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XIX
El tres de Agosto de 1492, Colón partió al salir el sol en sus tres famosas
carabelas (la Pinta, la Niña y la Santa María) para perderse en la hasta
entonces desconocida inmensidad del Océano Atlántico, pensando que
se toparía con las Indias, desde el puerto de Palos, con un presupuesto
de dos millones de maravedises y un equipo de noventa hombres (entre
los que se encontraban los hermanos Martín Alonso y Vicente Yánez
Pinzón), haciendo escala en Canarias (donde tuvo que ser reparado el
timón de la Pinta).
Y del matrimonio entre Juana la Loca y Felipe el Hermoso nació otro rey
polémico y legendario, Carlos (1500-1558), que mantuvo al reino español
y al alemán bajo sus órdenes. Debido a esto, se le llama Carlos I de
España y Carlos V del Sacro Imperio Romano. A pesar de todo, España
seguía sin ser considerada un reino, sino un grupo de reinos gobernados
por una misma persona. La política matrimonial de sus abuelos, la muerte
de su padre, la desaparición prematura de presuntos herederos y la
incapacidad de su madre concentraron en su persona las dispares
herencias de las cuatro dinastías. De su abuelo Maximiliano heredó los
territorios centroeuropeos de Austria y los derechos al Imperio, de su
abuela María de Borgoña los Países Bajos, de Fernando el Católico los
reinos de la Corona de Aragón, además de Sicilia y Nápoles, y de su
abuela Isabel I la Corona de Castilla, Canarias y todo el Nuevo Mundo
descubierto y por descubrir. En 1520 consiguió la corona imperial, a la
que también aspiraba Francisco I de Francia. En estas fechas se produjo
también la sucesión del siempre amenazante Imperio turco por Solimán
el Magnífico, tan temido en el Mediterráneo. Podemos ver a Carlos I en la
ilustración centrada. Los peores problemas a los que tuvo que
enfrentarse Carlos I fueron los príncipes alemanes, el Imperio turco y
Francia. Y en política interior de la Península, mantuvo el sistema
marcado por sus abuelos (los Reyes Católicos): mantener en cada reino
sus instituciones y leyes. Acudió al reino de Castilla, al ser éste el más
próspero y poblado, para pedir dinero para su coronación, y, a pesar de
que la respuesta fue no en las Cortes de Santiago, volvió a intentarlo en
La Coruña, donde, por razones poco claras, lo logró. Este acto provocó
una eminente rebelión que trató de imponer al rey un modelo político que
evitase futuros comportamientos autoritarios y reforzase el poder de las
Cortes. Este movimiento, la rebelión comunera, dio lugar a una guerra en
la que las tropas reales vencieron (batalla de Villalar, 23 de abril de
1521), dejando así vía libre a un sistema absolutista en Castilla. Reforzó
la organización del Estado, fundó Hacienda (consejos de gobierno para
asuntos generales) y los virreyes actuaban como representantes del
poder real en esos territorios. Su hijo Felipe II continuaría esta política.
Casado con Isabel de Borbón (1615), Felipe IV tuvo, además de otros hijos
malogrados, al príncipe heredero, Baltasar Carlos (1629) y a la infanta
María Teresa (1638), futura esposa del mítico rey de Francia Luis XIV,
cuya unión daría lugar, en 1700, al acceso de los Borbones al trono de
España. Su valido el conde-duque de Olivares, que le “formó” para ejercer
la tarea de reinar y le ponía bajo constante influencia, le convenció para
llevar a cabo la completa unión de los reinos de España para que se
comenzase a hablar de un solo país, es decir, un planteamiento
puramente absolutista. Esta propuesta centralista y uniformadora
provocó el levantamiento de Cataluña (1640-1652), que tuvo que
someterse, y de Portugal, que logró la independencia de la dinastía de los
Habsburgo y de España en 1640. Durante el reinado de Felipe IV el
proceso de decadencia española como potencia internacional se aceleró.
El propio soberano, que delegó sus funciones de gobierno en sendos
validos, el conde-duque de Olivares y Luis Menéndez de Haro
sucesivamente, fomentó la actividad cultural de la corte y en 1623
nombró pintor de cámara a Diego de Silva Velázquez, que retrató a Felipe
III, Felipe IV y al conde-duque de Olivares. Pero el poder español en
Europa decrecía y la derrota ante Francia demostraba que España podía
ser vencida también en tierra. Tras la muerte de la reina (1644) y la del
príncipe heredero (1646), Felipe IV se casó con su sobrina Mariana de
Austria en 1648, de cuyo matrimonio sólo dos hijos alcanzaron la edad
adulta, la infanta Margarita (1651) futura emperatriz, y el que sería
heredero del trono, Carlos II (1661), que sería el último Habsburgo.
Carlos II fue toda su vida un ser débil y enfermizo, poco dotado física y
mentalmente, lo que no le impidió tener capacidad moral y sentido de la
realeza. Su inteligencia estuvo probablemente dentro de los límites de la
normalidad, aunque su formación y su cultura fueron escasas. Casado en
dos ocasiones, con María Luisa de Orleans (1679) y Mariana de Neoburgo
(1689), no logró tener hijos. Su carácter débil, que no excluía esporádicos
accesos de cólera y una cierta terquedad, le hizo depender, en exceso, de
las opiniones o caprichos de su madre y esposas. Carlos II heredó el
trono cuando aún no había cumplido los cuatro años, por lo que, de
acuerdo con el testamento de Felipe IV, su madre, Mariana de Austria,
ejerció la regencia, asesorada por una Junta de Gobierno. Tras algunos
conflictos ocasionados por el expansionismo de Luis XIV y los candidatos
a Primer Ministro, la Monarquía quedó casi intacta tras su paso por la
corona, que terminó en el año 1700. Sus continuas enfermedades y la
falta de sucesión alimentaron durante su reinado las negociaciones entre
los príncipes europeos para el reparto de los territorios de la Monarquía
Española. Pero la obsesión por mantener unida la herencia de sus
mayores fue seguramente uno de los motivos que determinaron el último
testamento de Carlos II, en el que, a pesar de las pretensiones de los
Habsburgo, declaró heredero al duque de Anjou, futuro Felipe V.
Entre los que más contribuyeron con sus obras por un nuevo modelo y
concepto de Estado está Charles-Louis de Secondat, barón de
Montesquieu, al que podemos ver a la izquierda de estas palabras. Se
atrevió a cuestionar la entera concentración de poderes en un monarca
absoluto y propuso separar el poder legislativo, del que se encargaría un
Parlamento, el judicial, que quedaría en manos de jueces y tribunales, y
el ejecutivo, que debería estar a las órdenes de un Gobierno. No obstante,
pensaba que el pueblo no debía ser partícipe de estas tareas.
Pero no por eso el resto del continente no tenía industria; a partir de 1830
se comenzaron a crear industrias en regiones de Francia, Bélgica y la
Confederación Germánica que en breve se convertirían en zonas de gran
desarrollo industrial. Desde la segunda mitad del siglo XIX, la
industrialización se generalizaría a toda Europa noroeste, cada vez
resultarían más comunes los intercambios comerciales y el desarrollo en
los transportes. y la agricultura sufriría reformas modernizadoras (lo que
hizo aumentar la producción). Esto produjo un crecimiento demográfico
(hay que tener en cuenta que la mayoría de los países europeos duplicó
su número de habitantes) debido, principalmente, a notables mejoras en
la sanidad, alimentación e higiene humanas. Este crecimiento sería aún
más brutal en el siglo XX.
El desarrollo de actividades industriales creó nuevos puestos de trabajo
para una población en constante crecimiento, aunque no todo podían ser
cosas positivas: la industrialización hizo que se sobreacumularan
trabajadores en las ciudades industriales, convirtiéndolas en cúmulos de
desorganización debido al rápido crecimiento desordenado, caótico. Las
distintas clases sociales se establecían en diferentes zonas. Por ejemplo,
la discriminación hacía que la burguesía quisiese vivir lo más alejada
posible de los obreros. Éstos no tenían, precisamente, unas condiciones
de trabajo dignas: Las mujeres cobraban menos que los hombres, y los
niños, menos que las mujeres, por el mismo trabajo. El proletariado era
continuamente expuesto a los más crueles abusos, y se les sometía a
inhumanas condiciones de trabajo, inseguro, antihigiénico y peligroso.
Así que, como protesta, a partir de 1824 comenzaron a crearse
movimientos de protesta, asociaciones y sindicatos a favor de los
trabajadores (lo que se conoció como movimientos cartistas). Estas
uniones alzaban el sufragio universal masculino en votación secreta, la
eliminación del requisito de tener una situación económica acomodada
para poder ser votado, la elección anual de la Cámara de los Comunes y
que los diputados cobrasen. La clase obrera se reconocía como clase.
Sin embargo, estos movimientos perdían fuerza a medida que la ganaban
las Trade Unions (grandes sindicatos, mejor organizados, representando a
cada sector industrial).