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OPINIÓN | COMENTARIO

La vuelta del caudillo


Por Enrique Krauze 27 de mayo de 2018

CIUDAD DE MÉXICO — El líder recorre el país. La gente se vuelca a su paso


con delirio y devoción. Unos le besan la mano, otros lo abrazan con lágrimas,
todos lo vitorean. Hay un éxtasis colectivo. Una genuina comunión. El líder
representa la esperanza, la redención. “Nosotros sentíamos que no éramos
nadie, que no teníamos valor, que no importábamos. Eso fue lo que nos dio”,
dice una mujer humilde en la novela Patria o muerte de Alberto Barrera Tyszka.
Ante la multitud, el Comandante declara: “Amor con amor se paga”, hermosa
frase que José Martí acuñó para otro contexto, pero que recoge el sentimiento
irresistible entre el caudillo y el pueblo. Por eso Hugo Chávez, el fallecido
presidente de Venezuela, pudo exclamar al final de su vida: “Ya tú no eres
Chávez, tú eres un pueblo”.

La escena no es privativa de Chávez. Con variantes, en América Latina este


hechizo mutuo caracterizó el liderazgo carismático de Eva y Juan Domingo
Perón, el de Fidel Castro, en un principio el de los sandinistas, en menor medida
el de Evo Morales, Correa, los Kirchner. Y es también muy visible en el ascenso
de Andrés Manuel López Obrador.

Asistimos al renacimiento del caudillismo bajo una faceta muy distinta a la


del siglo XIX. Aquellos personajes novelescos, terribles y atractivos, eran
poderosos sobre todo por su carisma personal y su uso de la fuerza. Los
caudillos modernos son caudillos populistas. Encabezan vastos movimientos
sociales, pero ya no llegan al poder por la vía de las armas (como Castro o los
sandinistas). Llegan por vías democráticas, pero no representan un cambio de
gobierno, sino de régimen. Buscan instaurar un nuevo orden de justicia,
refundar el Estado, abrir una nueva era histórica ligada a su nombre, pero lo
hacen con daño severo, a veces definitivo, a las costumbres, instituciones, leyes
y libertades propias de la democracia, a la que deben su ascenso.
En un libro de aparición reciente titulado El pueblo soy yo me propuse
esclarecer las raíces históricas (digamos que el ADN) del caudillismo populista.
Su proliferación parte de agravios de toda índole, reales y dolorosos: la
desigualdad, la pobreza, la marginación, la impunidad, la inseguridad y, desde
luego, la corrupción de los partidos políticos. A estas explicaciones he querido
aunar otra, de índole cultural, que discurrió hace más de medio siglo el
historiador estadounidense Richard M. Morse (1922-2001) en su libro El espejo
de Próspero.

El derrumbe del edificio imperial español, a principios del siglo XIX, dejó
un vacío de legitimidad. Lograda la Independencia, el poder central se disgregó
regionalmente y se fortalecieron los caudillos surgidos en las guerras de
independencia. Aquel espectáculo —según Morse— era la impronta de
Maquiavelo, no leído, sino reencarnado en caudillos como José Antonio Páez en
Venezuela, Facundo Quiroga en Argentina o Antonio López de Santa Anna en
México. Morse escribe: “Casi en cada página de sus Discursos y aun de El
príncipe, Maquiavelo da consejos que parecen extraídos de la trayectoria de los
caudillos americanos”; la presencia física, el valor personal, el conocimiento de
montañas y llanos, ríos y pantanos.

Pero la legitimidad carismática pura no se sostenía. El propio Maquiavelo —


aducía Morse— reconoce la necesidad de que el príncipe se rija por “leyes que
proporcionen seguridad para todo su pueblo”, lo cual implicó en casi toda la
América hispana la adopción, al menos formal, de una nueva legitimidad,
inspirada en las constituciones francesa, española y estadounidense. El
resultado fue un híbrido. Bajo la delgada superficie de nuestras repúblicas
democráticas y federales lo que predominó fue la convergencia de los caudillos
con la tradición del Estado que dominó la América hispana por tres siglos. En
una palabra, las ideas de Locke sobre el individualismo liberal, los derechos
cívicos y la tolerancia eran ajenas a un continente regido por la doctrina política
neotomista española, representada sobre todo por el teólogo jesuita Francisco
Suárez (1548-1617).

La tradición escolástica —explica Morse— ha sido siempre el sustrato más


profundo de la cultura política en América Latina. Se caracteriza por un
concepto paternal de la política, y por la idea del Estado cristiano, construido
como una arquitectura orgánica, un “cuerpo místico” cuya cabeza es la de un
padre que provee el bien común, ejecuta, legisla y juzga. El pueblo —dato crucial
— no solo está dispuesto a delegar el poder, sino a enajenar por entero al
monarca. En la clásica terminología de Max Weber —que Morse aprovechó años
más tarde— este tipo de dominación legítima corresponde puntualmente a la
tipología patrimonialista. “Hoy día es casi tan cierto como en tiempos coloniales
que en Latinoamérica […] el grueso de la sociedad está compuesta de partes que
se relacionan a través de un centro patrimonial y no directamente entre sí. El
gobierno nacional no funciona como árbitro de grupos de presión, sino como
fuente de energía, coordinación y dirigencia para los gremios, sindicatos,
entidades corporativas, instituciones, estratos sociales y regiones geográficas”,
escribió Morse en 1987.

Varios casos avalan esta interpretación de la cultura política


iberoamericana del siglo XIX: el último Simón Bolívar (el de la presidencia
vitalicia), la república aristocrática de Diego Portales en Chile, el propio dictador
Juan Manuel de Rosas en Argentina, Porfirio Díaz en México. Entre 1929 y
2000, México fue el ejemplo más acabado (y exitoso) de caudillismo
patrimonialista. El país que adoró a los caudillos Villa y Zapata terminó
volviendo, en muchos sentidos, a Nueva España, con un monarca en la silla
presidencial cada seis años. Por eso Octavio Paz me advirtió una vez, con
resignación, sobre la fragilidad de nuestras esperanzas democráticas y
republicanas: “Convénzase, usted, México nunca se consolará de no haber sido
una monarquía”. Se refería a la herencia viva de la monarquía absoluta, tanto de
los Habsburgo como de los Borbones.

En los años cuarenta, apareció una variante en Argentina: el caudillismo


populista. Con la irrupción de la radio, que Perón descubrió como agregado
militar de Argentina en la Italia de su admirado Mussolini, el caudillismo
patrimonialista adquirió su moderna impronta populista mediante el uso de la
comunicación masiva para azuzar a las masas contra el enemigo interno o
externo, polarizar a la sociedad, decretar la verdad única, reescribir la historia.
Castro llevó a extremos ese paradigma. Acaso su dilatado dominio (que
sobrevivió a su muerte y llega hasta nuestros días) deba tanto al legado hispano
y caudillista como al Estado totalitario de inspiración soviética. Hugo Chávez fue
un peronista cruzado de castrismo. Nicolás Maduro, su heredero, ya no
pertenece a esta clasificación porque carece de legitimidad. Es el tirano típico de
la historia latinoamericana, con una novedad: induce deliberadamente el
hambre, la miseria y el exilio del pueblo.
Con todo, a lo largo de estos dos siglos, nunca pareció imposible la
construcción democrática de América Latina. En los intersticios de las
legitimidades carismáticas y monárquicas, varias figuras del siglo XIX buscaron
cimentar una política moderna y liberal: Rivadavia, Sarmiento y Alberdi en
Argentina; Balmaceda y Bello en Chile; la generación de la Reforma en México.
Y tampoco faltaron en el siglo XX pensadores y periodistas que intentaron
consolidar la democracia liberal. Países como Chile, Uruguay, Argentina (hasta
1931), Costa Rica y aun Colombia construyeron, no sin sobresaltos, una sólida
continuidad republicana. La propia Venezuela lo logró por cuarenta años. De
hecho, a fin del siglo XX, la mayoría de los países parecía adoptar ese modelo.
Hasta México llegó a su cita con la historia: desde el año 2000 es una
democracia liberal.

Quizá no por mucho tiempo. Asistimos ahora a un nuevo ciclo, tal vez
decisivo, del caudillismo populista. El carisma personal de López Obrador
alcanza tonos mesiánicos, no solo en la gente que se le acerca como a un rey
taumaturgo que cura y salva, sino en él mismo, que ha dicho: “El corazón de
Jesús está conmigo”. Este aliento redentor, aunado a una oferta que recuerda al
antiguo patrimonialismo del PRI, instaurará, con toda probabilidad, un régimen
que —al margen de sus éxitos o fracasos en el ámbito económico y social—
buscará ser la “la fuente de energía” y “el centro patrimonial”. En consecuencia,
comenzará por dominar al Congreso para de allí modificar la Constitución,
alterar a su favor la naturaleza del Poder Judicial, limitar o anular la autonomía
de instituciones clave (financieras, electorales, de transparencia, de
competitividad) y acotar la libertad de expresión. No está claro si las
instituciones y las voces de la libertad resistirán el embate.

Estados Unidos nunca ha ayudado al desarrollo de las democracias en


México y América Latina; más bien las ha obstaculizado al apoyar tiranías
oprobiosas. Pero alguna vez fue un faro al que los demócratas y liberales del
continente podían voltear. No más. Ahora nuestro vecino del norte ha contraído
un mal específicamente nuestro: hay un caudillo populista en la Casa Blanca.
Así de poderoso es el paradigma.

Enrique Krauze es historiador mexicano, editor de la revista Letras Libres y autor de, entre otros
libros, "Redentores: Ideas y poder en América Latina". Es también colaborador regular de The New
York Times en Español.

América Latina, Andrés Manuel López Obrador, Caudillismo, Eva Duarte, Facundo Quiroga, Hugo
Chávez, José Antonio Páez, Juan Domingo Perón

© 2018 The New York Times Company

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