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Predicación

Mar. 24, 2014

TEXTOS: Ex. 17:1-10; Rom. 5:1-11; Juan 4:1-14

En la casa en que yo crecí, éramos 6 hermanos. Y como ustedes se pueden


imaginar, cuando hay 6 hermanos viviendo juntos, no todo es paz y tranquilidad. A
cada rato había riñas y gritos, y casi siempre le tocaba a mi mamá intervenir.
Invariablemente alguno de nosotros decía, “No es mi culpa. Yo no estaba haciendo
nada, pero él o ella comenzó a molestarme.” Y luego el hermano o la hermana decía,
“No es cierto, fue él o fue ella quien comenzó.” En esos momentos, siempre
respondía lo mismo mi mamá: “A mí no me importa quién lo comenzó. Lo que me
importa es saber quién le va a poner fin.”
¿Quién le va a poner fin? Hoy día, como hace muchos siglos, el mundo está
lleno de conflictos y odios y pleitos. En nuestro texto del Evangelio hoy, el evangelista
dice que “los judíos y los samaritanos no tienen trato entre sí,” y por eso cuando
Jesús le habló a la samaritana, ella le dijo: “¿Cómo es que tú, siendo judío, me pides
agua a mí, que soy samaritana?”
Hoy día tenemos lo mismo entre diferentes pueblos: israelíes y palestinos,
turcos y kurdos, rusos y ucranianos. Pero también tenemos ese tipo de relaciones
mucho más cerca de nosotros, en nuestros lugares de trabajo, en nuestras escuelas,
en nuestras colonias y vecindades, y muchas veces inclusive en nuestras propias
familias.
Y la verdad es que muchas veces cuando tenemos ese tipo de relaciones con
otros, nosotros no fuimos los que comenzamos el problema o conflicto. No fue
nuestra culpa. De hecho, a veces todo comenzó mucho antes de nosotros. Así fue el
conflicto entre los judíos y los samaritanos: ese conflicto ya tenía siglos, y no lo había
comenzado Jesús ni la mujer samaritana. Se les había enseñado a todos los judíos y a
todos los samaritanos a participar en ese conflicto, a odiarse y no dirigirse la palabra.
Así pasa luego con nosotros: se nos enseña a tratar a los demás como nos tratan a
nosotros. Si nos ofenden, les ofendemos. Si nos lastiman, les lastimamos. Si nos
desprecian, les despreciamos también a ellos. Si dejan de hablarnos, también les
dejamos de hablar nosotros. Así como nos tratan, también los tratamos nosotros.
De esa manera, se van levantando barreras entre nosotros y las personas que
nos han ofendido o lastimado. Aunque estemos cerca de otros, es como si hubiera un
muro invisible ahí. Como todo muro, empieza con un solo tabique. Y poco a poco, se
va poniendo uno sobre otro, construyéndose el muro hasta que es tan grande y tan
fuerte que finalmente nos quedamos totalmente aislados. Una vez levantado ese
muro, no nos permite vernos las caras, escucharnos, dirigirnos la palabra. Es como si
la otra persona ya no existiera, aun cuando la tengamos en frente de nosotros o a

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nuestro lado. Y si es posible, guardamos nuestra distancia de la otra persona.
Mientras más lejos, mejor.
Pero lo que podemos ver en nuestra historia de hoy es algo diferente. A pesar
de ser judío, Jesús se niega a ser parte de ese conflicto con los samaritanos y de los
odios y rencores que lo caracterizaban. Para sorpresa de la samaritana, Jesús le dirige
la palabra: no una palabra de odio o desprecio, sino una palabra que también le
invita a ella a salirse de ese conflicto, haciéndole un favor, sacándole agua del pozo.
Al mismo tiempo, Jesús le ofrece algo muy valioso a ella, agua viva para que ella ya
no tenga sed. Y como vemos en la historia si la seguimos leyendo, así se va
rompiendo la barrera. Se establece una nueva relación entre ella y Jesús, y ella hasta
se hace seguidora de él, invitando a otras personas de su pueblo a hacer lo mismo
también.
En nuestra segunda lectura de hoy, Pablo les escribe a los romanos, “Dios
muestra su amor por nosotros en que, cuando todavía éramos sus enemigos, Cristo
murió por nosotros... Cuando todavía éramos sus enemigos, nos puso en paz consigo
mismo mediante la muerte de su Hijo.” Imagínate, no sólo no odiar a tu enemigo,
sino morir por él. ¿Quién de nosotros ofrecería entregar su vida por alguien que nos
odia? Pero eso es lo que vemos en Dios y su Hijo Jesucristo. Ninguno de nosotros
merecíamos que Dios nos amara así; pero Dios envió a su Hijo a buscarnos cuando
no queríamos nada con él, para convertirnos en sus amigos, sus hijos.
Y así nos sigue tratando siempre: aun cuando le desobedecemos y le damos la
espalda diariamente, aun cuando no le damos importancia en nuestras vidas y lo
traicionamos mucho peor de lo que hizo Judas, Jesús sigue buscándonos, sigue
hablándonos, sigue amándonos. No nos trata como enemigos, sino como amigos
muy queridos, y su gran afán es que estemos reconciliados con él, en paz con Dios,
para vivir en armonía, comunión, y amistad.
Al relacionarse así con nosotros, Jesús se relaciona de la misma manera en que
se relacionó con la samaritana, diciendo, “Yo no voy a vivir en enemistad con nadie.
Voy a buscar la paz con todos. Aunque me traten mal, o se niegan a dirigirme la
palabra, yo no voy a tratar a nadie mal a cambio, ni negarme a dirigirles la palabra.
No acepto vivir así; voy a romper esas barreras.” Así es como se lleva a cabo la
reconciliación. Y cuando esas reconciliaciones ocurren, es algo muy hermoso, algo
para celebrar con alegría y regocijo, porque el odio es transformado en amor, el
rechazo en aceptación, la discordia en comunión, la enemistad en amistad. Es como
tomar un martillo y derribar ese muro que hemos dejado que se levante. Qué bonito
se siente verlo caer, sentir otra vez la amistad, el afecto, la paz, el amor. Qué bonito es
construir puentes en nuestra vida en lugar de muros.
Eso es lo que vemos en Jesús en la historia de hoy. Hubiera sido fácil tratar a la
mujer samaritana como si estuviera invisible. Eso es lo que esperaba ella—que Jesús
no le dirigiera la palabra, que ni siquiera la viera. Pero Jesús se negó a tratarla así.
Tomó la iniciativa para derribar el muro que existía.

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Y el resultado fue asombroso y hermoso. No sólo cambió la vida de ella para
siempre, sino que también a través de ella pudo cambiar la vida de muchos más, toda
la gente de su aldea que llegó a conocer a Jesús y encontrar vida en él—encontrar
esa agua viva que quita la sed.
Durante este tiempo de Cuaresma, hablamos mucho de meditar en las cosas
que andan mal en nuestras vidas para volver a Dios y reconciliarnos con él. Pero en
realidad reconciliarse con Dios es reconciliarse con los demás; eso es lo que él más
quiere. Quiere que tratemos a los demás, no como ellos nos traten, sino como él nos
ha tratado en Cristo Jesús. Eso significa no sólo negarnos a participar en las
enemistades que hay entre la gente, sino también tomar la iniciativa para ponernos
en paz con los demás y ayudar a los demás a ponerse en paz unos con otros. Eso no
es fácil. Cuesta trabajo. Hay un precio que pagar. Pero lo que se obtiene a cambio es
algo tan hermoso que palabras no pueden describirlo.
Mi mamá tenía mucha razón: lo importante no es saber quién comenzó un
conflicto o problema. Lo que importa es que alguien tome la iniciativa para ponerle
fin, para resolverlo y así establecer nuevamente la paz. ¿Eso lo haces tú? ¿Lo vas a
hacer? ¿Vas a hacer todo lo posible para convertir a tus enemigos en tus amigos y
transformar los rencores en amistades, negándote a aceptar las relaciones rotas y
participar en las enemistades como hizo Jesús? Hazlo, y así conocerás la alegría de
vivir libre de todos los sentimientos negativos que a veces llenan nuestro corazón, y
sentirte en paz con los demás. Sólo así se vive a gusto. Amén.

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