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Reflexión sobre la integración regional y la globalización de la ciudadanía y

la nacionalidad.

Globalización e Integración Regional.

La necesidad de integración en función de la regionalización responde, como mecanismo


defensivo, a las presiones que la globalización plantea en el nivel macroeconómico. En el nivel
político, el avance de una concepción ultraliberal de la economía y de la sociedad, se caracteriza
por la imposición de un discurso de las elites políticas y económicas de considerar superado el
marco de los Estados - Nación. La preeminencia del mercado mundial, aún cuando relativiza el
peso de los contextos nacionales, sigue requiriendo de la existencia de fronteras estatales para
mantener la competitividad del sistema.

Las diferencias culturales no deberían constituir un obstáculo en la consecución de la integración,


privilegiando la fuerza de la identidad como proyecto, y el necesario rol de lo político para construir
una alternativa democrática fundada en cambios sociales. La mundialización de la economía, no
incide solamente en los ajustes económicos para mantener esa legitimidad de los Estados - Nación
sino que, necesita de la existencia de las fronteras para mantener la competencia basada en la
diferencia.

La población contenida dentro de límites territoriales a partir de las formaciones estatales, es


considerada como nacional. Este proceso es acompañado de políticas que tienden a la
homogeneización cultural. Esto conformó una identidad cultural colectiva en la que se basan los
discursos. En ello se basa la pretensión de afirmar diferencias respecto a otras poblaciones,
desembocando muchas veces en la inclusión o exclusión de los individuos o los grupos. La
consolidación de la nación requiere el afianzamiento del vínculo entre Nación y Estado para
permitir la demarcación de bordes políticos y culturales. El Estado se constituye en la expresión del
poder de la Nación, y al mismo tiempo en su hacedor a través de instituciones como el ejército, la
administración pública y la escuela. Esta forma de constitución de la nacionalidad, presupone un
proceso de construcción de identidad colectiva cuyos rasgos, características, delimitaciones, son
impuestos de modo que se objetivan al punto de naturalizarse.

La identidad nacional supone la existencia de presupuestos comunes, gestados desde los orígenes
de los Estados - Nación, a partir de la institucionalización de fronteras políticas y simbólicas. No
puede explicarse si no es a través de una formación sociohistórica y dentro de ella de las distintas
posiciones estructurales globales que se pueden ir concretando de lo particular a lo general:
nación, género, etnia, clase socia entre otras.

Desde la idea de la gran patria latinoamericana de Bolívar, a la demarcación de fronteras siguiendo


los espacios de poder más regionalizados, se generaron disputas que requirieron la legitimación
mediante discursos políticos. Tales discursos convalidaron las nuevas demarcaciones territoriales,
desde supuestas identidades nacionales diferentes. La posibilidad del ejercicio de la hegemonía
política en las nacientes naciones americanas presentaba un desafío en dos planos
complementarios. Debía articularse un discurso de homogeneidad interno para constituir la nación
hacia adentro y otro de diferenciación para establecer hacia afuera las fronteras políticas. La
identidad individual y colectiva del Otro, como expresión de subjetividad concreta, era negada y
reducida a los únicos modos de ser reconocidos por las instituciones hegemónicas: el individuo y el
Estado.

Revisando la historia surge entonces la cuestión: ¿porqué al evaluar la necesidad de integración y


argumentar en pos de la regionalización no se comienza por otra pregunta? ¿Cómo fue posible la
desintegración? ¿Por qué no constituimos una unidad considerando los distintos vínculos, la
religión, la lengua, la fusión de lo europeo con lo indígena, y tantos otros elementos compartidos?

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Son los proyectos políticos, y no las diferencias culturales, los que unen o separan los destinos de
los hombres. De hecho no se requirieron diferencias culturales significativas para que los
latinoamericanos se desangraran en terribles guerras como la Guerra del Pacífico, la de la Triple
Alianza, en el Siglo XIX y la Guerra del Chaco en el Siglo XX, en las que por supuesto no estaban
en juego otros intereses que no fueran los de las potencias imperialistas. Tampoco fueron un
obstáculo, esas supuestas diferencias, para que, en sentido contrario, durante las décadas del ’60
y ’70, muchos soñáramos con una gran patria latinoamericana.

En esta recreación utópica hay aspectos temporales y espaciales. A fines de la década del ´60 y
comienzos del ´70, amplios sectores de la vida política y social se hicieron eco de un proyecto
político generándose una corriente solidaria y de integración en varios de los países del Cono Sur.
Desde una perspectiva global, este proceso se inscribe en lo que Samir Amin llama la Era de
Bandung, tomando como hito la Conferencia de Bandung de 1955, que da origen al llamado Tercer
Mundo, esta era finaliza en 1975 cuando comienza la reformulación política del Nuevo Orden
Internacional con la reestructuración que termina con el Tercer Mundo. En América Latina el hecho
precursor fue la Revolución Cubana y la finalización de esta etapa significó el comienzo de una
época, signada por regímenes dictatoriales, en la que se profundizaron las desigualdades internas.

El proyecto político tercermundista contemplaba, implícitamente, la unidad latinoamericana sobre


la base del reconocimiento de una identidad común, fundada no sólo en los orígenes o en los
rasgos compartidos, sino por sobre todas las cosas en la certeza de padecer una situación
estructural común, que era necesario transformar. Esta identidad, política y culturalmente
latinoamericanista, se manifestaba en diversas expresiones que eran representativas de aquellos
anhelos compartidos. Eran la expresión de una identidad regional como forma de conciencia, en la
que factores objetivos se subjetivaron, internalizándose colectivamente. Sin embargo, la
integración no pudo pasar de la fase de un proyecto utópico. La posterior experiencia del
terrorismo de Estado, fue también una vivencia compartida por nuestros pueblos. Pero, aunque
regionalizada desde la acción de los dictadores, tal como lo demuestra el Plan Cóndor, se montó
sobre el discurso faccional de la recuperación del ser nacional.

La década del ’80 inauguró un período de restauración democrática en nuestros países bajo una
auspiciosa esperanza ciudadana. En poco tiempo se mostraría su fragilidad y vulnerabilidad con el
sometimiento a los dictados del Nuevo Orden Mundial y sus imposiciones, mediante la sujeción
económica mediada por los organismos internacionales como el Fondo Monetario Internacional, la
Organización Mundial de Comercio y el Banco Mundial. En los inicios de los ’80 algunas
expresiones sociales en el campo de la cultura auguraban un resurgimiento de la voluntad de
integración de ciertos sectores.

Ensayando nuevas formas de ciudadanía

La integración regional se ve obstaculizada al interior de los Estados, por dos situaciones que son
consecuencias directas y dramáticas de la aplicación del modelo neoliberal:
1. La desintegración social interna en sociedades polarizadas, con altos niveles de pobreza y
concentraciones de la riqueza en pequeños grupos. América Latina es el lugar del mundo que
presenta mayor índice de desigualdad.
2. Por la crisis de las instituciones democráticas y consecuentemente, del pleno ejercicio de la
ciudadanía. Ambos factores conspiran contra las posibilidades de estructuración regional que
requiere, además de los acuerdos formales entre los Estados, del compromiso de la acción
colectiva que debe sustentarse en la confianza y credibilidad institucional.

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Las acciones colectivas presuponen la transformación de los sujetos en actores sociales sin que,
necesariamente, esto implique acciones directas desde el Estado. Es decir, los derechos de
ciudadanía pueden ejercerse fuera de la órbita de lo estatal tales como: movimientos sociales,
centros comunitarios, asambleas de ciudadanos. Esta es una tendencia que se verifica con mayor
intensidad, en la medida en que refleja la crisis de la noción moderna de ciudadanía como sistema
de integración política dentro del sistema estatal.
Los motivos que explican esta reformulación son:
1. La crisis del estado de bienestar que debilita la dimensión social de la ciudadanía;
2. La disociación social causada por el persistente desempleo masivo, la falta de fuentes de
trabajo y las nuevas formas que revisten las desigualdades;
3. El reconocimiento de nuevas formas de ciudadanía, por ejemplo la ciudadanía cultural; y
4. La automarginación de la esfera pública por la crisis de representación del sistema político.

Estamos asistiendo a un proceso, donde los individuos se nuclean y establecen pautas de


participación social y política por fuera de los parámetros establecidos por el sistema político que
ha desmantelado el Estado, poniéndose a los pies del capital financiero. Es en la potencia de los
sujetos organizados en formas múltiples de interacción social, donde debemos depositar la
confianza para que las voluntades se vayan enhebrando en la persecución del sueño utópico de
una sociedad más justa y vivible para todos.

Estas acciones no suplen la responsabilidad del Estado, cuando no se garantizan los principios
fundamentales de justicia social y democracia, se obturan los mecanismos de participación. Se
produce una suerte de desafiliación nacional, un sentimiento de exclusión que relativiza la noción
subjetiva de pertenencia y resulta en la erosión de las lealtades colectivas, es necesario repensar
la relación entre nacionalidad y ciudadanía. Para ello es imprescindible la modificación de la
agenda política del Estado para enfrentar el desafío que significa un proceso de integración
regional genuino. La integración supone procesos de democratización en los que la ciudadanía,
como modo singular del vínculo entre lo individual y lo colectivo, sea alcanzada de hecho y de
derecho al interior de cada uno de los Estados y más allá de sus fronteras políticas. Esto es
particularmente sensible ante la realidad del desplazamiento poblacional que se está produciendo
entre nuestros países.

La idea de ciudadanía remite a derechos individuales, asociados a la idea de igualdad jurídica en el


marco de una Nación. Pero lo que aquí nos ocupa es el lugar que le cabe a la ciudadanía en
procesos migratorios, ya que el concepto de nacionalidad funciona en primera instancia
legitimando la frontera, para luego constituirse en barrera para la integración ante la realidad de la
inmigración La figura del inmigrante, como aquel que pierde el lugar de su nacionalidad y con ello
las ventajas de la ciudadanía debe ser puesta bajo análisis.

En los derechos de ciudadanía, lo realmente significativo, es garantizar una inserción igualitaria en


el mercado laboral, acceso pleno a las políticas de salud, educación y vivienda, así como también
de todos los demás derechos civiles. Esto significa una mejora sustancial en la calidad de vida, lo
que sólo es posible mediante una justa redistribución económica, el acceso igualitario a buenas
condiciones de salud y educación, y la participación plena en la vida política del país

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