acción de un organismo. Los rasgos importantes de
esta actividad en progreso no son las partes específicas de la sensación, la atención y la acción, sino el
modo en que la actividad como un todo se organiza y se reconstituye en el ajuste progresivo del
individuo. En vez de una psicología diferencial de los distintos procesos, Dewey abogaba por una
concepción más unificada. De este modo el estímulo sensorial se convierte en aquella fase de la
actividad que implica definición y coordinación, difiriendo en parte según las diferentes definiciones
que recibe. A su vez, la respuesta motora es aquello que completa la actividad coordinada, y también
varía según las definiciones y los fines que dirigen el acto. Hay que admitir estas funciones ampliadas
de la acción en progreso si se quieren interpretar adecuadamente las actividades sensorial y motora.
Mead no publicó ningún artículo importante sobre filosofía o psicología antes de comienzos de siglo, y
sólo escribió alrededor de dos docenas de artículos importantes durante el resto de su vida. Todos sus
libros se publicaron después de su muerte, resultando en su mayoría una recopilación de los apuntes
de sus alumnos.
El impacto de Mead fue mayor en la clase que mediante la letra impresa, al menos mientras vivió. Pero
sus clases tampoco eran lecciones magistrales. Apenas miraba a los estudiantes y hablaba de forma
inexpresiva, mirando el techo o a la ventana, se sentaba y daba la clase, lentamente, sobre el tema del
día.
A pesar de su estilo más bien distante en el aula, Mead causó un gran impacto en sus estudiantes
cuando exponía su filosofía, muy adecuada al talante de las ciencias sociales que surgían en América,
pionero en el espíritu, científico en el método y reformista en la aplicación. Chicago fue el centro de
aprendizaje de muchos de los científicos sociales relevantes de América en la primera mitad del siglo
XX. Las clases de George Mead ocuparon un lugar especialmente notable en la educación de muchos
de ellos.
Las personas que mantuvieron contactos informales con Mead, normalmente se sintieron más
impresionados que las que lo conocieron sólo como profesor. Era un hombre apuesto, alto, de 90 kilos
de peso, que se mantuvo físicamente activo durante toda su vida. Tenía una fama muy amplia de
intereses que incluían no solo la filosofía y la ciencia social, sino además las ciencias naturales, la
música, el arte y la literatura. Se ha dicho que era capaz de citar de memoria a John Milton durante
dos horas seguidas, así como partes extensas de Shakespeare, Wordsworth y Keats. Sus múltiples
aficiones le hacían un gran conversador. Su colega, Tufts, le llamó “el conversador mis interesante que

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he conocido”. Los estudiantes que lo conocieron fuera de la clase solían admirarle. Por ejemplo, un
estudiante graduado que fue a Chicago en 1900 relataba:
Asistí a las clases y seminarios de Mead. No le entendía en el aula, pero Mead mostró gran
interés por mi experimentación con animales y pasó domingos enteros en mi laboratorio
observando mis ratas y mis monos. Comencé a entenderle en su casa a partir de estas muestras
de camaradería. Era el hombre más amable y refinado que jamás conocí.
Este estudiante se convertiría más adelante en el portavoz del conductismo americano, John B.
Watson.

El conductismo social de Mead.


Charles Morris en el prefacio a la edición de sus apuntes de clase de Mind, Self and Society, eligió una
frase de Mead que éste había usado de modo bastante incidental. El Conductismo social es la etiqueta
que Morris aplicó para resaltar la fundamentación social y naturalista del pensamiento de Mead.
Aunque esta caracterización es, en general, adecuada, debemos distinguir con claridad el conductismo
de Mead de aquel (asociado normalmente con John B. Watson) que se hizo popular en los círculos
psicológicos durante los últimos años de Mead. El conductismo de Watson no dejaba lugar a la mente
o a conceptos mentalistas en el estudio de la conducta. Para los conductistas watsonianos, si la
psicología ha de llegar a ser científica (y debe hacerlo) es necesario que abandone todos los conceptos
que no pueden observarse desde el exterior. Aunque Watson y Mead eran amigos personales, cuando
Watson trabajaba en el laboratorio de psicología en Chicago, el conductismo de Mead estaba muy
lejos del de Watson. Para Mead la mente era la preocupación principal en la investigación psicológica,
y no debía proscribirse ante la dificultad de una medición objetiva, Pero los acontecimientos mentales
había que considerarlos en su contexto conductual. Y es en este sentido más amplio en el que la
psicología social de Mead puede considerarse como conductista. En palabras de Mead: La psicología
social es conductista en el sentido de que parte de una actividad observable -el proceso social dinámico
en devenir y los actos sociales que son sus elementos integrantes- que ha de ser estudiada y analizada
científicamente. Pero no es conductista en el sentido de pasar por alto la experiencia interna del
individuo, la fase interior de ese proceso o actividad (Mead, 1934, página 7).
Watson y Mead compartían la determinación de tomar el contexto conductual de los sucesos, más que
una mente con existencia independiente, como punto de partida de la investigación psicológica.
Mead rechazó una característica que en particular se suele asociar con el conductismo; esto es, la
tendencia a reducir un fenómeno a sus unidades más simples de conducta. Por el contrario, Mead dijo:
«La conducta de un individuo sólo puede entenderse en base a la conducta de todo el grupo social del
que él es miembro» (Mead, 1934, pág. 6), ya que es este grupo el que suministra el contexto a los
actos individuales. El método de Mead procedía desde las fuerzas sociales más generales a los
pequeños acontecimientos de la conducta individual. De esta forma elaboró una psicología muy a tono
con el «funcionalismo» de Dewey, que rehuía el limitar la atención a las unidades elementales de la
conducta. Había que entender los actos sociales como un proceso completo y no como la suma de
estímulos y respuestas particulares. Mead expresaba así este punto:
El acto social no se explica construyéndolo a partir del estímulo más la reacción; debe ser considerado
como un todo dinámico -como algo que está sucediendo- y ninguna de sus partes puede ser entendida
por sí misma; se trata de un proceso orgánico complejo que se halla implícito en cada estímulo y
respuesta particulares (Mead, 1934, p. 7).

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La concepción de actividad mental de Mead -su teoría de la «mente»- se basaba en una comprensión
de los gestos sociales. En su análisis de los gestos se inspiró, en particular, en los escritos de Charles
Darwin y Wilhelm Wundt.
El darwinismo proporcionó el marco general, donde Mead resaltaba el carácter emergente de la
mente, mediante procesos de ajuste biológico. En particular, vio en la obra de Darwin, Expression of
Emotions in Man and Animals, la base para considerar los gestos animales como el punto de partida de
su análisis del lenguaje humano. Darwin había llamado la atención sobre aquellas instancias en que las
partes iniciales de un acto de un animal provocan modificaciones en la respuesta siguiente de otro.
Darwin se interesó en estos gestos por su valor para expresar emociones interiores. Por ejemplo, en
una pelea entre perros, los actos de cada perro son estímulos que modifican las respuestas del otro.
Mead cuestionó los presupuestos de la interpretación sobre los gestos sociales de Darwin, aunque le
impresionó la significación de los actos sobre los que Darwin había llamado la atención.
Wundt, según Mead, había visto con más claridad que Darwin la significación de los gestos sociales de
los animales. El vio que no expresaban emociones internas, sino que reflejaban una realidad externa.
Eran partes de actos complejos en los que los individuos respondían a los actos de los otros. Esto le
llevó a considerar tales gestos como partes de la interacción social más que como expresiones de
sentimientos individuales. El acto social implica dos o más individuos, y sus acciones les afectan a los
dos y a cada uno de ellos a la vez. Los gestos son «aquellas frases del acto que operan el ajuste a la
respuesta del otro» (Mead, 1934, pág. 45). Wundt, dijo Mead, se dio cuenta de que los gestos podían
servir de inicio a la conciencia de sí. El seguimiento de esta línea fue la contribución más notable de
Mead a la psicología social.
Si enfocamos la conducta humana a partir del estudio general de los gestos animales, advertimos que
una gran cantidad de conducta no llega a realizarse hasta el final. Un acto puede iniciarse, pero el que
se complete a veces está limitado por una inhibición y un control voluntario mayores que los
observados en los animales inferiores. Los gestos que se ofrecen al iniciarse los actos, sin embargo,
pueden implicar parte del acto pleno aunque éste no se complete. El significado surge al anticipar las
consecuencias y no a partir de lo que realmente vaya a suceder más tarde. «El sentimiento de
disposición para coger o leer un libro, cavar un hoyo o tirar una piedra son la materia a partir de la cual
surge el sentido del significado del libro, del hoyo o de la piedra» (Mead, 1910, pág. 399). Estas
anticipaciones de la acción que va a seguir a continuación, cuando pasamos a los actos sociales,
pueden implicar significados para todos ellos, aunque no se completen posteriormente. Pero la
anticipación es crucial en sí misma, al permitir la creación mediante gestos (es decir, a través de partes
incipientes de un acto) de aquello que puede asociarse con el acto completo. Cuando esto se hace de
forma más explícita, tenemos la base de la autoconciencia.
Algunos gestos son importantes porque representan la misma cosa para todos los participantes en el
acto social. Son especialmente susceptibles de acortarse (posibilitando el que un simple gesto sea
portador de un significado mayor), lo que no sucede con otros actos. Esto permite que un individuo se
coloque más fácilmente en el lugar de otro y percibir la plenitud del acto que se está llevando a cabo.
Para Mead el gesto vocal era un ejemplo de especial importancia. «El gesto vocal reviste una
importancia peculiar, ya que incide sobre un individuo en la misma forma en que incide sobre otro»
(Mead, 1922, pág. 160). Esos gestos pueden ser vehículo de una gran cantidad de significados
compartidos en forma cada vez más condensada, por lo que se utilizan, de modo creciente, en sus
formas abreviadas simplemente como vehículos de este significado. Se convierten en lo que Mead
llamaba «símbolos significantes». Los gestos se convierten en símbolos significantes cuando suscitan
una respuesta implícita en sus creadores que se empareja con la respuesta explícita de otros. «La

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conciencia del individuo, según Mead, depende, pues, de asumir la actitud del otro hacia sus propios
gestos» (Mead, 1934, página 47). Estos símbolos significantes suponen en los seres humanos la base
del lenguaje. Además, se con vierten en la sustancia del pensamiento humano, ya que, para Mead, la
mente o la inteligencia sólo resulta posible mediante una conversación interiorizada de gestos.
El significado incluido en estos símbolos significantes es siempre social por naturaleza, ya que un
símbolo «presupone siempre, para que sea significativo, el proceso social de experiencia y conducta en
que surge» (Mead, 1934, pág. 89). Este proceso social se refiere primordialmente a los grupos
humanos, grupos que actúan conjuntamente y comparten en común los símbolos significantes para
llevar a cabo esa acción.
La individualidad, de acuerdo con Mead, surge de las mismas condiciones que son responsables del
desarrollo de la «mente», emergiendo así los símbolos significantes de los actos sociales. Una persona
(self) es cualquier individuo en cuanto objeto social para sí. El ser un objeto social para sí significa que
el individuo adquiere para sus gestos significados similares a los que tienen para aquellos que le
rodean.
A partir de esta capacidad de un individuo para asumir el rol de otros individuos hacia sí se desarrolla
lo que Mead llama el «otro generalizado». El otro generalizado es el conjunto organizado de actitudes
comunes a un grupo, y que son asumidas por el individuo como contexto para su propio
comportamiento. No se trata sólo de asumir el rol de otros individuos; el individuo debe asumir
además la actitud del colectivo como un todo. Esto es esencial para desarrollar una organización
consciente de la conducta, puesto que «sólo en la medida en que incorpora las actitudes del grupo
social organizado al que pertenece... desarrolla un yo integral» (Mead, 1934, pág. 155). Desde el punto
de vista de la sociedad, las formas complejas de la organización humana acaecen sólo en virtud de la
capacidad de los individuos implicados para asumir las actitudes generalizadas de los otros.
La capacidad para organizar las actitudes de los otros no se desarrolla en seguida. Su emergencia
puede identificarse en base a dos etapas principales del desarrollo.
En la primera etapa «el yo del individuo se constituye sólo mediante una organización de actitudes
particulares de otros individuos hacia él mismo y entre sí en aquellos actos sociales específicos en los
que participa» (1934, página 158). Esta etapa recibe a veces el nombre de etapa del «juego» (play),
sugiriendo un nivel de toma y daca personal.
En contraste, es en la etapa del «juego de reglas» (game) cuando las actitudes de los otros se asimilan
en un otro generalizado coherente. En este caso «las actitudes sociales o grupales entran en el terreno
individual de la experiencia directa, y se incluyen como elementos en la estructura o constitución de su
yo (pág. 158).
Mead, para ilustrar la noción del otro generalizado y cómo funciona la segunda etapa del desarrollo
del yo, hace referencia a un equipo de béisbol. El individuo participa en el juego sólo cuando asume la
estructura completa de expectativas de los otros, encarnada en las reglas del juego y en los objetivos
de su equipo.
El deporte tiene una lógica, lo que hace posible esa determinada organización de la persona: es preciso
conseguir un objetivo definido, las acciones de los distintos individuos están todas relacionadas entre
sí con referencia a ese objetivo, de modo que no entren en conflicto; ... están interrelacionadas de
modo unitario, orgánico, (1934, pp. 158-59).

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A partir de esta incorporación de las expectativas organizadas emerge una organización sistemática de
la personalidad. Siguiendo con la cita de Mead:
El deporte constituye, así, un ejemplo de la situación en la que surge una personalidad organizada. En
la medida en que el niño adopta la actitud del otro y permite que esa actitud del otro determine qué
cosa hará en relación a un objetivo común, en esa medida se convierte en un miembro orgánico de la
sociedad (p. 159).
El yo, una vez desarrollado en plenitud, sin embargo, no es estático. Siempre cambia en la medida en
que lo hace la experiencia del grupo al que pertenece el individuo. Pero esta no es la única base sobre
la que se efectúa el cambio de la persona, como Mead aclara en su distinción entre el «mi» (me) y el
«yo» (1) como dos fases de la persona (self). El «mi» es la organización convencional y habitual de la
persona. Se compone de las actitudes de los otros en cuanto organizadas como las para la propia
conducta. Puesto que incorporamos estas actitudes de los otros para formar nuestra propia
autoconciencia, el «mi» es además la persona como objeto del que tenemos conciencia cuando
atendemos a nuestro propio comportamiento.
Pero si la persona estuviera sólo integrada por el «mi», sería un simple agente de la sociedad. Nuestra
única función sería reflejar las expectativas de los otros. Pero existe algo más que el «mi», insistía
Mead, a pesar de que el «mi» es aquello de lo que solemos ser más conscientes cuando nos
comportamos. A ese algo más lo llamó Mead el «yo», refiriéndose a los aspectos activo e impulsivo de
la persona. Lo que hacemos cuando respondemos a nuestra imagen de la persona (el «mi»), nunca es
exactamente igual a esa imagen. Se crea algo nuevo entre la reflexión y la acción, y este algo nuevo en
acción es el «yo» de Mead. El «yo» es, pues, el aspecto innovador y creativo de la persona, que
posibilita el que nuevas formas de conducta emerjan en la acción. Las acciones no están únicamente
determinadas por el pasado, ni están totalmente definidas por planes autoconscientes que diseñamos
cuando comenzamos un acto. La parte actuante de la persona, el «yo», impulsa, por lo general, la
acción hacia adelante, aunque nunca del todo, según las rutinas pautadas por la autoconciencia
reflexiva del «mi».

La mente en acción.
Nuestro tratamiento sobre el pensamiento de Mead ha resaltado el tema de la acción en progreso.
Este es el aspecto conductista de Mead, atribuyendo su significado más al devenir de la conducta
social que a las cualidades interiores de la mente. Para Mead el acto social era la unidad adecuada del
análisis psicosociológíco. Un acto, sin embargo, debe considerarse que incluye aspectos tanto internos
como externos, ya que Mead no era un conductista en el sentido de restringir la atención al
comportamiento externo.
El acto, según el análisis de Mead, posee típicamente cuatro fases que pueden identificarse como el
«impulso», la «fase perceptiva», la «manipulación» y la «consumación». El impulso pone en marcha el
acto; la fase perceptual le proporciona dirección; la fase de manipulación suministra la ejecución, y la
consumación es la experiencia final que acarrea el acto. En los seres humanos es especialmente
importante la fase manipulativa, puesto que es cuando entramos, de hecho, en contacto con la
realidad. En este punto Mead concedió un papel crucial a la mano en el desarrollo de la naturaleza
específicamente humana. Es con la mano y su maravillosa flexibilidad mediante la que aprendemos los
diferentes medios que se pueden usar para alcanzar nuestros fines. Y esta conciencia de los varios
medíos posibles amplía enormemente el carácter autorreflexivo de los seres humanos. Los animales
inferiores apenas pueden diferenciar las etapas perceptiva y consumatoria de los actos; sin embargo,

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los contactos manuales del hombre, median entre los comienzos y los fines de sus actos,
proporcionando una cantidad de maneras distintas de hacer las cosas y, de este modo, invitan a que
impulsos alternativos se expresen en la realización de sus actos, cuando surgen obstáculos e
impedimentos. Las manos del hombre han tenido gran importancia para quebrar los instintos fijos
(Mead, 1934, página 363).
Aunque el acto pueda ser analizado como una unidad de la conducta individual, el contenido de un
acto humano es típicamente un contenido social. Es social no sólo en el sentido de que acaece en un
escenario que implica a más de un individuo; es también social en el sentido más profundo de que los
juicios reflejados de los otros median entre la iniciación y la ejecución del acto. No es sólo que otra
gente esté presente a nuestro alrededor lo que hace que nuestros actos sean sociales; es mucho más
importante todavía el que la gente está presente dentro de nosotros.
Los otros están presentes en nosotros mediante la representación simbólica. El símbolo significante
que hace posible la autoconciencia y la acción reflexiva de los seres humanos, lleva aparejado además,
para la comunidad humana, los ingredientes del lenguaje. Es mediante el lenguaje como nosotros, en
cuanto humanos, somos capaces de poseer una inteligencia plenamente reflexiva. Y este lenguaje
emerge -para el hombre, en general, en su desarrollo cultural, así como para el individuo, en
particular, en su ciclo vital- a través de una conversación de gestos con otros individuos. Así, pues, es
mediante el uso de símbolos significantes, primero junto a otros y sólo después dentro de nosotros en
cuanto pensamiento, como llegamos a ser los tipos característicos de seres que somos. Esta
importancia central de la naturaleza societal y simbólica de la acción humana es la que ha originado la
denominación común de «interaccionismo simbólico» para el esquema de referencia de la psicología
social, pero es además una filosofía más general de la naturaleza humana.
La estrecha continuidad entre la mente individual y la sociedad es la que lleva a Mead a aplicar una
filosofía pragmática a la acción social similar a la de la acción individual. Se considera que los actos de
los individuos son guiados por la imaginación social, es decir, por concepciones socialmente basadas
de lo que es probable que suceda. Del mismo modo, la acción en la sociedad está guiada por una
anticipación imaginativa de lo que puede llegar a ser.
El propio Mead tomó parte activa en los círculos de reforma social de Chicago y de Illinois. Amigo
íntimo de Jane Addams, participó en los movimientos de asentamientos urbanos en general, y en la
Hull House de Chicago en particular. También participó activamente en diversos movimientos para
mejorar la educación pública y el papel de las organizaciones laborales. La reforma social le parecía un
medio natural para que una mentalidad socialmente enraizada se expresara en la acción. «Tiene que
ser posible que... », era la frase que el hijo de Mead recordaba como la más característica en el
enfoque que su padre daba a los problemas sociales (Dewey, 1931, página 312), y una vez aceptada la
posibilidad se disponía a considerar cómo podía ponerse en práctica. Esa era la expresión natural de la
filosofía pragmática de Mead, aplicada a un mundo en constante cambio, pero en el que los valores
humanos debían de ser inteligentemente estructurados y en continua reestructuración. Mead
expresaba así esta filosofía en The Philosophy of the Act:

Todos nosotros estamos, en cierto sentido, cambiando el orden social en el que estamos inmersos;
vivimos así y nosotros mismos cambiamos a medida que vivimos; siempre hay acción en el mundo
social como respuesta a cualquier reacción. Este proceso de reconstrucción continua es el proceso del
valor, y el único imperativo esencial que veo es que este esencial proceso social tiene que seguir... y
tiene que continuar no tanto porque la felicidad de todos es preferible a la felicidad individual, sino

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porque siendo como somos, tenemos que continuar siendo seres sociales, y la sociedad es tan esencial
para el individuo, como el individuo lo es para la sociedad (Mead, 1938, pp. 460-61).

Continuidad
«Pienso que», decía John Dewey de Mead, «más que en ningún otro hombre de los que conocí, su
naturaleza original y lo que adquirió y aprendió, eran una y la misma cosa... no existía división en su
filosofía entre hacer, reflexionar y sentir porque no existía esa división en él mismo» (Dewey, 1931, pp.
310-313). Esta continuidad de personalidad, y en especial, la continuidad entre pensamiento y acción,
parecía más natural en George H Mead que en la mayoría de los filósofos. Y esta continuidad dejó
también su huella en los temas clave de la filosofía de Mead, incluyendo la continuidad de la acción en
el tiempo, la continuidad entre los hechos y los valores en la acción, y la continuidad entre el individuo
y la sociedad.
La realidad, para Mead estaba siempre centrada en el presente, pero el presente incluía a la vez un
reconocimiento del pasado y una preparación para el futuro. Por lo tanto, las acciones de los hombres
y de las mujeres son las que enlazan esas categorías temporales, ancladas en un presente en devenir.
Además, en la filosofía pragmática de Mead se daba la continuidad entre los hechos y los valores. Es
arbitrario distinguir entre lo que es objetivamente real, fuera de cualquier propósito humano, y lo que
va implicado en la realización de los fines humanos. Lo primero («la realidad objetiva») no se percibe,
de hecho, a no ser que se relacione con los valores humanos para facilitar su percepción; y lo último
(«los valores») requiere una realidad física de algún tipo para transmitir cualquier significado.
La continuidad de acción en el tiempo y la continuidad de hechos y valores fueron los temas centrales
en la filosofía de Mead. Pero la continuidad más específicamente central en la psicología social de
Mead fue la continuidad entre individuo y sociedad. Las personas requieren de una sociedad para su
emergencia y son modeladas a partir de la sustancia de la interacción social. La sociedad también
requiere, pese a que originalmente se desarrolló con anterioridad a las mentes autoconscientes en su
forma humana, de la participación consciente de los hombres y mujeres individuales.
Esta continuidad entre individuo y sociedad, junto a una postura de otorgar prioridad causal a la
sociedad, fue la que hizo al cuño psicosociológico de Mead especialmente popular entre los
sociólogos. La influencia de Mead, durante su última década en Chicago, en el departamento de
Sociología -el centro más importante por entonces, de la sociología americana- originó el que a veces
se denominase al departamento «una avanzada de G. H. Mead» (Rucker, 1969, p. 22). Hombres tales
como W. 1. Thomas, Robert Park, Ernest W. Burgess, Ellsworth Farís y Louis Wirth (todos ellos
dirigentes de la sociología americana que trabajaron durante esa época en Chicago) reconocieron en
especial su gratitud hacia Mead. Faris, por ejemplo, que fue jefe del departamento de sociología en
1925, aconsejaba a todos los estudiantes que cursaban la especialidad de sociología, que escogieran la
asignatura de psicología social de Mead, y la mayoría de ellos lo hicieron.
La influencia de Mead poco a poco rebasó el límite de Chicago y el interaccionismo simbólico se
convirtió en el tema teórico dominante entre la mayor parte de los psicólogos sociales procedentes de
la sociología. No hay una escuela claramente definida de ortodoxos meadianos, y suele ser imposible
identificar hasta dónde llega el interaccionismo simbólico cuando se encuentra mezclado con otras
interpretaciones. Es posible, sin embargo, enumerar una variedad de líneas de estudio que se solapan
y que representan a la vez las líneas principales de la investigación psicosociológica entre la mayoría de
los sociólogos y aquellas áreas especialmente influenciadas por la gran aureola de G. H. Mead. Entre

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estas áreas hay que citar la teoría de roles, la teoría del grupo de referencia, las distintas variaciones
de la teoría del yo, los estudios sobre socialización ocupacional, la teoría de la etiqueta en desviación
social, el enfoque dramatúrgico en la interacción social, y la etnometodología.
La mayor parte de las teorías del rol utilizan las expectativas del rol como concepto central. Existe un
esquema de expectativas de los otros que determinan el rol de la persona. El modo como el individuo
percibe esto determina, en gran medida, su comportamiento. Algunos teóricos del rol se centran sobre
grupos y organizaciones, estudiando cómo se desarrollan las distintas pautas de los roles. Otros se
centran en la conducta individual, estando a menudo interesados, en especial, en cómo puede
resolverse el conflicto entre las diferentes expectativas.
Muchos de los que han estudiado la influencia de los grupos sobre el individuo han resaltado, como
Mead, la importancia que tiene la interpretación que el individuo hace del grupo. Esto lleva al
reconocimiento de que los grupos que no están físicamente presentes, quizá incluso simples
categorías de personas con las que el individuo compara su situación, pueden causar un impacto
importante en su conducta. El identificar a los grupos con referencia a los cuales una persona se
comporta, y el estudiar cómo esos grupos afectan a sus actitudes y a su conducta, es el objetivo
primordial de la teoría del grupo de referencia (o, como se la llama también a menudo, la teoría de la
comparación social).
La teoría del yo que sigue la tradición de George H. Mead resalta el contenido social del yo. Su tema
central de atención consiste en ver cómo los juicios reflejados de los otros se organizan en una pauta
de autoevaluación. Los estudios empíricos sobre las concepciones de uno mismo suelen incluir la
investigación de cómo dichos autoconceptos están enraizados en las relaciones con los otros
especialmente significativos.
Los estudios sobre socialización ocupacional con frecuencia aplican la teoría del yo y la teoría del grupo
de referencia a un tipo peculiar de contexto social. Everett Hughes y sus estudiantes se han dedicado,
en especial, con su enfoque a estudiar una diversidad de ocupaciones. Aquí la preocupación central
consiste en considerar al individuo inmerso en un proceso de adquirir gradualmente un nuevo
conjunto de significados para su conducta que encajen en el escenario ocupacional, y cómo él o ella
aprenden estas cosas mediante la interacción con otros.
El estudio de la desviación ha llegado a ser últimamente un área relevante de aplicación de la
perspectiva interaccionista. Se considera que la condición primordial de la desviación radica en ver
cómo la sociedad etiqueta ciertas acciones de desviadas. La otra preocupación fundamental de este
enfoque «etiquetador» para la comprensión de la conducta desviada radica en ver cómo el individuo
responde a los juicios de los otros, incluyendo a veces la autoaplicación de sus etiquetas.
El enfoque dramatúrgico de la interacción social, pone el énfasis en la imagen del mundo a modo de
un escenario. Bajo este punto de vista, los hombres y las mujeres se dedican constantemente a la
representación ante sus audiencias; el tema principal de este enfoque es ver cómo sus
«interpretaciones» se modifican y se anticipan a las reacciones de la audiencia. Erving Goffman
sobresale, en especial, entre los sociólogos que han aplicado este enfoque a una gran variedad de
escenarios sociales.
La etnometodología, según ha sido concebida por Harold Garfinkel y otros, es un enfoque que estudia
la acción social cotidiana desde el marco de referencia del actor. El poner, sin embargo, el énfasis en el
punto de vista del actor, no supone que todo análisis haya de limitarse al nivel de conciencia de los
actores sociales. Se trata más bien de un punto de partida para examinar aquellas rutinas base de la
vida social que se suelen ejecutar sin una gran reflexión consciente. Los etnometodólogos buscan

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clarificar los significados sociales de esas acciones aun cuando los individuos implicados no sean
conscientes de dichos significados. Los etnometodólogos, al igual que Mead, ven el significado de la
acción enraizado en la interacción social en progreso.
Puesto que Mead, a diferencia de Freud, no dejó una escuela claramente definida de seguidores,
existen ciertos temas sin resolver entre los que siguen la tradición del interaccionismo simbólico. Uno
de estos temas es la naturaleza básica de los fenómenos estudiados por la psicología social. Otro tema
tiene que ver con la naturaleza de la causación social. Es decir, se trata de ver si la conducta humana se
puede considerar adecuadamente en un marco de referencia de causas antecedentes. Un tercer punto
se refiere a la posibilidad de probar las ideas del interaccionismo simbólico. ¿Resulta posible formular
la teoría del interaccionismo simbólico en hipótesis verificables en la realidad? Para darse cuenta de
algunas variedades de la psicología social contemporánea que siguen el trabajo de G. H. Mead,
examinaremos brevemente cada uno de estos tres temas.
¿Cuál es la naturaleza del fenómeno de la psicología social? El que, como dice Mead, debamos estudiar
«la conducta del individuo tal y como se da en el proceso social» (Mead, 1934, p. 6), no nos ayuda
demasiado. Afirma que deberíamos estudiar las acciones de los individuos en un contexto más amplio,
pero no da ninguna guía cabal para captar ese contexto. Algunos psicólogos sociales usan la teoría del
rol para suministrar esas guías, trabajando con las expectativas del rol como clave para entender las
pautas del proceso de interacción social. Otros ponen el énfasis en las autodefiniciones que
continuamente se reestructuran para aplicarlas a nuevas situaciones. Todavía otros, insisten en que la
acción en progreso, en su escenario social global, debe constituir el foco de atención, sin que a
menudo esté muy claro cómo hay que observar y conceptualizar esta acción en flujo permanente.
Hasta ahora, si la psicología social ha de ser una ciencia, nuestra cuestión básica es: ¿Qué es lo que hay
que observar? ¿Cuáles son las estructuras clave sobre las que enfocar el estudio empírico? El propio
Mead no nos ayuda mucho. Era un filósofo más que un científico, y ponía el énfasis en el proceso y no
en la estructura. ¿Cuáles son, pues, los mejores instrumentos para captar la esencia del proceso social?
En este punto no hay respuestas obvias que logren el consenso de los interaccionistas simbólicos.
Algunos, como Erving Goffman, sólo observan el flujo de conducta, anotando cuidadosamente la
naturaleza del escenario social en el que aquélla se estructura y las definiciones cambiantes que se
adjudican a la conducta. Otros, como Manford Kuhn, han prestado especial atención a las
autoconcepciones libremente relatadas. Otros, los ínteraccionistas simbólicos, en su sentido más
literal, observan con cuidado las pautas del lenguaje. Unos pocos interaccionistas diseñan
experimentos de laboratorio intentando captar algunas relaciones cruciales de la experiencia social y
del autoconcepto; pero la mayoría dudan poder captar el significado esencial del devenir de la
interacción en un marco de referencia tan artificial.
Las cuestiones sobre la naturaleza de los fenómenos lleva directamente a los temas de la
interpretación causal. La ciencia, en su mayor parte, se basa en la selección de las posibles influencias
causales de los sucesos antecedentes sobre sucesos posteriores. Pero ¿es esto apropiado para la
conducta humana? ¿Hay que entender la conducta humana como determinada por causas
antecedentes? Si hacemos hincapié en el proceso interpretativo mediante el que una persona
construye sus actos, puede resultar erróneo identificar los sucesos antecedentes como causas del
comportamiento. Estos sólo tienen influencia porque se interpretan en una forma determinada, y se
interpretan así a causa de los objetivos a los que se dirige la acción. Estas consideraciones bien nos
podrían llevar a cuestionar el que cualquier modelo determinista sea adecuado para su aplicación a la
conducta humana. En este punto, la tradición del interaccionismo simbólico, en alguna medida, se
escinde. Existen los indeterministas encabezados por Herbert Blumer, quien subraya que la creación

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de la conducta propositiva puede implicar el uso de sucesos antecedentes -aunque sólo deben
interpretarse en el proceso de construcción de la acción. Hay otros que inspirándose en G. H. Mead
intentan utilizar las condiciones de la interacción social como causas antecedentes de los
autoconceptos o de la conducta posterior. El propio Mead es bastante ambiguo en este tema. En
algunos momentos su análisis sugiere el indeterminismo de un proceso de reconstrucción continua de
la acción, y en otros momentos, el determinismo sociológico parece ser el tema dominante. Esto no
tiene por qué ser necesariamente una inconsistencia importante. Si consideramos que el
determinismo es un asunto relativo (y no una cadena completamente cerrada de fuerzas causales
como, por ejemplo, Freud estaba deseoso de admitir), en ese caso podemos reconocer ciertos tipos de
sucesos antecedentes que muy probablemente irán asociados a la conducta posterior (incluyendo los
procesos internos de construcción de ese comportamiento). A estos se les podría llamar con razón
causas, sin que esto implique necesariamente que produzcan efectos al margen del proceso
interpretativo que organiza el fluido de la acción.
Nuestra dificultad de especificar lo que los interaccionistas simbólicos consideran como claves
observables y cómo conciben la causación social, debería sensibilizarnos ante la crítica más global que
se hace al interaccionismo simbólico en los círculos de la psicología social: que sus ideas no pueden
probarse en la realidad. Pero el mencionar esas críticas tal vez sea una petición de principio. ¿Es
posible formular la teoría del interaccionismo simbólico en hipótesis verificables?
Lo que George H. Mead ha dado a la psicología social es más un enfoque filosófico global que una
teoría científica. Además, su énfasis en el flujo de la interacción hace que el material para construir la
teoría científica se quede, en parte, dentro de ese flujo. ¿Dónde están los fenómenos claros,
empíricamente mensurables, que podemos utilizar para formular proposiciones verificables? No
deberíamos asumir sin más que el interaccionismo simbólico carece de esas proposiciones empíricas.
Pueden, por ejemplo, citarse los siguientes enunciados que se han comprobado (y sustentado)
empíricamente en el área de la teoría del yo:
1) Cuanto más tiempo una persona ocupa una posición social, en mayor medida los
autoconceptos estarán influidos por esas posiciones (Kuhn, 1960).
2) Los autoconceptos se corresponden mejor con los juicios percibidos de otros que con sus
juicios reales (Miyamoto y Dorribusch, 1956); (Quarantelli y Cooper, 1966).
3) Un individuo, en la medida en que no disponga de otras bases de evaluación, tenderá a tener
más expectativas de conducta basadas en sí mismo, de acuerdo con las evaluaciones que
recibe de otros, y en especial de los otros que percibe como más competentes para juzgar y/o
con status social general superior (Webster y Sobieszek, 1974).
4) La estabilidad del autoconcepto es mayor con un consenso superior entre los otros
significativos que cuando ese consenso es inferior (Backinan, Secord y Peirce, 1963).
Estas propuestas parecen reflejar predicciones clave en la teoría del interaccionismo simbólico, pero
no resultan muy sorprendentes. ¿Podríamos realmente imaginar el reverso de cualquiera de estas
predicciones? Y si descubriéramos que la punta opuesta es verdad ¿no podría igualmente asimilarse en
una perspectiva de interacción simbólica? Supongamos, por ejemplo, que encontramos que las
posiciones sociales a corto plazo tienen una mayor influencia que las posiciones a largo plazo; ¿no se
podría sugerir en este caso que una posición más reciente es más relevante y por lo tanto más apta
para influir conscientemente en la construcción de la acción autoconsciente?
La conclusión que parece desprenderse de estas consideraciones es que los presupuestos centrales de
G. H. Mead y del interaccíonismo simbólico no son susceptibles de verificación empírica. Por ejemplo,
¿cómo podemos realmente probar si el interaccíonismo simbólico es, en esencia, un producto de la

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interacción social? Esto parece sensato, pero ¿existe alguna base genética para la capacidad
lingüística? ¿y cómo separamos los componentes sociales de los genéticos? O ¿cómo podemos
realmente probar si los autoconceptos son necesariamente mediados por pistas lingüísticas? Esto
también parece razonable, pero ¿cómo podemos probarlo? Quizá no. Tal vez el único test para el
interaccionismo simbólico sea su uso pragmático para organizar empíricamente las ideas relevantes a
la conducta social. Y entre los psicólogos sociales con formación sociológica, es muy probable que el
legado de George H. Mead se valore en este sentido pragmático.

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