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Colegio Particular San Nicolás

Departamento de Lenguaje
Prof.: Daniela Obreque Lemus
3 medio A/B

LOS POCILLOS
(Montevideanos, 1959)

LOS POCILLOS ERAN seis: dos rojos, dos negros, dos verdes, y además importados, irrompibles,
modernos. Habían llegado como regalo de Enriqueta, en el último cumpleaños de Mariana, y desde
ese día el comentario de cajón había sido que podía combinarse la taza de un color con el platillo de
otro.
“Negro con rojo queda fenomenal”, había sido el consejo estético de Enriqueta.
Pero Mariana, en un discreto rasgo de independencia, había decidido que cada pocillo sería usado
con su plato del mismo color. “El café ya está pronto. ¿Lo sirvo?”, preguntó Mariana.
La voz se dirigía al marido, pero los ojos estaban fijos en el cuñado. Este parpadeó y no dijo nada,
pero José Claudio contestó: “Todavía no. Esperá un ratito. Antes quiero fumar un cigarrillo.” Ahora
sí ella miró a José Claudio y pensó, por milésima vez, que aquellos ojos no parecían de ciego.

La mano de José Claudio empezó a moverse, tanteando el sofá. “¿Qué buscás?”, preguntó ella. “El
encendedor.” “A tu derecha.” La mano corrigió el rumbo y halló el encendedor. Con ese temblor que
da el continuado afán de búsqueda, el pulgar hizo girar varias veces la ruedita, pero la llama no
apareció. A una distancia ya calculada, la mano izquierda trataba infructuosamente de registrar la
aparición del calor. Entonces Alberto encendió un fósforo y vino en su ayuda. “¿Por qué no lo tirás?”
dijo, con una sonrisa que, como toda sonrisa para ciegos, impregnaba también las modulaciones de
la voz. “No lo tiro porque le tengo cariño. Es un regalo de Mariana.”

Ella abrió apenas la boca y recorrió el labio inferior con la punta de la lengua. Un modo como
cualquier otro de empezar a recordar. Fue en marzo de 1953, cuando él cumplió 35 años y todavía
veía. Habían almorzado en casa de los padres de José Claudio, en Punta Gorda, habían comido arroz
con mejillones, y después se habían ido a caminar por la playa. Él le había pasado un brazo por los
hombros y ella se había sentido protegida, probablemente feliz o algo semejante. Habían regresado
al apartamento y él la había besado lentamente, morosamente, como besaba antes. Habían inaugurado
en encendedor con un cigarrillo que fumaron a medias.

Ahora el encendedor ya no servía. Ella tenía poca confianza en los conglomerados simbólicos, pero,
después de todo, ¿qué servía aún de aquella época?
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“Este mes tampoco fuiste al médico”, dijo Alberto.


“No.”
“¿Querés que te sea sincero?”
“Claro.”
“Me parece una idiotez de tu parte.”
“¿Y para qué voy a ir? ¿Para oirle decir que tengo una salud de roble, que mi hígado funciona
admirablemente, que mi corazón golpea con el ritmo debido, que mis intestinos son una maravilla?
¿Para eso querés que vaya? Estoy podrido de mi notable salud sin ojos.”

En la época anterior a la ceguera, José Claudio nunca había sido un especialista en la exteriorización
de sus emociones, pero Mariana no se ha olvidado de cómo era ese rostro antes de adquirir esta
tensión, este resentimiento. Su matrimonio había tenido buenos momentos, eso no podía ni quería
ocultarlo. Pero cuando estalló el infortunio, él se había negado a valorar su amparo, a refugiarse en
ella. Todo su orgullo se concentró en un silencio terrible, testarudo, un silencio que seguía siendo tal,
aun cuando se rodeara de palabras. José Claudio había dejado de hablar de sí.

“De todos modos debería ir”, apoyó Mariana. “Acordate de lo que siempre te decía Menéndez.”
“Cómo no, que me acuerdo: Para Usted No Está Todo Perdido. Ah, y otra frase famosa: La Ciencia
No Cree En Milagros. Yo tampoco creo en milagros. “¿Y por qué no aferrarte a una esperanza? Es
humano.” “¿De veras?” Habló por el costado del cigarrillo.

Se había escondido en sí mismo. Pero Mariana no estaba hecha para asistir, simplemente para asistir,
a un reconcentrado. Mariana reclamaba otra cosa. Una mujercita para ser exigida con mucho tacto,
eso era. Con todo, había bastante margen para esa exigencia; ella era dúctil. Toda una calamidad que
él no pudiese ver; pero esa no era la peor desgracia. La peor desgracia era que estuviese dispuesto a
evitar, por todos los medios a su alcance, la ayuda de Mariana. El menospreciaba su protección. Y
Mariana hubiera querido —sinceramente, cariñosamente, piadosamente— protegerlo.

Bueno, eso era antes; ahora no. El cambio se había operado con lentitud. Primero fue un decaimiento
de la ternura. El cuidado, la atención, el apoyo, que desde el comienzo estuvieron rodeados de un halo
constante de cariño, ahora se habían vuelto mecánicos. Ella seguía siendo eficiente, de eso no cabía
duda, pero no disfrutaba manteniéndose solícita. Después fue u temor horrible frente a la posibilidad
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de una discusión cualquiera. El estaba agresivo, dispuesto siempre a herir, a decir lo más duro, a
establecer su crueldad sin posible retroceso. Era increíble cómo hallaba a menudo, aún en las
ocasiones menos propicias, la injuria refinadamente certera, la palabra que llegaba hasta el fondo, el
comentario que marcaba a fuego. Y siempre desde lejos, desde muy atrás de su ceguera, como si ésta
oficiara de muro de contención para el incómodo estupor de los otros.

Alberto se levantó del sofá y se acercó al ventanal. “Que otoño desgraciado”, dijo, “¿Te fijaste?” La
pregunta era para ella. “No”, respondió José Claudio. “Fijate vos por mí.”

Alberto la miró. Durante el silencio, se sonrieron. Al margen de José Claudio, y, sin embargo, a
propósito de él. De pronto Mariana supo que se había puesto linda.
Siempre que miraba a Alberto se ponía linda. Él se lo había dicho por primera vez la noche del 23 de
abril del año pasado, hacía exactamente un año y ocho días: una noche en que José Claudio le había
gritado cosas muy feas, y ella había llorado, desalentada, torpemente triste, durante horas y horas, es
decir, hasta que había encontrado el hombro de Alberto y se había sentido comprendida y segura. ¿De
dónde extraería Alberto esa capacidad para entender a la gente? Ella estaba con él, o simplemente lo
miraba, y sabía de inmediato que él la estaba sacando del apuro. “Gracias”, había dicho entonces. Y
todavía ahora la palabra llegaba a sus labios directamente desde su corazón, sin razonamientos
intermediarios, sin usura. Su amor hacia Alberto había sido en sus comienzos gratitud, pero eso (que
ella veía con toda nitidez) no alcanzaba a depreciarlo. Para ella, querer había sido siempre un poco
agradecer y otro poco provocar la gratitud. A José Claudio, en los buenos tiempos, le había agradecido
que él, tan brillante, tan lúcido, tan sagaz, se hubiera fijado en ella, tan insignificante. Había fallado
en lo otro, en eso de provocar la gratitud, y había fallado tan luego en la ocasión más absurdamente
favorable, es decir, cuando él parecía necesitarla más.

A Alberto, en cambio, le agradecía el impulso inicial, la generosidad de ese primer socorro que la
había salvado de su propio caos, y, sobre todo, ayudado a ser fuerte. Por su parte, ella había provocado
su gratitud, claro que sí. Porque Alberto era un alma tranquila, un respetuoso de su hermano, un
fanático del equilibrio, pero también, y, en definitiva, un solitario. Durante años y años, Alberto y
ella habían mantenido una relación superficialmente cariñosa, que se detenía con espontánea
discreción en los umbrales del tuteo y sólo en contadas ocasiones dejaba entrever una solidaridad algo
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más profunda. Acaso Alberto envidiara un poco la aparente felicidad de su hermano, la buena suerte
de haber dado con una mujer que él consideraba encantadora. En realidad, no hacía mucho que
Mariana había obtenido a confesión de que la imperturbable soltería de Alberto se debía a que toda
posible candidata era sometida a una imaginaria y desventajosa comparación.

“Y ayer estuvo Trelles”, estaba diciendo José Claudio, “a hacerme la clásica visita adulona que el
personal de la fábrica me consagra una vez por trimestre. Me imagino que lo echarán a la suerte y el
que pierde se embroma y viene a verme.” “También puede ser que te aprecien”, dijo Alberto, “que
conserven un buen recuerdo del tiempo en que los dirigías, que realmente estén preocupados por tu
salud. No siempre la gente es tan miserable como te parece de un tiempo a esta parte.”
“Qué bien. Todos los días se aprende algo nuevo.” La sonrisa fue acompañada de un breve resoplido,
destinado a inscribirse en otro nivel de ironía.

Cuando Mariana había recurrido a Alberto en busca de protección, de consejo, de cariño, había tenido
de inmediato la certidumbre de que a su vez estaba protegiendo a su protector, de que él se hallaba
tan necesitado de amparo como ella misma, de que allí, todavía tensa de escrúpulos y quizás de pudor,
había una razonable desesperación de la que ella comenzó a sentirse responsable. Por eso, justamente,
había provocado su gratitud, por no decírselo con todas las letras, por simplemente dejar que él la
envolviera en su ternura acumulada de tanto tiempo atrás, por sólo permitir que él ajustara a la
imprevista realidad aquellas imágenes de ella misma que había hecho transcurrir, sin hacerse
ilusiones, por el desfiladero de sus melancólicos insomnios. Pero la gratitud pronto fue desbordada.
Como si todo hubiera estado dispuesto para la mutua revelación, como si sólo hubiera faltado que se
miraran a los ojos para confrontar y compensar sus afanes, a los pocos días lo más importante estuvo
dicho y los encuentros furtivos menudearon. Mariana sintió de pronto que su corazón se había
ensanchado y que el mundo era nada más que eso: Alberto y ella.

“Ahora sí podés calentar el café”, dijo José Claudio, y Mariana se inclinó sobre la mesita ratona para
encender el mecherito. Por un momento se distrajo contemplando los pocillos. Sólo había traído tres,
uno de cada color. Le gustaba verlos así, formando un triángulo.
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Después se echó hacia atrás en el sofá y su nuca encontró lo que esperaba: la mano cálida de Alberto,
ya ahuecada para recibirla. Qué delicia, Dios mío. La mano empezó a moverse suavemente y los
dedos largos, afilados, se introdujeron por entre el pelo. La primera vez que Alberto se había animado
a hacerlo, Mariana se había sentido terriblemente inquieta, con los músculos anudados en una
dolorosa contracción que le había impedido disfrutar de la caricia.

Ahora no. Ahora estaba tranquila y podía disfrutar. Le parecía que la ceguera de José Claudio era una
especie de protección divina. Sentado frente a ellos, José Claudio respiraba normalmente, casi con
beatitud. Con el tiempo, la caricia de Alberto se había convertido en una especie de rito y, ahora
mismo, Mariana estaba en condiciones de aguardar el movimiento próximo y previsto. Como todas
las tardes, la mano acarició el pescuezo, rozó apenas la oreja derecha, recorrió lentamente la mejilla
y el mentón. Finalmente se detuvo sobre los labios entreabiertos. Entonces ella, como todas las tardes,
besó silenciosamente aquella palma y cerró por un instante los ojos. Cuando los abrió, el rostro de
José Claudio era el mismo. Ajeno, reservado, distante. Para ella, sin embargo, ese momento incluía
siempre un poco de temor. Un temor que no tenía razón de ser, ya que en el ejercicio de esa caricia
púdica, riesgosa, insolente, ambos habían llegado a una técnica tan perfecta como silenciosa.

“No lo dejes hervir”, dijo José Claudio. La mano de Alberto se retiró y Mariana volvió a inclinarse
sobre la mesita. Retiró el mechero, apagó la llamita con la tapa de vidrio, llenó los pocillos
directamente desde la cafetera. Todos los días cambiaba la distribución de los colores. Hoy sería el
verde para José Claudio, el negro para Alberto, el rojo para ella. Tomó el pocillo verde para
alcanzárselo a su marido, pero antes de dejarlo en sus manos, se encontró con la extraña, apretada
sonrisa. Se encontró, además, con unas palabras que sonaban más o menos así: “No, querida. Hoy
quiero tomar en el pocillo rojo.”
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Excesos
Mauricio Vacquez
Antes, ayer, yo amaba a Irene. Hasta ayer en que ella se fue, yo la amaba locamente.
Ahora, que trato que la línea principal del párpado no se corra, dibujarla como siempre ví que ella la
dibujaba, un ojo ya terminado, el otro sin embargo que sospecho quedará un poco distinto, más oscuro,
con la sombra menos violeta, tirando al malva (¡lo que es la inexperiencia!), la raya menos dócil y
ondulada y sobre todo de otro color -me estiro el ojo con el índice de la mano izquierda mientras la
otra mano tiembla repasando el borde donde están plantadas las pestañas -sin saber por qué, ya que he
utilizado el mismo lápiz para uno y otro ojo; que parece que este arreglito va a resultar un desastre,
parado como estoy sobre el piso mojado del baño y que sus pantuflas de raso me oprimen salvaje los
pies, equilibrándome entre resbalones pues me tengo que inclinar hacia el espejo donde la luz es más
fuerte y todo para que este ojo quede en lo posible igual al otro, lo que dudo; que siento que el calor
de la ampolleta funde la crema base haciéndola gotear por la frente y las mejillas como un excesivo
sudor que amenaza también con inundar y echar por tierra el paciente trabajo de los ojos; que me doy
cuenta que antes debí ponerme el pancake y los polvos ya que de este modo la piel estaría ahora seca
y no chorreando esta especie de esperma: la siento correr silenciosa por el cuello y es por esto que me
quedo quieto, para no arruinarme el vestido: las manchas de grasa se impregnan para siempre en la
muselina blanca; que advierto, de una ojeada, que las uñas me quedaron ásperas e irregulares y -lo
más terrible- que no tienen el mismo tono que ella usaba; que no sé cuándo voy a terminar de darle al
ojo ese aspecto ensoñado que ella conseguía cada vez que en el pasillo me decía estoy lista; que, eso
sí, recuerdo que en la misma comisura del párpado la línea subía hacia la órbita, debilitándose,
terminando en punta con una colita; que, también, debo apurarme porque debe faltar poco para que él
llegue, tengo que ir a sentarme a la sala, encender la tele, repetir los movimientos que acompañaron
nuestras últimas veladas lentas y silenciosas; que aún me falta ponerme los zapatos y todo por este
ojo, que, mierda, no va a quedar nunca igual al otro y parece que será mejor dejarlo así; ahora, sí,

ahora soy Irene.


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El otro afuera

Lilian Elphick

Llueve y las calles están vacías. Como de costumbre, miro por la ventana.

El parque solitario, los árboles rendidos bajo el peso del agua, los senderos de gravilla inundados. No
creo que usted hoy venga a caminar. Claro que me encantaría verla con unas botas altas y un paraguas
amarillo. Y que el agua se deslizara por los botones de su abrigo; un poco, no mucho. Nunca he visto
su pelo mojado. No sabe cómo me gustaría secarlo. Después podría besar sus mejillas, besarla entera...
con fuerza.

No, no vendrá. Quizás mañana, si es que no llueve. Pero falta tanto y necesito verla, ¿me entiende?
Alegra mis días, me hace soñar... si no aparece, tendré pesadillas, me revolcaré en la cama, no podré
salir de esa asfixia, de la oscuridad total...

Sigo aquí, no me he movido. Hace un rato caminé hacia la cocina a prepararme un té. Lo bebí de un
sólo trago, soportando el dolor. Quizás lo hice, pero no tengo memoria de un hecho tan definitivo;
para mí es más simple decir que siempre he estado aquí donde estoy ahora, mirando por el ventanal,
esperándola.

Ya sé que el parque es un espacio verde, amplio, un oasis dentro de la ciudad, donde juegan niños y
hay globos, algunas veces músicos solitarios, uno que otro vagabundo, un jardinero municipal. Estoy
tan acostumbrado a esta certeza que ya no significa nada. Sólo usted logra que mi inquietud se
convierta en algo físico. Cómo explicarle que no es sólo el temblor de las manos o el corazón latiendo
a prisa, los ojos repletos de lágrimas, y esa sonrisa dibujada al instante de verla, que prolongo hasta
que usted desaparece. No. Es mi cuerpo entero que sucumbe a la fascinación de la alerta, es la
sensación de que estoy demasiado vivo y que por mis venas no es mi sangre la que corre, sino la suya.
¿Podría entender que cada paso que da es mío, que soy yo el que pasea por el parque, con la ayuda
de sus piernas?

Todo cambiaría si usted se detuviera y observara que en el ventanal del tercer piso del edificio antiguo,
el que está en reparaciones, hay una silueta mirando en dirección al parque. Podría llegar a quererme,
¿no es cierto? No hablo de amor, sólo de un poco de cariño. Usted parece ser una mujer tímida, a
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pesar de su caminar decidido. ¿Dejaría que le tomara la mano mientras caminamos amparados por
las grandes paulonias?, ¿dejaría que la abrazara, que la tocara delante de todos?

Anochece. Los faroles del parque se prenden, pero su luz se atenúa con la lluvia. Apago la lámpara,
a oscuras veo mejor hacia afuera. Respiro hondo. Usted debería estar de vuelta. ¿Habrá pasado a
comprar? A veces lo hace y vuelve cargando una bolsa. Por la inclinación de su hombro determino
que no es pesada. Nunca es pesada. La lleva con cierto fastidio, con el tedio de tener que comprar
para después comer sola, mirando las noticias de la televisión. ¿Es así? Imagínese conmigo, por un
segundo imagíneme a su lado. Es cierto que no soy un hombre buen mozo, pero soy bueno. Sí. Con
usted sería otro. Sus noches no serían largas, su televisión no quedaría encendida, chirriando rayas.
Y no se encontraría más con esa leche agria en el refrigerador. No, no tropezaría con los muebles,
ebria de penas antiguas, balbuceando canciones de amor, con la bata de levantarse a medio abrir. No
daría esos pasos de baile ni se abrazaría a sí misma como si otro la abrazara. No caería al suelo,
golpeándose los pechos, gritando, llorando hasta quedarse dormida en el suelo helado de su pequeño
departamento. No, yo estaría junto a usted velando sus sueños, susurrándole una historia donde un
hombre echa de menos la voz de una mujer que no conoce, que nunca ha oído cómo canta melodías
mientras se trenza el pelo, que no ha oído la entonación de sus palabras a medianoche, cuando se
levanta de la cama y da vueltas y vueltas por su pequeño departamento, sin saber qué hacer.

Ese hombre echa de menos su voz y su piel, algunas veces áspera, no por despreocupación sino por
parecerse a la arena de una playa que ella visitó cuando joven.

Él la amará de la misma forma que su madre lo amó, con esa dedicación incondicional, feo como el
diablo, pero un pan de dios, así siempre le dijo, mientras lo vestía de princesa gitana o de españolita
con peineta y velo. Así la amará...

Antes de que a ella le lastimen la carne y le cieguen la mirada, el otro esperará en ese escaño. La
esperará ahí hasta que pase; cuando ya le dé la espalda, se levantará para seguirla y oler la caminata
de su perfume, podrá sentir el crujido de sus zapatos pisando las hojas secas, extasiarse de su belleza.
Y cuando ella gire para saber quién la sigue sólo verá una sombra o una brisa, algo que no alcanzará
a inquietarla...

Perdóneme, me excedí. La soledad me lleva a pensar cosas que no existen. Su vida debe ser tranquila,
sin sobresaltos. Perdóneme. Soy yo el que cae al suelo y llora. Ahora golpeo el ventanal y sé que es
inútil. Quiérame, se lo ruego.
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Al fin usted. No puedo evitarlo: me emociono. Quisiera detener su imagen, pero todo es fugaz. Usa
un abrigo negro o café oscuro, una chalina de colores que entibia su cuello. Camina de prisa,
seguramente quiere llegar luego. Hace frío y sus manos deben estar heladas. Se detiene, mira hacia
atrás. Apura el paso. Es incómodo caminar rápido con el paraguas, la bolsa de compras y la cartera
que cuelga de su brazo. Una pareja pasa cerca suyo, pero se aleja para cruzar la avenida. De pronto,
una silueta. Un hombre oscuro se detiene frente a sus ojos. ¡Huya! Él la agarra del brazo, tratando de
quitarle la cartera. No, no se resista. Usted retrocede, él se acerca y recién puedo ver la navaja que
tiene en su mano. Recién mi mirada se detiene en su cara mientras él la ataca con furia, asestándole
la navaja en el cuello.

Oigo su grito y puedo ver que usted está en el suelo, silenciosa, los ojos abiertos, desamparada. No
puedo mover ni un sólo músculo para ayudarla. Me tapo la cara con las manos, siento el agotamiento
de los que corren y corren sin saber dónde ir, esquivando tarros de basura, gente, mucha gente que se
extraña ante la imprudencia del empujón, del rápido golpe en la espalda. Duelen las articulaciones, la
garganta está seca y el sudor moja mi cara. Me detengo. Estoy solo en una callejuela, acezando. y
usted está lejos, rodeada de curiosos y de policías. Usted es un cuerpo cubierto con papel de diario.
Pronto vendrá la ambulancia para sacarla de esa postura indigna en que ha quedado.

Mi miedo está aquí conmigo, firme, real. No sé dónde estoy ni quiero saberlo. Y no puedo moverme,
siento el frío de la pared apoderándose de mi espalda. La oscuridad repleta mi vista, busco fósforos
en los bolsillos, pero encuentro algo afilado, húmedo. Retiro la mano de inmediato y corro
nuevamente, corro con su imagen incrustada en la piel.

La velocidad se hace más intensa a medida que grito la desesperación de no conocer su nombre.

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