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Resulta interesante que algunas de estas repercusiones sean reconocidas por los líderes
del capital transnacional y global y por sus aliados políticos más prescientes, como se
refleja en las declaraciones del World Economic Forum no únicamente sobre la seriedad
de la crisis ecológica, sino también sobre las consecuencias de las crecientes
desigualdades en los niveles de renta y riqueza, que han sido percibidas recientemente
por estas elites como la más probable
de las amenazas que se ciernen sobre la estabilidad del orden capitalista (véanse los
World Economic Forum Reports de 2012, 2013 y 2014). Pero creo que no avanzaremos
gran cosa, si la izquierda se moviliza tan solo en torno a cuestiones específicas, locales
y nacionales o ligadas a las preocupaciones de uno u otro movimiento social y no logra
trabajar sobre el mayor reconocimiento mostrado por las elites estatales y globales de
que hay algo profundamente erróneo en el corazón del proyecto de la Unión Europea.
Este escenario exige que conectemos
las luchas de la izquierda y las movilizaciones populares con las amenazas reconocidas
también por el centro y la derecha, porque la mayoría de las fuerzas del espectro político
se hallan preocupadas por las consecuencias del incremento de la desigualdad, de las
políticas de austeridad, etcétera. De este modo, puede abrirse un espacio para construir
una alianza con el centro-izquierda y el centro-derecha, que podría constituir una base
para ejercer presión en pro de cambios institucionales. Sobre todo, es importante
abordar el déficit democrático presente en el corazón de la Unión Europea y la primacía
de los intereses del capital financiero sobre el capital industrial y comercial productivo.
Si comparamos la relación existente hoy entre estas dos facciones del capital con la
vigente durante el periodo fordista, cuando coincidían los intereses del segundo y los de
los trabajadores empleados por el mismo y, a su vez, estos últimos se articulaban con
los de quienes se beneficiaban del surgimiento y de la expansión del Estado del
bienestar, constatamos que durante el mencionado periodo todos ellos formaban un
bloque compacto, que incluía al conjunto de la fuerza de trabajo y a aquellos que
dependían del Estado para garantizar sus derechos sociales y económicos. Esta situación
es muy diferente del actual predominio del régimen de acumulación dirigido o, mejor,
dominado por el capital financiero.
Los tres nos hemos referido hasta ahora a la derecha y a la izquierda. ¿Piensas
que es realmente posible definir lo que significa ser de izquierda hoy?
En general, mientras que la derecha es la corriente política asociada con los intereses de
las clases explotadoras y la elites dominantes, la izquierda se halla más orientada hacia
los intereses de la clase trabajadora y otros grupos subalternos explotados. Por otro lado,
como se ha puesto de relieve con frecuencia, la pequeña burguesía carece de razones
económicas para optar por una postura política independiente y, por consiguiente,
constituye una apuesta crucial en las luchas políticas e ideológicas entre la derecha y la
izquierda. La derecha defiende típicamente los poderes, privilegios y prerrogativas
consolidados, que se hallan ligados a la detentación de la propiedad privada
(especialmente de los medios de producción), las formas tradicionales de autoridad y las
formas de exclusión social basadas en jerarquías de estatus institucionalizadas. A la
inversa, la izquierda ataca esos intereses y exige la abolición de la propiedad privada de
los
medios de producción o la introducción de restricciones a su uso sin limitaciones; la
socialización del control sobre la economía; y la extensión y generalización de los
derechos económicos, jurídico-políticos y sociales, así como la igualación de las
oportunidades de vida mediante instituciones y medidas políticas sustantivas y formales.
Estas posiciones se articulan con frecuencia respecto a valores más amplios, que tienen
implicaciones asimétricas, como, por ejemplo, el respeto por la autoridad, la jerarquía y
la tradición o, de nuevo, la solidaridad, la igualdad y la innovación.
Pensemos en las puertas giratorias a las que me refería hace un momento. Hace cinco
años se publicó un artículo muy interesante en The Guardian en el que se informaba
sobre las personas ligadas a Goldman Sachs, que estaban implicadas directa o
indirectamente en la gestión de la crisis en Bélgica, Francia, Alemania, Grecia, Irlanda e
Italia, así como en el Banco Central Europeo y la Unión Europea. El número era de tal
envergadura, que los autores proponían que, en realidad, la empresa debería
denominarse ahora Government Sachs. Hemos visto lo que ha
ocurrido recientemente con Barroso, que fue presidente de la Comisión Europea durante
diez años y que ha asumido el cargo de presidente no ejecutivo de la sede de Londres de
Goldman Sachs International, que es la subsidiaria mayor del banco, sin que haya
transcurrido moratoria alguna digna de consideración antes de incorporarse a su nuevo
puesto. Todavía mas recientemente, el presidente Donald Trump, que prometió durante
su campaña «desecar el pantano» y criticó el absoluto control de Goldman Sachs sobre
Ted Cruz, Hillary Clinton y la elite de Washington, ha incluido a tres altos directivos
del banco en su equipo político o
directamente en su gabinete: Stepehn Mnuchin (secretario del Tesoro), Stephen K.
Bannon, (jefe de estrategia) y Gary D. Cohn (presidente del National Economic
Council). Trump cuenta también con más multibillonarios (propietarios de patrimonios
superiores a los mil millones de dólares) en su gobierno que en cualquier otro conocido
hasta la fecha en la historia de Estados Unidos. Estos hechos son también síntomas del
capitalismo político al que me refería anteriormente.
William K. Black, un antiguo regulador estadounidense del sistema bancario, dijo que el
modelo de negocio de Wall Street se había convertido en pura actividad delictiva. Yo he
afirmado también, que cuando se habla de innovación financiera, se debería hablar,
siguiendo a Black, de criminovación financiera, de innovación financiera delictiva,
porque la innovación se utiliza para perseguir objetivos predatorios y explotadores.
Existe un enorme y amplio resentimiento respecto a esta situación, especialmente
cuando la respuesta pública a tal comportamiento es únicamente la imposición de
multas (contempladas simplemente como el
coste de hacer negocios y conseguir beneficios mucho mayores) y no de penas de
prisión, lo cual ha alentado tanto el populismo de derecha, así como las acciones del
movimiento de Ocuppy, que apuntan al 1 por 100. Regular de nuevo la actividad
financiera y castigar el delito financiero deben ser dos cuestiones abordadas en
cualquier rediseño institucional de la Unión Europea.
Por supuesto, cualquier rediseño institucional deber ir mucho más allá de las sanciones
penales por la comisión de delitos financieros. Sin embargo, este planteamiento
transmitiría a las elites financieras que su modelo de negocio debe de abandonar las
actuales prácticas predatorias y la expansión insostenible del crédito y la titularización
para optar por otro basado en la esencial pero aburrida actividad relacionada con las
transacciones de mediación en la economía real. Y
esto, a su vez, debería suponer la reorientación de la importancia unilateral torgada por
el modelo neoliberal a la reducción de costes y la maximización de los beneficios a
corto plazo, para poner, por el contrario, en el centro del nuevo modelo la tarea
realmente importante de promover un desarrollo social y económico sostenible, que
tenga en cuenta la totalidad de los aspectos sustantivos de la apropiación y
transformación de la naturaleza (incluyendo sus aspectos ecológicos) a la hora de
suministrar bienes y servicios, cuya provisión, además, debe beneficiar a los menos
favorecidos en vez que satisfacer las demandas de quienes están en las posiciones más
privilegiadas.
No hay un modelo único de ciencia política. Sin embargo, la ciencia política y los
estudios de las relaciones internacionales predominantes durante la últimas décadas se
hallan muy próximas al Estado y muestran poca capacidad o deseo de efectuar una
crítica fundamental. Los estudios se limitan a investigar el Estado en torno a cuestiones
específicas relacionadas con las elecciones, los partidos políticos, los movimientos
sociales, las instituciones comparadas, la rendición de cuentas o los modos de
gobernanza. Se trata en todos los casos de objetos
analíticos muy específicos, que como tales limitan la capacidad de efectuar una crítica
más general. No contribuyen a definir una concepción general de la naturaleza del poder
del Estado ni a comprender cómo este se halla ligado a la hegemonía y la dominación.
Por el contrario, esta fue una preocupación primordial de Antonio Gramsci, quien,
siguiendo la tradición de Niccolò Macchiavelli, intentó desarrollar una ciencia
autónoma de la política con el fin de proporcionar una crítica más pertinente de las
especificidades de la dominación política. Este planteamiento sirve para la tradición
marxista clásica en general, de Marx y Engels, pasando por Lenin, Trotsky y Gramsci,
hasta llegar a otras figuras importantes como Nicos Poulantzas, así como para la
aproximación crítica a la ciencia política, la ciencia económica y los estudios sobre la
gobernanza. Este conjunto de materiales constituye un enorme acervo de instrumentos
analíticos del que pueden extraerse muchas lecciones importantes.
Mis propios alumnos no vienen a mis cursos, porque yo sea politólogo, sino porque soy
un economista político heterodoxo, que trabaja con Marx, Gramsci y Poulantzas. ¡Ellos
no se muestran interesados en estudiar ciencias políticas o ciencias económicas como
disciplinas independientes! Por el contrario, quieren aprender cómo criticar el Estado y
la economía política tal y como existen en el mundo real. Como politólogo heterodoxo
que soy, creo que el riesgo radica, tanto teórica como prácticamente, en poner el Estado
en una caja y la economía en otra, lo cual no nos permite observar las interconexiones
existentes entre ambos dominios, cuestión que nos remite a uno de los aspectos más
claros de las críticas marxiana y gramsciana: si mantenemos la separación fetichista
entre el Estado y el mercado, entonces la lucha de clases económica se producirá dentro
de los límites de la racionalidad mercantil, la rentabilidad empresarial y la
competitividad económica; y, a su vez, las luchas políticas se verán circunscritas a los
límites de la competición electoral democrático-liberal, que se ocupa de definir los
intereses nacional-populares compartidos de los ciudadanos individuales, en vez de
desarrollar proyectos políticos susceptibles de unificar a las fuerzas subalternas contra el
poder social del capital. Esta separación permite que el sistema de explotación y
dominación se reproduzca cuasi automáticamente mediante la compartimentación
fetichista de las luchas económicas y políticas. Sin embargo, los politólogos
convencionalmente mayoritarios rara vez van más allá de este separación fetichista,
porque su tarea teórica es analizar el Estado, mientras
que la de los especialistas en relaciones industriales es analizar las relaciones laborales y
la de los economistas analizar las fuerzas de mercado. Una ciencia política crítica no
puede limitarse a realizar un análisis comparativo de las instituciones, sino que debe
abordar la incrustación de lo político en la lógica más amplia de la sociedad y la
articulación existente entre las diferentes instituciones y campos sociales. Y aquí
podemos recurrir a la definición de Gramsci del Estado
–o, mejor, del poder del Estado– como «el conjunto integral de actividades teóricas y
prácticas mediante las cuales las clases dominantes no solo justifican y conservan su
dominio, sino que logran también ganarse el consenso activo de aquellos a quienes
dominan». Esto nos remite inmediatamente más allá del Estado entendido como un
conjunto de instituciones estrechamente definidas, para situarnos frente a otra dinámica
enraizada en la naturaleza del mismo, que
pretende entenderlo como «sociedad política + sociedad civil» o, dicho de otro modo,
como hegemonía revestida de coerción. Este planteamiento es ajeno a los politólogos
convencionales, porque exige un aparato conceptual diferente. Creo que debemos
incorporar estas hipótesis analíticas, ya que aportan un conjunto de conceptos muy
útiles si quieres ser un politólogo crítico o un economista político crítico.
¿Cuál podría ser el paradigma para una ciencia política sintética del tipo que tu
propones a la hora de abordar estos problemas?
De acuerdo, para responder a la pregunta voy recurrir a una tesis realmente provocadora
propuesta por Nicos Poulantzas en la década de 1970: el Estado no es una cosa, el
Estado no es un sujeto, el Estado es una relación social. Si partimos de esta hipótesis,
que es elíptica y no inmediatamente comprensible, si afirmamos que el Estado es una
relación social, nos colocamos en una dimensión muy distinta en la que se abren
direcciones para la investigación y la práctica totalmente diferentes y muy fecundas.
Este argumento, ciertamente, se articula bien con los
conceptos propuestos por Gramsci. Es probable, además, que Poulantzas se inspirase en
la afirmación efectuada por Marx en El capital de que el capital es una relación social,
lo que equivale a decir que el capital no es una cosa, sino una relación entre las personas
mediada por la instrumentalidad de las cosas (El capital, vol. 1, cap. 33).
Análogamente, podemos decir que el Estado es una relación social entre las fuerzas
políticas mediada por las instituciones o, mejor, por la materialidad institucional del
Estado, que está incrustada a su vez en un conjunto más amplio de relaciones sociales.
Si partimos de esta hipótesis, entonces se abre un gran campo de análisis teórico y de
investigación empírica realmente original. Igualmente, si nos tomamos en serio la tesis
de Poulantzas de la naturaleza relacional del Estado o, mejor, del poder del Estado, 10
podemos constatar su interés por la existencia de tres tipos de luchas sociales
fundamentales: (1) las luchas que se despliegan en el interior de los aparatos del Estado
realmente existentes acerca de las políticas públicas, su aplicación y la línea política
general del mismo; (2) las luchas emprendidas para cambiar la forma constitucional del
Estado, por ejemplo, aquellas que modifican la constitución, las relaciones entre el
poder ejecutivo, el legislativo y el judicial, etcétera; y, por último, (3) las luchas –a las
que Poulantzas atribuye una gran importancia– que se producen a cierta distancia del
Estado y que modifican los cálculos de «la política como el arte de lo posible»
efectuados por quienes ejercen el poder estatal y por quienes se hallan
implicados, o aspiran a estarlo, en la lucha por acceder al mismo. Este tercer tipo de
lucha es crucial a la hora de definir los parámetros estratégicos de la acción política en
un contexto institucional y en una coyuntura política dados; versa directamente sobre la
cuestión previamente planteada de cómo la izquierda puede movilizarse del modo más
eficaz para influir sobre los cálculos de los líderes de la Unión Europea a escala
nacional, europea y transatlántica respecto a lo que están dispuestos a renunciar a la luz
de un determinado cambio en el equilibrio
de fuerzas sociales existente. La izquierda será mucho más eficaz cuando identifique los
puntos débiles reconocidos de las estrategias y políticas de las clases dominantes y las
contradicciones presentes en el corazón del capital y del Estado, porque estas se
intensificarán cuando sean multiplicadas por una movilización social que vincule estos
problemas a un proyecto de izquierda de mayor envergadura. He percibido ya
preocupaciones crecientes entre los círculos
dirigentes por las desigualdades cada vez mayores de renta y riqueza y por el
estancamiento secular y las tensiones que todo ello puede generar. Ligadas a un
proyecto de izquierda de mayor calado, estas cuestiones constituyen fisuras en el poder
del Estado, que han de ser ampliadas mediante movilizaciones realizadas a distancia de
este, así como mediante la política y las luchas ordinarias para cambiar la forma del
mismo. Esto es lo que significa, dicho de modo sintético, abordar el Estado como una
relación social.
Sólo puedo dar una respuesta general. Si observo el surgimiento del eurocomunismo en
España, Italia y Francia, de acuerdo con lo que he estudiado sobre el fenómeno durante
la década de 1980, lo que puedo verificar es que surge una derecha y una izquierda
dentro del proyecto eurocomunista y que la derecha acabó por ganar el pulso. Merece la
pena revisar esas experiencias para extraer lecciones para el siglo XXI. Mientras que el
eurocomunismo fue una respuesta a la crisis del fordismo y la socialdemocracia, ahora
necesitamos ofrecer una respuesta
a la crisis del posfordismo y el neoliberalismo. Aunque no haya una conexión directa
entre estos momentos, podemos comparar el espacio abierto por estas coyunturas. Aquí
podemos beneficiarnos teórica y prácticamente de la creciente influencia de Gramsci,
gracias a la revitalización de su pensamiento producida por la edición crítica de su obra;
y, del mismo modo, de los avances de los estudios marxianos gracias a la nueva edición
de la MEGA (Marx-Engels-Gesamt-Ausgabe),
que nos permite leer el corpus que ha sobrevivido de Marx sin las distorsiones
introducidas por el peso muerto del marxismo-leninismo. El «descubrimiento» de
Marx y el «redescubrimiento» de Gramsci pueden ofrecernos innumerables intuiciones
teóricas y prácticas útiles en la presente coyuntura, gracias a la influencia y confluencia
renovadas de ambos autores.
Sí. En primer lugar, es preciso afirmar que durante mucho tiempo la tradición
dominante en el pensamiento y la práctica política marxistas se caracterizó por una
interpretación muy rígida del trabajo de Marx y de sus implicaciones políticas, lo cual
propició intentos de romper con estas rigideces no tanto mostrando que carecían de
justificación textual o filológica, sino buscando alternativas a las mismas en otras
tradiciones de pensamiento. Las mencionadas rigidices tienen
su origen en los intentos llevados a cabo por los líderes de los partidos de la Segunda
Internacional y por los bolcheviques en la Comintern de establecer una versión en forma
de Lehrbuch [manual] del marxismo, que pudiera ser utilizada con fines pedagógicos y
disciplinarios. Esto exigía simplificación, pero condujo a la hipersimplificación. Ello
puede comprobarse en la invocación fetichista del Manifiesto comunista y del
«Prefacio» a la Contribución de la crítica de la economía política de 1859, que se
convirtieron en puntos de referencia claves a la hora de interpretar a Marx; en los
intentos de Engels de destilar el marxismo a finales del siglo XIX, lo cual condujo a un
materialismo histórico más formulista, que él mismo comenzó a criticar por su
dogmatismo; en la Revolución bolchevique y el surgimiento de la doctrina marxista-
leninista (fosilizada todavía más durante el periodo estalinista) y en el
contramovimiento del trotskismo; y en una visión generalmente empobrecida de la
política, que oscilaba entre el instrumentalismo reformista (quien quiera que ocupe el
gobierno puede determinar la dirección de las políticas del Estado sin necesidad de
invertir previa y continuamente en la movilización popular) y la importancia acordada a
las luchas económicas como el medio para incrementar la conciencia de clase. Esta
situación hizo que diversos marxismos alternativos (en ocasiones denominados
«occidentales») yuxtapusieran un planteamiento menos rígido, menos dogmático y
menos determinista respecto a la vilipendiada tradición marxista, vilipendiada
correctamente en lo que se refería al marxismo vulgar, pero no en relación con la
tradición marxiana original, que en gran medida era desconocida. Ha habido dos
tendencias en este sentido. En primer lugar, el descubrimiento de determinados textos
clave, que supuestamente transforman completamente nuestra comprensión de Marx y
del marxismo,
como los Manuscritos económico-filosóficos de 1844, La ideología alemana, los
Grundrisse o los cuadernos de notas de Marx. La otra tendencia es el uso de alguna otra
tradición de pensamiento para compensar los defectos del marxismo, algo que resulta
especialmente claro en la amplia corriente conocida como marxismo occidental; en este
último grupo se cuentan el marxismo humanista, el marxismo existencial, el marxismo
hegeliano, el marxismo psicoanalítico, el posmarxismo, etcétera.
Sin embargo, creo que desde su primera edición en 1985 Hegemonía y estrategia
socialista se ha leído, incluso por sus propios autores, de otro modo. Esta lectura postula
que ya no necesitamos leer la teoría marxista, porque la teoría del discurso y la
democracia radical han sobrepasado o trascendido sus argumentos y lecciones teórico-
prácticas, lo cual se halla relacionado con la fuerte narrativa teleológica presente en este
texto tan influyente: Marx tuvo buenas ideas, superadas por Lenin, el cual fue a su vez
superado por Luxemburg y por Gramsci, cada uno de los cuales ampliaron el rango de
la contingencia radical en la reflexión y la acción políticas. Sin embargo, ninguna de
estas figuras pertenecientes al marxismo clásico reconoció la contingencia con
suficiente intensidad, error que condenó a esta tradición a la debilidad y la ineficacia.
Laclau y Mouffe serían los primeros teóricos que habrían capturado la total extensión y
relevancia de la contingencia y, por esta razón, podemos olvidar a Marx, porque lo que
merece la pena conservar de su legado se halla ahora integrado, de hecho superado, en
el posmarxismo. En otras palabras, Marx ya no es relevante para nosotros, porque
vivimos en un
mundo mucho mas complejo y contingente en el cual ya no existe un sujeto privilegiado
o instituciones o esferas societales privilegiadas. Así, pues, no tiene sentido separar la
esfera económica de la política o privilegiar la clase sobre otras posiciones de sujeto,
dado que vivimos en un mundo en el que el espacio para la «revolución en nuestros
tiempos» depende de la creación de identidades colectivas conjuntas como fundamento
para la movilización política, lo cual implica que las contribuciones del marxismo
clásico a la teoría y a la práctica son ahora
de interés básicamente para los anticuarios. Este cuadro se aplica especialmente a las
generaciones más jóvenes, que no han estudiado (todavía) los textos clásicos y que en
una sociedad posindustrial y posmarxista no ven razón alguna para hacerlo. Por otro
lado, al introducir conceptos tales como populismo y democracia radical, el análisis del
discurso de Laclau ha demostrado ser especialmente atractivo para la gente más joven,
que quiere ser políticamente activa, casi con independencia total de la coyuntura. Esto
es preocupante, porque el análisis del discurso no puede proporcionar los medios para
leer las coyunturas y decidir cursos factibles de acción respecto a diferentes horizontes
espacio-temporales de acción.
En realidad, si pensamos detenidamente sobre ello, nos topamos con serios problemas
teóricos y prácticos. El análisis reduce las luchas económicas, políticas e ideológicas a
actos de habla performativos. «La historia y la sociedad –como Laclau escribió– son un
texto inconcluso». Este enfoque analítico es ciertamente útil a la hora de criticar
aquellas versiones del marxismo ortodoxo, que postulaban determinadas leyes de hierro
del desarrollo económico. Y a partir de esta crítica, su argumento (desarrollado con
Chantal Mouffe) expande vastamente el horizonte
teórico de la contingencia histórica y, al asumir que esta es también real, expande el
espacio para que los agentes produzcan efectos mediante el desarrollo de estrategias y
tácticas adecuadas. Pero rechazar las «leyes de hierro» y el reduccionismo de clase no
implica que todo vale y que toda acción no es solo pensable sino también factible. En
este sentido, insistir, como hacen Laclau y Mouffe, en el carácter performativo de los
actos de habla en un mundo social
marcado por la contingencia radical acarrea costes teóricos y prácticos. En primer lugar,
como observó Marx en varias ocasiones, los hombres y mujeres hacen su propia
historia, pero no en circunstancias escogidas por ellos. Además de los límites que pesan
sobre los recursos discursivos y las tecnologías de comunicación disponibles, existen
constricciones derivadas de las sendas de desarrollo seguidas y de las interdependencias
de las organizaciones, redes, instituciones y formas sociales y las correspondientes
tecnologías y modos de gobernanza presentes en contextos espacio-temporales
específicos. Laclau y Mouffe tienden a ignorar estas
constricciones en pro de lo que podríamos denominar una afirmación panpoliticista» de
que estructuras sedimentadas y consideradas inmediatamente obvias pueden ser
repolitizadas. Esto reduce lo social a lo político e implica que la política es tan solo
cuestión de generar el discurso correcto. Una cosa es observar que las estructuras tienen
una historia, que son producto de prácticas sociales y que podrían haber evolucionado
de modo diferente; y otra muy distinta
sugerir que las estructuras pueden ser transformadas simplemente revelando su
contingencia histórica y deconstruyendo sus discursos asociados. Esto excede la
afirmación de la primacía de lo político (que depende de la existencia de regiones o
esferas extrapolíticas) para abolir toda distinción ontológica entre lo político y otros
campos, porque la totalidad de tales distinciones se hallan constituidas semánticamente
y sus fronteras son inherentemente inestables. Ello
también implica que la economía no tiene una base «material» extradiscursiva, sino que
es únicamente una esfera discursivamente demarcada dentro del todo social. Las
estructuras y las dinámicas económicas son los efectos de articulaciones discursivas,
exactamente igual que otras estructuras. Idénticamente, no existe distinción alguna entre
la posición de clase y otras
identidades o entre los antagonismos de clase y otros antagonismos, ya que todos ellos
se hallan siempre ahí discursivamente constituidos. En realidad, Laclau sostiene que
«todas las luchas son, por definición, políticas [….]. No hay espacio para distinguir
entre luchas económicas y políticas» (On Populist Reason, 2005, p. 154).
Desafortunadamente, esto significa que Laclau y Mouffe no sienten la necesidad de
introducir conceptos distintivos para analizar las características históricamente
específicas del modo de producción capitalista o para abordar las
características específicas de las diferentes estructuras, de los recursos estatales o del
poder del Estado.
Creo que tenemos que volver a Gramsci, considerado como un pensador clásico, y
retomar su trabajo en una dirección diferente a la de Laclau y Mouffe. En cuanto al
concepto de hegemonía, hay dos alternativas principales. Una, propuesta por ellos,
postula que ganar la hegemonía es simplemente una cuestión de articulación, es la
capacidad de articular mediante discursos de equivalencia y/o diferencia diversas
identidades e intereses en torno a un punto nodal, que proporcionará una base para la
movilización política. Y otra alternativa, en mi opinión más fructífera, que plantea la
necesidad de crear una relación orgánica entre proyectos y visiones hegemónicos y lo
que existe in potentia en la formación social integralmente
considerada. La declaración más perspicaz enunciada por Gramsci a este respecto es
que existe una diferencia enorme entre las ideologías que son «arbitrarias, racionalistas
y voluntaristas» y aquellas que son «orgánicas». Ello implica que ganar la hegemonía
no supone solo articular habilidosamente una pluralidad de identidades e intereses
(después de todo, todo tipo de articulación es posible, pero la mayoría de ellas son
arbitrarias, racionalistas y voluntaristas), sino también ligarlas a lo que existe in potentia
en el momento presente y podría realizarse
mediante formas apropiadas de movilización social. No es únicamente una cuestión de
ganar los corazones y las mentes –ni siquiera del «pueblo» concebido como un todo
contra el «bloque de poder» u otro «enemigo del pueblo»–, sino de traducir la
hegemonía en políticas efectivas y de consolidar el consentimiento mediante
concesiones y recompensas materiales, así como mediante de apelaciones políticas,
intelectuales y morales. Esto requiere comprender cómo
funcionan los ordenes económicos y políticos y cómo pueden ser reorganizados en una
coyuntura específica a fin de crear las condiciones propicias para un consentimiento
activo o para una revolución pasiva. La contestación social también ocurre en campos
específicos de lucha. Por ejemplo, en los Quaderni del carcere Gramsci identificó la
existencia de una diferencia fundamental entre la lucha política y la lucha ideológica. En
la lucha política, deberíamos atacar al enemigo en sus puntos más débiles; en la lucha
ideológica, atacamos al enemigo en su punto más fuerte. En el contexto italiano, ello
significaba atacar a Benedetto
Croce, un sobresaliente intelectual público, antes que a algún profesor de provincias. A
su vez, la lógica de las luchas económicas difiere de la de las luchas políticas e
ideológicas. Estas tres formas de lucha son necesarias para establecer lo que Gramsci
denomina un bloque histórico (blocco storico), esto es, una configuración en la que la
estructura (base) y la superestructura se hallan en una situación de armonía orgánica. Se
trata de una referencia a la definición de bloque
histórico, que no debe ser confundida con el concepto de bloque de poder, mediante la
cual Gramsci rechaza la interpretación economicista de las relaciones base-
superestructura contenida en la «Introducción» a la Contribución a la crítica de la
economía política de 1859 para postular en su lugar la coevolución y acoplamiento
estructural de ambas, que producen un conjunto coherente de relaciones económicas,
jurídico-políticas e «ideológicas». Un bloque histórico está dotado de lo que Poulantzas
denomina «materialidad institucional», es decir, se
halla sostenido por un conjunto de instituciones, aparatos o dispositivos, que operan de
un modo estructural y estratégicamente selectivo para privilegiar determinadas fuerzas
sobre otras sin que esto las haga invulnerables al desafío o la transformación. Los
efectos correspondientes de una estructura son los derivados de la interacción de los
diferentes conjuntos de relaciones sociales
que la comprenden y que no puede ser atribuidos a una única relación social, conjunto
de relaciones, instituciones, aparatos y dispositivos sociales considerados aisladamente.
El problema de la «emergencia» constituye un desafío tradicional al individualismo
metodológico y yo lo he discutido en profundidad en mis escritos sobre el realismo
crítico, el enfoque estratégico-relacional y otros temas conexos. Así, pues, como
Gramsci observaba en sus análisis del americanismo y del fordismo, un nuevo bloque
histórico implica la intervención en la organización de la producción, de la esfera
política y de la sociedad civil. En realidad, Gramsci
sostenía que la hegemonía nace en la fábrica gracias a sus modelos organizativos
tayloristas y fordistas (americanismo) y se fortalece mediante el desarrollo de todo un
modo de vida fordista, que afecta a la familia, al hogar, a los regímenes de negociación
colectiva, a las nuevas formas de bienestar social y a los nuevos tipos de intervención
estatal. Idéntico desafío existe hoy a la hora de construir hegemonía, entendida como
liderazgo, político, intelectual y moral, en las
formaciones sociales posfordistas, sean estas neoliberales y dominadas por las finanzas,
o se hallen más orientadas hacia la creación de una sociedad basada en el conocimiento
y sustentada en la movilización del general intellect. También se plantea ese desafío en
relación con las alternativas al neoliberalismo o, como se dice en América Latina, al
posextractivismo y al posneoliberalismo.
A la luz de esta discusión, ¿cómo crees que podríamos comenzar a crear los
nuevos sujetos políticos capaces de enfrentarse al actual régimen de
acumulación y al vigente modo de reproducción capitalista?
Esto requiere una comprensión correcta de la coyuntura y esta es otra de las lecciones,
que pueden aprenderse de Marx. En mi opinión, en El Dieciocho Brumario de Luis
Bonaparte (1851-1852) Marx ofrece una serie de análisis de coyuntura sin parangón,
porque en el mismo texto explora las tendencias económicas a largo plazo, los cambios
institucionales acaecidos en el Estado, los cambios producidos en el equilibrio de
fuerzas, los sucesivos momentos registrados en la evolución de la escena política, así
como los recursos que se hallan a disposición de las diversas fuerzas políticas para
movilizarse e intervenir en esas coyunturas. Gramsci ofrece análisis de coyuntura
similares desde mediados de la década de 1920 (por
ejemplo, las «Tesis de Lyon», escritas en 1926 sobre la situación en Italia) y explica sus
fundamentos teóricos y metodológicos en los Quaderni del carcere. Gramsci estaba
especialmente preocupado por la cuestión de cómo analizar (1) la «estructura» –el
término que él emplea para referirse a lo que el marxismo clásico denomina la base
económica–, que forma una configuración refractaria, estable y que no cambia
demasiado; y (2) «la relación de las fuerzas políticas», que se desarrolla desigualmente
dependiendo de la fragmentación o unidad relativas de los grupos sociales y de sus
recursos para librar una lucha económica, política e
intelectual unificada. En una vena similar, Nicos Poulantzas analizó el surgimiento del
fascismo durante las décadas de 1920 y 1930 y la crisis de las dictaduras del sur de
Europa (Grecia, Portugal, España) durante la de 1970. El fascismo fue posible, en parte,
por el fracaso de la Comintern y de los partidos comunistas nacionales a la hora de
evaluar la amenaza del movimiento fascista y la concentración de fuerzas posterior en el
combate contra los socialdemócratas. Las dictaduras no colapsaron por las luchas de
masas que atacaron directamente al Estado, sino porque estas intensificaron las
contradicciones internas presentes
en el seno del bloque de poder.
Este tipo de análisis es el que necesitamos en la coyuntura actual. ¿Qué no puede ser
cambiado en el futuro inmediato.? ¿Cuál es el nivel de desarrollo de las fuerzas
materiales de producción? ¿Cuál es la estructura regional y urbana? ¿Cuál es la
composición de la población? ¿Cómo se halla inserta España en el mercado europeo y
en el mercado mundial? ¿Cuál es la relación entre el País Vasco y Andalucía o Madrid
en el contexto de la economía y del orden político españoles? Tales análisis revelan los
límites estructurales e institucionales vigentes sobre la
acción política, que bloquean la realización de objetivos a largo plazo, mostrando el
grado en que estos son arbitrarios o realistas. ¿Qué puede lograrse y qué no puede
lograrse por medios legales, sea por cuestiones que atañen a las relaciones de propiedad
o por las prerrogativas que el Parlamento asume en relación con las autoridades locales,
etcétera? ¿Cuál es la relación actual entre las fuerzas políticas, las organizaciones
formales e informales, los movimientos sociales y las luchas populares? ¿Qué podemos
lograr ahora y cómo podría esto facilitar pasos
más radicales en el futuro?
Como dije anteriormente, las lecciones del análisis del discurso de Laclau y Mouffe no
se dirigen tan solo a los ojos y los oídos de la izquierda. Otros pueden aprenderlas
también o reelaborarlas para su propio uso sin necesidad de penetrar en textos con
frecuencia densos. Lo mismo se aplica a las recomendaciones de Benjamin en cuanto a
la organización del pesimismo: la derecha puede pretender cortar la mecha de la
revolución de idéntico modo que la izquierda puede desear pisar el freno para detener el
tren desbocado del populismo de derecha o de la
crisis ambiental. Esto puede observarse también en el hecho sorprendente de que los
neoliberales hayan aplicado las intuiciones de Gramsci sobre la necesidad de una guerra
de posiciones de modo mucho más eficaz que los eurocomunistas u otros grupos de
izquierda. Como dijo en una ocasión Milton Friedman en su libro Capitalism and
Freedom (1962): «Únicamente una crisis –real o percibida como tal– produce un
cambio real. Cuando esa crisis se produce, las acciones que se emprenden dependen de
las ideas que circulan en ese entorno. Esa, creo, es nuestra función básica: desarrollar
alternativas a las políticas existentes y
mantenerlas vivas y disponibles hasta que lo políticamente imposible se haga
políticamente inevitable». O como Rahm Emanuel, director del equipo de transición de
Obama, declaró en 2008 a Bloomberg TV: «Nunca te puedes permitir el lujo de
desperdiciar una crisis». El fundamentos político e ideológico del populismo de derecha
y del neoliberalismo ha sido cultivado durante décadas por partidos políticos,
intelectuales, medios de comunicación de masas, think tanks y diversos aparatos del
Estado.
En cierto sentido, por consiguiente, la cuestión que planteáis llega demasiado tarde. Al
igual que las advertencias de Benjamin fueron ignoradas durante las décadas de 1920 y
1930, las oportunas advertencias sobre el populismo de derecha o sobre el cambio
climático han sido ignoradas desde la década de 1970. En realidad, la celebración de la
política de la identidad y la correspondiente construcción del yo mediante el consumo
individual y las opciones ligadas al
estilo de vida contribuyeron a encender la mecha, sustrayendo la atención de la crítica
de la economía política (que debería incluir la crítica de la ecología política) y de los
peligros del neoliberalismo. A su vez, el fracaso de los partidos convencionales a la hora
de abordar el daño económico, social y medioambiental causado por el neoliberalismo y
su impacto sobre la precarización y la marginación de individuos, hogares, industrias,
ciudades y regiones ha creado las condiciones para el populismo de derecha, así como
para los partidos-movimiento social
como Syriza, Podemos y otros grupos antiausteridad. Por supuesto, es mejor organizar
el pesimismo, por utilizar otra frase de Benjamin, que caer en el fatalismo, pero ello
requiere prestar una cuidadosa atención al equilibrio de fuerzas y al espacio existente
para la construcción de alianzas económicas y políticas.
Esta pregunta nos remite a mis comentarios anteriores sobre el neoliberalismo: aunque
los partidarios del neoliberalismo afirmen que sólo están liberando las fuerzas del
mercado, de hecho es la primacía de lo político lo que está en juego. El «libre mercado»
y el «Estado fuerte» se hallan profundamente interrelacionados. Quienes apoyan el
neoliberalismo no pueden permitirse la democracia –y menos aun en periodos de crisis–
, porque esta generaría demasiada presión popular para revertir las reformas
neoliberales. Y por esta razón están intentando situar un número cada vez mayor de
decisiones claves totalmente al margen del ámbito de la toma democrática de
decisiones, como observamos con las negociaciones sobre el TTIP (Transatlantic Trade
and Investment Partnership) y el TISA (Trade in Services Agreement). La pauta general
en este sentido es que la importancia, el número y el poder de los organismos que no
rinden cuentas a nadie son cada vez mayores (el Banco Central Europeo no rinde
cuentas ni siquiera a la Comisión Europea, por no hablar a los ciudadanos de Europa; la
Troika no las rinde ante el Estado o el pueblo griegos, etcétera); y que las negociaciones
sobre los asuntos
cruciales, que afectan a la soberanía y el control populares, se producen rodeadas del
mayor secreto, mientras las decisiones judiciales se privatizan. Todo ello constituye una
parte importante de este modelo. Pero debemos reconocer que incluso antes de la
llegada del neoliberalismo hay algo inherente a la naturaleza de la forma partido y de la
política parlamentaria, que introduce un vacío entre los representantes y el electorado.
Hay un refrán francés muy conocido que dice: «Tienen más en común dos diputados
aunque uno de ellos sea comunista, que dos comunistas cuando uno de ellos es
diputado». Y esto es así, porque estos forman parte del club de parlamentarios, se
identifican entre sí, defienden juntos sus privilegios, etcétera. Entonces, si contamos con
un régimen de democracia representativa, corremos el riesgo de que se creen las
condiciones para que se imponga la ley de hierro de las oligarquías de Michels. Una de
las cuestiones presente en los debates de la izquierda sobre el parlamentarismo durante
el siglo XIX era la de cómo mantener la presión popular sobre los representantes, no
sólo a través del sistema de partidos, sino también a través de los sindicatos y los
movimientos sociales. En este sentido, Gramsci y Poulantzas insisten en la necesidad de
mantener algún tipo de equilibrio entre la democracia representativa, que garantiza la
autoridad nacional y otorga el control de determinados recursos de gestión del Estado
(presupuestos, potestad tributaria, etcétera), y las formas de democracia directamente
basadas en la movilización popular y efectuadas a cierta distancia del mismo, que
obliguen a los parlamentarios a ser más honestos y
a rendir cuentas de modo más riguroso ante el electorado. Aquí, de nuevo, si analizamos
el trabajo de Gramsci sobre los partidos políticos, comprobamos que indica nítidamente
que estos siempre se hallan conformados por un estrato de elite, por un estrato
intermedio, compuesto por los organizadores y los burócratas, y luego por las bases y
los simpatizantes. Si no se logra articular bien este equilibrio, el partido no funciona
como un órgano de democracia. Así, la democracia, a escala nacional o global, no solo
requiere una oposición bien organizada frente al gobierno, sino también la existencia de
una oposición interna en los propios partidos, si bien en el marco de un conjunto de
objetivos compartidos. La existencia de democracia interna y la creación de un espacio
para los movimientos sociales es muy importante en este sentido.
Creo que esta cuestión puede surgir de un posible malentendido. Para mí, el concepto de
selectividad estratégica no significa que el Estado elija qué estrategias sigue como si se
tratara de un sujeto racional o fuera el instrumento neutral de aquellos que ocupan los
puestos de mando del mismo. Puedo explicar esto refiriéndome a las diversas posiciones
presentes en la teoría del Estado. Existe una poderosa pero inadecuada tradición, que
afirma que la estructura del Estado se limita funcionalmente a perseguir los intereses del
capital. El instrumentalismo es
otra de esas tradiciones inadecuadas, que puede ilustrarse recordando a Harold Wilson,
primer ministro laborista británico entre 1964 y 1970 y entre 1974 y 1976, a quien en
cierta ocasión le preguntaron: «¿No le preocupa que los funcionarios del Departamento
del Tesoro o del Banco de Inglaterra puedan bloquear la implementación de sus
políticas radicales?». A lo que Wilson contestó: «No, yo entiendo el Estado como un
automóvil, quien lo guía puede conducirlo hacia
la izquierda o hacia la derecha, y yo tengo la intención de conducirlo hacia la
izquierda». Ni siquiera el propio Wilson aceptaba totalmente esta opinión optimista. Él
había observado que el Tesoro defendía la ortodoxia fiscal y presupuestaria y que estaba
más preocupado por defender los intereses comerciales y financieros de la City de
Londres, que los de las zonas industriales
del país. Durante su primer mandato creó un Departamento de Asuntos Económicos,
cuya responsabilidad específica era planificar el crecimiento económico. No se lanzó
iniciativa alguna, sin embargo, para reducir el poder del Tesoro. Durante
aproximadamente un año el nuevo Departamento cosechó algunos éxitos, pero cuando
la crisis financiera de 1967 dio al Tesoro la oportunidad de reclamar su tradicional
poder a la hora de intervenir en una situación de emergencia económica, aprovechó el
momento para marginar a su rival en nombre de la gestión a corto plazo de esta. Este
caso ilustra las asimetrías de poder existentes en el aparato del Estado, cómo estas
varían con la coyuntura y lo difícil que es sostener estrategias económicas alternativas
frente a la crisis, cuando las fuerzas sociales que se hallan fuera del Estado son
incapaces de movilizarse para defenderlas.
Cuando citaba a Harold Wilson era para ilustrar y luego rechazar su concepción
instrumentalista del Estado. El Estado no es una simple herramienta, instrumento o
máquina, que puede ser utilizado para cualquier fin o propósito no importa por quien.
Incluso Wilson reconocía esto cuando intentaba sortear o debilitar la influencia del
Tesoro mediante el establecimiento de un nuevo ministerio dotado de nuevos poderes y
de una nueva área competencial. Yo estoy proponiendo una tercera opción entre el
estructuralismo fatalista y el instrumentalismo voluntarista. Para decirlo de nuevo, esta
opción se remite a la concepción estratégico-relacional
del Estado como una relación social, una relación entre las fuerzas políticas mediada por
la materialidad institucional del sistema estatal. Los ejemplos que mencionáis en vuestra
pregunta nos enseñan precisamente que el Estado no es un mero instrumento. Esto no
significa, sin embargo, que el Estado en Madrid o en España o la Unión Europea se
hallen estructural y permanentemente comprometidos al servicio de los intereses del
capital o del capital financiero,
porque una vez que abrimos la caja negra del Estado y examinamos su lógica interna y
su modus operandi, siempre encontramos puntos débiles, divisiones y contradicciones
internas. No existe garantía alguna de que actuará de forma unificada: podemos
observar encontronazos entre los poderes civil y militar o, de nuevo, entre los aparatos
del Estado que gestionan asuntos económicos y aquellos implicados en la gestión de las
políticas sociales. Y así sucesivamente. El Estado no es un sujeto racional (pocos lo
creen hoy en día) ni una máquina preprogramada
para servir habilidosamente y en todas las ocasiones a los intereses del capital. Es una
relación social enmarañada en contradicciones, dilemas, tensiones y antagonismos.
Precisamos de un análisis de sus puntos débiles, no tratarlo como algo «congelado» en
el tiempo. Quizá no podamos controlar inmediatamente los ministerios económicos o
financieros más poderosos, pero si tal vez el Ministerio de la Mujer o el de Cultura o el
de Asuntos Sociales; podría tratarse de un programa social dirigido a la población
mayor o a los migrantes, etcétera. La clave es
producir un cambio en el equilibrio de fuerzas ligado a competencias específicas de
estos aparatos para construir a continuación sobre los éxitos cosechados en estos
campos otras iniciativas o para movilizar el apoyo que asegure el éxito de esas políticas,
cuando se produzcan resistencias contra las mismas. Podemos pensar en cómo cambiar
el equilibrio de fuerzas dentro del Estado entre o a través de sus funcionarios,
ministerios y departamentos. Creo que uno de los puntos importantes, que es olvidado
con frecuencia, es que en ocasiones es mejor intentar
hacer algo y fracasar para después extraer las lecciones pertinentes de este fracaso, que
no experimentar nunca con la implementación de políticas públicas radicales. Podemos
aprender de ese fracaso y hacerlo mejor la próxima vez en lugar de caer en un fatalismo
que confirma el statu quo.
Sí. Los experimentos deben escogerse, por lo tanto, a la luz de un riguroso análisis de
coyuntura. Esto es especialmente importante para las fuerzas que pretenden «construir
el presente y la historia del futuro» y no, simplemente, reinterpretar el pasado (Quaderni
del carcere, Q §13, 17, pp. 1580-1581). No estoy diciendo que debamos comenzar para
deliberadamente fracasar, sino que pueden extraerse lecciones del fracaso. Puedo
explicar esto refiriéndome a la distinción establecida por Althusser, en su discusión de
la filosofía espontánea de los científicos, entre la validez científica y la corrección
coyuntural. Podemos tener un análisis científicamente válido de la actual fase del
desarrollo del Estado, de la evolución de la economía o de las razones de la crisis, pero
desarrollar estrategias y políticas exige no solo conocer dónde estamos y cómo llegamos
a esta situación, sino también que sendas de futuro pueden ser posibles, lo cual implica
una reflexión razonada sobre el futuro: ¿qué existe in potentia y cómo podríamos
realizar este potencial? Esto no es tan solo una cuestión de análisis científico, si es que
lo es, porque sin emprender acciones para realizar lo que actualmente existe in potentia,
estos potenciales pueden no surgir nunca. La acción política es una apuesta
especulativa sobre el futuro, un intento de practicar el arte de lo posible, sabiendo que la
acción política es necesaria para hacer realidad lo que de otro modo seguiría siendo pura
especulación. Si nosotros decimos: «No podemos conseguir nada, estamos derrotados»,
todo lo que existe potencialmente, los objetivos alcanzables en un horizonte espacio-
temporal dado, nunca serán perseguidos y, por consiguiente, quedarán irrealizados. Y
aquí debemos evitar dos tentaciones
identificadas por Gramsci, que son la sobreestimación fatalista de las causas mecánicas
y la exageración voluntarista de lo que puede lograrse mediante la mera voluntad
individual o colectiva. A este respecto, Gramsci puso de relieve, en diversas ocasiones,
la importancia de identificar la relación existente entre los aspectos estructurales y
coyunturales del momento actual. Poulantzas suministró dos ejemplos de tales errores.
Uno era la irracional creencia de la Comintern de que el fascismo era un desesperado
intento de última hora de rescatar al capitalismo y que, por consiguiente, era más
importante combatir a los socialdemócratas como
herederos rivales que batallar contra un movimiento fascista condenado, cuyo fin estaba
cerca. Este diagnóstico irracional de la coyuntura contribuyó al auge y la consolidación
del fascismo. El otro ejemplo se refiere al colapso de la dictadura militar griega en
1975. Algunos comunistas griegos pensaron que ello significaba que la revolución
socialista constituía una perspectiva inmediata y, por consiguiente, dejaron de apoyar a
las fuerzas burguesas liberales a la hora de
consolidar la democracia, lo cual abrió espacio para el resurgimiento de las viejas elites.
En resumen, sin un riguroso análisis de la coyuntura es posible cometer errores tácticos
y estratégicos muy costosos, que pueden alimentar a las fuerzas reaccionarias e incluso
contrarrevolucionarias. Sin embargo, exagerar este riesgo es validar el statu quo y eludir
el campo de batalla. La alternativa es apostar por un análisis razonable del momento
presente, realizar esfuerzos para probar los límites de la acción política, consolidar los
éxitos y aprender lecciones valiosas para la acción futura.
Esta pregunta abre toda una serie de cuestiones. En primer lugar, permitidme criticar la
tendencia a creer, siguiendo a Max Weber entre otros, que el Estado moderno es un
aparato coercitivo que afirma el monopolio legítimo de la violencia en un territorio dado
habitado por una población sujeta a su dominio. Aunque el territorio constituye una
dimensión importante –definitoria en realidad– del poder estatal, no debemos olvidar el
resto de dimensiones de la organización socioespacial. Existe también el espacio de los
flujos, que atraviesan las fronteras
territoriales; existe una multiplicidad de lugares, sitios, barrios, ciudades, regiones,
etcétera; y toda una serie de redes que conectan actores a través del territorio, el lugar y
la escala. Si interpretamos las luchas políticas estrictamente en términos de su anclaje e
impacto territoriales a la hora de influir sobre el ejercicio del poder territorial soberano,
considerado este como algo fijo e inmutable, entonces nos encerramos en un modelo
muy obsoleto de Estado y de poder estatal. Incluso la ciencia política convencional, que
yo criticaba anteriormente, reconoce esto
cuando pone de relieve y analiza el desarrollo del gobierno multinivel (por ejemplo, en
la Unión Europea) o presta atención al desplazamiento operado desde el gobierno a la
gobernanza (incluyendo la gobernanza multinivel). De diferentes modos, estos
conceptos y preocupaciones nos advierten de que la política implica algo más que la
soberanía territorial. Así, pues, si vamos a intentar pensar la crisis múltiple que
atraviesan Europa o España o el País Vasco, necesitamos
tener en cuenta cómo esta se ve afectada por los modos en que territorio, lugar, escala y
redes se articulan y, además, cómo el poder del Estado puede ejercerse mediante
diferentes formas de gobernanza (o gubernamentalidad), así como mediante el poder de
mando ejercido jerárquicamente. Una de las fuentes de la fuerza del capital en la
actualidad es que ha escapado en un grado significativo del control democrático ejercido
por los Estados territoriales y que ahora no solo compite, sino también coordina sus
acciones en otros lugares y a otras escalas. Si
aceptamos la sugerencia de Gramsci de que el Estado es el conjunto de actividades
prácticas y teóricas mediante las cuales la clase dominante no solo justifica y mantiene
su dominación, sino también logra ganar el consenso activo de aquellos a quienes
domina, entonces tenemos que aceptar que una parte importante de estas actividades
prácticas –y de las teóricas también– no se despliegan únicamente dentro de las
fronteras de los Estados territoriales ni se hallan mediadas por las ordenes del gobierno.
La izquierda también necesita mirar más allá de la acción territorial y considerar cómo
articular las acciones dentro y a través de los territorios, lugares, escalas y redes. Y estas
acciones deberían ir más allá y dejar de ocuparse tan solo del ejercicio de los poderes
soberanos del Estado territorial para incluir en su radio analítico el resto de formas de
gobernanza y gubernamentalidad mediante las cuales la clase dominante mantiene su
dominación y logra ganarse el consenso o, al menos, disciplinar a los individuos y a los
grupos sociales. Por esta razón he sugerido que podríamos reescribir del siguiente modo
la descripción aforística del Estado efectuada por Gramsci: el Estado es «el gobierno +
la gobernanza a la sombra de la jerarquía», en lugar de afirmar, como hacía él
originalmente, que es «la sociedad política + la sociedad civil» o «la hegemonía
blindada por la armadura de la coerción». Las
estrategias contrahegemónicas deben ser reconsideradas desde este cambio de
perspectiva teórica y práctica. Uno de los riesgos de la política de izquierda, y creo que
también de la de derecha, es que ninguna de las dos percibe en qué medida el Estado se
ha visto profundamente alterado por la combinación de la intervención legal y política
con formas más blandas de gobernanza, de partnerships público-privadas, etcétera, que
a menudo se presentan como algo mucho más amable e igualitario. ¿Quién puede
quejarse de las partnerships? ¡Todos somos partners ahora! Pero algunos partners son
más importantes que otros, algunos se hallan
marginados, mientras que a otros se les ayuda a participar, algunos tienen más
participación y se benefician más que otros, etcétera. Esto requiere que pensemos el
poder del Estado como gobierno + gobernanza antes que en términos de soberanía
territorial.
Sí, por supuesto, dada la historia de España, la cuestión territorial tiene, como decís, una
gran importancia. Estas cuestiones se reflejan en los diversos proyectos diseñados para
resolver la crisis de la Unión Europea. Tenemos la Europe des patries, la Europa de las
regiones, la Europa de las ciudades, Europa entendida como un espacio económico más
amplio, el proyecto mediterráneo... Hay muchas formas distintas mediante las que la
Unión Europa interviene para reorganizar las relaciones entre las ciudades, las regiones,
las regiones transfronterizas, etcétera,
con el fin de imponer sus agendas supranacionales y para modificar el equilibrio de
fuerzas existente con vistas a conseguir este ultimo objetivo. A este respecto he escrito
recientemente un trabajo sobre el Brexit (Globalizations, vol. 13, 2016;
http://bit.ly/2e0DlRP) en el que interpreto la salida de la Unión Europea del Reino
Unido como la continuación de la crisis orgánica del Estado británico y el referéndum
como un acontecimiento inscrito en ese proceso evolutivo. Si
analizamos esta crisis orgánica, observamos que a partir de la década de 1980 las elites
británicas comienza a abandonar lo que los conservadores denominaban el proyecto de
«una nación», compartido con el Partido Laborista, que pretendía integrar a las
diferentes clases sociales y regiones mediante una serie de medidas específicas inscritas
bajo el paraguas de un amplio movimiento nacional-popular. Estas elites empiezan a
contemplar entonces el mercado como la solución a la crisis orgánica en curso y, como
consecuencia de ello, en vez de apostar
por las empresas nacionales punteras localizadas en el sector industrial, comienzan a
considerar las ciudades como los nuevos dispositivos impulsores de la competitividad
nacional. Londres fue escogido como punta de lanza de este modelo y así la elite
neoliberal optó por promover deliberadamente el desarrollo desigual en lugar de
atenuarlo, cómo sucedía en el compromiso sellado tras la Segunda Guerra Mundial. El
voto del Brexit fue, en parte, una respuesta a este
desarrollo desigual, especialmente en las regiones que quedan marginadas en este
proceso; Escocia votó por permanecer en la Unión Europea, pero el resentimiento
provocado por este modelo de desarrollo desigual también se había expresado en los
resultados de la derrota, por un estrecho margen, del referéndum de independencia. A
tenor de la Act of Union entre el Reino de Inglaterra y Escocia en 1707, Escocia
conservaba sus propias instituciones nacionales independientes, que mostraban
afinidades con las de la Europa continental y contribuyeron a
crear las condiciones, que propiciaron la Ilustración escocesa. Tras el voto del Brexit, el
gobierno nacionalista escocés puede llegar a demandar otro referéndum sobre la
independencia que le permita permanecer en la Unión Europea. Si esto ocurriera y
Escocia votara por la independencia, se produciría una crisis constitucional.