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Justine

o las desgracias de la virtud

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DONATIEN ALPHONSE FRANÇOIS DE SADE

JUSTINE
O LAS DESGRACIAS DE LA VIRTUD

Traducción de José Ramón Monreal

Los ineludibles

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A MI BUENA AMIGA

Sí, Constance,* esta obra está dedicada a ti; ejemplo y orgu-


llo de tu sexo, tú que aúnas el alma más sensible con la
mente más justa y despierta, solo tú tienes derecho a co-
nocer la dulzura de las lágrimas arrancadas a la Virtud
desdichada. Puesto que detestas los sofismas del liberti-
naje y de la irreligión, puesto que los combates sin cesar,
de palabra y de obra, no me preocupan por ti en absoluto
esos que, en estas memorias impone forzosamente la na-
turaleza de los personajes; tampoco deberías horrorizar-
te por el cinismo de algunas anécdotas (atenuadas, no
obstante, en la medida de lo posible); es el Vicio el que,
quejándose de verse desenmascarado, grita de forma es-
candalosa en cuanto se le ataca. Tartufo fue sometido a
*  Sade dedica Justine a la actriz dramática Marie-Constance Re-
nelle (Madame Quesnet), con la que inició en 1790 una relación
destinada a durar hasta su muerte. (N. del T.)

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juicio por unos santurrones; Justine lo será por los liberti-
nos. No es que los tema demasiado: mis razones, cuando
las descubras, no se verán desautorizadas; me basta para
mi gloria con tu opinión, y una vez que te haya gustado a
ti estoy destinado a gustar a todos, o bien a consolarme
de toda censura.
El propósito de esta novela (que tiene de novela me-
nos de lo que parece) es ciertamente nuevo; el ascendien-
te de la Virtud sobre el Vicio, la recompensa del bien, el
castigo del mal, suelen ser el desarrollo normal de todas
las obras de este género; ¿no tenemos ya bastante?
Pero presentar al Vicio triunfante por todas partes y a
la Virtud víctima de sus sacrificios; mostrar a una infor-
tunada que anda de desgracia en desgracia; juguete de la
maldad; blanco de todas las depravaciones, a merced de
los gustos más bárbaros y más monstruosos; confundida
por los sofismas más temerarios, más especiosos; presa
de las seducciones más arteras y de los sobornos más
irresistibles; no teniendo para oponer a tantos reveses, a
tantos flagelos, a tanta corrupción, nada más que un alma
sensible, un espíritu natural y mucha valentía; arrostrar,
en una palabra, las descripciones más atrevidas, las situa-
ciones más extraordinarias, las máximas más espantosas,
las pinceladas más enérgicas con la sola perspectiva de
obtener una de las más sublimes lecciones de moral que
el hombre haya recibido jamás, significaba, hay que reco-

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nocerlo, lograr el objetivo por una vía poco transitada
hasta ahora.
¿Lo habré conseguido, Constance? ¡Bastará con una
­lágrima de tus ojos para decretar mi triunfo! Después
de haber leído Justine, dirás: «¡Oh, qué orgullosa estoy de
amar la Virtud después de tantos retratos del Crimen!
¡Qué sublime es en las lágrimas! ¡Cómo la embellecen las
desgracias!».
¡Oh, Constance! Si tales palabras se te escapan de los
labios, mis esfuerzos se habrán visto coronados.

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PRIMERA PARTE

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La obra maestra de la filosofía sería desplegar los medios
de que se vale la Providencia para alcanzar los fines que
se propone sobre el hombre, y trazar, a partir de ellos,
algunos planes de conducta que puedan dar a conocer a
ese desdichado bípedo de qué manera debe avanzar en el
camino lleno de espinas de la vida a fin de prevenir los
extravagantes caprichos de esa fatalidad a la que se da
veinte nombres distintos, sin haber llegado todavía a co­
nocerla ni a definirla.
Si, pese a todo el respeto por nuestras convenciones
sociales, a no saltarse nunca las barreras que se nos im­
ponen, si pese a ello, aun así, solo encontramos zarzas
cuando los malvados no hacen sino coger rosas, enton­
ces personas privadas de un fondo de virtudes bastante
consolidado como para superar semejantes observacio­
nes, ¿no juzgarán que es preferible abandonarse al torren­

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te que resistirse a él? ¿No dirán que la virtud, por bella
que sea, se vuelve sin embargo el peor partido que se pue-
da tomar cuando es demasiado débil para luchar contra
el vicio, y que, en un siglo totalmente corrompido, lo más
seguro es hacer como los demás? Aquellos un poco más
instruidos, si se quiere, abusando de las luces que han
adquirido, ¿no dirán con el ángel Jesrad de Zadig que no
hay mal que por bien no venga, y que por tanto pueden
entregarse al mal, ya que de hecho solo es una de las ma-
neras de producir el bien? ¿No añadirán que es indiferen-
te al plan general si tal o cual es preferentemente bueno o
malo; que si la desgracia persigue a la virtud y la prospe-
ridad acompaña al vicio, siendo así que ambas cosas para
los designios de la Naturaleza son equivalentes, es infini-
tamente mejor alinearse del lado de los malvados que
prosperan que del de los virtuosos que fracasan? Es, por
consiguiente, importante prevenir estos sofismas peli-
grosos de una falsa filosofía; es esencial mostrar que los
ejemplos de una virtud desgraciada, presentados a un
alma corrompida, en la que quedan sin embargo algunos
buenos principios, pueden reconducir a esta alma al bien
con no menos seguridad ciertamente que si, por este ca-
mino de la virtud, se le hubiera mostrado las palmas más
brillantes y las recompensas más halagüeñas. Es sin duda
cruel tener que describir, por una parte, una multitud de
desgracias que abruman a una mujer dulce y sensible, que

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respeta lo mejor posible la virtud y, por otra, las bendi-
ciones que se derraman sobre quienes maltratan o morti-
fican a esta misma mujer. Pero si de la representación de
estas fatalidades fuera a nacer el bien, ¿se debería sentir
remordimiento por haberlas presentado? ¿Quién podrá
sentirse ofendido por un hecho del que, a los ojos del
sabio que lee con provecho, brota la lección tan humilde
de la sumisión a los designios de la Providencia, y la ad-
vertencia fatal de que, a menudo, es para devolvernos a
nuestros deberes si el cielo golpea junto a nosotros al ser
que nos parecía que había cumplido mejor los suyos?
Tales son los sentimientos que guiarán nuestros es-
fuerzos y, teniendo en cuenta estas razones, pedimos la
indulgencia del lector por los sistemas erróneos que apa-
recen en boca de varios de nuestros personajes, y por las
situaciones a veces un poco fuertes que, por amor a la
verdad, ha sido obligado poner ante sus ojos.

La señora condesa de Lorsange era una de esas sacerdo-


tisas de Venus cuya fortuna es el fruto de una bonita fi-
gura y de una conducta desordenada, y cuyos títulos, por
muy pomposos que sean, no se encuentran más que en
los archivos de Citerea, forjados por la impertinencia
que los adopta y mantenidos por la necia credulidad que
los otorga: morena, una bonita figura, ojos de una expre-

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sión singular; esa incredulidad a la moda que, añadiendo
una pizca de sal a las pasiones, hace codiciables a las mu-
jeres en las que se intuye; un poco de maldad, ningún
principio, sin ver nada malo en ello, y sin embargo con
un corazón no lo bastante disoluto como para que se
hubiera extinguido toda sensibilidad en él; orgullosa, li-
bertina: así era la señora de Lorsange.
No obstante, esta mujer había recibido la mejor edu-
cación: hija de un banquero muy acaudalado de París,
había sido criada con una hermana llamada Justine, tres
años más joven que ella, en una de las más famosas aba-
días de la capital, donde hasta las edades de doce y quince
años, ningún consejo, ningún maestro, ningún libro, nin-
gún talento habían sido negados ni a una ni otra de las
dos hermanas.
En esta época, fatal para la virtud de las dos mucha-
chas, todo lo perdieron en un solo día: una espantosa ban-
carrota precipitó a su padre en una situación tan cruel que
murió de pena. Su mujer le siguió a la tumba un mes des-
pués. Dos parientes fríos y lejanos deliberaron sobre lo
que convenía hacer con las pobres huérfanas; lo que que-
daba de una herencia mermada por los acreedores llegaba
a cien escudos para cada una. Como nadie quería hacerse
cargo de su custodia, se abrieron delante de ellas las puer-
tas del convento, se les hizo entrega de su dote y las deja-
ron libres de convertirse en lo que ellas quisieran.

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La señora de Lorsange, que se llamaba a la sazón Ju-
liette, y que ya tenía un carácter y una mente sólidamente
formados como si tuviese treinta años —edad que alcan-
zaba en el momento en que arranca la historia que vamos
a contar—, no pareció sensible más que al placer de ser
libre, sin reflexionar un solo instante sobre los crueles re-
veses que habían roto sus cadenas. En cuanto a Justine,
que tenía, como hemos dicho, doce años de edad, era de
un carácter sombrío y melancólico, que la hizo acusar mu-
cho más todo el horror de su situación. Dotada de una
ternura y de una sensibilidad sorprendentes, en contrapo-
sición a los ardides y la agudeza de su hermana, no tenía
más que una ingenuidad, un candor que habían de hacerla
caer en muchas trampas. Esta muchacha añadía, a tantas
cualidades, una fisonomía dulce, absolutamente distinta
de aquella con la que la naturaleza había embellecido a
Juliette; lo que era artificio, artimaña, coquetería en los
rasgos de una, era admirable pudor, decencia y timidez en
la otra; un aire virginal, unos grandes ojos azules, llenos de
vida y de seducción, una piel deslumbrante, un talle grácil
y flexible, voz conmovedora, dientes de marfil y los más
bellos cabellos rubios, tal sería el boceto de esta encanta-
dora hermana menor, cuyos encantos ingenuos y rasgos
delicados nuestros pinceles son incapaces de pintar.
Se dio a ambas veinticuatro horas de tiempo para
abandonar el convento, y se dejó a su iniciativa el buscar-

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se un acomodo, con sus cien escudos, como mejor con-
sideraran oportuno. Juliette, encantada de ser dueña de sí
misma, quiso por un momento enjugar las lágrimas de
Justine, pero luego, viendo que no lo conseguiría, co-
menzó a reñirla en vez de consolarla; le reprochó su sen-
sibilidad; con una filosofía muy madura para su edad, le
dijo que en este mundo no había que afligirse por lo que
nos afectaba personalmente; que era posible encontrar
en una misma sensaciones físicas de una voluptuosidad
lo bastante excitante como para poder contrarrestar to-
das las impresiones morales susceptibles de hacernos su-
frir; que esta conducta era tanto más útil y necesaria
cuanto que la verdadera sabiduría consistía infinitamente
más en redoblar la suma de los propios placeres que en
multiplicar la de los dolores; en suma, que no debía dejar-
se de intentar nada para mitigar en uno mismo esta pérfi-
da sensibilidad que solo aprovecha a los demás, mientras
que a uno solo le depara pesares. Pero es difícil endurecer
un corazón tierno, puesto que se resiste a los razona-
mientos de una mente malvada, y sus alegrías le consue-
lan de los señuelos de una inteligencia sutil.
Juliette, haciendo uso de otros recursos, dijo entonces
a su hermana que, con la edad y el buen aspecto que te-
nían ambas, era imposible morirse de hambre. Le puso
como ejemplo a la hija de unos vecinos suyos, que, des-
pués de haber escapado de la casa paterna, era ricamente

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mantenida y estaba seguramente mucho más feliz de lo
que lo estaría de haber seguido viviendo en el seno de su
familia; que había que guardarse de creer que solo el ma-
trimonio puede hacer feliz a una muchacha; que, perma-
neciendo presa de las leyes del himeneo, cabía esperarse
muchos padecimientos y una muy mísera dosis de place-
res; al contrario, entregándose al libertinaje, siempre po-
drían asegurarse el buen humor de los amantes, o bien
consolarse aumentando el número de estos.
Justine quedó horrorizada de estos discursos; dijo que
prefería la muerte a la ignominia y, por más ofrecimien-
tos nuevos que le hiciera su hermana, se negó firmemen-
te a vivir con ella, apenas la vio decidida a una conducta
que la hacía temblar.
Así, las dos jóvenes se separaron, sin ninguna prome-
sa de volver a verse, toda vez que sus intenciones eran
tan divergentes. Juliette, que sostenía que quería ser una
gran dama, ¿acaso habría podido consentir nunca en re-
cibir a una chiquilla cuyas virtuosas pero bajas inclinacio-
nes podrían deshonrarla? Y, por otra parte, ¿Justine ha-
bría puesto en peligro sus costumbres en compañía de
una criatura perversa que no tardaría en ser víctima de la
vida licenciosa y de la depravación pública? Fue así como
ambas intercambiaron un eterno adiós, y al día siguiente
las dos dejaron el convento.
Justine, mimada desde su infancia por la costurera de

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su madre, piensa que esa mujer no podrá permanecer
­insensible a su desgracia; va a hacerle una visita, le hace
saber sus infortunios, le pide trabajo..., pero la otra, ape-
nas la reconoce, la pone de malos modos de patitas en
la calle.
—¡Oh, cielos! —exclama la pobre criatura—, ¿es po-
sible que mis primeros pasos en la vida estén marcados
ya por la desgracia? Esta mujer me quería en otro tiempo,
¿por qué me rechaza hoy? ¡Ay!, porque soy huérfana y
pobre; no tengo ya recursos en este mundo, y a uno se lo
estima solo en razón de las ayudas y de los placeres que
los otros se imaginan que recibirán de ti.
Deshecha en lágrimas, Justine visita a su párroco; le
describe su estado con el gran candor de su joven edad...
Llevaba un vestidito blanco ceñido; sus bonitos cabellos
descuidadamente recogidos bajo una gran cofia; su pe-
cho apenas pronunciado, oculto bajo dos o tres varas de
velo de gasa; su linda cara levemente pálida a causa
del tormento que la devoraba; le caían algunas lágri-
mas de los ojos, que los volvía más expresivos todavía.
—Ya me veis, señor... —dijo al santo eclesiástico—.
Sí, me veis en una situación realmente penosa para una
muchacha; he perdido a mi padre y a mi madre... El cielo
me los ha arrebatado a la edad en que más necesidad te-
nía de su ayuda... Han muerto en la ruina, señor; no te-
nemos ya nada... Esto es todo cuanto me han dejado

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—­prosiguió, mostrando sus doce luises—... y ni un rin-
cón en el que reposar mi pobre cabeza... Os apiadaréis de
mí, ¿verdad, señor? Sois ministro de la Iglesia, y la reli-
gión siempre ha sido la virtud de mi corazón; en el nom-
bre del Dios al que adoro y cuyo instrumento vos sois,
decidme, como si fuerais un segundo padre, ¿qué debo
hacer?..., ¿qué será de mí?
El caritativo sacerdote, escrutando a Justine, respon-
dió que la parroquia estaba ya muy empeñada; que era di­
fícil que pudiera hacerse cargo de nuevas limosnas, pero
que, si Justine estaba dispuesta a servirle, si quería trabajar
duro, siempre habría en su cocina un pedazo de pan para
ella. Y, mientras le decía esto, el intérprete de Dios le
había tomado la barbilla dándole un beso un poco dema-
siado mundano para un hombre de Iglesia. Justine, que le
había calado incluso demasiado, le rechazó diciéndole:
—Señor, no os pido limosna ni un puesto de criada;
ha pasado demasiado poco tiempo desde que he dejado
un estado superior al que podría hacer desear esas dos
mercedes, para verme reducida a implorarlas; lo que os
pido son esos consejos tan necesarios a mi juventud y a
mis desdichas, pero vos queréis hacérmelos adquirir a un
precio demasiado caro.
El pastor, avergonzado de verse desenmascarado, ex-
pulsó inmediatamente a aquella pequeña criatura, y la
desdichada Justine, rechazada ya dos veces el primer día

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de condena al aislamiento, entra en una casa en la que ve
un letrero, alquila un cuartito amueblado en la quinta
planta, lo paga por adelantado, y da rienda suelta a las
lágrimas, lágrimas tanto más amargas debido a su sensibi-
lidad y a su juvenil orgullo cruelmente comprometido.

Permítasenos abandonarla por unos momentos, para


volver a Juliette, y para explicar cómo, del simple estado
del que la vimos partir, y aun sin tener mayores recursos
que su hermana, llegó a ser, sin embargo, a la vuelta de
quince años, una mujer con título, que disfrutaba de una
renta de treinta mil libras, bellísimas joyas, dos o tres ca-
sas tanto en la ciudad como en el campo, y, por el mo-
mento, el corazón, la fortuna y la confianza del señor de
Corville, consejero de Estado, hombre que goza del má­
ximo crédito y ministro in péctore. No cabe duda de que
su carrera estuvo erizada de dificultades: estas damiselas
llevan a cabo su camino con el aprendizaje más duro y
vergonzoso; y una que ahora está en el lecho de un prín-
cipe quizá lleva aún encima las señales humillantes de la
brutalidad de los libertinos, entre cuyas manos la arroja-
ron su juventud y su inexperiencia.
Al dejar el convento, Juliette fue a ver a una mujer que
le había oído mencionar a esa joven amiga vecina a la
que nos hemos ya referido; tan deseosa de pervertirse y

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pervertida luego precisamente por esta mujer, la aborda
con su hatillo bajo el brazo, una levita azul muy desastra-
da, el pelo suelto, el más bello rostro del mundo, si es
cierto que ante determinados ojos la indecencia pueda
constituir un atractivo; le cuenta su historia a esta mujer,
y le suplica que la proteja como ha hecho con su vieja
amiga.
—¿Qué edad tenéis? —le preguntó la Duvergier.
—Cumpliré quince años dentro de unos días, señora
—contestó Juliette.
—¿Y jamás ningún mortal...? —prosiguió la matrona.
—¡Oh no, señora!, os lo juro —replicó Juliette.
—Pero es que a veces en esos conventos —dijo la
vieja—, un confesor, una hermana, una compañera... Ne-
cesito pruebas seguras.
—A vos toca procurároslas, señora —contestó Juliet-
te sonrojándose.
Y entonces la anciana, calándose unos lentes, y tras
haber examinado todo con gran escrúpulo, dijo a la mu-
chacha:
—Está bien, bastará con que os quedéis aquí, tengáis
muy en cuenta mis consejos, una gran dosis de compla-
cencia y de sumisión a mi manera de obrar, limpieza,
ahorro, franqueza conmigo, tacto con tus compañeras y
astucia con los hombres, y antes de diez años os pondré
en condiciones de retiraros a un piso de la tercera planta

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con una cómoda, un espejo de cuerpo entero, una criada;
y el arte que habréis adquirido en mi casa os proporcio-
nará los medios para procuraros el resto.
Hechas estas recomendaciones, la Duvergier se apro-
pia del hatillo de Juliette; le pregunta si tiene algo de dine-
ro y, como esta le confiesa con excesiva sinceridad que
tiene cien escudos, como buena madraza se los confisca
asegurando a su nueva pensionista que invertirá en nom-
bre de ella este pequeño capital en la lotería, pues no con-
viene que una muchacha tenga dinero.
—Es un medio seguro —le dice— de hacer el mal,
y en un siglo tan corrompido una muchacha prudente y
bien nacida debe evitar con sumo cuidado todo cuanto
pueda arrastrarla hacia cualquier trampa. Os lo digo por
vuestro bien, pequeña mía —añadió la vieja—, y debéis
estarme agradecida por lo que hago por vos.
Acabado el sermón, la recién llegada es presentada
a sus compañeras; se le indica su habitación en la casa y, a
partir del día siguiente, sus primicias son puestas a la venta.
En cuatro meses, la mercancía es vendida sucesiva-
mente a cerca de cien personas; algunas se contentan con
la rosa, otras más delicadas o más depravadas (la cuestión
no está resuelta) quieren abrir el capullo que florece al
lado. Cada vez, la Duvergier estrecha, reajusta y, durante
cuatro meses, esta pícara ofrece siempre primicias al pú-
blico. Al término de este espinoso noviciado, Juliette ob-

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tiene finalmente las credenciales de hermana conversa; a
partir de este momento es efectivamente reconocida una
muchacha de la casa; y de ahora en adelante comparte sus
penas y beneficios. Otro aprendizaje: si en la primera es-
cuela, con algunas excepciones, Juliette ha servido a la
naturaleza, en la segunda olvida sus leyes y corrompe to-
talmente sus costumbres; el triunfo del vicio al que asiste
degrada por completo su alma; intuye que, habiendo na-
cido para el crimen, debe al menos en esto aspirar a la
grandeza y renunciar a languidecer en un estado subalter-
no, que, induciéndola a los mismos pecados, envilecién-
dola del mismo modo, no le procura, sin embargo, el
mismo provecho. Gusta a un viejo caballero muy liberti-
no que la había invitado, al principio, a venir solo para
algún encuentro esporádico; conoce el arte de hacerse
mantener magníficamente por él; hace su aparición final-
mente en los espectáculos, en el paseo, al lado de los con-
decorados con la orden de Citerea; la gente la mira, men-
ciona su nombre, la envidia, y la hábil criatura se las
ingenia tan bien que en menos de cuatro años arruina a
seis hombres, el más pobre de los cuales tenía cien mil
escudos de renta. No hacía falta más para crearse una
reputación; la ceguera de las personas de mundo es tal
que, cuanto más una de estas criaturas ha dado prueba de
deshonestidad, más se desea que figure entre ellas; parece
que el grado de su bajeza y de su corrupción se convierte

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