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116 LO MEJOR POSIBLE

vo e institucional no nos guste (y salvo en situaciones límite), sue-


le ser contraproducente «romper la baraja», enfrentarse de golpe a
las instituciones y quemar el pasaporte. En circunstancias norma-
les, más bien conviene aprender a convivir con las instituciones,
aprovecharse de ellas, ordeñarlas y sacarles el mayor jugo posible.
Por eso a veces se presenta uno a un examen o concurso, aunque
no esté de acuerdo con sus reglas, o paga sus impuestos, aunque a
uno le parezcan excesivos.
La racionalidad individual da por sentadas las instituciones y
convenciones vigentes y trata únicamente de abrirse camino a tra-
vés de ellas, de espabilarse para sacar de ellas el mejor partido posi-
ble, o simplemente de sobrevivir con un poco de astucia. Con esto
estamos en el horizonte de la astucia, de la prudencia, de la táctica,
de la carrera, horizonte que sería irracional ignorar. De todos mo-
dos, con frecuencia vemos que los juegos a los que nos encontra-
mos jugando no son los mejores ni los más divertidos, que nos
convendría cambiar de juego o de institución. Haría falta inventar
pautas inéditas y definir nuevas reglas constitutivas; no ya nuevas
reglas tácticas, nuevas maneras de jugar al fútbol, sino nuevas re-
glas constitutivas, juegos nuevos. Pero esto exige establecer nuevas
convenciones, y para ello necesito ponerme de acuerdo con los de-
más, pues las convenciones son algo intersubjetivo. Con esto se
plantea el tema de la racionalidad colectiva, del que trataremos a
continuación, aunque solo en su vertiente institucional.
El horizonte de la racionalidad individual puede ser trascendido
(aunque sin perderlo de vista) para abrirnos a un horizonte más
amplio, el horizonte de la racionalidad colectiva, en el que las ins-
tituciones y convenciones son puestas en cuestión y consideradas
no como hechos brutos, sino como posibles objetos de cambio y
transformación.
Las normas son las reglas constitutivas de los códigos. Ya hemos
insistido en el relativismo irremediable de las normas. Solo respec-
to a un código dado, solo relativamente a un código normativo
particular, es o deja de ser válida una norma. Ahora bien, las insti-
tuciones y códigos normativos no son uniformes ni permanentes.
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Cambian con el tiempo y con las diversas culturas, como nos ense-
ñan hasta la saciedad la etnología y la historia. De ahí que muchos
sociólogos y antropólogos, empezando por Durkheim y Lévy
Bruhl, hayan pretendido reducir la reflexión práctica sobre las nor-
mas a una ciencia de las costumbres (science des m<Eurs) meramen-
te descriptiva. Pero este enfoque, aunque nos ayude a entender a
otros grupos étnicos, no ofrece esperanza alguna de ayudarnos a
resolver los problemas de la praxis.
Aunque las normas sean relativas a sus códigos, los códigos al-
ternativos (históricos o imaginarios) son comparables entre sí en
algunos de sus aspectos transversales. Por eso es posible comparar-
los y preferir racionalmente unos códigos a otros, unos juegos a
otros, unas instituciones a otras. ¿Cómo comparar racionalmente,
cómo elegir racionalmente entre varios? Solo hay una manera: ex-
plicitando los fines, metas o funciones perseguidos y considerando
los diversos códigos alternativos como otros tantos instrumentos
(mejores o peores, más o menos eficaces) para conseguirlos.
La racionalidad colectiva consiste en la adopción de una actitud
y un método de análisis y crítica que nos permita el rediseño de las
instituciones que nos afectan en función de nuestros fines e intere-
ses. Este método puede resumirse en los siguientes pasos:

1) Constatar que las instituciones y códigos normativos son


convencionales, que no están dados por la naturaleza, que
está en nuestra mano cambiarlos, si es que queremos o nos
conviene.
2) Explicitar los fines, funciones o misiones de la institución o
código en cuestión.
3) Sopesar, criticar, comparar los códigos alternativos en fun-
ción de su fin o función.
4) En su caso, diseñar códigos nuevos formalmente coherentes
y materialmente adecuados a la misión asignada.
5) Llevar a la práctica el mantenimiento, la reforma o la sustitu-
ción de la institución o código o juego, según resulte del exa-
men anterior.
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El paso más importante desde el punto de vista teórico, el más


delicado y el que con menos frecuencia suele darse -de ahí el ma-
rasmo de irracionalidad en el que con frecuencia queda empanta-
nada la tarea- es el segundo: el explicitar los fines de la institu-
ción, práctica o código.
Si logramos ponernos de acuerdo en los fines que persegui-
mos con un código o institución, podemos proceder a su racio-
nalización, a la solución racional (o tecnológica en sentido am-
plio) del problema. Si, por el contrario, el acuerdo sobre los fines
o funciones no es posible, entonces no hay solución racional del
problema, aunque puede haber otras soluciones, por ejemplo a
puñetazos.
Afortunadamente, el acuerdo es con frecuencia posible, al
menos si le echamos suficiente imaginación y análisis al tema
como para pasar de los fines inmediatos (fácilmente discrepan-
tes) a otros fines más lejanos e importantes. En definitiva, to-
dos los humanes tenemos la misma naturaleza biológica y esta
es la que en último término determina nuestros intereses bási-
cos y gran parte de nuestros fines últimos. Rascando la costra
de las diversas culturas, nos encontramos con las mismas nece-
sidades.
La miopía de los fines, el obcecarse con los próximos y no ver
los lejanos, la confusión de los medios con los fines últimos, así
como la rutina, la alienación y la no asunción de los propios inte-
reses, son otros tantos obstáculos que se oponen a la racionaliza-
ción no solo de nuestras vidas particulares, sino también de las ins-
tituciones que nos afectan.
Hace falta esfuerzo intelectual e imaginación creadora para so-
lucionar los acuciantes problemas de la praxis. Curiosamente, ese
esfuerzo y esa imaginación ya se aplican a los problemas de inge-
niería, pero no a los prácticos y políticos, que siguen sumidos en
una espesa penumbra de tradiciones, tabúes, tópicos, confusiones
y rutinas. Vivimos de las rentas de los pensadores políticos del si-
glo XIX, como se nota en la pervivencia de sus ideologías desfasadas
y del sistema político mundial basado en los Estados nacionales so-
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beranos, tan mal adaptada a las necesidades de nuestra época glo-


balizada.
Cuando el agente actúa obligado o amenazado por otro, ac-
túa involuntariamente, sin libertad. Cuando no puede hacer lo
que quiere por estar encerrado o sometido a otro tipo de coac-
ción, actúa sin libertad. Pero en la medida en que el agente pue-
de hacer y hace lo que quiere, el agente actúa vol untariamente,
libremente, es libre. La libertad consiste, pues, en la ausencia de
obstáculos o coacciones impuestos por otros a la acción del
agente.
Algunos filósofos plantean el «problema de la libertad» o «del li-
bre albedrío» a otro nivel y en relación con el determinismo. Según
ellos, el agente no sería libre, aunque hiciera lo que quisiera, si sus
intenciones fueran el resultado de causas, influencias o factores de-
terminantes; y nosotros solo seríamos libres si nuestra voluntad fue-
se un chorro estocástico de pura espontaneidad imprevisible e inde-
terminable. De hecho, con frecuencia, nuestra voluntad (nuestras
intenciones, lo que queremos) surge más de la causalidad que de la
casualidad, es el resultado de nuestra organización biológica, de
nuestra herencia, de nuestra educación y de nuestro ambiente. Un
animal enjaulado no es libre (en sentido local). Un animal suelto,
no enjaulado, no cercado ni perseguido, es libre, porque va a donde
quiere, aunque el que quiera ir a un sitio determinado no se deba al
azar, sino a una serie de factores de su fisiología y de su ambiente. Si
me estoy deshidratando, mis mecanismos fisiológicos producen en
mi cerebro una sensación de sed, que determina que yo tenga ganas
de beber agua y, por tanto, que quiera beber agua. Pero eso es lo que
quiero, lo que yo libremente elijo, y espero que los demás respeten
mi libertad y me permitan beberla. Einstein nunca entendió el gali-
matías del libre albedrío y en este contexto repetía la frase de Scho-
penhauer de que «el humán puede hacer lo que quiera, pero no
puede querer lo que quiera» 1• En su opinión, el «problema del libre
albedrío» es un seudoproblema.

1
Por ejemplo, véase Albert Einstein (1982), Ideas and Opinions, p. 8.
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La racionalidad -tanto individual como colectiva- solo pue-


de desplegarse a partir de un cierto margen de libertad, pero algún
margen de libertad frecuentemente está dado y depende de noso-
tros si sabemos aprovecharlo.
La mera constatación de la variedad y transitoriedad de las
instituciones y códigos normativos no nos ofrece esperanza nin-
guna de ayudarnos a resolver los problemas de la praxis. Tal es-
peranza nos la ofrece el método racional de análisis de los códi-
gos alternativos en función de fines explicitados y del eventual
rediseño de dichos códigos para optimizar su función.
La ilustración racional nos permite trascender el horizonte de la
racionalidad individual y emprender la transformación del mundo
convencional e institucional. Pero ¿vale la pena hacerlo? Sí, vale la
pena, porque 1) así lograremos satisfacer mejor nuestros intereses
individuales y 2) porque esta misma transformación tiene aspectos
desinteresados que nos sobrepasan, pero que contribuyen a dar
sentido a nuestra vida, a hacerla emocionalmente más satisfactoria
y estéticamente más atractiva.
Alguien podría objetar que este programa de racionalización
de las instituciones es ingenuo, utópico e inviable, que las con-
venciones y las instituciones están determinadas por la situación
histórico-social y que nada podemos hacer por evitar que sigan
su curso. Eso en gran parte es verdad. Muchos cambios o ausen-
cias de cambios en las convenciones son el resultado de fuerzas
sociales ciegas, comparables a los procesos de la geología, meros
frutos del azar y la necesidad. Pero el determinismo no es abso-
luto (ni siquiera en la física, mucho menos en la historia). Por
todas partes se abren resquicios de indeterminación y de liber-
tad posible, agujeros abiertos a la iniciativa y la invención, opor-
tunidades para la aplicación del método racional. De nosotros
depende si sabemos ver y utilizar dichos resquicios como puntos
de apoyo para, con la palanca de la racionalidad, transformar el
mundo de las instituciones conforme a nuestros fines e intere-
ses. Solo así lograremos ser actores, y no solo juguetes, del acon-
tecer histórico.
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Diálogo con Zamora Bonilla.

En un artículo reciente en forma de diálogo, Jesús Zamora Bonilla


pone en boca del personaje que me representa la opinión de que
«el concepto de racionalidad nos indica el límite ideal al que el
concepto de inteligencia se refiere». Yo no diría eso. La palabra 'in-
teligencia' se refiere normalmente a una capacidad biológica y bá-
sicamente congénita del individuo, su capacidad genérica de solu-
cionar problemas, que es lo que miden los tests de inteligencia.
Como podemos distinguir diversos tipos de problemas, también
podemos distinguir tipos distintos de inteligencia. Hay una inteli-
gencia visual, otra verbal, otra lógica, otra emocional, etc. Nuestra
inteligencia es un don genético, plasmado en un cerebro eficiente,
es una capacidad heredada, con la que se pueden hacer o dejar de
hacer muchas cosas diferentes. La racionalidad no depende tanto
de la inteligencia que tengamos como del uso que hagamos de la
inteligencia que tenemos. La racionalidad es una estrategia de op-
timización, una familia de métodos, directrices y constreñimientos
para organizar nuestra conducta de manera óptima (desde el pun-
to de vista de alcanzar nuestras metas y satisfacer nuestros intere-
ses). Obviamente, no todos los inteligentes se comportan racional-
mente. Todos conocemos a personas inteligentes que fuman. El
uso óptimo de nuestras capacidades cognitivas requiere cierta vo-
luntariedad, que no siempre se da. Uno puede ser muy inteligente
y capaz de resolver problemas en general, pero sin embargo no de-
cidirse a aplicar esa inteligencia suya a la solución de sus propios
problemas.
Desde luego, rechazo completamente la tesis de mi imaginario2
contrincante Hermógenes de que la racionalidad consiste en la
obediencia a las convenciones sociales. Mi desacuerdo continúa
cuando sostiene que las preferencias son cuestión de convenciones
sociales, pues «no hay algo así como las verdaderas preferencias
profundas del individuo». Claro que las hay. El ser homosexual,

2 Imaginado por Zamora Bonilla como personaje de su diálogo, en prensa en México.


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por ejemplo, es una preferencia profunda del individuo, basada en


su constitución biológica y que no tiene nada que ver con las con-
venciones sociales. En mi opinión, la racionalidad es incompatible
con obedecer siempre las convenciones sociales y más bien exige
romper frecuentemente con ellas. El actuar siguiendo las normas y
convenciones del país, de la tribu o del grupo no solo no implica
actuar racionalmente, sino que en muchos casos lo impide.
Las normas de la comunidad con frecuencia van en dirección
contraria a los fines e intereses del individuo, en cuyo caso lo racio-
nal para el individuo es saltárselas o transgredirlas, al menos si ello
no implica pagar un precio excesivo. Con frecuencia los homose-
xuales han vivido en sociedades que condenaban rotundamente la
homosexualidad. Seguir las normas y convenciones vigentes equi-
valía a renunciar a satisfacer sus impulsos y aspiraciones. Si la ho-
mosexualidad está mal vista socialmente e incluso proscrita, el ho-
mosexual racional tratará de satisfacer su inclinación a pesar de
ello, aunque sin correr riesgos innecesarios. Y lo mismo ocurre con
la racionalidad de las creencias. La autoridades religiosas y políticas
e incluso a veces las propias familias tratan de mantener el sistema
tradicional de creencias, pero ello no impide a muchos ciudadanos
de espíritu crítico abandonarlas y adoptar otras ideas nuevas y más
compatibles con la racionalidad científica. Lejos de identificarse
con las convenciones de la comunidad, la racionalidad las pone en
cuestión, las corroe y acaba disolviéndolas. Es el proceso que acabó
con el cristianismo y el absolutismo en Europa y que luego se ha
extendido por todo el mundo. Por eso los fundamentalistas islámi-
cos odian tanto la racionalidad, porque ven en ella (con razón) un
peligro inminente para la pervivencia de las ideas, convenciones y
valores del Islam.
En una cosa estoy de acuerdo con el Hermógenes zamorano: en
que no hay en nuestro cerebro un auriga autónomo, que decida
por nosotros desde su puesto de mando central. Por todo lo que
sabemos, no es así como funciona el cerebro. Nuestro cerebro,
como tantas otras cosas en nuestro organismo, es un caso de orga-
nización sin organizador, de procesos distintos y aun opuestos, que

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