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© MULTIAUTOR
Lola P. Nieva
Noni García
Marian Rivas
Rosa Galdo Millán
Marta Santés
Pedro Sánchez
Merche Diolch
Noa Xierau
Ailin Skye
Jane Kelder
Marta de Diego
Bernice Xhanthe
Lisa Aidan
Todos los derechos reservados
ISBN: 978-1975912062
Diseño y composición: Fabián Vázquez
Corrección: Iria Barrera Ferrol
Primera Edición, Septiembre 2017
Reservados todos los derechos. No se permite la reproducción total o parcial de esta obra, ni su incorporación a un sistema informático,
ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio (electrónico, mecánico, fotocopia, grabación u otros) sin autorización
previa y por escrito de los titulares del copyright. La infracción de dichos derechos puede constituir un delito contra la propiedad
intelectual.
PRÓLOGO
JOSÉ DE LA ROSA
La primera vez que un amigo me contó que era seropositivo fue hace más de
veinte años y confieso que sentí cómo algo se rompía entre nosotros dos. Era el
miedo, ese truhan que lo estropea todo con su gran aliada: la ignorancia. Mi
miedo ante cómo debía transformase nuestra forma de relacionarnos en adelante.
Mi miedo a contagiarme. Y también su miedo al tipo de vida al que creía estar
condenado y el papel que los demás jugaríamos en ello. Yo sabía tanto de esto
como él, lo que es nada de nada. Lo confundíamos todo y nos asustaba aquello
que antes solo nos despertaba interés. Ante aquella oscuridad nuestra única
herramienta era el optimismo. Todo lo demás parecía no depender de nosotros y
era mejor no pensarlo.
Enfoqué la mirada, parpadeando repetidamente. Maldije para mis adentros y
traté de centrarme en la carretera.
Conducir de noche bajo la lluvia me retrotraía irremisiblemente a aquel
momento. Apreté los dientes y continué maldiciendo. No pude evitar mirar por
el espejo retrovisor hacia el desierto asiento trasero, sin embargo, la vi.
Como ya he dicho, de esto hace mucho tiempo, hoy mi amigo es feliz, pero
nuestros peores enemigos siguen siendo el miedo y la ignorancia. Aquello que
desconocemos nos asusta y sucede en dos direcciones: quienes deben convivir
con personas seropositivas, y estas mismas personas ante el descubrimiento de
su nueva realidad.
Para el miedo hay un par de herramientas eficaces: actuar y formarse. Y solo
cuando mi amigo (mis amigos, porque ya éramos una piña entre todos los que
nos conocíamos) y yo vencimos la parálisis y decidimos hacer algo, las cosas
volvieron a ser como antes. Fue quizá la forma optimista de ver el mundo lo que
nos salvó de la oscuridad que supone la incomprensión. A mí de terminar siendo
un estúpido (creo) y a él de tener una vida desgraciada. Aquella victoria hizo que
me convirtiera en un gran optimista. Pensaba que, si miraba el mundo de la
manera adecuada, las cosas funcionarían de la forma adecuada. También
comprendí pronto que este optimismo no era la panacea, pues con ello dejaba
aparte una porción importante de la realidad y eso no me gustaba.
Lo que de verdad aprendí fue que el optimismo y la esperanza no son una
misma cosa, y no hablo de fe ni de religiones (por supuesto). El primero supone
mantener una visión positiva de la realidad, sin más sentido que colocarnos unas
gafas con cristal coloreado para maquillar aquello que no queremos ver. La
segunda tiene más alcance. Supone un camino, a veces excesivo, o inalcanzable,
o incluso ridículo para otros, pero lleno de significado para nosotros mismos. Es
la decisión más que la promesa. Es el tránsito más que el destino. Es la actitud
por delante de la recompensa. En definitiva, vivir la vida en el momento presente
porque hay grandes posibilidades de que todo salga bien si tenemos la actitud
adecuada.
Y parece que tiene sentido que la «vida» sea una cuestión de actitud. El mismo
café en el mismo bar en una mañana igual que la anterior, puede ser diferente si
nos hemos levantado pensando que hoy será un nuevo día gris o si lo hacemos
buscando las posibilidades de una excitante jornada. Esta máxima, bastante
budista por cierto, parece no tener sentido ante las catástrofes, ante las desgracias
que nos aparecen delante, irremediables y a veces definitivas. Pero aun así, a
pesar de los desesperanzados, la vida sigue siendo una cuestión de actitud.
Créeme. Una de las personas que más he amado en mi vida me lo enseñó hace
tiempo: «Siempre dependerá de cómo lo veas, incluso en los momentos más
trágicos, en los más duros, en los más oscuros». Y te garantizo que ella sabía de
qué hablaba.
Con la literatura sucede lo mismo: degustamos una obra de distinta forma
según nuestras expectativas preconcebidas. «Es una novela lenta», «Es
maravillosa», «Es incomprensible»… y nosotros atacamos su lectura esperando
pasos cansados, brillo de estrellas o extraños acertijos.
Sobre la obra que tienes en tus manos, la «Antología Solidaria +Vida», solo
puedo decirte que es necesaria. No solo porque recoge un grito de esperanza,
sino porque te abrirá las puertas a una realidad que debes conocer. Es el trabajo
de trece grandes autoras y un gran autor unidos bajo un solo grito: sacar lo
positivo de ser seropositivo. Generar una actitud basada en la esperanza en vez
de centrada en lo que no podemos controlar y por lo tanto solo es fuente de
frustración. Tienes en las manos un soplo de aire fresco. Con tanta desvergüenza
como quieras leer. Con tanta ternura como quieras sentir. Y con tanta realidad
como demanda la experiencia.
Ha llegado el momento. Sumergirse siempre es grato, y cuando es en un libro
como este, es una satisfacción. Buen viaje.
SEGUNDAS OPORTUNIDADES
LOLA P. NIEVA
Llovía.
Y como siempre sucedía, los recuerdos emergieron con dureza, atropellándome.
Sacudí enérgica la cabeza para diluir su nitidez, el movimiento zigzagueó las
lágrimas que ya recorrían mis mejillas.
Enfoqué la mirada, parpadeando repetidamente. Maldije para mis adentros y
traté de centrarme en la carretera.
Conducir de noche bajo la lluvia me retrotraía irremisiblemente a aquel
momento. Apreté los dientes y continué maldiciendo. No pude evitar mirar por
el espejo retrovisor hacia el desierto asiento trasero, sin embargo, la vi.
Estaba reclinada, introduciendo una jeringuilla en su antebrazo, con una
sobredosis de heroína pura. Temblaba como una hoja y yo le gritaba furiosa,
suplicándole que no lo hiciera. La desesperación me constreñía y un pánico atroz
me enloqueció. Giraba el volante dando bandazos, buscando escapar de la
autopista para detenerla. No podía frenar sin provocar un accidente y con el
brazo libre intentaba arrancar, vanamente, la jeringa de su brazo.
Un sollozo roto rasgó mi garganta, tenía que escapar de aquel recuerdo como
fuera.
Incluso sabedora del vil engaño de mi mente, la viveza de lo que sentía me
paralizó. Vi su rostro demacrado, su semblante desencajado, su mirada perdida y
mi corazón volvió a sangrar. Giré la cabeza hacia atrás para gritarle a mi mente
que estaba sola en mi coche.
Un intermitente y alarmante halo de luz me hizo reaccionar modificando la
dirección. El agudo y furioso claxon del coche que pasó junto al mío me hizo
encogerme asustada. Había perdido el control y casi había invadido el carril
contrario. Imprequé en voz alta y busqué con la mirada un área de servicio.
Afiancé con tanta fuerza mis puños al volante que mis nudillos perdieron el
color y casi la sensibilidad. Sentí el pulso latiéndome en la sien, el esfuerzo por
apartarla de mi mente tensó todo mi cuerpo.
Recé en silencio por encontrar pronto una salida en la autovía. Las lágrimas
apenas me dejaban ver, y el sonido de la lluvia repiqueteando contra el coche
rescató otros sonidos, que se filtraron en el habitáculo taladrando mi juicio.
Escuché su apagado llanto, sus palabras pidiéndome perdón, diciéndome que
solo quería liberarme, sus últimas palabras de amor, mientras la vida se le
escapaba, sin que yo nada pudiera hacer para evitarlo.
Por fin apareció un cartel con la esperada salida; trémula, intenté acompasar la
respiración. Tenía que salir del coche cuanto antes, estaba al límite. Cuando tomé
el desvío la tormenta arreció. Furibundos relámpagos rasgaron la oscuridad
azotando el cielo nocturno con virulencia. El rugido de los truenos se asemejó al
pandemonium de aquel horrible recuerdo, poblado de gritos de impotencia
viéndola morir, de llantos desgarrados, de súplicas y rezos, de maldiciones y de
dolor.
Tardé en darme cuenta de que sollozaba abiertamente. En cuanto la carretera se
bifurcó en una comarcal, me salí de la calzada y detuve el coche en mitad de la
nada.
Me quité el cinturón con urgencia y salí tambaleante. Caí de rodillas, incliné la
cabeza sobre el pecho y lloré entre hipidos. Ahí, bajo la lluvia, dejé que los
recuerdos me golpearan sin piedad.
Recordé dar bandazos aquel día esquivando coches mientras Laura se rendía a
la muerte. Cuando logré detenerme en el arcén y pude abalanzarme sobre ella,
nada pude hacer, más que abrazarla y escuchar sus últimas palabras. Sus ojos
eran dos pozos negros que perdían brillo de manera gradual; su voz, apenas un
murmullo. Su último ruego fue que la perdonara y fuera feliz, que ella solo era
una carga para mí. Y esa despedida fue un puñal en mi pecho. La herida que
había dejado nunca cicatrizaría, bien lo sabía, solo me había quedado vivir sin
ella. Y, aunque ahora tenía otra pareja, nunca podría olvidar a Laura, se había
grabado en mí para siempre.
Empapada y desconsolada, me puse en pie y me apoyé en el coche. La negrura
de aquel día comenzó a desvanecerse. Hacía tiempo que no me había pasado. Y,
aunque evitaba conducir de noche, pensando que ya lo había superado, no era
así.
No podía regresar con Amelíe en aquel estado, no quería preocuparla. Decidí
llamarla y decirle que llegaría a la mañana siguiente, que habían surgido
imprevistos y que ya le explicaría. Opté por mandarle un mensaje escrito, mi voz
era demasiado reveladora.
Abrí el maletero, saqué una manta de viaje y me adentré en el asiento trasero.
Me tumbé encogida y me envolví como pude. Estaba tiritando y cerré los ojos
intentando tranquilizarme lo suficiente para dormir. Pero el rostro de Laura
aparecía una y otra vez. Bufé furiosa, me incorporé y miré a través del lloroso
cristal.
La lluvia languidecía y un resplandor marfileño comenzó a bañar la oscuridad.
Apoyé la frente en el cristal de la ventanilla y seguí las gotas con la yema del
índice. Cuando la tormenta cesó, la bajé para sentir el aire frio de la noche en el
rostro. Formulé una pregunta a la noche, una que me había hecho innumerables
veces: ¿Por qué me atormentas, con lo mucho que te quise?
Habían transcurrido tres años desde que la perdí y todavía no habían
desaparecido el sentimiento de culpa, de impotencia, los reproches. Esa
sensación insidiosa de haber podido salvarla aún reptaba sibilina por mi espina
dorsal. Saber que me había dejado, creyendo que solo era un obstáculo en mi
vida, todavía me mortificaba más.
Ella se había ido condenándome al infierno. Un infierno que pensé se enfriaría
con la llegada de Amelíe.
La había conocido cuando iba al centro de desintoxicación con Laura, ella
trabajaba allí de voluntaria. Tras su muerte, solía llamarme para preguntar por
mí. Solíamos quedar a tomar café y charlar, hasta que hace apenas cinco meses
me confesó que se había enamorado de mí, que había dejado a su pareja
Candela, Y me pidió intentarlo.
Yo le fui honesta diciéndole que no la amaba y que quizá nunca lo haría. Pero
ella insistió y yo, deseosa de alejarme de los recuerdos, del dolor y la soledad,
acepté.
Pero ahora me replanteaba aquella decisión. Amelíe calentaba mi cama,
aliviaba mi cuerpo y alegraba mi ánimo. No le importaba que yo fuera
seropostiva por culpa de mi único desliz con un hombre, como no le importó a
Laura. Claro que ella tenía otros problemas de los que preocuparse.
Cuando la conocí ya se había reinsertado y, aunque nos habían avisado de que
se debía estar siempre alerta yo… yo me confié. Cuando la echaron del trabajo
debí estar más pendiente, pero pronto encontró otro y yo la creí. ¿Cómo iba a
saber que me mentía? Cuando contrajo el Sida, pensé que había sido por mi
culpa y aquello me devastó. Y eso que el contagio entre mujeres era muy
reducido, aun así, claro que cabía la posibilidad, y como tal la pensé. Cuando
descubrí que había estado drogándose de nuevo, nuestro mundo se hundió.
Intenté ayudarla, recibió tratamiento y ella pareció mejorar. Yo también me hacía
revisiones constantes rezando por no perder mis preciados linfocitos T, y
apoyandonos la una en la otra y en ese gran amor que nos sostenía a ambas. A
menudo, la debilidad de Laura era tan manifiesta que apenas lograba salir de la
cama, entonces yo me acostaba a su lado y la abrazaba durante horas. Cuando
enfermó más, decidí llevarla al hospital y entonces ella, que lo tenía todo bien
planeado, aprovechó aquel viaje para irse. Pudo haberlo hecho en mi ausencia,
pero por algún motivo quiso que yo lo presenciara. Y solo por eso merecía que la
odiara.
Emergí de mis pensamientos sintiendo de nuevo la quemazón de las lágrimas
acumuladas en mis ojos. Parpadeé y miré al horizonte.
En aquella vasta explanada, la luna perfilaba de nácar la apretada retama y los
pinos colindantes, recortaba rocas y peñascos y azulaba la niebla, que pendía en
guedejas lamiendo el lecho de aquel pinar. Y, una vez más, me dije que lo
superaría, que lucharía por vivir hasta el último aliento, que Amelíe merecía que
intentara hacerla feliz.
Y con ese convencimiento, más despejada y tranquila, logré conciliar el sueño.
—Lina, bésame, te noto tan distante…
—Solo estoy cansada, está resultando agotador organizar toda la exposición—
repliqué rodeando su cintura para atraerla hacia mí.
Acerqué mi boca a la suya y la besé dulcemente. Ella gruñó insatisfecha aferró
mi nuca y profundizó el beso.
—Nunca tengo suficiente de ti —se quejó melosa. Se mordió el labio inferior y
me dedicó una mirada lujuriosa que me hizo replantearme llegar tarde a la
galería de arte.
—Nena, esta noche llegaré pronto a casa, podemos cenar fuera si quieres y
luego seré toda tuya.
Enredó uno de sus dedos en un largo mechón de mi oscuro cabello y jugueteó
con él mientras me miraba tentadora. Atrajo mi atención sobre su generoso
escote, mariposeando su otra mano sobre él. Con estudiado gesto, que pretendió
ser casual, paseó su índice por la opulencia que asomaba invitadora.
Chasqueé la lengua fingiendo resignación y ella me empujó ofuscada. Reímos
y, cuando comencé a desabrochar mi blusa, ella me miró ceñuda, aunque todavía
bailoteando en sus mullidos labios una sonrisa traviesa.
—¡Ah, no!—exclamó dando un paso atrás —.No necesito que me hagas
ningún favor. Anda ve, que llegarás tarde al trabajo.
—El favor me lo voy a hacer yo —repuse relamiéndome— .No he desayunado
suficiente.
Le regalé una mirada depredadora que hizo que se mordiera el labio de nuevo.
Avancé un paso, ella lo retrocedió juguetona.
—¿Quieres jugar, gatita? —musité sensual—. Sabes de sobra que te atraparé.
Amelíe se aprestó a rodear la mesa de la cocina, su boca esgrimía una sonrisa
excitada y en sus ojos refulgió ese ardoroso anhelo que me enloquecía.
Intenté atraparla correteando alrededor de la mesa entre risas, pero ella
escapaba con astutos amagos, hasta que logré engañarla y la atrapé. Me cerní
hambrienta sobre su boca y la besé como ella deseaba, con pasión desatada. Mis
manos ascendieron su blusa hasta que logré desprenderla de su torso. Ella
también se apresuró a desnudarme con esa torpe urgencia que anunciaba un
deseo desesperado por fundirse en mi piel.
La subí a la mesa y rodeó mis caderas con sus muslos. Comencé a lamer su
cuello, deslizando mi lengua hasta la clavícula, depositando un beso en ella y
paseé mi lengua hasta su hombro. Dejé en él un suave mordisco y descendí con
la mano los tirantes de su sostén negro. Liberé sus enhiestos pechos y los tomé
en mis manos, amasándolos suavemente mientras regresaba a buscar la miel de
su boca. Adoraba beberme sus gemidos, liberar esos gruñiditos roncos que tanto
me encendían. Froté su lengua y exploré cada húmedo rincón de su interior.
Mordisqueé su labios, los lamí, lo succioné hasta que los dejé rojos, inflamados
y temblorosos. Cuando me aparté me cautivó su mirada entrecerrada, lasciva y
turbia.
—Lina, me vuelves loca…—ronroneó inclinando la cabeza y entreabriendo los
labios.
—Y tú a mí, nena…
La empujé delicadamente sobre el tablero de la mesa y me abalancé sobre sus
pechos tomando uno de sus erectos pezones entre mis labios. Lo lamí
lánguidamente, jugueteando con él, succionándolo con fruición, soplándolo y
besándolo, para repetirlo en el otro. Abarqué sus senos en mis manos y los
devoré apasionada. Amelíe gemía y se arqueaba contra mí, entregada a la pasión.
No pude reprimirme más tiempo y fui descendiendo progresivamente, punteando
su vientre de besos húmedos, hasta llegar a mi objetivo.
Llevaba unas braguitas de encaje negro, tiré del borde con los dientes y solté
arrancándole un gemido. Acerqué mi boca a su entrepierna y mordisqueé la tela,
ella se estremeció. Acaricié el sedoso interior de sus muslos con mis manos y
comencé a lamer su sexo sobre el encaje, ella alzó las caderas, anhelante. Aparté
impaciente la tela y hundí mi lengua entre sus húmedos y tersos pliegues.
Paladeé su inflamado botón al tiempo que introducía dos dedos en su interior, los
curvé ligeramente hacia arriba y los moví cambiando el ritmo. Amelíe onduló
sobre la mesa acometida por un violento orgasmo que fluyó generoso
empapando mis manos y mi boca. Mordí suavemente el interior de su muslo y
me aparté relamiéndome.
—Esta noche lo terminaremos, y quiero que ondules sobre mí como acabas de
hacerlo.
Amelíe todavía temblaba, presa de gozosos espasmos. Todavía entre sus
turgentes muslos me incorporé inclinándome sobre su cuerpo y la besé con
indolente deleite. Ella me rodeó con sus brazos y se ciñó a mí, todavía
hambrienta de mis caricias.
—Lina, amor mío, consigues que me olvide del mundo.
Aquella frase…
Me aparté de ella, tensa, turbada y confusa. Ella me miró extrañada y se sentó
en la mesa buscando mi mirada. La esquivé dirigiéndome al fregadero donde me
refregué el rostro con agua para alejarme de aquella maldita puerta al pasado,
que se empecinaba en no cerrar del todo.
Escuché un rumor de ropa y pasos hacia mí. No me giré. Apoyé las palmas en
la encimera y miré por la ventana el plomizo cielo otoñal.
Sus brazos rodearon mi cintura, se apoyó en mi espalda y suspiró
profundamente.
—¿Qué te está pasando? —inquirió en tono estrangulado.
—No lo sé —mentí sintiéndome culpable al instante—. Son solo puntuales
brotes melancólicos, será la estación.
En realidad, la apatía se estaba instalando vertiginosamente peligrosa en mi
ánimo.
Respiré hondamente y me giré entre sus brazos. Amelíe ronroneó complacida y
se acomodó en mi pecho. De repente, sentí la imperante necesidad de serle
sincera.
—No… no sé si lo podré conseguir —admití tragando saliva.
Ella alzó el rostro hacía mí y me observó expectante.
Acumulé valor y la miré, dejando que ella indagara en mis ojos la respuesta
que buscaba cada día.
—Seguiré esperando —musitó con un claro deje afligido.
—¿Cuánto más? ¿Toda la vida si es preciso?
Bajó los ojos y asintió. Supe que intentaba fútilmente contener las lágrimas.
Tomé su barbilla y la obligué a mirarme de nuevo. Necesitaba ver su miedo, su
dolor, para azotarme con él, para recordarme el presente y dar un sonoro portazo
de una maldita vez el pasado. Y solo lo conseguiría si daba voz a mis propios
miedos y a los suyos.
—¿Y si nunca lo consigo?
Su barbilla retembló, la vibrante humedad que titilaba en sus ojos se derramó
por sus mejillas.
—No me importa —mintió ella esta vez.
Detuve una lágrima con el dorso de mi índice, me lo llevé a los labios y lo besé
probando su salado sabor.
—Este es el sabor de mi fracaso —susurré apesadumbrada.
—O del mío —gimió con voz quebrada.
Negué con la cabeza y le regalé una mirada penetrante.
—No, Amelíe, tú no tienes culpa alguna —repliqué afectada —.Yo soy la que
fallo, tú eres maravillosa, digna de que te amen con todo el corazón. ¿Cómo
crees que me siento no pudiendo darte lo que tanto mereces? Pienso que solo te
hago perder el tiempo. Que soy una puta egoísta.
—Adoro cada segundo que paso a tu lado —confesó llorosa.
—También sufres cuando no encuentras ese brillo que tanto anhelas provocar
en mí. Han pasado cinco meses, y veo como cada día la desazón te va minando.
Y más cuando sabes lo que es ser receptora de un amor profundo. Sé que
Candela sigue enamorada de ti. El otro día cuando nos la encontramos, resultaba
dolorosamente patente. —Hice una breve pausa, sin poder evitar que la
culpabilidad me apuñalara—. Y yo… me siento tan miserable a veces.
—No, Lina, yo te quiero a ti y eso es suficiente.
—Deja de engañarte, todos necesitamos que nos quieran.
—Pero tú me quieres, quizá no como a… ella, pero me quieres —rebatió
rotunda. Su mirada relució ofuscada, pertinaz, intentando desesperadamente
agarrarse a cualquier hilo, por débil que fuera.
—No sé si volveré a amar algún día, y esa aceptación es lo que me está
destrozando. Eso y ver tu desilusión, el saber que estoy reteniendo a una mujer
tan maravillosa que busca algo que yo posiblemente nunca podré darle.
Amelíe se apartó furiosa de mí y me miró dolida.
—Fuiste sincera conmigo cuando empezamos la relación y yo asumí ese
riesgo. No quiero seguir esta conversación, quiero que olvidemos esto. Si nunca
puedes llegar a amarme, no tendré más remedio que aceptarlo. Lo que no acepto
es perderte.
Cerré los ojos, siendo consciente por primera vez del gran error cometido.
Jamás debí alimentar ninguna esperanza en ella, pensando que el amor podría
aparecer cualquier día, quizá despertando entre sus brazos. Pero tras cinco meses
sin que mi corazón latiera de ningún modo especial y la presencia, cada vez más
constante, del pasado gritaba a voces mi derrota. Una derrota que se saldaría con
un corazón roto y una conciencia devastada.
Tras su apasionada proclama, salió de la cocina con paso raudo y hombros
hundidos. No, no podía seguir haciéndole esto, me juré, apretando frustrada los
puños. No obstante, la solución sería tan dolorosa como alargar el sufrimiento.
Tan solo me consoló pensar en que el tiempo sería piadoso y me borraría de su
corazón.
Aquel pensamiento fue el primer paso de una decisión que venía latiendo hacía
tiempo en mi interior. Quizá los vividos flashbacks del pasado eran destellos
cegadores para que despertara. Para que viera cara a cara una gran verdad: mi
corazón se había ido con Laura, y solo fingía tener uno para poder soportar
respirar.
Me costó tomar aliento y me quemaban los ojos, repletos de amargos
remordimientos, punzantes culpas y una ácida tristeza. No me permití llorar, en
su lugar liberé mi furia con un gruñido impotente.
Llevaba meses preparando la exposición sobre el VIH.
Eran fotografías secuenciales en blanco y negro, sobre diversos pacientes,
sobre parejas de distinta condición sexual. Cada hilera contaba una historia
diferente, pero todas con un final feliz.
La galería estaba atestada y los camareros paseaban con bandejas repletas de
cócteles entre los invitados. La inauguración estaba siendo un éxito, incluso se
habían hecho eco los medios de comunicación locales.
Bebí un trago mientras asentía a la conversación del entusiasta dueño de la
galería. Reparé en Amelíe, que había decidido actuar como si aquella
conversación en la cocina no hubiera tenido lugar. Aunque a veces no podía
disimular su inquietud cuando me observaba creyendo que no me daba cuenta.
Había pasado apenas una semana y, aunque continuábamos liberando nuestra
pasión, Amelíe parecía querer eludir conversaciones incómodas, dejándome con
la palabra en la boca.
La busqué por la sala y la vi justo cuando atendía una llamada y se apresuraba
hacia la salida. Aquello me llamó la atención y me acerqué intrigada al ventanal
frontal.
En la calle de enfrente, junto a una cafetería, descubrí a Candela paseando
nerviosa de un lado a otro, estrujándose las manos y mirando reiteradamente
hacia la entrada de la galería.
La había visto muchas veces con Amelíe cuando fueron pareja, pero ahora su
mejoría resultaba evidente, estaba mucho más guapa, su piel aceitunada relucía
saludable, su castaño cabello ondulado, algo más largo, mostraba un corte actual
que le favorecía mucho, sus oscuros y grandes ojos almendrados destacaban,
incluso a aquella distancia, en su ovalado rostro. Había algo en su expresión, en
su porte, que me recordó a Laura.
En aquel momento, su expresión se iluminó repentinamente, Amelíe cruzaba la
calle hacia ella. Pensé que debía ser algo muy urgente para que quedaran justo en
aquel inoportuno momento.
Observé la escena con agudo interés dando tragos cortos a mi Martini. La
aterciopelada sequedad del licor acarició mi garganta caldeando mi estómago. Se
dieron dos cordiales besos en las mejillas, la expresión cautivada de Candela
resultaba casi dolorosa. Amelíe parecía molesta e impaciente, le recriminaba
algo a juzgar por su semblante y los vehementes aspavientos con que
gesticulaba. Candela se mordía el labio inferior y la miraba con cierta
culpabilidad. Sin embargo, llevada por un impulso, tomó coraje, la aferró por los
hombros y le impuso un discurso que a todas luces resultaba conmovedor para
ambas. Amelíe negaba con la cabeza sin mucha convicción, me pareció
distinguir humedad en sus ojos. Candela le sujetó la barbilla con una mano y con
la mirada fija en sus ojos continuó hablando.
Y entonces nos vi.
Vi a Laura confesando sus mentiras, pero diciéndome al tiempo cuánto me
quería. Que justo por esa razón no había sido capaz de confesarme que había
recaído y que ese tremendo error la había condenado. Que sabía que me había
perdido, pero que aun así siempre me amaría. Que no la merecía y que saber que
iba a morir lentamente era su justo castigo. Recordé haberme roto en mil
pedazos, haberla abrazado con fuerza entre lágrimas y haberle dicho que no
podía perderme porque yo estaba dentro de ella, que nos había condenado a las
dos. Y que estaría con ella hasta el final, hasta nuestro final. Verla languidecer
paulatinamente fue un verdadero calvario; paradójicamente, perderla antes de
tiempo se convirtió en el peor de los tormentos.
Entonces Amelíe la abrazó y Candela rompió a llorar. Tal y como Laura me
había abrazado a mí.
Sentí un escalofrío recorrer mi espina dorsal, me estremecí y la copa retembló
entre mis manos. Un sudor frío perló mi frente y un malestar opresivo se
aposentó en mi estómago, agitando aquel alcohol que antes me había
reconfortado.
Tragué saliva e intenté recomponerme, pero los recuerdos me atenazaron.
Pocos meses después terminó de hundirnos el puñal en mitad de una autopista. Y
a la pérdida se unía una culpabilidad desgarradora y tan latente como el primer
día. No pude hacer nada por ella, me repetía atormentándome nuevamente y,
además, sentía que le había fallado, de otro modo no habría recaído. Aquella era
mi incesante letanía.
Y con la vista empañada, testigo de un amor profundo y desesperado, sabedora
de que yo jamás podría ofrecérselo, supe que en esta ocasión sí podía hacer algo
por Candela: darle la oportunidad de reconquistar al amor de su vida. Y mi
decisión se reafirmó.
Cuando se separaron, Candela le dio una carta a Amelíe y esta la guardó en el
bolsillo de su abrigo. Luego se despidieron claramente emocionadas y Amelíe se
dio la vuelta y regresó sobre sus pasos.
La expresión desolada de Candela se acrecentaba con cada paso que daba su
amor alejándose de ella. Me aparté rauda de la ventana, me costó aflojar la
mandíbula y aligerar la crispación de mis dedos, que se habían cerrado rígidos en
torno al cuello de la copa.
Avancé hacia uno de los corros de amigos y fingí estar participando en la
conversación.
Cuando ella llegó, enfiló hacia los aseos, imaginaba que a intentar borrar el
rastro de llanto que pendía en sus ojos.
Apuré mi copa y tomé otra. La decisión, a pesar de saberla correcta, también
estaba llena de amargura; condenarme a la soledad no sería fácil, pero perder a
una mujer tan excepcional sería todo un sacrificio.
—Lina, magnífica exposición, las imágenes impactan por la carga emocional
que reflejan, son soberbias —alabó alguien.
Incliné agradecida la cabeza esbozando apenas una sonrisa tibia.
Dirigí continuas miradas al pasillo esperando ver reaparecer a Amelíe, cuanto
más tiempo tardara en salir, más posibilidades tendría Candela con ella.
Mi parte egoísta y territorial se encrespó como furiosas olas en un rompiente.
Mi orgullo se resintió y tuve que obligarme a recordar que era lo mejor para
todas.
Cuando por fin salió, todavía con los ojos enrojecidos, temí que, en realidad en
lugar de una confesión de amor o una súplica de reconciliación, hubiera sido una
terrible noticia lo que Candela le había dado. Tuve que apretar los dientes y
fingir normalidad cuando rodeó mi cintura por detrás y sonrió a los congregados.
—Esta condenada alergia… —justificó.
Antes de dar un paso, necesitaba saber qué estaba ocurriendo, quizá si leyera
esa carta… No, me dije, era algo íntimo entre ellas y yo… ¡Al cuerno, tenía que
leerla!
Aquella noche me buscó, deseando perderse en mi cuerpo, de olvidar esa
tristeza que ya se había afincado en sus ojos. Y yo le ofrecí el momentáneo
olvido que buscaba. Hicimos el amor con arrobada pasión, como si ambas
supiéramos que podría ser la última vez.
Aguardé paciente a que se durmiera profundamente y entonces salí de la cama.
La había visto esconder subrepticiamente aquel redoblado pliego de papel, entre
unos libros en lo alto de un estante. Así que fui directamente al salón y comencé
a sacar tomos y a rebuscar entre sus páginas. Finalmente di con la carta. La
desdoblé con torpe urgencia y la leí conteniendo el aliento.
«Amelíe, mi Amelíe,
Porque siempre serás mía, por muchas relaciones que tengas. Porque nadie en
el mundo podrá quererte como yo. Porque cada día sin ti es morir en vida.
Porque nada tiene sentido lejos de ti…
Y, aunque mía, son otros brazos los que te rodean y otro cuerpo donde te
entregas. Y aun así, amor mío, aunque no comparto ya tu vida, aunque te fallé
infinidad de veces, no puedo seguir pensando que fue mi enfermedad la que nos
separó, porque eso me está matando con la misma inquina que tu lejanía. Y, al
mismo tiempo, comprendo lo afortunada que fui al conocerte, al haber sido
amada por ti, sabiendo lo que sabías, y arriesgándote igualmente en una relación
tan delicada. Pero hubo tanto amor, tanto, que curaste mis heridas y borraste mis
cicatrices, duras cicatrices del pasado que nunca me abandonarán, y que cada
vez, temo, se abren más.
Quiero despedirme diciéndote que vaya adonde vaya, te llevo conmigo, y que
ojalá el destino te vuelva a poner en mi camino, quizás en otra vida.
Tuya eternamente,
Candela
Maldije en silencio. Una furia demoledora me recorrió. No tenía tiempo que
perder. Supe intrínsecamente que aquello era algo más que una despedida a un
amor, era una despedida a la vida.
Me vestí y salí apresurada del apartamento.
Sabía dónde vivía Candela. Conduje de noche, lloviendo, y a toda velocidad.
En mi mente comenzó a desatarse de nuevo el caos, pero luché denodada contra
todas y cada una de las imágenes que flagelaban mi corazón, contra las palabras
dichas y contra la exacerbada angustia que constreñía mis entrañas.
¡Joder, tengo que llegar a tiempo!
Ante la desesperación y la esperanza de poder evitar lo que antaño no pude,
esquivé los flashes del pasado, centrándome en un solo objetivo: salvar una vida
y un amor, los que me a mí ese destino cruel me había arrebatado.
Las calles estaban desiertas y no tardé en llegar al edificio donde estaba el piso
de Candela.
Dejé el coche en doble fila y salí veloz hacia el portal, por fortuna estaba
abierto. Subí los peldaños de dos en dos, hasta llegar a la segunda planta.
Cuando llegué a su puerta comencé a llamar con enloquecida insistencia,
aporreando el tablero al tiempo.
Escuchar cómo gruñía la cerradura me inundó de alivio. Jadeante, me aparté
apenas para recomponer el pánico que todavía recorría mi torrente sanguíneo
descompasando mi pulso.
La puerta se abrió y una aturdida y confusa Candela me miró abriendo los ojos
con asombro. Pronto, un velo preocupado oscureció su faz.
—¿Le ocurre algo a Amelíe?
—He venido temiendo que te ocurriera algo a ti. ¿Puedo pasar?
Asintió y se apartó dejándome pasar.
Me guio hacia su salón y ajustándose, con evidente incomodidad e inquietud,
la cinta de su bata a la cintura, me ofreció asiento a su lado en el sofá.
Lo hice y respiré hondo antes de comenzar mi arriesgada exposición.
—Os vi frente a la galería —comencé sin tapujos.
Candela me sostuvo la mirada sin amilanarse, bien, al menos eso denotaba que
tenía ganas de lucharla.
—¿Y a qué has venido exactamente? —masculló ceñuda —¡Joder, creía que se
estaba incendiando el edificio!
—Y yo creía que estarías haciendo una estupidez.
—Hago muchas —admitió desdeñosa—, y nadie nunca vino a rescatarme, y de
todas las personas que podría imaginar acudiendo en mi ayuda, te aseguro que
jamás pensaría en ti.
—Leí la carta —confesé, observando con atención su ofendido ceño—.Y saqué
mis propias conclusiones, temí que…
Candela bufó furiosa y se puso en pie con los puños apretados.
—¡Lárgate de mi casa!
—Era una despedida, joder —repliqué encarándola.
—¡Sí, era una puta despedida a la mujer que amo y que tú me arrebataste!
—Yo no te arrebaté una mierda, tú no supiste conservarla. Y no he venido a
hablar de eso, ni a recibir tus reproches.
—No tengo nada que hablar contigo, vuelve con ella.
Su tono se tiñó de amargura, la ofuscación perduraba duramente contenida por
la tristeza.
—Pensé que ibas a acabar con tu vida—desvelé rotunda.
La alarma relampagueó un fugaz instante en sus ojos, antes de matizarlos con
un paño de falsa indiferencia. Fue suficiente para descubrir que albergaba esa
idea y que en efecto la maduraba seriamente.
—No, y si fuera el caso, no te incumbe.
—Pero le incumbiría a ella. La destrozarías, la condenarías a un infierno de
culpabilidad y una vida llena de remordimientos. Bien lo sé.
—Te tiene a ti—rezongó airada, en su ojos se marcó una honda aflicción que le
hizo bajar la vista.
—No por mucho tiempo.
Entonces agrandó los ojos y me miró estupefacta
—¿Malas noticias en tu última revisión del VIH?
—No, gracias al cielo estoy bien. ¿Cómo van tus análisis?
—Bueno, ya sabes, peor que los tuyos, pero me van controlando.
—No lo hagas —le rogué suplicante—. Tienes que reconquistarla.
Candela me miró como si hubiera perdido el juicio, contuvo el aliento y se
refregó la cara con las manos en un mohín confuso e impaciente.
—¿De qué coño va esto, Lina? Porque esto es una puta locura.
—Va de segundas oportunidades.
Candela se paseó nerviosa por la estancia, intentando asimilar mis palabras.
Cuando finalmente se detuvo me observó con acidez y aguda desconfianza.
—¿Y te vas a sacrificar para que no me tire por el balcón?
Endurecí el gesto y la miré determinada.
—Voy a dejarla, porque no puedo darle lo que tú sí le das.
—A ella no parece importarle lo que yo le doy, a la vista está, ¿no? Además
ella… —Hizo una pausa como si la palabra se hubiera atascado en su garganta
—… te quiere.
—Creo que también a ti, sus enrojecidos ojos tras vuestra conversación lo
evidencian.
—¿Entonces, por qué me dejo?
—Quizá la relación se apagó o no se lo pusiste muy fácil, tu situación es
complicada y no todo el mundo es capaz de soportarlo.
Candela negó con la cabeza, su mirada vidriosa y su gesto dolido me hicieron
querer abrazarla.
—Si me hubiera querido de verdad, lo habría aguantado todo —reprochó con
aspereza.
—Quizá no valoró tu amor, quizá creyó que sería fácil encontrarlo en otra
persona. Lleva más de cinco meses conmigo y siempre le fui honesta respecto a
mis sentimientos. Lo intentamos, pero yo, ahora, sé que no podré amarla como
merece. Ya medité sobre terminar la relación antes de vuestro encuentro.
Descubrir que todavía siente algo por ti, fui lo que me decidió a ponerla en
práctica. Tienes que intentar recuperarla, consolarla cuando me marche y
seducirla de nuevo.
Me aproximé a ella y con expresión grave añadí:
—Pero esta vez tendrás que demostrarle mejor lo que la quieres, y no con
cartas, ni palabras, sino luchando contra la enfermedad, contra tu adicción y
exprimiendo la vida a su lado, dando lo mejor de ti. Jamás vuelvas a barajar la
idea de rendirte o volveré y yo misma para lanzarte por el balcón.
—Lo haces por ella, ¿verdad? Por Laura, para liberar tu conciencia.
Aguanté su mirada conteniendo la maraña de emociones que en aquel
momento me zarandeaban.
—Por Laura, porque todavía la quiero, y porque sé que siempre la querré. Por
Amelíe, porque es una gran mujer que merece que la quieran. Por ti, porque
tienes la suerte de poder recuperar a la mujer que amas. Y por mí, porque
necesito paz, y creo que solo en la soledad la encontraré.
Candela, con semblante conmovido y mirada llorosa se abalanzó a mis brazos
y sollozó quizá de alivio, quizá de alegría, quizá de miedo ante el temor de no
conseguir reconquistarla. Pero cuando se separó de mí, comprendí el motivo: era
de puro agradecimiento.
Esbocé una sonrisa cómplice y le guiñé un ojo.
—Todo irá bien—murmuré, depositando la mano sobre su hombro y
presionándolo ligeramente para imprimirle optimismo—. Confío en ti.
Salí de aquel apartamento con la férrea intención de dar el último y más duro
paso.
Paseaba por la calle pensativa y entonces las vi.
Iban cogidas de la mano, risueñas y dichosas. Sus risas cascabelearon
vibrantes, suspendidas en la tibia brisa estival acariciando mis oídos. Sonreí
quieta y me escondí en la esquina, para evitar ser vista. Cuando pasaron a
escasos pasos de mí, me giré hacia un escaparate y las miré subrepticiamente.
Candela lo había conseguido, la mirada de Amelíe brillaba como yo nunca logré
que lo hiciera.
Habían transcurrido seis meses desde nuestra ruptura y, aunque ella se había
negado a perderme, mis argumentos fueron rotundos y mi decisión inamovible.
Y ahora comprobaba que había hecho lo correcto.
Yo, por mi parte, había aceptado una vida plácida y no carente de amor. Pues
cuando no compartía cama con un cuerpo apetecible, al que no pensaba atarme,
en mi cama, en mi vida, en mi corazón y en mis pensamientos, solo habitaba
Laura. Y así sería, sin sentirme culpable por no poder entregarme por entero a
nadie más, sin luchar contra los recuerdos, y sin negarme quién era realmente.
Era la mitad de un alma que me esperaba paciente en el otro lado. Pero solo
acudiría a su encuentro cuando el destino lo decidiese, viviendo plenamente mi
vida y sintiéndome libre y en paz.
Suspiré ligera y me giré para observar cómo se perdían en la distancia, dueñas
de una aprovechada segunda oportunidad.
Seguí caminando, a cada paso mi sonrisa se estiraba y mi alma rebosaba
felicidad. Una brisa melosa me acarició alborotándome el cabello, un extraño
tintineo llegó a mis oídos, y un leve roce cosquilleó mis labios. Supe que era
ella. No, no estaba sola, nunca lo estaría.
SÉ QUE AÚN ME AMAS
NONI GARCÍA
(Para Paco)
Una vez más, Candela despertó y la otra mitad de la cama estaba vacía. Habían
pasado cinco meses y seguía sintiendo el abandono cada mañana al despertar.
Amélie no estaba y probablemente nunca más estaría.
Siempre creyó que el VIH las había separado, pero no. Lina también era
seropositiva. La preciosa chica de ojos grises y mirada felina la encandiló, y la
apartó de su lado sin que Candela pudiera hacer nada para retenerla.
Se levantó de la cama y, tras una ducha rápida, cogió sus apuntes y salió de
casa rumbo a la universidad. A sus treinta y dos años estaba terminando la
carrera de Derecho que decidió estudiar el día que el síndrome de abstinencia
abandonó su vida y fue capaz de decidir qué quería hacer en la vida.
No fue fácil.
Sin dinero, sin trabajo, sin nadie a quien pedir ayuda, apoyo, consejo. Siempre
podía hacerlo otra vez, pero estaba segura de que aquello la llevaría a caer de
nuevo en el mundo del que acababa de salir y por el que era seropositiva.
Habían pasado siete años desde la última vez que usó su cuerpo para conseguir
un chute, habían pasado siete años desde la última vez que los amigos de sus
hermanos la usaban para sentir su propio placer sin importarle ella, habían
pasado siete años desde aquel último colocón, habían pasado siete años desde la
última imagen que recuerda de su madre pinchándose su último chute.
En sus brazos.
Candela vio morir a su madre en sus brazos. No sabía si estaba en el mundo
real o en el mundo paralelo al que le transportaba el caballo, pero sabía que su
corazón no volvería a latir, que la dosis que minutos antes se habían pinchado
juntas era la última, que se le fue la mano al prepararla o quizás fue consciente
de lo que estaba haciendo.
Pero allí, entre sus brazos, yacía inerte la mujer que le dio la vida y que se la
destrozó.
Ese era su pasado y su enfermedad se lo recordaba a diario, pero no por ello
iba a dejar que le siguiera atormentando. Nunca lo ocultó a nadie. Sus
compañeros, sus profesores, sus clientes y todo el que le rodeaba lo sabía.
Estaba nerviosa, se enfrentaba al último examen de una carrera que había
sacado con mucho esfuerzo y dedicación. Muchas horas de sueño invertidas
después de días llenos de duro trabajo. Trabajo que le consiguió Amélie antes de
que fueran pareja.
Organizadora de eventos.
«¿Quién me iba a decir que ese sería mi trabajo y que se me daría tan bien?»,
esa era la pregunta que siempre rondaba por su cabeza cuando cruzaba la puerta
del local donde tenía la sede su propia empresa.
El examen no tuvo secretos ni dudas para ella. Sabía que había salido
victoriosa de un nuevo reto y se sentía feliz. Se dio el capricho de ir de compras,
tomar un buen desayuno y disfrutar del sol que brillaba con fuerza entre aquellas
nubes que barruntaban lluvia.
Aquella era su mañana, su día, pensaba disfrutarlo, aunque fuera en soledad.
Comida tailandesa, una copa de vino, una sesión de Reiki para alinear los
shakras y recargar energías, música, gente, vida.
Su casa seguía vacía, pero esperaba, deseaba, anhelaba que algún día alguien
pudiera ayudarla a llenarla de nuevo. Quería que fuera Amélie, pero sabía que no
podía ser, que ya no era suya, que debía olvidarla y seguir adelante, que aquel
vacío iba en contra de lo que se prometió a sí misma el día que decidió salir de
las drogas y vivir: ser feliz.
Decidió no seguir pensando, preparó un baño de agua caliente con sales
relajantes y estuvo leyendo un buen libro hasta que tiritó y fue consciente de que
el agua estaba fría, de que había perdido la noción del tiempo inmersa en esa
historia que no era suya.
El día tocaba a su fin y, antes de irse a dormir, miró el correo que le había
enviado uno de sus empleados anunciándole que habían conseguido tres nuevos
contratos. Si seguían con ese ritmo de trabajo tendría que contratar a alguien
más. Y, si no, también, porque la idea de desaparecer seguía instalada en su
cabeza, creía que esa sería la única forma de olvidarla.
Y, organizando aquella huida, se dejó mecer por los brazos de Morfeo hasta
que sonó la alarma de cada mañana y volvió a ver aquella mitad de la cama
vacía.
Fue la primera en llegar a la oficina. Sobre la mesa le esperaban tres carpetas
con los tres nuevos eventos que tendrían que organizar. Dos de ellos los llevarían
a cabo sus empleados y ella se haría cargo del otro.
Abrió la primera carpeta y se encontró con una boda. Recordó todas las veces
que Amélie y ella hablaron sobre el día que se casaran. Harían una boda por todo
lo alto, invitarían a todas las amistades que habían pasado por sus vidas desde
que dio comienzo su relación. Relación que estaban viendo crecer y madurar día
a día.
La dejó a un lado y abrió la siguiente. Un evento literario. Ese le gustaba más
que el anterior, y muy bueno tenía que ser el tercero para que no se decidiera por
él.
Dejó la carpeta junto a la anterior y abrió la última. Una exposición
fotográfica... No sabía con cuál se quedaría, pero sí tenía claro con cuál no.
Solo tuvo que ver el evento que era y las cuatro letras que componían aquel
nombre para saber que era ella la mujer que le había arrebatado el amor de
Amélie: Lina.
Los ojos le quemaban y luchaba por retener las ganas que tenía de llorar, pero
era superior a ella y pronto sintió el sabor salado de las lágrimas entre sus labios.
Tenía que apartar aquel expediente de sus manos, de su vista, lo necesitaba lejos
para poder parar de llorar y, junto con el de la boda, lo dejó en la mesa de su
secretaria.
Una boda también era algo demasiado duro en ese momento porque muchas
fueron las veces que esa palabra inundó sus conversaciones.
El evento literario era la mejor opción. La literatura, aunque la descubrió tarde,
se había convertido en una de sus grandes pasiones y sabía que con aquel evento
disfrutaría y se sentiría un poco más feliz.
Su teléfono móvil sonó. Una mezcla de alegría y tristeza se apoderó de su
corazón, era la llamada que llevaba días esperando, la que decidiría su futuro
más inmediato.
Sí, la habían aceptado, haría su pasantía en el despacho de la ciudad que la
acogería, la que le haría olvidar el motivo por el que llevaba meses con aquel
dolor en el corazón. Dejaría atrás el lugar que la vio nacer, crecer, hundirse en la
más profunda de las miserias, resurgir y amar como nunca lo había hecho.
En un par de meses todo quedaría atrás, pero antes de marchar había algo que
debía hacer. Tenía que decirle «adiós», despedirse de ella, cerrar ese capítulo de
su vida definitivamente para poder continuar.
No sabía cómo hacerlo, cómo acercarse a ella, cómo conseguir que las palabras
salieran de su garganta y, sin darse cuenta, se vio escribiendo en un papel todo
aquello que necesitaba decirle, su hasta siempre, su despedida.
Estaba tan inmersa en aquel papel que se sobresaltó cuando alguien llamó a su
puerta. Era su secretaria, la que con el paso del tiempo se había convertido en
una amiga, la que se había tragado todas sus lágrimas, la que la había
aconsejado, consolado y apoyado cuando Amélie desapareció.
Gina cerró la puerta al ver sus lágrimas, se acercó a ella, la abrazó y leyó lo
que había escrito. Rompió a llorar porque no solo era una despedida para
Amélie, también lo era para su ahora, para ella, para todos los que la rodeaban y
querían, pero entendía que tenía que ser así.
Dos meses.
Habían pasado dos meses y la carta seguía en el primer cajón de su escritorio.
En unos días abandonaría aquella oficina sin saber cuándo volvería y todavía
no había conseguido entregarle la carta, cerrar ese capítulo de su vida que una
vez más le hizo sufrir… Que le seguía haciendo sufrir.
El domingo había sido el día elegido para meter las maletas en el coche y
partir. Había reservado habitación en un hotel para una semana, el tiempo que
tardaría en encontrar un piso en aquella nueva ciudad.
El evento literario estaba organizado y Gina solo tenía que seguir sus
instrucciones, la boda había sido un gran éxito que hizo que consiguieran nuevos
clientes y en unos momentos daría comienzo la exposición fotográfica de Lina.
«Ahora o nunca», ese fue el pensamiento que se cruzó por su mente y por el
que se dejó llevar.
Puede que no fuera el momento más indicado para hacerlo, pero así se
aseguraba de que no correría tras ella. No soportaría oír nuevamente de sus
labios que se había enamorado de otra, que la dejó de lado, que le importaron
más su trabajo y sus estudios que ella. Sí, Amélie corrió a los brazos de otra,
pero ella tuvo gran parte de culpa.
Y no, no fueron solo el trabajo o los estudios, fueron ella misma y sus miedos,
sus fracasos y una enfermedad que no había aprendido a afrontar. Siempre pensó
que estaba con ella por pena, que el día que se cansara la dejaría. Así que,
cuando Amélie se fue, lo achacó a eso.
«¿Quién va a querer vivir su vida con una persona que le puede contagiar en
cualquier momento?». Ese era el pensamiento que le atormentaba hasta que supo
que Lina también lo era. Entonces fue consciente de que solo ella había tenido la
culpa de que su amor se esfumara, de que se enamorara de otra.
Descuidó el amor que Amélie le tenía y hasta el que le tenía a ella. Para cuando
se vino a dar cuenta de su error, ya era demasiado tarde y había decidido darle su
amor a otra que jamás la amaría como la amaba ella.
Una vez más sus propios errores la alejaban de la felicidad que tanto deseaba.
Esa felicidad que se prometió conseguir cuando murió su madre y que ya nunca
podría conseguir. Sin ella sería inalcanzable aunque no pensaba cerrar su
corazón al amor. Le llegó una vez sin esperarlo y quién sabía si le podría volver
a suceder.
Y allí estaba, parada frente a la galería en la que se celebraba la exposición.
Tecleando nerviosa un mensaje en su teléfono. Esperando una respuesta que no
llegaba, lo guardó y no pudo evitar frotar sus manos una y otra vez, como
siempre que los nervios hacían presencia.
Se paró el mundo.
Caminaba decidida hacia ella y no sabía cómo actuar, qué decir, ni tan siquiera
sabía qué sentimiento le provocaba tenerla allí, delante de ella.
Amélie la conocía y sabía que aquel momento no era fácil para Candela.
Muchos años, muchas emociones, muchos momentos que forjaron su relación,
que hicieron que creciera el amor que se tenían.
Dos besos, uno en cada mejilla, como los que se dan dos amigas, dos personas
que no han compartido siete años de sus vidas, dos personas que no se habían
amado como lo habían hecho ellas.
—¿Qué haces aquí?
—Necesitaba verte.
—Candela, han pasado cinco meses…
—Me voy.
—¿Y?
Alzó sus manos al viento dando a entender que no le importaba. Candela puso
las manos sobre los hombros de Amélie, la miró a los ojos y las lágrimas
hablaron por las dos.
Sacó de su bolso el sobre y se lo entregó. Amélie lo miró, lo acarició y miles
de sentimientos formaron un nudo en su garganta.
No entendía por qué aquel sobre le estaba doliendo tanto, no entendía por qué
sentía la necesidad de abrazarla, de tenerla de nuevo entre sus brazos, pero
necesitaba sentir su calor, su dulzura y hasta su pasión.
Devolvió la carta a las manos de Candela creyendo que así dejaría de sentir,
pero solo consiguió que la necesidad de aquel abrazo fuera más fuerte. Y la
abrazó.
Y en aquel abrazo Candela dejó que las lágrimas salieran sin control, sin
miedo, sin vergüenza a que la vieran débil y destrozada, porque lo estaba. Estaba
viviendo uno de los momentos más dolorosos de su vida sin estar en la nube a la
que el caballo la llevaba.
Dolía aquel abrazo, tanto que se separó de ella, aunque aquello le provocara
más dolor. Volvió a entregarle la carta y Amélie la guardó en el bolsillo de su
chaqueta dedicándole un ahogado «adiós» entre lágrimas antes de volver a la
galería.
Candela se quedó inmóvil, viendo por última vez cómo se alejaba el amor de
su vida, el puro, el sincero, el único y verdadero.
Desapareció dentro de la galería y Candela, paso a paso, de forma autómata,
volvió caminando a casa con la esperanza de que alguien la frenara y fuera ella,
pero no, eso no pasó. Volvía a estar en aquella casa vacía que ya no sentía suya.
Alguien llamó al timbre y se le aceleró el corazón. No esperaba a nadie, quizás
Amélie había leído aquella carta en la que le entregaba su corazón, en la que le
contaba que sabía que su enfermedad había sido uno de los causantes de su
marcha.
Corrió a abrir la puerta y un puñal le atravesó el corazón. No, no era ella quien
estaba delante de su puerta, era su pasado. Un pasado enterrado que volvía siete
años después en el día más inoportuno, en el día más propicio para recaer.
Delante de ella tenía a uno hombre de unos sesenta años… Bueno, eso
aparentaba, aunque en realidad solo era unos minutos mayor que Candela. Era
Lolo, su hermano mellizo, su mitad, con el que había compartido muy buenos
momentos, pero también el que la prostituía a cambio del chute del día para los
dos.
No había sabido nada de él desde el día que enterraron a su madre. Tomaron
rumbos distintos en la vida y ahora el destino volvía a hacer que se cruzaran,
pero no estaba sólo.
Junto a él había una pequeña de unos cuatro años con unos preciosos ojos
castaños que le recordaban a los de Lolo cuando eran niños, y la misma mirada
triste.
Las ganas que tuvo de cerrar la puerta en el mismo instante que vio quién era,
se esfumaron. No sabía cómo había conseguido encontrarla y llegar hasta allí,
pero no podía seguir huyendo siempre que algo que no le gustaba se cruzaba en
su vida.
Candela se retiró de la puerta y los invitó a entrar sin dirigirles la palabra. Se
sentaron en su precioso sofá de diseño y no le importó que la pequeña subiera
sus pies con aquellos zapatos sucios y rotos por el paso del tiempo.
Se sentó frente a ellos y no necesitó palabras para saber que su hermano se
estaba despidiendo. Era seropositivo, aunque no contrajeron la enfermedad a la
vez.
Lolo era toxicómano al igual que ella, pero muy escrupuloso, y nunca
compartió sus jeringuillas con nadie. Contrajo la enfermedad hace unos tres años
por mantener relaciones sexuales sin protección con otra toxicómana que sí
estaba contagiada. Él no se lo había contado, pero lo hizo Andrés, un amigo
común que también había conseguido salir de aquel oscuro mundo.
—¿Quieres un zumo…?
—Candela, se llama Candela.
—En la nevera hay de varios sabores, coge el que quieras.
La pequeña se levantó y salió corriendo. Candela miró a su hermano y se tapó
la boca con las manos intentando ordenar todo lo que quería decir, todo lo que
quería preguntar, todo lo que necesitaba saber.
—No tiene el virus.
—Es imposible, tú…
—No tenía SIDA cuando la tuve.
—¿Qué quieres, Lolo?
—No me queda mucho tiempo y su madre no superó el parto. Quiero que te
quedes con ella.
—¿Cómo?
—No quiero que vaya a un centro, no quiero que tenga mi vida, quiero que
tenga la tuya. La de la mujer fuerte que tengo delante, que fue capaz de salir de
esta mierda y que es feliz.
—Pero yo tampoco soy un buen ejemplo, Lolo. Sabes que soy seropositiva y…
—Mírala. Tiene cuatro años, pesa trece kilos, no está escolarizada y tú puedes
darle una vida más digna que la que yo nunca le hubiera podido dar.
—Todavía estás a tiempo, Lolo. Yo puedo ayudarte.
—Para mí es tarde. Ya estoy en la última fase, sabes cómo va esto.
—Lolo. Yo no estoy en mi mejor momento, el domingo me voy de aquí y no
creo que vuelva.
—Llévala contigo.
—No la volverás a ver y…
—No quiero que me vea morir.
Candela se levantó, se sentó junto a su hermano y lo abrazó hasta que la
pequeña apareció con un tetrabrick de zumo entre sus brazos. Sí, alcanzó a
cogerlo de la nevera, pero no tenía vaso.
Después de cinco meses, Candela volvió a sonreí y entendió que daba
comienzo una nueva etapa en su vida. Quizás ese era el amor incondicional que
el destino le tenía preparado para poder ser feliz en la vida.
Tres meses.
Habían pasado tres meses del día que le dio la carta a Amélie y su vida dio un
giro de ciento ochenta grados poniendo todo patas arriba.
Sus planes de volver a huir se fueron al traste cuando abrió aquella puerta. No
podía abandonarle, ya lo hizo una vez. Si aquel día no solo hubiera pensado en
ella, él también habría salido, estaría ahora jugando con su hija y Candela no
estaría parada frente a su ataúd.
Ese siempre fue uno de sus fantasmas, el abandono de su mitad, pero, en esos
tres meses que estuvieron despidiéndose, esos fantasmas se esfumaron.
Lolo le pidió perdón todos los días hasta que se sumió en el profundo sueño del
coma. Perdón por no haberla cuidado, por haber permitido que entrara en ese
mundo al que se vieron arrastrados desde que nacieron, por haberla prostituido a
cambio de su propio beneficio. Sí, ella también salía beneficiada, pero ni la
cuarta parte de lo que salía él.
Candela consiguió que admitieran a la pequeña en un colegio privado aunque
el curso ya estaba avanzado. La niña era muy inteligente y avanzaba rápido, pero
las pesadillas la atormentaban cada noche. Tenía pánico a las agujas hasta que
vio que, a los pocos minutos de ser pinchada, no se quedaba tirada en el sofá con
la mirada perdida.
Sabía que iba a tardar mucho tiempo en superar sus cuatro años de vida, pero
no descansaría hasta que fuera una niña completamente normal.
Aquel día marcó un antes y un después en su vida. Lolo dejó a la pequeña con
Candela y fue a pasar la noche en su calle, en su cajero, ese en el que vivía desde
que lo echaron de la casa en la que vivía de ocupa. Necesitaba despedirse de
todo aquello porque al día siguiente ingresaría en un centro en el que le cuidarían
hasta el último de sus días
Tras una buena ducha y una cena copiosa, pero no en demasía, la pequeña cayó
en un profundo sueño del que no le despertó el timbre en mitad de la noche.
Candela se despertó sobresaltada. Su primer pensamiento fue que su hermano
había decidido terminar con su vida antes de tiempo y la policía venía a
comunicárselo.
Corrió a la puerta y, por segunda vez en el mismo día, casi le da un síncope al
ver quién estaba tras ella.
Aquella preciosa mujer de pelo negro, ojos grises y mirada felina estaba
empapada hasta los huesos por culpa de la tormenta que estaba cayendo, pero su
mirada le decía que donde más llovía era en su alma.
Quiso gritarle que se fuera, que no quería verla, tenerla cerca. La odiaba
porque ella le quitó lo que más había querido en su vida, su mayor tesoro, pero
no podía hacerlo y la invitó a pasar.
Hablaron de Amélie. La iba a dejar y sabía que iba a sufrir, quería que la
cuidara, que la apoyara, que la reconquistara porque sabía que en alguna parte de
su corazón la seguía queriendo.
Lina se fue y nunca más supo de ella. Buscó a Amélie unos días después, pero
no quiso hablar con ella. La culpaba de que Lina la hubiera dejado porque las vio
en la puerta de la galería.
Lo volvió a intentar una semana más tarde y sus palabras fueron hirientes,
pero, aun así, no podía dejar de amarla de una forma incondicional, de la forma
en que ella había amado a Lina.
Entonces lo supo. Lina la había abandonado, quería que fuera feliz con ella,
pero Amélie no la olvidaría tan fácilmente y nunca sería capaz de perdonarla por
maltratar el amor que se tenían.
El viaje se canceló y comenzó su pasantía en uno de los despachos más
prestigiosos de la ciudad.
Lolo empeoró por días hasta que llegó su final, pero, mientras, disfrutaron el
uno del otro de una manera diferente a la que siempre lo habían hecho. Candela,
por fin, conoció a su hermano.
A diario paseaban por los jardines de la clínica y hablaban de cosas que no les
dolían, así lo pactaron. Candela había dejado su pasado atrás, donde debía estar,
y quería que él hiciera lo mismo. No quería que enturbiara sus últimos
momentos de vida.
Una vez a la semana llevó a la pequeña a ver a su padre hasta que la
enfermedad le dio un aspecto que no quería que recordara, bastante tenía con
tener en su mente todo lo que había vivido desde que nació.
Gina se hizo cargo de la pequeña durante los últimos días de vida de Lolo y
Candela no se separó de su lado. Pasó tres días y dos noches con él, hasta que
dio el último suspiro despidiéndose del mundo de los vivos.
Y allí estaba, viendo cómo metían aquella caja de madera en el crematorio,
sabiendo, que en unas horas, el único rastro que le quedaría de su pasado sería
ceniza. Aunque había alguien que siempre se lo recordaría al mirar sus preciosos
ojos castaños, tan iguales a los suyos, pero con esa mirada que la transportaba a
su niñez.
Ahora todo giraba en torno a ella.
Por las mañanas iba al colegio mientras Candela hacía su pasantía y por las
tardes la llevaba a clases extraescolares para que estuviera lo antes posible al
mismo nivel que los niños de su edad. Trabajaba por las tardes, en esos ratos en
que la niña estaba ocupada, y por las noches cuando la casa se quedaba en
silencio.
Ya había pasado una hora desde que le dio el último «adiós» a Lolo y seguía
esperando a que todo aquello terminara. Miles de recuerdos la golpeaban, pero
no estaba triste, ni ansiosa, ni tan siquiera deseosa de volver a flotar en la nube.
A su mente solo llegaban momentos de cuando eran niños, de sus juegos, las
carreras, los abrazos, la conexión que solo dos hermanos mellizos tienen… Era
como si su mente hubiera eliminado todos los malos recuerdos, como si un virus
hubiera entrado en su cerebro y los hubiera borrado todos.
Amélie seguía en su pensamiento. En aquel momento la necesitaba más que
nunca, pero no pensaba atormentarse pensando en eso. Esos tres meses le habían
enseñado que la vida era más corta y efímera de lo que imaginaba.
Tenía que seguir viviendo, aunque fuera sin ella. Sabía que nunca la olvidaría,
pero ahora tenía otro amor puro por el que luchar, que salvar y al que nunca
debía fallar ni maltratar, como había hecho con el de Amélie.
Sin querer, la carta que le entregó aquel día apareció en sus pensamientos y el
encuentro delante de la galería la siguió. Sus ojos humedecidos hicieron que un
«sé que aún me amas» rondara por su cabeza. Si ya no sintiera nada por ella, no
habrían brotado aquellas lágrimas y no se habrían abrazado como lo habían
hecho.
Una esperanza nació en su corazón, pero unos días después sintió que se
esfumaba. Probablemente la seguía amando, pero le había hecho demasiado
daño. Tanto que se había refugiado en los brazos de otra que no la quería como
ella se merecía.
Tres meses después solo deseaba que fuera feliz, aunque no fuera a su lado.
Eso era lo de menos, la quería tanto que lo único que le importaba era su
felicidad y no le importaba que fuera en los brazos de otra
—Señora, aquí tiene las cenizas…
Candela dio un salto, no esperaba que nadie le hablara en medio de aquel
silencio, de aquella soledad, de sus pensamientos. Un chico estaba delante de
ella con una urna rodeada con un brazo, que parecía sacada de una de las
pirámides de Egipto, y una carpeta con varios papeles.
Una vez repuesta del susto, los firmó y le hizo entrega de la urna y una caja
donde guardarla.
Salió de allí y estuvo veinte minutos subida en el coche, sin arrancar, mirando
la caja que tenía en el asiento del copiloto y pensando qué hacer con ella.
El recuerdo de los dos jugando en el jardín de la casa donde vivían cuando eran
niños llegó a su mente y lo tuvo claro. Arrancó el coche y puso rumbo hacia su
pasado.
Tardó veinte minutos en llegar y, una vez estuvo delante de ella, sintió tristeza.
Todas las ventanas y puertas estaban tabicadas para que nadie tuviera acceso. La
última vez que estuvo allí fue el día que murió su madre.
Fue al jardín trasero abriéndose paso entre la maleza. Todavía había
jeringuillas por allí tiradas y la pala que usaba su padre para plantar flores
cuando eran pequeños antes de morir.
La cogió y cavó un boquete no demasiado profundo. Lo justo para verter las
cenizas de Lolo y volver a taparlo.
Cada pala de tierra dolía más que la anterior y deseó que aquella casa nunca se
hubiera convertido en el infierno que fue. Quería que volviera a ser la casa llena
de alegría que recordaba y supo qué era lo que tenía que hacer.
Salió de allí y se dirigió al despacho de abogados donde hacía la pasantía.
Quería aquella casa y sabía que ellos podrían ayudarla a conseguirla o, al menos,
harían todo lo posible para que así fuera.
El teléfono sonó y al ver la hora se llevó las manos a la cabeza. Eran las nueve
de la noche y la niña estaba con Gina. Tenía que volver corriendo a casa y sabía
que la bronca que su amiga le iba a echar sería bastante fuerte. Pensó en no
descolgar, pero eso haría que fuera peor.
—Lo siento, Gina. Ya voy para casa. Se me fue la hora y…
—Sé que andas bastante liada y hoy es un día muy duro para ti. Me llevo a la
niña a casa de mi madre, que Darío está de viaje y mañana la dejo en el colegio
antes de ir a la oficina.
—No sé cómo voy a poder agradecerte todo lo que haces por nosotras.
—Yo sé una buena forma de hacerlo. No tardes en llegar a tu casa.
—¿Cómo?
—Hay alguien esperándote.
Y no le dio tiempo a decir más nada porque Gina cortó la comunicación. Miró
el teléfono durante unos segundos y supo que había llegado el momento de irse.
Se despidió de los pocos que quedaban en el despacho y se fue a casa. No solía
recibir visitas y alguien, que no sabía quién era, la estaba esperando.
Si Gina se había ido, sería una persona en la que confiaba y eso la dejó un poco
más tranquila. Lo suficiente para no correr más de lo debido con el coche y tener
un accidente por imprudente. Ya no solo podía pensar en ella, había alguien más
a quien no podía dejar sola.
La subida en el ascensor se le hizo eterna. Cuanto más cerca estaba de saber
quién era esa misteriosa persona, más se impacientaba, hasta el punto de
temblarle el pulso al meter la llave en la cerradura.
Aquel olor a hogar que tanto echaba de menos volvía a inundar sus sentidos y
entonces supo quién era la visita misteriosa sin necesidad de verla. Amélie
estaba allí.
Estaba nerviosa, pero sabía que tenía que mantener la calma. No podía dejarse
llevar por sus sentimientos, por sus ganas de besarla y abrazarla como antes.
Probablemente estaría allí para darle el pésame por la muerte de Lolo, se habría
enterado por los voluntarios del centro de rehabilitación que la acompañaron esa
mañana.
Entró en el salón y estaba de pie, esperándola, con la respiración un poco
alterada, los ojos brillantes por la humedad de las lágrimas contenidas e
increíblemente preciosa. Tal y como la recordaba, aunque un poco más triste.
—No te esperaba aquí.
—Lo sé. ¿Cómo estás?
—Bien, gracias. ¿Y tú?
—Bien…
Un incómodo silencio se creó entre ellas. Candela soltó su bolso, su maletín y
las llaves antes de dirigirse al sofá y hacerle un gesto para que se sentara donde
ella quisiera.
Amélie se sentó a su lado y rompió el hielo.
—Siento mucho lo de tu hermano.
—Gracias.
—No sabía que hoy… Me he enterado cuando he llegado y Gina me ha abierto
la puerta.
—Creí que habías venido a darme el pésame.
—He estado fuera los últimos tres meses. Necesitaba saber qué quería en mi
vida.
—Espero que lo hayas conseguido.
—Sí, ahora lo tengo todo muy claro.
—Me alegro por ti.
—¿No quieres saber por qué estoy aquí?
—No sé si me lo quieres contar.
—Por ti.
Candela se tapó la cara con las manos para poder controlar las lágrimas que
luchaban por salir y el nudo en la garganta que no la dejaba hablar.
Necesitaba mantener el control de la situación. Amaba a Amélie con todo su
ser, su felicidad estaba junto a ella, lo sabía, lo tenía claro desde el día que la
conoció, pero si ella volvía a irse de su lado, no lo soportaría. Una segunda vez,
no.
—Amélie, yo no…
—Sé que aún me amas.
—Pues claro que te amo, y sé que cometí muchos errores que no volvería a
cometer si te tuviera a mi lado, pero no soportaría que algún día te volvieras a
enamorar de otra persona y me abandonaras de nuevo.
—No me enamoré de Lina, solo fue un espejismo. Me ha costado darme
cuenta, pero solo estaba con ella para darle el amor que tú no querías de mí.
—¿Crees que no lo sé? ¿Crees que no me arrepiento? Entendí tarde que mi
enfermedad nunca te importó, que me querías por encima de todo, que ese nunca
hubiera sido el motivo por el que me habrías abandonado, que solo yo tuve la
culpa de lo que pasó.
—No es tarde, Candela. Todavía podemos…
—No, Amélie. No podemos.
—¿Por qué?
—Porque tengo miedo, porque no quiero volver a hacerte daño y porque ahora
no estoy sola.
—Lo sé. Es preciosa y se parece muchísimo a ti. ¿Ella también es seropositiva?
—No, es lo único que mi hermano hizo bien en la vida.
Amélie le tomó la cara entre sus manos y depositó un suave beso en sus labios.
Apoyó su frente en la de Candela y acarició sus mejillas. Se separó y la miró a
los ojos.
—Te quiero y no sabría vivir mi vida sin ti.
Diez años después
Hoy me vuelvo a despedir de ti, aunque esta vez sí es para siempre.
Fuimos felices, la pareja más feliz del mundo, pero nunca imaginamos lo que
el destino nos tenía preparado.
A los dos meses de la reconciliación nos casamos. Fue una boda de mero
trámite en la que Gina y su marido fueron los testigos. Nada que ver con lo que
planeamos tantas veces antes de la ruptura.
Unos meses después, salió a subasta la casa y la compramos por un precio de
risa porque nadie más estuvo interesado en adquirirla. Siempre decías que esa
casa nos estaba esperando y aquel día me di cuenta de que era cierto.
Las obras duraron más de un año y el día que nos mudamos hicimos la fiesta
del siglo. La pequeña invitó a todos sus amigos y, nosotras, a todos los que nos
acompañaban y apoyaban a diario.
Me enseñaste muchas cosas a lo largo de estos diez años, eras una mujer sabia.
Me enseñaste incluso a vivir sin ti, y lo hiciste sin que me diera cuenta.
Solo hace unos meses que supimos que este momento llegaría y aquí estamos
la pequeña Candela, que ya es una adolescente, y yo despidiéndonos de ti para
siempre.
Al menos nos tenemos la una a la otra para seguir caminando en la vida, para
querernos y apoyarnos la una en la otra.
Fuiste una campeona, mi amor. Luchaste con uñas y dientes contra la
enfermedad, pero no pudimos vencerla, fue más fuerte que nosotras. El cáncer te
ganó la partida.
Siempre pensé que serías tú la que viviera este momento, pero, una vez más,
me equivoqué.
Amélie, siempre serás el amor de mi vida y nadie podrá ser dueña de mi
corazón porque es tuyo, se va contigo.
Pero soy feliz. A pesar de todo, soy feliz. He compartido contigo una vida corta
y maravillosa, tengo a Candy, recuerdos preciosos y he conocido el amor
verdadero. ¿Qué más le puedo pedir a la vida?
He conseguido cumplir la promesa que me hice aquel día mientras sostenía el
cuerpo inerte de mi madre gracias a plantarle batalla a la vida y gracias a ti.
HASTA QUE TE ENCONTRÉ
MARIAN RIVAS
Bianca caminaba apresurada por la calle bajo el intenso calor, lo que no
suponía impedimento para que la amplia avenida estuviera atestada de gente
como solía pasar a esa hora del día.
La mente de Bianca todavía estaba en la fría consulta de su doctora, cuyo aire
acondicionado hacía que pareciera el Polo norte. En su cabeza se repetía una y
otra vez la conversación mantenida hacía escasos minutos con ella. Todavía no
podía creérselo.
—El resultado de los análisis es positivo —le había comunicado la doctora
Gómez a una Bianca incapaz de asimilar todo el alcance del significado de
aquellas palabras.
—¿En serio?
—Sí.
La muchacha sentía que todo su cuerpo pesaba demasiado para sus débiles
huesos y creía que se desplomaría como un saco de patatas de un momento a
otro pese a estar sentada en una silla.
—¿Qué va a pasar ahora? —preguntó con un hilo de voz.
—Lo primero y, aunque sea una frase que suene a tópico, tienes que
tranquilizarte —dijo la doctora mientras rozaba levemente la mano de su
paciente, que suspiraba con los ojos llenos de lágrimas.
—De acuerdo, me tranquilizo, pero no sé cuánto tiempo durará —respondió
compungida.
La doctora cogió los documentos entre sus manos, se quitó las gafas y observó
a la muchacha con esa mirada serena, pero firme, que solía utilizar con sus
pacientes cuando tenía que darles noticias complicadas.
—El cansancio, la fiebre, el malestar general que has pasado estos días no se
debían a una gripe o a un fuerte resfriado: eres seropositiva, es decir, posees
anticuerpos del Sida, pero aún no has desarrollado la enfermedad. Esta situación
puede durar años, lo esencial es que te cuides mucho.
—¿Necesito cambiar hábitos? —preguntó limpiándose la nariz con un pañuelo
de papel.
—En cuanto a tu alimentación, por ejemplo, sí; nada de alcohol, aumentaremos
el número de vitaminas, proteínas... No debes trasnochar y tienes que hacer
ejercicio. Te daré una tabla nutricional, las medicinas que has de tomarte y todos
los hábitos saludables que debes desarrollar. Tienes que tener en cuenta que,
hasta que la enfermedad se desarrolle, puedes vivir como una persona sana, con
las mismas precauciones que cualquiera.
La doctora metió toda la información en una carpeta ordenada y organizada por
semanas para que no tuviera problema alguno. Bianca echó un leve vistazo a
esta, era azul, con una etiqueta blanca, ancha y con su nombre en letras negras en
el centro. Aquella carpeta sería ahora una parte muy importante de su vida, su
nueva vida.
—Puede tardar unos tres o cuatro años en manifestarse, hasta entonces solo
tienes que seguir mis instrucciones...
—Y ¿cuándo se manifieste…? —la interrumpió.
—Tu cuerpo poco a poco irá mermando sus fuerzas porque las defensas se
verán destruidas por el virus.
—¿Y las manchas? —preguntó horrorizada.
—Eso es al final, tranquila.
«No sé cómo ha podido pasar esto», se repetía a sí misma Bianca.
—Tengo que preguntarte algo, Bianca.
—¿El qué?
—¿Tienes pareja?
La chica temía esa pregunta.
—No.
—¿Has tenido alguna pareja en el último año?
—No.
—¿Alguna relación esporádica?
—Puede ser, pero no es lo que piensa —dijo compungida
—Bianca, yo no pienso nada, no te estoy juzgando, en absoluto esa es mi
intención, no me interesa tu vida privada, corrijo, sí me interesa, pero solo en
todo lo que tenga que ver con tu salud, nada más, tus entradas y salidas y a qué
dedicas el tiempo libre solo te incumben a ti.
—Lo sé, lo sé, disculpe.
—No te disculpes, no pasa nada, entiendo cómo te sientes, bueno, me lo
imagino, solo te hago estas preguntas porque es necesario que las personas con
las que hayas estado en los últimos meses se hagan un análisis.
—¡Dios mío! —sollozó.
La doctora le acercó la caja de pañuelos y le acarició la mano de nuevo,
dejando que llorara para que desahogase sus nervios.
—Estoy aquí para ayudarte en lo que necesites, lo sabes, ¿verdad?
Ella asintió con la cabeza.
—No estás sola en esto.
Bianca lloró amargamente hasta que se quedó sin lágrimas, guardó el pañuelo
arrugado en su bolsillo y mirando a los ojos a su doctora exclamó:
—¡Ya nunca más podré...!
—No es cierto, puedes hacer lo que quieras en tu día a día, pero con
precauciones, la enfermedad, como te he dicho antes, aún no se ha desarrollado,
lo que significa que hay que mantenerla a raya, y si tienes relaciones sexuales te
recomiendo que uses esto, sea pareja estable o no, ¿De acuerdo? —le dijo
mostrando un preservativo
—Mientras hablaba con usted...
—No me llames de usted, soy Amelia —la interrumpió.
—...decía que mientras hablaba contigo, mi cabeza ha estado dándole vueltas a
las cosas que he hecho en estos últimos meses tratando de encontrar una
respuesta, pero no lo consigo.
—Bianca, no te culpes más... —dijo mientras rodeaba la mesa y se sentaba en
la silla vacía que había junto a la chica— Esto pasa y, cuando sucede, lo mejor es
utilizar todas nuestras armas contra ello, y quítate de la cabeza que se deba a un
«comportamiento inadecuado», porque déjame que te diga que incluso una
monja se puede contagiar; una princesa, una persona que pasaba por la calle, no
es necesario ser prostituta para contraer la enfermedad, o tener cincuenta
relaciones sexuales en dos meses, solo basta con una, puedes haberte contagiado
por pincharte con una aguja, en la consulta de un dentista, no lo sé, hay mil
formas de que pase. Eso da igual. No es una enfermedad de clases, es solo una
enfermedad.
—Tengo miedo.
—No serías humana si no lo tuvieras.
—¿Vives sola? Es importante tener a gente cerca, personas en las que puedas
confiar, familia, grandes amigos, aquellos a los que puedas acudir cuando la
situación empeore. ¿Tienes a alguien?
—Sí, sí, no se preocupe —dijo en un susurro.
Ya más calmada, escuchó cómo la doctora le explicaba las pautas que a partir
de ahora debía seguir: «una vida normal», dijo, «pero con precauciones».
—No te cierres al amor, a la vida o al éxito —le dijo al despedirse.
Solo quedaba una calle por recorrer y llegaría a su trabajo, un pequeño local
que era el centro de toda su existencia, le había costado mucho lograrlo, pero por
fin, tras muchos años de esfuerzo, un préstamo, que no sabía cómo iba a
devolver, y muchos, muchos desvelos, lo había conseguido: tenía la empresa de
catering de referencia en la ciudad. Era famosa por sus menús de calidad y, si
nada lo remediaba, pronto se complementaría con el restaurante que pensaba
abrir para que sus clientes degustaran sus platos cuando quisieran sin necesidad
de que fuera una celebración.
Se quedó de pie, plantada frente a la puerta. El catering de Bianca, rezaba el
cartel que había sobre la puerta. Dentro del local el ritmo era frenético, pues esa
misma tarde servía el menú en una de las bodas más esperadas de la ciudad, la
hija de un magnate de la comunicación se casaba y su catering había sido
escogido por recomendación, no podía fallar. Si todo iba bien, sería un gran
espaldarazo a su carrera.
A Bianca no le gustaba la gente rica, más bien no le gustaba que a la mayoría
les pareciera que por poseer más cantidad del vil metal que un ciudadano de a
pie, se creyera con el derecho a ser servido como si fuera un rey, «no todo se
compra con dinero», se decía a sí misma.
Antes de entrar, una cuestión revoloteaba por su mente: ¿Debía compartir con
sus empleados «su situación»? Ella siempre extremaba las precauciones
cocinando, pero ahora sería mucho más cuidadosa si cabía.
Suspiró hondo y entró en el local.
—Buenos días —dijo con la mejor de sus sonrisas.
—Buenos días —contestaron varias voces al unísono.
El resto del día continuó con normalidad, todos estaban centrados en su
trabajo, preparando los canapés, el pato lacado con guarnición de frutas, la
dorada a la sal, el helado de chocolate y arándanos que se serviría junto al pastel
de bodas y demás detalles para el menú.
Durante gran parte de la mañana, centrada en su trabajo, Bianca casi había
podido olvidar sus preocupaciones y sus miedos, hasta que un pequeño corte con
un cuchillo hizo estallar la calma tensa que su cuerpo guardaba celosamente.
—¡Dios! —gritó cogiéndose la mano y tapándosela con un paño blanco que al
contacto con la sangre empezó a adquirir un tono granate.
Varios empleados se acercaron a ayudarla, pues, a juzgar por cómo se
empapaba el pañuelo, de la herida brotaba mucha sangre. Ella les gritó a todos
con cajas destempladas que se alejaran, provocando una ola de desconcierto
entre ellos, que se quedaron mirando cómo se iba corriendo hasta el baño de su
despacho. Allí se oyó un portazo y el ruido del llanto de alguien desolado. Veinte
minutos tardó en salir y en reanudar sus tareas. Nadie hizo referencia a lo que
acababa de suceder.
La celebración de la boda transcurrió sin incidente alguno, casi al final de la
cena Bianca había conseguido relajarse. Una vez servido el postre y, mientras los
chicos recogían las cosas, decidió dar un paseo por el precioso jardín en el que se
encontraban. Caminaba despacio, tranquila, disfrutando de la agradable brisa que
recorría cada rincón. Se sentó en uno de los bancos, cerró los ojos y respiró
hondo. Su mente volvía una y otra vez a repasar el transcurso del evento y, como
sus empleados estaban más tensos que de costumbre, estaba claro que
sospechaban que algo le pasaba.
—¡Hace una noche preciosa! ¿Verdad? —escuchó decir a alguien.
Bianca se sobresaltó, se levantó de su asiento y se alejó del dueño de aquella
dulce voz. Ante ella se encontraba un joven muy apuesto, vestido con traje
oscuro y una sonrisa dibujada en su rostro. Ella, vestida de uniforme con
pantalón negro y camisa blanca, empezó a sacudirse el traje buscando eliminar
arrugas inexistentes en su ropa. Nerviosa, sus manos se dirigieron a su pelo
cogido en un moño redondo del que se habían escapado algunos mechones, que
trataba de recolocar, mientras el joven la miraba sin perder la sonrisa.
—Creo que no nos han presentado, me llamo Álvaro —dijo extendiéndole la
mano.
Ella le estrechó su mano temblorosa y rápidamente la guardó en su bolsillo.
—Creo que se ha equivocado de persona, yo no soy una invitada de la boda.
—¿Te has colado? —le preguntó divertido.
—¡No! ¿Cómo se le ocurre? Soy la responsable del catering.
—Pues entonces tengo que felicitarla, la cena ha estado deliciosa. ¿Cómo te
llamas?
—Eso no importa, ¿Necesita un servicio de catering?
—No, pero si es la única manera de averiguar tu nombre lo contrataré.
Aquel comentario logró que esbozara una sonrisa y que relajara su cuerpo
durante unos minutos, pero se mantuvo distante.
—Tengo que irme, creo que estoy dejando a mis empleados solos durante
demasiado tiempo —dijo avanzando un par de pasos antes de que él la detuviera
cogiéndola del brazo. Notó un leve cosquilleo subiéndole por el cuerpo y cómo
este se tensaba, aun así, era una sensación agradable.
—Mi tarjeta —le dijo, entregándole un pequeño papel con su nombre impreso,
y la dejó marchar.
Era medianoche y no podía quitarse de la cabeza al desconocido, sentada en su
cama lanzaba miradas furtivas a la tarjeta que había intentado lanzar a la
papelera tres veces, pero que en el último segundo se había contenido. Estaba
segura de que en otras circunstancias lo habría llamado, o le habría dado su
número a él para que hiciera lo propio, pero no se atrevía. Algunas lágrimas de
impotencia recorrían su mejilla, pero era eliminada por su mano llena de rabia.
Aquella noche apenas durmió, se dedicó a buscar información por la red acerca
del desarrollo de su enfermedad y eso, junto a los datos que le había
proporcionado la doctora, le valió para crear un calendario con sus actividades,
sus visitas al médico y los cuidados que debía incluir en su vida diaria. Cuando
estaba amaneciendo y la luz se colaba por las rendijas de la persiana de su
habitación estaba casi preparada para afrontar su vida, se había convencido de
que podría realizar una vida normal, eso sí, teniendo en cuenta una serie de
detalles.
A la mañana siguiente se dio el día libre, lo que supuso un revuelo en su
negocio, pues era la primera vez en cinco años que faltaba a trabajar, ni la fiebre
ni el peor de los catarros habían conseguido apartarla nunca de sus fogones, pero
esa mañana tenía algo que organizar. Tras desayunar y ducharse, se sentó en su
mesa de trabajo y cogió el teléfono. Había desempolvado una agenda roja que
solo usaba para apuntar los teléfonos de sus conquistas, ya fueran aventuras o
relaciones serias; antes de marcar los números de los dos chicos a los que habría
de dar la noticia revisó los nombres uno a uno, recordando los momentos malos
y buenos que había vivido con cada uno: Con Pedro, una historia fugaz, pero
muy apasionada; con Miguel, una tormentosa relación en todos los sentidos; con
Pablo, dos preciosos años... hasta que llegó a Luis y Ángel, los dos últimos, fruto
de dos pasiones nocturnas en los últimos meses. La mano que sujetaba el
teléfono le temblaba, marcó el número despacio como si así fuese a tardar más
en dar comunicación. Escuchó el tono: un, dos, tres, cuatro y cuando iba a colgar
escuchó:
—¿Dígame?
No era capaz de responder, sus labios se habían quedado sellados como por
arte de magia. Al otro lado del auricular repitieron la pregunta y ella se
imaginaba a Luis nervioso por la ausencia de contestación.
—¿Bianca?
Colgó el teléfono. ¿Cómo era posible? Se quedó mirando el aparato fijamente
como si este fuera a darle una respuesta. Suspiró y marco de nuevo para esta
segunda vez contestar:
—Sí, soy yo.
Una hora tardó en explicarle todo, esperando oír improperios, reproches,
cualquier cosa menos lo que escuchó: palabras de asombro y desconcierto, pero
en ningún momento nada que la hiciera sentir culpable. Ella agradeció su
comportamiento, pero no estaba segura de si su comportamiento se debía al
shock que le había provocado la noticia o a que era así de comprensivo y bueno.
Tras ello contactó con Ángel, que recibió la noticia con un semblante muy
distinto; tampoco la culpó, pero sí maldijo que se hubieran acostado sin
preservativo y le hizo mil y una preguntas sobre cuándo se había enterado y
cómo se había contagiado. Ella respondió a lo que pudo, pues no conocía todas
las respuestas.
Al día siguiente se presentó en el trabajo y comunicó la noticia a sus
empleados, seguido de una invitación a marcharse a quien se sintiera incómodo.
No quería compasión, ni dar pena. Al que se fuera no se lo reprocharía. Ninguno
se fue, es más, le mostraron su apoyo con un fuerte aplauso. Las muestras de
cariño fueron constantes, tanto que tuvo que emplear su carácter para recordar
que estaban en horas de trabajo.
Dos semanas después él se presentó en el local. Al principio no lo reconoció,
pero cuando articuló la primera palabra fue imposible no recordarle: Álvaro.
—¿Qué deseas? Vienes en muy mal momento —dijo nerviosa mientras
restregaba sus manos contra el trapo blanco que colgaba de su delantal—. La
tienda está hasta arriba.
—¡Y el restaurante! —dijo mirando las mesas.
—Son solo unas mesas, tampoco diría yo que es un restaurante —replicó con
timidez—. Todavía no he abierto el restaurante con el que sueño.
—Diez mesas, eso es un pequeño restaurante, pero es un gran comienzo para
expandirse.
Ella lanzó una mirada rápida a los comensales que parecían disfrutar de la
comida y sonrió satisfecha.
—Si desea quedarse a almorzar, me temo que tendrá que esperar —contestó
con sequedad intentando ahuyentarle.
—No me importa, tengo todo el tiempo del mundo —afirmó sonriente.
Bianca trató por todos los medios de que desistiera en su empeño de alargar su
estancia allí, pero por más que insistía, lo único que conseguía era que su deseo
por permanecer junto a ella aumentase. Ella no sabía lo tozudo que Álvaro podía
llegar a ser y, salvo que viese que la molestaba, nunca se marcharía sin conseguir
su propósito.
Una hora después se sentó a comer, degustó con gusto los platos que
componían el menú y creyó tocar el cielo con las exquisiteces de aquella comida
que resultó ser un festín para el paladar.
Se fue dejando una generosa propina que Bianca repartió entre sus empleados
y reservó mesa para el día siguiente. Durante dos meses acudió cada día a comer,
siempre a la misma hora, siempre amable, sonriente, dejando propinas
generosas, pero nunca conseguía lo que quería. Se empezó a correr la voz entre
los empleados de que aquel apuesto joven quería conquistar a la jefa y, aunque se
alegraban de ello, dudaban mucho que terminase aceptando. Tiempo después
dejó de presentarse en el local, una semana sin saber nada, siete días en los que
ella sentía una punzada en el corazón cada vez que aparecía un cliente por la
puerta y, cuando comprobaba que no era él, se le caía el mundo encima. Triste y
apenada, dejó de sonreír, se preguntaba si quizás había sido demasiado dura, si,
como le decía Amelia, todavía estaba a tiempo de darle una oportunidad al amor.
Pensó en llamarle, pero no se atrevía, pues estaba convencida de que era tarde.
Pasaron los días y ella seguía nadando en un mar de dudas, tan confusa se sentía
que agradeció la visita sorpresa de su amigo Jorge una mañana en su local:
Jorge llegó en plena vorágine de trabajo, Bianca y su equipo se encontraban
inmersos en la preparación de uno de sus magníficos menús para una fiesta de un
cliente.
—Toc, toc. ¿Se puede?
—Hombre, Jorge. ¿Cómo tú por aquí? —dijo con una sincera sonrisa mientras
se limpiaba las manos en el delantal y se acercaba a darle un efusivo abrazo
—¿Todo bien?
—No tanto, necesito consejo femenino y la verdad, quién mejor que tú, ¿no
crees? —dijo guiñándole un ojo en tono de complicidad.
—Bueno, ahora mismo la verdad es que yo tampoco sé si soy buena consejera
o no —respondió mientras se atusaba el cabello—. Tengo un admirador, pero
creo que lo estoy espantando.
—No me digas… ¿Secreto? — replicó Jorge con sonrisa burlona.
—No, más bien es todo lo contrario, es muy real y persistente, me tiene en
ascuas, no sé qué hacer.
—Vaya, pues ya somos dos necesitados de consejos, ¿Quién empieza primero
la ronda terapéutica?
—Tú, por supuesto, que para eso has venido hasta aquí y, conociéndote, tú no
eres de hacer muchas visitas, así que desembucha.
—A ver, recuerdas que ya te hablé de Lourdes ¿no?
—No, nunca me has hablado de ella. ¿Quién es esa? —dijo en tono sarcástico
—. Creo que, si no me la has mencionado mil veces, no lo has hecho ninguna.
—Pues bien, seré directo y claro. Ella está aquí.
—Vaya, eso son palabras mayores. Y ¿qué piensas hacer? Irás a verla, ¿no?
—Ese es el tema, que está aquí por el fallecimiento de su padre, ¿tú crees
oportuno que vaya a verla en este momento?
—Yo diría que es el mejor de los momentos, así le muestras tu apoyo y le dices
de una vez todo lo que sientes.
—Bianca, tengo miedo ¿y si me rechaza? ¿Y si ya no se acuerda de mí? ¿Y si
nadie le ha dicho que soy seropositivo?
—¿Y si dejas de pensar y te lanzas a vivir de una vez? — replicó Bianca,
dándole unos golpecitos en la espalda—. Al menos vosotros tuvisteis en su
momento una gran historia de amor; yo, con mi maravilloso admirador, aún no
he tenido nada y, lo que es aún peor, no tiene ni idea de mi enfermedad.
—Bueno, eso tiene arreglo ¿no crees? Dale una oportunidad.
—En el fondo creo que ya se la estoy dando, lleva casi dos meses viniendo a
cenar al restaurante solo con la excusa de verme.
—Vaya, es todo un caballero y además romántico —dijo Jorge mientras hacia
el ademán de colocarse bien una imaginaria corbata.
—¡No te rías de mí!
—No lo hago; ya en serio, parecemos dos idiotas aquí de pie debatiendo sobre
nuestros temores y sin darnos la oportunidad de descubrir si son ciertos o no.
Dicen que quien no arriesga no gana. ¿No es así?
—Así es, y llevas toda la razón del mundo, quizás me esté perdiendo el
conocer al que puede ser el amor de mi vida y, tú, el volver a reencontrarte con
quien ya lo fue en su día. ¿Sabes qué te digo?
— ¿Qué?
—¡Que te largues ya de aquí! Que ya tardas en ir a buscarla.
Jorge sonrió de oreja a oreja y la achuchó con fuerza entre sus brazos.
—Eres la mejor, Bianca, era lo que necesitaba oír. ¡Ah! y tú no te hagas más de
rogar y dale una cita a ese gentleman, ¿prometido?
—Prometido.
Bianca suspiró, tenía intención de cumplir su promesa, pero necesitaba una
señal que la impulsara a hacerlo.
—¡Jefa, un mensajero trae algo para usted! —anunció uno de los chicos unas
semanas después.
Bianca le pidió que firmase y recogiese lo que fuera, que estaba muy ocupada,
pero este, lejos de hacerle caso, insistía en que debía ser ella la que fuera a
recibirle.
Molesta por dejar a medias la decoración de la tarta que ocupaba toda su
atención, se dirigió hacia la puerta de entrada. Cuando llegó, un enorme ramo de
flores impedía ver a la persona que lo portaba.
—¿Ese ramo es para mí?
—Sí, señorita.
Se quedó en silencio mirando las partes del chico que el inmenso ramo dejaban
a descubierto: unos pantalones vaqueros, las mangas de una camisa azul y unas
manos fuertes y con piel de aspecto sedoso.
—Puede darme el ramo si quiere —dijo empleando un tono que casi parecía
una orden.
El chico le entregó el ramo, ella lo tomó entre sus manos y sin reparar en él se
fue directa a su despacho para dejarlo allí, no sin antes pedirle que esperara para
darle una propina. Cuando regresó con un par de euros se quedó paralizada, pues
ante ella tenía otra vez la sonrisa más bonita que había visto nunca, un par de
ojos azules y grandes que la miraban con intensidad, que la devoraban con
cariño, con amor... Álvaro, el chico de la boda estaba de nuevo ante ella.
—¿Qué deseas? —le preguntó algo molesta, aunque en realidad se sentía
halagada.
—Una cita contigo, solo una vez y, si no te diviertes, no volveré a molestarte.
¿Te han gustado las flores?
—Las flores son preciosas, gracias, pero no tengo tiempo para salir, estoy muy
ocupada y...
—Schhh —le dijo colocando el dedo índice sobre los temblorosos labios que
articulaban las palabras que le servían de excusa en su vano intento de negarse.
—No creo que no tengas tiempo para dar un paseo, tomar un café...
—No tomo café, me pone nerviosa la cafeína.
— Y ¿cenar? ¿O eso tampoco lo haces?
—Pues depende del día.
—Esta noche te recojo a las nueve, ¿Aquí, en tu casa o...?
—Álvaro, ¿Por qué haces esto? ¿Por qué insistes tanto?
—Porque me gustaría conocerte, por eso te pido que me des una oportunidad.
Bianca suspiró, puso los ojos en blanco durante unos segundos intentando
pensar en alguna excusa más que fuera convincente, pero no se le ocurría
ninguna.
—Está bien, pero solo una cita y después me dejas en paz.
—Tienes mi palabra, pero esta cita tiene una condición.
— Y ¿cuál es?
—No poner ninguna pega a lo que tengo preparado.
—¿Ya lo tienes preparado? ¿Pero si no sabías si te iba a decir que sí?
—Tenía esperanza.
Ella sonrió, estaba feliz y a la vez muerta de miedo. «Solo una vez, con
precauciones», se repetía así misma.
—De acuerdo, nos vemos a las nueve, aquí.
—Muy bien, Bianca —dijo besando su mano.
—¿Cómo sabes mi nombre?
—Este es El catering de Bianca, ¿no?
Ella asintió, él giró sobre sus talones y se marchó.
Bianca llegó a su catering envuelta en su vestido azul favorito, una rebeca
blanca y su bolsito de mano negro de charol. Se había recogido el pelo en un
moño bajo. Mientras esperaba no dejaba de recordar las escenas que había
vivido con él: cuando le conoció, las veces que había visitado su catering, el
ramo de flores esa misma mañana... pensaba en ello y las mariposas de su
estómago comenzaron a revolotear, agitando sus alas y haciéndola sentir como si
fuera una quinceañera. Soñaba con él desde que lo había conocido, pero se
resistía a esos sentimientos pues la enfermedad le daba pavor, se había prohibido
enamorarse, de ningún modo podía permitirse caer en las redes del amor.
Cuando Álvaro llegó, ella se quedó sin respiración, alto, fuerte, esbelto, bien
parecido, vestido de traje oscuro, sonriendo sin apartar la mirada de ella. Se
acercó con paso decidido y la besó en la mano.
—Buenas noches, Bianca.
—Buenas noches, ¿adónde me vas a llevar?
—Al país de los sueños —dijo cogiéndole la mano y tirando de ella hacia el
coche que les esperaba al otro lado de la acera.
—¿Confías en mí? —le preguntó a la chica una vez dentro del coche.
—¿Tengo otra opción? —preguntó divertida.
—Si en algún momento quieres irte, solo tienes que decirlo. Pero te advierto de
que te voy a hacer pasar la noche más romántica de tu vida.
Salieron a las afueras de la ciudad, la brisa de la noche se colaba por las
ventanillas. Durante el trayecto Álvaro la convenció para que llevase una venda
en los ojos y así la sorpresa sería más impactante. El camino se le hizo eterno,
aunque solo fueron unos minutos. Cuando llegaron él la ayudó a bajar del coche,
su vestido vaporoso se mecía al andar y hacía un ruidito agradable al frotarse con
el traje de él. Bianca agudizó el oído para ver si captaba alguna pista sobre dónde
se encontraban. Le parecía estar pisando arena o tierra, también percibía olor a
tierra mojada, escuchaba el canto de los grillos, pero no se le ocurría nada. El
paseo por aquel lugar, que bien podría ser un enorme jardín, duró casi media
hora, hasta que por fin sus tacones pisaron suelo firme. Avanzaron unos quince
pasos y Álvaro le quitó la venda.
—¡Esto es increíble! —le dijo emocionada mientras recorría la habitación para
no perderse un detalle.
Era una amplia estancia con paredes y techo de cristal, en el centro había
preparada una mesa con dos velas, un centro pequeño de flores y todo lo
necesario para una velada romántica. Flores y adornos decoraban la estancia y
un violinista acompañado de una mujer que tocaba una enorme arpa amenizarían
la noche. Dos camareros vestidos de esmoquin fueron a recibirlos y les indicaron
que se sentaran. El chef ultimaba la cena en un apartado de la estancia separado
con un biombo.
En un impulso Bianca se lanzó a sus brazos y él la estrechó contra su cuerpo,
sus corazones latían con fuerza, las piernas le empezaron a temblar, pero sabía
que no se caería, estaba segura en los firmes brazos de él.
—¡Muchas gracias! Nadie había hecho nunca nada así por mí.
—Te mereces esto y más.
Se sentaron a degustar la deliciosa cena consistente en unos entrantes una
lubina a la sal y una tarta de manzana caramelizada de postre. Una vez
terminado el último bocado, Álvaro se levantó y le tendió su mano invitándola a
bailar. Ella aceptó al tiempo que notaba cómo le ardían las mejillas, pero se dejó
llevar. La música del arpa y el violín envolvían la estancia, ella se sentía como
una princesa de cuento. Al final de la noche la acompañó a casa, no quiso subir
para no ser poco caballeroso, aunque deseaba con todas sus fuerzas pasar la
noche con ella.
—Ha sido maravilloso —dijo ella.
—¿Eso significa que puedo volver a verte?
Ante aquella pregunta sintió cómo sus ojos se cargaban de lágrimas, pero no
quería llorar, ¡Claro que quería volver a verle! Pero no sabía si el interés de este
chico se esfumaría cuando compartiera con él la noticia más dolorosa de su vida.
Tenía que decírselo y no sabía cómo.
—Mejor no —dijo bajando la mirada.
Aquella era la última respuesta que esperaba oír.
—Pero ¿por qué? ¿He hecho algo que te haya molestado? ¡No lo entiendo!
—No, no, en absoluto, es que... No puedo seguir viéndote. No es por ti, soy yo.
Por toda respuesta él tomó su rostro entre las manos y trató de besarla, pero
ella se apartó con las lágrimas recorriendo sus mejillas.
—Explícame qué te pasa: Tu boca dice una cosa, pero tus ojos otra muy
distinta.
Ella tomó aire y dijo:
—Soy seropositiva.
Álvaro se quedó helado, de todas las excusas que esperaba, esta era la última
que se habría imaginado. Empezó a pensar que la chica era muy imaginativa
para soltar eso con la única intención de alejarle. No estaba en sus planes darse
por vencido. Le gustaba, le atraía, la deseaba...
—Es la verdad —dijo ella viendo que no la creía.
Álvaro se dio la vuelta para marcharse y, cuando puso su mano en el picaporte
de la puerta del coche, reparó en el reflejo de la chica en la ventanilla; se la veía
abatida, llorando con la expresión de sufrimiento más profunda que había visto
jamás. Fue cuando comprendió lo injusto que había sido. No sabía si podría
reparar el daño que acababa de causarle, pero fue corriendo hacia ella, la abrazó
y la besó con pasión.
—Cuéntamelo todo —le pidió al oído.
Subieron a su piso y se sentaron en el sofá. Pasaron casi toda la noche en vela,
ella le explicó todo lo que la doctora Amelia le había dicho, todas las
precauciones y cuidados que debía tener desde que supo la noticia y cómo se
desarrollaría la enfermedad. Gran parte del tiempo hasta llegar a las últimas fases
podría tener una vida normal, incluso tenía esperanza de que siempre fuese así.
Álvaro la escuchó con atención, le acarició el rostro, tomó su mano entre las
suyas y fue cuando le hizo la pregunta que llevaba guardada en su mente desde
que le había hecho la confesión:
—¿Me dejas que te acompañe en esta nueva etapa de tu vida?
Esa madrugada durmieron juntos, abrazados, soñando.
Los meses venideros fueron alegres y algo estresantes a veces, pues él se
reveló como un auténtico guardián cuidándola, aunque siempre le daba su
espacio, pues ella era fuerte, decidida e independiente y él sabía que era vital que
no perdiera esa independencia. Pero había algo que se escapaba, algo que pese al
deseo de ambos no sucedía: todavía no habían hecho el amor, no se habían
entregado el uno al otro. A ella, la sola idea la aterraba. Él entendía su miedo,
pero confiaba en su corazón, estaba más que concienciado en usar preservativo,
no había problema con ello, pero lo que más claro tenía es que no la presionaría.
Esperaría lo que hiciera falta.
Una fría noche de invierno estaban acurrucados en el chaise longue, viendo
una película en la que una pareja vivía una épica historia de amor: ella tenía
cáncer, él lo sabía y se mantuvieron juntos hasta el final. Bianca lloró por los
miles de sentimientos que le provocaba dicho metraje. No era la misma
situación, pero la entrega del protagonista que hasta se casó con ella estando
terminal, le hizo darse cuenta de que su novio estaba comportándose de igual
modo. Le miró agradecida y lo besó. Él se entregó al beso, metió su mano bajo
la camisa de ella y le acarició su cálida piel. Ella sintió cómo se le erizaba el pelo
de la nuca, notaba su cuerpo ardiendo, pero no quiso parar. Desabrochó poco a
poco los botones de su camisa dejando al descubierto el precioso sujetador de
encaje que protegía sus senos turgentes. Él sonrío y recorrió su abdomen con
pequeños besos mientras se peleaba con los botones de su propia camisa.
—¿Estás segura?
Ella afirmó con la cabeza.
—Ahora mismo vuelvo.
Se marchó corriendo al dormitorio y abrió el cajón de su mesita de noche para
sacar un preservativo de la caja que había comprado hacía unas semanas para
cuando llegara el momento.
—Ten cuidado —le pidió ella—, hace mucho tiempo y tengo miedo.
Él la abrazo.
—No te preocupes, no va a pasar nada que no quieras, te lo prometo.
—Creo que no he sido feliz hasta que te encontré —afirmó.
Los miedos, las dudas y la incertidumbre se esfumaron en cuanto se entregaron
el uno al otro. Sensaciones que creía olvidadas regresaron y este fue el principio
de muchas noches cargadas de romance y pasión.
Dos años después
La vida de Bianca continuaba hacia adelante, optimista, con sus cuidados y su
trabajo y las horas de voluntariado en un centro para personas contagiadas por la
enfermedad. Es verdad que había días duros, días en los que se mareaba, sentía
cómo si su cuerpo no quisiera seguir, pero siempre se recomponía; Álvaro, sus
amigos más cercanos y la recién recuperada relación con su madre hicieron que
se diera cuenta de que, aunque tenía una grave enfermedad, de la que estaba
segura algún día los avances médicos encontrarían una solución, lo más esencial
para continuar es el apoyo y el cariño de los que te rodean. Poco a poco, paso a
paso, la vida continuaba y al final había una brillante luz teñida de esperanza.
LO QUE NUNCA TE DIJE
ROSA GALDO MILLÁN
Lourdes comenzó a hacer las maletas todo lo deprisa que le permitieron sus
temblorosas manos, la noticia del repentino fallecimiento de su padre la había
dejado totalmente en shock y aún no conseguía hacerse a la idea. A pesar de no
haber visto a su padre en años, de algún modo, dentro de sí, en un pequeño
rincón de su corazón, sentía su pérdida.
El vuelo hacia España saldría en menos de tres horas y debía llevarse consigo
todo lo necesario para pasar allí una larga temporada, pues su madre ahora
estaba sola e impedida y necesitaría más que nunca de su compañía.
Hacía mucho que no pisaba su tierra natal, ni su antiguo barrio, ni aquellas
calles que la vieron convertirse en mujer; había una mezcla de emociones en su
interior, que se debatía entre la melancolía y una profunda tristeza.
Veinticinco años antes Lourdes había dejado de lado un pasado familiar
bastante turbio, lleno de violencia y desesperación, un “hogar” donde no había
espacio para la libertad y mucho menos para una esperanza de futuro. Huir de
allí a los dieciséis años fue lo único que le dio la oportunidad de crecer como
persona y convertirse en la mujer independiente y segura de sí misma que era en
la actualidad.
En su día a día no tenía grandes lujos, nunca los había tenido, pero sí gozaba
de un buen empleo como enfermera en una reputada clínica del extranjero. A
pesar de su edad, no había querido tener hijos y, aunque tuvo un par de
relaciones largas, tampoco creía en el matrimonio, así que en la actualidad su
única compañía era ella misma.
De algún modo, volver le planteaba remover todas sus emociones por dentro y
mirar de frente aquel pasado ingrato de su adolescencia, pero era algo que había
que hacer y que le debía al menos a su madre después de tantos años.
De camino al aeropuerto, los ojos verdes de Lourdes se empañaron por primera
vez, intentaba discernir el porqué de aquellas lágrimas, estaba segura de que no
se trataba de su padre, sino de algo aún más profundo que comenzaba a brotar en
su interior; de repente se dio cuenta de que estaba aterrada, sentía un miedo
irracional y profundo y no era por nada de lo que acontecía allí, sino por el único
recuerdo de amor verdadero que había tenido en toda su vida: el recuerdo de
Jorge, su primer amor.
No había sabido nada de él en todos estos años y de algún modo le
desconcertaba ese hecho. Recordaba con toda claridad cada minuto que pasó con
él, su primer beso en aquel banco del parque y la noche en que hicieron por
primera vez el amor; sin duda, él había sido ese amor que no se olvida y que deja
una huella indeleble al paso del tiempo. Pero, como todo en la vida, también
había tenido su parte más oscura, pues Jorge en aquellos años había comenzado
a tontear con las drogas, como un juego de niños en el que por las circunstancias
y la mala compañía se dejó atrapar por el grupo. Un grupo de jóvenes que se
pasaba las horas fumando porros y escuchando música metal a todo volumen.
Ella sabía que aquella vida podría ser el final para él, intentó de algún modo con
su inexistente experiencia en esos temas apartarle de esa oscuridad, pero en esa
edad se tiene poco discernimiento del bien y el mal y, aunque su amor era
sincero, él no supo escuchar sus consejos. Después ella se marchó, dejando atrás
esa vida y todo lo que ella conllevaba, y ahora, a sabiendas de que había pasado
una eternidad, tenía miedo de encontrarse con una realidad aún más cruda,
quería saber de Jorge, pero tenía miedo de descubrir que el Jorge actual había
tirado su vida a la basura.
El vuelo tenía prevista su llegada a las diez, hora española, la recogería en el
aeropuerto su primo hermano Toño, a quien apenas sí podía recordar.
Su familia no era una gran familia, eran pocos y despegados, y cada cual se
había buscado la vida como había podido.
El avión llegó a su destino a la hora fijada, Lourdes recogió sus maletas y
caminó algo despistada por la enorme sala de espera del aeropuerto; todo estaba
demasiado cambiado, nada era como ella lograba recordar, demasiado moderno,
un aeropuerto bastante más cosmopolita del que dejó atrás en el tiempo. Sin
duda había cambiado todo. «¿Todo?”», se preguntó a sí misma, pero antes de
que pudiera seguir divagando en sus pensamientos una voz masculina y
desconocida para ella la sacó de su abstracción.
—¿Lourdes?
Ella se giró de inmediato y, con visible asombro, apenas sí pudo balbucear
unas palabras.
—¿To…Toñín?
—¡Siií, soy yo! Jajaja —rio efusivamente su primo—. Hacía mucho que nadie
me llamaba así.
—Disculpa —dijo devolviéndole una franca sonrisa—, no es que esperara
encontrarme al mocoso que dejé aquí cuando me fui, pero a la vista está que ya
eres todo un hombretón. ¿Qué tal mi madre? ¿La has visto ya?
—Sí, está con la tía en el tanatorio, las dejé allí a primera hora. Tu madre me
dejó dicho que te recogiera y pasara por casa a llevarle algo de abrigo.
—Por casa… —repitió Lourdes casi en un susurro.
—¿Estás bien? —preguntó Toñín algo preocupado.
—Sí, sí tranquilo, no es nada, es el hecho de volver a casa de nuevo lo que de
algún modo me perturba.
—No tienes que subir si no quieres —dijo su primo, apoyando su mano en el
hombro de Lourdes a modo de consuelo—. Puedes quedarte en el coche y
esperarme sin problema, me conozco la casa de tus padres como si fuera la mía
propia.
—No, no es eso —replicó ella algo compungida—. En el fondo quiero subir,
necesito estar allí a solas un rato. ¿Te importa?
—Claro, faltaría más, sigue siendo tu casa; vamos, te ayudo con las maletas.
Lourdes y su acompañante se dirigieron hacia el parking, subieron al vehículo
y tomaron rumbo a la ciudad.
Todo se sucedía muy aprisa: las calles, los árboles, la gente. En la cabeza de
ella todo era un maremágnum de emociones, hasta que el coche por fin se detuvo
frente a un antiguo edificio de pintura desconchada y aspecto desolador.
Toñín hizo el ademán de agarrarle la mano, pero ella rechazó el contacto de un
modo bastante brusco.
—No diré nada —usió mientras sacaba un manojo de llaves de la guantera del
coche y se las acercaba como quien acerca alimento a un león enjaulado.
—Lo siento… no pretendía ser grosera.
—Puedo imaginar lo que pasa por tu cabeza, a mí este barrio siempre me dio
escalofríos.
—Ya, pero tú no tuviste que crecer aquí, entre tanta miseria y podredumbre. Es
igual —dijo con gesto de resignación—, acabemos con esto —replicó mientras
agarraba las llaves con fuerza y salía del coche a toda prisa.
Lourdes se quedó paralizada justo al llegar al portal, miles de recuerdos le
rondaban la cabeza; quiso correr, huir de los pensamientos, dejar de escuchar los
altavoces de música estridente que sonaban en cada rincón, los gritos que eran el
pan de cada día en cada recoveco de aquella “corrala de mala muerte”, dejar de
oler a humedad y a puchero aguado. Simplemente no quería recordar.
Subió a toda prisa las escaleras de destrozadas baldosas, intentó no agarrarse a
la barandilla carcomida y llegar al último escalón sintiéndose aún limpia por
dentro. Se topó enseguida con una puerta pintada a brochazos y presidida por
una oxidada chapa de metal, en ella aparecían unos nombres y apellidos que
ahora le resultaban como una pesada broma del destino.
Abrió la puerta sigilosamente, como si esperara encontrar ladrones aún a
sabiendas de que la casa estaba totalmente vacía; encendió la luz, aquella
solitaria bombilla en mitad de la nada lo decía todo: el mismo papel pintado de
flores, la misma carcomida mesa de comedor, el olor a tristeza… Nada había
cambiado a pesar de los años. En el mueble bar, en un marco dorado, la última
foto que recordaba haberse hecho: una foto de grupo del instituto. Allí estaba
ella en plena adolescencia, con sus cabellos largos y dorados y su sonrisa aún
inocente; reconoció en el grupo unas cuantas caras familiares, aquellos chicos de
la pandilla de Jorge y a Jorge justo en la parte inferior de la foto, casi escondido
y apenas visible si no fuera por la mata de pelo largo y rizado que llevaba en
aquellos tiempos. «Jorge…». Suspiró para sus adentros con melancolía.
¿Volvería a verle algún día?
Lourdes no quería emocionarse más de lo debido, recordó por un instante cuál
era el propósito de haber ido a casa de sus padres y se dirigió al antiguo
dormitorio de matrimonio; nada que decir, nada había cambiado, apenas sí quiso
mirar hacia el oxidado camastro que tenían por lecho. Al girarse sobre sus
propios pasos observó su reflejo en el espejo del vasto armario de madera,
vislumbró por un momento las incipientes arrugas en su rostro y comprendió en
ese instante que el miedo ya era parte del pasado, ya no era esa chiquilla que
debía huir, ahora era una mujer adulta que simplemente debía coger una
chaqueta de aquel armario y salir de allí sin más.
Lourdes revolvió aquel monumental desastre de prendas y trapos varios,
intentó encontrar algo decente que llevarle a su madre, pero nada parecía poder
ser usado; empezó a sacar todo el contenido y justo al fondo de aquel caos
encontró lo que parecía un abrigo envuelto en bolsas. Tiró con fuerza de aquel
amasijo de plástico barato y, al hacerlo, descubrió justo debajo de él una especie
de pequeño baúl metálico. Sin dudarlo un instante y presa de la más profunda de
las intrigas se apresuró a descubrir aquel tesoro.
Abrió despacio aquella misteriosa caja; en su interior se apiñaban un montón
de fotografías antiguas y una decena de cartas. Lourdes sonrió para sí misma,
revisó alguna de aquellas amarillentas fotografías que sin lugar a dudas eran
todos los recuerdos de juventud de sus padres, junto con las viejas cartas que su
padre escribió a su madre estando en el servicio militar. Revisando aquellas
cartas, una le llamó especialmente la atención, pues su sobre no estaba tan
deteriorado por el paso del tiempo y aún guardaba un blanco casi inmaculado,
Sacó la carta de entre las demás y su gesto se trasformó por completo al
comprobar que era una correspondencia dirigida hacia ella y cuyo remitente era
ni más ni menos que Jorge.
¿Qué hacia esa carta allí?, ¿Por qué nadie se la había enviado?
Las preguntas se agolpaban en su cabeza, pero decidió acabar con el misterio y
abrir la carta que sin duda le pertenecía.
13 de abril de 1994
Querida “Lourditas”:
No sé ni cómo empezar, quizás deba hacerlo pidiéndote perdón, aunque sea
después de tantos años. Tú tenias razón, recuerdo tus consejos y las veces que
lloraste por mí, pero éramos unos niños que apenas comenzaban a vivir y yo me
dejé llevar más por las malas compañías que por la única persona que me ha
querido de verdad en toda mi vida. Entiendo por qué te fuiste del barrio, no
había futuro en él, nunca lo hubo para nadie y yo tampoco pude salvarte de tu
situación en casa. En aquella época todo era difícil para todos, pero cuando te
marchaste comprendí lo equivocado que había estado y me alejé aún más de la
realidad, me consumí lentamente y mi vida se convirtió en un infierno. Sin duda
yo me lo busqué y no culpo a nadie por ello, traté de encontrar la salida y me
busqué una amante perfecta, aquella que llenaba mis vacíos cada noche y
calmaba de algún modo el dolor de mi corazón. Busqué en ella el placer, esa
sensación de euforia y luego de paz, ese éxtasis que tanto me recordaba a tus
caricias, esas caricias que se convirtieron en fuego recorriendo mis venas,
destrozando mi cuerpo y mi mente. Esa amante blanca y pura llamada Heroína,
esa que me ha llevado hasta donde hoy me encuentro encerrado entre cuatro
paredes, preso de mis miedos y privado de la libertad por mi mala cabeza. Pero
no te escribo para que sientas pena por mí, ni tan siquiera para que me
respondas, te escribo porque quizás esta sea la última oportunidad que tenga para
pedirte perdón. He estado un tiempo enfermo, no sabían qué tenía y, como estoy
en terapia de desintoxicación, creían que podría tratarse de algún síntoma
relacionado con la metadona. El caso es que me hicieron unos análisis y hoy me
han dado la más terrible de las noticias: me han dicho que soy seropositivo. No
puedes ni imaginar el pánico que he sentido, pues a lo largo de estos años he
visto morir a gente en prisión por esta enfermedad. El médico ha sido muy
amable conmigo, me ha dicho que existe una medicación llamada AZT y que es
probable que me la puedan facilitar; aun así no sé si saldré de aquí, Lourdes, aún
me quedan un par de años de condena, pero lucho cada día con la esperanza de
volver a verte. Sé que quizás todo esto sea una fantasía, pero es lo único que
ahora mismo me da fuerzas para seguir adelante.
PD: Si aún crees en Dios, reza por mí y recuerda que pase lo que pase siempre
te llevaré en mi corazón.
El día amaneció un tanto gris y nuboso, a lo lejos, en las montañas, una densa
bruma apenas dejaba ver la incipiente ciudad, aquella ciudad que Jorge había
abandonado largos años atrás para construir su pequeño refugio en mitad de la
nada. Carlos apareció como cada mañana para recoger a Jorge en su flamante
cuatro por cuatro e hizo sonar el claxon insistentemente mientras boceaba por la
ventanilla su nombre.
—¡Ey Jorge, vamos o llegaremos tarde a la reunión!
—Ya voy —se oyó gritar desde el otro lado de la angosta puerta de madera.
—¿Qué pasa, tío, se te han pegado las sábanas hoy? —interrogó su amigo con
una sonrisa burlona.
—No sé, hoy he tenido un sueño extraño, apenas sí he podido dormir y casi me
olvido de tomar la medicación con las prisas.
—Ey, tío! ¿Esáas bien? ¿Es por la ruptura con Marta? —dijo con gesto de
preocupación.
—No, no te preocupes, lo de Marta se veía venir, da igual que tengas una
pareja seropositiva, al final los problemas de pareja surgen igual y sinceramente
creo que ha sido mejor dejarlo, yo al menos no me sentía enamorado
—Bueno, en vuestra situación a veces se confunde el amor con el deseo de
compañía. Pero aplaudo tu decisión, eres un tío muy valiente.
—No sé si soy valiente o un completo estúpido, lo único que sé es que no
quiero engañar a nadie, solo me he enamorado una vez en la vida y algo dentro
de mí me dice que esa espina aún sigue ahí clavada. Pero, en fin, estas no son
horas de que me hagas terapia emocional; anda, vamos o no llegaremos a tiempo
a la presentación del nuevo grupo.
—¡Esa es la actitud! —dijo su colega mientras se alejaba de allí con la música
a todo volumen.
Llegaron con el tiempo justo para recoger las fichas de los nuevos integrantes
del grupo de terapia. Jorge, como cada jueves, se encargaba de darles la
bienvenida y de proceder a las presentaciones, mientras Carlos, su amigo y
psicólogo del centro, ejercía de maestro de ceremonias.
—Buenos días, como ya sabéis, estáis aquí para conocer a otras personas que
padecen vuestra misma enfermedad y tratar de paliar de algún modo toda esa
angustia y esos miedos que ahora mismo, y en esta nueva a situación, os afectan
tanto a nivel físico como psicológico. Quiero que esta sea una primera toma de
contacto lo más distendida posible, con lo cual hoy, por ser el primer día,
haremos las presentaciones oportunas y cada uno contará de su situación lo que
le apetezca. Dicho esto, paso el testigo a nuestro monitor y colaborador desde
hace más de diez años: Jorge.
Jorge le miró con un gesto de complicidad, sonrió a los asistentes y exclamó en
tono socarrón:
—¡¡¡Estoy vivo!!!
Los asistentes se quedaron mirándole perplejos ante el énfasis de sus palabras,
hasta que una de las asistentes comenzó a reír a carcajadas.
Jorge la miró y comenzaron a reír al unisonó.
—No sé tu nombre —le dijo mirándola fijamente a los ojos mientras la
señalaba con el índice—, pero tú también estás viva, todos lo estamos y yo llevo
aquí más de diez años dando muestras de que se puede vivir siendo seropositivo.
Jorge hizo una breve pausa en su discurso y esta vez se dirigió a todo el grupo.
—No soy psicólogo, apenas sí tengo estudios, pero luchar por mi vida cada día
me ha dado la fuerza y el coraje para seguir adelante. Si algo he aprendido en
estos años es que la vida es algo más que sentir que tu corazón late dentro de ti,
la vida al final se basa en disfrutar de las pequeñas cosas, levantarse cada día con
una ilusión y no dejar que los fantasmas y los miedos acaben por derrotarnos.
La chica de la carcajada levantó la mano.
—¿Sí? — interrogó Jorge con curiosidad.
—¿Puedo hacerle una pregunta personal?
—Claro, por supuesto, para eso estoy aquí. Pregunta sin miedo.
—Dice que lleva diez años ayudando en esta terapia, le miro y no veo signos
de enfermedad alguna, es más, si le viera por la calle vería a un hombre de
apariencia fuerte y totalmente sana. En diez años, ¿no serían ya evidentes los
signos de la enfermedad? Lo pregunto desde la más absoluta ignorancia, hace
muy poco que me han diagnosticado el VIH.
Jorge la miró con dulzura, era una chica muy joven de unos veintitantos años,
más o menos la edad en que a él le diagnosticaron.
—¿Cuál es tu nombre? —dijo acercándose a ella
—Elena.
—Muy bien, Elena, te diré algo, os diré algo a todos. Dentro de la enfermedad,
yo, personalmente, puedo sentirme un privilegiado, pues después de más de
veinte años siendo portador del VIH, la enfermedad no ha conseguido destruir
mi sistema inmunológico. Los médicos nos llaman “lentos progresores” yo
personalmente lo llamo “enfermos milagro”. También tengo que decir que no
somos muchos, sin embargo, la posibilidad está ahí. No os quepa duda de que
cambiando nuestros hábitos de vida y tomando la medicación adecuada podemos
sin duda ralentizar el proceso de la enfermedad. Ante todo, mi intención aquí es
la de daros una luz de esperanza, un poco de fe, que veáis que se puede llevar
una vida totalmente normal y, sobre todo y ante todo, que se puede ser feliz.
La chica le miró con una mezcla de alivio e incredulidad y, mientras se
acomodaba aún más en la silla, soltó un sonoro y profundo suspiro.
En ese instante el discurso de Jorge se vio interrumpido, alguien tras el cristal
de la sala de reuniones le hacía señas para que saliera. Era el conserje del local
que, móvil en mano, se afanaba por hacerle ver que tenía una llamada y parecía
importante.
Jorge se disculpó con el grupo y salió para saber qué sucedía.
—Es Paco —, dijo el conserje en voz baja mientras tapaba el auricular del
teléfono—, que dice que se anula el entrenamiento de fútbol de esta tarde por no
sé qué de un entierro… mejor habla tú con él.
—¿Paco? Hola, ¿qué pasa?
—Hola, Jorge, mira que me he enterado que ha fallecido Isidro, ¿te acuerdas de
él?
—¿Isidro? No sé, no me suena ¿era del barrio?
—Claro, hombre, no sé cómo no te acuerdas de él, con el genio que se gastaba,
el padre de la “Lourditas”.
—Ostras, es verdad, el cascarrabias del Isidro, ya ni me acordaba.
—Pues eso, que como en su momento él fue uno de los fundadores del club de
fútbol, hemos decidido ir al tanatorio al menos a darle el pésame a la viuda y a
su hija.
—¿A su hija? Pero ¿Lourditas no estaba en el extranjero?
—Sí, pero ha vuelto para el sepelio, al parecer el Toñín fue esta mañana a
recogerla al aeropuerto.
Jorge se quedó mudo ante tal noticia, no sabía cómo reaccionar y casi no le
salían las palabras; un incómodo silencio se hizo entre los dos interlocutores.
—¿Jorge? ¡Jorge! —Se escuchaba insistentemente al otro lado del hilo
telefónico.
—Sí, sí, disculpa, Paco, creo que se ha ido la cobertura.
—Oye, pues nada, lo dicho, que te iba a decir que si quieres me paso por allí y
te recojo si quieres venirte.
—No no, Paco, gracias, déjalo, ando muy liado. Ya veré qué hago más tarde.
La noticia le pilló totalmente desprevenido, sabía que llegaría este día, pero no
se imaginaba preparado para ello. Ahora no sabía qué hacer; en su mente se
imaginaba las mil y una formas de acercarse de nuevo a Lourdes, pero ninguna
le parecía la más apropiada. Se preguntaba si ella había sabido algo de él en
todos estos años, si aquella carta que le envió habría sido reenviada por sus
padres o por el contrario ella simplemente le había olvidado. De pronto sintió
una angustia terrible, una quemazón dentro del corazón y una opresión que casi
no le permitía respirar. Trató de calmar sus emociones y enseguida pensó en
hablar con Bianca, una chica que, aunque hacía pocos meses que se había
incorporado como ayudante en a las terapias del turno de tarde, se había
convertido en su mayor confidente. Precisamente pensando en ella apareció el
camión de su catering, pues una de las cosas en las que Bianca colaboraba era en
la de ofrecer al comedor social una comida saludable para los enfermos más
necesitados.
Juan, el chofer del camión, saludó efusivamente a Jorge.
—Hola, buenos días.
—Hola, Juan, ¿qué traes hoy para el almuerzo?
—¿Tú qué crees? Las delicias de siempre, ya sabes que Bianca se desvive por
ofrecer siempre lo mejor.
—Desde luego, sinceramente no sé qué haríamos sin ella. Por cierto, ¿sabes si
está en el restaurante esta mañana? Necesitaría hablar con ella.
—Sí, sí que está, la dejé allí antes de venir al reparto.
—¿Vuelves ahora allí o sigues de ruta?
—No, este es el último reparto; si lo necesitas, te acerco al restaurante.
—Bien, perfecto, dame un minuto.
Jorge entró de nuevo al salón de terapias, avisó a Carlos de que debía
marcharse por un asunto personal y salió de allí dispuesto a considerar los
buenos consejos de su amiga.
Al llegar al restaurante, encontró a Bianca inmersa como siempre en sus
quehaceres, se afanaba en la cocina preparando sus suculentas delicias. Jorge,
temeroso de interrumpirla en tan cuidado proceso, tocó levemente con los
nudillos en el marco de la puerta de acceso.
—Toc, toc. ¿Se puede?
—Hombre, Jorge ¿Cómo tú por aquí? —dijo con una sincera sonrisa mientras
se limpiaba las manos en el delantal y se acercaba a darle un efusivo abrazo
— ¿Todo bien?
—No tanto, necesito consejo femenino y, la verdad, quién mejor que tú, ¿no
crees? —dijo guiñándole un ojo en tono de complicidad.
—Bueno, ahora mismo la verdad es que yo tampoco sé si soy buena consejera
o no —respondió mientras se atusaba el cabello—. Tengo un admirador, pero
creo que lo estoy espantando.
—No me digas… ¿Secreto? — replicó Jorge con sonrisa burlona.
—No, más bien es todo lo contrario, es muy real y persistente, me tiene en
ascuas, no sé qué hacer.
—Vaya, pues ya somos dos necesitados de consejos, ¿Quién empieza primero
la ronda terapéutica?
—Tú, por supuesto, que para eso has venido hasta aquí y, conociéndote, tú no
eres de hacer muchas visitas, así que desembucha.
—A ver, recuerdas que ya te hablé de Lourdes, ¿no?
—No, nunca me has hablado de ella. ¿Quién es esa? —dijo en tono sarcástico
—. Creo que si no me la has mencionado mil veces, no lo has hecho ninguna.
—Pues bien, seré directo y claro. Ella está aquí.
—Vaya, eso son palabras mayores y ¿qué piensas hacer? Irás a verla, ¿no?
—Ese es el tema, que está aquí por el fallecimiento de su padre, ¿tú crees
oportuno que vaya a verla en este momento?
—Yo diría que es el mejor de los momentos, así le muestras tu apoyo y le dices
de una vez todo lo que sientes.
—Bianca, tengo miedo, ¿y si me rechaza? ¿Y si ya no se acuerda de mí? ¿Y si
nadie le ha dicho que soy seropositivo?
—¿Y si dejas de pensar y te lanzas a vivir de una vez? —replicó Bianca,
dándole unos golpecitos en la espalda—. Al menos vosotros tuvisteis en su
momento una gran historia de amor; yo, con mi maravilloso admirador, aún no
he tenido nada y, lo que es aún peor, no tiene ni idea de mi enfermedad.
—Bueno, eso tiene arreglo, ¿no crees? Dale una oportunidad.
—En el fondo creo que ya se la estoy dando, lleva casi dos meses viniendo a
cenar al restaurante solo con la excusa de verme.
—Vaya, es todo un caballero y además romántico —dijo Jorge mientras hacia
el ademán de colocarse bien una imaginaria corbata.
—¡No te rías de mí!
—No lo hago; ya en serio, parecemos dos idiotas aquí de pie debatiendo sobre
nuestros temores y sin darnos la oportunidad de descubrir si son ciertos o no.
Dicen que quien no arriesga no gana. ¿No es así?
—Así es, y llevas toda la razón del mundo, quizás me esté perdiendo el
conocer al que puede ser el amor de mi vida y, tú, el volver a reencontrarte con
quien ya lo fue en su día. ¿Sabes qué te digo?
—¿Qué?
—¡Que te largues ya de aquí! Que ya tardas en ir a buscarla.
Jorge sonrió de oreja a oreja y la achuchó con fuerza entre sus brazos.
—Eres la mejor, Bianca, era lo que necesitaba oír. ¡Ah! Y tú no te hagas más
de rogar y dale una cita a ese gentleman, ¿prometido?
—Prometido.
Lourdes apretó la carta contra su pecho, cogió como pudo la chaqueta envuelta
en aquellos plásticos y salió corriendo de aquella casa como quien huye del
mismísimo diablo. Al salir a la calle una lluvia fina le impregnó la cara,
comenzaba a llover casi tanto como sentía que llovía dentro de su alma; al llegar
al coche de Toño, la suave lluvia se convirtió en tormenta y dentro de ella
también estalló aquel aguacero envuelto en una cascada de llanto inconsolable.
Toño, al verla aparecer, salió del coche apresuradamente y de forma casi
involuntaria se fundió con ella en un profundo abrazo.
—Respira, mujer, respira, pero… ¿Qué ha sucedido?
—Sucede todo, Toño, todo. Sucede que no sé si estoy llorando por una
ausencia o por dos y necesito respuestas.
—No… no sé qué decir.
—No digas nada, vamos al tanatorio, quiero acabar con esto lo antes posible.
El camino hacia el cementerio se hizo eterno; al llegar ya habían asignado una
sala para el velatorio y fijado una hora para el entierro, que se celebraría justo al
día siguiente. Lourdes no sabía cómo iba a soportar una noche entera en vela
después de cómo se sentía, pero estaría allí, aunque solo fuera por reconfortar de
algún modo a su madre.
Al entrar a la sala del velatorio, un escalofrío le recorrió el cuerpo al ver a la
mujer que le dio la vida, una mujer a la que apenas alcanzaba a reconocer y a la
que no sabía ni cómo dirigirse.
—¿Madre? Soy yo, Lourdes, su hija ¿Madre, ¿cómo está?
—¿Mi hija? Yo no tengo ninguna hija,
—Madre, no diga eso he venido por usted.
—No me llames madre. ¿Qué quieres? Yo no te he pedido que vengas, así que
ya puedes irte por donde has venido
—Está bien, no la haré enfadar, pero quiero que sepa que he encontrado la
carta.
—¿Qué carta?
— La carta de Jorge, esa que nunca me enviasteis.
—¡Ah, la carta…! —refunfuñó su madre mientras le giraba la cara—. Ya sabes
cómo era Isidro para esas cosas, nunca le gustó ese chico; es más, quiso romper
la carta, pero le mentí diciéndole que la había tirado a la basura y al final la
guardé.
—¿Y no pensasteis que podría importarme?
—Sinceramente, no; ese chico se había dado a la mala vida y tú ya habías
hecho tu vida fuera, ¿qué más daba ya? —aseveró su madre con total desprecio.
—¿Qué más daba? A mí sí me daba, ¡madre, por Dios! Fue mi primer amor,
sabe perfectamente por qué me marché de casa y jamás le echaré en cara que no
me defendiera delante de mi padre, pero ha sido muy injusta conmigo.
—La vida es injusta, hija, mírame a mí: sola y abandonada.
—No, mamá, no le abandoné, tuve que marcharme y usted lo sabe mejor que
nadie. Ese de ahí—dijo con rabia señalando el ataúd— no fue un padre para mí,
fue la peor de mis pesadillas, y lo peor de todo es que usted lo sabía.
Lourdes salió corriendo bajo la espesa lluvia y se adentró sin pensarlo dos
veces entre los jardines del viejo cementerio. Cientos de lápidas se esparcían por
doquier, recordándole de algún modo la ausencia de su propia vida, años
trabajando para forjarse una vida nueva y un corazón incapaz de volver a amar a
nadie. De pronto, una idea macabra se le pasó por la cabeza: «¿Y si Jorge estaba
allí, enterrado en una de esas frías lapidas o en un nicho sin nombre o, aún peor,
había acabado enterrado en una fosa común?». La idea era de lo más retorcida,
pero en su cabeza solo se agolpaba el pensamiento de que él estuviera ya muerto,
de ni tan siquiera haber podido despedirse de él o de haberle escrito una carta
donde supiera que ella seguía teniéndole en su corazón.
La angustia la recorrió por completo, hasta que al final cesó su infructuosa
carrera, dejando caer su empapado cuerpo sobre un frío banco de piedra. Sentía
el estrepitoso sonido del corazón golpeándole el pecho y queriendo gritar ese
dolor acallado por tanto tiempo atrás. Bajo la lluvia, congelada de frío y sin
poder parar de sollozar sintió su alma destrozada como nunca antes, cerró los
ojos y se dejó llevar por el llanto esperando vaciarse de tanto pesar contenido.
Lourdes no fue consciente del tiempo que transcurrió en ese estado hasta que
una figura borrosa en la lejanía la hizo reaccionar; allí, al final del camino
empedrado, un ser desconocido parecía llamarla por su nombre. Se puso en pie,
intentó secar sus ojos con la ropa empapada de lluvia, pero todo fue en vano,
seguía viendo una figura borrosa empañada por sus propias lágrimas y por el
aguacero que la calaba hasta los huesos.
—Lourdes —Oyó decir en tono casi espectral a la silueta masculina que se le
acercaba.
—¡Jorge! — gritó ella como una exhalación—. ¿Eres tú?
Por un momento creyó ver un fantasma, pero no podía ser, tenía que ser real,
pues la voz de Jorge era algo que tenía grabado a fuego en su memoria.
—Sí, soy yo, he venido en cuanto me he enterado de lo sucedido.
—¡Oh, Jorge…! —volvió a sollozar Lourdes abrazándose a él bajo la intensa
lluvia—. Pensé que no volvería a verte jamás, he llegado a pensar… que…
que…
—¿Qué estaba muerto…?
—Sí —dijo bajando la cabeza—. Yo… La carta
—¿Te la enviaron? —preguntó Jorge con curiosidad.
—No, no lo hicieron, lo he sabido todo hoy, no preguntes cómo, ya no tiene
importancia; estás aquí y estás vivo.
—Y tan vivo, Lourdes, mi vida ha cambiado y ahora estoy seguro de que no
voy a perder ni un segundo de mi tiempo en las cosas que no son importantes,
por eso estoy aquí —dijo mientras la agarraba de la mano y la miraba fijamente
a los ojos—. De lo único que me arrepiento es de no haberte dicho antes algo
que nunca me atreví a decirte, pero que sé que sabes de sobra en el fondo de tu
corazón. Te quiero Lourdes, siempre te he querido y no he dejado de hacerlo en
todos estos años, has sido esa luz al final del túnel y mi esperanza la de volver a
verte algún día. No espero que me aceptes con mi enfermedad, pero no quería
que volvieras a marcharte sin que lo supieras.
Lourdes vio en aquellos ojos la misma mirada de aquel adolescente del que se
enamoró tiempo atrás, la misma sinceridad y la misma inocencia aun a pesar de
las marcadas cicatrices dejadas por el paso del tiempo: seguía siendo aquel chico
ahora ya maduro que la hacía sentir de nuevo viva.
La sonrisa de Lourdes afloró espontáneamente, casi en el mismo instante en el
que la lluvia cesó para dejar paso a los rayos del sol.
Apretó con fuerza la mano de Jorge y acercó tímidamente los labios hacia su
boca para fundirse en un profundo y anhelado beso.
—¿Responde esto a tus dudas?
—Responde a todas y cada una de ellas
Jorge tomó de la cintura a Lourdes y la silueta de ambos se desdibujó camino
del sendero, ese sendero empedrado, donde a pesar de estar rodeados de
oscuridad, ellos consiguieron por fin dar luz y sentido a sus vidas.
SI NO HUBIESE ESTRELLAS EN EL
CIELO
MARTA SANTÉS
Recuerdo que algo me quemaba por dentro. De repente, lo sentí, sentí esa cosa
dentro de mí, amenazando con hacerme vulnerable, con arrancarme de aquí. Y el
futuro era oscuro y el pasado no importaba. Eso me había destrozado la vida. Era
seropositiva.
Es raro cómo las cosas que parecen ser trascendentes en tu día a día dejan de
tener sentido en solo unos segundos. Lo que el día anterior era un problema que
entorpecía tu estado de ánimo, en ese momento resultaba ridículo. El dolor
parece perforarte las vísceras al principio, inundas tu alrededor en lágrimas y en
suposiciones, lloras hasta disecarte. Luego empiezas a pensar en la vida, en ti, en
tu entorno, en tu infancia, en las malditas cosas absurdas que has hecho y otras
muchas que deberías haber hecho, como si fuese el fin del mundo.
Pero habían pasado cuatro meses y lo había pensado demasiado, estaba harta
de oírme a mí misma, de compadecerme, de ser la víctima… o de hacerme la
víctima. Porque en realidad nadie lo sabía. Nadie, ni mi familia ni Arián, que
vivía conmigo desde hacía tres años y la confianza da asco. Decidí callarme
porque, total, la solución es tomarse una pastilla a la hora del desayuno y pensar
en que la I+D del virus está bastante avanzada. Eso es lo que quiero pensar.
Hacer sufrir a alguien cuando se puede evitar es algo que no entraba en mis
planes. Y digo “entraba” porque, en esos momentos, me encontraba sentada en
mi escritorio con un tomo de folios y un bolígrafo en la mano.
Sentí que estaba mintiendo. Sé que solo estoy ocultando información, pero
cuando alguien me mira, parece que ya lo sabe todo y yo me pongo histérica.
Odio la paranoia que me envuelve cada vez que salgo de casa, así como mi
pánico a acercarme a algún chico. El pensamiento de que me mire
compadeciéndose y luego salga huyendo como si fuese una apestada, era
demasiado para mí. Pero ya no más. Merecía algo mejor, lo sabía. No puedo
cambiar, no puedo volverme del revés y extinguir el virus, no puedo insultar y
tirar a patadas al intruso que ha decidido invadir mi sangre. Pero pensaba hacer
algo mejor. Me había dado cuenta de algo importante, algo que ocurre
continuamente: no tenemos ni remota idea de lo que los demás piensan de
nosotros; y no me refiero a algún desconocido, me refiero a alguien que importa,
alguien con quien hemos compartido cosas buenas. Lo más probable es que
nunca te hayas sincerado y le hayas dicho lo bien que te sentiste una vez cerca de
él o ella, lo mucho que lo aprecias, la necesidad interna de ser importante
también para él o ella. Ya sea un amigo, un familiar o la persona a la que amas.
A veces, nos conocemos siendo desconocidos.
Yo tenía muchas personas a mi alrededor a las que decirle cientos de cosas, así
que estaba escribiéndoles cartas. Pensaba escribir a mi madre, a mi padre, a mi
hermano, a mis amigas de la universidad con las que ya no tenía contacto, a mi
prima Lola y a cada uno de los amigos que he ido soltando de la mano con el
paso del tiempo y me dejaron un sabor dulce. Y a Joel. Cuando escribí su
nombre, volvió a dolerme el pecho como hacía tiempo. Porque si alguien no
sabía nada de mí importándome tanto como para ocupar mi cabeza durante
segundos eternos, ese era él.
Fuimos compañeros de trabajo durante dos años intensos. Tenía una hija
pequeña adorable, con las mejillas sonrosadas y los rizos suaves y elásticos. Sí,
una niña suya con tan solo veintitrés años y un anillo de compromiso en el dedo
anular. La niña solía deambular por la tienda como una bailarina de ballet y
sentarse en el mostrador, contando batallitas a los clientes. Tenía atracción, su
sonrisa de bebé y sus palabras dulces eran magnéticas. Igual que su padre, solo
que él no se daba cuenta. Él fruncía el ceño todo el tiempo y parecía
permanentemente preocupado. Sin embargo, me quitó la cordura, me rompió, me
hizo creer que el mundo era más bonito sin apenas intercambiar palabras. Era
introvertido, tenía el tic de arrugar los labios cuando se concentraba y de
morderse la piel del labio inferior cuando parecía nervioso. Solo sonreía a su
hija. Y hablo de sonreír de verdad, esa sonrisa que alcanza a los ojos y hace que
brillen. El resto del día, mentía; mentía cuando sonreía a los clientes, a nuestros
compañeros de trabajo, a nuestro jefe y a mí. Excepto en una ocasión… Aquel
día era mi favorito, lo marqué en el calendario y lo celebré a mi manera,
zampándome un cuenco de cereales con chocolate y viendo una peli de llorar.
Era otro día cualquiera en el que aprovechaba cada descuido suyo para
observarle y dejar que mis sentidos se deleitasen. Yo tampoco era inmune a la
adoración que desprendía Daniela, la niña, y ese día, teníamos poco trabajo.
—¿Las estrellas no se cansan de estar siempre en el mismo sitio? —me
preguntó ella de forma casual, reproduciendo un paso de baile gracioso con la
música cutre de ambiente que había en la tienda.
La miré con gesto divertido y me acuclillé a su altura. Sus ojos redondos y
azules eran muy parecidos a los de su padre.
—El cielo es su casa —respondí agudizando un poco la voz. Me era inevitable
—. Allí se cuentan secretos y hablan entre ellas para planear quién brillará más
cada noche.
Daniela esbozó una sonrisa preciosa con hoyuelos y adiviné entusiasmo en su
mirada.
—Y duermen por el día, ¡como los murciélagos!
—¿Quién te ha contado eso?
—Lo de los murciélagos, papá. Y sé que las estrellas duermen por el día
porque no se ven —me contó, como si fuese una evidencia que se me había
escapado.
—Claro, es verdad.
—Pero por la noche, no se mueven. ¡No se apagan nunca! —hizo un salto de
bailarina y dio una vuelta sobre sí misma.
—Nunca —susurré, sonriendo como una boba—. Las estrellas tienen la misión
de brillar. Si no brillasen, ¿cómo veríamos?
—¡Estaría toodo oscuro! —puso énfasis en su afirmación, dando vueltas y
mirando al techo—. Daría miedo.
—No, qué va —negué con la cabeza—. ¿Sabes por qué? Porque habría
estrellas más pequeñitas aquí en la tierra, estrellas como tú, que brillarían y no
dejarían que los demás nos chocásemos contra las paredes.
—¡Soy una estrella! —se puso a dar brincos—. Papá también me lo dice. Dice
que soy una estrella del baile.
—Ah, ¿sí? Yo no sé bailar.
—¿No sabes? ¡Pero si es súper fácil! —y se puso a reír tan a gusto que era
contagioso—. Mira, Nia, yo te enseño.
Hizo que me colocase a su lado, levantó los brazos y dio una vuelta. Luego me
miró, invitándome a imitarla. Sonreí y accedí; di esa vuelta y descubrí que me
sentía muy bien siguiéndole el juego.
Entonces escuché un carraspeo, como el sofoco de una carcajada, y al alzar la
vista, una ola expansiva de calor ascendió hacia mi cara. No sé cómo no estallé
allí mismo. Joel nos miraba desde el vano de la puerta, apoyado sobre un
hombro con los brazos cruzados y mirada divertida.
—¡Papá! Estoy enseñando a Nia a bailar. ¡No sabe!, ¿te lo puedes creer? —
Daniela se llevó una manita a la frente.
—Sí, me lo creo.
«Vale… Un extintor, por favor.»
—Y más si lo muestro abiertamente… —añadí, reproduciendo en mi mente
cómo me habría visto desde fuera—. ¿Llevas… mucho tiempo ahí?
—El suficiente —me contestó él, sonriéndome. Sonriéndome de verdad.
Al principio, abrí ligeramente la boca y mi cerebro se quedó en un estado
preocupante de abstracción. Sabía que si seguía mirándole así, cogería a su hija,
se inventaría una excusa rápida entre balbuceos y huiría de mí tan rápido como
le dejasen sus piernas.
—Daniela, cielo, tenemos que irnos.
«Nia, te estás luciendo.»
—¡Pero si Nia todavía no sabe bailar! —se quejó la pequeña.
—Podéis seguir con la clase mañana. Estoy seguro de que a Nia no le
importará, ¿verdad? —sus ojos volvieron a perforarme con ese buen humor al
que tan poco acostumbrada estaba.
—¡Claro! Mañana aquí, a la misma hora —le prometí, tratando de hilar las
palabras.
Y así fue durante algunas semanas hasta que la niña desistió. Incluso el gato
que se paseaba algunas veces frente a la puerta habría aprendido mejor que yo.
Sin embargo, me gané la simpatía de Daniela y algunas sonrisas verdaderas de
Joel, y con eso, yo era feliz… aunque viese perfectamente que estaba enamorado
y a veces le encontrase mirando su anillo de casado con una expresión profunda
y amarga. Llegué a la conclusión de que su mujer estaba enferma. La niña
hablaba de ella con veneración y Joel la alentaba, pero su deje de tristeza y ese
dolor contenido eran muy visibles para mí.
Así que, allí estaba después de siete años, escribiendo su nombre en un papel y
volviendo a sentir esa calidez que me transmitían sus ojos claros. La suya era la
última carta que escribía y quería hacerlo bien, con pausa. Porque debía
admitirlo, sería la que más me costaría a nivel emocional. Luego me esperaría a
contárselo en persona a Arián, la mejor compañera de piso del mundo, mi
pequeña gran revolución, que me había alegrado estos últimos meses sin saberlo.
Cuando volviese de su viaje, ya tendría pensado todo lo que quería decirle y
posiblemente hubiesen cambiado muchas cosas.
Sonreí y recapacité. En realidad, sabía qué era lo que había desencadenado esta
avalancha de recuerdos y pensamientos positivos que me habían inducido la
necesidad de gritar a los cuatro vientos quién era Nia Parker, y es que hasta hace
unas horas, esto era impensable. Quien menos imaginaba me había hecho
reflexionar acerca de este escabroso aspecto de mi vida. Se trataba de un chico
que venía a menudo por la agencia de transporte en la que trabajaba. Se llamaba
Fernando; dejaba cajas o cartas certificadas de vez en cuando y se marchaba.
Parecía de esos hombres que, si alguien se metía con él, podría darle un guantazo
y mandarlo a la otra punta del edificio. Por eso, cuando esta mañana se hizo un
corte con una de las cajas que traía y me ofrecí a ayudarlo con el botiquín, lo
último que me esperaba era ver lágrimas en sus mejillas doradas. Me sorprendí
tanto que me fue imposible ocultar mi expresión atónita cuando él me devolvió
la mirada.
—Humm… No creo que esto lo haya provocado ese corte, ¿verdad? —me
atreví a preguntar mientras sacaba una gasa del botiquín.
Fernando esbozó una media sonrisa amarga y bajó la mirada al suelo,
limpiándose las lágrimas con el dorso de la mano.
—A veces, la vida es una mierda —gruñó, tratando de serenarse.
—Ya te digo… —musité, impregnando la gasa con antiséptico.
—Y, a veces, las personas actuamos sin tener ni idea de lo que hacemos. Nos
dejamos llevar por… vamos a llamarlo emociones, y las consecuencias se
vuelven intrascendentes. —Le miré con más interés y dejé que él cogiese la gasa
y se limpiase la herida—. Pero es que la gente tiende a pensar demasiado en el
futuro, los problemas, el hastío de la rutina… Luego llega algo que te rompe la
vida y es cuando te enteras de que estabas viviendo por inercia. Nos olvidamos
de lo importante que es sentir y tener personas al lado que te hagan vibrar. A
veces, un día, tomamos una decisión equivocada y perdemos todo eso. Y es en
ese momento en el que nos damos cuenta del valor que tenía todo lo demás.
Torcí el gesto y contemplé su mirada ida con cierta inquietud inexplicable.
Luego, él alzó la vista y pareció mirarme por primera vez; sus ojos regresaron al
presente, como si de repente se diese cuenta de todo lo que le acababa de contar
a una desconocida. Y sin dejarme tiempo a añadir nada más, carraspeó y salió
por la puerta acristalada hacia un camión. Suspiré con pesadez y, al bajar la
mirada, reparé en unas pequeñas manchas color escarlata esparcidas en el suelo.
En un acto mecánico, cogí unos trozos de algodón del botiquín y me agaché a
limpiarlo.
—¡No! —Pegué un respingo por el susto y giré la cabeza hacia Fernando, que
volvía a entrar en la agencia como una exhalación—. No lo haga. Ya lo limpio
yo. —El chico cogió un trozo de tela de uno de los bolsillos de su uniforme y yo
miré desconcertada cómo se inclinaba a limpiar la sangre—. Debe llevar un poco
de cuidado, señorita. Usted no sabe si esa sangre contiene algún virus o algo por
el estilo, y puede contagiarse.
¿Contagiarme? Que nadie me pregunte por qué, pero me puse a reír como una
demente. Fernando me miró como si se me hubiese ido la olla, pero luego
esbozó una ancha sonrisa.
—Ponte estos apósitos antes de que te desangres —tuve la confianza de
hablarle de tú; él me hablaba de usted, pero le veía demasiado joven como para
no tutearle—. Déjame decirte algo. ¿Puedo?
Fernando arqueó una ceja mientras se tapaba la herida con las gasas.
—Adelante.
—Hace poco, yo también me di cuenta de algo parecido. Eso de “llega algo
que te rompe la vida” me lo conozco muy bien. Y deduzco que, debido a tu
actitud frente a la sangre, puede que nuestros problemas no se alejen tanto. —
Fernando abrió más los ojos y me contempló con estupor—. Yo no he hecho más
que esconderme y alejarme —me mordí el labio y miré a ese hombre de tez
bronceada con simpatía—. Es posible que siempre hayamos conocido el valor
que tienen las personas que nos rodean, simplemente no hemos sabido decirles
todo lo que nos importan, hemos creído que estábamos seguros y que nada iba a
salir mal.
El chico asintió con la cabeza y me dedicó una mirada cómplice.
—Pues es hora de hacerlo, ¿no crees? —decidí, sintiendo unas pequeñas y
desconocidas burbujas en mi interior.
—Sí, ya es hora —coincidió, sonriendo.
Entonces, hizo una especie de reverencia con la cabeza a modo de despedida y
salió sin borrar su sonrisa. Se iba sin saber que, tras él, se llevaba un enorme
peso que había estado cargando a hombros durante los últimos meses. Y no iba a
consentir cargarlo ni un día más.
Querido Joel,
Todavía recuerdo la sensación envolvente de entrar a la tienda y que todo
oliese a ti. De la necesidad inevitable de hacer alguna payasada para que tu ceño
dejase de estar fruncido, de las decenas de caricias escondidas cada vez que te
descuidabas cuando tenía la mínima oportunidad. Recuerdo cada uno de tus
gestos cuando cierro los ojos, las curvas de tus facciones, la forma de tus manos
y los miles de colores de tu pelo oscuro. Gracias por este sentimiento que nunca
me ha abandonado, porque sé que soy privilegiada y no todo el mundo lo vive.
La sensación de que te estalla el pecho, de ilusión, de esperanza, de que la vida
es más bonita y saber que hay millones de tonalidades vibrantes a nuestro
alrededor.
Mi mayor deseo ahora mismo es que sonrías de verdad. Ojalá las penas se
hayan disipado para ti, ojalá nunca más tengas que ocultar tu dolor. Ojalá sigas
enamorado y todo vaya bien.
Solo quiero que sepas que tú has sido una de las partes más bonitas de mi vida,
y me parecía injusto que lo ignorases. Aunque ya ni me recuerdes, aunque lo
pienses detenidamente y no llegues a caer en el momento en el que demostré que
estaba enamorada de ti, porque no lo hice, era demasiado cobarde para eso. Lo
hago ahora, siete años después, y no pretendo cambiar nada, no tengo propósito
alguno; solo necesito que no me hayas conocido sin conocerme de verdad. Esta
soy yo, la chica que te espiaba cuando no mirabas, la que adoraba a tu hija y
vagabundeaba hacia el rumbo que marcaban tus sonrisas. Esta soy yo. Y ahora,
seropositiva.
No me juzgues, no es que irrumpa ahora en tu rutina con esta noticia bomba y
necesite algo de ti, solo pretendo que todas las personas importantes para mí
sepan quién soy, y esto me caracteriza.
Recuerdos a la pequeña estrella Daniela.
Recuerdos para ti.
La pésima bailarina,
Nia
Recibí la visita de mis padres dos días después de mandar todas esas cartas a
sus respectivos destinatarios. Mi madre se abalanzó a mis brazos llorando con
desconsuelo y mi padre y yo tratamos de serenarla durante un rato. Luego
comenzó la avalancha de preguntas. Suerte que les conocía lo suficiente como
para tenerlo todo preparado e impedir que se preocupasen demasiado. Luego
llegaron las llamadas de algunos de mis amigos, las promesas, las palabras de
ánimo, la inesperada visita de mi prima Lola, tan serena y optimista como
siempre, y la fuga de mi hermano del trabajo para llevarme a comer a mi
restaurante favorito, cosa que no ocurría desde hacía años. Pero, sobre todo, lo
que menos me esperaba era que cinco días después, una niña apareciese en mi
puerta con una caja.
—Hola. ¿Nia? —sus trazos adolescentes y esa expresión de entusiasmo
contenido me impidieron reparar en que no era la primera vez que la veía.
—Sí. ¿Puedo ayudarte en algo? —siempre se me agudizaba la voz cuando me
dirigía a alguien más pequeño.
La niña sonrió, reprimiendo una carcajada tal vez, y supe que debía quitarme
esa absurda manía.
—Traigo esto para ti —levantó una caja de cartón de un tamaño medio y se
mordió el labio—. Es sin consentimiento, pero… No me puedo creer que alguien
con doce años tenga que dar lecciones de vida a un par de adultos.
—Mmm… Creo que no te sigo —retrocedí un poco del vano de la puerta y
estudié con más atención sus facciones.
—Claro que no —chasqueó la lengua—. ¿No te sueno ni un poquito?
Parpadeé varias veces seguidas debido a su última pregunta.
—Lo he pensado, pero últimamente dudo mucho de mi… percepción.
—Bueno, pues, según una carta que recibió mi padre hace unos días, estoy
segura de que no me has olvidado.
Dejé de respirar en ese segundo y la sangre hizo un extraño movimiento en mis
venas. Enfoqué sus redondos ojos azules y esos rizos oscuros que tenía, y la
situación se volvió surrealista.
—¿Daniela?
La niña pegó un pequeño brinco en el sitio y sonrió de forma tan ancha y tan
infantil que no me quedaron dudas.
—¿Q-qué…? ¿Cómo…? ¿Qué haces aquí? Oh, Dios… ¡Cómo has crecido!
Mira tus brazos, ¡parece que te hayan estirado con una de esas máquinas de
tortura! Y… ¿y cuántos años dices que tienes? A ver… cinco, seis, siete, ocho…
—Nia, ¿puedo entrar? —me interrumpió, riendo entre dientes.
Volví a parpadear con rapidez y me moví con torpeza para dejarle paso.
Contemplé atónita cómo caminaba hacia el comedor con esa caja en las manos y
no pude menearme hasta que ella volvió a llamar mi atención. Entonces nos
sentamos en los sofás y ella carraspeó.
—Voy a ir al grano, porque ya no estamos para dar más rodeos —comenzó
ella, repasando las esquinas de la caja con los dedos—. Cuando trabajabais
juntos mi padre y tú, él estaba enamorado. Era un amor que le destrozaba,
porque mi madre ya no tenía remedio. No conozco los detalles de la historia,
papá nunca ha querido implicarme, pero yo sé que ella era adicta a la droga. Sé
que no tuvo una juventud fácil, pero hasta ahí puedo leer. Se casaron, me
tuvieron y ella continuó sumergida en su mundo. Y papá se ocupó de mí, me
llevó a la tienda por no dejarme sola con ella y trató de hacer que fuese a un
centro de rehabilitación. Hace cuatro años, desapareció y no hemos vuelto a
tener noticias de ella. Al principio, mi padre se volvió loco buscándola, pero
luego cayó en que era absurdo; no era la primera vez que se fugaba y luego
aparecía como si nada, amenazando con que la próxima vez no volvería. Él dice
que sigue desgarrado por eso, pero yo sé que ya no está enamorado. Cuando ella
se fue, nos dejó un gran alivio, porque se llevó todos nuestros problemas. Suena
egoísta, pero la situación hay que vivirla en carne propia para comprenderlo de
verdad.
La escuché con la boca entreabierta y los pelos de punta.
—Mi padre ha sufrido mucho. Se merece que las cosas le vayan mejor, se
merece ser feliz.
—Lo siento muchísimo, no sabía nada… —me sentía estúpida por haberle
mandado aquella carta contándole mis asuntos cuando él ya tenía suficiente con
los suyos.
Daniela me sonrió y bajó la mirada hacia la caja.
—Hace unos días, me llevé el mayor susto de mi vida. Jamás he visto a mi
padre llorar. Ha tenido todos los motivos del mundo, pero no lo ha hecho. Por
eso, cuando lo encontré en su habitación llorando como un niño, pensé que algo
horrible había pasado. Y luego me enseñó tu carta… —Aspiré entre dientes—.
Es muy reservado. Sé que solo soy una niña de doce años, pero todo lo que ha
ocurrido, me ha hecho madurar a la fuerza y él puede confiar en mí. Por eso me
mostró esta caja.
Fijé la vista en ese cuadrado de cartón con los labios temblorosos.
—Y, al revés de lo que me pensaba, fue una buena noticia —opinó mientras
destapaba la parte superior de la caja—. De hecho, me dio esperanza, a pesar de
que él no la viese.
Daniela extrajo un sobre y pude apreciar que había bastantes más en el interior.
—Te sugiero que leas esta primero y que te lo tomes con calma, ¿vale?
—¿Qué? ¿Esto qué es, Daniela? —balbucí, confusa.
—Alguien me dijo una vez que, si las estrellas no nos alumbrasen, habría otras
más pequeñas aquí en la tierra que brillarían e impedirían que los demás nos
chocásemos contra las paredes. Yo también lo pienso, y hay veces que brillan
mucho y ni si quiera lo saben. A veces, necesitan que los demás les den las
gracias para que sepan que alumbran su camino.
Y se levantó, dejando la caja colmada de cartas en la mesa. Me incorporé
rápidamente, impulsada por los nervios, que estaban a flor de piel. Entonces ella
vino hacia mí y extendió sus largos y delgados brazos para envolverme en un
abrazo sentido y apretado muy inesperado. Se lo devolví y cerré los ojos con
fuerza.
—Este es mi número de teléfono. Llámame con lo que sea, y espero que tengas
algo que decir después de leer esas cartas —dijo, cediéndome un trozo de papel
con números. Y con los ojos vidriosos, se despidió, dejándome muda y de pie en
el recibidor.
Caminé despacio hacia el comedor, mirando la caja y el sobre que había dejado
justo al lado, el que tenía que leerme primero. Me temblaron las rodillas cuando
lo cogí y respiré entrecortadamente antes de dejarme caer en el sillón y, con el
pulso inestable, conseguir romper un poco el papel. Pude ver trazos de bolígrafo,
una caligrafía bonita y alargada. Tenía entre las manos la letra del mismísimo
Joel… y el destinatario era yo.
Querida Nia.
Cómo decirte que me he bebido cada una de las palabras que has escrito, cómo
decirte que cada una de ellas ha sido un golpe seco y doloroso en lo más hondo,
allí donde te había guardado. Te envidio. Envidio tu valentía, la seguridad en ti
misma. Solo una carta y está en mis manos. Quizá cientos de ellas las hay
guardadas bajo mi cama en una caja y ni la mínima intención de imaginarlas en
tus dedos. ¿Cobarde? Sé bien lo que es esa palabra. No quería perderte, pero
¿cómo perderte, si nunca te había tenido? Cobarde por temer la pérdida, perder
de nuevo… Y, ahora que sé esto, ¿cómo lidio con ello? Solo se me ocurre
escribir, escribir y desear que seas feliz. Sé feliz, porque imaginarte entre mis
temblorosos brazos mientras lloras es demasiado duro. Pero no lo harías sola.
Espero que no estés sola, que no sepas hacia dónde ir. Yo solo puedo decirte que,
si tienes que correr, corre como si las brasas ardiesen bajo tus pies desnudos. Y si
te marchas, márchate sabiendo que tu vida también fue una de las mejores partes
de la mía. Si tienes que esforzarte, hazlo para dejar pedazos de ti en esta tierra
demasiado árida para tu dulzura. Y si tienes que luchar, lucha contra esos
monstruos que te atormentan y no dejes que te inunden de oscuridad. Y si tienes
que gritar, grita hasta que tu voz sea lo único que se escucha en este mundo
plagado de ruido. Y si tienes que vivir, amor, … solo vive. Vive y sigue
cautivando al aire, dejándole entrar en tu boca y tus pulmones; sigue cautivando
al suelo, dejándole aguantar tu peso, y al sol, dejándole calentar tu piel. Vive y
sigue añadiendo colores vibrantes a tu alrededor. Porque nada conseguirá
apagarte, ni si quiera si te vas, porque la luz de las estrellas brilla millones de
años. Una vez, dijiste que había estrellas más pequeñas, aquí en la tierra, que no
dejaban que los demás nos chocásemos contra las paredes. Tu simple presencia
en la tienda me impedía chocarme. No me choqué, y seguí sin hacerlo porque tu
recuerdo era intenso y tu luz seguía llenándome el pensamiento.
Aunque lo pienses detenidamente y no llegues a caer en el momento en el que
demostré que estaba enamorado de ti. No lo hice, era demasiado cobarde para
eso… y lo sigo siendo. ¿Por qué vas a quererme cerca de ti ahora? ¿Qué derecho
tengo a seguir queriéndote? A acudir a ti como un sin techo roto, pidiéndote
limosna. Necesitas vitalidad a tu lado. Solo deseo que la tengas y que jamás
desfallezcas. Sé que no lo harás.
El chico del ceño fruncido,
Joel.
Me leí todas esas líneas tantas veces que había perdido la cuenta. Sé que tenía
más que leer, pero todavía debía creerme que esa carta existiese. Algo gigantesco
se estaba abriendo paso en mis entrañas y me parecía inexplicable que aún no
estuviese flotando. Hasta entonces, no me había embargado nada semejante, y
estaba segura de que era euforia. Había escrito todas esas cartas para mí durante
todos estos años. Yo signifiqué algo importante para él. Se… enamoró de mí.
De repente, me vi emitiendo una risa nerviosa e involuntaria. Pero él ni si
quiera sabía que yo tenía estas cartas. Quizá las guardaba por alguna razón. Él
hablaba de cobardía, pero tal vez no fuese ese el único motivo. ¿Debía actuar?
Miré la caja y torcí los labios. Quizá tenía que leer todo eso y luego reflexionar.
Por la mañana, todo sería más real, porque en ese momento, parecía que
estuviese alucinando. De modo que me llevé esa caja a mi habitación y me puse
a abrir sobres hasta que me quedé dormida encima de ellos, con el corazón
encogido y la sensación de haber perdido muchos años de mi vida.
Fue el día más largo de mi vida. Habíamos quedado a las cinco en la puerta de
la tienda y desde el momento en que le colgué, los segundos se transformaron en
horas. Pensé tan detenidamente todo lo que quería decirle que me lo sabía de
memoria. Sin embargo, cuando me planté frente a la puerta, la misma que había
visto en tan numerosas ocasiones, el tiempo parecía haber retrocedido de
repente. Parecía que, si tuviese el valor de entrar, vería allí a Joel con su pequeña
hija entre sus brazos y todo volvería a oler a él.
Me abracé el cuerpo porque se había levantado una brisa fría y oteé el paisaje,
la gran fuente que coronaba la plaza, los niños jugando con la pelota, los
ancianos sentados en los bancos echándoles migas de pan a las palomas… Y el
familiar caminar de un hombre joven andando hacia mí. Me puse a toser porque
me había atragantado de forma inexplicable y tuve la necesidad irracional de
esconderme. Pero luego, vi como alzaba la cabeza, mostrando su cara, y
millones de emociones invadieron mis sentidos. Era científicamente imposible
que fuese más guapo que la última vez que le vi, pero ahí estaba él, con su
postura firme y elegante, las manos metidas en los bolsillos de la gabardina y el
ceño fruncido. Boqueé y capté el segundo en el que sus ojos azules encontraron
los míos. Y sonrió, sonrió de verdad.
—Nia —me nombró con voz ronca, de forma tan íntima que me estremecí.
—Joel —susurré.
—Me parece que una pequeña sabia nos ha tendido una trampa —dedujo entre
risas—. Había quedado con mi hija aquí.
—Vaya, qué casualidad, yo también.
Ambos reímos con complicidad y gestos vergonzosos. Y luego nos quedamos
callados y nuestras miradas se cruzaron. Nunca antes lo habían hecho, no de esa
forma; parecíamos gritar con los ojos, deseando decirnos tanto… Pero el temor
todavía se palpaba; en los temblores de mis dedos, en la tensión de su
mandíbula, en mi cabeza gacha y en su ceño sin desfruncir.
—¿Quieres… que demos un paseo? —propuso volviendo a sonreír.
También lo hice y luego me puse a su lado, para caminar el uno al lado del
otro, con las manos en los bolsillos y los hombros encogidos por el frío.
—Recibí tu carta —habló de repente. Casi me detuve porque sentí un golpe
físico, pero continué andando con la vista en mis pies—. Y supongo que, debido
a lo despejada que está la zona bajo mi cama, tú también has recibido las mías.
Esto último me lo esperaba menos, así que me detuve y no fui capaz de
levantar la vista cuando sentí que él también. Percibí cómo se acercaba y el tacto
de sus dedos en mi barbilla mandó un impulso nervioso que provocó que
moviese los ojos de golpe hacia los suyos.
—Nia… —sus ojos brillaban, y comencé a hiperventilar—. Escúchame. Eh…
Sus dos manos abarcaron mi cara y la suya se aproximó demasiado, pudiendo
apreciar preocupación. Ahí fue cuando percibí mis lágrimas.
Oh, por favor… ¿por qué lloraba? ¡Estaba llorando!
—Sé que tienes miedo, es normal que lo tengas, ¿vale? —comenzó,
acariciándome los pómulos con los pulgares, tan cerca que su aliento atravesaba
mi boca—. Yo también estoy muerto de miedo, ¿ves? —Advertí los temblores de
sus dedos alrededor de mi cara y luego me sonrió—. Pero me he dado cuenta
tarde de que el miedo no es malo. Tiene narices que una niña haya tenido que ser
la que me abriese los ojos. El miedo no es malo, solo es una fase por la que hay
que pasar… Nadie dice que sea fácil, pero es necesario. Porque, si no, ¿de qué
sirve tenerlo? Está ahí para desafiarlo. Y yo le quiero plantar cara. ¿Qué me
dices?
Le contemplé con cierto desconcierto, pero sus palabras tenían a la vez tanto
sentido que dolía.
—Voy a empezar yo, ¿te parece bien? —musitó, nervioso—. No sé si habrás
leído todas las cartas, pero quiero confirmarte que cada palabra es cierta. Pensé
en ti, he pensado en ti durante… mucho tiempo, creyendo que te había dejado
atrás y no había forma de alcanzarte. Esa carta que me mandaste me rompió en
mil pedazos, y así como al principio estalló, luego lamió y curó todas las grietas.
Porque, ¿sabes qué? Todavía tengo miedo a perderte, pero siento muchísimo más
miedo de no tenerte nunca.
Respiré entrecortadamente por la boca y digerí todo lo que decía como si me
inyectase adrenalina.
—Ni si quiera sabiendo lo que sabes de mí… ¿No te echa para atrás? —
farfullé con voz afectada.
Joel dejó escapar el aire por la nariz, sonriendo y negando con la cabeza.
—Creo que no me has entendido. Ese miedo es tuyo, no mío. Y si me dejas, te
ayudaré a que sea insignificante.
Cerré los ojos de alivio y sonreí.
—Esto es gracias a ti. Y estoy seguro de que eres capaz de mucho más. Porque
puede haber decenas de intrusos que usurpen tu vida y la tambaleen, pero no hay
nadie más fuerte que quien acoge ese intruso, le planta cara y le asegura que,
esté o no, su vida es suya y la vivirá de la forma más intensa y arriesgada que se
le ocurra. Y si tú quieres, yo formaré parte de esa vida intensa y arriesgada desde
el instante en el que me aceptes. No voy a darte prisa, no tengo ningún derecho a
hacerlo, así que solo piénsalo y…
Me encantaban sus palabras, pero opinaba que ya habían sido suficientes. Por
eso, me había alzado sobre la punta de los pies y le había silenciado de la manera
con la que había soñado miles de veces. Sus labios se movieron lento entre los
míos y desde su garganta brotó un leve y alargado gemido. Cuando nos
apartamos, él esbozaba una sonrisa torcida de lo más sexy y yo me puse roja.
—Te me has adelantado en dos ocasiones. A la próxima, tendré que ser más
rápido.
Entonces, volvió a juntar nuestras bocas, despacio, atrapándome el pelo entre
sus dedos y mi cuello, y ese beso fue incluso más sentido y profundo que el
anterior. Un beso que nos decía que, a partir de entonces, ya nada sería igual para
ninguno de los dos. Y tampoco para Daniela, nuestra pequeña y especial
Celestina.
Es curioso cómo un pensamiento, una pequeña decisión, había conseguido que
Joel estuviese entre mis brazos después de tanto tiempo, cuando ya creía que lo
único que me quedaba de él era el dulce recuerdo de un amor platónico. Estaba
claro lo que hubiese ocurrido de seguir atrapada en mi cascarón, lamentándome,
hiriéndome. Las decisiones, la forma de tomarnos las cosas, son las que
garantizan la felicidad. Es lo que había garantizado la mía. Lo que tenía claro era
que, si no hubiese estrellas en el cielo, siempre habría alguien con esa luz que
nos impediría caer, y quizá, solo quizá, nosotros mismos fuésemos esa estrella.
Solo es cuestión de abrir los ojos, alzar la barbilla y, con fuerza, brillar.
SIN VUELTA ATRÁS
PEDRO SÁNCHEZ
La agencia de trasporte para la que trabaja Fernando no está para celebraciones.
Han recibido su renuncia inminente sin causa aparente y sin explicaciones. Luisa
ha tratado de contactar con él por teléfono, le ha enviado tres mensajes, incluso
ha redactado un correo, con tintes personales, para hacerlo cambiar de opinión;
pero ni así ha tenido respuesta. Sin embargo, ella sospecha que Marta no había
sido la causa. Fernando está enamorado de ella y, aunque Marta vive en otro
país, se ven a diario por internet. Saben todo el uno del otro. Él no da un paso sin
antes consultárselo a ella y esta no es de las de salir los fines de semana para
conocer gente, se conformaba con un café, un buen libro y alguna que otra
conversación literaria con una de sus amigas, de la infancia, a ser posible.
Fabián conoce a Fernando desde mucho antes de entrar a trabajar en el
SportGim, una de las mejores salas de fitness de la ciudad. «El alcohol nos había
presentado», decían al unísono cuando rememoraban aquel momento. Fernando
es un chico joven, atractivo, de tez dorada, lampiño, con ojos verdes y cejas
prominentes; de pelo castaño, moldeado con gomina y echado hacia arriba,
siempre de manera muy cuidada, lo que resalta su profunda mirada. Antes de ir a
la agencia, Fernando se pasaba por el gimnasio para hacer un poco de ejercicio y
tonificar sus músculos. Después de sus labores diarias, regresaba para correr en
la cinta durante unos cuarenta y cinco minutos, se duchaba y se preparaba para
llegar a casa, sentarse frente al ordenador y esperar a que el reloj marcara las
diez. Instantes después, Marta ocupaba la pantalla y las dos horas que lo
separaban de su sueño.
Sin embargo, esa mañana no había ido al gimnasio. Fabian, algo extrañado,
marca su teléfono para saber si el plan de ir el fin de semana a escalar seguía en
pie. Fernando es algo distraído, por lo que mejor será recordárselo. ¿Podría
haberse esperado hasta la tarde? Sí, podría haberlo hecho, pero algo le dice que
lo llame. Hace caso a su instinto y… salta el contestador automático.
Lo mismo le ocurrió a Jacinto, que lo llamaba para saludarlo; a Lorena, que
necesitaba un favor personal; a Sebastian, que iba a ir a la agencia y quería
hablar con él; a Andrés, a María y a Alfonso. Fernando parece que esta mañana
no está para nadie.
A las nueve, una enfermera lo llama y escribe su nombre en una lista. Este se
levanta de su asiento con un cansancio extremo, los ganglios inflamados y un
terrible dolor en el pecho. Por la cara que lleva y los síntomas que presenta, al
médico no le hace falta revisar los resultados de la hematología completa.
—¿Cómo te sientes hoy? —pregunta, aun sabiendo lo que le iba a responder.
—Mal, doctor, me siento muy mal —responde Fernando con un gran
agotamiento—. Debo tener alguna infección. No tengo hambre, y la sensación de
vacío en el estómago no se me quita. Solo quiero estar acostado y…
—Vamos a ver —lo ataja—. Entiendo cómo te sientes, porque no eres el
primero que viene a verme con esos síntomas —le dice, acaparando toda su
atención—. Te voy a mandar a que te hagan otros exámenes, pero lo tengo muy
claro. No me importa tu condición sexual ni lo que hagas en tu casa o fuera de
ella —suelta.
Aquello deja a Fernando en total confusión. ¿Qué quería decir?
—No soy gay —responde de inmediato.
—¡Oh, no! –exclama—. Yo no estoy diciendo que seas gay y, si lo fueras, no
me importaría. Hoy en día, es algo normal que uno mantenga relaciones sexuales
con quien le apetezca. Pero, hijo, entiende que debe hacerse con precaución.
—Pero yo no he tenido…
—Vamos a ver —lo corta de nuevo—. Esto no es algo que se adquiera en la
sopa ni que te comas por equivocación en el desayuno, esto es una enfermedad
de transmisión sexual. Pero, si te sirve de consuelo, ya casi nadie muere por su
causa. Si sabes cuidarte y recibes el tratamiento adecuado, es muy difícil que…
—¿Qué quiere decir, doctor?
—Que tienes VIH. O SIDA, como quieras llamarlo. Y, al igual que he hecho
con muchos otros, solo debo ver la carga viral en el examen que te voy a mandar
para saber qué tipo de tratamiento vas a recibir, y listo, puedes continuar con tu
vida normal.
Fernando, casi sin aliento, sabía que aquello no era cierto, que ya no habría
vida normal. En primer lugar, porque tendría que hablar con Marta y contarle lo
sucedido. No era justo, a ella le quedaban dos meses para terminar sus estudios,
preparar las maletas y mudarse con él.
—Soy el doctor que ha asistido a tu familia y te conozco desde que eras
pequeño, Fernando. —Lo trae de nuevo a la realidad—. Así que te pido que te
vayas a tu casa, descanses un par de días —le dice extendiéndole un papel
firmado— y vengas a consulta cuando te lo indique. Te voy a dar de baja por un
par de semanas porque todavía no he visto los resultados. Pero, por experiencia,
te digo que en unos diez días estarás con la misma energía de siempre. Eso sí,
trata de no consumir alcohol, no trasnochar y alimentarte correctamente —se
levanta y camina con él hasta la puerta—. Y, por favor, no te desanimes, porque
entonces podría complicarse. Hazme caso —le sonríe—, el Síndrome de
Inmunodeficiencia Adquirida es como cualquier otra enfermedad. Basta que te
deprimas para que se complique. Así que, ya sabes… Ánimo, muchacho.
Cuando sale de la consulta, dos señoras mayores lo miran con
condescendencia, una le dice algo a la otra y asienten. ¿Estaban hablando de él?
¿Aquellas “marujas” estaban burlándose de lo que le pasaba? La más joven de
las dos, se levanta y le da un beso en la mejilla. Era su tía Mari Carmen. ¡Dios!
¿Cómo no se había dado cuenta? Necesitaba descansar o se volvería loco. Se
despide tras explicarle que tiene una gripe sin importancia y sale despacio,
sintiendo cómo la vida comenzaba a echársele encima. No podía soportarlo. En
algún punto, todos sabrían que se había contagiado y comenzarían a hablar,
cuchichear, menospreciarlo… Poco a poco, nota cómo la rabia se acrecienta. Sus
músculos se tensan y las ganas de golpear algo, lo que sea, se despiertan. Sin
embargo, toma un par de bocanadas de aire frío y traga saliva.
Cruza la calle. Camina a paso lento y, unos veinte minutos más tarde, abre la
puerta del edificio. Lo único que desea en ese momento es echarse encima de la
cama, cerrar los ojos y… gritar. Sí, gritar todo lo fuerte que su cuerpo le deje.
Pero enciende el ordenador y manda un e-mail a la oficina. Renunciaba. No
quería saber nada de nadie. La vida se le había apagado y no se había dado
cuenta. Se deja caer en el sofá y trata de conciliar el sueño. Sin embargo, y como
parece ser costumbre, la mente le juega una mala pasada.
El trabajo, compañeros, viernes en la noche, copas, chicas, risas. ¿Drogas…?
No, gracias. Copas, más copas, música. Un joven, guapo, atractivo. simpático.
Risas, conversación, copas, más copas… Ganas de mear. Baño, besos, caricias…
Coche, casa, habitación, cama… Sexo, sexo… Sexo.
Fernando se levanta de un sobresalto y se dirige al aseo, donde vomita todo lo
que tiene en el estómago. Casi sin fuerzas, se incorpora y se mira en el espejo.
Llora. Tenía un aspecto lamentable; ojos hundidos, mirada vidriosa, ojeras. Se da
asco de sí mismo. No podía creer cómo había caído tan bajo, y de aquella
manera. Le había sido infiel a Marta. Y, lo peor de todo era que…
Unos golpes en la puerta lo interrumpen. Sin intenciones de abrir, camina
sigiloso hasta su habitación. De nuevo, los golpes. Esta vez, con emociones.
—¿Fernando? —preguntan—. Abre, sé que estás ahí. Acabo de pasar con el
coche y he visto el tuyo aparcado abajo. Por favor, abre la puerta.
Sin ánimo de responder, se da media vuelta y trata de conciliar el sueño, de
apartar su atención del ahora.
—¡Fernando! —grita Fabián—. Abre o… —calla. Prefiere no continuar
vociferando o alarmaría a los vecinos. Pero, si tuviese que echar la puerta abajo,
lo haría. Y Fernando sabía que sería capaz de hacerlo—. No me iré de aquí hasta
que no…
Antes de terminar su advertencia, la puerta se abre con un discreto
movimiento. Fabián entra de inmediato y, lo que ve, le hace temer lo peor. Se
dirige hacia Fernando, lo mira a los ojos que, enrojecidos e hinchados, hablan
por sí solos. No lo piensa, lo abraza y ambos se funden con complicidad.
—He metido la pata, Fabián —solloza—. Me voy a morir.
—¡Eh! No digas eso —responde—. Primero vamos a escalar y después, si
quieres, te mueres —le dice para tratar de hacerlo sonreír, pero no lo consigue—.
Eres un gran tío. Eres mi amigo. Te quiero. Ven, que no hay nada que no se
pueda remediar —le dice mientras lo lleva al sofá biplaza que hay en el pequeño
salón donde ambos se sientan—. Cuéntame. ¿Qué te pasa?
Antes de hablar, nota cómo se le reseca la garganta. Aunque estaba frente a su
amigo y sabía que podía contarle todo sin ningún tipo de problema, algo le decía
que aquello no debía revelarlo. Así que, su mente comienza a trabajar y a
fabricar una historia que nada tenía que ver con la realidad.
Fabián, sin poder evitarlo, muestra una media sonrisa.
—Somos amigos —le dice—. Pero eso que me acabas de contar parece sacado
de uno de los libros de Megan Maxwel, por lo que no te creo —sonríe. Y, con el
dedo pulgar, le limpia las lágrimas que salen sin parar de aquellos brillantes ojos
verdes. Fernando se echa hacia atrás. Esas muestras de cariño no le gustan, y
menos después de…—. Veamos —continúa este al darse cuenta—, la semana
pasada estabas súper contento porque Marta te había llamado, iba a terminar el
tercer año de carrera y…
De nuevo, los sollozos de Fernando.
—Muy bien, tío —dice con voz profunda—. O te calmas y me cuentas que
mierda te pasa o voy a tener que comenzar a hacerte preguntas. Y mira que todos
piensan que tuve que haber estudiado periodismo en vez de meterme en un
gimnasio a trabajar —le advierte—. Tú sabes a qué me refiero, así que te doy
unos minutos para que me digas qué te pasa mientras voy a por un poco de agua.
Se levanta, le da un golpe en el hombro y se dirige hacia la puerta de la cocina.
Conocía muy bien aquella casa; había ido en ocasiones a ver películas, beber,
reír e, incluso, a planificar alguna escapada a la montaña, playa o…
—Tengo VIH —revela Fernando. Fabián, que ya ha entrado en la cocina, para
en seco. ¿Ha escuchado bien? ¿Le acaba de decir que…? Coge un vaso del
armario, abre el frigorífico y lo llena de agua.
Cuando sale al salón, Fernando está acostado sobre el sofá. Aunque su aspecto
no es el de siempre, sus músculos tersos, su piel fina y delicada, su cuerpo
semidesnudo hacen que Fabián sienta un deseo irremediable de abrazarlo. El
abdomen, plano y con los abdominales marcados, lo llaman e incitan a intentar
hacer realidad una de sus mayores fantasías. Traga saliva y quita el pensamiento
de su cabeza, camina hasta él y se sienta en el suelo. Le coge la mano, se la lleva
al pecho y le da un beso en el antebrazo.
—¿Qué haces? —reacciona Fernando dando un sobresalto—. ¿Te has vuelto
loco?
—No, pero ya que dices que te vas a morir, quiero contarte algo que jamás
hubiera hecho en otras condiciones —comienza. ¿Te acuerdas cuando nos
conocimos? —pregunta. Fernando lo mira con extrañeza y no contesta—. Me da
igual lo que pienses. Estás en tus últimos días de vida y…
—¡Eres imbécil! —exclama—. ¿Por qué me dices eso?
—Cuando entraste al gimnasio, no eras más que un chico con ambiciones. Eras
delgado y sin mucha musculatura. Vamos, que no quitabas el hipo a nadie. Pero
yo me fijé en ti.
—¿Qué quieres decir? —pregunta incorporándose del sofá.
—¡Siéntate! —exclama, casi como una orden—. Yo te he escuchado y ahora
quiero que me escuches a mí —le dice, y Fernando obedece—. Ese día
comprendí mi atracción hacia los chicos y dejé de juzgarme a mí mismo. Con el
tiempo, me fui enamorando de ti.
—¿Qué estás diciendo? —pregunta sorprendido.
—Sé que estarás flipando, y te confieso que jamás imaginé que algún día
llegaría a contártelo; pero quiero que me escuches, por favor —le pide. Fernando
asiente; era la primera vez que un hombre le confesaba su amor—. Lo pasé muy
mal. Me conformaba con pasar una hora en la mañana y otra en la noche
contigo. Nunca había entrenado tanto —sonríe—. Pero no me importaba. Luego,
en las duchas, no sabes lo que…
—No hace falta que me cuentes eso —lo interrumpe.
—Bueno, iré a lo importante… Yo también tengo VIH. Desde hace un montón
de años, Fernando. Y, si te digo la verdad, al principio fue frustrante. Pensé que
me iba a morir, que no tendría amigos, que jamás sería feliz. Seis meses en casa
sin salir. Mi madre y mi padre, preocupados. Mis amigos se alejaron… o, mejor
dicho, yo me alejé de ellos. Pensé que era una mala persona. Y todo por un polvo
con una chica del instituto. ¿Qué te parece? En ese momento, intentaba hacer
todo lo posible para que me gustaran las mujeres, y aquella hija de puta me
contagió.
Fernando no daba crédito a lo que estaba escuchando. Fabián, enamorado de
él. Homosexual y contagiado de VIH. Eso era imposible. Tenía un gran físico,
era el entrenador personal de algunas personas, era su amigo y…
—Hoy en día, nadie se muere de eso —revela—. Pero sí es cierto que tienes
que poner de tu parte. Deprimirte no sirve para nada. Debes ser fuerte.
—Fabián, es que… Marta… —Ahoga un llanto.
—¡No te vayas a poner a llorar de nuevo! —le exige—. Si quieres que te
ayude, cuéntame qué te pasa. Y, por favor, te pido que sea la verdad y nada más
que la verdad. No te voy a juzgar.
Fernando toma una respiración profunda…, luego otra. Lo mira y traga saliva.
Fabián le hace un gesto para que comience.
—El día en que Marta me dijo que vendría a vivir conmigo… fui a celebrarlo
—inicia el relato—. Te confieso que, al principio, me alegré mucho. Casi no
podía creer cómo los sueños pueden hacerse realidad tan pronto, casi de repente.
Sin embargo, luego me asusté al ver que cambiaría mi vida para siempre y quise
ir a tomar algo, una copa.
—¿Y por qué no me dijiste nada? —pregunta—. Yo te hubiera acompañado.
—Quería estar solo, Fabián. Y no porque no estuviera claro de mis
sentimientos hacia Marta, sino porque la vida de soltero que estaba disfrutando
llegaba a su final y quería saber si lo correcto era comprometerme
definitivamente y de una vez por todas.
—Y te fuiste a emborracharte… solo.
—Mi intención no fue esa —lo ataja. Aunque estaba nervioso, sentir que podía
hablar con alguien de aquello le daba tranquilidad—. Solo era una copa, Fabián,
te lo prometo. Pero… luego conocí a una chica y…
—Te acostaste con ella —lo interrumpe.
—¿Me vas a dejar que te lo cuente o terminas tú la historia por mí? —le
reclama. Fabián levanta las manos en señal de que no era su intención molestarlo
y lo deja continuar. Había logrado que Fernando se abriera—. Nos fuimos a una
discoteca y me presentó a sus amigos. Me tomé otro cubata, y otro, y otro… Me
lo estaba pasando genial bailando con ella, sus amigas y…
—Te acostaste con ella —trata de terminar la frase. Fernando lo mira con
hastío.
—Si vuelves a interrumpirme, termino la historia aquí —le advierte. Fabián
frunce el ceño, aunque le gustaba verlo más animado—. Luego vinieron más
amigos suyos. Los conocí a todos y… volví a tomar unas copas… La música…
Bailamos y… me entraron ganas de mear…
Fabián se levanta molesto del sofá y se dirige a la puerta.
—¿Te estás quedando conmigo o qué, Fernando? Solo trato de darte ánimos y
te he contado algo que jamás le había contado a nadie y tú, ¿qué haces?
Contarme una historia que termina con que fuiste a una discoteca y te tomaste
unos cubatas con una desconocida, sus amigos y la madre que la parió, para
luego ir al baño a mear —cada vez más enfadado, Fabián da un puñetazo en el
aire—. Cuando quieras contarme qué pasó exactamente, me llamas. Si aún
quieres hacerlo después de que te enteraras que alguna vez estuve enamorado de
ti…
—Para mí no es fácil.
—¿Y qué te hace pensar que para mí ha sido fácil decirte que…?
—¡Porque tú eres maricón, yo no! –responde Fernando, alterado. Aunque
cometiera un error al acostarse con aquel chico, eso no le hacía ser homosexual.
Fabián, sorprendido por la reacción del que consideraba su amigo, abre la
puerta y sale sin despedirse. Fernando, en cambio, algo más tranquilo al conocer
que Fabián, aun tenido VIH, resplandecía de vida y salud, se tumba sobre el sofá
y fija su mirada en el techo. Debe llamar a Marta y contarle… Pero, ¿qué le dirá,
que le había puesto los cuernos, que tenía VIH o que había accedido a tener
relaciones sexuales con un hombre? Un nudo en el estómago le impide conciliar
el sueño de nuevo, así que coge su cartera y sale a darse una vuelta por la ciudad.
Todo le parece irreal. Personas caminando, amigos conversando, las parejas
mostrando su amor, las cafeterías llenas de gente; mujeres adquiriendo cosas en
pequeños negocios, que bien pudieran ser para ellas mismas o para alguien que
ellas consideraran especial. Fernando recuerda a su madre. No sabe por qué,
pero la recuerda. No está solo, sabe que puede contar con ella, así que se lleva la
mano al bolsillo y saca el teléfono dispuesto a… ¡No! ¡No podía contarle que
tenía esa horrible enfermedad! Así que lo mejor sería hablar con Marta y dejarla
para siempre, ella no merece estar con alguien como él.
El primer tono, tras marcar el número, tarda en llegar. Al menos, eso le parece.
Luego, un segundo tono, un tercero… y salta el contestador automático. Resopla
con alivio. Se dirige hacia una de las cafeterías, se sienta en una de las mesas de
la entrada y pide un café americano, sin leche, sin azúcar. Y rápido, lo
necesitaba.
Tras un par de sorbos, el teléfono vibra y lo mira aterrado. Lee el nombre de
Marta en la pantalla, se pone nervioso y lo apaga. Debe tomar otra decisión, la
anterior no le gusta y tiene que hacerlo ahora. Fabián le había confesado su amor
y que también compartía la misma enfermedad, por lo que podría haber una
salvación. Su físico era tan espectacular como el de uno de los modelos de las
revistas de moda que acompañaban las mesas de las peluquerías. Nota cómo un
rayo de esperanza se despierta dentro de él. Pero no quiere nada con
homosexuales… Ellos tienen la culpa, y Marta es la afectada. Había traicionado
a la persona que más quería en la vida y todo por culpa de un puto maricón del
que no sabía ni siquiera el nombre. Él era el culpable de todo.
—Fernando, menos mal que te encuentro –escucha a su espalda en el mismo
instante en el que una mano presiona su hombro derecho. Se sobresalta y le da
un golpe a la mesa. El café se derrama sobre el mantel.
—¡Luisa! —exclama—. ¿Qué… Qué haces aquí?
—Pues iba a la oficina de correos y decidí entrar a tomarme un café —
responde—. Y, mira por donde, te encuentro. ¿Qué haces tan solo? ¿Por qué
enviaste tu renuncia? ¿Qué ocurre?
—Me cansé de trabajar en la agencia.
—Vamos, Fernando, eso no es cierto. Te conozco bastante bien. No es que
seamos los mejores amigos del mundo, pero…
Comienza a llorar. La mujer se desespera y se sienta en la mesa.
—¿He dicho algo que no debía? Discúlpame si…
—No sé qué hacer con mi vida, Luisa —termina confesando—. Solo necesito
estar un tiempo a solas.
—¿Y qué crees que ganaras con eso?
Aquella pregunta revoloteó por su mente durante un par de minutos. Al final,
parece haberse posado en alguno de sus recuerdos y lo saca a la luz. Toma aire
tantas veces como quiere, mientras Luisa lo mira a los ojos. Algo debe sucederle,
Fernando no era un tipo raro; sin embargo, se estaba comportando de manera un
tanto extraña.
—Luisa tú sabes las ganas que tenía de vivir con Marta. Y la he cagado.
—¿Las ganas que tenías? ¿Por qué? ¿Qué ha ocurrido? ¿Ya no las tienes?
—Le he sido infiel, Luisa. Y, para colmo de males…
—¡¿Qué le has sido infiel?! —exclama—. Pero bueno, ¿qué mierda os pasa a
los hombres? ¿Qué os habéis pensado que somos las mujeres?
—No sé qué hacer, Luisa.
—Lo primero que tienes que hacer es contárselo. Es decisión de ella seguir
contigo o no. No te creas que eres tú el afectado; la afectada es ella, imbécil.
―¿Es necesario insultarme?
—Es necesario que espabiles y que te des cuenta que la vida tienes que
asumirla. Lo que te ocurre es tu responsabilidad. Debes hablar con Marta antes
de…
—Ya no hay vuelta atrás, Luisa. Marta viene en unos días.
—¡¿Qué viene en unos días?! —Exclama—. Pues más te vale que la llames y
se lo digas. Ella verá lo que tiene que hacer.
—Estoy arrepentido, Luisa.
—No me extraña —responde—. Eres imbécil, como el resto —hace una pausa
—. Pero no voy a dejar que jodas tu vida por eso. Eres mi amigo, así que mañana
te espero en la agencia. Ya veré como hago para que no tenga efecto el e-mail
que enviaste esta mañana.
—Pero es que…
—¡No tiene efecto y punto! —Le dice a modo de regaño—. Sé que estás
arrepentido, y espero que no vuelvas a cometer una locura como esa en tu vida.
Cuando un hombre elige estar con una mujer, lo hace para toda la vida,
¿entiendes? O, al menos, durante el tiempo que esté con ella, debe respetarla.
¡Tú no sabes las enfermedades que hay por ahí! Bien pudieras coger una y
pegársela. ¡Eres un “cabeza loca”! —dice para sorpresa de Fernando—. Es que
todos sois iguales. —Se levanta de la mesa—. Me voy a la agencia, que ya se me
ha quitado hasta las ganas de tomarme el café. Te espero mañana. Y ya puedes
coger el móvil y contarle la verdad a esa pobre muchacha o lo haré yo cuando la
vea.
—Pero… es que… hay más.
—¡No quiero detalles, Fernando! —Lo ataja—. El resto, te lo guardas para
cuando ella te pregunte. Mira —continúa a modo de chisme—, yo tengo una
amiga que su esposo se acostó con otra y terminó pegándole VPH, el virus ese
de las verrugas. Cuando se enteró, no sabes todo lo que sufrió a causa del
imbécil de su marido.
—¿Y qué le pasó? ¿Se murió?
—Pero ¡qué se va a estar muriendo, hombre! Hoy en día, nadie se muere de
eso —responde para alivio de Fernando—. Es más, no sabes la de veces que he
escuchado sobre los avances que hay sobre este tipo de enfermedades. Hasta el
SIDA, que ahora parece que esté de moda, tiene remedio; ya hay muchos
avances para tratarlo. Sin ir más lejos, hay países que afirman tener la cura.
Incluso hay madres te tienen SIDA y dan a luz hijos sanos. Son felices porque
saben que, si se deprimen, pierden.
—¿Por qué me cuentas todo esto? —le pregunta asombrado—.
—Porque eres un idiota… un imbécil. Igual que el resto de los hombres. Y
segura estoy que si no asumes el control de esa cosa que te cuelga entre las
piernas, te va a terminar metiendo en un aprieto. Y Marta saldrá perjudicada, y tu
vida no valdrá una mierda —se mira el reloj—. Me voy, que aún tengo que
enviar dos correos. Mañana te espero por allá.
Fernando se despide con un movimiento de cabeza. Enciende el móvil. Le
llegan varios mensajes de Marta, los lee. Se enjuaga las lágrimas, toma aire… y
la llama. Ella debe saber la verdad.
—Buenos días, Encarni. ¿Qué tal ha ido esta semana? —Mónica abrió la
puerta de la consulta e hizo pasar a la mujer mayor que esperaba en la sala de
espera.
—Hola, bonita —la saludó, dándole un golpe cariñoso en la mano—. Bien,
bien... Esperando saber si descubrimos o no a los bichos que circulan por mis
venas, si se han despertado o siguen dormidos.
La enfermera sonrió mientras le indicaba a la mujer que se acomodara en la
silla que había a un lado de la mesa.
—Seguro que sí. ¿Qué tal se encuentra? ¿Alguna molestia?
La paciente negó con la cabeza al mismo tiempo que se remangaba la blusa y
dejaba expuesto su brazo derecho.
—Nada que no se pueda relacionar con los achaques de la edad.
La risa de Mónica resonó en la habitación. Agarró con suavidad la muñeca de
la mujer, no sin antes haberse puesto unos guantes de látex, colocó una goma en
el brazo desnudo y acercó la aguja a la delicada vena que se mostraba con
timidez a través de la piel.
—Pero si eres muy joven todavía.
Encarni guiñó el ojo cuando sintió el pinchazo y soltó el aire que retenía.
—Mi nieto puede ya conmigo.
La enfermera sonrió y recordó al pequeño que acudía cada poco tiempo a la
consulta para la misma revisión que su abuela. Desde el fallecimiento de la hija
de Encarni, quien les había escondido que estaba infectada por el VIH, ambos
acudían periódicamente a la consulta del doctor Ramírez para sus revisiones y
así confirmar que no se habían contagiado.
Sin demora, etiquetó los tubos de muestra y le puso un apósito donde hacía
unos segundos se encontraba la aguja.
—Por hoy, ya hemos terminado.
La paciente asintió mientras se recolocaba la manga de la blusa.
—¿Te veo en unos días? —se interesó.
La enfermera le agarró de la mano y la ayudó a levantarse de la silla,
acompañándola hasta la puerta.
—Claro.
La anciana palmeó su mano.
—Tendrás que cogerte vacaciones en algún momento, cariño. Necesitas
descansar.
Mónica le dio un beso en la arrugada mejilla.
—No necesito descansar —le rebatió—. Ahora, vaya a buscar a su nieto al
colegio que, a este paso, va a llegar tarde.
La mujer le devolvió el beso y desapareció en dirección al ascensor que la
llevaría a la planta de abajo.
La enfermera leyó el listado de pacientes que debía ver ese día y observó la
hora en su reloj, para fijar de nuevo su atención en la sala de espera que, en ese
momento, estaba desierta.
—¡Qué raro! —dijo en voz alta y desapareció en el interior de la consulta a
continuación.
Faltaba un paciente por ver y, por la hora que era, o llegaba tarde o no tenía
ninguna intención de acudir a la revisión. Leyó de nuevo el último nombre de la
lista que tenía y negó con la cabeza. No le sonaba de nada.
—Debe ser nuevo —murmuró mientras observaba la hora en el reloj de la
pared—. Pues, como en diez minutos no venga, el tiempo que tarde en recoger y
guardar todo en su sitio, me marcho. Me apetece dar un paseo y...
Los golpes en la puerta interrumpieron su discurso.
—¿Se puede?
—Adelante, señor Martínez. Aunque llega tarde —señaló mientras guardaba
los tubos de sangre de Encarni en la nevera portátil.
—Sí. Perdone, pero con esta lluvia, el tráfico era imposible.
Mónica negó con la cabeza sin mirar al recién llegado.
—Por eso es bueno caminar y...
—¿Caminar bajo la lluvia?
La enfermera, que miraba con fijeza al hombre que se acababa de sentar
delante de ella, se quedó callada. De repente, sintió como si le costara respirar
mientras observaba su rostro varonil; de facciones marcadas, una profunda
mirada negra resaltaba en el atractivo rostro, dejando traslucir todo lo que podía
esconder su dueño. Una barba desaliñada, del mismo tono que su cabello
castaño, le daba el toque justo de bohemio y, al mismo tiempo, de enigmática
presencia.
De pronto, Mónica se dio cuenta que esos ojos negros la miraban preocupados
y que una de sus grandes manos estaba posada sobre su brazo, intentando hacerla
reaccionar.
—¿Se encuentra bien?
Ella apartó el brazo de su agarre y asintió con rapidez, no sin antes retirar el
flequillo de su rostro y suspirar sin darse cuenta.
—Sí, perdone. ¿Qué me decía?
El hombre negó con la cabeza y la observó confuso. No sabía bien qué le había
sucedido a la enfermera, pero parecía que regresaba a la habitación, a su lado...
Lástima que le separara una mesa porque, en ese momento, ese «a su lado» le
parecía de lo más importante y, por un momento, ansió que estuvieran mucho
más cerca; sobre todo, cuando sus dedos habían terminado saboreando el tacto
de la mujer. Hacía mucho tiempo que no se permitía tocar a nadie y esa mujer
había conseguido que rompiera en menos de dos minutos una de sus reglas
autoimpuestas.
—Nada —respondió de forma brusca—. Me disculpaba por la tardanza.
Mónica sonrió con timidez.
—No pasa nada. La lluvia tiene estas cosas... —Abrió uno de los cajones y
sacó uno de los cuestionarios por estrenar que tenía allí guardados—. ¿Es
nuevo?
—¿Perdone?
La enfermera volvió a sonreír y señaló el papel que había dejado sobre la mesa.
—Es la primera vez que le veo y, como no llevo mucho tiempo en esta
consulta con el Doctor Ramírez, le preguntaba si es la primera vez que acude
aquí, señor Martínez.
El hombre estiró la espalda y asintió mudo, mientras apoyaba las manos en sus
piernas, enfundadas en un vaquero oscuro.
—Me he trasladado hace poco a la ciudad y mi anterior médico me recomendó
continuar con mis revisiones en este hospital. —Ella asintió—. Y puede
llamarme Javier, el señor Martínez era mi padre.
—De acuerdo, señor... Javier. —Él sintió un cálido hormigueo en el estómago
cuando escuchó cómo pronunciaba su nombre—. Espere que busque en el
ordenador si ya tenemos su ficha.
—Según me notificaron al darme la cita, todo estaba correcto. —Observó su
perfil, su delicada piel, mientras escribía en el teclado. Una sonrisa se mostraba
perenne en su rostro, dándole calidez y ternura, hasta que, de pronto, apareció un
mohín en sus labios—. ¿Sucede algo?
Ella negó mientras tecleaba con más fuerza, hasta que se giró hacia su paciente
y le anunció:
—El sistema se ha bloqueado y no responde. Lo siento.
Javier la miró sin comprender bien lo que significaban sus palabras.
—¿Y qué quiere decir?
Mónica apoyó los brazos sobre la mesa y se echó hacia adelante. Un olor que
le recordó a galleta recién horneada le llegó con nitidez.
—Que hoy no puedo pasarle consulta y...
—Pero eso no puede ser posible —interrumpió, levantándose de la silla en la
que estaba sentado—. He tenido que sufrir un atasco de mil demonios por culpa
de la lluvia para llegar hasta aquí, y ahora me dice que no podemos hacer nada.
Mi cita era para hoy.
Mónica le observó por unos segundos hasta devolver la atención a la pantalla
del ordenador que aparecía muerta ante sus ojos.
—La lluvia ha debido afectar al sistema —explicó sin perder la sonrisa.
—¡Vaya pérdida de tiempo! —exclamó sentándose de nuevo en su asiento.
La enfermera se apartó el cabello de la cara y le miró.
—Bueno... Nunca se pierde el tiempo. Siempre hay algo por descubrir o
conocer.
Javier observó la verde mirada de la joven, sorprendido por sus palabras.
—¿Me estás hablando en serio? —preguntó incrédulo.
Mónica le guiñó un ojo, apagó la pantalla del ordenador y tomó su bolso.
—Por supuesto. Mírate, hoy me has conocido a mí. —Se pasó la mano por el
cabello marrón, despeinándolo un poco más, la miró y gruñó—. ¿Vienes?
Parpadeó un par de veces sin comprender.
—¿Adónde?
Mónica, que abría la puerta de la consulta en ese momento, se volvió y le
sonrió.
—Ahora solo te queda descubrir el mundo.
El chillido de mi madre sonó por el vestíbulo del hotel, haciendo que todo el
mundo mirara mientras ella me bañaba en besos y abrazos.
—Verás la alegría que se va a llevar tu hermana. —Mi madre sacó el móvil
mientras se secaba las lágrimas de alegría—. ¿Miriam? Ven al vestíbulo, tengo
una sorpresa para ti. —Me achuchó de nuevo—. ¡Dios! ¡No sabes cuánto me
alegra tenerte aquí!
Me habría gustado poder decirle algo, admitir lo bien que se sentían sus
abrazos, pero entre achuchones, besos y mi forma de ser, fue imposible.
—Siento no haber ido a recogerte a la estación. Menos mal que Carlos está
aquí para echarnos una mano con todo. —Mi madre le apretó la mano a Carlos.
Me mordí los labios. Sí, supongo que debería estarle agradecido por haber ido
a recogerme a la estación, pero ¡era su boda, joder! Lo mínimo que podía hacer
era echar una mano.
El estridente jadeo desde la otra punta del vestíbulo me libró de meter la pata.
Me puse tenso, había llegado el momento de enfrentarme a mi hermana.
—¡Mira quién ha venido, Miriam!
No sé si mi hermana realmente llegó a oír las palabras de mi madre mientras
corría hacia mí y se lanzaba a mi cuello. Nos habríamos caído los dos si no llega
a ser por el fuerte brazo de Carlos en mi espalda.
—Maldito capullo, hijo de puta… ¡Llevas dos años sin cogerme el teléfono! —
Miriam me pegó en el pecho con lágrimas en los ojos—. ¡Que sepas que te odio!
Pero me alegro de que hayas venido. —Me abrazó y se puso de puntillas para
hablarme al oído—. ¡Lo siento, Xavi! Siento tanto lo que te hice, cómo me
comporté… Yo… —Miriam rompió a llorar junto a mi mejilla, tanto que no supe
si mis mejillas se mojaron por mi culpa o la de ella.
La abracé en silencio. Yo la había perdonado hacía tiempo, vino con hacer las
paces conmigo mismo. Me costó una eternidad aceptar que tenía el sida. ¿Cómo
de egoísta sería si no entendiera que también los demás necesitaban superar su
impresión y el miedo que sienten ante el monstruo que creen que reside en mi
cuerpo?
—Siento todas las cosas horribles que te dije, las acusaciones…
—¿Esperas que yo también me disculpe por haberte mandado a la mierda? —
pregunté secándome los ojos con la palma.
—¡Idiota! —rió Miriam entre sollozos, propinándome otro puñetazo en el
pecho.
—Yo también te he echado de menos.
Miriam me abrazó tan fuerte que mis costillas chirriaron.
—No pretendo ser aguafiestas, cielo, pero dentro de media hora tenemos la cita
con el sacerdote —intervino Carlos.
Cierto, Carlos y ella iban a casarse y a tener un bebe.
—¡Llegamos tarde! —Miriam me soltó—. ¿Vas a subir con mi hermano a
enseñarle la habitación?
—Teniendo en cuenta que solo tenemos una llave para los dos, sí, creo que
será lo mejor.
—¿Una llave para los dos? —Los miré confundido.
—Lo siento. Con el ajetreo, se me olvidó contarte que vino tu prima María con
su marido. Como en el hotel no quedaban habitaciones, estuvimos por alojarlos
en otro, pero Carlos accedió a compartir habitación contigo —explicó mi madre
dándome una cariñosa palmada en el brazo.
¿Compartir habitación con Carlos? Abrí los ojos horrorizado. Eso tenía que ser
una broma de mal gusto. Mi madre me sonrió feliz mientras mis esperanzas
murieron.
—Carlos, quedamos en diez minutos aquí, ¿vale? Voy por mi bolso. —Miriam
me dio un beso y salió disparada.
—¿Vamos? —Carlos cogió mi maleta y el cuadro—. Te ayudo con tus cosas y
luego te dejo descansar mientras voy con tu hermana a la iglesia.
Le seguí al ascensor. ¿Me quedaba más remedio? El ascensor era diminuto o,
al menos, a mí me lo parecía. Tan pronto se cerraron las puertas, comencé a
sudar. En el cartelito sobre la puerta ponía que cabían un máximo de ocho
personas. ¡Imposible! Carlos solo ya parecía ocupar casi todo el diminuto
habitáculo con esos hombros de boxeador que tenía.
—¿Te encuentras bien? —Carlos me estudió preocupado.
—Hace calor —contesté abriéndome el chaquetón.
Mientras Carlos abría la puerta de la habitación, me sequé las manos en los
vaqueros. Menos mal que era él el que llevaba el cuadro… De seguro que yo, a
esas alturas, ya lo habría dejado caer un par de veces. Se lo debería haber dado a
Miriam en el vestíbulo; al menos así me habría asegurado de que recibía el
regalo sano y salvo.
Pasé por delante de Carlos a la habitación y frené en seco. Carlos atrapó mi
mochila en el aire, justo antes de que se estampara contra el suelo y tres mil
euros en material fotográfico se hubieran ido al traste.
—Xavi, ¿estás bien?
Miré la cama de matrimonio. No, no me encontraba bien. Mis rodillas se
sentían como gelatina, mi boca y mi garganta estaban resecas y mi camiseta
interior se pegaba a mi piel empapada.
—¡No he traído pijama!
¿Se podía decir algo más estúpido? Imagino que no, pero mis neuronas se
acababan de fundir.
Carlos alzó una ceja.
—¿Eso debería asustarme?
Carlos llegó apenas media hora más tarde que yo a la habitación. Tenía el pelo
y el abrigo mojados como si hubiera estado andando bajo la lluvia.
—¿Estás bien? —preguntó nada más entrar.
Asentí.
—¿Qué te pasa en la mano?
Miré mi mano envuelta en la toalla de baño y solté el aire lentamente. Habría
preferido no tener que pasar por lo que estaba por venir.
—Me he cortado y estoy sangrando.
A pesar de saber lo que iba a ocurrir, dolió ver a Carlos apartarse de mi para ir
a su maleta y disimular.
—¿Es un corte profundo? —preguntó Carlos.
—No, aunque es algo escandaloso.
Mis ojos se abrieron al ver cómo Carlos se volvió con guantes de látex y un
botiquín de primeros auxilios en la mano.
—¿Cómo te lo has hecho? —Se sentó a mi lado, cogiéndome la mano para
desenvolver la toalla y mirarme el corte.
—Me tropecé en la puerta de una fiesta y caí encima de unos cristales rotos —
expliqué con sequedad.
—¿Y, en vez de ir a recepción para que te ayudaran, viniste directamente a la
habitación? —Carlos suspiró y revisó la herida cuando encogí los hombros—.
La veo bien. Prácticamente ha dejado de sangrar y no hay restos de cristal. —La
desinfectó y tapó con una gasa y esparadrapo.
Cuando Carlos salió media hora más tarde del baño, ataviado únicamente con
una toalla blanca en la cintura, yo ya estaba metido en la cama y tapado hasta la
barbilla. Carlos alzó una ceja, pero no dijo nada cuando fue a su maleta.
—¿Tú no…?
—¿Yo no qué? —Carlos me miró por encima del hombro y esperó.
—Me refiero a que tú no… —«¡Mierda! Sueno como un niñato con su primera
novia».
—¿Yo no…? —alzó una ceja.
—Bueno, ya sabes —le eché un vistazo al bulto bajo su toalla y me mojé los
labios resecos con la lengua.
—Mm… No, creo que no lo sé. —Carlos se quitó la toalla y la tiró sobre la
silla para colocarse unos bóxers.
Mi corazón dejó de latir y mi garganta se volvió demasiado seca para tragar.
Carlos me contempló desde los pies de la cama y cruzó los brazos, esperando a
que yo me explicara.
—Has estado muy poco en la fiesta, después de… —«de que yo huyera como
un idiota»—. Me refiero a que la fiesta no ha podido terminar tan pronto, ¿no?
—Mi fiesta acabó cuando te largaste.
—Lo siento —murmuré.
—¿Cuánto lo sientes?
Los ojos de Carlos parecían atravesarme. Cogió la sábana a mis pies y tiró
lentamente de ella, dándome tiempo de negarme, de decir que no. No lo hice. Lo
miré fascinado, hipnotizado, con mi respiración alterándose y saliendo en
rápidos bufidos. La sábana acabó en el suelo. Avergonzado, me di cuenta de la
imagen tan infantil que debía de estar dándole con mi camiseta larga y el
pantalón de deportes. Debería haberme acostado desnudo como suelo hacer. ¡Yo
y mi absurdo pudor!
—¡Desnúdate!
La misma orden que me hizo vibrar, también me dejó petrificado. Dudé. No
éramos niños de instituto que se conformaban con hacerse una paja para luego
hacer como si nada; no, allí sabíamos a lo que íbamos. Yo lo sabía. También lo
deseaba, lo deseaba tanto como lo temía. Al día siguiente tendría que mirar a la
cara a mi hermana consciente de que me había acostado con su futuro marido y
el padre de mi sobrino.
Carlos se pasó la mano por el cabello húmedo y tomó una profunda
inspiración, se agachó por la sábana y me tapó. Yo quería haber gritado, haber
rogado porque no lo hiciera; pero, en vez de hacerlo, permanecí rígido, viendo
frustrado cómo iba al baño a apagar la luz. Se acostó a mi lado en la oscuridad,
dándome la espalda. No hubo palabras, ni explicaciones. Nada.
Cuando desperté, me encontraba solo. La luz del baño estaba apagada. Contra
la ventana, tamborileaba una incesante lluvia, como si fuese la banda sonora de
mi vida. La había cagado con Carlos. Me sentía como un enorme pedrusco de
granito mojado, tan gris o más que el cielo que adivinaba a través de los
cristales.
¿Cuántas veces te ofrece la vida la oportunidad de conseguir lo que quieres, de
vivir un sueño sin apenas pedirte nada a cambio, excepto que disfrutes de lo que
te ofrece? Demasiadas pocas, si me lo preguntan a mí.
Fue al ir al baño cuando vi el elegante traje colgado en la percha de la entrada.
Solté una carcajada seca. ¿Me estaba torturando por haber perdido una
oportunidad única con Carlos? ¡Maldita sea! ¡Ese cabrón iba a casarse en unas
horas con mi hermana!
No fue difícil encontrar la sala del desayuno. Di mi número de habitación al
metre y revisé el salón para encontrar un sitio donde sentarme. Había mucha
gente, demasiada. El lugar parecía un hormiguero con las mesas llenas y la gente
dando vueltas por la sala con sus platos cargados de comida del buffet. Ese era el
motivo por el que yo prefería los hostales; había menos gente, mucha menos
gente, y, aunque pareciera contradictorio, resultaba mucho más fácil esconderse.
Carlos me hizo señales desde una de las esquinas del salón. Tragué saliva. Ahí
estaba yo, sintiéndome como una mierda, y él allí, como una rosa fresca, sentado
al lado de mi hermana con su carita de no haber roto nunca un plato. ¡Cabrón,
hijo de puta! Lo ignoré y me dirigí al buffet para escoger mi desayuno.
Falto de apetito, me decidí por lo más sencillo. Me puse en la cola de la
tostadora con dos rebanadas de pan. Apenas presté atención a lo que pasaba a mi
alrededor. ¿Qué importaban los desconocidos cuando uno trataba de sobrevivir
en su propia vida? Y en ese instante, «sobrevivir» era la idea clave. Al día
siguiente por la tarde, cuando pudiera esconderme en mi cama y tirar el edredón
por encima de la cabeza para auto-compadecerme de la mierda de vida que me
había tocado vivir, sería otra cosa; pero hasta ese momento, por mi madre y por
mi hermana, me tocaba mantenerme recto y sereno.
Tardé un rato en comprender que yo era el tema central del cuchicheo a mi
espalda. Sabía que algo así podía llegar a ocurrir, pero por más tiempo que pase,
imagino que uno nunca está del todo preparado para recibir los dardos venenosos
de los demás.
—Vergüenza le debería dar haberse atrevido a venir a estropear una boda tan
bonita. Con lo buena que es su madre…
—Ha debido de salir al padre, ese siempre fue un sinvergüenza.
—Pero ¡¿qué dices, Joaquina?! Su padre era un hombre hecho y derecho.
Vueltas en la tumba debe estar dando el pobre al ver el hijo maricón y depravado
que tiene.
—Dicen que el que le pegó la enfermedad fue un hombre mayor, que le pagaba
por acostarse con él.
—A mí me contaron que era porque se pinchaba para meterse porquería en el
cuerpo.
—A saber, qué no haría.
Me habría gustado girarme y contarles a esas brujas cotorras la verdad. Que sí,
que había tenido amantes mayores y que algunos estaban forrados; que sí, que
me gustaban las churras igual que a ellas y no las merinas, que me dejaban frío.
Debería haberlas mandado a echar un buen polvo y meterse en sus propios
asuntos. ¿Pincharme, yo? ¡Si me fumo un porro y a la mañana siguiente me
levanto con el cráneo ahuecado y relleno de dinamita! Pero no, ahí estaba yo,
temblando por dentro y tratando de no dejar caer mi plato. ¿Cómo podía seguir
siendo la gente tan ignorante? Me toqué el hombro donde tenía mi tatuaje. No
importaba ser maricón, promiscuo o santo para poder coger el sida. Mi delito fue
viajar a Guatemala durante tres meses —para huir de mí y de mi atracción por
Carlos— y dejarme convencer para traerme un tatuaje con motivos aztecas de
suvenir.
Al mirar a otro lado, encontré a Carlos a apenas unos pasos, observando con
ojos entrecerrados a las dos cotorras a mi espalda. Nuestras miradas se
encontraron.
—Oye, Joaquina, ¿y no le deberíamos decir al encargado lo de su enfermedad
para que lo echen o desinfecten la tostadora o algo? A ver si nos lo va a pegar a
todos los que estamos aquí.
—Ay, no sé, Carmen. Yo no quiero hacer pasar a su pobre madre por ese
bochorno, que la pobre no tiene la culpa de tener un hijo así.
Intenté tragar el nudo en la garganta. Un calor humillante me fue subiendo por
las mejillas mientras, en los ojos de Carlos, comenzaron a saltar chispas. ¿Y qué
quería que hiciera? Yo no había provocado a nadie, había intentado hacerme una
tostada, nada más. Antes de que pudiera girarme a soltar el plato e irme, Carlos
me lo quitó de la mano.
—Buenos días, chico lindo. No esperaba que fueras a levantarte tan temprano
después de lo de anoche.
Parpadeé cuando Carlos bajó la cabeza y sus labios tocaron los míos.
Posesivos, firmes, decididos a exigir mi entrega. Un delicioso sabor a café y el
olor a gel de ducha invadió mis sentidos; la fuerte mano en mi espalda me
empujó hacia él, apretándome contra su musculoso cuerpo. Parpadeé de nuevo
cuando su calor fue sustituido por una desagradable sensación de frío y
abandono. ¿Había sido uno de esos momentos en los que mi imaginación me
jugaba una mala pasada? No. La sonrisa torcida de Carlos me dijo que no. ¡Me
acababa de besar en público!
A mi espalda sonó un bufido alterado.
—¡Vámonos, Joaquina! ¡Este no es sitio para nosotras!
Me giré justo a tiempo de ver a las dos cotorras soltando ruidosamente sus
platos en la mesa y largarse apresuradas. La anciana que había estado en la cola
detrás de ellas dio un paso hacia mí, me sonrió traviesa y me puso una mano
sobre el brazo.
—No les eches cuentas, son dos amargadas que no tienen otra cosa que hacer
que meterse en la vida de los demás. En el club de lectura las aguantamos porque
nos da lástima que ni sus propios hijos las quieran.
—Yo… eh… ¡Tengo sida! —solté sin venir a cuenta, sin saber realmente por
qué lo dije.
—¿Y? —preguntó la anciana encogiendo los hombros—. Yo tengo diabetes y
uso peluca porque tengo la cabeza como una bombilla. —Alzó una esquina de su
peluca a modo de prueba—. ¿Qué te crees, que uno llega a viejo sin que la vida
nos vaya pasando facturas? No, hijo, no. Aquí, más tarde o más temprano, todos
tenemos que ir pasando por caja.
Carlos rió divertido.
—Xavi, creo que aún no te he presentado a mi tía Roberta. Tía, este es Xavi.
—¿Y no deberías haberme presentado antes de meterle la lengua hasta la
campanilla? —preguntó la tía Roberta con sequedad.
«¡Tierra, trágame y no me dejes volver a emerger!». ¿Carlos me acababa de
besar delante de su tía? ¿Qué iba a pensar la mujer ahora de mí?, ¿de él?
—Es tan sinvergüenza como su tío. Pero, ¡ay, cómo besaba el jodío’! Y ya, en
la cama, ni te cuento.
—Tía Roberta, creo que estás avergonzando a Xavi —la avisó Carlos
divertido.
La tía Roberta hizo un gesto de desdén con la mano.
—Cuanto antes se acostumbre, mejor.
Carlos carraspeó.
—¿Por qué no te vas llevando a Xavi a la mesa, tía, y me dejáis que yo me
encargue del desayuno? Miriam tiene que ir a la peluquería y alguien se tiene
que quedar en la mesa para guardarnos el sitio.
—¡Perfecto! ¡Que ya tenía yo ganas de hablar contigo y preguntarte por tus
fotografías! —Tía Roberta entregó su plato a Carlos y se enganchó a mi brazo
para tirar de mí—. Carlos me lleva a todas tus exposiciones. En la última
exposición que celebraste aquí, la primavera pasada, había una fotografía sobre
la que quiero preguntarte. ¿Recuerdas esa imagen enorme que estaba colgada
justo enfrente de la puerta y que tenía esa forma tan rara que…?
«¿Mis exposiciones? ¿Carlos iba a mis exposiciones?» Lo miré.
—¿El café con leche y dos de azúcar moreno? —preguntó en susurros, como si
no quisiera interrumpir a su tía.
Asentí, cada vez más confundido. ¿Sabía cómo me gustaba tomar el café?
—¿Dónde has estado? —Carlos salió del baño anudándose furioso la corbata
—. Tu hermana se casa dentro de una hora y tú llevas todo el día desaparecido.
¿Se puede saber qué te pasa? Por una vez en tu vida, podrías pensar en los demás
también.
Puse el ramo de flores que traía para mi madre sobre el escritorio. Carlos
estaba enfadado y tenía razón, aquel era el día de mi hermana, no el mío. Era una
suerte que Carlos no supiera todas las locuras que había hecho durante mi
intento por mantenerme apartado de él. Hasta había invitado a una pareja de
desconocidos a la boda de mi hermana. ¿Cómo de racional era eso?
—¿No piensas contestar?
No, no podía. En una hora, Carlos iba a ser el marido de mi hermana. Me fui
hacia él y, cogiéndole por la corbata, lo besé. Lo besé con el hambre que llevaba
años acumulando por él, con toda la necesidad, el dolor y la soledad que me
causaba el saber que lo perdía. Carlos respondió a su manera, me empujó contra
la pared, apretándose contra mí casi con la misma desesperación que yo mismo
sentía.
Cuando llamaron a la puerta, nos separamos sin aliento.
—Carlos, tu coche está esperando —gritó Iván desde fuera.
Carlos suspiró y dejó caer su frente sobre la mía.
—Tú y yo necesitamos hablar cuando todo este jaleo de la boda termine.
Cuando Carlos entró con la nota que le había dado Javier, yo ya estaba
esperándolo desnudo bajo las sábanas. Carlos se paró al ver la cámara preparada
sobre el trípode a los pies de la cama. Sus labios se curvaron al mirar a la mesita
de noche. Seguí su mirada. Podía estar divirtiéndole la cestita llena de
preservativos fluorescentes, pero era igual de posible que fuera por los cordones
de zapatos. ¿Qué quería? Era todo lo que había encontrado en tan poco tiempo.
No esperaría que encontrara un sex shop o una ferretería abierta a estas horas,
¿no?
—Ese desconocido que invitaste hoy a la boda me ha entregado esta nota.
—¿Consiguió que su chica lo perdonara? —pregunté más por los nervios que
por otra cosa.
—Debe de haberlo conseguido por la forma en que salieron pitando del
convite.
«¡Bien!». No me di cuenta que había hecho un gesto de victoria hasta que
Carlos se cruzó de brazos. «¡Mierda!».
—¿Y bien? ¿Vas a explicarme ahora de qué va todo esto?
—¿Me creerías si te dijera que pensé que eras tú quién iba a casarse hoy con
mi hermana? —Me mordí los labios cuando Carlos se dejó caer en el filo de la
cama—. Sí, ya lo sé, debería haber mirado la invitación de boda y también
debería haber leído las cartas que me mandaba mi madre, o debería haberme
planteado por qué estabas dispuesto a acostarte conmigo cuando en teoría ibas a
casarte con mi hermana, que está preñada, y…
La mano de Carlos me tapó la boca.
—Llevo dos años esperando a que estés preparado para tenerte desnudo en mi
cama, creo que ahora puedes esperar dos horas para acabar de excusarte. Solo
hay una cosa que quiero saber ahora mismo de ti. ¿Qué quieres tú de mí?
Lo miré a los ojos.
—Los besos que me robaste, los años que perdimos y a ti en mi vida.
Una lenta sonrisa apareció en los labios de Carlos.
—Puedo vivir con eso. ¿Lo querrás con intereses?
DE NUEVO EN TUS BRAZOS
AILIN SKYE
Tara O’Sullivan miraba incrédula el informe que tenía en sus temblorosas
manos, parpadeó varias veces para contener el torbellino emocional que en ese
momento sentía. Leyó tres veces aquella terrible confirmación, a la vez que su
galopante corazón de forma incesante le recordaba que él había regresado.
Las lágrimas corrían sin ella darse cuenta mientras continuaba leyendo las
funestas noticias. Nolan McCarty era portador VIH lo mismo que su pequeño
hijo de dos años Erik McLean.
—Tiene un hijo —susurró como si con ello pudiese evitar la realidad que se
presentaba ante sus ojos.
Y dentro de todo, solo podía pensar en que había regresado el único hombre al
que había amado, al que aún ahora seguía esperando para poder hacer frente a lo
que tantos ayeres no había tenido el valor.
Ya era una mujer de cuarenta años, no la niña que aún vivía bajo las estrictas
leyes de sus padres o que se sentía un fiasco femenino. Tantas cosas habían
pasado en veinte años.
Tara era la trabajadora social en el departamento de salud que llevaba el
control de los enfermos de esta terrible enfermedad.
Aún en los pueblos pequeños y costeros, en esos llenos de vida y de gente
alegre, también había historias terribles. Ella lo sabía bien. Sin ir más lejos su
hermano Tony luchaba día a día con valentía, haciendo que le admirase cada día
más. La mujer se negaba a que cada persona que padecía este mal fuese un
número, una estadística simplemente.
El carácter bondadoso de Tara la hacía encargarse personalmente de que cada
uno de esos hombres y mujeres fuesen aceptados con un trato justo. Sabía por
experiencia que nadie estaba preparado para ser una víctima más del VIH, así
que ella se encargaba de que no fuesen, además, atacados socialmente.
Afortunadamente los vecinos, pese a ser un pueblo cerrado y estrecho de miras,
habían aceptado que a veces los justos no reciben lo que en verdad merecen.
Limpió sus lágrimas y se levantó de su asiento, olvidando por un momento el
expediente que tenía junto a la pila de documentos por firmar. Miró a través de la
ventana y el cristal le regresó su reflejo. Suspiró al encontrar a la misma mujer
de hace tantos ayeres. Su cabello rubio peinado en un moño, la frente despejada
ya tenía algunas arrugas y esas gafas enormes se encargaban de ocultar lo único
destacable que tenía: sus ojos verdes. De nariz aguileña, con labios delgados y el
rostro ovalado, dejaban a las claras que era una mujer anodina y solterona.
Delgada como un palillo, sin más forma en su cuerpo que la ligera y estrecha
cintura, su cuerpo cubierto con vestidos de colores grises, dejaba claro que era
más divertido un cementerio que su compañía. Solo Nolan había descubierto una
parte distinta, una que había quedado en el olvido como el recuerdo del único
hombre que realmente tuvo su corazón y su alma.
Los golpes en la puerta la trajeron a la realidad. Dio un salto por el inesperado
golpeteo, se limpió las lágrimas, inhaló un poco de oxígeno y por fin se decidió a
hablar.
—Adelante.
Los goznes chirriaron y al momento apareció la figura del hombre que llevaba
tanto tiempo lejos de ella. Nolan seguía tan alto como lo recordaba. El sí había
cambiado. Su cabello antaño largo, ahora lo llevaba demasiado corto, dejando
ver la madurez que los años y los golpes de la vida le habían otorgado. Sus
espesas cejas enmarcaban sus ojos negros, esos ojos que todo lo miraban con
curiosidad y que ahora, ahora eran duros. Aquellos labios que siempre se
curvaban en una sonrisa pícara, ahora tenían dibujada una línea recta.
Tara perdió el aliento, daba igual lo duro que era ese encuentro, incluso los
cambios tan palpables que mostraba el trascurrir de los años, ese hombre seguía
robándole el aliento con solo hacerse presente. Intento distraerse, ahora que aún
no la había reconocido, y ahí frente a ella, en un carrito había un niño de cabello
negro y ojos grises. El pequeño al ver que tenía la atención de la mujer se llevó
un dedo a la boca, como si con ello estuviese a salvo.
—Buenos días, soy Nolan McCarty… —Guardó silencio incrédulo. Cerró los
ojos y negó incómodo, furioso… derrotado.
—Siéntate. ¿Café? —Temblaba cual hoja en otoño ante el vendaval. Se giró y
tomó una de las tazas que tenía cerca de su cafetera.
—Solo dime que necesito hacer para que a mi hijo se le pueda inscribir en una
guardería.
—Nolan… —Era la primera vez que mencionaba su nombre, y le supo a poco.
Ambas miradas se encontraron, la de él tenían furia, dolor, traición, pero en el
fondo una chispa de reconocimiento, una llama innegable de algo que no había
muerto, de anhelo por años guardado que quería cobrar vida. Fue una chispa.
Los de ella eran los de quien espera en el puerto al marinero que viene de una
guerra embravecida con Neptuno, con secretos no contados, con sentimientos
que despertaban del letargo de años, eones obligados a dormir.
—No… —Era seco y rudo al hablar. Un no que significaba muchas cosas, que
tenía tanto de trasfondo. Nolan retiró la mirada, la amargura lo carcomió y con
ello la rabia. Apretó los puños—. No tengas lástima de mí. Dame los putos
papeles y no digas nada más.
—Espera. —Tara intentó recuperarse del golpe ante las emociones que ese
hombre despertaba—. Las cosas no son así de sencillas, tienes…
—¿Sabes qué? Fue una jodida mala idea. —Tomó el carrito de bebé—. Puedo
seguir cuidando a mi hijo, no necesito nada más. Ya nos tienes fichados,
¿verdad, Señorita O’Sullivan?
—Maldita sea, no puedes salir así. Esto no es para nada fácil tampoco para mí.
—La joven corrió colocándose entre él y la puerta—. No puedes salir sin
escucharme. Sabes que hay un protocolo, si quieres que tu niño…
—Mi trabajo me permite seguirle cuidando desde casa —argumentó impávido.
—Por ley, todo niño merece educación. ¿Qué harás en un año más? Tendrás
que venir y escucharme, te guste o no. —El la miró estoico—. ¿Quieres que él
haga una vida normal?
Nolan miró a su hijo, el pequeño lo observaba con los ojillos a punto de
comenzar a verter un manantial de lágrimas y, como siempre, en silencio, como
si él mismo llevase una carga enorme en su pequeño cuerpo.
Asintió y se dejó caer en la silla, aguardando a lo que tenían que decirle,
sintiendo una vez más esa tonelada de ladrillos oprimirle el pecho al pensar en lo
que sería de su hijo.
Tara inhaló el poco oxígeno que podían recibir sus pulmones, y eso era poco;
su corazón había crecido mil veces en este encuentro. Y lo peor es que todo el
espacio seguía oliendo a él. ¿Cómo podría hablar de un tema tan serio si todo él
exudaba poder y fuerza? ¿Si aún la atraía como las abejas a la miel? Y su olor…
Maldición, seguía quemando sus neuronas, haciéndola simplemente acercarse a
él y suplicar perdón por haberle dejado marchar, por no haber sabido amarlo
como lo tuvo que hacer.
Con piernas temblorosas se dirigió a su escritorio, apoyándose en la madera, se
fue acercando a su silla, intentando que sus piernas no perdieran la fuerza. La
necesitaba para dar toda la información que necesitaba.
Tara golpeaba con fuerza la masa de las galletas que preparaba. Sabía que su
hermano estaría por llegar y agradecía haberse adelantado con su platillo
favorito, si no lo habría echado a perder.
Tony, la sola mención le sobrecogía el corazón. Su hermano, su mejor amigo
luchaba contra el mismo demonio que Nolan. No, se negaba a pensar en él y en
todo lo que significaba su regreso, después de todo habían quedado muy claras
las cosas en ese silencio, en esa confesión.
El timbre sonó y por fin la joven sonrió. Su invitado había llegado. Limpió sus
manos en un trapo y se dirigió a la puerta.
—¡Tony! —lo recibió con emoción.
Los brazos fraternales la estrecharon en un hermético abrazo. Cada vez estaba
más consumido y delgado, y la joven no podía evitar que la angustia ante lo
evidente le rompiera en mil pedazos el corazón ¿Qué sería de ella sin él? Un
sollozo escapó de su garganta.
—Eh… eh.. eh… —Anthony la separó y comenzó a negar—. De eso nada,
siempre que me invitas a cenar te escaqueas con el postre, esta vez las lágrimas
no van a funcionar. Lo digo en serio.
Una risa ahogada salió de la garganta, encontrándose con la mirada escrutadora
de su mejor amigo.
—Aún le falta un poco —aclaró tratando de evitar el escrutinio al que se sentía
sometida.
—Vamos a la cocina que ya me encargo yo de la ensalada —la empujaba hasta
hacerse cargo del rincón de la cocina—, y mientras tanto me vas a decir
exactamente lo que ha pasado para tener esa carita descompuesta.
—Tony… —advirtió.
—No, te conozco como si te hubiera parido, así que quiero saber exactamente
qué ha sucedido. Tú no eres de lágrima fácil Tara, aunque tienes un gran
corazón, me consta que tienes una fuerza admirable, así que quiero saber qué te
ha puesto tan mal, y no me digas que soy yo o no dudaré en azotarte para que
llores por algo que de verdad duela.
—¡Qué bruto eres! —se quejó y se encogió de hombros, después de todo el
pueblo era tan pequeño que pronto se enteraría—. Él ha regresado.
Y de pronto un silencio denso se hizo entre los hermanos. Tony miró fijamente
a su hermana con una ceja elevada y al momento fue a su encuentro abrazándola.
—¡Tiene un hijo, un hijo hermoso de dos años! —Las lágrimas corrían—. Y
también está enfermo.
—Tara, cariño. Lo siento tanto.
—¡No lo sientas! Él ha regresado ¿Te das cuenta?
Tony no sabía exactamente qué hacer o cómo tomar las palabras de su
hermana. Le constaba que aún ahora seguía llorando al hombre que amaba, a ese
que dejó marchar por error.
—Espera… dices que…
—Estuvo en la oficina. Le he dado la información pertinente, el… Tony, ¿qué
voy a hacer? Está lleno de rencor, me duele tanto verlo así. —Negó—. Siente
tanto odio que es imposible llegar a él y ese niño... Hermano, es un niño con ojos
tristes.
—No es fácil asumir todo esto Tara. —La sentó en un banquillo y comenzó a
limpiar su rostro—. Hay que pasar por varias facetas y aceptarlo puede durar
años. Sé que eres la única persona que podrá hacerle ver que no todo está
perdido. Te has desvivido por esta causa.
—Ahora mismo lo que quiero es estamparle una sartén en su cabeza dura,
estoy furiosa con él —confesó recordando su último encuentro.
—¡Bien! Eso es lo que necesitas, con la cabeza llena de emociones no haces
nada, sobre todo si esas son las que te ponen cara de boba cada vez que lo ves,
en cambio enfadada eres fría. ¿Qué has pensado?
—Tony, ahora no quiero pensar. De hecho, no sé si estoy lista para volver a
enfrentarlo. —Negó—. No, creo que ya ha quedado claro todo entre nosotros.
—De repente, te has dado cuenta que ese luto que le guardaste ha
desaparecido, así como el amor que le tenías. —La ironía brillaba en todas sus
palabras.
—No vayas por ahí…
—¿Lo sigues queriendo?
—Como el primer día, Tony. Fue verlo y mi corazón latió con fuerza, no solo
para bombear, me sentía viva.
—Entonces, ya sabes qué tienes que hacer.
—No, no lo sé. Ahora mismo no estoy lista para…
—Hoy no, pero pronto. —Tony tomó sus manos entre las suyas y las llevó al
pecho—. La vida es un suspiro, Tara. Una vez lo dejaste marchar por razones
equivocadas y te has arrepentido toda la vida. Has estado viviendo en el limbo,
añorando a ese hombre. Lo has dicho tu misma ¡Ha regresado! Aférrate a eso, a
ese amor, porque con suerte él tampoco te ha olvidado.
—¿Y si no me ha perdonado?
—Entonces quiere decir que sus sentimientos siguen ahí. Si sigue furioso
contigo es que aún te quiere y puedes hacer algo, pero recuerda esto, no será
fácil. Hay una batalla que no ganaréis, pero estando juntos podréis hacerla
frente.
Tara entendió a lo que se refería. El VIH podría controlarse hasta llevar casi
una vida normal, pero seguiría ahí como una mancha indeleble.
—Eso no me asusta. —Su voz tembló ante lo que quería confesar—. Ya no
quiero ser un testigo más —declaró con rotundidad, cansada de ver a los demás
haciendo una vida, mientras ella seguía mirando a través de una ventana.
—Entonces, mi amor, ve a por él. Se merece saber todo, te mereces su perdón
y se merecen el uno al otro, pero no lo pienses mucho, ¿vale?
—Vale…
En ese momento la tripa de Tony rugió con fuerza, ambos se miraron y
comenzaron a reírse.
—Anda pon la mesa que ya te sirvo…
Quince días habían pasado después de que comenzará aquella absurda cita que
se habían dado. Día a día Tara citaba a Nolan y a Erik en distintos sitios la mar
de corrientes. Fue partícipe de un grupo de ayuda para víctimas de esta
enfermedad. Las terapias comenzaban a la misma hora que la de los parientes
con enfermos terminales de cáncer. Haber escuchado testimonios desgarradores
y otros optimistas le ayudaban a cambiar en parte la percepción, aunque aún
quedaba la sociedad asustada por la enfermedad.
Tuvo que aceptar que era más que todo eso.
El optimismo de Tara, el haberla visto llorar de alegría por la felicidad de Tony,
aunque eso significara renunciar a él, la nobleza de su corazón, su desinteresada
naturaleza, su devoción ante las causas, su sensual presencia, lo que lo hacían
ver con mayor optimismo el mundo en el que vivía. Era cada detalle en ella, en
su sonrisa, en la forma de hacer, de mirar y sobre todo de sostener un mundo con
una visión humana.
—¡Erik! —la cantarina voz de Tara llamó su atención en el justo momento en
que escuchó por primera vez la carcajada de su hijo.
—¡Tata! —El chiquillo volvió a reír, girando colgado de los brazos femeninos,
volando sus piececitos—. ¡Más!
El corazón se le volcó abriendo una rendija en aquella coraza formada hacía
dos años. Su hijo reía y era un milagro. No había escuchado ese sonido celestial.
Se había centrado tanto en que nada lo tocara, en que nadie le hiriera, no
soportaba que se le acercaran, estaba tan preocupado por…
—Sí, más, mucho más —prometía la mujer que le estaba dando un nuevo
sentido a su vida.
Una lágrima solitaria comenzó su descenso en los ojos del amoroso padre, y
otra más decidió hacerle compañía, hasta que otras muchas corrían libremente
por su rostro.
—Ven aquí, que te voy a comer a besos. —Tara tomó al niño en sus brazos y lo
atacaba sacando carcajadas, entregando su corazón en ese pequeño.
Nolan se limpió las lágrimas, consciente que se había encargado de todo,
menos de lo verdaderamente importante: hacer vivir a su hijo.
—Soy un puto egoísta —declaró ante sí mismo.
—¿Planeas seguir siendo testigo o vas a dar los pasos para unirte a la vida,
Nolan?
Y lo hizo, dio los pasos justos para tomar a su hijo entre sus brazos, sentir
cómo le ponía las manecitas en la cara y regalándole una sonrisa que jamás había
estado puesta ahí. Pronunció las palabras que llegaron a su corazón:
—Papí te telo. —Erik abrazó a su padre y el hombre hizo lo que cualquier
humano con corazón habría hecho.
Cayó fulminado por un rayo de sol que se coló en un congelado y gélido
corazón. Sus piernas no resistieron aquel golpe tan grande, sintió el impacto de
sus rodillas en la hierba, escuchó la risa de su niño y entre todo, se escuchó
sollozando, besando al tesoro más grande que la misma naturaleza jamás pudo
haber entregado de manera tan perfecta.
Minutos después de dedicarse por entero a dejar salir todo aquel profundo
dolor, se dio cuenta de que Tara había desaparecido, dejando un vacío. Uno que
no quería escuchar.
La marea subía y las pequeñas olas alcanzaban a besar sus pies llenos de arena,
a la vez que sus huellas se iban borrando como si jamás hubiese caminado por
aquellas playas.
Tara lo extrañaba, se recriminaba por haberlo dejado en aquel momento. Pero
temía que descubriera que seguía igual de enamorada como antaño... No, se
corrigió, enamorada era poco para poder describir las emociones que sentía.
Además, el pequeño Erik ya le había robado su corazón.
—Es lo mejor… —se dijo por vigésima vez ese día.
Se puso sus zapatos y decidió por fin dirigirse a casa. Era momento de hacerlo,
aunque cada vez la soledad de ese que llamaba hogar, se hacía más dura y
pesada.
Lo que menos se esperaba era encontrarse con Helen en la puerta. Se detuvo
insegura por primera vez, mientras la menuda y regordeta mujer, se acercaba a
ella llena de energía.
—Vamos de compras. —La tomó por la muñeca sin dar oportunidad a replicar
ni negarse.
En menos de diez minutos entraban a una tienda departamental.
—Siempre vistiendo como una monja —la reñía mientras elegía vestidos y
blusas coloridas—. ¡Basta ya! Una vez hiciste algo muy importante por mí y
jamás te lo agradecí, así que ahora —le entregó un montón de ropa—, voy a
hacerlo por ti. Pruébate todo esto. Vamos a despertar del letargo y la tontería.
—Pero Helen, ¿se puede saber qué mosca te ha picado? —preguntó mientras
obedecía. Sabía que cuando se le metía algo en la cabeza, no se podía negociar
con ella.
—Que tengo ganas de ser un hada madrina, que quiero terminar con los
dragones y ver finales felices —rezongó la otra abriendo la cortina y mirándola
asombrada y complacida—. ¿Dónde estaba esa figura antes?
Tara por primera vez se miró al espejo admirando su figura y se sorprendió del
resultado. No se reconocía. Se había enfundado en un vestido azul cielo, de
manga tres cuartos, cuello redondo y corte imperio que llegaba un poco más
debajo de sus muslos, sin mostrar demasiado, pero lo suficiente para sentirse
sexy.
—¡No te muevas de ahí! —Helen salió disparada y regresó con unos zapatos
de tacón alto en un tono blanco y con un pequeño y femenino bolso.
—¿Has terminado de jugar a las muñecas, amiguita? —preguntó Tara
divertida.
—Casi… —la empujó al vestidor—, pruébate lo demás. Vengo en nada.
Cuatro horas después Tara estaba agotada. No solo habían llenado el maletero
de paquetes llenos de ropa y zapatos a juego, sino que le habían cortado su
melena dándole color y llevaba color rojo en los labios. Una vez que llegaron a
casa, y después que Helen hubo movido la ropa en su armario, presentó una
cruenta batalla para deshacerse de lo que consideraba inadecuado y ganó. Una
vez completada la tarea, la dejó sola, no sin antes abrazarla y susurrar con
lágrimas en los ojos:
—Díselo, merece saber toda la verdad. No hay nadie más en este jodido mundo
que merezcan ser felices. Solo vosotros dos. No seas tonta.
La joven miró alejarse a su amiga y se recargó en la puerta. Sabía que tenía que
enfrentarlo, pero aún no era el momento.
La lluvia caía furiosa y los rayos iluminaban el cielo a la vez que los truenos
sonaban potentes, cimbrando las ventanas. Erik no se hizo esperar comenzando a
llorar, despertando de su sueño.
—¡Papá! —gritaba poniéndose de pie en la cuna.
Nolan, que no había pegado ojo, corrió a la llamada de su hijo al que tomó en
brazos.
—Ven. ¿Quieres dormir con Papá?
—No, quelo a Tala —confesó entre hipidos, tembloroso y con la carita llena de
lágrimas y mocos.
Un nuevo trueno resonó, el pequeño se abrazó acongojado llorando y pidiendo
por su nueva amiga. Nolan se encaminó a su habitación, miró su enorme cama,
esta vez el trueno resonó mucho más tenebroso, helando su corazón al percatarse
de una verdad que dolía y escocía cómo jamás pensó: ella no se encontraba ahí
para consolarlos.
Nolan tomó la decisión y una sonrisa lobuna y peligrosa afloró en su masculino
rostro. Le debía quince días y por todos los demonios que los obtendría en ese
mismo momento. Si era posible en su cama, calientes y juntos.
Tara estaba sentada a oscuras frente a una taza de café frío. Escuchaba la lluvia
y no podía evitar preocuparse por los dos hombres que ocupaban su mente. Ni
recordar con un poco de rencor a su amiga que la había dejado sin sus amados
pijamas de franela y la había dejado con un camisón de seda que, con el frío, no
la ayudaba a entrar en calor. Su timbre sonó furioso una, dos veces, y luego
escuchó cómo aporreaban su puerta.
Se levantó de un salto y corrió hacia la entrada de su hogar. Retiró la cadena y,
cuando por fin se dio cuenta de quiénes estaban en medio de aquel diluvio, su
corazón comenzó a latir.
—Erik, tiene miedo —declaró Nolan como si con ello todo fuese aclarado. La
empujó para poder pasar con el niño en brazos, no sin antes entregarle el
paraguas—. ¿Tu habitación?
—Arriba, es la primera de… —La mujer se quedó helada viéndolo desaparecer
—. Café… —Y se movió pronta a la cocina para poner la cafetera intentando
comprender qué estaba sucediendo.
—Creo que me debes una explicación. —Y ahí estaba él, llenándolo todo con
su presencia, exigiendo una verdad, pero exactamente no sabía cuál de todas
tenía que confesar primero.
—¿Con nata el café? —Intentó tener unos pocos minutos más.
Nolan la tomó por los hombros obligándola a girarse, a encontrar sus miradas.
El contacto fue eléctrico, mágico y kármico. Ambos lo sabían, siempre había
sido así.
—Dime que me vaya, dime que desaparezca y lo haré. Pero antes —su tono
cambió a un reproche—, me vas a explicar por qué vienes a mí, intentas cambiar
mi vida y desapareces como llegaste.
—Nolan… —susurró Tara.
—No, sin mentiras, por favor. —Con dos dedos elevó su mentón—. Una vez
me dejaste desolado y ahora, no solo lo has hecho conmigo, Erik te extraña y
yo…
—Te mentí, te mentí hace tanto… —Sus ojos se encontraron y ambos fueron
conscientes de que el amor que antaño hubo, seguía ahí intacto.
—¿Cómo que me mentiste? —susurró dispuesto a perdonar todo, porque
comprendió que esa mujer era su vida.
—Siempre pensaste que yo renuncié a ti porque mis padres te veían como poca
cosa, pero la realidad es que no fue así. Fui yo… —Las lágrimas caían raudas—.
Tú anhelabas una familia, una que no tuviste. Hablábamos de hijos, de tantas
cosas y yo… —Un sollozo doloroso escapó y con ello la verdad fue liberada—.
Jamás podría ser madre, jamás podría darte lo que anhelabas, simplemente mi
matriz no sirve para eso. Y fue inmaduro de mi parte, fue cobarde, fue… Pero yo
era una idiota y mis padres de ideas arcaicas y estúpidas.
—¿Pensaste que te rechazaría? —preguntó horrorizado.
—Pensé que te negaba un sueño —aclaro antes que un jadeo escapara de sus
pulmones, cuando sintió los dedos masculinos limpiar sus lágrimas—. Y esta vez
me retiré porque necesitabas ese tiempo para recuperarte, para terminar de ver
por ti mismo el mundo que aún sigue ahí y… —Negó—. No quiero que creas
que quiero sustituir a una madre para Erik o…
—Tara… —Las lágrimas también corrían por los ojos masculinos—. ¡Qué
tonta eres! —La abrazó con fuerza—. Tanto tiempo perdido, tantas cosas... —Se
aferró a ella cómo anhelaba hacerlo—. Podía haberte consolado, yo podía vivir
sin niños pero no sin ti. Y ahora, regreso a ti para que me consueles… Te
necesito, te necesitamos.
Ella se aferró a él, sollozando, dejando que todo el pesar y la carga de tantos
años se alejara. El perdón se hizo presente entre ellos, se metió y salió con los
recuerdos y con el aura oscura que habían mantenido a dos almas separadas
sumidas en un pozo oscuro, se alejó con prisa, dejando la paz que necesitaban
para darse una nueva oportunidad.
—No será fácil… —aclaró Nolan.
—Nada lo es… —refutó Tara buscando su boca.
—¿Estás segura de que esto es lo que quieres? —La torturaba con sus labios.
—¿Me dejarías ir si te dijera que no? —lo retó con los ojos aceptando la
tortuosa caricia.
—No, eres mía. Marcaste tu destino el día que tocaste mi puerta —la punta de
la lengua acarició la otra—, pero no desaparezcas, no podría sobrevivir a tu
ausencia una vez más.
Esta vez se besaron como deseaban hacerlo desde aquel momento en que se
encontraron, como se anhelaron por años.
—Te amo… —confesó la joven.
—Y yo a ti…
La mañana los sorprendió dormidos con las piernas entrelazadas y Erik entre
ellos. Los tres dormían plácidamente cuando la impertinente alarma dejaba claro
que un nuevo día comenzaba. El aparató salió volando y haciéndose pedazos.
Nolan con sonrisa petulante se mostraba orgulloso de su acto.
—Ni siquiera pienses que te vas a levantar de esta cama… —advirtió seguro
de sus palabras.
—¿Ah no? —Lo miraba divertida.
—He tardado demasiado….
—¿Para qué?
Tara ahogó un chillido cuando en un salto Nolan salía de la cama y la
arrastraba hasta meterla a la habitación de invitados, besándola con hambre.
—Para tenerte donde quiero.
—¿No será al revés? —Lo besó en el cuello.
—No entiendo…
—Tardé demasiado para estar en el lugar que me corresponde…
—Y ese, ¿cuál es?
—De nuevo en tus brazos. —La simple confesión de algo innegable, cierto y
magnífico que se resumía en un comienzo o la continuación de una historia
única se concretaba con ellos en ese justo momento.
—¿Hasta el final? —Nolan le quitaba el camisón.
—Y más allá.
Sabían que así sería, que se sellaban promesas tanto tiempo esperando
cumplirse. Se amarían como lo hicieron años atrás o mejor, con la madurez que
los años les habían regalado. Daba igual las duras pruebas que el destino les
había puesto, ahora estaban juntos, crearían la familia que anhelaban y unidos,
serían fuertes, haciendo frente a todo lo que viniera, pues se tenían el uno al otro,
y eso era la verdad universal para seguir viviendo.
EL MAL HONOR
JANE KELDER
Patrick Murphy, recto y autoritario, imposible verlo sin el rictus severo de su
entrecejo, entró en el cuarto de baño con la intención de disfrutar de unos
momentos de silencio después de la acalorada discusión con el inspector. Abrió
el grifo y, antes de echarse agua sobre la cara, dejó correr el chorro como si le
reconfortara el sonido de cascada artificial. Sin embargo, ese mismo sonido dejó
de ser agradable y reconfortante en cuanto se mezcló con unas arcadas que
parecían proceder de uno de los retretes. Patrick cerró el grifo y observó las tres
puertas de los baños para averiguar de cuál venía ese ruido. No hizo falta mucha
pericia para notar que era el de la izquierda, que ni siquiera tenía la puerta
cerrada del todo. Mientras las arcadas y los jadeos continuaban, se acercó, como
acto reflejo, a ofrecer su ayuda, a pesar de que era un hombre tremendamente
escrupuloso.
—¿Tony? —preguntó, aunque de forma redundante, porque efectivamente
acababa de descubrir que se trataba de Tony y, en realidad, la pregunta no era
más que una exclamación de curiosidad.
Tony, Anthony O’Sullivan, le hizo un gesto para que cerrara la puerta y le
dejara intimidad y Patrick salió en busca de toallitas de papel que remojó antes
de volver para entregárselas. Cuando se atrevió a mirarlo a los ojos, Tony
deslizaba la parte posterior de la mano por su boca como si así pudiera quitarse
el regusto agrio de su estómago. Tenía los ojos rojos y vidriosos del esfuerzo y la
cara demacrada. Lo cierto era que en los últimos tiempos había adelgazado y ya
no era el hombre atractivo que había sido. Aunque hasta el año anterior, cuando
ya había cumplido los cuarenta y uno, se había conservado muy bien, con un
aspecto juvenil y vital del que ahora carecía. Tony abandonó el cuarto del retrete,
pasó de largo al lado de Patrick y ni siquiera lo miró. Se acercó directamente al
lavabo y se echó agua en la cara con un punto de agresividad.
—¿No estás un poco mayor para ese tipo de vida? —le reprochó Patrick. Su
voz no contenía ninguna consideración, solo un deje de desprecio que no ocultó
—. Ya no toleras las resacas.
—¡Déjame en paz, moralista! —le recriminó Tony al tiempo que volvía a
reprimir una nueva arcada, aunque ya tenía el estómago vacío.
—¡Tú mismo! Pero al menos podrías tener la decencia de no demostrarlo aquí.
El sistema educativo está degradado, pero no hace falta que un profesor lo
envilezca aún más.
—He dicho que me dejes en paz. Tu vida es más reprobable que la mía.
—Te enfadas porque te critico, pero en mi vida no hay nada reprochable.
—En tu vida no hay vida, Murphy —se burló. Le gustaba llamarlo por su
apellido para molestarlo—. Estás muerto, por muchas tesis sobre Nietzsche que
dirijas.
—Tú sí que acabarás muerto como sigas manteniendo este ritmo. No eres de
acero.
La visión de un hilo de sangre que caía por detrás de la oreja de Tony lo
silenció. Tony también lo vio en el espejo y, durante unos segundos, sus miradas
se cruzaron en una evidente tensión, pero mientras que en la de Tony había dolor
y condena, en la de Patrick apareció un atisbo de preocupación.
—Estás sangrando —dijo al tiempo que estiró su brazo y acercó su mano para
frenar la sangre.
Tony retrocedió de inmediato y exclamó asustado:
—¡No me toques!
La forma imperativa sorprendió a Patrick que, en tan solo unos instantes,
comenzó a sospechar.
—¿Estás enfermo?
—¡Y a ti qué te importa! —gritó Tony al tiempo que cogía una toallita de papel
y se limpiaba la sangre.
—¿Sida? —insistió Patrick, esta vez seriamente alarmado.
—¡Joder, Murphy! ¡Déjame en paz!
—¿Desde cuándo tienes el Sida? ¿Por qué no me lo has dicho antes?
—¡No te metas! —le ordenó de forma intransigente—. Y mantén la boca
cerrada o todos los estirados como tú empezarán a chismorrear.
Patrick Murphy, catedrático de Filosofía, sintió que en su boca moría cualquier
sonido que intentara articular. Estaba perplejo, no tenía ni idea de que su amigo
estuviera enfermo, pero sobre todo se hallaba profundamente conmovido.
—¡No me lo puedo creer! —exclamó al fin con voz entrecortada—. ¿Y para
qué estamos los amigos? ¿Por qué no has confiado en mí? ¡Joder, joder, joder!
¿En qué estado te encuentras? ¿Has ido al médico?
Tony miró hacia la puerta de entrada antes de responder. Quería cerciorarse de
que nadie los escuchaba.
—Los médicos ya no pueden hacer nada.
—Hay pastillas, cócteles y eso que…
—No, Murphy —le cortó tajante. Luego relajó el gesto y añadió—: Deberías
celebrarlo. Por fin podrás librarte de este compañero coñazo al que te empeñas
en proteger e insultar a la vez.
—¡No seas imbécil! ¿En serio que no hay forma…?
—No. Hace ya tiempo que soy presa de este monstruo, solo que ahora es
cuando está empezando a devorarme. Mañana presentaré la baja y ya no
volveréis a verme. Tu problema se habrá resuelto.
—¡Joder, Tony! ¡Deja ya el sarcasmo! Esto es muy serio.
—La vida es un juego, Murphy, y todos los juegos se acaban. A ti se te acabará
sin haberla jugado, creo que eso es más dramático.
—Sé que me atacas para que no te compadezca, pero no es compasión… Sabes
que te aprecio.
Se miraron durante unos instantes en los que hablaron los ojos. Una de las
bocas cerradas comenzó a temblar y, si el cuarto de baño hubiese estado mejor
iluminado, Tony habría notado una lágrima retenida en los párpados de Patrick.
—¡Te quejarás! —Sonrió Tara al ver cómo su hermano disfrutaba del Beef and
Guinness Stew—. Sabes que, siempre que vengo a comer aquí, solo tengo una
queja: haces poca cantidad.
—¡Tendrás cara! —le reprochó su hermana mientras evitaba una carcajada—.
No solo has repetido y puedes seguir haciéndolo cuanto quieras, sino que
además te he preparado un plato para que te lleves a casa.
—Ahora tienes que mimarme.
—¿Y no lo llevo haciendo toda mi vida? No creas que voy a tratarte de forma
diferente por tu situación. Llevo trabajando en esto mucho tiempo y no voy a
permitir que te acomodes en el papel de víctima y sientas lástima de ti mismo.
Tienes que ser fuerte, ¿me oyes? —Resultó inevitable que sus ojos se mojaran y
cogió una servilleta para cubrirse el rostro con ella.
—Oye, oye, pequeña —se preocupó enseguida Tony—. Ya sabíamos que este
momento iba a llegar algún día. No vayas a derrumbarte tú. Aquí tenemos que
ser fuertes los dos —dijo al tiempo que cogía una de sus manos y se la besaba.
Tras un pequeño silencio, en el que Tara no apartó la servilleta, un pequeño
hipo le corroboró que continuaba llorando.
—No me falles ahora, Tara, por favor… —le suplicó.
Ella lo miró despacio, con los ojos empequeñecidos y brillantes y la tensión
temblando en sus párpados:
—Lo siento —dijo al tiempo que pasaba el borde limpio de la servilleta por sus
ojos.
Tony notó que otras emociones se condensaban en su mente, sabía que su amor
de juventud había regresado y, probablemente, no había escogido el mejor
momento para hablar con ella de este tema. Pero sentía la urgencia de contarle
que se iba.
—No sientas ser humana, cariño —respondió con la conciencia de que lo que
iba a decirle volvería a hacerla llorar—. Hay algo que no te he contado. Sé que
no te va a gustar, pero espero que me entiendas y no intentes convencerme de lo
contrario.
—Espero que no hables de suicidio —comentó alarmada.
—No. —Volvió a sonreír él—. No soy tan estúpido como para desperdiciar lo
poco que me queda. Pero no voy a pasarlo aquí, Tara. No pienses que quiero
evitarte sufrir conmigo mi deterioro, no es por ti. Es por mí. Sabes que siempre
he querido ir a África y, ahora, no tengo mucho tiempo para cumplir mi sueño.
No quiero agarrar tu mano en mis últimos momentos y decirte que me arrepiento
de no haberlo hecho.
—¿Quieres morir en África?
—Quiero vivir en África. No es lo mismo, Tara, aún no estoy muerto. Y tal
vez, muchas personas más sanas que yo tengan mañana un accidente de tráfico y
todo se acabe ahí. A mí aún me queda casi un año. Con suerte, dos o tres. Y
quiero vivirlos, quiero vivirlos intensamente.
—No sabré lo que te pasa ni en qué punto estás. Me tendrás en vilo… —
protestó—. Y no podré hacerte Beef and Guinness Stew.
—Estaremos en contacto, Tara. Te lo prometo —le aseguró al tiempo que le
guiñaba un ojo, aunque no logró el efecto buscado—. Te suplico que no me lo
pongas más difícil.
Ella se mordió los labios y le evitó la mirada. Procuró respirar profundamente
para recobrar fuerzas y, aunque volvió a luchar por no llorar, preguntó:
—¿Esto es una despedida?
—Algo así —admitió—. Aunque ya sabes que no me gustan las despedidas,
prefiero que hablemos de hasta siempre, porque siempre estarás conmigo. Lo
sabes, ¿verdad?
Ella asintió con un gesto mientras trataba de asimilar lo que estaba escuchando.
—¿Lo has dicho ya en la universidad? Quiero decir, ¿has hablado con Patrick?
—¿Para qué voy a decírselo a Patrick? —preguntó como si se hubiera alterado.
Miró hacia la ventana y luego volvió a fijar sus ojos en su hermana—. Lo sabe.
Sabe lo que me ocurre si te refieres a eso. Y también sabe que el jueves presenté
la baja. Pero no le he dicho que me voy. Y ni sé si lo haré. Al fin y al cabo, ¿qué
le importa? Por fin se habrá quitado un peso de encima, ¿no crees?
—No creo que seas eso para él. Sabes que le importas.
—Pero es incapaz de admitir hasta qué punto. Su maldita educación le impide
reconocer lo que es.
—Y, si te vas, ya nunca lo hará.
—No vayas por ahí, Tara. No voy a quedarme por Patrick. Si quiere pudrirse
en su maldita ideología católica, que lo haga. Ya no es asunto mío. Y a mí
también me convendrá no volver a verlo —añadió como si quisiera convencerse
a sí mismo.
En ese momento, el móvil de Tony, que se encontraba sobre la mesa, se
iluminó y su dueño lo miró de reojo. «¡Mierda!», pensó. Acababa de recibir un
whatsapp de Patrick. Respiró profundamente antes de tomar una decisión y ni
siquiera escuchó el timbre de la puerta. Apagó el teléfono, se levantó y recogió
su chaqueta y a continuación se marchó.
«¿Vendrá hoy? No suele faltar a clase, pero después de lo raro que estaba el
martes, cualquiera sabe. Debería haberle mandado un wasap o algo. Aunque no
sé si es buena idea, no estaba muy comunicativo. ¡Lo que daría a veces por
entrar en esa cabeza y saber qué guarda con tanto celo!».
Ada interrumpió sus pensamientos al ver entrar a Yago en el aula. Casi siempre
acudía con el tiempo justo, mientras que ella era de las primeras en llegar, ya que
salía de trabajar a las seis y por tanto tenía tiempo de sobra. Yago regentaba un
pequeño taller de reparación de calzado que había pertenecido a su padre, y
anteriormente a su abuelo, a un par de manzanas de la academia de inglés donde
ambos coincidían cada martes y jueves, desde hacía ya cerca de año y medio.
Cerraba a las siete, pero por mucho que lo intentara, era raro que cruzara la
puerta antes de las siete y media. Michael, el profesor, entró justo detrás de él.
A pesar de que casi siempre se mostraba taciturno y poco comunicativo, Yago
se sentaba junto a ella siempre que había un sitio libre. Y como los seres
humanos son animales de costumbres, la mayoría de la clase tenía ya un sitio
asignado de forma tácita. Ocupó la silla contigua, le dedicó una mirada tan breve
como cálida y susurró un suave «Hello».
La siguiente hora y media, como siempre, pasó volando, a pesar de los tediosos
ejercicios de gramática y el soporífero texto sobre el mercado inmobiliario que
tuvieron que leer y comentar. A menudo esas lecturas, en principio aburridas,
resultaban útiles para saber cosas de sus compañeros. Ada sabía que Yago vivía
solo en un pequeño ático en el mismo edificio donde tenía su taller de zapatería,
y él que ella pagaba como podía la hipoteca desde que su ya exnovio había
hecho la maleta y había desaparecido de su vida casi un año atrás. La miró con
intensidad, preguntándose quién podía ser tan imbécil como para tener a una
mujer así en su cama y salir de su vida sin que ella lo echara.
Por suerte, esa tarde el último ejercicio era por parejas y lo hicieron juntos, de
modo que Yago no tuvo problemas para escuchar a Michael cuando dictó la tarea
para la clase siguiente. El grupo al completo estaba abandonando la academia
cuando Ada se colocó a su lado y le preguntó, con su arrebatadora sonrisa
pintada de timidez:
—¿Al final vienes a la cena mañana?
El pulso de Yago se aceleró al pensar una vez más en la cena que habían
organizado los compañeros de la clase de inglés para la noche de aquel viernes.
Quería ir, pero tal vez no debía. No estaba seguro de poder mantener las cosas en
el plano de lo cordial si la tenía demasiado cerca durante demasiado tiempo,
fuera de la cómoda seguridad del aula.
—Pues no sé…
—¡Venga, hombre, con la racha de trabajo que has tenido últimamente te
mereces una descanso! Anímate.
Animado estaba. Más de lo conveniente. Hacía meses que cada minuto que
pasaba junto a ella era una pequeña joya que brillaba con luz propia en su
patética vida.
Ada arqueó una ceja, como si estuviera esperando una negativa y no estuviera
dispuesta a tolerarla.
—Si no me dices ahora mismo que vas, mañana me planto en la zapatería y te
saco de allí aunque sea a rastras —y añadió casi en un susurro—: No estoy
dispuesta a aguantar yo sola las batallitas de Raúl, y si no vas se me pega seguro.
Yago sonrió y miró al aludido de reojo. Raúl rondaba los cuarenta y tantos, o
tal vez los cincuenta, y aunque llevaba una alianza en el dedo, no estaba muy
seguro de que no estuviera dispuesto a aprovechar cualquier ocasión propicia
para lanzarse sobre una chica guapa y sexi como Ada. Estela y Silvia, las otras
dos chicas de la clase que bajaban de los cuarenta (y, de hecho, también de los
treinta, puesto que eran varios años más jóvenes que ella) también tenían que
soportar con frecuencia su incesante cotorreo, que se paseaba peligrosamente por
la frontera de la insinuación.
—Vale, me lo pensaré. Habéis quedado a las ocho en el Caledonia, ¿no?
Ella asintió.
—Eso es. ¿Nos vemos allí?
Evitó su mirada al responder con poco convencimiento:
—Lo intentaré.
Yago apenas fue capaz de dormir esa noche. No dejaba de imaginar las peores
reacciones por parte de Ada, desde la fría decepción hasta el rechazo más
visceral. Había pasado por el trance de perder algunos de sus amigos tras
confesarles que se había infectado. En algunos de los casos había sido algo
radical, de un día para otro habían cortado la comunicación y ya está. Dolía, pero
al fin y al cabo, la sinceridad se agradecía. Otras veces lo habían tranquilizado
asegurando que su amistad seguiría intacta, y había sido mentira. Las llamadas
se habían espaciado, el contacto se había perdido progresivamente, y un buen
día, el supuesto amigo había dejado de responder. Triste pero cierto, la
hipocresía está a la orden del día. Y duele. A él le dolía incluso más que el
rechazo abierto.
No podría soportarlo viniendo de ella, aunque realmente no estaba seguro de
poder soportar ninguna de las reacciones que su imaginación contemplaba. No
iba a poder acostumbrarse a su falta, al vacío que dejaría en su vida, tanto si
continuaban asistiendo juntos a inglés como si no.
Lo mataría tener que verla si ella se mantenía distante, así que sería él quien
dejaría las clases si no quedaba otro remedio. Lo que fuera por no sufrir su
lástima o su frialdad.
A las cinco de la tarde del día siguiente la esperaba en el portal de su casa, con
unas ojeras que le llegaban a la mandíbula y los nervios a flor de piel. Ada tardó
apenas un par de minutos en bajar, ataviada con un hermoso vestido de seda
color borgoña, unas botas de piel marrón y una cazadora vaquera. El escote del
vestido no era amplio, pero sí pronunciado, y estaba adornado con una sencilla
gargantilla de cuero negro que atraía poderosamente la atención sobre la piel
tersa y suave que se entreveía debajo. La falda le cubría las piernas tan solo hasta
la mitad del muslo. Yago sonrió con tristeza. No se lo iba a poner fácil con aquel
aspecto dulce, sexi y apetecible hasta el límite de la cordura.
—¡Hola! —lo saludó ella con falsa despreocupación.
—Hola. Estás… preciosa.
No debería decirle esas cosas, aunque fuera cierto. No haría más que
empeorarlo todo al final.
Pero ella sonrió como si parte de sus preocupaciones acabaran de deshacerse
como la nieve bajo el sol. Susurró un tímido «gracias» y ambos echaron a andar
calle abajo, sin rumbo fijo.
Yago no sabía muy bien por dónde empezar, ni si hacerlo ante una taza de café
o paseando por el parque más aislado que pudiera encontrar. Ada lo miraba,
tratando de contener su impaciencia. Al final no pudo más y saltó:
—Suéltalo, por favor. No hago más que imaginarme cosas raras. Sé que sientes
algo por mí, y tú sabes que el sentimiento es mutuo. Quiero saber qué es eso que
te hace apartarme de ti con tanta determinación. ¿Estás casado?
Yago sonrió, la miró de reojo y siguió caminando, con la vista fija en sus
zapatos para evitar enfrentarse a aquellos ojos verdes que le arañaban el alma.
—No, no es eso.
—¿Entonces qué es?
—Verás… yo nunca fui un buen estudiante. De niño me encantaba pasar
tiempo con mi abuelo en el taller, escuchando sus historias. Antes de ser
zapatero había visto mucho mundo. Había emigrado a Suiza en busca de trabajo,
y se había movido por varios países de Europa. Con el tiempo regresó y se
estableció aquí, pero sabía tanto de la vida… Yo le admiraba.
Ella sonrió.
—Normal, seguro que era un gran hombre.
—Lo era. Y también era un currante nato y un hombre con las ideas muy claras
para quien lo primero era su familia, pero claro, yo no era capaz de ver eso por
aquel entonces.
Ada no añadió nada. Se quedó mirándolo y escuchando el resto de lo que fuera
que tenía que decir.
—Cuando llegué a la adolescencia me rebelé. Quise dejar los estudios y volar.
Mi padre, y también mi abuelo, trataron de hacerme entrar en razón, pero no
hubo forma. Acabé por irme con un amigo a trabajar en hostelería en la Costa
Azul. Nos pagaban bien y cuando terminábamos nuestro turno, seguíamos de
fiesta hasta el alba. Las noches no tenían fin y la diversión era constante. —La
miró de reojo antes de continuar—. Teníamos bastante éxito con las chicas y se
nos subió un poco a la cabeza. Yo nunca he sido muy extrovertido, así que…
solía necesitar un par de copas para desinhibirme. A veces acabábamos
borrachos como cubas y me acostumbré a despertarme sin recordar dónde estaba
ni cómo había llegado allí. Empecé a probar otras cosas, por diversión, y porque
mi cuerpo no aguantaba ese ritmo si no le proporcionaba algo de “ayuda”. Perdí
el control, en todos los sentidos.
—¿Te convertiste en un adicto? —La pregunta fue más una afirmación, pero
Ada se esforzó por no juzgarle. Todo el mundo comete errores, más aún cuando
se es joven y se tienen más ganas de vivir que cerebro para administrarlas.
—Alcohólico, drogadicto, fiel defensor del “aquí te pillo, aquí te mato”…
Daba igual quién fuera la afortunada mientras apareciera en el momento preciso.
El corazón le dolió. Sin faltar a la verdad, estaba dando una imagen de sí
mismo innecesariamente cruda. O tal vez era necesario que ella lo viera tal y
como era, o al menos, como había sido. Tenía que entender que no la merecía.
Ada tragó con dificultad el nudo de emociones que le atenazaba la garganta.
Empezaba a entenderlo o eso creía…
—¿Todavía consumes?
Él fue rápido y firme al responder sin dudar:
—No, ya no. Tampoco bebo apenas alcohol.
—Entonces no me importa. Todo el mundo tiene un pasado, Yago. Todos
cometemos errores.
—No lo entiendes, Ada. Los míos me salieron caros. —La miró a los ojos
temiendo su reacción, pero al mismo tiempo necesitando verla para encontrar la
fuerza suficiente para apartarla de sí—. Me contagié del VIH. Soy seropositivo.
Ada frunció el ceño, pero por lo demás no mostró ninguna reacción.
—Pareces estar bien de salud.
—Lo estoy, pero eso no cambia nada. Te mereces alguien mejor que yo.
Alguien que te pueda ofrecer el futuro que te mereces.
—¡Otra vez decidiendo por mí! ¿Por qué no dejas que sea yo quien decida si
puedes ser esa persona?
Yago la miró sin comprender su reacción. Era cabezota como ella sola, eso
seguro. Pero tarde o temprano cambiaría de idea. Seguro que no entendía la
situación y cuando fuera consciente de lo que aquello significaba…
Ada interrumpió sus divagaciones.
—Ven, creo que estamos a tiempo.
—¿A tiempo de qué?
—De que conozcas a alguien.
—¿A quién?
Ella sonrió enigmáticamente.
—Ya lo verás.
Tecleó un mensaje en su móvil, esperó unos segundos y enseguida recibió una
respuesta. Su cara pasó de la concentración más absoluta a la sonrisa más
deslumbrante en décimas de segundo.
Lo cogió de la mano, como si temiera que se le fuera a escapar, y lo arrastró de
vuelta hacia su casa. Se desvió a medio camino y ambos acabaron frente a la
puerta de un moderno loft. Les abrió una chica de estatura media, curvilínea, de
cabello castaño y con unos hermosos ojos oscuros. Ada se la presentó como su
mejor amiga, María. Se excusó por presentarse así, de improviso, en un día tan
importante para ella, y después se giró hacia Yago para explicar:
—María tiene una importante cena benéfica esta noche. Trabaja para una
asociación que se dedica a ayudar a las futuras madres drogadictas.
Yago esbozó una leve sonrisa.
—Ah, entiendo.
Pero Ada lo miraba como si, de hecho, no estuviera entendiendo el alcance de
aquella explicación.
—Cuando éramos pequeñas, mi familia se mudó, y nos convertimos en
vecinas, porque sus padres adoptivos vivían en la casa de al lado. También
coincidimos en el mismo colegio y nos hicimos amigas. Mejores amigas.
Seguimos siéndolo.
—Me alegro por vosotras. Es genial poder mantener amistades de la infancia.
Pensó en sus propios amigos. La mayoría de ellos le habían dado la espalda
tras enterarse del giro que había dado su vida en el tiempo que había pasado
“viendo mundo”.
—¿Sabes, María? Yago también es portador del VIH, y por alguna razón, cree
que no soy capaz de asumir su situación y tener una relación normal con él.
La revelación, hecha de forma casual, fue como un mazazo para Yago. Primero
porque ella revelara de forma tan espontánea algo que él por lo general se
esforzaba por mantener oculto y después… Después porque cayó en la cuenta de
que había dicho “también”.
—¿También? ¿Has dicho “también”? ¿Quién más es portador?
María respondió con calma:
—Yo. Nací con VIH. Mi madre biológica era drogadicta. Es por eso que
empecé a trabajar en la asociación. Toda la ayuda que puedan recibir es poca,
tanto ellas como sus bebés.
Yago se quedó sin palabras. Ada se levantó y se despidió de su amiga con un
abrazo y dos besos.
—Bueno, no quiero entretenerte más, que tienes que arreglarte y seguro que ya
estás bastante nerviosa sin que encima yo te retrase. Pásatelo genial, ¿vale? ¡Y
mañana me cuentas!
María los acompañó a la puerta, prometiéndole a su amiga que no escatimaría
en detalles al día siguiente. Se despidió de Yago con un beso en la mejilla y una
mirada que decía a voz en grito: «No seas idiota, no la dejes escapar».
Y desde luego, no pensaba hacerlo.
Cuando llegaron a la calle, Ada se giró hacia él y le preguntó con la sonrisa
tímida que tanto lo alteraba:
—¿Qué, tomamos un café ahora?
Asintió sin saber qué más decir. Cuando por fin se sentaron en el rincón más
apartado de una tranquila cafetería, frente a sendos cappuccinos, volvió a ser ella
la primera en coger el toro por los cuernos.
—¿Qué te ha parecido María? Hoy estaba nerviosa, pero te aseguro que es un
encanto. Tiene su carácter, pero vale su peso en oro.
—¿Desde cuándo sabes… lo suyo?
—Desde siempre.
Empezó a entender por qué había reaccionado ante la noticia como lo había
hecho. No era solo que Ada fuera una chica valiente, que lo era; también estaba
más que familiarizada con el tema. Su mejor amiga era portadora del VIH y no
parecía tener ningún problema con ello.
Tal vez él a veces tendía a magnificar ciertas cosas. Seguramente. De hecho, no
podía negar que el miedo podía ser un enemigo mucho peor que la propia
enfermedad.
—¿Sigues queriendo una oportunidad? ¿Todavía quieres conocerme?
Cuando las palabras escaparon de su boca, Yago se aterrorizó. Ada, en cambio,
sonrió.
—Ya te conozco. Al menos lo suficiente como para saber que sacas lo mejor de
mí, que me haces reír…
—No soy muy divertido —terció él, encogiéndose de hombros a modo de
disculpa.
—Tienes miedo de ser tú mismo, pero eres genial. Lo sé. Lo he visto, aunque
seas tan reacio a mostrarlo.
—No te he dejado ver gran cosa… —se excusó.
—Soy una chica observadora. Ah, y por cierto… besas muy bien. Seguro que
hay más cosas en las que eres igual de bueno.
La temperatura subió varios grados en torno a ellos y Yago sintió que sus
vaqueros se tensaban bajo la mirada de aquellos ojos verdes. Tragó con fuerza,
tratando de mantener el control.
—¿Estás segura?
—No, pero ya me lo demostrarás —se burló ella.
A continuación se inclinó hacia él y capturó su boca con suavidad, tentándolo
con un beso tierno y al mismo tiempo provocador. Se apartó en el momento en
que Yago empezaba a considerar aquello una promesa en toda regla.
—En serio, Ada, ¿crees que… podemos intentarlo?
Se acercó de nuevo a él y le pasó la mano por los rizos castaños, para terminar
acariciándole la mejilla con el dorso de los dedos. Los ojos verdes de ella se
perdieron en los azules de él, y la dulce sonrisa que los acompañaba dinamitó el
gris habitual de su estado de ánimo para dejar paso a un cielo brillante y sin
nubes.
—No es que lo crea. Es que no aceptaré un no por respuesta.
Sus manos se entrelazaron solas, de manera espontánea. Yago sonrió y por
primera vez en mucho tiempo, se sintió arropado, comprendido y, por qué no
decirlo, amado. La vida volvía a lucir sus más bellos colores y enamorarse
acababa de dejar de contarse entre sus peores miedos.
Además, probablemente era tarde para eso. Como alguien dijo una vez: «el
corazón tiene razones que la razón no entiende».
Su corazón había hablado. Solo tenía una palabra, pero sin duda era suficiente
para marcar el curso del resto de su vida:
Sí.
MIEDO AL AMOR
MARTA DE DIEGO
Creo que la cara de gilipollas que se me quedó después de escuchar las
palabras de mi jefa/presidenta/madre adoptiva, fue de órdago.
—Buenos días a todos. Cómo sabéis estamos organizando la gala benéfica de
recaudación de fondos para nuestra fundación. Este año se nos ha ocurrido una
idea muy divertida para poder conseguir el dinero que necesitamos. Se trata nada
más y nada menos de una subasta. ¿Y qué es lo que vamos a subastar? Os
estaréis preguntando. Pues no son precisamente cosas, sino personas.
—¿Lo estás diciendo en serio? —pregunté alzando un poco más la voz de lo
que hubiese querido.
—Sí, María, lo digo completamente en serio. Pero no solo os vamos a subastar
a vosotros, sino que también lo harán las personas que quieran apuntarse de los
asistentes a la cena. Por supuesto, quiero dejar clara una cosa. Esto no es algo
obligatorio, si no queréis lo entenderemos, pero... —Ahí venía el chantaje
emocional—. No olvidéis que nuestra fundación cuida y se encarga de muchos
seres humanos, madres drogadictas que tienen bebés con el VIH y que necesitan
un lugar donde vivir, seguimiento especial y tratamientos.
Todos lo que allí estábamos nos miramos con cara de espanto. ¿Qué clase de
personas seríamos si no pusiéramos de nuestra parte en una simple subasta?
—Está bien, ¿en qué consistiría la subasta?
La sonrisa de mi madre se ensanchó en su preciosa y, aún, joven cara.
—Pues muy fácil, simplemente será acudir a una cita con la persona que puje
por vosotros. Una cena, cine, paseo, comida… Eso sí, nada que vosotros no
queráis hacer, no sé si me explico.
La cara de mi amiga Leonor se puso de color grana ante la insinuación de mi
madre.
—Para el que no entienda lo que quiere decir la jefa… ¡¡NADA DE SEXO!!
Salvo, claro está, que sea algo de mutuo acuerdo.
—Ay, Fernando, si por mi fuera ninguno tendríais sexo, sobretodo tú, pero no
puedo controlar lo que hacéis de puertas para afuera.
Todos comenzaron a reír, pues era sabido que, Fernando, era un salido y si
podía se tiraba a todo lo que tuviese dos tetas. Y con todo, me refiero a todo.
Después de aclarar los puntos claves de la cena, salí de la sala de juntas con
ganas de encerrarme en mi despacho y no salir de allí jamás. Encendí el
ordenador y me puse como loca a trabajar para intentar sacar de mi mente el
hecho de que me iban a subastar como si fuese un objeto.
Abrí la bandeja de entrada del correo electrónico y me dediqué a contestar a
todos y cada uno de los correos que tenía pendientes. Hubo uno que me llamó
especialmente la atención. El remitente era nada más y nada menos que Unai
García, el gran magnate de la ciudad. Tener su colaboración sería realmente
bueno para nosotros, así que le respondí con rapidez. Me pedía información
sobre qué tipo de evento era y qué actividades se iban a llevar a cabo. Le
expliqué lo mejor y brevemente que pude la labor que realizamos y en qué iba a
consistir la gala. Le envié el correo y me quedé plantada delante de la pantalla de
mi ordenador esperando su contestación mientras cruzaba los dedos de las
manos y de los pies, deseando que aceptase colaborar con nosotros. De pronto,
sonó el teléfono de mi despacho, sobresaltándome.
—Vida es hogar, le atiende María Valero. ¿En qué puedo ayudarle?
—Buenos días Srta. Valero, soy Unai García Senior.
Se me paró el corazón, no tenía pulso. Me esperaba cualquier cosa excepto esa
llamada.
—Buenos días Sr. García. —No sé ni cómo me salió la voz—. ¿Ha recibido
usted mi email?
—Sí, precisamente por eso la llamo. He estudiado su propuesta. Me parece una
labor maravillosa la que llevan a cabo en la fundación. La idea de la subasta es…
divertida. Quiero informarle de que este año yo no podré asistir a su cena —
menuda novedad, no ha asistido ningún año—, pero en mi lugar asistirá mi hijo,
Unai García Jr.
¡Ale! ¿Cómo te quedas? Pues muerta, ¿cómo te vas a quedar?
—Será un honor para nosotros contar con la presencia de su hijo, Sr. García.
—Bien, pues si es tan amable de pasarme todos los datos necesarios, se los
haré llegar a él para que vaya preparándose. Muchas gracias por su atención
Srta. Valero, espero tener el honor de coincidir con usted en alguna ocasión.
Después de colgar el teléfono me quedé un rato embobada mientras miraba al
horizonte sin ningún punto fijo. Mi madre entró en ese momento en mi
despacho, sin llamar, para variar un poco.
—Hija, ¿estás bien?
—Mejor que nunca, ¿a que no sabes con quién acabo de hablar?
Le conté todo lo que había ocurrido y a la pobre casi le da un patatús. Lloró y
todo de la emoción.
Los días pasaron más rápido que nunca, tanto que casi no había tenido ni
tiempo de preparar la ropa que me iba a poner para la cena. Era de gala y no es
que yo tuviera muchas prendas para ese tipo de eventos, así que recurrí a la
persona que siempre solía salvarme el culo: mi mejor amiga, Ada. La conocía
desde que éramos pequeñas. Apareció un día en mi clase, era la nueva y bueno…
ya sabéis, los nuevos no suelen ser bienvenidos, pero yo me hice amiga de ella
enseguida. Para casualidades de la vida, resultó que vivía en la casa contigua a la
mía, así que nos hicimos muy muy amigas. Tanto que, a día de hoy, no podemos
vivir la una sin la otra, nos llamamos a todas horas y nos vemos siempre que
podemos.
—Dime que me llamas para darme buenas noticias.
—La verdad es que llamo para pedirte auxilio. Mañana es la cena de gala, aún
no he comido y necesito tu ayuda.
—Lo sé, y has tardado mucho en coger el móvil y darme un toque. Ven, tengo
un par de conjuntos preparados para que te pruebes.
—¿Al final no vas a venir?
—No puedo, sabes que iría encantada, pero… —Suspiró—. Tengo planes.
No quise agobiarla, cuando ella quisiese hablar lo haría.
Volví a casa cargada con un precioso vestido verde esmeralda, unos taconazos
negros y toda clase de complementos. Ada tenía muy buen gusto y sabía con
exactitud lo que me sentaba bien.
Mentiría si dijese que no estoy nerviosa. Estoy atacada. Nunca antes me había
sentido así ante una de nuestras galas benéficas. Supongo que el hecho de que
me subasten, es algo que aún no he asimilado.
Llegamos a la sala del Hotel Pryton, uno de nuestros mayores benefactores y
que además nos había cedido el salón más grande que disponía el hotel para
poder realizar el evento. La gente comenzó a llegar. Todo eran saludos, besos,
miradas, halagos… Demasiado para mí. Yo era la relaciones públicas de la
fundación, así que prácticamente todos los invitados me conocían, por lo que no
era de extrañar que viniesen a saludarme. Creo que no hubo ni uno solo de los
asistentes varones que no me halagase. Tendría que invitar a Ada a cenar alguna
noche en compensación por su buen gusto.
De pronto, me di cuenta de que todas las miradas se dirigían a una sola
dirección. Las seguí con la mía intrigada. Y así fue como supe que él había
llegado. No había duda alguna, ese hombre era Unai García Jr.
¡Madre del amor hermoso! Menudo espécimen tenía ante mí. No era de
extrañar que todas las miradas se dirigieran a él. Si es que estaba de toma pan y
moja. Alto, moreno, piel tostada y unos ojos verdes que quitaban el sentido. Su
mirada se encontró de repente con la mía y sonrió ladinamente. Ropa interior
desintegrándose en 3... 2... 1…
Comenzó a andar directo hacia mí y me entró el pánico. Comencé a sudar
como si me hubiese metido en una jodida sauna. No, esto no podía estar
pasándome a mí. Se me plantó enfrente y entonces fue cuando perdí los papeles
por completo y me quedé mirándolo como si fuese boba. Solo me faltaba que
cayese un chorro de babilla por algún lado de mi jodida boca abierta.
—Buenas noches, Srta. Valero.
¡Hostias! Su voz era... era… Terriblemente sexy. Mi ropa interior,
anteriormente desintegrada, ahora mis partes íntimas estaban chorreando de
excitación.
—Buenas noches. ¿Cómo sabe quién soy, señor…?
Intenté hacerme la interesante, pero, a juzgar por la sonrisilla que se instó en su
cara, no coló.
—Mi padre ha tenido a bien describirla detalladamente, incluso me ha
mostrado fotos suyas por internet.
¡Joder con Unai García Senior! ¡La madre que lo parió! ¿Me ha buscado en
Google?
—Entonces puedo dar por hecho que usted es Unai García Jr.
—El mismo. Aunque debo añadir algo más sobre usted, Srta. Valero. Mi padre
no mencionó que en persona es usted más bella de lo que muestran las
fotografías en internet.
¡Toma ya! Eso sí que no me lo esperaba.
—Esto… Muchas gracias por el cumplido. Ahora si no le importa, debo
abandonarlo. Tengo unos cuantos asuntos pendientes antes de que dé comienzo
la subasta, así que, ¿si me disculpa?
Estaba dispuesta a marcharme de allí cuanto antes, cuando de repente su mano
agarró mi muñeca con dulzura y se cernió sobre ella.
—¿Será usted una de las personas que se subasten esta noche? —preguntó en
apenas un susurro y yo asentí—. Bien, pues en un rato nos veremos, María.
Dijo mi nombre pegado a mi oído y os puedo asegurar que no ardí por
combustión espontánea de puro milagro.
La noche se me hizo corta hasta que llegó el momento de la subasta. El
corazón me iba a mil por hora. Durante la cena noté como Unai no me quitaba la
vista de encima. Sentía sus ojos en mi nuca y cuando nuestras miradas se
encontraban, podía notar cómo me desnudaba con la mente. Me estaba
volviendo completamente loca.
La subasta dio comienzo. Fue divertido ver cómo la gente se implicaba y cómo
no les importaba pujar y pujar hasta conseguir su objetivo. Tras media hora, por
fin llegó mi turno. Busqué a Unai con la mirada, lo había perdido de vista y no
sabía si es que se había marchado ya cansado de todo esto. Pero no, ahí estaba,
apoyado en una pared con las manos escondidas en sus bolsillos. Estaba tan…
tan… Sexy. Nuestras miradas se encontraron, yo sonreí con timidez y él me
devolvió la sonrisa. Después dijo algo gesticulando con los labios y desde la
distancia pude leer que decía: vas a ser mía.
—La siguiente señorita que subastaremos esta noche es la preciosa Relaciones
Públicas de la fundación, María Valero. Muchos de ustedes ya la conocen, pero
aun así les diremos que es una chica muy pizpireta, entregada a la causa y
compasiva. Dulce, soñadora y a veces un poco bruja. —Todos en la sala
comenzaron a reírse ante la broma de mi compañero Fernando—. Bien, damas y
caballeros, veamos quién da más. La puja comienza por cien euros.
—Mil euros —gritó el Sr. Hosman, un hombre encantador que para mí era
como un padre.
—Dos mil —gritó otro caballero.
Poco a poco las pujas iban subiendo. Yo observaba a Unai que miraba de forma
pasiva mientras la gente pujaba por mí.
—Diez mil euros a la una… —escuché que decía Fernando de repente.
¿Cuándo había subido tanto la puja por mí?—. Diez mil euros a las dos…
—¡¡Veinte mil euros!!
El silencio se hizo de repente en toda la sala. Nadie sabía quién era el que
había doblado la puja hasta que se giraron hacia el lugar donde se encontraba
Unai.
—Veinte mil euros a la una… Veinte mil a las dos… ¡¡Vendida por veinte mil
euros al caballero!!
La gente comenzó a aplaudir por inercia, mientras Unai se acercaba al
escenario con lentitud para recoger su... ¿Premio? ¿En eso me había convertido?
¿En su premio?
Me dio la mano y me ayudó a bajar los escalones. Después me llevó a una zona
apartada, lejos de miradas curiosas y oídos cotillas que no hacían más que estar
pendientes de nosotros.
—Está loco… ¿Cómo se le ha ocurrido pagar semejante suma de dinero por
mí?
—Porque puedo y porque creo que es dinero bien invertido. No olvidemos que
esto es una gala benéfica y que ese dinero ayudará a mucha gente. —Guardé
silencio, tenía razón y me sonrojé al pensar en que él ya me había avisado de que
iba a ser suya—. Además, no podía permitir que ese idiota te ganase. Te quería
para mí.
—Muy bien, pues ahora que ya me tiene... Dígame, ¿qué es lo que tiene
pensado para mí?
Estaba jugando con fuego, lo sabía, pero, ¿qué es la vida si no le echas un poco
de picante?
—Primero quiero que dejes de tratarme de usted y comiences a tutearme.
Segundo… aún no tengo muy claro qué es lo que voy a hacer contigo, pero no
será esta noche. Quiero que me des tu teléfono personal para poder ponerme en
contacto contigo y así planear una velada en condiciones, y digna de los veinte
mil euros que acabo de gastarme.
Me guiñó un ojo y después me dedicó media sonrisa… la media sonrisa más
bonita que había visto en mi puñetera vida. Le hice caso sin apenas pestañear.
Saqué mi móvil para tomar nota de su número y así hacerle una llamada perdida,
pero me lo quitó de las manos una vez lo había desbloqueado. Grabó él mismo
su número y se llamó así mismo. Después me lo devolvió, me cogió de la cintura
y me dio un beso en el espacio que había entre mi cuello y mi clavícula.
—Hablamos pronto, ahora debo irme. Sueña conmigo esta noche.
Inspiró fuerte reteniendo mi olor, se dio media vuelta y se marchó sin darme
tiempo a reaccionar.
Esa misma noche, recibí un mensaje de texto:
Gracias por una noche tan interesante, creo que mi inversión ha sido una gran
elección… Pronto lo sabremos.
Que descanses.
No le contesté, pero sí que me quedé un buen rato mirando la pantalla de mi
móvil.
Pasé una semana entera sin apenas tener noticias suyas, lo que en parte me
cabreaba y al mismo tiempo me aliviaba. Era una sensación extraña. Bien es
cierto que de vez en cuando me mandaba algún que otro mensaje de texto,
escueto, y yo le contestaba con poco más que unas gracias, buenas noches,
igualmente… Hasta que llegó el día en que casi me da un ataque al corazón al
ver que habíamos pasado de los mensajes a la llamada telefónica. La típica
llamada que hace que tu mundo se ponga patas arriba, esa llamada que te da más
miedo que Chucky y Freddy Krueger. La típica que no coges a la primera porque
te cagas encima. Dejas que suene y suene hasta que se corta y al minuto vuelve a
sonar… La misma que esperas con ansia pero que al mismo tiempo rezas para
que no llegue nunca.
—¿Sí? —contesté tímidamente.
—Hola, María —¡Oh, Dios! Su voz sonaba tan sexy como la recordaba—. Me
preguntaba si tenías planes para esta noche.
—Emm… No, la verdad es que no.
—Perfecto, entonces pasaré a buscarte por tu casa a eso de las nueve.
—Vale… Esto, no sé, por eso de ser un poco cortés y esas cosas… ¿No
deberías preguntarme si me apetece salir contigo?
—Te recuerdo que he pagado veinte mil euros por esta cita, creo que no hace
falta que pregunte.
—¡Ja! Pues entonces Don tengo más dinero que tú y hago lo que me sale de los
cojones, te vas a comer un mojón esta noche. Va a acompañarte a cenar o a lo
que sea que hayas planeado, Rita la cantaora.
Colgué el teléfono sin darle tiempo a réplica. Había conseguido enfadarme de
una manera que… que… ¡Aaaarrrggghhh!
Mi móvil volvió a sonar, lo miré de reojo y suspiré hondo antes de volver a
descolgarlo.
—¿Por qué me has colgado?
Parecía enfadado.
—Porque me ha dado la gana y porque no consiento que nadie tome decisiones
por mí y menos un desconocido.
Se mantuvo en silencio durante un periodo corto de tiempo y después lo
escuché suspirar.
—Tienes razón, disculpa por no haberte tenido en consideración y por no
haberte preguntado antes de dar por hecho que saldrías conmigo.
—Bien, eso está mejor.
Sonreí, había logrado que el señorito se bajase los pantalones.
—Entonces… ¿Te gustaría salir esta noche conmigo?
—Me gusta la idea, así que… Sí.
Con un vestido negro, de escote en pico, espalda descubierta y que llegaba
hasta las rodillas, acompañado de unos taconazos de escándalo. Así era como me
había vestido para mi cita y si hubieseis visto la cara de Unai al verme…
¡Lástima de no haber sacado el móvil en ese momento y grabarlo!
—¿A dónde vamos? —pregunté ansiosa por saber a dónde íbamos.
—Es una sorpresa, pero creo que te va a gustar. Pero para no cometer ningún
error… ¿Dulce o salado?
Lo miré perpleja. La pregunta me había pillado con la guardia baja. No me la
esperaba.
—Dulce.
—¿Algún tipo de alergias alimenticias?
—No, puedo comer de todo.
—Perfecto.
Lo miré de reojo, me ponía muy nerviosa no saber hacia dónde nos dirigíamos.
Pasados unos minutos, estacionó su coche frente a un pequeño local que estaba
cerrado.
—Espera aquí unos minutos, enseguida vuelvo.
Observé cómo se acercaba a la puerta que estaba al lado del local, de la que
salió una mujer mayor con una sonrisa muy dulce. Le dio una cesta de mimbre
tipo picnic y se despidió de ella con un beso. Volvió con paso ligero al coche,
guardó la cesta en el maletero y volvió a ponerse al volante.
—¿Lista? —me preguntó con una preciosa sonrisa y yo no pude más que
asentir a pesar de no tener ni idea de lo que iba a suceder.
Cuando llegó y tocó al portero, estaba ya mareada de dar vueltas por mi casa.
Los nervios me consumían por dentro. Abrí la puerta algo temblorosa y me lo
encontré ahí, vestido de una forma casual, con unos vaqueros ceñidos y una
camiseta negra de cuello pico. Estaba tan sexy… Me derretí solo de mirarlo.
—Hola.
—Hola —me contestó con una sonrisa de esas que te revuelven las tripas en el
buen sentido de la palabra—. ¿Puedo pasar?
—Claro que sí. —Me aparté para dejarlo pasar—. ¿Te ha costado mucho
aparcar?
Unai me miró sorprendido.
—¿En serio me vas a preguntar por el aparcamiento?
—Perdona, es que… —No pude seguir hablando.
Unai se acercó a mí, acunó mi cara entre sus manos y cuando quise darme
cuenta había juntado sus labios con los míos. Me besó con tanta dulzura que algo
se rompió en mi interior y comencé a llorar como nunca antes lo había hecho. Él
se bebió una a una todas mis lágrimas y me abrazó con fuerza. Cuando finalizó
el beso, juntó su frente con la mía y se quedó así durante un largo periodo de
tiempo, como si intentase grabar mi cara en su memoria.
—Tienes que dejar que asimile las cosas. No puedes rechazarme como lo
hiciste porque tú creas que te tengo miedo o vete a saber qué era lo que
pensabas.
—Tuve miedo.
—¿Miedo de qué? ¿De que solo con mirarte la primera vez me robaste el
corazón? ¿De darte cuenta de que no puedo separarme de ti? ¿De que solo hace
dos semanas que nos conocemos, pero sé que quiero estar contigo? ¿Qué me
vuelves loco? ¿De eso tienes miedo?
Lo miré con los ojos anegados en lágrimas y sonreí.
—Miedo a que me rechazaras, miedo a que me calaras tan hondo que después,
cuando te alejaras de mí, no pudiese vivir sin ti. Miedo a enamorarme, miedo a
sentir, miedo a lo rápido que vas.
—Pues deja de tener miedo y deja que lo nuestro vaya cociendo poco a poco.
Disfrutemos de cada momento, de cada experiencia, juntos. Déjame intentarlo.
—¿Y si no funciona?
—¿Y si sí funciona?
Un año después…
—¿Estás lista, nena?
Me acerqué a Unai para que me ayudase a subir la cremallera de mi vestido.
—En cuanto me abroches el vestido y me ponga los zapatos podremos irnos.
—Vamos a llegar tarde cariño y tu madre nos matará.
—Vamos perfectos de tiempo. Además, por un año que no tengo que estar en
la puerta recibiendo a los invitados…
Unai se rio con ganas, yo le guiñé un ojo y me di la vuelta para coger mi bolso
de mano, cortesía de mi dulce amiga Ada.
Cuando llegamos al hotel donde cada año realizamos las cenas benéficas, mi
madre ya estaba en la puerta recibiendo a todos los invitados y ansiosa porque
apareciésemos.
—¡Oh! Al fin llegáis. Estáis guapísimos.
Hay que decir que mi madre estaba perdidamente enamorada de Unai y cuando
él aparecía en su campo de visión, no existía nadie más.
—Hola, suegra, tan guapa cómo siempre.
—Prohibido llamarme suegra hasta que le pongas un anillo en el dedo a mi
hija.
—¡MAMÁ!
—¿Qué pasa? ¿Una madre no puede mirar por los intereses de su hija?
—¡Dios mío, mamá, pues claro que no! Y menos de esta manera tan… tan…
—Tan nada, María. Tienes que cazar a este hombre maravilloso y para ello
debe ponerte un anillo en el dedo.
¡Joder con mi madre!
Tiré de Unai y lo separé de ella antes de que la cosa fuese a más y yo saliese
despavorida de allí.
—Nena, debo ausentarme un segundo. —Lo miré extrañada porque nunca me
dejaba sola—. Será solo unos minutos, te prometo que vuelvo enseguida.
—No tardes, por favor.
Me quedé allí plantada observando a la gente que este año había decidido
asistir. Había que reconocer que, desde que la jet set se había hecho eco de la
noticia de que Unai y yo estábamos juntos, muchos de ellos habían querido
unirse a la causa y aportar dinero a la asociación. De esta manera habíamos
conseguido hogares nuevos para las futuras mamás y llegado a más gente que
necesitaba nuestra ayuda.
El maestro de ceremonias hizo acto de presencia en el escenario para dar por
inaugurada la cena y nos pidió por favor que nos dirigiéramos a nuestras
respectivas mesas. De pronto, todos los invitados se quedaron quietos, no se
movían, parecían congelados. Me dieron un susto de muerte. La canción Rude
del grupo Magic comenzó a sonar por los altavoces, los invitados comenzaron a
moverse a mi alrededor y de pronto, Unai, apareció en el escenario micrófono en
mano y comenzó a cantar la canción, pero traducida al español. Poco a poco la
gente fue haciendo una sencilla coreografía que me dejó estupefacta. Mi chico
desde el escenario sonreía a la vez que iba cantando y mirándome fijamente.
Poco a poco todos mis amigos fueron apareciendo por detrás de todos los
invitados y se acercaron lentamente a mí, igual que Unai que fue descendiendo
para acercarse. Una vez estuvo frente a mí, dejó de cantar y se arrodilló sacando
una pequeña caja de terciopelo rojo del bolsillo de su chaqueta.
—María, solo hace un año que nos conocemos, que estamos juntos, pero desde
el principio supe que eras la mujer de mi vida. No deseo pasar el tiempo con
nadie más que no seas tú. Me acuesto cada noche y me despierto cada mañana a
tu lado y no hay nada que me llene más en la vida que hacerte feliz. Así que,
cariño, si me lo permites, quiero seguir haciéndote feliz por el resto de nuestras
vidas. ¿Quieres casarte conmigo?
Lo miré con la boca abierta, observé a mi madre que lloraba a moco tendido
junto al padre de Unai que hasta ese mismo momento no me había percatado de
que había venido. A Ada y Yago sonrientes, y el resto de implicados en esto, con
lágrimas de emoción por lo que estaban viviendo. Después volví a mirar a mi
chico con una enorme sonrisa bañada de lágrimas.
—Sí, sí y mil veces sí.
Unai se levantó, me colocó el anillo y me besó hasta que nos faltó el aire
mientras la gente nos aplaudía con ímpetu.
Y LA VIDA SIGUÓ…
BERNICE XANTHEPARIS
Con una sonrisa en su rostro, despertó. Podía tratarse sin duda de un día
cualquiera, otro más, pero no lo era. Aunque su vida había pasado por un
momento, cómo llamarlo…, “caótico”, años de lucha ya formaban parte de su
vida y carácter.
Clara no era mujer de lágrimas y de dejarse vencer. Tomó la riendas de su vida
como siempre había hecho, con una sonrisa en los labios y aceptando su
“condición” de seropositivo desde niña.
Que contrajera la enfermedad por transfusión no la diferenciaba del resto de
compañeros del centro, ni tampoco que fuera heterosexual. Sinceramente, estaba
cansada de los estereotipos e ignorancia de la sociedad frente a la enfermedad.
Pero, de igual manera que se podía encontrar con gente necia e inculta, había
conocido a gente desinteresada y maravillosa; entre ellos, David.
David era terapeuta en el centro donde ella iba por las tardes, un lugar
acomodado para acompañar a familiares y personas con VIH. A lo largo de los
años, los centros habían ido cambiando gracias a los avances médicos en la
enfermedad y dejaron de ser espacios para ofrecer una muerte digna para
convertirse en lugares donde asesorar sobre una enfermedad crónica. Y ella se
transformó de paciente a una de tantos voluntarios que ayudaban, sobre todo a
gente sin recursos. Y David, con el tiempo, se había convertido en un pilar
importante de su vida, un amigo y quien le hacía sonreír cada día. Y esa mañana
tan distinta y tan especial era la razón de una sonrisa que le llegaba a los ojos.
El proyecto que iba a compartir junto a David le llenaba de ilusión y esperanza,
pues ella mejor que nadie sabía que su enfermedad no siempre dejaba vivir a las
personas que la sufrían. Por eso, el proyecto Una sonrisa, un beso era una parte
importante que se iba a desarrollar en el centro, y ella formaba parte de él.
Que David contara con ella para iniciar ese bello proyecto era, sin duda, algo
que atesoraba en su corazón. No sólo aportaría parte de sí misma, sino que
pasaría más horas con el hombre que le había robado el alma.
Esa mañana, su trabajo se hizo pesado y aburrido. En sí, solamente deseaba
llegar al centro y empezar a preparar junto a David el proyecto. Muchos
familiares iban a invertir horas desinteresadas para ayudar a quien más
necesitado estaba de compresión y cariño para afrontar la enfermedad y llevar
una vida digna; porque si algo tenía claro ella era que eso era posible. Y aún en
los momentos de bajón en los que su cuerpo se resentía, nunca abandonaba y
siempre sonreía.
Llegó con prisa, y no porque fuera tarde; tenía tiempo de sobra, pero sus ganas
de meterse de lleno en el proyecto y su creciente necesidad de ver a David le
hacían correr por las calles. Cuando entró al centro, saludó a todo el mundo. Sus
ojos buscaban al hombre que le había robado el corazón y devuelto con su
amistad el deseo de sentir piel con piel. Aunque ella nunca le diría lo que sentía,
y no por miedo a un rechazo por su enfermedad; la última persona del mundo
que haría eso sería David: él había vivido en su propia familia el día a día de la
misma con su hermano que, por desgracia, falleció. Por eso, él entregó en cuerpo
y en alma su propia vida para ayudar a todos los que pudiera. Aun siendo
pequeño, lo vivió en primera persona y, cuando explicaba su experiencia a los
familiares nuevos del centro, se notaba el dolor de la pérdida en sus palabras;
pero, a la vez, la esperanza de poder ayudar y que se sobrellevara lo mejor
posible. Al fin y al cabo, una vida sigue siendo vida, estés infectado o no.
La gente tenía muchas dudas aún generalizadas por el Síndrome de la
Inmunodeficiencia Adquirida (SIDA). Ella misma recordó las dudas que
asaltaron a su madre cuando supo de su enfermedad. El caso de Clara fue
bastante sonado: una niña que, después de ser operada por una apendicitis,
adquirió la enfermedad a través de una transfusión. Era bastante difícil que se
colara sangre infectada en el hospital, pero pasó. Para una niña de cuatro años
que poco entendía de enfermedades, aquello no supuso un problema,
simplemente creció con ello y, cuando empezaron los síntomas a los diez años
más o menos, su madre estuvo a su lado. Las constantes infecciones en el cuerpo
juvenil de Clara eran un ir y venir de médicos; el cansancio extremo, la pérdida
de peso, la formación de hematomas, la fiebre, los sangrados sin causa
aparente… Todo eso en la vida de una adolescente causaba malestar y en su
entorno escolar, era difícil de sobrellevar. Pero, para ella, su vida entre libros,
lecturas y el amor de su madre amortiguaron golpes en su día a día y le
enseñaron a ser más fuerte. Y, poco a poco, adquirió el carácter alegre y las
ganas de vivir que era característico de ella e inspiraba a mucha gente del centro.
Por eso, David la eligió. Y, porque sin ella saberlo, estaba locamente enamorado
de la energía y positividad que la mujer desprendía.
Entró en la sala habilitada para el proyecto Una sonrisa, un beso. Iban a
preparar todo lo referente al proyecto. Cursos, seminarios, reuniones,
conferencias, presentaciones de libros… Ayudar con tratamientos distintos a las
personas con más dolores y problemas, como incluir profesionales de la
medicina alternativa de diferentes orígenes: homeopatía, ayurveda, medicina
tradicional china, antroposofía… Para los usuarios, organizar cursos de masaje
chino de los síndromes específicos, inmunosupresión; organizar cursos de
biodanza, Raja Yoga, hatha yoga, taichi chuan; organizar jornadas de
sensibilización a una alimentación natural…
Vio a David, que se encontraba en la mesa que habían dispuesto para ir
organizando documentación e información. Con él, algunos voluntarios que ya
habían llegado le ayudaban.
Levantó la vista y la vio: allí estaba, de pie, observando todo a su alrededor con
su sonrisa y ese brillo en sus preciosos ojos turquesa. Admiraba su melena
castaña, siempre recogida, y se imaginaba cómo caería sobre la almohada, la
suya. Clara se dirigió a la mesa y se puso manos a la obra, ayudando a los demás
compañeros en los preparativos.
La tarde pasó en un suspiro. Ya tenían la mitad de las cosas organizadas y,
poco a poco, irían preparando los folletos y dejando las salas específicas para los
actos que organizarían y para las sesiones de distintas terapias que allí se darían.
Casi todos se habían marchado del centro y David tenía que cerrar. Las
personas que allí quedaban eran los dos últimos voluntarios y Clara, que era una
de las ultimas en irse siempre.
Esa noche, el ambiente en la calle empezaba a ser cálido; se acercaba el verano
y, aunque la primavera había dejado hasta hacía unos días lluvia, ya se respiraba
el ambiente de las terrazas de los bares.
Acabaron de recoger por fin y ella acompañó a David a cerrar las puertas del
local. David iba dubitativo y más callado de lo normal, y ella pensó que debería
ser por los nervios del proyecto y las horas invertidas; era un trabajo muy duro y
él era muy perfeccionista. Pero la realidad era otra. La verdad es que no sabía
cómo decirle que le gustaría cenar con ella esa noche, pues ya llevaba tiempo
queriéndolo hacer y esa era una buena oportunidad: se habían quedado solos y el
momento era inmejorable. Pero su mente rebatía con el rechazo de Clara.
Acabaron de cerrar y los dos se quedaron observando las persianas como si
ellas pudieran decir las palabras que les faltaba pronunciar. David se tocaba el
pelo de manera compulsiva y ella estaba por despedirse e irse a casa. El silencio
se hacía latente entre ellos y solo el palpitar de sus corazones resonaba en sus
oídos. Clara hizo el gesto de despedirse de Carlos, y él la miró; le sudaban las
manos y sentía un leve sudor recorrer su espalda.
—Clara —le dijo dubitativo.
—¿Sí? —le respondió con una sonrisa.
—Me gustaría que fuéramos a cenar juntos, así podremos hablar del proyecto
—mintió.
—Claro, el proyecto… Sí, sí, podemos cenar juntos —lo dijo con la boca
pequeña, con cierta desilusión. Él no quería quedar con ella como mujer…
David observó cómo los ojos de Clara se tornaban fríos y distantes, como si su
mente en ese momento no estuviera allí con él. Sintió la sequedad de la
contestación de la mujer y hasta un poco de malestar. Eso lo tendría que analizar
en la cena, ver dónde se había equivocado en su invitación. ¿Quizá la elección de
palabras no hubiese sido la correcta? ¿Quizá su molestia era porque ella también
se sentía atraída hacia él?
Fueron juntos hacía un bar cercano donde servían excelentes ensaladas y
comida natural. El silencio fue testigo en todo el camino, así como las miradas
esquivas tanto de uno como del otro.
Cuando por fin les dieron paso a la mesa y se sentaron uno frente al otro,
David decidió romper el frío silencio que les rodeaba y que no les hacía parecer
ellos mismos.
—¿Qué te apetece? Estás muy callada —Clara le devolvió la mirada con una
sonrisa.
Tenía razón, se estaba comportando como una niña con su silencio, así que
decidió disfrutar de la compañía de un amigo y dejarse de cuentos de príncipes
enamorados…
—No te preocupes, a veces dejo volar demasiado a mi cabeza. Vamos a ver
qué tienen en la carta —le dijo con una sonrisa y un brillo renovado en sus ojos.
Los dos se abstrajeron por un momento en la carta de platos que les había
dejado el camarero nada más sentarles.
—¿Pedimos una ensalada compartida y un plato? —preguntó David, asomando
sus ojos por encima de la carta.
—Por mí, perfecto. No suelo cenar mucho.
El camarero les tomó la comanda: se habían decidido por una ensalada
completa. David eligió de primero musaka griega y ella optó por la quiche de
tomates cherry y provolone; de beber, los dos se decantaron por agua.
Mientras esperaban el servicio de la cena, entablaron una amena conversación
en torno al centro y a su proyecto. Entre miradas y risas, dejaron la conversación
de trabajo para pasar a cosas más íntimas. A David le encantaba practicar
baloncesto, cosa que hacía de vez en cuando con un amigo de la universidad, el
mismo que mantenía una relación con una mujer también con la enfermedad. Era
muy loable todo lo que él hacía en su vida y cómo la misma giraba en torno
ayudar a los demás.
Ella también le explicó un poco sobre el día a día de su trabajo como
administrativa en un organismo oficial y lo que le costó superar las pruebas de
acceso y cómo luego se rebatió su caso por su enfermedad. Pero estaba claro
que, en esos años, todo había cambiado bastante y aunque aún tenían un duro
camino que recorrer en torno a la ignorancia y los miedos de algunas personas,
ella se daba por satisfecha con sus pequeños logros y las amistades que había ido
cosechando a lo largo de su vida, gente que no la trataba de manera distinta y la
apreciaba como la persona que era.
David no permitió que ella pagase la cena y se marcharon de allí entre risas y
algún que otro leve tonteo sin importancia; pero, sin darse cuenta, se estaban
dejando llevar y eso les hacía sentirse cómodos el uno con el otro. Él decidió
acompañarla a su casa, sentía la necesidad imperiosa de pasar más tiempo cerca
de ella, tanto como de rozar su piel o besar sus labios. Esa intimidad empezaba a
aflorar entre los dos. A ella le costaba mantener las ganas de agarrar su mano
mientras conducía; un gesto íntimo y que le encantaba, posar su mano en la suya
mientras la tenía en el cambio de marchas del coche. Su mirada iba hacia esa
mano que le provocaba una humedad recelosa en su miembro. Nunca había
sentido esa impetuosidad de ser amada por alguien. Solo con él.
Llegaron a su casa, ella con la pena de que la velada fuera a finalizar y él con
la necesidad de alargar el momento. Decidió, como un caballero, aparcar y
acompañarla hasta la puerta; quizá de esa manera, se atreviera a dar un paso más
con ella.
Los dos se quedaron parados en la misma puerta, sin dejar de mirarse, pero sin
decirse palabra alguna. Los segundos, minutos, pasaban imperceptibles; era
como si el tiempo se hubiera detenido y el arco de sus ojos no diera paso a nada
más que alcanzar con ellos su propia alma.
Clara, a la vez, tenía la sensación de que, si dejaba pasar esa oportunidad, su
relación se tensaría y ya no sería lo mismo, así que optó por dar un paso de
valentía, siempre lo había sido y ahora no iba a ser menos…
—Me gustaría que subieras conmigo —le dijo mientras cogía su mano en un
gesto cariñoso.
—Me encantaría. —Esa simple respuesta y la manera con la que la miró y se
aferró a su mano fue el paso que ambos necesitaban para atreverse a dejarse
llevar.
Clara abrió la puerta y él entró detrás, observando su cálido hogar. Colores
suaves y otoñales pintaban sus paredes; hermosos cuadros de puestas de sol,
montañas, playas, y una sensación de vida, de plenitud, era lo que esa pequeña
estancia y su decoración le hacían percibir. Los muebles, en marrón claro y
sencillos, como ella. Un precioso sofá central en un burdeos acababa de rematar
ese colorido escenario de calma. Clara era muy amante de la cromoterapia y en
esa habitación, se notaba su mano en cada pieza sencilla de color bien colocada.
Ella le dijo que se sentara en el amplio sofá y se dirigió a la cocina a preparar
algo suave para beber: una copa de vino blanco sería lo ideal. Mientras se dirigía
hacia allí, encendió unas velas, esas que desprendían un suave olor a vainilla que
tanto le gustaba. El ambiente en sí era idóneo.
Se acercó con las copas en la mano, se sentó justo a su lado y le tendió su
bebida con una sonrisa que le llegaba a los ojos. David le cogió las copas y, sin
más, las dejó en la mesa; con sus manos, atrapó el rostro de la mujer sin dejar de
mirar a sus ojos turquesa, perdiéndose en sus pupilas dilatadas y ennegrecidas
por la expectación y cercanía de él. Esperaba como un gato enjaulado que algo
sucediera, deseosa, mientras su pecho henchido de expectación le empezaba a
causar dolor; pero no uno desagradable, más bien el típico dolor de querer ser
atendidos, lamidos y acariciados por él.
En un movimiento casi asustadizo, se acercó a ella y besó sus labios de manera
dulce, suave, sintiendo su paladar con su lengua, saboreando sus labios, bailando
dentro de su boca, haciendo que Clara suspirara a esa invasión placentera que era
que le besara. Las manos de ella, que se habían quedado paralizadas en su
regazo, fueron poco a poco abrazando al hombre por su cuello y acariciando su
pelo de manera delicada y cariñosa. El acercamiento entre los dos era cada vez
más apremiante y el dolor del tejido en su piel se hacía casi insoportable; el
deseo de desnudarse, de sentir piel con piel, empezó a ser parte importante de
ellos. David se levantó, dejando en ella una sensación de vacío casi dolorosa.
—¿Dónde está tu habitación?
Ella le indicó el camino y, sin soltarse de la mano, los dos fueron juntos a la
habitación de ella. David cogió un preservativo de su cartera y lo dejó en la
mesita de al lado de la cama, sin dejar de sonreír y admirar a Clara.
Empezó lentamente a desnudarla, retiró los botones de su blusa que dieron
paso a unos pechos turgentes, pequeños. David los miró con lascivia mientras
ella hacía lo mismo con él y le retiraba la camiseta por la cabeza. Después,
pasaron a quitarse los pantalones; los dos daban pequeños saltitos entre risas y se
iban rozando y besando para no perder el contacto, y por eso la simple tarea de
quitarse unos tejanos estaba siendo de lo más cómica.
Al final, cayeron en la cama, entre risas. Él la atrapó por las caderas y la subió
bien, retiró el sujetador y agarró sus pechos con las dos manos, amasándolos,
besándolos. Ella ya percibía la humedad de su sexo recorrer entre sus piernas, y
el molesto tanga y la pierna de David que le rozaba no ayudaban a evitar esa
sensación de necesidad que le ahogaba. Siguió castigando sus pechos con su
boca, mordiendo suavemente unas veces y con más fuerza otras; bajó por su
vientre y arremolinó su lengua en su ombligo, arrancándole gemidos de placer.
Con su mano, rozaba la tela del tanga que anudaba a su dedo, haciendo que se
rozará en el sexo de ella cada vez más.
—David, por favor…
—Shh… Déjame disfrutar de ti…
La necesidad de sentirse llena de él le dolía, necesitaba que le penetrara, pero
él seguía con su juego. Le arrancó el tanga y soltó un grito de sorpresa. Miró a
sus ojos, ennegrecidos de deseo. Su lengua empezó a ahondar en su sexo de
manera impetuosa y sus dedos se perdían dentro de su oquedad húmeda briosos,
con fuerza. Ella se contoneaba a su ritmo y él le aguantaba el vientre con su
mano, dejando sus movimientos reducidos al castigo que él le infligía.
—Por favor, no puedo más…
—Sí puedes, preciosa…
No dejaba que eso acabara nunca, era como estar casi rozando el cielo sin
llegar a tocarlo, perdiéndose en el placer que ese hombre le otorgaba llegando
casi a alcanzar el punto culminante para perderlo después cuando él detenía sus
movimientos. Su humedad resbalaba y sus gemidos se hacían oír por toda la
habitación. Su espalda se arqueó en busca de más fricción. Estaba a punto de
alcanzar el éxtasis cuando de nuevo David se detuvo y la miró con una sonrisa
ladina…
—¡Eres un demonio! ¿Cómo me haces esto?
—No te preocupes, princesa, acabo de empezar…
Alargó su mano y se colocó el preservativo mientras ella admiraba su verga
enfundarse dentro del látex con adoración y con la necesidad de sentirla dentro
suyo.
Se puso encima de ella y, muy lentamente, tan lento que casi dolía, la penetró.
De manera pausada, empezó a moverse. Clara estaba necesitada de ir más allá.
En un ataque de osadía, fuera de lo común en ella, le giró y se puso encima de él.
Poseída por el deseo de llegar al cielo con su polla dentro, le cabalgó con fuerza,
atesorando cada movimiento; sintiendo cómo se clavaba en ella; viendo su cara
de placer, sus pupilas dilatadas; sintiendo cómo su fuerza se escapaba con cada
jadeo. Él agarró sus caderas y le ayudó a marcar un ritmo más fuerte, más duro.
Sentía el dolor de su entrepierna mezclado con el placer de la fricción. Bajó su
mano a su clítoris y, mientras le montaba, se tocó, llegando así entre espasmos
envolventes al clímax. Esa sensación arrastró a David, que se dejó ir con ella…
Extasiados, exudados y relajados, se dejaron caer, yaciendo el uno al lado del
otro con sus manos unidas y sus miradas perdidas en algún punto del techo. El
cansancio se apoderó de ellos y se quedaron dormidos plácidamente abrazados.
Cuando sonó el despertador, David ya no estaba en su cama. Miró alrededor
ante la duda de que lo que pasó hubiera podido ser un sueño o no, aunque su
cuerpo dolorido no daba lugar a dudas de lo que allí había sucedido. Le vino un
olor a café recién hecho y oyó un leve movimiento en la cocina. Se puso lo
primero que pilló, que fue la propia camiseta de David, y salió guiada por el
aroma hacia la cocina. Allí, le vio trasteando en calzoncillos dentro de sus
armarios y le encantó esa sensación de compañía.
David se giró en cuanto la presintió. Llevaba algo en sus manos que ella no
puedo distinguir bien…
—Buenos días, preciosa.
—Buenos días. ¿Qué haces?
—¿A ti qué te parece? El desayuno.
Entró en la cocina y él no le quitaba los ojos de encima. Se la veía preciosa,
jovial y tremendamente sexy con su camiseta, que le cubría lo justo y dejaba ver
parte de sus nalgas bamboleando delante de sus ojos, un movimiento que le
estaba resultando excitante, y empezó a notar su miembro pulsar contra la tela de
su calzoncillo. Ella se giró, se acercó a él y le cogió el tarro de mermelada que
aún llevaba en su mano.
—Creo que será mejor que lo acabe yo. No te veo muy… mm… ¿interesado?
—le dijo señalando su miembro enhiesto.
—Eso ha sido culpa tuya y de esa… esa camiseta, que deja que se te vea ese
culo. No soy de piedra, ¿sabes? —dijo señalando de arriba abajo con su dedo la
camiseta que llevaba puesta.
Entre risas y bromas, desayunaron. Ese día, el sol lucía como nunca o, por lo
menos, para ellos dos era el inicio de algo maravilloso.
David fue el primero en marcharse, tenía que ir a cambiarse a su casa antes de
entrar en el centro. Se despidió de ella con un dulce beso y un “hasta luego”.
Clara, por su parte, se duchó lo más aprisa que pudo porque, por primera vez en
años, llegaría tarde. Pero no podía separarse de él y alargaron el momento de
abrazos y risas hasta que ya no se pudo más.
Habían decidido salir ese viernes a la noche a pasar el fin de semana en un sitio
en las afueras que conocía David, una casa rural de una amiga en donde tendrían
su propia cabaña en plena naturaleza y disfrutarían de momentos a solas.
Clara iba por la calle embobada y ensimismada, con una sonrisa que cualquiera
que la viera podría pensar que le había tocado la lotería. La mañana se le hizo
eterna, los compañeros le preguntaban intrigados por esa desproporcional alegría
incluso para ella, a lo que respondía con evasivas y una sonrisa.
Salió del trabajo como alma que lleva el diablo, veloz, con deseos de ver a
David. Ya lo habían hablado y en el centro, su comportamiento sería por ahora el
de un técnico y una voluntaria. Más adelante, lo hablarían con dirección,
esperando que no supusiera ningún problema. Ella quería seguir siendo
voluntaria, ya que ese sitio formaba parte de su vida.
La tarde pasó rápido, entre miradas furtivas y esquivas. El deseo de estar juntos
de nuevo, de conocerse mejor y de empezar una relación era algo que se palpaba
en el ambiente. Era rozarse sin querer y una descarga eléctrica consumía su
cuerpo.
Acabaron de recoger y salieron con prisa del local. Primero, pasarían por casa
de Clara para recoger la maleta que había preparado esa misma mañana; él ya
llevaba la suya en el coche.
El viaje fue ameno y divertido. Las dos horas de camino pasaron volando
mientras hablaban de inquietudes y de sus vidas.
Ya había anochecido, pero con todo y eso, el lugar era de una belleza
desbordante, así como la tranquilidad que se respiraba. David aparcó, sacaron las
maletas del coche y se dirigieron a recepción con el deseo de llegar a su cabaña e
instalarse. Habían parado a cenar en el pueblo, así que era el momento de darse
una ducha y abrazarse juntos en el sofá, disfrutando de la compañía que tanto
anhelaban.
Ese fin de semana para ellos fue una especie de terapia en donde todas las
dudas que podían generar por mantener una relación estable fueron habladas,
tratadas e incluso resueltas. Para Clara, el mayor miedo en su relación era la
incapacidad de tener hijos. No porque no fuera posible, porque lo era y más con
los últimos tratamientos, pero los riesgos que conllevaban le daban pánico y ella
ya había aceptado que su vida en esa faceta estaba anulada. Pero la reacción de
David ante ese punto en particular la dejó de piedra: el hombre del que estaba
enamorada era un ser maravilloso que entendía y comprendía su enfermedad de
sobremanera y él siempre había querido adoptar algún pequeño con VIH, y eso
sabía que no era una cosa que se pudiera compartir con cualquier persona, solo
una que entendiera y pudiera amar a esa criatura sin prejuicios era la idónea. En
ese caso, ella lo era…
Un año después…
El sudor se desplazaba por su rostro mientras la pelota rebotaba de un lado a
otro de la cancha. David corría detrás de ella y su amigo intentaba que no
encestara. Como cada domingo, los dos amigos quemaban adrenalina en esa
cancha de básquet, donde después hablaban de su día a día. David había
conocido a Aitor en la universidad y, aunque cada cual tenía una vida, un trabajo,
intentaban pasar esos momentos y disfrutarlos, ya que los dos tenían cosas en
común y compartir confesiones sobre sus parejas con VIH era una de ellas.
—¿Nervioso? Te vas a unir a un club muy selecto —le comentó Aitor mientras
secaba su sudor con la toalla.
—Creo que no lo puedo estar más. Solo quedan quince días —David
descansaba apoyado en la pared mientras hidrataba su cuerpo con agua.
Los amigos se despidieron hasta la siguiente vez que se volvieran a ver. David
fue a su coche, aún tenía que preparar muchas cosas. En tan solo quince días
estaría casado con la mujer más maravillosa del mundo.
Clara había pasado por una crisis de la cual ya estaba recuperada, pero eso le
había hecho perder peso y ahora estaba histérica por todo el follón del vestido de
novia. David se reía ante los ataques de histeria de la pobre. El móvil estaba que
echaba humo de mensajes de ella. Se armó de paciencia y contestó a cada
mensaje.
“No te preocupes, las flores están ya pedidas, cariño…”
“Sí, sí, el restaurante ha confirmado el cambio de menú…”
“No creo que sea necesario avisar al cura para eso, mujer… No seas tonta y
relájate…tq”
“En un rato, iré para casa, tengo que pasar por un sitiooo…
¡¡¡¡Sorpresaaaa!!!!”
David sabía que Clara estaba muy estresada y había decidido comprar comida
preparada, algo especial a base de marisco y un buen vino. También había
comprado varios aceites esenciales para hacerle un masaje sensual y relajante.
Necesitaba desconectar de todo, boda incluida. Aquel día cuidaría de ella y la
trataría como una reina.
Llegó a casa con las manos llenas de bolsas, abrió la puerta y se encontró a
Clara limpiando como una posesa y con la música a todo volumen. Se giró en
cuanto le oyó, con una sonrisa amplia y cara de circunstancias.
—¿Preciosa…? Umm… ¿Qué haces? —dijo sorprendido de que estuviera otra
vez limpiando cuando esa misma mañana ya le había dado por limpiar hasta la
casa de la vecina si le hubiera dejado.
—¿No lo ves? ¡Limpiar! Necesito estar entretenida, cielo.
—¿Puedes parar con el plumero? Me gustaría comer tranquilo con mi futura
mujercita. Anda, ven aquí y dame un beso…
Clara dejó el plumero, se acicaló un poco la coleta y se acercó hacia él de
manera lenta e insinuante, con una sonrisa llamativa que hacía temblar los
cimientos de David. Se lanzó a sus brazos y tuvo que dejar las bolsas en el suelo
para poder agarrar por la cintura a su amor; entre sus manos, era una muñeca
frágil, adorable y tierna. Le dio besos por toda la cara y él sonrió a ese acto
reflejo tan cariñoso y gracioso de su futura mujer. Recordó todos y cada uno de
los días vividos con ella y cómo el deseo de hacer una vida a su lado se fue
haciendo más y más latente hasta que se lo pidió.
—¡Suéltame ya! —le dijo entre risas—. ¡A la ducha, preciosa! Voy a preparar
la comida, que vengo famélico —le propuso, bajándola y dándole una suave
cachetada en la nalga.
Mientras ella se duchaba, él lo predispuso todo de manera romántica: bajó las
persianas, encendió velas por toda la estancia, dispuso la mesa y calentó la
comida que le serviría a su princesa, porque eso era ella para él.
Clara salió de la ducha y una suave música le llegó a través de la puerta, así
como el perfume de sus velas favoritas. Se secó el pelo lo más rápido que pudo y
se vistió, deseando ver qué le había preparado esa vez David. Siempre le
sorprendía con algo nuevo y la colmaba de atenciones. Más feliz no podía ser…
Salió y se sorprendió con la dulzura con la que lo había preparado todo. Le
devolvió una mirada casi empañada por las lágrimas, y él vio sus ojos
humedecerse y se acercó a ella, le pidió la mano y se la besó, como un caballero
andante que cortejaba a su dama. Ella suspiró. La acompañó a la mesa, donde la
acomodó y empezó a servir las delicias que había comprado en aquel
restaurante.
Entre risas, pasaron la velada. Cuando acabaron, no la dejó que recogiera nada,
le mandó sentarse cómoda en el sofá mientras él trasteaba en la cocina y dejaba
la sala impoluta. Se acercó con una sonrisa ladina en los labios y las manos tras
la espalda. Ella ladeo su cabeza intentando ver lo que el ocultaba, pero no la
dejó. Con voz ronca y profunda, dijo:
—Desnúdate entera…
Ella no dijo ni una palabra, tragó saliva ante la orden y se empezó a desvestir
lentamente. Le encantaba el juego de dominación que algunas veces ejercía
David.
David apagó las luces y le indicó que se tumbará en un diván que tenían y que
no levantara la cabeza de entre sus brazos. Ella obedeció, expectante a lo que iba
a suceder. Las manos de él impregnadas de aceite se pasearon por su cuerpo,
dibujando de manera suave sobre su piel círculos y deslizando el líquido viscoso
por todo él. Percibió su sexo humedecer a su tacto, pero él no pensaba poseerla,
solo quería que se relajara dejándose llevar por la sensación de sus manos
recorriendo su piel, adorándola, amándola, sintiéndola…
El día…
Allí parado frente el altar, con un sudor perlado recorriendo su frente y una
sonrisa casi nerviosa, estaba esperando que ella apareciera por la puerta. Los
familiares y amigos sentados en los asientos de la pequeña capilla susurraban en
voz baja, mientras el cura procuraba que los últimos detalles estuvieran
perfectos. Los nervios empezaban hacerse notar en David; le flaqueaban las
rodillas y no hacía más que comprobar la hora y mirar en dirección a la puerta,
deseando que llegara.
Se abrieron los portones y una luz inundó el claustro, dejando entrever entre
ella la sombra de un ángel. Era Clara.
La música de Vangelis elegida para la ocasión empezó a sonar y ella avanzó a
paso lento, con su vestido rozando levemente el suelo y el velo cubriendo su
hermoso rostro. A su paso, las miradas se posaban en ella y los flashes de las
cámaras saltaban de un lado a otro, creando en la mente de David la sensación de
ver a su ángel eterno y grácil flotar entre los pétalos de rosa de la alfombra roja
que tenía a sus pies.
Llegó a su lado y sus miradas se perdieron en la levedad del momento. Le besó
su mano y la sostuvo mientras el párroco empezó con la misa para bendecir sus
votos matrimoniales.
Ellos consagraban más que un amor allí, consagraban la libertad de amar y ser
amado por cualquiera que fuera su situación, enfermedad o no. Ellos podían ser
la viva estampa de que la vida se tiene que vivir, que los sentimientos puros no
conocen de sexo ni de enfermedades. Eran uno más de tantos que habían
superado el día a día y se habían trasformado en mejores personas, sin juzgar, sin
establecer cánones de valores enquistados. Por eso, su unión era algo más que un
compromiso de amor; era un compromiso de vida, de lucha, de actitud frente a
posibles situaciones venideras, y juntos lo podrían superar. Porque si se quiere,
la vida puede darte lo que necesitas. Solo se debe de salir allí fuera y vivirla,
sentirla, abrazarla… amarla.
Sellaron su amor en un beso, entre aplausos y lágrimas de los presentes. Esa
nueva etapa era solo el principio. En su lista de felicidad, estaba añadir un
miembro más en su corazón. Pero eso sería una etapa más de tantas que
afrontarían con ilusión y la dicha de poder estar juntos y plenos sin mentiras.
NO MÁS MIEDOS
LISA AIDAN
La palabra baja y contundente saliendo de los labios de la mujer rompió el
silencio.
—No. —
—Aún no he dicho nada —respondió Aitor, no demasiado sorprendido.
—Ni falta que hace —replicó sin mirarlo mientras continuaba con el trabajo
que tenía entre manos—. Sé lo que vas a decir. No. —Magda alzó la mirada y,
por una fracción de segundo, lo miró con una expresión que indicaba que estaba
claramente cansada de aquella conversación.
—Eh, vamos, Magda. Solo te he mirado —protestó en defensa propia.
A su favor debía decir que sí, solo la había mirado, aunque tal vez más tiempo
de lo socialmente aceptable.
—Ya —admitió ella—. Sigue siendo no —volvió a decir.
—Y ¿por qué no? —Andrés, el técnico electricista, sonreía mientras
continuaba su trabajo siendo testigo de toda la escena. Magda se alejó—. Algún
día cederá y saldrá a cenar conmigo.
—Olvídalo —aconsejó el otro hombre.
—¿Por qué? —No quería olvidarlo.
—Nunca la he visto dejar a Zoe con una canguro por una cita que no fuera
laboral —advirtió.
—Sé que le gusto.
La había visto mirarle de soslayo alguna que otra vez. Estaba convencido de
que a ella también le atraía.
Andrés empezó a reír.
—Todos los hombres quisieran tener tu seguridad, amigo. Y después de haber
recibido tantas calabazas como tú. Es más, no creo haber conocido a nadie que
haya obtenido tantas negativas de la mujer que le gusta —Se mofó el técnico
rememorando su no relación con la mujer que ocupaba sus pensamientos.
—Vamos, dame una pista. Ella tiene confianza contigo y con Sara, tu mujer.
Algo te habrá contado, o a ella —por mucha seguridad que tuviera, tener algo de
información no estaría mal.
—¿Magda? ¿Confidencias? —volvió a romper en carcajadas—. Asúmelo,
Aitor, a esa mujer no le interesas —negó con la cabeza—. Nada de nada.
—Pues yo te digo que hay algo. Y solo porque sea una cabezota irremediable,
no me voy a dar por vencido.
—¿Quién dices que es el cabezota aquí? —se burló de nuevo su compañero en
tantos trabajos.
—Veo a lo que te refieres, pero tú y yo sabemos lo que quiero decir. —Restó
importancia al intento de burla de Andrés.
Aitor había hecho partícipe al otro hombre de su interés por Magda tiempo
atrás para ver si podía recibir algún tipo de ayuda o información privilegiada.
Nada más lejos de la realidad.
—Sí, que esa mujer no quiere saber nada de ti y que tú estás ciego porque no
soportas que te digan que no —remarcó su compañero.
—¿Qué? No, lo has entendido todo mal. ¿Es que no entiendes a las mujeres?
—Chasqueó la lengua.
—¿De verdad esperas que te responda? Hagamos un sencillo repaso: yo estoy
casado y tú soltero —señaló de uno a otro con su mano izquierda—. No sé si te
percatas de a dónde quiero ir a parar, pero algo me dice que sé algo más que tú.
—Ya, ya. Pero te equivocas —Algo le decía que, con Magda, las cosas no eran
tan simples como parecían. Si las miradas que alguna vez había interceptado
eran ciertas, no se daría por vencido hasta conocer la verdad.
—Muy bien. Continúa estampándote contra el muro. Al fin y al cabo, es
divertido verte intentarlo. —Andrés se encogió de hombros.
—La conquistaré. Sé que lo haré —afirmó.
—Oye, fuera bromas. —El otro hombre se puso serio y lo agarró del brazo—.
Si lo que tienes es un escozor, ve y ráscate con otra. Magda no se merece que
jueguen con ella y Zoe tampoco.
—No es eso —Lo tranquilizó y se dejó ir de su agarre—. No es un juego. De
verdad que quiero salir con ella.
—Más te vale. De todas formas, va a seguir diciéndote que no...
Andrés dio por terminado su trabajo con los faroles del jardín y se alejó
silbando entre dientes.
Hacía tiempo que trabajaban juntos, él, Magda y Andrés. En realidad,
técnicamente Aitor trabajaba para ella en su estudio, Landscape at the Outside;
ambos eran paisajistas, ella había levantado su propia empresa a la vez que
criaba a su hija como madre soltera; Andrés se encargaba de todo el apartado
eléctrico, siempre colaboraba en los proyectos en los que sus servicios fueran
requeridos y él, sencillamente, cruzó un día la puerta para ofrecer sus servicios a
una empresa pequeña, como había hecho siempre allí a donde había ido. Así
había viajado por medio mundo, logrando establecerse largas temporadas
trabajando en su especialidad y aprendiendo cosas nuevas en cada estudio que
pisaba.
Cada vez que había sentido el impulso de ir a otro lugar, así lo había hecho
hasta que sintió la necesidad de regresar, de volver a casa, a su país de origen, y
establecerse; por ello, buscó empresas modestas y presentó sus servicios en
varias de ellas hasta que cruzó las puertas de Landscape at the Outside y decidió
que quería trabajar allí nada más ver aquel centro de mesa que decoraba la zona
de espera para clientes. En aquel centro de mesa, cuya base era una bonita
maceta ovalada, se encontraba representado un jardín al completo: un Bonsái era
la pieza importante, mientras que piedras de distintos tamaños y colores
formaban pequeños monumentos, simulaban un riachuelo y decoraban el suelo,
al igual que lo hacían pequeños cúmulos de lo que parecían plantas pequeñas
aquí y allá.
La demostración de creatividad en aquel pequeñísimo rincón, en aquel detalle
que marcaba una clara diferencia con respecto a los demás estudios que había
visitado, fue lo que lo impulsó a no acceder a irse así como así. Por suerte, su
estrategia funcionó y consiguió su objetivo.
Trabajar codo a codo con Magda era un auténtico placer. Era una persona
sumamente creativa y resolutiva, además de una gran líder y compañera. Debía
admitir que el hecho de que fuera madre lo dejó fuera de juego al principio, tal
vez también por el modo en que se lo dijo, como si con esa información
estuviera colocando un muro entre ellos.
Conocer a Zoe fue determinante. La niña era una belleza, muy parecida a la
madre; las dos eran morenas, aunque Magda tenía el cabello un tanto más
oscuro, con los ojos del mismo tono que el cabello de la pequeña. Ver en ese
pequeño ser los mismos gestos y la misma sonrisa de la paisajista le robó
definitivamente el corazón. Desde entonces, supo que quería una cita con su
compañera. Pero, por alguna razón, la mujer rehusaba de forma obstinada.
—Con que seguirá diciendo que no... —murmuró— Eso ya lo veremos.
No sabía cómo lo haría, pero tenía que conseguir que cambiara de opinión;
aunque, si era completamente honesto consigo mismo, no tenía ninguna
experiencia en citas con mujeres que tuvieran hijos. Estaba convencido en que
ahí radicaba la diferencia.
El proyecto estaba casi terminado, faltaban por colocar los últimos retoques en
forma de pequeñas y resistentes plantas bordeando el camino y las luces en él,
todo cuidadosamente estudiado y planificado.
Era su profesión. El paisajismo no trataba solo de poner las cosas de tal modo
que quedara bonito, sino de crear un espacio para el cliente, un lugar donde se
sintiera conectado con la naturaleza de nuevo, donde pudiera disfrutar de un
buen exterior añadiendo las comodidades que solían solicitar. Su trabajo era que
hombre y naturaleza encajaran y convivieran en armonía.
Colocó la última planta en el hoyo que previamente había cavado, añadió
fertilizante enriquecido para que las raíces agarraran con fuerza y se sumió en la
tarea de presionar ligeramente con las manos; no demasiado, todos necesitamos
nuestro espacio sin que nos presionen. Una vez estuvo contenta con el resultado,
añadió un poco de agua sobre las raíces con la regadera que había dejado cerca.
Repitió la operación para cada una de las plantas. Era una de las partes del
trabajo que más le gustaba hacer, le hacía sentirse en comunión con la
naturaleza, conectada, realizada.
Minutos más tarde, todas aquellas preciosidades estaban en su lugar; al mismo
tiempo, Andrés, el técnico que se encargaba de la parte eléctrica de sus últimos
proyectos, estaba probando las secuencias y los colores de los pequeños
farolillos que habían instalado de forma intercalada y que se podían manejar
fácilmente con un mando a distancia como un método de ahorro. Le gustaba
sorprender a los clientes con detalles como aquellos, suponía un plus añadido y
un referente diferencial con la competencia.
Terminar el trabajo y mostrar el resultado final a los dueños era otro de sus
momentos favoritos, pues al ver la emoción en sus rostros, se sentía más que
satisfecha, orgullosa por haber logrado sorprenderles con un proyecto que habían
visto sobre el papel pero que, para ella, estaba tan claro en su cabeza como la
imagen que tenían en ese momento todos delante, incluido Aitor, el paisajista
que un día entró en su oficina para quedarse.
Debía admitir que su empresa había incrementado su facturación; tenía
experiencia contrastada en empresas del sector alrededor del mundo y eso se
notaba en su visión para los proyectos que aceptaban. Le gustaba pensar que
aprendían mutuamente.
—Parece que ha sido una gran tarde la de hoy —comentó Andrés,
deteniéndose entre dos de los tres vehículos aparcados, uno detrás del otro,
delante de la casa de los clientes.
—Sí —Magda miró en dirección a la casa—, les ha encantado. —Los tres
estaban allí de pie en la acera—. Ha sido un gran proyecto. Creo que, en
realidad, no se esperaban que pudiéramos dejarlo como ha quedado.
—Dirás que pudieras. Yo solo me encargo del apartado eléctrico.
—Que pudiéramos. Ha sido un trabajo conjunto, los tres hemos aportado.
—Desde luego. Aunque tú ya tenías todo controlado. Yo solo te di un par de
ideas —comentó Aitor restando valor a su aportación.
—Trabajo en equipo —remarcó.
Desde que abrió su propio estudio, unos años atrás, había trabajado con varios
electricistas hasta que un día, la falta de formalidad de uno de ellos le hizo
despedirlo e iniciar una carrera a la desesperada por suplir el puesto, pues debía
acabar un proyecto y entregarlo a tiempo. Andrés atendió su ruego y se
entendieron muy bien. Un trabajo llevó a otro y ese a otro y, en la actualidad, ya
lo consideraba parte del equipo. Él también trabajaba por su cuenta en su propia
empresa, por lo que la simbiosis laboral les venía bien a los dos.
—La chispa de la vida —bromeó. Miró el reloj y calculó que aún le daba
tiempo de llegar a casa para cenar con Zoe si salía pitando.
—No hace falta que lo digas. —Andrés alzó una mano en su dirección—. Ve.
Hacía tanto tiempo que trabajaban juntos que, con un gesto como el de mirar el
reloj, bastaba para que el otro conociera la implicación y el significado de este.
—Cuando Sara dé a luz, entenderás lo que es. Aunque diría que eres de los
pocos que ya lo entiende ahora. ¿Nos vemos mañana en el estudio?
—Sí. Si no pasa nada con la visita que tengo a primera hora, te veo a media
mañana.
—De acuerdo entonces. Dale recuerdos a Sara. Hasta mañana, Aitor. —Se
despidió antes de dar media vuelta para dirigirse a su utilitario, que era el que
estaba delante, arrancó el coche y se dirigió a buscar a su preciosa hija a la que
no podía esperar para besar y abrazar.
Andrés y su mujer se habían convertido, con el tiempo, en buenos amigos;
ambos conocían sus circunstancias, y no estaba hablando solo como madre
soltera o empresaria, estaba hablando de sus circunstancias más personales.
Circunstancias que Aitor desconocía completamente. Tal vez si se lo contara,
dejaría de insistir tanto en querer salir con ella. También cabía la posibilidad, sin
embargo, de que quisiera marcharse; era el miedo que Magda tenía.
Sentía el estómago revuelto al llegar a esa parte, ese momento de la revelación
pues, aunque hacía vida normal y tenía una hija sana y feliz, estaba infectada con
un virus que aun, a estas alturas, pocos comprendían: el VIH. Y a pesar de estar
en pleno siglo XXI, en un país del denominado primer mundo, hacía que muchas
personas se mantuvieran alejadas por desconocimiento.
Los cuchicheos, las miradas de soslayo, estaban a la orden del día en cuanto
salía a relucir su condición. Incluso hubo quien dejó de dirigirle la palabra o le
negó un apretón de manos en las empresas en las que trabajó.
Magda sacudió la cabeza y encendió la radio. No quería dejarse llevar por
aquellas viejas emociones, no presagiaban nada bueno; pensar en ello la podría
llevar a lugares más lejanos, días más oscuros, que prefería mantener alejados de
sí y de la vida que se había labrado, la vida que había construido para sí y para
Zoe, su pequeño rayo de esperanza. Se dejó vaciar de aquellos malos recuerdos
al ritmo de la música rock de su emisora predilecta.
Llegó a casa de sus padres con una sonrisa, cantando a pleno pulmón una
canción del gran Freddy Mercury; aparcó al final de la calle y, con paso ligero
marcado por la música que aún resonaba en su cabeza, llegó hasta la puerta
metálica de la comunidad en la que residían y llamó al timbre. Le abrieron sin
preguntar quién era, frunció el ceño y, en cuanto los abrazó, les dio de nuevo una
regañina por ese comportamiento.
Cenaron todos juntos, luego su pequeña y ella fueron a su casa. Zoe se quedó
dormida en el coche y, antes de despertarla para que entrara en casa, la observó
un momento, conciliando la imagen que aún conservaba en la retina de aquel
bebé en sus brazos tomando el biberón y la niña en la que se había convertido. A
veces, podía ver algún retazo de la mujer que sería el día de mañana, eso la
asustaba y la hacía sentir orgullosa a partes iguales.
Por la noche, Aitor decidió llamar a Magda. Se dijo que era porque el
programa de decoración que estaba viendo le hizo pensar en ella y en que le
gustaría verlo, pero lo cierto es que era por el mero placer de escuchar su voz.
—¿Sí?
—Pon el canal de belleza —dijo nada más escuchar que descolgaba el
teléfono.
—¿Aitor?
—¿Estás intentando ponerme celoso? —bromeó—. ¿Lo has puesto ya?
Permaneció escuchando los sonidos al otro lado de la línea, lo que supuso eran
pasos y los típicos ruidos de una casa mientras uno buscaba el mando a
distancia.
—¿Qué se supone que tengo que ver? —preguntó ella.
—Estaba viendo este programa y he pensado que no querrías perdértelo.
En cuanto Magda vio de qué trataba el contenido, empezaron a hablar de forma
fluida de lo que habrían hecho ellos, de lo que les gustaba, de lo que no, de las
diferencias entre las gestiones de los distintos países, etc. Fue un buen momento
en el que pudieron hablar de muchas cosas y encontrarse cómodos en un terreno
común sin que ella colocara el muro defensivo que alzaba habitualmente entre
ambos.
—Es tarde. —Fue la primera en regresar a la realidad.
—Sí. El tiempo ha pasado deprisa —comentó en un tono cercano a la
nostalgia.
—Sí —confirmó la mujer.
—Tal vez demasiado. —Tras dudar un momento, se lo pidió nuevamente—.
Sal conmigo. A cenar, a hablar, a bailar.
—Son demasiadas cosas. —Escuchó cómo suspiraba.
—Entonces vayamos a bailar y a hablar. Cenar está sobre valorado.
La carcajada que inundó la línea le llegó directa a donde las huellas nunca
podían ser borradas. Cómo le gustaba ese sonido…
—Me ha parecido escuchar un sí entre tanto arrebato.
—¿Eso crees?
—Estoy convencido. —La mujer volvió a suspirar.
—Está bien —accedió—, pero te advierto que bailo fatal.
—¿Sí? Pues no lo parece —aseguró—. No te preocupes, de todas formas, no
pensaba llevarte a bailar hasta la segunda cita. ¿Qué te gustaría cenar?
—¿Dónde ha quedado eso de “cenar está sobre valorado”?
—Ya. Verás, soy más bien de la vieja escuela. Cita para mí es sinónimo de
cena. Al menos, la primera.
De nuevo, aquel maravilloso sonido que le hacía henchir el pecho ocupó toda
la línea.
—¿Siempre tienes que salirte con la tuya? —Casi podía ver su sonrisa mientras
lanzaba la pregunta.
—No siempre...
—Ajá —con ese simple sonido, lo instó a continuar.
—Pero un alto porcentaje de las veces, sí. Lo admito. —Se rascó el brazo
derecho.
—Como decía —Magda se jactó por su victoria.
—Tú no eres muy diferente de mí —dejó entrever entonces.
—Nadie es muy diferente de nadie —lo corrigió ella.
—Punto para la dama —concedió.
—Eso sí que demuestra que estás anticuado —rio.
—Entonces es urgente. Tienes que ponerle remedio. Te recojo mañana.
—Espera, ¿mañana? No.
—¿Por qué no?
—Porque tengo una vida, cosas que organizar.
—Si me dejaras entrar en ella, lo entendería mejor. ¿Ves la urgencia?
—No sé si intentas ser encantador y resulta aterrador de grado acosador o si
estás siendo acosador y resulta aterrador, pero estoy tan desentrenada que resulta
encantador.
—Entonces es mi momento, mientras no lo tengas decidido.
Escucharla hablar acerca de otro hombre, de su relación con él, le removía algo
dentro que no estaba preparado para identificar. Conocer la experiencia, los
duros momentos por los que tuvo que pasar; imaginar a aquella joven muchacha
de hacía ahora casi once años, engañada, vapuleada, embarazada, con el corazón
roto y la moral destrozada, acrecentaba los sentimientos que habían ido
fraguando en el tiempo que hacía que se conocían.
Su admiración por la mujer que se sentaba delante de él aquella noche aumentó
hasta alcanzar cotas insospechadas, pues, según prosiguió su narración, al
margen de lo ocurrido en su vida personal, terminó la carrera, trabajó para un
buen estudio de paisajismo; aunque, al ver que apenas podía compaginar su
trabajo con la maternidad, en cuanto adquirió experiencia, se lanzó a la odisea de
crear su propio estudio y criar a su hija.
No era necio, probablemente Magda le contara todo aquello así como quien
pone un cuadro sobre la mesa justo entre los dos para que se alejara de una vez
por todas. Y no era que no le importara, es que Aitor era consciente de que el
virus que su ex le había contagiado no la definía; en cambio, su valentía, su
ímpetu, su testarudez… aquellos rasgos, sí.
—Entenderé que quieras irte ahora, incluso que quieras dejar el estudio —
estaba diciendo la mujer.
—¿Quién ha dicho nada de dejar el estudio o de irse? Hemos venido a cenar y
eso vamos a hacer —respondió como si tal cosa.
Pudo ver en su expresión el bloqueo que acababa de sufrir. El resto de la noche
giró en torno al trabajo, a proyectos que habían realizado cada uno y que les
habían marcado por algún que otro motivo, e incluso se contaron anécdotas
ocurridas en distintos proyectos.
Aitor dejó que Magda marcara el ritmo de la velada para que se sintiera lo más
cómoda posible. Tanto la cena como la charla fueron bien, se atrevería a decir
que más que bien. Pero llegada la hora de dejarla en su casa, Magda rehuyó el
momento del beso. Se quedó con las ganas de besarla y le permitió escabullirse,
aunque tomó nota de llamar a su amigo David de la universidad en cuanto
llegara a casa.
A lo largo de los años y a pesar de la distancia, mantenía el contacto con un
puñado de amigos, algunos desde su época de estudiante, y David era uno de
ellos. Curiosamente, él era terapeuta en un centro de Información y ayuda a
personas contagiadas con VIH; quizás él pudiera ayudarle a comprender mejor
algunas cosas en referencia a Magda y al porqué de su comportamiento.
En cuanto llegó a casa, se descalzó, dejando los zapatos en el mueble de la
entrada que utilizaba de zapatero, fue a la nevera por una cerveza, tomó el
teléfono inalámbrico de la torre de carga y empezó a buscar en la agenda el
número de su amigo mientras se dejaba caer en el sofá.
Apenas tres tonos hicieron falta para que David respondiera.
—¿Aitor? ¿Va todo bien? ¿Cómo es que llamas a esta hora?
Se flageló mentalmente por no haber pensado en la hora que sería antes de
llamar a su amigo.
—¡Hola, David! Sí, todo va bien. Perdona, no me había dado cuenta de la hora
que era...
—No pasa nada, es solo que me ha sorprendido —explicó su amigo.
—Sí... Imagino que sí. Perdona. Oye, ¿tú sigues trabajando en aquel centro?
—¿Preguntas si sigo siendo terapeuta? —No le sorprendió escuchar cierta
sorpresa en el tono de su viejo amigo.
—Sí.
—Pues sí —confirmó—. Continúo en el mismo lugar, con el mismo trabajo.
Oye, si necesitas cualquier cosa, intentaré ayudarte; pero dependiendo de qué se
trate, tal vez no sea la persona más indicada para tu caso. Mi especialidad es
muy específica...
—¿Qué? Ah, no, no. No es para mí —interrumpió.
—Te sorprendería la de veces que llego a escuchar esas mismas palabras —
replicó David.
—Eh, no, no. Hablo en serio. Verás, se trata de alguien que he conocido...
En unos breves minutos, le resumió tanto la historia de Magda como su
comportamiento antes, durante y después de la cita.
—Me temo que, por lo que me cuentas, pueda ser una reacción normal y, por
desgracia, habitual. Aleja a los demás antes de que la rechacen; es una forma de
protegerse ella misma y a su hija. Mi consejo como amigo es que te plantees si
realmente quieres una relación con ella con lo que supone: una hija, medidas de
prevención y el apoyo que necesita, pues la autoestima cuesta reconstruirla.
—Entiendo. Estoy convencido, David, es ella.
—Entonces no la dejes escapar ni dejes que se esconda por más tiempo. Si
necesitas cualquier cosa, podéis venir a hablar conmigo; tal vez, conocer a otras
personas en situaciones similares a la suya pueda serle de ayuda.
—Gracias, amigo. —No pudo evitar reflejar cada gota del agradecimiento que
sentía en su voz.
—No las merecen.
Era la mañana siguiente de su cita con Aitor, o debería decir ¿de su extraña
cita? Después de explicarle todo acerca de ella, al menos todo lo que había que
saber, el hombre había permanecido allí y, no contento con eso, mantuvieron una
charla acerca de trabajo principalmente, en la que tuvieron la oportunidad de
conocerse a través de anécdotas y proyectos en los que habían participado.
Zoe estaba remoloneando más de lo habitual y ella tenía la cabeza en las nubes
pues, por mucho que intentaba imponer su criterio adquirido a fuerza de
experiencias pasadas o la lógica, lo cierto era que sentía algo que hacía mucho
que no había sentido; algo que llevaba demasiado tiempo oculto y enterrado en
su interior y que Aitor, con su tenacidad, sus miradas, su contacto diario, había
despertado. ¿Qué se suponía que iba a hacer?
El timbre la sobresaltó. A esas horas de la mañana, no era habitual que nadie se
presentara. Advirtiendo por última vez a Zoe acerca de cuál sería su terrible
destino de no estar lista y desayunando en cinco minutos, se dirigió hacia la
puerta a abrir pensando que tal vez fuera el cartero o algún mensajero
extraviado. Abrió y se quedó petrificada. Ante su cara, oscilaba un paquete que
olía maravillosamente bien.
—Croissants. —La voz de Aitor provenía de detrás del paquete que la estaba
hipnotizando.
—¿Cómo? Aitor, ¿qué haces aquí?
El hombre bajó la bollería envuelta en el característico papel de la panadería de
su barrio y dio un paso al frente. Antes de que pudiera percatarse de lo que iba a
hacer, la besó y entró en la casa, dejándola con un palmo de narices de
proporciones épicas. Solo pudo reaccionar cuando escuchó al hombre
bromeando con su hija en la cocina. Cerró la puerta apresurada para encaminarse
hacia allí.
—Mamá, Aitor ha traído croissants. —Sonreía entusiasmada mientras
introducía uno en su tazón de leche.
—Ya veo...
La mirada del hombre reposaba, tranquila, en ella.
—Dime, Zoe, ¿lo pasaste bien anoche? —preguntó él a su hija.
—Sí, muy bien —contestó ella.
—Y nosotros —respondió él a su vez, observando su reacción—, pero... creo
que tu madre y yo lo podríamos pasar incluso mejor si tú nos acompañaras la
próxima vez. ¿Qué te parece?
¿La próxima vez? Este hombre no sabía lo que estaba diciendo. ¿Qué forma
era esa de meter a Zoe por medio?
—¡Genial! —exclamó la pequeña. El desastre estaba servido.
—Ve a vestirte, a ver si consigo convencer a tu madre para ir a dar una vuelta.
Su hija salió corriendo tras beberse el resto de la leche de un trago y engullir el
resto del croissant.
—¿Qué estás haciendo? Te presentas aquí ilusionando a mi hija... ¿Sabes cómo
se sentirá cuando te alejes?
—¿“Cuando” o “si me alejo”? —Aitor se aproximó a ella hasta quedar uno
frente al otro—. Lo que hago es lo mismo que debí haber hecho desde un
principio. Te dejé espacio y ahora que sé que lo único que te frena es tu propio
miedo, quiero demostrarte que no tienes que temer de mí. No es mi intención
ilusionar a Zoe. Bueno, no solo a ella. No voy a alejarme a no ser que tú me lo
pidas, Magda.
La cabeza le daba vueltas. ¿Era posible creer en las palabras de Aitor?
—Yo no puedo... Tengo que pensar en Zoe, en el estudio, en...
—Haz eso, piensa en tu hija, en el negocio que has levantado, y déjame formar
parte de todo eso, de tu vida. No pienso ir a ninguna parte.
—¿Por qué haces esto? —quiso saber.
—¿Enamorarme? ¿Quién diablos lo sabe? —respondió con una sonrisa
arrebatadora en los labios.
—Solo hemos tenido una cita, ¿cómo sabes que estás enamorado? —cuestionó.
—Solo hemos tenido una cita, ¿cómo sabes que no lo estás ya? —le devolvió
la pregunta—. Deja de esconderte detrás de tu hija y de tus miedos.
La poca distancia que quedaba entre ellos se tornó pesada y el ambiente se
cargó de tensión hasta convertirse en un ente casi palpable. Sin embargo, todo
desapareció en cuanto Aitor acabó con los centímetros que los separaban para
abrazarla de una forma como nunca antes otra persona había hecho. Luego la
besó y todas sus dudas, sus miedos, salieron volando por los aires, porque si él
no tenía ninguno, no sería ella la que continuara poniendo trabas a su felicidad.
Sentía que había llegado el momento, la persona adecuada con la que poder
volver a abrirse.
—Déjame hacerte feliz.
—No.
—¿No? Pero yo creía que... —Su respuesta dejó a Aitor desconcertado.
—Me has hecho darme cuenta de que vivía a medias —confesó—. Pero
también sé que mi felicidad no depende de otros, solo de mí. Así que... gracias.
Y si estás dispuesto de verdad, ¿quieres que seamos felices juntos?
—Creí que nunca me lo pedirías. —La besó de nuevo—. Tengo que admitir
que, por un momento, me habías asustado —añadió.
—No más miedos —aseguró Magda.
—No más miedos —repitió Aitor.
Despedida
Quiero dar las gracias a todos los autores que han participado, que han tenido
la paciencia de esperar, ya que económicamente no podía afrontar la antología.
Me gustaría agradecer a los correctores, sin ellos esto hubiera sido un desastre.
Luego hay algunas personas en especial a las que me gustaría nombrar:
Primero, a mi marido por darme siempre su apoyo al 100% en estos proyectos.
Gracias Albert.
Gracias a Feli Ramos, porque más de la mitad de los autores que hay en esta
antología han sido idea suya. Me has aconsejado muy sabiamente para pedirles
que participaran y siempre serás muy especial para mí Feli.
Gracias a Noni García, porque es tan terremoto como yo, es la que me ha ido
dando esos pequeños toques de aliento, para sacar esto adelante.
Y para finalizar, gracias a todos los lectores que habéis leído las antologías y
habéis colaborado. Nunca diré de esta agua no beberé, pero por el momento, será
la última antología solidaria que voy a montar.
Gracias por todo
Fabián