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ESCORZOS

“To the weak became I as weak, that I might gain the weak: I am made all things to all men,
that I might by all means save some” (I Corinthians 9:22, King James Bible).

I.
Y sus palabras le conferían más realidad que la vida misma. Ernesto Gaos se alejó
prontamente de la mesa, para meditar un momento más, antes de proceder. Su pensamiento
iba y se deshilvanaba en la madeja de contradicciones que solía ser su modo de estar en cada
situación, mirando los minutos irse con el crujido mecánico del péndulo, y sus móviles
engranes. El humo se elevaba desde el envés de su mano derecha, describiendo volutas de
azafrán, coloidales. Astrid era la misma de siempre. Sus senos caían suavemente sobre la
almohada, haciendo ver su delgado cuello de una largueza algo incomoda. Gaos sabía que
conforme el tiempo se diluía, ella estaría más cerca de volver a ser la extraña que en un
momento, no muy lejano, había sido. La mentira substancial que trasciende a los hombres
radica en exagerar su propia valía frente al poder genésico de la hembra, todopoderoso
receptáculo en que el universo empieza. Somos vectores, simples vectores. Ernesto Gaos lo
sabía. Recuerdos de un pasado, tal vez ilusorio, le asaltaron de pronto, haciendole pensar en
Clara, en Milena, en Ana, en Andrea. Todas se conjugaron en un mismo molde, en una
misma esencia. La hembra pretérita, la mujer con múltiples rostros; la mujer que es todas las
mujeres y, por lo tanto, no es ninguna en particular. Astrid continuaba con su monólogo,
dejando caer cada palabra en su momento exacto. Su voz era una mezcla del ronroneo
profundo y el timbre estridente de la sordina. Modulaciones sonoras que distraían a Gaos de
lo que sea que ella estuviera tratando de explicar. A un mismo tiempo el flujo de su voz,
mezcla extraña de consonantes y vocales, de neologismos y citas, tal vez, apócrifas, no se
detenía más que para cobrar un mayor hálito. Y el diluvio se extendía. Ernesto pitó
largamente del cigarrillo, hasta quedar sin aliento, sin decisión, sin alivio. Se sentó al lado de
Astrid, la miró a los ojos de tal forma que no miraba sus pestañas, sus párpados, sus pupilas.
Dirigía su atención a algo interno, algo que él sabía que estaba allí, escondido, trémulo, detrás
del globo y los nervios, de la piel, del cráneo, y de las desorganizadas circunvoluciones. Ella
se sintió invadida en la única intimidad que le quedaba, en su único secreto. Astrid calló, y no
habló más en toda la noche. Somos esclavos, pensó Gaos, en tanto estamos atados a los
mismos placeres, a los mismos dolores. Nos atribuímos la serena confidencia de la unicidad,
y pertenecemos al conjunto, al rebaño, a la sociedad, al desierto de lo humano. Si cada
hombre fuera consciente de su propia valía, de sus hábitos, de sus estigmas, dejaría a un lado
la máscara, la persona que se supone que figura, y avanzaría lentamente hacia el lecho carnal
para consumar su sacro designio, su único propósito, en la noche disoluta.
II.
Todas se ofrecen sin la esperanza de ser otra cosa que la delusión de sí mismas. Al
escribir ésto soy plenamente consciente de qué tipografío. En vez de escribir, soy escrito. El
neón trasciende el denso ámbito de las calles céntricas, y las multitudes, disgregadas, se
entremezclan y colapsan al compás de la lluvia. La iba a encontrar en la acera, en la humedad
del asfalto, en el vago reflejo del agua estancada, y las lumbres embotelladas. Los ojos de
Astrid, obscuros en la lejanía, vagamente verdosos a la distancia de dos o tres pasos, parecían
dos glóbulos vidriosos, absortos en la contemplación del cielo inacabado de los días de Mayo.
El día se veía diluir en la penumbra nocturna, en el smog, en el polvo. El barro elemental
estaba también presente en aquella calle en que se fundían las pantallas, la luz fosforescente,
las sólidas sombras de los transeúntes, el ruido de los motores. Hace algún tiempo, décadas
atrás, el barro era omnipresente. Ante la lluvia, todo lo material cedía. El mundo parecía
desleído, y en el asfalto planeaban los autos sobre tenues láminas de agua. Los perros huían,
aullaban, gemían. Y en medio del diluvio universal, una tenue figura era arrollada y aplastada
por las ruedas. Al día siguiente el mundo era nuevo, parecía haber sido creado hace tan sólo
unos cuantos minutos. Y en la calle límpida, todavía fresca, y húmeda, la carroña que antes
aullaba y gemía ahora guardaba poca semejanza con cualquier estructura que pudiera haberse
dicho viva. El tiempo había pasado, la calle ya no era la misma. Ya no estaba la
incertidumbre de la infancia. Ya no se agitaban las ramas y las hierbas ante la proverbial
lluvia. Ya no se divisaba la bóveda nocturna, con sus leves destellos. Ahora todo era neón, y
nubes color mostaza. Extraños de piel grisácea gesticulando en cada esquina. Voces
contrapuestas, leves chillidos, gritos, risas huecas. Y los miembros desnudos de algunas, que
se ofrecían sin la esperanza de ser otra cosa que la delusión de sí mismas. Y Beatriz, y Astrid,
y Suzana. Somos cuanto intentamos cambiar, y la respuesta a nuestros clamores está cifrada
bajo el signo de la codicia; lubricidad y divisas. Carne que se disuelve, lenta y plácida. Y la
matriz del mundo yace, contra la pared de algún motel, incómodamente sosegada; la
transpiración pule la superficie del puñal, que no resiste, y, palpitando, se derrite. Con la
humedad todo se diluye, el barro, el tiempo, la consciencia; los órganos, antes coagulados,
fluyen por la ranura. Astrid no me mira, pero sabe que estoy allí. Mis pasos no resuenan ante
el ruido de la Ciudad. No soy más que un hombre gris. Y el ámbito de estas calles refleja la
esencia, la narcosis, de sus paseantes. Los perros huyen ante el diluvio que se insinúa, y
pierden sus rastros. Gimen y aúllan en la penumbra. Dos luces paralelas te mesmerizan. La
Ciudad abre sus piernas.
III.
El universo, así como yo, nació el 6 de Junio de 1966. El universo, tal como yo, murió
el 9 de Septiembre de 1999. Entre esas dos fechas, poco sucedió. Nada nuevo hay bajo el sol.
Sé muy bien que el mundo se construye y recrea a cada segundo, en cada mínima fracción, en
cada pequeña duración. Si no existiera un primer móvil, la noche no resplandecería de la
forma en que lo hace a ésta hora, única entre las horas. El agua es dulce, y las palabras
suaves. El sabor del sueño no es el mismo que antes. Recuerdo que la noche precedente la ví
sentada en la acera, con sus manos como en posición de plegaria. Era la viva imágen de la
madre, de la clemencia encarnada. Somos ceniza: polvo y sombras. Pero ella era el alma, la
carne, la savia. Y el fruto en su vientre. No supe su nombre, hasta un día en que un hombre,
tomándola del brazo, bruscamente, pronunció la palabra, la cruel invocación: Astrid, Astrid,
tú, gran puta. El mundo es una colección de tenues detalles, y de algunas representaciones, y
de sueños que se encarnan. Decidí ser aquel que resiste al embate de las olas. Decidí ser aquel
que apura el cáliz de la ira. Decidí, en ese preciso instante, ser como el Apóstol, todo para
todos. Y, en especial, para Astrid, decidí ser la llave de la puerta de la escala hacia el
Pleroma. Alguna vez pensé mirar más allá de las vidriadas esferas, del cristal opaco de mi
propias pupilas, y ser arrebatado por palpitantes deseos. Deseos de toda clase. Y el objeto de
mi pensamiento se tradujo en los labios perfumados de la madre. Y en los tronos que entran
en ella y fecundan su vientre, pude ver la desintegración del cielo. Para el débil, me hice
débil. Para el mundo, me hice mundo. Para Astrid, tengo preparado algo especial. La
habitación es clara. Mis manos se ven algo distintas de lo usual. Observo con detalle las
venas. Me postro ante el libro, y recito, y recito, los versos que tantas noches he repetido. El
pecado solo se evita a través del pecado. La tentación es permanente, y las horas largas.
Trepidantes recuerdos me invaden. La palpitación se hace más fuerte. Las luces me
estremecen. El aire se hace denso, se siente cual esquirlas que laceran mis vísceras.
Rememoro el Aria. Se intensifica la transpiración, y me sumerjo en el vado de la
inconsciencia. La habitación es oscura. La penumbra es fría, pero en la cama algo palpita,
exhalando un calor que siento irradiar de forma rítmica. Miro el vientre lacerado, el pubis
carcomido, los senos mordidos, el rostro sereno, los brazos extendidos. Es la matriz del cielo,
el Pleroma, profundo. Un viento helado se cuela desde la ventana rota. Es el verbo flotando,
solitario, en las aguas proteicas.
IV.
Hay quienes buscan el cuerpo de una mujer para no pensar más en ella. Aquél cuerpo
que te circunda, que te limita. Algunos como amigos, otros como algo más. Los extraños
suelen ser más amenos que muchos viejos conocidos. Inevitablemente, estamos al borde de
nosotras mismas. Siempre tuve el temor de ser como Gabriela, mi madre. Ella parecía estar
constantemente pensando en las mismas cosas, sin importar la hora del día, las fechas, los
visitantes. Si nos viéramos ahora, quizá, no nos reconoceríamos. Ella está lejos, y yo estoy
aquí, encerrada. El cielo se ve tan distinto por estos días, con sus nubes cual enormes
montañas de nieve algodonada, y los hilos de luz atravesándolas, para caer entre las torres
altas, ajenas. Es una sensación de imperturbabilidad que me rodea, que entra en mí, que me
disipa. Y en la noche, el cielo se entremezcla con el perfil de la urbe, retorciendo su cuerpo,
escamoso de estrellas. Lo cierto es que hasta ahora no he podido hallar lo correcto, ni lo
adecuado. A Ernesto lo mataron en el 97’ o, tal vez, él mismo buscó la muerte en la mano de
otro. Por un tiempo lo creía ver en las multitudes; reconocía sus rasgos en el rostro de
desconocidos, a los que me quedaba mirando por varios minutos. Una nariz perfilada, el
cabello desordenado, la boca. También creía escuchar su voz por momentos, entre el ruido de
las calles. Pero ésto ya es menos frecuente; no por nada han pasado dos años. Todo el tiempo
que estuvimos se resume a unos cuantos recuerdos que en la memoria se funden en algunas
circunstancias, como si todos estuvieran juntos. Un tiempo indefinido, cuya suma es un solo
pensamiento. Si no fuera por un par de fotografías, creo que no podría estar segura de lo que
he estado buscando. Cada amanecer inicia una nueva inquisición. Me indago a mí misma, y
no hallo más que palabras. Al final no seré más que dos o tres frases que alguién pronunciará,
para luego ser olvidadas. Nos vamos haciendo grises, como la ceniza, como el humo. Y te
resistes a la momentánea suspensión de la incredulidad que te permite salir y obtener, de
algunos extraños, lo que te podría hacer falta, lo que te ha faltado, y lo que te faltará, con los
años. Lo que se ha roto no se puede volver a unir; el hielo se derrite, las nubes se disipan, la
porcelana se quiebra. Gabriela me lo dijo alguna vez. Sólo existe un único momento, lo
demás es la añoranza de algo que no podemos estar seguras de que ha sido, y la esperanza de
aquello que, tal vez, nunca sucederá. Sólo tengo algunas palabras. Los demás me escribirán.

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